Capítulo 16
La rueda de la fortuna
Mientras los técnicos del equipo de Nomura le sellaban el traje, Martín miró a su alrededor con un nudo en la garganta. Cientos de miles de espectadores abarrotaban el anfiteatro, aunque sabían que la mayor parte de la final iba a desarrollarse fuera, en las calles y plazas de la Ciudad Roja. Según había oído, algunos palcos de primera clase saldrían flotando detrás de los jugadores, para no perderse ni un detalle del espectáculo. El resto de la gente tendría que conformarse con seguir el juego a través de una proyección holográfica de lo que ocurría en el exterior…
El muchacho tragó saliva. El comienzo de la final se estaba retrasando, y le costaba trabajo dominar sus nervios. Sus ojos volaron por un momento hacia el palco de Uriel, donde sabía que debía estar Alejandra. El palco se encontraba muy lejos del centro del escenario, y no pudo distinguir a su amiga… Más inquieto aún que antes, Martín cerró los ojos y trató de concentrarse en lo que tenía que hacer. Las palabras de Havai durante la reunión secreta que habían mantenido los jugadores resonaban en sus oídos incesantemente. Tenían que mantenerse unidos y alerta para no dejarse vencer por el realismo del juego. De lo contrario, se convertirían en marionetas en manos de los guionistas… Era absolutamente necesario desbaratar los planes del señor Yang.
Nomura se acercó en silencio y le colocó sobre los ojos las lentillas que componían el nuevo navegador. El muchacho cerró los párpados. Sabía que cuando los abriera, todo a su alrededor sería diferente. Se encontraría a sí mismo a la entrada del Laberinto de los Sueños… Se suponía que debía llegar al otro extremo del laberinto y pedirle un deseo al Bakú. Luego, por fin, podría abrir las puertas del Palacio del Silencio, y el juego habría terminado. Eso, si no lo eliminaban antes… En realidad, no era una posibilidad que le preocupase, sino más bien al contrario. Cuanto más pronto lo eliminasen, antes podría salirse del juego y ayudar a Alejandra a observar lo que ocurría en el estadio. Ese era, al fin y al cabo, el motivo de su presencia allí: llevar a cabo la misión programada en la llave del tiempo… Debía tenerlo presente en todo momento cuando el juego comenzase y él se convirtiese en Ardal.
Pero la cosa no era tan sencilla. En el mismo instante en que abrió los ojos, supo con certeza que no podría cumplir su propósito. Al ver el laberinto a sus pies, envuelto en una tenue bruma, sus pensamientos comenzaron a tornarse confusos. Luego, al igual que la vez anterior, tuvo la sensación de que se adormilaba…
Cuando volvió en sí, había olvidado quién era en realidad. Todo lo que sabía era que se llamaba Ardal y que debía atravesar a toda costa aquel laberinto para llegar al Palacio del Silencio y rescatar a su prometida. Y estaba firmemente decidido a esforzarse al máximo para conseguirlo.
A su espalda, oyó la voz grave y cálida de su amigo Lug.
—Es mejor que intentemos atravesar el laberinto cuanto antes —dijo el caballero—. Sobre todo, recordad que no debéis deteneros en ningún momento a mirar los reflejos que habitan en las piedras. Si lo hacéis, quedaréis atrapados. Veáis lo que veáis, seguid adelante.
Keuhir y Edern asintieron, impresionados. El rosal de sombra que había brotado del cuerpo de Olwen comenzó a arrastrarse por el suelo, guiándolos. El lobo de sombra de Annun lo siguió, y, tras él, fueron todos los demás. Annun abría la marcha, caminando detrás del lobo, y tras ella iba Ardal. Detrás, en fila india, marchaban Edern y Lug, y Keuhir ocupaba el último lugar.
Descendieron por un empinado sendero de roca lisa y resbaladiza, aferrándose en algunos momentos a los arbustos que los rodeaban para no caer rodando. Cuando por fin pusieron un pie en el laberinto, Ardal contempló maravillado los reflejos que pasaban por el interior de las piedras que formaban el camino, rápidos como peces en el agua de un acuario. Eran reflejos de rostros llenos de tristeza y de alegría, de escenas familiares o amorosas, de grupos de amigos jugando a los naipes y de niños nadando en la playa… Ardal se obligó a caminar sobre aquellas piedras sin fijarse en lo que contenían, pero aquel empeño le producía un gran desgarro interior. Porque lo que había dentro de las piedras eran los sueños y esperanzas de la gente, algo que él nunca había contemplado antes. Y se trataba de un espectáculo tan impresionante, que de buena gana se habría sentado al borde del camino para detenerse a disfrutar de él.
Sin embargo, el rosal de sombra seguía avanzando delante de ellos, y no debía quedarse rezagado. Además, habría sido peligroso… El Laberinto de los Sueños no contenía tan solo la parte positiva de las fantasías de la gente, sino también su lado más oscuro. Si se detenía a mirar a su alrededor, quizá nunca podría volver a avanzar.
Así pues, siguió caminando, a menudo con los ojos cerrados, para no dejarse vencer por la tentación de detenerse a contemplar las piedras del camino. Después de un rato, su marcha se volvió regular y acompasada como la de un autómata, sin acelerarse ni ralentizarse nunca. De pronto, oyó un grito a su espalda.
—¡Dalahor! ¡Está ahí, lo he visto! Al menos, la mitad de su cuerpo… ¡Mirad cómo se arrastra! Nos está pidiendo ayuda.
Ardal reconoció la voz de Keuhir. Al parecer, su escudero no había podido resistirse a la tentación de escuchar la llamada de las piedras.
—No es real —repuso en voz alta, sin volverse—. Sigue caminando, Keuhir… Lo que estás viendo es solo un sueño, una fantasía. Tienes que seguir adelante.
Él y los demás continuaron caminando con el corazón encogido. Tras un breve silencio, oyeron de nuevo la voz de Keuhir, esta vez más lejana que la primera.
—Volved —les rogó—. Os digo que es Dalahor. Quiere que lo llevemos al Palacio del Silencio… No puede entrar porque las puertas están cerradas.
Ardal se volvió hacia Lug.
—Voy a volver a buscarle —dijo—. Si lo dejamos ahí, morirá…
Tras ellos resonó un violento chapoteo, seguido de un grito inarticulado.
—Ya es tarde —murmuró Edern, mirando hacia atrás—. La visión lo ha arrastrado a las arenas movedizas… Tenemos que seguir, si no queremos que nos ocurra lo mismo.
Ardal sintió un profundo dolor en el pecho, pero continuó su camino.
A su alrededor se extendía un terreno pantanoso lleno de ciénagas, con masas de juncos en algunas zonas. Más allá se alzaban, verdes y envueltas en bruma, las colinas. Y las piedras de los sueños formaban la calzada por la que caminaban, rugosas y transparentes como olas cristalizadas.
Caminaron interminablemente sobre aquel rocoso sendero, escuchando los murmullos que emitían las piedras, siempre con los ojos fijos en la luz crepuscular del horizonte. Ardal se sentía tan fatigado que llegó a perder la noción del tiempo. Hasta que, de repente, notó que, delante de él, Annun y el lobo de sombra se habían detenido. Habían alcanzado el límite de las ciénagas, y ante ellos se extendía una gran superficie circular cubierta de dibujos multicolores, como un gigantesco mándala. El círculo se hallaba excavado en el interior de un profundo cañón, con altas paredes de roca que lo delimitaban por todas partes.
El lobo de la princesa se acercó al límite del círculo y empezó a gruñir, inquieto. Annun también se aproximó… El rosal de sombra había comenzado a retorcerse a sus pies, como obedeciendo a un terrible sufrimiento.
—Parece que el laberinto se ha acabado —murmuró Ardal—. Pero ¿dónde está el Palacio del Silencio?
—No creo que hayamos llegado todavía —repuso Annun, volviéndose hacia el rey—. Aquí no se ve ningún edificio… Me pregunto qué representará este círculo.
Venciendo su aprensión, Ardal comenzó a caminar por el interior del mándala, fijándose en cada una de las escenas pintadas con vivos colores sobre su superficie. Se trataba de escenas de lo más variopintas, que representaban a hombres y mujeres en diferentes situaciones. En una, por ejemplo, se veía a un mendigo que encontraba un tesoro; en la siguiente escena, el mendigo era coronado rey, y en la que venía después, aquel mismo rey tropezaba y caía sobre su propia espada. Ardal fue recorriendo de ese modo cada una de las bandas concéntricas del círculo, y se dio cuenta de que, pese a su variedad, todas las escenas tenían un nexo común: en todas ellas se representaban los efectos del caos y el azar sobre las vidas humanas.
Después de completar su recorrido, el rey regresó lentamente al lugar donde le esperaban sus hombres. Se hallaba ya muy cerca de ellos, cuando observó que una bandada de cuervos se aproximaba volando desde el horizonte. Volaban a gran altura, pero, al llegar al límite del mándala, comenzaron a descender en círculos, hasta posarse justo detrás de Lug, formando una gran masa negra que no cesaba de moverse.
—¡Ovinnik! —exclamó el caballero, retrocediendo sorprendido—. ¿Qué quieres esta vez?
Ardal alcanzó en ese momento el límite del círculo y, apartando con suavidad a Annun, caminó resueltamente hacia el mago.
—¿Has venido a ayudarnos? —preguntó en tono áspero.
Ovinnik paseó una mirada burlona sobre el pequeño y fatigado grupo.
—Vaya, veo que habéis perdido a otro de los vuestros —dijo en voz baja—. Uno más… ¿Me preguntas si he venido a ayudaros? Sí, puede decirse que sí. Habéis llegado al punto clave de este viaje, el extremo del laberinto. Esta, amigos míos, es la Rueda de la Fortuna… Si la suerte os favorece, os llevará directamente hasta el trono del Bakú, y podréis pedirle un deseo. En cambio, si os es adversa, iréis a parar directamente a las Puertas del Silencio… Aunque, tal vez, después de todo, sea eso lo que estéis deseando.
El rey avanzó un paso más hacia Ovinnik. Sus hombres nunca le habían visto tan furioso, aunque se trataba de una furia contenida, que se reflejaba como una negra sombra sobre su rostro.
—¿Eso era todo lo que querías decirnos? —preguntó con voz sorda—. Muy bien, pues ya lo has dicho. Ahora, desaparece.
—¿Cómo, ya no me necesitáis? —preguntó el mago con fingida tristeza.
Ardal le miró con desprecio antes de responder.
—Ya nos has demostrado lo que vale tu ayuda, así que, en efecto, ya no te necesitamos. Y ahora, aparta… Te estás interponiendo en nuestro camino.
—No tan deprisa —replicó Ovinnik con una torva sonrisa—. Antes de obligar a estos hombres a emprender un camino sin retorno, creo que tendrías que decirles la verdad. O, mejor, lo haré yo…
Por toda respuesta, Edern escupió desdeñosamente en el suelo, y Lug hizo ademán de desenvainar su espada. El mago trató de apaciguarlos con un gesto de su mano.
—Calma, muchachos —dijo en tono grave—. Antes de hacer ninguna tontería, deberíais escucharme. El rey os ha pedido que le ayudéis a cruzar el Laberinto de los Sueños y a entrar en el Palacio del Silencio para rescatar a su prometida. Pero ¿os ha contado lo que sucederá una vez que hayáis abierto las puertas de ese palacio?
Lug y Edern se miraron, perplejos.
—Ni siquiera os lo habéis preguntado, ¿verdad? —rio Ovinnik—. Vosotros, los hijos de los hombres, no pensáis demasiado en el futuro… Pero, aún así, yo os diré lo que va a pasar. Cuando esas puertas se abran, todos los males que no habéis conocido se liberarán de nuevo sobre la Humanidad: la muerte, la enfermedad, el hambre, la pobreza… Supongo que sabréis lo que quieren decir esas palabras, aunque nunca lo hayáis experimentado. Pues bien, yo os voy a dar ahora la oportunidad de comprender su verdadero significado… Después, podréis decidir si aún queréis acompañar al rey en esta loca empresa.
Al terminar de hablar, los ojos de Ovinnik se clavaron en los de Ardal, desafiantes. El mago esperaba, al parecer, que el rey le atacase en ese instante. Cuando comprendió que su rival no tenía intención de hacer tal cosa, se encogió de hombros, defraudado. Luego, extendiendo ambas manos, agarró a Lug y a Edern por las muñecas.
—Sentidlo —murmuró con voz apenas audible—. Sentid el vacío, la muerte, el dolor…
Los rasgos de los dos caballeros se contrajeron, crispados por un terrible sufrimiento. Cuando Ovinnik los soltó, ambos estaban muy pálidos, y los labios de Edern temblaban.
—Nos has mentido —dijo Lug, encarándose con el rey—. No nos dijiste que el precio de rescatar a tu amada sería este…
Ardal sostuvo la mirada de su más fiel caballero.
—Es cierto, os oculté la verdad —admitió—. Si no lo hubiese hecho, jamás habríais aceptado acompañarme.
—Ya nunca volveré a fiarme de ti —murmuró Lug con el ceño fruncido—. Todavía no puedo creer que estuvieses dispuesto a liberar de nuevo el mal sobre la Humanidad para rescatar a la mujer que amas. Un rey no puede comportarse de forma tan egoísta…
—Tienes razón; al principio, solo pensaba en rescatar a Morwen —repuso Ardal serenamente—. Sin embargo, cuando Ovinnik me mostró el verdadero significado de la muerte y el sufrimiento, cuando me tocó con su dedo mágico, como ahora ha hecho con vosotros, comprendí todo lo que habíamos perdido. Sentí un inmenso vacío en mi interior, un vacío que nada ni nadie podía llenar… ¿No habéis sentido vosotros lo mismo?
—Yo sí —reconoció Edern—. Todavía lo siento…
—Al principio no entendí lo que significaba ese vacío. Sin embargo, al atravesar el Laberinto de los Sueños, me he dado cuenta… Es cierto que mi padre encerró en el Palacio del Silencio todos los males que aquejan a la Humanidad; pero también encerró nuestros sueños y esperanzas. Dime la verdad, Lug: ¿Hay algo que desees realmente, con verdadera pasión?
El caballero lo miró con expresión sombría.
—Ni siquiera sabes a qué me refiero, ¿verdad? Es lo que nos ocurre a todos los hombres nacidos después de la hazaña de Ixión. Somos inmortales, sí, pero ¿de qué nos sirve? No conocemos la verdadera alegría, la auténtica esperanza. A veces llegamos a vislumbrar esos sentimientos, como me ocurrió a mí cuando me enamoré de Morwen. Pero hemos olvidado cómo luchar por ellos… La inmortalidad, a ese precio, no merece la pena.
Edern lo miró escandalizado.
—Pero tú no puedes decidir por toda la Humanidad —objetó—. Sería injusto…
—Mi padre también decidió por todos, y nadie cuestionó la justicia de su decisión. Solo devolveré a los hombres lo que mi padre les quitó.
—No lo harás —dijo Edern, desenvainando su daga de sombra—. Volverás con nosotros, y te olvidarás de esta absurda aventura.
—¿Y cómo pensáis volver? —intervino Annun, mirando a Ovinnik, que se había sentado en el suelo y jugueteaba con unas piedrecillas—. La nave que nos ha traído hasta aquí ha sido destruida… La única forma de regresar es llegar hasta el trono del Bakú y pedirle que os conceda ese deseo. Pero, para eso, tenéis que ayudar a vuestro rey a seguir adelante.
Edern y Lug se miraron, indecisos.
—¿Prometes que, después de hablar con el Bakú, regresarás con nosotros, y que no tratarás de abrir las Puertas del Silencio? —preguntó Lug.
Ardal se quedó pensativo un momento.
—No, Lug —repuso finalmente—. No puedo prometerte eso. Pienso seguir hasta el final, cueste lo que cueste. Aunque tenga que ir yo solo… Y, ahora, tomad la decisión que queráis; pero no intentéis detenerme.
Tras ellos, la figura de Ovinnik se recortaba a contraluz, inmóvil como una estatua. Edern y Lug avanzaron hacia el rey con expresión resuelta.
—No permitiremos que liberes de nuevo el mal sobre los hombres —afirmó Edern—. Te equivocas si crees que puedes engañarnos con tus excusas… Lo único que quieres es liberar a Morwen, al precio que sea.
Ardal se volvió hacia Lug con un brillo de esperanza en la mirada.
—Amigo, tú sabes que he hablado sinceramente. Entiendo que no pienses como yo, y que no quieras acompañarme… pero no trates de impedirme que haga lo que he venido a hacer.
—Quizá ahora hayas hablado con sinceridad, pero nos has traído hasta aquí con engaños —repuso tristemente el Caballero Blanco—. Eso me libera de los lazos de fidelidad que, supuestamente, deberían unir a un vasallo con su rey. Ponte en guardia, Ardal, porque no vamos a dejarte pasar de aquí.
La princesa Annun, al ver que Ardal no desenvainaba su espada, corrió a su lado.
—Yo estoy contigo —dijo—. Quiero llegar hasta el Bakú. Quiero pedirle que me devuelva la memoria. Quiero volver a vivir.
Ardal desenvainó su espada mientras Lug alzaba en el aire el hacha que le había hecho famoso en el combate. El hacha voló en el aire y fue a clavarse sobre el tronco de un árbol, a pocos centímetros del cuello del rey. Mientras, Edern, con su daga de sombra, se había lanzado hacia Annun, que lo observaba inmóvil y con una fría sonrisa en el semblante.
—Atácale —dijo, dirigiéndose al lobo de tinieblas que gruñía a sus pies—. Mátalo y tráeme sus despojos.
El lobo se abalanzó sobre el caballero, y ambos rodaron por el suelo enredados en un mortal abrazo. Los dientes de la bestia, cristalinos como diamantes, se clavaron en la garganta del caballero, desgarrándosela. En el mismo momento, el puñal mágico de Edern encontró el corazón del animal, que cayó hacia atrás con un lastimero quejido.
Edern, también moribundo, se derrumbó al lado de la bestia con los ojos entreabiertos. La princesa Annun corrió hacia el lobo y, arrodillándose, acarició su sedoso pelaje, que solo se iluminaba en medio de la más profunda oscuridad. Cuando el animal exhaló su último suspiro, la muchacha lanzó un grito desgarrador, que hizo que Ardal y Lug suspendieran por un instante su enfrentamiento y se volviesen a mirarla.
—Todo ha vuelto a mí —murmuró la muchacha, ahogando un sollozo—. Todo lo que Ovinnik me arrebató cuando le vendí mi alma a cambio de un poco de paz y olvido… Estaba en él, en mi pequeño cachorro, que me seguía a todas partes. Y ahora ha vuelto a mí. Lo recuerdo todo: Mi infancia en la casa de mis padres, mi amor por ti, Ardal, mi sufrimiento cuando elegiste a mi hermana Morwen en mi lugar… Ovinnik… Ovinnik, devuélvele la vida… Pero no, ya no vale la pena. Después de todo, el deseo que iba a pedirle al Bakú se ha cumplido.
Ovinnik, envuelto en una nube de oscuridad, alzó el vuelo y atravesó el gran círculo de imágenes, hasta detenerse en la pared opuesta del cañón que lo limitaba. Annun, cegada por el dolor, corrió insensatamente hasta el interior del círculo, llamando a gritos al mago. Olvidando por un momento su rivalidad, Ardal y Lug se lanzaron tras ella.
De pronto la muchacha se detuvo en seco y, girándose hacia los dos caballeros, miró a Lug con ojos de fuego.
—Deja de perseguir al rey —le dijo—. Eres un traidor que ha roto todos sus juramentos… Apártate de él, o tendrás que vértelas conmigo.
La princesa avanzó con los brazos en alto hacia Lug, que la observaba perplejo, sin saber cómo reaccionar. Cuando llegó a la altura del caballero, se lanzó sobre él y le golpeó en la coraza con sus débiles puños. Entonces, vio un reflejo oscuro que desgarraba el aire… Reconociendo la daga de sombra de Edern, se apartó de Lug y abrazó a Ardal. La daga que había lanzado el moribundo Edern se clavó en la espalda de la princesa y, atravesándola de parte a parte, llegó hasta su corazón.
Una tromba de sangre inundó su vestido negro, mientras Ardal la sostenía para impedir que cayese al suelo.
—Por favor, no… dejes… que mi alma… se consuma en este… lugar —murmuró la muchacha con voz entrecortada—. Quiero que descanse en el Palacio del Silencio. Abre sus puertas… Hazlo… por mí.
El último aliento de vida abandonó el cuerpo de Annun, que se deshizo en una blanca nube de polvo entre los brazos del rey. El polvo cayó al suelo e, inmediatamente, se transformó en una nueva escena de las muchas que componían el gran mándala: en ella se veía a la princesa llorando, abrazada a un lobo… Los ojos de Ardal se encontraron con los de Lug, que se había puesto muy pálido.
—Ahora no quedamos más que tú y yo —dijo el Caballero Blanco.
—Te equivocas —repuso el rey, señalando al rosal de sombra que, arrastrándose penosamente, avanzaba hacia el centro del gran círculo—. También está él… Y yo voy a seguirlo. Él me llevará hasta las mismas Puertas de la Muerte.
—No te llevará a ninguna parte. No voy a permitir que llegues hasta el Palacio del Silencio… Ponte en guardia, porque uno de los dos no tardará en ir a hacerles compañía a las imágenes del suelo.
Ardal alzó su espada y esquivó un violento hachazo de su adversario. Luego, le lanzó una estocada que también erró el blanco. Los dos caballeros comenzaron a moverse en círculos, buscando el lado más débil de su rival. Los hachazos de Lug nunca llegaban a alcanzar al rey, que los evitaba con sorprendente agilidad. Por su parte, el rey tampoco conseguía herir a su contrincante, aunque lo había intentado desde distintos ángulos.
Mientras combatían, el rosal de sombra había continuado avanzando hasta alcanzar el centro exacto del círculo. Una vez allí, se detuvo, y la tierra comenzó a temblar. Ardal vio entonces cómo el suelo se abría, dejando brotar un extraño artefacto en forma de cruz asimétrica, con un brazo vertical muy largo y otro horizontal mucho más corto, rematado en uno de sus extremos por una esfera dorada. La extraña visión le distrajo unos instantes, los suficientes para que Lug, cogiéndole desprevenido, le asestase un fuerte golpe en la cabeza con el mango de su hacha. El golpe le hizo caer al suelo, y, antes de que lograse articular palabra, su vista se oscureció y sus sentidos se nublaron. Unos segundos más tarde, había perdido el conocimiento.
Cuando volvió en sí, lo primero que sintió fue un terrible dolor de cabeza. Al abrir los ojos, comprobó que se hallaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada sobre una pared metálica y los brazos atados. Frente a él, Lug lo miraba con curiosidad, acariciando distraídamente su hacha. Tenía el brazo cubierto de sangre coagulada, y lo movía con dificultad. Al parecer, una de las estocadas del rey le había alcanzado justo antes de que él lo derribase.
Ardal trató de incorporarse, pero una fuerza brutal lo aplastó contra el suelo. Aquello le recordó una sensación de su pasado que no logró ubicar. Él ya había sentido aquello alguna vez… pero ¿cuándo, y dónde? Al mirar de nuevo a su alrededor, se dio cuenta de que se encontraban en el interior de un recinto dorado de reducidas dimensiones, y comprendió que su rival lo había encerrado en la parte esférica de la cruz que habían visto brotar del suelo. Sin saber por qué, dedujo de inmediato que el brazo horizontal de la cruz, donde ellos se encontraban, giraba a una velocidad de vértigo. Eso explicaba la insoportable fuerza que lo oprimía contra el suelo y las paredes… Estaba seguro de ello.
Con expresión interrogante, volvió a mirar a Lug.
—¿Qué vas a hacer conmigo? —exclamó.
Entonces comprobó que no podía oír el sonido de su propia voz, y se preguntó si habría sido víctima de algún hechizo.
—No hables. Tan solo escucha lo que voy a decirte —le contestó el Caballero Blanco.
La voz de Lug había resonado en sus oídos con toda claridad. Sin embargo, no le había visto mover los labios. Aquello le convenció de que, efectivamente, su adversario estaba empleando algún tipo de magia.
—Soy Havai, y te hablo por el canal privado —dijo el caballero—. He desconectado el sonido de nuestros navegadores, así que, por el momento, no podrás oír nada de lo que se diga en el juego. No te preocupes por eso, a estas alturas nuestros ingenieros se habrán dado cuenta de que algo no funciona bien y habrán dado paso a la publicidad… Quizás te preguntes de qué demonios estoy hablando. Sé que ahora no puedes entenderme, Martín; pero te pido que me escuches con atención y que recuerdes mis palabras, por inverosímiles que te puedan parecer. Así, cuando todo esto termine, quizás seas capaz de comprender lo que estoy a punto de hacer.
Ardal intentó replicar; pero de sus labios no brotó ningún sonido. El hechizo que Lug había hecho caer sobre él debía de ser enormemente poderoso.
—Ayer, durante la reunión que tuvimos, os dije que la corporación Ki pensaba sustituirme por otro jugador, y que desconocía el motivo —comenzó a explicar Lug después de un ligero titubeo—. Os mentí; en realidad sí lo conozco… El motivo es que tengo cáncer. La compañía lo sabe desde hace tiempo, pero a mí me lo ocultaron. Como sabes, me he entrenado durante años en una estación espacial… Probablemente desarrollé allí mi enfermedad, debido a las elevadas dosis de radiación que recibió mi cuerpo. Tendrían que haberme sometido a tratamiento hace mucho… Sin embargo, el señor Yang decidió posponerlo. Supongo que quería exprimirme al máximo antes de desecharme como a un trasto inservible… Ya sabes a qué me refiero.
Ardal negó con la cabeza. Apenas entendía una palabra de lo que le decía su rival, y no acertaba a comprender por qué se comportaba de un modo tan extraño.
—Lo cierto es que durante la Premiére recibí la visita de Joseph Hiden, el presidente de la Corporación Dédalo —prosiguió Lug—. Él tuvo la amabilidad de explicarme punto por punto lo que me pasaba, y me ofreció un tratamiento y un puesto en su compañía a cambio de un pequeño favor: tenía que protegerte durante el juego y traerte hasta la Rueda de la Fortuna sano y salvo. Luego, una vez aquí, debía dejarme vencer.
Ardal miró al caballero, asombrado. El nombre que había citado le resultaba vagamente familiar, aunque no lograba asociarlo con ninguna imagen clara.
Mientras luchaba por recordar, Lug continuó hablando:
—Yo no conocía de nada a ese tipo, pero me bastó escucharle durante cinco minutos para darme cuenta de que destilaba odio y miedo por los cuatro costados. Te detesta, y, sin embargo, no me pidió que te matara o que te mutilara para siempre, sino todo lo contrario; eso me pareció muy sospechoso… Quería decírtelo, por si te servía de algo.
Sabiendo que su voz no lograría hacerse oír, Ardal optó por no contestar.
—El caso es que no puedo dejarme vencer, Martín —murmuró Lug, casi con tristeza—. Es algo superior a mí… Supongo que, por mucho que lo intente, soy incapaz de salirme de mi papel. Mis guionistas me han forjado una leyenda dentro y fuera de la Arena, y no quiero traicionar a mi personaje. Eso significa que lucharemos de verdad… y que no te voy a dar cuartel.
El caballero calló durante unos instantes, como si estuviese meditando sobre lo que debía decir a continuación.
—Antes me has demostrado que, a pesar de ser un novato en el circuito, eres un jugador digno de temer. Fíjate, incluso has conseguido herirme… Tu percepción te proporciona una gran ventaja, y también eres muy rápido. Ahora, escúchame bien. Quiero que entiendas con qué te vas a enfrentar. Estamos dentro de la Rueda de la Fortuna, que gira a toda velocidad. Cuando intentes moverte, comprobarás que te resulta casi imposible… Cuando el brazo de la rueda suba, te sentirás pesado y lento; pero cuando baje, la gravedad artificial te aplastará. Yo me he entrenado durante años en estas condiciones, así que estoy preparado… Pero no quiero que mi último combate quede deslucido. Debes contar con alguna oportunidad, para que mi victoria se recuerde como algo grande. Así que escucha mi consejo: Atácame cuando la rueda ascienda, y evita que te golpee cuando descienda, porque caeré sobre ti como una apisonadora.
Ardal asintió en silencio, sin saber muy bien por qué lo hacía. Las palabras de Lug habían sido muy enigmáticas, y no acertaba a comprender lo que se traía entre manos. Sin embargo, había algo que le había llamado poderosamente la atención: por primera vez desde que conocía al Caballero Blanco, le había visto sonreír.
Dando por terminado su monólogo, Lug se acercó al rey y le rozó en la nuca. Instantáneamente, Ardal se encontró inmerso de nuevo en el mundo de sonidos en el que estaba acostumbrado a vivir. Después de desatar sus manos, el caballero le volvió la espalda. En ese momento se oyó un crujido, y Ardal sintió que le faltaba el aire.
—La rueda gira cada vez más deprisa —exclamó Lug—. Esta noche, uno de nosotros dormirá en el Laberinto.
Ardal empuñó con firmeza su espada y se preparó para el combate. Lug parecía de nuevo el de siempre. Sin embargo, pronto se demostró que sus misteriosas recomendaciones de un momento atrás eran acertadas, ya que, al intentar avanzar un paso, el rey experimentó una violenta fuerza que lo aplastaba contra el suelo. De pronto, cuando el peso se hizo tan insoportable que apenas podía tenerse en pie, vio que Lug avanzaba hacia él, empuñando el hacha con las dos manos. El golpe que descargó sobre Ardal fue tremendo, y este logró esquivarlo solo en el último momento.
Ardal se arrastró por el suelo lejos de su adversario. Cuando sintió que la gravedad disminuía un poco, se lanzó contra él con todas sus fuerzas, pero el caballero reaccionó con sorprendente agilidad. De ese modo continuaron atacándose mutuamente durante largo rato, sin que ninguno de los dos lograse dominar del todo el descontrolado impulso de su arma en aquellas condiciones extremas. Obedeciendo a una voz interior de procedencia desconocida, Ardal comenzó a buscar desesperadamente en el pequeño recinto dorado algún resorte o trampolín que le permitiera cobrar ventaja sobre su rival. Por desgracia para él, no encontró nada parecido…
Entonces fue cuando reparó en aquel ruido que, inconscientemente, llevaba oyendo bastante rato. Sonaba como si algo estuviese arañando la pared por el exterior de la esfera, justo en la zona donde Lug lo había atado. Sin dejar de repeler los ataques de su enemigo, Ardal escuchó con toda su atención aquel débil crepitar. Lug había hablado poco antes de su extraordinaria percepción, y no se había equivocado… Después de escuchar durante un par de minutos, el rey comprendió de pronto quién era el causante de aquel sonido: se trataba del rosal de sombra, que proseguía, inexorable, su camino hacia las Puertas del Silencio… Ardal ya había visto una vez, ante el Guardián de la Puerta de Oriente, lo que aquellos fantasmas de oscuridad podían hacer con las personas: si se interponían en su camino, las atravesaban sin piedad. Si pudiera conseguir que Lug se interpusiese en la ciega trayectoria del rosal, ya no tendría que preocuparse más por su enemigo.
Antes de decidirse, Ardal sintió una punzada de duda. Estimaba al caballero, pero sabía que uno de los dos no saldría vivo de aquella rueda. Y él necesitaba rescatar a Morwen, de modo que no podía morir… Así pues, no le quedaba elección. Aprovechando que la esfera estaba subiendo, se abalanzó violentamente sobre su enemigo, que esquivó por poco su estocada. Inmediatamente después, cuando la esfera empezó a bajar nuevamente, Ardal retrocedió hacia la pared cuya cara exterior estaba arañando el rosal. Lug cayó sobre él con el hacha en la mano, y el rey esperó hasta el último momento antes de esquivarlo… La gravedad era tan intensa durante el descenso, que el hacha fue a clavarse contra la pared dorada, abriendo en ella un profundo boquete.
—Muy hábil, Mi Señor —dijo Lug irónicamente, mientras trataba con todas sus fuerzas de desclavar el arma—. Habéis usado mi propia fuerza para vencerme…
En ese momento, un vendaval de ramas espinosas entró por la abertura de la pared y atravesó el pecho del caballero, muy cerca del corazón. Durante algún tiempo, Lug se debatió entre las sombrías flores del rosal, sufriendo cada vez más. Ardal sintió un estremecimiento de piedad por su antiguo amigo, y, extrayendo un puñal de su cinturón, decidió poner fin a su tormento.
Pero, cuando ya se disponía a clavar el arma en el pecho del caballero, volvió a oír la voz de Lug en el interior de su cabeza.
—No lo hagas, Martín —dijo la voz—. Por favor, no lo hagas… Al menos déjame con vida. No quiero que se recuerde mi último combate como el único en que consiguieron eliminarme antes de que el juego terminase… Al menos, concédeme eso.
Ardal no comprendió el significado de la petición de Lug, pero la emoción de su voz le llegó hasta lo más profundo de su alma. Si él quería seguir viviendo, lo dejaría con vida… Inclinándose sobre él, le puso el puñal en la mano y cerró sus dedos sobre su empuñadura.
Mientras tanto, el rosal de sombra, arrastrándose por el suelo, había llegado hasta la puerta del recinto, y una de sus ramas se había colado por la pequeña cerradura. El rey sintió de pronto un intenso vértigo, y tuvo que aferrarse a la pared para no caer. Comprendió que la rueda estaba desacelerándose, y que no tardaría en detener su giro… Esperó con los ojos cerrados, hasta que una brusca sacudida le indicó que la rueda se había detenido. Entonces atravesó el suelo del recinto tambaleándose. Al pasar junto a Lug, vio que el caballero se había desmayado. «Tanto mejor —se dijo— así, no sufrirá».
La puerta del recinto se abrió automáticamente, y Ardal salió con paso inseguro a la luz rojiza del exterior. Justo detrás de la rueda, descubrió un túnel excavado en la pared de roca y, sin pensárselo dos veces, se adentró en él. Caminó durante un rato en la oscuridad hasta emerger al otro lado del cañón, donde se encontró con un espeso bosque de árboles altos y susurrantes. En el suelo cubierto de hojas secas no se distinguía ningún sendero, pero Ardal comenzó a caminar entre los árboles con seguridad, guiándose por un resplandor azulado que brillaba a lo lejos, en la espesura.
Cuando, después de muchas horas de marcha, llegó al lugar de donde provenía la luz, comprobó que se trataba de una fuente de aguas azules y cristalinas. El lugar se encontraba entre las ruinas de un templo rodeado de manzanos secos, cuyos arcos semiderruidos atrajeron por un momento la atención el rey. A la izquierda del frontispicio que presidía la entrada del templo, un relieve finamente cincelado representaba un combate entre Ardal y Ovinnik. Ardal lo contempló largamente, sintiendo un profundo escalofrío en su interior. No comprendía cómo era posible que un artista del pasado hubiese representado, mucho tiempo antes de que él naciera, aquella escena… Finalmente, apartó con esfuerzo los ojos de la piedra y traspasó el ruinoso umbral del templo. Al otro lado, a escasos pasos de distancia, se hallaba la fuente. Manaba del suelo, formando un pequeño remanso circular, y parecía muy profunda. El rosal de sombra se había detenido a la orilla del agua, y sus ramas cuajadas de espinas comenzaban a verdear.
Ardal sintió de pronto una sed abrasadora, y quiso aplacarla bebiendo de la fuente. Pero, al inclinarse sobre el agua, descubrió en su fondo una forma plateada que creyó reconocer. Con un escalofrío, el rey continuó mirando fijamente a la superficie de la fuente para asegurarse de que sus ojos no le estaban engañando. La imagen se fue volviendo más nítida por momentos, hasta que Ardal distinguió con toda claridad la espada de su padre forjada por los herreros del cielo con la luz de las estrellas, y a la que Dannan, la primera de su estirpe, había puesto el nombre de Kaled. La espada estaba clavada en una piedra blanca, y su empuñadura parecía mellada. Eso le sorprendió, porque, seguir la leyenda, se trataba de un arma irrompible.
Ardal cerró los ojos, comprendiendo lo que aquella visión significaba. Por fin, después de tantas penalidades, había llegado a las puertas del Palacio del Silencio. Lo único que lo separaba de Morwen era la espada que Ixión había utilizado para sellar la morada de la Muerte. Si lograba desclavar la espada, Morwen sería libre.
Con el corazón encogido, hundió sus manos temblorosas en la fuente y trató de asir la espada, pero, por más que rebuscó en el fondo, no halló nada sólido a lo que aferrarse. Sacó las manos y observó de nuevo las profundidades azuladas del líquido: la espada seguía allí, intacta. Una vez más, introdujo los brazos en el agua y tanteó el centro de la fuente, pero sus manos atravesaron la imagen de la espada sin llegar a tocarla. Entonces comprendió que nunca sería capaz de liberar a su prometida, y se tendió boca abajo sobre la hierba para ocultar su llanto.
De pronto, oyó una carcajada a su espalda.
—¡Pobre Ardal! —dijo una voz apagada, que de inmediato reconoció como la de Ovinnik—. Creías que ibas a triunfar allí donde otros hemos fracasado. ¡Y yo accedí a traerte hasta aquí! Nunca confié mucho en tus posibilidades; pero, aún así, había que intentarlo…
Ardal alzó la cabeza y contempló al mago con estupor.
—No te entiendo —murmuró—. ¿Querías que abriese las puertas del palacio para ti?
Ovinnik se encogió de hombros.
—Al fin y al cabo, eres hijo de Ixión —se justificó—. Nada se perdía con hacer la prueba… ¡Lástima que las cosas no hayan salido como ambos deseábamos!
—¿Por qué querías que abriese las puertas? —insistió el rey con voz trémula—. La enfermedad, la muerte y el dolor que habría liberado con ese gesto también te habrían alcanzado a ti.
Ovinnik sonrió fríamente.
—¿Crees que eso me importa, a estas alturas de mi vida? —preguntó, con un fondo de ira contenida en la voz—. ¿A mí, que lo he sacrificado todo para llegar a ser lo que soy? Cuando tu padre selló las puertas del Palacio del Silencio, también selló las puertas de la magia. La magia no puede nada sobre los hombres que ignoran lo que es la esperanza… Necesito que esas puertas se abran para recuperar mi poder, y no descansaré hasta conseguirlo. En cuanto a ti… Es cierto que has fracasado, pero aún puedes serme de gran ayuda.
—No tengo ningún interés en ayudarte —dijo el rey con expresión sombría.
—Aun así, me ayudarás —afirmó Ovinnik, inmóvil como una piedra—. Algunas profecías aseguran que un hijo de Ixión abrirá las puertas del Palacio del Silencio. Está claro que no eres tú, pero tienes un hermano… Un hermano que te adora, y que, cuando se entere de que has quedado atrapado junto a las puertas del palacio, quizá quiera venir a buscarte.
—Mi hermano no conocía el destino de mi viaje, de modo que nunca vendrá a por mí… Y yo me alegro —repuso Ardal resueltamente.
—Yo se lo contaré todo —dijo Ovinnik en tono fatigado—. Le convenceré de que acceda a acompañarme…
—¡No! —le interrumpió Ardal, desenvainando su espada—. Yo te lo impediré.
Por un momento, creyó que Ovinnik iba a aceptar el desafío, pues el brujo había hecho amago de desenvainar su propia espada. Pero luego, observó la maligna sonrisa del anciano, y comprendió lo que había ocurrido… La lanza de Ovinnik ya volaba hacia él, veloz como un rayo. El rey rodó por el suelo para esquivarla, pero ya era demasiado tarde. La lanza pasó silbando junto a él, y, en ese mismo momento, el dragón enroscado sobre su asta salió disparado hacia su pecho y le mordió junto al corazón. Ardal sintió que todos sus músculos se inmovilizaban, como si, repentinamente, se hubiese vuelto de piedra. El mundo a su alrededor comenzó a oscurecerse… Pero, antes de perder el conocimiento, creyó ver una vez más el interior de la fuente, y allá en el fondo, en lo más profundo de sus aguas, reconoció la imagen de su amada. Ella le miró a los ojos y le tendió la espada de su padre, Kaled, la espada del puño mellado y los extraños caracteres de fuego grabados sobre la hoja.