Capítulo 3

El rey bardo

Martín durmió toda la tarde con un sueño profundo y tranquilo. Se despertó al anochecer, con la cabeza despejada y los músculos descansados. Se sentía tan bien, que de buena gana se habría ido directamente a la sala de entrenamientos para practicar un poco antes de la cena. Pero, a esas horas, Jade nunca estaba en el Consulado, de modo que se contentó con vestirse apresuradamente e ir en busca de su madre.

El Consulado de Uriel en Titania era un espléndido complejo de edificios de madera y cristal distribuidos en tres grandes plataformas escalonadas que se proyectaban sobre el océano. Las distintas dependencias del complejo se comunicaban entre sí a través de pequeños jardines de inspiración zen, donde piedras, plantas y agua se combinaban sabiamente para transmitir una maravillosa sensación de paz espiritual. Los invitados de Diana se alojaban en «La Casa de la Luna de Agosto», una bella construcción situada en la plataforma intermedia del Consulado. La habitación de Martín daba a un pequeño patio de guijarros blancos con un frágil arce japonés artísticamente colocado en una esquina. Las hojas de fuego del arce contrastaban con el pequeño jardín de musgo situado en el otro extremo del patio, en torno a una fuente de aguas limpias y oscuras. Era un lugar perfecto para descansar y serenar la mente después de una agitada sesión de ejercicios en los gimnasios del complejo; pero Martín prefería, con mucho, las amplias habitaciones que le habían sido asignadas a su madre, bajo cuyos suelos de cristal artificial se veían, danzando interminablemente, las altas olas del océano Pacífico.

Martín encontró a Sofía de pie ante una gran ventana, contemplando distraídamente la puesta de sol sobre los maravillosos edificios de la costa de Titania.

Al reconocer los pasos de su hijo, se volvió instantáneamente hacia la puerta con una gran sonrisa.

—¿Ya te has despertado? —le saludó—. Creí que dormirías más… La primera visita a Virtualnet es una experiencia agotadora.

—Sí, y más si alguien se las arregla para atraerte hacia una sucia taberna y meterte detrás de una cuarta pared —rio Martín—. ¿Se sabe algo más sobre el asunto?

Sofía hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Un agente de la Comunidad Virtual se ha pasado la tarde en la sala de conexiones, verificando las grabaciones de esta mañana —explicó Sofía—. Al principio no quería creernos, y luego, cuando ha comprobado que, efectivamente, estuvisteis «ilocalizables» durante más de tres horas sin salir de la Red de Juegos, se ha deshecho en excusas. Incluso le ha regalado al Consulado un bono de cuarenta y ocho horas de conexión. Y ya sabes el valor que tiene eso…

—Sí… ¡Es curioso que, en Virtualnet, la moneda de cambio habitual no sea el solaris, como en el resto del planeta, sino el tiempo!

Los dos se echaron a reír.

—Supongo que no le habréis dicho nada de Leo, ¿no? —dijo Martín, poniéndose serio—. Si Hiden llega a descubrir que lo está traicionando, es capaz de cualquier cosa…

—Me costó bastante trabajo convencer a Jade de que se callase esa parte de la historia, pero, al final, se avino a razones. De todas formas, ella piensa que todo pudo ser una trampa, y que, bajo la apariencia de ese androide, podría haberse ocultado el propio Hiden en persona.

Martín meneó la cabeza con aire ensimismado.

—No; estoy seguro de que era Leo. Sabía cosas sobre nosotros que solo él podía saber… Y también sabía cosas que no entiendo cómo ha podido averiguar —añadió, clavando la mirada en el cielo rosado del atardecer.

—¿Qué cosas? —preguntó Sofía con viveza.

—Pues… por ejemplo, sabe que vamos a ir a la Ciudad Roja. Eso no es difícil de explicar, puede haberlo averiguado a través del espía que, según él, Dédalo ha conseguido infiltrar en el Consulado. Pero también sabe por qué vamos…

—¿Te refieres a… la verdadera razón? —murmuró su madre en tono sombrío.

—Sí —repuso él bajando la voz—. Me refiero a la tercera misión de la llave del tiempo.

Martín sabía que a Sofía no le gustaba hablar de la llave del tiempo, y de todo lo que implicaba aquel extraño artilugio acerca del verdadero origen de su hijo. Sin embargo, por mucho que se lo propusieran, no podían evitar el tema eternamente. Después de todo, la misión de la llave era el motivo por el cual estaban allí, preparando un complejísimo plan para introducirse en la ciudad de la corporación Ki sin despertar sospechas.

—Leo me dijo que eso se lo había contado un tal Bakú —añadió Martín, al ver que su madre no decía nada—. Un personaje de la Red… También me dijo que ese personaje le había ayudado a recuperar la memoria después de que lo reprogramasen, y que recurriese a él si me veía en apuros durante los Juegos. ¿Tú sabes algo de ese tal Bakú?

Sofía, que había escuchado la explicación de Martín con los ojos fijos en el oleaje que se veía a través del cristal del suelo, alzó de nuevo la mirada hacia su hijo con el ceño fruncido.

—Es curioso que lo haya mencionado. El Bakú es un personaje que aparece de refilón en algunas de las novelas inconclusas de Yue. Es el Guardián del Laberinto de los Sueños… ¿Eso te dice algo?

—Me suena, sí… Es un laberinto que hay que atravesar para llegar al Palacio del Silencio, que es como decir el reino de la muerte.

—Así es —confirmó su madre—. Pero lo más curioso es que el drama del personaje que he diseñado para ti se desarrolla justamente en ese laberinto. Si llegas hasta la última fase del campeonato, es más que probable que los guionistas de la Comunidad Virtual incluyan en el guión de la Final al Bakú. Según creo, el Bakú, en la mitología tradicional japonesa, es un monstruo que devora las pesadillas de los niños. Interesante, ¿no crees?

Martín asintió, distraído.

—Pero, si ese guión ni siquiera está escrito todavía, ¿cómo es posible que Leo me haya hablado de él? No solo eso, me dijo que a él le había ayudado…

—Bueno, eso tampoco me parece tan raro. Virtualnet está llena de otakus enamorados de la obra de Yue. Probablemente puedas encontrar avatares con todos los nombres de los personajes que él mencionó en sus obras, aunque apenas hable de ellos. Y el Bakú no debe de ser ninguna excepción… Seguramente, Leo se refería a algún individuo que utiliza ese nombre en sus conexiones a la Red.

—¿Y no te parece una coincidencia un poco extraña? —preguntó Martín—. Quiero decir, el hecho de que sea un monstruo tan relacionado con mi personaje…

—Sí, es extraño —reconoció Sofía—. Y, por eso mismo, creo que no debes hacer caso de la recomendación de Leo. En el transcurso de los Juegos, no debes confiar en nadie. Ya sé que Jade te lo ha repetido mil veces; pero, aun así, me parece que no te lo tomas suficientemente en serio… Hazle caso, Martín. En este terreno, sabe mucho más que tú y que yo.

Martín bajó la cabeza y evitó la mirada de su madre. Estaba harto de que le repitieran una y otra vez las mismas consignas. No podía dejar de darle vueltas a lo que Leo le había dicho acerca de aquel misterioso monstruo devorador de sueños. Sí le había aconsejado que recurriese a él en caso de necesidad, debía de ser por algo… Y estaba seguro de que el androide no tenía ningún interés en engañarle.

—¿No tienes hambre, hijo? —dijo Sofía, ansiosa por cambiar de tema—. Supuse que te despertarías hambriento, así que te he preparado un pastel de hojaldre relleno de salmón. Era uno de tus platos preferidos cuando estábamos en Iberia Centro, ¿recuerdas?

—¡Claro que me acuerdo! —contestó Martín con un entusiasmo casi infantil—. Hace siglos que no lo pruebo… ¿Y lo has hecho tú, como en los viejos tiempos?

—Por supuesto —dijo Sofía sonriendo—. Yo también llevaba siglos sin cocinar, y la verdad es que es una actividad estupenda para relajar la mente.

Los dos se dirigieron a la cocina, cuyos recios muebles de madera artificial transmitían una reconfortante sensación de solidez.

Sobre la mesa había tres mantelitos individuales de tiras de bambú con grandes platos negros encima y unas delicadas copas de vidrio púrpura. En el centro, sobre una fuente rectangular, les esperaba un gigantesco pastel dorado, todavía humeante.

—¿El abuelo no ha llegado todavía? —preguntó Martín, ocupando su asiento.

—Me llamó antes para decirme que no le esperase. Por lo visto, estaba repasando con Clovis un artículo que piensan publicar conjuntamente acerca de las implicaciones filosóficas de no sé qué nueva rama de la nanotecnología, y no quería dejarlo a medias.

—¿En serio? —preguntó Martín, con los ojos chispeantes de alegría—. Es increíble el cambio que ha pegado desde que estamos aquí. Parece otro…

—¿A que no sabes cómo me envió el mensaje? ¡A través de su nueva rueda neural! Está encantado con ella —rio Sofía—. Como un niño con un juguete recién estrenado.

Ella también se sentó, después de sacar de la nevera una botella de agua desalinizada y dejarla sobre la mesa.

Martín se sirvió una porción de pastel y, cortando un pedazo, paladeó el crujiente hojaldre en silencio. Aquella mezcla de sabores le devolvía a la infancia, al comedor de su pequeño apartamento de Iberia Centro. Cuando llegaba su cumpleaños, su madre siempre intentaba conseguir los mejores tejidos de salmón en el mercado para prepararle aquel plato, que era su favorito. Sofía le observaba masticar con evidente satisfacción.

—Antes, solo hacías este pastel para las grandes celebraciones —observó Martín, sonriendo—. ¿Es que hoy celebramos algo?

Su madre sonrió, turbada.

—Pues sí, creo que sí —repuso, ruborizándose—. Esta misma tarde, mientras dormías, nos han comunicado que mi guión ha sido seleccionado por la Comunidad Virtual entre los dieciséis presentados por las federaciones y las corporaciones. Eso significa que tu personaje estará en las semifinales.

—Junto con otros ocho, ¿no? —dijo Martín, que no parecía en absoluto sorprendido por la noticia—. ¿Se sabe ya quiénes son?

Su madre negó con la cabeza.

—La Comunidad siempre lo mantiene en secreto hasta que sus guionistas terminan de elaborar el guión de las semifinales. Entonces, se lo envían a las nueve entidades participantes, sean federaciones o corporaciones, junto con la información sobre los otros seleccionados y las características de los personajes que van a interpretar.

Martín jugueteó con el tenedor, olvidándose del suculento pastel que, un momento antes, había saboreado con tanto deleite.

—Todo lo que sabemos es que los demás también serán personajes de Yue, como el mío, ¿no? —dijo.

—Así es —confirmó Sofía—. Todos los torneos de Arena, en la alta competición, se realizan con personajes de Reuel S. Yue. De esa forma, sean cuales sean los personajes seleccionados, resulta relativamente sencillo relacionarlos a través de una historia coherente, ambientada en alguno de los legendarios reinos de sus novelas.

—Pero no puede haber tantos personajes distintos, ¿no? Antes o después, supongo que se repetirán…

—Bueno, ya sabes que Yue dejó varias obras inconclusas donde esbozaba centenares de leyendas relacionadas con sus siete novelas principales. La cantidad de personajes secundarios que aparecen en esas novelas es enorme… Así que, realmente, hay donde elegir.

—Ya, pero no todos son atractivos. Los buenos jugadores, y todos los que representan a las grandes federaciones y corporaciones lo son, no se conformarían con interpretar un papel de villano…

—¡Para eso están los guionistas de los respectivos equipos! —le interrumpió Sofía—. Ellos se encargan de modificar a conveniencia las características del personaje elegido para conferirle cierto… atractivo. En realidad, hay jugadores, como Ibros, que se han especializado en encarnar a los supuestos «malvados» de la obra de Yue. Su equipo trabaja muy duro para modificar la percepción social de esos personajes a través de la reelaboración de sus características que llevan a cabo… Un trabajo difícil, y casi siempre con grandes resultados. No olvides que Ibros ganó el campeonato tres veces, antes de que le desbancara ese bruto de Havai, que, dicho sea de paso, también cuenta con muy buenos guionistas.

—Ya… Tendrá muy buenos guionistas, pero tú eres mejor —afirmó Martín con convicción—. He leído los tres guiones de Matriz tuyos que me pasaste… ¡Son buenísimos! ¿Por qué no me los habías dejado antes?

Sofía se encogió de hombros.

—Supongo que prefería verte leyendo libros de verdad. De todas formas, me alegro de que te gusten… Pero no quiero que seas demasiado optimista, Martín. Hasta ahora, nunca había confeccionado guiones para los Juegos de Arena. La dinámica es muy diferente a la de los torneos de Matriz. En Matriz, tiene mucha importancia el juego cooperativo. En la Arena, sin embargo, solo puede ganar uno… Hay fases del juego en que resulta útil la colaboración con otros jugadores, pero, a la hora de la verdad, es una lucha de todos contra todos.

Martín engulló un nuevo bocado de pastel de salmón mientras escuchaba a su madre.

—La verdad es que todavía no consigo imaginarme cómo van a ser las dos últimas fases del campeonato —dijo, cuando Sofía terminó de hablar—. Sé que la Comunidad envía a todos los participantes un guión con el principio de la historia que se va a desarrollar en las dos fases, un guión en el que aparecen los nueve personajes… Y, después, los guionistas de cada equipo van improvisando, en función del modo de actuar de los otros participantes. Tiene que ser dificilísimo…

—En realidad, hace falta una simbiosis perfecta entre el jugador y su equipo de guionistas. Estos tienen que ofrecerle en cada paso del juego un montón de opciones alternativas, para que el jugador pueda escoger la que más le conviene… Pero el tiempo para tomar una decisión a veces es de unos pocos segundos. Y, en ocasiones, ninguna opción es buena, y hay que improvisar.

Sofía se levantó de la silla y se fue a la nevera. Un momento después, regresó con una fuente de ensalada. Martín, sin dejar de darle vueltas a lo que acababa de decir su madre, se sirvió mecánicamente una abundante ración.

—Y, ahora que el personaje que has diseñado para mí por fin se ha clasificado, ¿me vas a decir finalmente de quién se trata? —preguntó sonriendo.

Había repetido aquella misma pregunta cientos de veces a lo largo de las últimas semanas, pero tanto Jade como Sofía le contestaban siempre con evasivas. Sin embargo, en esta ocasión, su madre parecía dispuesta a darle por fin toda la información que le pidiera.

Consciente de la importancia del momento, Sofía dejó los cubiertos en el plato y, apoyando los codos sobre la mesa, miró a Martín con expresión solemne.

—Vas a interpretar a un personaje atractivo, hijo —anunció—. Atractivo y enigmático. Se trata de Ardal, el rey bardo. ¿Sabes algo sobre él?

Martín trató de hacer memoria rápidamente. Había leído las siete novelas principales de Reuel S. Yue, pero desconocía la mayor parte de su obra inconclusa. De todas formas, recordaba el nombre de Ardal.

—¿Ese no es un pariente del príncipe Elam? Me parece recordar que se le menciona en la última novela de Reuel, La noche púrpura…

—Efectivamente. Ardal, en esa novela, es hermano de Elam e hijo de Ixión. Nunca aparece directamente, pero se le menciona varias veces. Se supone que está prisionero en el Laberinto de los Sueños, y que Elam emprende un peligroso viaje para rescatarlo. Esa historia se desarrolla más extensamente en la Crónica de los Vassar, que Yue nunca llegó a terminar.

—¿Se dice algo más sobre Ardal en algún otro libro de Yue?

—Hay muchísimo material interesante en los fragmentos que se conservan de sus últimos proyectos —repuso Sofía con los ojos brillantes de excitación—. Parece que tenía la intención de dedicarle una novela íntegramente a él… He estudiado a fondo al personaje, y creo que se adapta perfectamente a tus características.

Al oír hablar así a su madre, se dio cuenta de que era la primera vez en muchos años que la veía tan entusiasmada con algo. Después del encarcelamiento de su marido y de su despido de Medusa, Sofía Lem había reconstruido su vida a base de coraje e inteligencia, pero sin ninguna ilusión. Poco a poco, gracias a la calidad de su trabajo, había logrado hacerse un hueco entre el selecto grupo de guionistas de Matriz que diseñaban los juegos más populares de la Red. Sin embargo, a su hijo nunca le hablaba de su faceta de escritora, y Martín tenía la impresión de que era algo que hacía por necesidad, sin encontrar ningún placer en ello.

Esta vez, sin embargo, Sofía estaba disfrutando de verdad con su labor, y se le notaba. Parecía más joven, más enérgica; y en su sonrisa no había tanta amargura como de costumbre. Se sentía dichosa por haber recuperado a su hijo, después de haberlo creído perdido para siempre. Ahora sabía que, en realidad, no se trataba de su hijo biológico, pero eso había dejado de importarle. También sabía que, algún día, Martín tendría que viajar a aquel lejano futuro del que procedía, y que tal vez, entonces, tendrían que separarse para siempre… Quizá por eso disfrutaba más que nunca de cada momento que pasaba con él, y la perspectiva de poder regalarle algo tan hermoso como un personaje de ficción que le ayudase a crecer como persona la llenaba de alegría.

Al verla así, tan feliz, Martín se preguntó por un momento si su madre era consciente del peligro que iba a correr durante los Interanuales de Arena. Ella estaba acostumbrada a los juegos de Matriz, donde los perdedores no sufrían ningún daño real; sin embargo, en la Arena, uno se jugaba el tipo a cada minuto, y lo que estaba en juego no era únicamente la victoria, sino la vida. Bastaba ver el bello rostro de Jade, cruzado por una imborrable cicatriz, para comprender lo arriesgada que podía llegar a resultar aquella aventura. Y eso que Jade era una profesional; no como él, que ni siquiera había visto una final entera como espectador en toda su vida…

Sofía se dio cuenta de que la estaba mirando, y su rostro adquirió de inmediato un aire grave. Ella no poseía los sofisticados implantes neurales de su hijo, pero, aun así, conocía a Martín lo suficiente como para adivinar lo que estaba pensando en determinados momentos.

—Hijo, sé que todo esto supone una responsabilidad excesiva para ti, y espero que mi «aportación» a la misión que tienes entre manos no te parezca una frivolidad —dijo en el tono suave que solía emplear para explicarle las cosas cuando era niño—. Esto es un torneo, desde luego. Y un torneo donde las reglas no protegen demasiado a los participantes. Pero también es un juego, Martín; un juego, y una historia. Tienes que procurar sumergirte en la historia y disfrutar con tu personaje. En cierto modo, tienes que llegar a creértelo… Si no te lo crees, encontrarás serias dificultades para ganar.

Martín asintió con un gesto. Lo que decía su madre estaba muy bien, en teoría. Pero ¿cómo iba a lograr identificarse de verdad con la figura de un fantástico rey poeta de la obra de Yue? Por mucho que se esforzara, nunca conseguiría meterse en la piel de un personaje semejante.

—¿Por qué no me cuentas todo lo que recuerdes de ese tal Ardal? —dijo, tratando de mostrarse animado—. Así podré ir preparándome mentalmente para lo que me espera…

A Sofía le encantó la propuesta.

—Lo cierto es que tenía preparado un informe sobre Ardal que pensaba introducir en tu cuaderno electrónico en cuanto nos confirmasen que el personaje había sido elegido. Pero puedo resumírtelo ahora, si te apetece oírlo… De esa forma, podrás hacerme todas las preguntas que quieras a medida que se te vayan ocurriendo, y luego te costará menos adaptarte a tu papel en las semifinales.

—¡Qué buena idea! ¿Empezamos ya?

—Espera; antes voy a por el postre, y, así, luego podré contarte toda la historia sin interrupciones.

Sofía fue a la nevera y trajo dos copas de cristal llenas de un refrescante sorbete de frambuesa con menta.

—Ven, vamos a la terraza —le dijo a Martín—. Estaremos más cómodos para hablar.

La terraza del apartamento de Sofía Lem era un jardín de cerezos en flor cuyas raíces se hundían en una gelatina transparente dispuesta sobre una amplia plataforma de cristal orgánico. Martín se arrellanó en una de las butacas tapizadas de negro y observó fascinado los tonos verdosos del mar que se filtraban a través de aquella extraña tierra traslúcida. Los cerezos, pertenecientes a una variedad transgénica capaz de florecer hasta cuatro veces al año, se encontraban cuajados de delicadas flores blancas y rosadas cuyos pétalos temblaban mecidos por la brisa. El sol acababa de desaparecer tras el horizonte…

En medio de aquel ambiente apacible y mágico, Sofía abrió a través de su rueda neural el fichero referente a Ardal que había preparado para su hijo, y su voz comenzó a repetir suavemente las palabras que iban fluyendo desde el implante cerebral hasta su pensamiento.

—Todo lo que sabemos del rey Ardal se cuenta, como te he dicho, en la Crónica de los Vassar, que Yue dejó inconclusa —dijo, a modo de introducción——. Más o menos, esta es la historia que se narra en esa crónica:

—Ixión, el rey de las Tierras de los Vassar en los años previos a la Gran Armonía, estaba locamente enamorado de su esposa, la reina Melissande. Cuando esta quedó encinta, su júbilo fue tan grande que decretó tres semanas de festejos ininterrumpidos en todo el reino. Sin embargo, pocos meses más tarde, la reina comenzó a sentirse enferma; y cuando los médicos de la corte estudiaron su mal, llegaron a la conclusión de que la dolencia que padecía era incurable. Otros hombres se habrían desesperado ante aquella terrible noticia; pero Ixión no quiso ceder a la desesperanza. Permaneció siete días sumido en la más profunda meditación, sin comer ni dormir, y, durante ese tiempo, fraguó una estratagema para librar a su esposa de la muerte. Su plan era el más osado que jamás había urdido una mente humana, pues consistía en engañar a los dioses. Solo el infinito amor que sentía hacia su mujer le dio fuerzas para ponerlo en práctica.

Se sabía que, en el mismo momento de la creación del mundo, mucho antes de que los hombres comenzaran a confiar la memoria de su origen a los signos grabados sobre las piedras, antes incluso de que la noche se incendiara con la luz de los astros, estalló una guerra en el cielo. Los dioses y sus cohortes de ángeles se enfrentaron a los espíritus que habitaban el fuego para disputarles el control de las pasiones humanas. Desde entonces, dioses y espíritus permanecían enredados en una batalla sin fin por el dominio de los hombres. Cada uno de aquellos inmortales trataba de exhibir su poder ante los demás aplastando a los hombres bajo el peso de su esplendor, y los hombres eran cada día más desventurados.

Con la idea de salvar a su esposa, el rey Ixión decidió tratar de poner fin a aquella interminable contienda. Hizo construir un barco de nácar, y, después de aparejarlo, partió en él hacia el lugar donde el cielo y la tierra se juntan, y donde el tiempo se adelgaza hasta quedar reducido a un trazo tan fino que solo es posible percibirlo a través de la imaginación. Después de cruzar el horizonte, llegó por fin a la morada de los dioses. Pero allí no encontró más que caos y desolación. Todos parecían luchar contra todos, y, en el fragor de la batalla, los inmortales sufrían lo indecible, espantados de su propia crueldad. Sus moradas de luz se encontraban en ruinas, y el propio cielo parecía un lúgubre desierto devastado.

Asqueado ante tanta destrucción, el rey Ixión alzó su potente voz contra los poderes celestiales. Al oír aquella voz humana, el fuego dejó de arder, y las lanzas de los dioses se detuvieron en el aire. Sin arredrarse ante aquel nuevo y estremecedor silencio, Ixión pronunció las palabras que había preparado:

«Señores del cielo, los hombres estamos hartos de sufrir por vuestra lucha. Vuestra violencia desgarra nuestras vidas, y vuestros gritos de dolor nos hacen enloquecer. Ya es hora de terminar con este conflicto, en el que ni unos ni otros podéis vencer».

Al oír aquellas palabras, los inmortales, que nunca habían escuchado una voz humana, cayeron de inmediato bajo su influjo. De repente, su eterno combate se les apareció como lo que realmente era: una disputa absurda e inútil. Avergonzados, tanto los dioses como los espíritus del fuego se mostraron dispuestos a alcanzar un acuerdo. Sin embargo, llegado el momento de negociar, sus más viejos y profundos rencores afloraron una vez más, y a punto estuvieron de iniciar la guerra de nuevo. Para evitarlo, el rey Ixión se ofreció como mediador entre los dos bandos, y citó a todos los contendientes en una región neutral del cielo, a fin de que los inmortales pudiesen repartirse equitativamente las almas de los hombres bajo el arbitrio del mortal al que habían elegido como mediador.

El lugar neutral en el que todos debían encontrarse era el Palacio del Silencio, la morada del Ángel de la Muerte. Todos los eternos estaban convencidos de que, por fin, iban a encontrar el medio de poner término a sus desavenencias. Sin embargo, Ixión tenía planes muy distintos para ellos: estaba cansado de no ser más que una sombra de la inmortalidad, de padecer hambre y sed, frío y calor, dolores y fatigas sin cuento. No deseaba que sus seres queridos se vieran obligados a luchar de continuo contra los estragos del tiempo y la enfermedad; y tenía en sus manos la forma de liberarlos. Así que, cuando el último de los inmortales traspasó el umbral del Palacio del Silencio, no lo siguió, sino que desenvainó su espada, un arma mágica forjada con la luz de las primeras estrellas, y, atravesándola sobre el recio portón de plomo, lo atrancó con ella, cerrando el palacio para siempre.

Sofía hizo una pausa para beber un poco de sorbete. Por encima de la alta copa de cristal, sus ojos observaban con curiosidad la expresión de Martín.

—¡Qué historia tan extraña! —exclamó su hijo, pensativo—. Un hombre que vence a los dioses… En las novelas de Reuel que yo he leído, nunca aparecen directamente los inmortales. No tenía ni idea de que les hubiera dedicado casi un libro entero…

—Bueno, todo esto que yo te estoy contando, en realidad no es más que una pequeña parte de la Crónica de los Vassar, una especie de contexto que sirve de trasfondo a la acción. Los verdaderos protagonistas de esa crónica, como sucede en todas las obras de Yue, no son los inmortales, sino los hombres.

—¿Y qué ocurrió cuando todos los dioses estuvieron encerrados? —quiso saber Martín.

Sofía removió pensativa los restos de su sorbete con la pajita transparente que había utilizado para bebérselo.

—En realidad, no todos los dioses quedaron encerrados —repuso, mirando a su hijo—. Bram, el Ángel de la Muerte, cuyas alas son negras y brillantes como las de un cuervo, había tenido que ausentarse en el último momento para recoger el alma de la reina Melissande, que acababa de fallecer al dar a luz. Cuando Ixión se enteró de que su engaño no había servido de nada y de que había perdido a su esposa, se volvió loco de desesperación y huyó de las tierras de los Vassar, abandonando para siempre a sus súbditos y a su hijo recién nacido. Adónde fue, nadie lo sabe; aunque Yue afirma en alguno de sus pasajes que podría haber navegado de nuevo hacia el horizonte para esperar allí la liberación de los dioses y su inevitable condena.

—¿Y qué pasó con el Ángel de la Muerte? —preguntó Martín—. Supongo que liberaría al resto de los inmortales… ¡Sobre todo, teniendo en cuenta que estaban encerrados en su propio palacio!

—Pues no, no lo hizo. La hoja de la espada de Ixión era tan poderosa, que ni siquiera él fue capaz de moverla. Eso sí, podía entrar y salir del palacio a través de las paredes, pues era el único inmortal capaz de atravesar la materia. De modo que continuó llevándose las almas de los hombres cuando estas se desprendían de sus cuerpos, aunque ya no tenía tanto trabajo como antes, porque el resto de los males que los dioses derramaban sobre los hombres (hambre, enfermedad, miseria y vejez) quedaron atrapados para siempre en el Palacio del Silencio, gracias a la hazaña de Ixión. Aquel fue el comienzo de una nueva Era para la humanidad, conocida como «La Edad de los hijos de los hombres». Los hijos de los hombres no conocían el sufrimiento ni la decadencia. Conservaban eternamente la juventud y el vigor de los primeros años, y solo un accidente fortuito podía arrebatarles la vida. El primer nacido de aquella nueva Edad fue Ardal, el hijo de Ixión. Y el Ángel de la Muerte le odiaba, porque, por culpa de su padre, había perdido la mayor parte de su poder sobre las criaturas mortales.

—O sea, que Ardal era el hijo de Ixión y Melissande, el primero de los hijos de los hombres, y por lo tanto, invulnerable a la enfermedad y a la vejez —resumió Martín, tratando de grabar en su mente aquella información—. Entonces, será un personaje poderoso, ¿no? Difícil de vencer…

Su madre se echó a reír.

—Martín, una cosa es la historia de Ardal y otra muy distinta tu personaje en el torneo. Por muy maravilloso que sea tu traje de batalla, no te volverá invulnerable. Y, aunque el punto de partida de Ardal pueda parecer privilegiado, en el torneo todos los contrincantes se encuentran en igualdad de condiciones. Ya sabes, todos tendréis trescientos puntos, que se pueden repartir como uno quiera entre una serie de habilidades diferentes, igual que en los juegos de Matriz: fuerza, agilidad, inteligencia, etc. La diferencia con Arena, lo que la hace tan especial y única, como dirían los amantes del juego, es su realismo. Si tu personaje tiene una gran agilidad, podrás saltar realmente por encima de un muro de cinco metros, y, si tiene una fuerza descomunal, serás capaz de derribar el muro de un puñetazo. Pero esos personajes tan exagerados no suelen durar mucho en un juego con profesionales, así que solo se fabrican trajes de ese tipo para exhibiciones y pruebas militares.

—¿Y has pensado ya en las características que va a tener mi personaje?

—Por supuesto —sonrió Sofía—. Pero quería comentarlas contigo, antes de entregar el «Guión de cualidades» al jurado de la Comunidad Virtual. Una vez que un personaje resulta elegido, los guionistas disponemos de una semana para elaborarlo… En él se especifican cuántos puntos queremos que se le asignen al personaje en cada habilidad, así como el objeto mágico que va a utilizar en sus aventuras.

—Pero es un poco difícil decidir todo eso sin saber cómo van a ser los personajes rivales…

Sofía se encogió de hombros.

—Es un reto, desde luego —admitió—. Pero tiene su lógica: solo después de conocer las características elegidas por cada uno de los participantes, el jurado de la Comunidad puede elaborar una historia coherente que incluya toda esa información.

—¿Y cuáles van a ser las de mi personaje?

—Bueno, como seguramente ya te habrá explicado Jade más de una vez, para ganar en la Arena hacen falta al menos dos rasgos extraordinarios, que te permitan hacer frente a la gran variedad de tareas que tendrás que acometer a lo largo del torneo: pruebas físicas, enigmas, etc. El problema es que, al igual que en todos los juegos de rol, hay características incompatibles entre sí. Por ejemplo, si aumentas la fuerza de tu personaje más allá de cierto límite, comenzará a disminuir su inteligencia, y viceversa. Así que, por un lado, necesitas dos capacidades muy desarrolladas, y, por otro lado, esas dos capacidades no pueden ser incompatibles. Ya sabes que el final del juego está abierto, de modo que todos los jugadores, en teoría, pueden ganar. Pero la partida se desarrolla conforme a las reglas de la lógica. Si eliges mal las habilidades de tu personaje, por muy buen jugador que seas, no llegarás al final del torneo.

Martín ya sabía todo aquello, porque Jade se lo repetía a diario durante los entrenamientos. Sin embargo, le agradó escucharlo una vez más de labios de su madre.

—Después de pensarlo mucho, Jade y yo hemos decidido que las características que más pueden ayudarte durante el juego son la percepción y la agilidad.

—Percepción y agilidad… Supongo que no están mal —murmuró Martín, tratando de hacerse a la idea.

Sofía notó que se sentía defraudado, y lo zarandeó cariñosamente.

—Qué pasa, ¿esperabas otra cosa? —preguntó, sonriendo.

—Bueno… Lo de la percepción me gusta, pero la verdad es que habría preferido un personaje muy inteligente. Y, por otro lado, aumentar un poco mi fuerza tampoco me vendría nada mal.

Su madre asintió, como si esperase de antemano aquella respuesta.

—La fuerza y la inteligencia son características fundamentales en el juego, en eso tienes razón. Pero, piénsalo bien, Martín… Tu inteligencia es ya extraordinaria, no necesitas aumentarla mediante conexiones especiales a un superordenador, como hacen los otros jugadores. Si no añadimos un solo punto a ese rasgo, tus contrincantes pensarán que ese es tu talón de Aquiles… Y se equivocarán por completo. Los engañaremos, hijo. Les haremos creer que ese es tu punto débil. No sabes lo mucho que eso puede ayudarte en el transcurso del campeonato.

—Eso lo entiendo, pero ¿y lo de la fuerza? Reconocerás que, ahí, cualquier jugador profesional, de esos que llevan años entrenándose, podría superarme…

—Es cierto. Pero aumentar la fuerza a través de los puntos puede ser un arma de doble filo. La fuerza es el rasgo que más incompatibilidades genera: obliga a disminuir drásticamente la agilidad, por ejemplo. Para aumentarla artificialmente, tendrías que llevar un traje muy pesado, que dificultaría enormemente tus movimientos. Por no hablar de las prótesis que deberías ponerte, y de los anabolizantes que te verías forzado a consumir…

—Vale, no sigas, me has convencido —la interrumpió Martín, riendo—. Mejor ser un enclenque ágil que una especie de rinoceronte torpón… Pero ¿era necesario convertirme en un bardo? Un bardo no es un gran guerrero, ni tampoco un mago excepcional. Yo creía que, en esta clase de juegos, lo mejor era especializarse.

—Por regla general, sí. Pero tu caso es especial, no debes olvidarlo. No has participado jamás en un torneo de estas características, y vas a enfrentarte a profesionales, que no han hecho otra cosa en toda su vida que no fuese entrenarse para ganar unos Interanuales. Por mucho que entrenes, nunca estarás a su altura, Martín. Eso es algo que tiene que quedarte muy claro desde el principio. Nuestra única opción consiste en engañar a tus contrincantes, en convencerlos de que no representas ninguna amenaza seria para ellos. Pero tampoco pueden verte como un estorbo al que sería mejor eliminar… Los bardos se utilizan sobre todo en las partidas cooperativas de los juegos de Matriz. Son grandes estrategas, y su presencia aumenta las capacidades del grupo. Arena no es un juego tan individual como muchos creen; durante la mayor parte de la partida hay que colaborar con los otros jugadores; aunque, al final, como ya sabes, solo puede ganar uno.

—¿Por eso elegiste el personaje de Ardal?

—Así es —corroboró Sofía—. Ardal es un personaje enormemente interesante, aunque Yue no llegase a desarrollarlo mucho. En mi opinión, no aparece nunca en los torneos de Arena precisamente por tratarse de un bardo. Ningún profesional se decantaría por una «personalidad» así, pudiendo escoger otras más atractivas. Sin embargo, a mí me parece perfecta para ti.

—Por mis «carencias»…

Su madre frunció el ceño con severidad.

—Esas «carencias», como tú las llamas, pueden convertirse en tus aliadas, si aprendes a manejarlas con inteligencia. Mi idea es que los demás te vean como una especie de ayudante, pensando que luego no tendrán ningún problema para eliminarte. Después de todo, la idea no es que ganes el campeonato, sino que logres mantenerte en el juego el tiempo suficiente como para poder llevar a cabo vuestra misión en la Ciudad Roja.

Martín advirtió la incomodidad de Sofía al pronunciar aquellas últimas palabras. Una vez más, la alusión a las misiones programadas en la llave del tiempo le había recordado el extraño origen de su hijo, y todo lo que aquel origen implicaba.

A Martín le habría gustado explicarle que él compartía ese malestar, y que el recuerdo de su verdadera procedencia le hacía sufrir tanto como a ella. Repentinamente, sintió la necesidad de contárselo todo: su ansiedad por conocer mejor la civilización que lo había enviado a Medusa junto con sus tres compañeros, y, a la vez, el miedo a perder a las personas que quería, a Alejandra, a ella, de llegar a olvidar incluso a Andrei Lem, a quien nunca dejaría de considerar como un padre…

Pero no podía hacerlo. No podía descargar sobre Sofía todas sus inquietudes y temores, como habría hecho un niño pequeño. Ya era demasiado tarde para eso… Si quería sincerarse con su madre, tendría que decírselo todo, incluida la parte más terrible, la que hasta entonces le había estado ocultando. Pero aún no estaba preparado… Solo de pensar en la cara que pondría Sofía cuando se enterase de lo que había ocurrido en la Doble Hélice, se le hacía un nudo en la garganta. ¿De dónde iba a sacar el valor que necesitaba para confesarle que había matado a un hombre?

Sofía también se había quedado callada, sumida en sus propios pensamientos.

—¿Quieres que te cuente el resto de la historia de Ardal? —dijo de pronto—. Así, podrías ayudarme a decidir qué objeto mágico asignarle a tu personaje. Es lo único que me falta para terminar el «Guión de cualidades»…

—De acuerdo —suspiró Martín—. Cuéntamelo todo. Así podré hacerme una idea de lo que me espera.

Sofía se arrellanó en su butaca y alzó los ojos hacia las primeras estrellas, que ya empezaban a distinguirse en la creciente oscuridad del crepúsculo. Bajo sus pies, el mar había adquirido un color amoratado, y el rumor de las olas sonaba ahora más cercano, tal vez debido al cambio de rumbo del viento. Las flores de los cerezos se agitaban en las ramas, crujiendo como si fueran de papel. Las raíces de los árboles brillaban en el interior de la gelatina oscurecida por la penumbra del atardecer. Millones de bacterias fosforescentes habían sido artificialmente implantadas en su corteza para producir aquel mágico espectáculo.

—¿Dónde nos habíamos quedado? —preguntó, tendiendo la mano para acariciar la de su hijo.

—Me habías contado todo lo de Ixión, el padre de Ardal. Al final, dijiste que Ixión había abandonado a su hijo y se había ido para siempre.

Sofía asintió con la cabeza y cerró los ojos para concentrarse mejor.

—Eso es. Pasó el tiempo, y Ardal se convirtió en un rey joven y apuesto. Cuando le llegó el momento de contraer matrimonio, se prometió con su prima Morwen, a la que amaba desde la infancia. Sin embargo, días antes de la boda, durante uno de los torneos organizados para entretener a los invitados que iban llegando, el joven rey resultó herido accidentalmente por uno de sus súbditos. La herida era tan grave, que permaneció varios días entre la vida y la muerte, y, durante todo ese tiempo, la princesa Morwen, que había crecido sin conocer lo que eran el dolor y la tristeza, como todos los jóvenes nacidos tras la hazaña de Ixión, soportó por primera vez en su vida aquellos terribles sentimientos. Demostrando, pese a todo, un insospechado valor, permaneció junto al lecho de su prometido día y noche, proporcionándole todos los cuidados que necesitaba.

Tantas semanas permaneció la joven al lado del moribundo Ardal, que Bram, el Ángel de la Muerte, terminó enamorándose de ella. Tan pendiente estaba de cada uno de sus movimientos, que fue olvidándose poco a poco de su víctima, y, de ese modo, permitió que Ardal empezase a recuperarse. Al caer en la cuenta de que su pasión por Morwen le había arrebatado la posibilidad de adueñarse del hijo de Ixión, el dios cuervo montó en cólera. Entonces, olvidando toda prudencia, se materializó ante la joven novia para jurarle que, antes de su boda, volvería para llevársela.

Cuando Ardal se enteró de lo sucedido, pidió de inmediato sus armas y, pese a encontrarse aún convaleciente, reunió a todos sus caballeros para rogarles que velaran por la vida de Morwen, pues Bram podía regresar en cualquier momento para cumplir su terrible promesa. Los caballeros establecieron turnos para vigilar a la princesa las veinticuatro horas del día, y a ningún extraño se le permitió, a partir de entonces, acercarse a menos de cien pasos de ella.

Pero de nada sirvieron todas aquellas precauciones. La víspera de la boda, mientras Morwen cortaba flores en el jardín para preparar su ramo de novia, Keuhir, uno de los caballeros encargados de custodiarla, descubrió una víbora arrastrándose entre los rosales. Para evitar cualquier peligro, el caballero desenvainó su espada y, de un certero tajo, le cortó la cabeza a la serpiente. Fue un error fatal, porque el Ángel de la Muerte acudió de inmediato a recoger el despojo del animal, que ahora le pertenecía. Al ver de nuevo a Morwen tan cerca de él, Bram se olvidó de las leyes de la naturaleza, y, sin darse cuenta de lo que hacía, se llevó a Morwen, dejando allí a la serpiente.

Resulta imposible describir la desolación de Ardal cuando se enteró de lo sucedido. Sumido en la más negra angustia, corrió a las cuadras en busca de su mejor caballo y, sin escolta ni escuderos, partió en busca de su amada. Cabalgó y cabalgó durante muchas lunas, preguntando a todos los que se cruzaban en su camino, pero nadie supo decirle dónde se encontraba el Palacio del Silencio. Hasta que una noche, cayó rendido al pie de un gigantesco roble y se quedó profundamente dormido. Los hijos de los hombres jamás soñaban, pues el dios de los sueños, Morfeo, también había quedado atrapado en la morada de la Muerte por la estratagema de Ixión. Sin embargo, aquella noche, Ardal, por primera vez en su vida, tuvo un sueño. En él vio a Morwen reflejada en un espejo, tan bella y radiante como la última vez que la había contemplado. Su prometida movía los labios, intentando decirle algo, pero él no podía oírla, pues se trataba tan solo de una imagen reflejada en un cristal. Sin embargo, cuando intentó besar el reflejo de su prometida, esta atravesó súbitamente la superficie del espejo como si no fuese de vidrio, sino de agua. La joven caminó hacia él, le acarició las manos y la cara, y rozó sus labios con un beso. Ardal alargó una mano para tocarla… y la princesa desapareció.

A la mañana siguiente, cuando se despertó bajo las ramas del viejo roble, Ardal se encontró arrodillado junto a él a su fiel escudero Keuhir. El muchacho había cabalgado durante diez días para darle una esperanzadora noticia: Ovinnik, el último de los magos, quería hacerle saber que acababa de construir una nave capaz de surcar el océano Negro y llegar hasta la Puerta de Oriente, donde empezaba el Otro Mundo. Si accedía a navegar junto a él, Ardal tal vez podría recuperar a su prometida…

—¿Por qué te detienes? Continúa —murmuró Martín, que, a esas alturas del relato, se hallaba ya completamente subyugado por la historia.

Sofía se incorporó sobre la butaca y miró a su hijo.

—No hay nada más, Martín. Eso fue todo lo que Yue dejó escrito.

Martín hizo una mueca de decepción.

—Pero ¿cómo no va a haber nada más? La historia se queda a la mitad…

—Bueno, todo lo que sabemos por las alusiones indirectas que aparecen en la Crónica de los Vassar es que, al final, Ardal terminó prisionero en el Palacio del Silencio; pero ignoramos cómo llegó a esa situación, aunque lo lógico es pensar que Ovinnik, el gran «malvado» de la obra tardía de Yue, lo traicionase de algún modo. Se cuenta también que su hermano, el príncipe Elam, partió en su busca…

—¿Y lo encontró?

—La Crónica no lo dice; ya sabes que Yue no llegó a terminarla. Pero existe un fragmento en la última novela de Yue conocido como el «Encuentro con las sombras», que tiene un gran interés para nuestra historia. En ese pasaje, el príncipe Elam consigue hablar con los compañeros de expedición de Ardal, todos ellos reducidos a la condición de almas en pena. Estos le ofrecen al Príncipe una serie de objetos mágicos para que encuentre a su hermano y deshaga la maldición que pesa sobre ellos. Esos objetos se han hecho famosos más tarde en los juegos de Matriz. Quizá te suenen algunos de ellos: el escudo del sol de Keuhir, el cuerno roto de Lug, la daga de sombra de Edern…

—Me suenan los nombres, aunque no sé nada sobre ellos —contestó Martín, observando distraídamente las raíces luminosas de los árboles que los rodeaban—. De todas formas, ¿tú crees que ese personaje me conviene de verdad? Por lo poco que sabemos de él, da la impresión de que el malvado Ovinnik lo engañó y lo derrotó…

—Sí, pero ese no tiene por qué ser necesariamente el final de la historia. Es posible que su hermano llegase a rescatarlo, Yue nunca llegó a pronunciarse sobre ese punto. Por eso precisamente se trata de un personaje perfecto para la Arena. Su leyenda está abierta… Puede terminar de cualquier manera, sin que eso suponga traicionar el espíritu de Yue.

—Pero, en el guión que tú presentaste proponiendo la candidatura de Ardal, debía de haber algo más, ¿no? Supongo que escribirías el final de la leyenda…

—Escribí uno de los posibles finales, pero no te serviría de nada conocerlo. Al contrario, incluso podría perjudicarte… Piensa que, en el guión que finalmente elabore el Jurado de la Comunidad Virtual, Ardal solo será un personaje más de los nueve que participan. Lo más probable es que su historia no constituya siquiera el centro de la acción… Si les ha gustado mi guión preliminar, es posible que incorporen alguno de los elementos que aparecen en él, pero lo modificarán tanto para dar cabida a los otros personajes, que, al final, resultará irreconocible. Así que es mejor que vayas al torneo sin ideas preconcebidas, pensando que cualquier cosa puede pasar, y abierto a todas las posibilidades.

Martín asintió, aunque no parecía muy convencido.

—Me gusta Ardal —dijo, entrecerrando los ojos para ver mejor la imagen del rey bardo que comenzaba a perfilarse en su imaginación—. Un personaje que lo arriesga todo por amor…

—Sabía que te gustaría —sonrió Sofía.

Martín se volvió hacia ella, regresando bruscamente a la realidad.

—¿Y en qué objeto mágico habías pensado para él? ¿No se menciona ninguno en el relato que le pertenezca?

—Ninguno relacionado directamente con Ardal. Yo había pensado en elegir alguno de los objetos mágicos de sus compañeros: La daga de Edern podría resultar muy útil, aunque ya se ha utilizado en otros guiones. O el arco de sauce de Olwen, otra de las compañeras del rey bardo que se citan en la Crónica… El problema es que esos personajes podrían aparecer en el guión final representando a algunas de las otras corporaciones, y, en ese caso, los objetos mágicos que te he mencionado se les atribuirían a ellos.

Martín tamborileó nervioso con los dedos de la mano derecha sobre el brazo de la butaca.

—¿Y qué te parecería una espada? —preguntó, enrojeciendo.

Sofía se volvió hacia él, sorprendida.

—¿Una espada? No había pensado en ello, la verdad —reconoció—. Pero, claro, es cierto que tú practicaste algo de Kendo hace unos años, y eso te podría servir… Lo malo es que una espada es un objeto demasiado «manido». Para que tenga gracia, habría que conferirle algún atributo original, algo que la hiciera distinta.

—¿Qué te parecería una espada «fantasma»? ¿Una espada capaz de aparecer y desaparecer, obedeciendo las órdenes del guerrero que la maneja?

Su madre sopesó la cuestión unos instantes.

—Es una idea interesante —dijo por fin—. Que yo sepa, nunca se ha incluido un arma así en un juego de Arena, ni de Matriz… ¿Cómo se te ha ocurrido?

Martín tragó saliva. Había llegado el momento de contarle a su madre algunas de las cosas que le había estado ocultando desde su regreso de Marte.

—Verás —dijo—, no sé por dónde empezar… Resulta que esa espada aparece en una leyenda que nos contó Deimos. Se la conoce como la leyenda del Auriga del Viento.

—Una leyenda del futuro… —murmuró Sofía, ensimismada.

—Sí. Aunque, para ellos, se trata de una tradición muy antigua, de origen desconocido.

—¿Y qué dice esa leyenda?

—Bueno, es un poco larga, y ahora no sé si me acordaré de todos los detalles. Pero en ella aparece un héroe llamado Anilasaarathi que encuentra en un círculo de piedra esa espada mágica. La espada se llama Anagá, y aparece y desaparece obedeciendo las órdenes mentales de su dueño, y despistando totalmente al contrario. Solo quien conoce su nombre puede dominarla… Y, a su vez, Anagá es la espada que domina a todas las demás espadas.

—Tendrás que contarme todo eso con más detalle —dijo Sofía, vivamente interesada—. ¿Deimos te dio alguna descripción de la espada? ¿Tienes idea de cómo era?

—Bueno… tengo algo mejor —dijo Martín—. Tengo una espada de esas.

Sofía se incorporó bruscamente sobre su butaca y lo miró como si hubiese perdido el juicio.

—¿Tienes una espada mágica? —preguntó, frunciendo el ceño—. Martín, esto no es cosa de broma…

—No estoy bromeando. Muchos años después de que esa leyenda surgiera, hubo un guerrero llamado Kirssar que logró fabricar auténticas espadas fantasma. Espadas que aparecían y desaparecían…

—¿Mediante efectos virtuales, o algo así?

Martín negó con la cabeza.

—No; aparecían y desaparecían realmente… Viajando en el tiempo. En la época de la que nosotros venimos, se conservan algunas de esas espadas… Y yo tengo una de ellas.

—Pero ¿cómo ha llegado a tus manos? Herbert me contó lo de esa máquina suya, pero no sabía que…

—Deimos me la trajo —la interrumpió Martín, evitando entrar en largas explicaciones sobre aquel delicado asunto que tanto trastornaba a su madre—. De parte de Erec de Quíos… Es mi padre biológico.

—Erec de Quíos —repitió en voz baja Sofía, como tratando de asimilar la información—. Tu otro padre… Nunca me acostumbraré a la idea.

—Lo sé —dijo Martín—. Yo tampoco… Pero, bueno, el hecho es que tengo una espada que aparece y desaparece, así que podría ser una buena idea incluirla en el juego.

Desechando los desagradables pensamientos que habían acudido a su mente al oír mencionar a «la otra familia» de Martín, Sofía trató de concentrarse únicamente en lo que su hijo acababa de contarle sobre la espada y en su utilidad de cara a los campeonatos.

—Incluiremos la espada ——afirmó, mirando a Martín con decisión—. La idea es buena, y, en cuanto a su funcionamiento… Bueno, tendrás que hacernos una demostración, a mí y a Jade.

Martín se mordió el labio inferior.

—Me temo que eso no va a ser posible, mamá. Tengo la espada, pero todavía no he logrado dominarla… Alguna vez he llegado a conseguir que aparezca y desaparezca, pero es algo que yo no controlo. Deimos también me trajo un tapiz que genera hologramas de guerreros para ayudarme a entrenar. Los guerreros interactúan con los implantes biónicos de mi cerebro, simulando un combate real…

—¡Magnífico! Entonces, entrena con ellos. ¿Te das cuenta de lo que puede significar contar con un arma de esas características para la final? Los otros participantes poseerán objetos que simulan ser mágicos; ¡pero el tuyo lo será de verdad!

—En realidad, no es magia, sino alta tecnología que nosotros no podemos llegar a comprender —precisó Martín—. Y, en cuanto a lo de entrenar… Hay varios problemas. El primero es que, para llegar a dominar completamente la espada, esta tiene que revelarte su nombre, y eso es algo que a mí todavía no me ha sucedido. Y el segundo es que, en Marte… Bueno, ocurrió algo… El caso es que la espada se dañó en la empuñadura, y no sé si podré hacer que vuelva a funcionar.

Martín sintió un vivo deseo de añadir las palabras que llevaban largo rato martilleándole el cerebro: «La espada se rompió durante un combate; un combate en el que maté a un hombre. Maté a Aedh, el hermano de Deimos… Y Deimos también murió por mi culpa».

Era el momento perfecto para hacerle a su madre aquella confesión que llevaba tanto tiempo posponiendo. Sin embargo, las palabras murieron en sus labios antes de que llegara a pronunciarlas. Un doloroso nudo le atenazó la garganta, y se dio cuenta de que tampoco esta vez sería capaz de contarle a Sofía lo que había ocurrido en la Doble Hélice. Sabía que ella estaba al tanto de la trágica muerte de los dos gemelos que les habían ayudado en las dos misiones anteriores, ya que Herbert se lo había contado cuando fue a verla para pedirle que se reuniese con su hijo en Titania. Sin embargo, el anciano había evitado entrar en detalles… Según él, era preferible que fuera el propio Martín quien le confesase a su madre la participación que había tenido en aquellas muertes. Y Martín había estado de acuerdo… Pero, cada vez que lo intentaba, el dolor le paralizaba de tal modo que le resultaba imposible explicar lo que había sucedido.

A pesar de la oscuridad que los envolvía, Sofía advirtió el malestar de su hijo. Lo miró con una mezcla de afecto y curiosidad.

—Martín, sé que te resulta incómodo hablarme de… bueno, de tu verdadera procedencia, y de tu otra familia —dijo, datando de imprimirle un acento sereno a su voz—. Pero quiero que sepas que no debes preocuparte por mí. No te negaré que, cuando Herbert me lo contó todo, me resultó muy difícil admitir los hechos. Pero, poco a poco, lo voy consiguiendo. Y eso no cambia nada entre nosotros.

Martín se levantó de su butaca y fue a sentarse en el borde de la de su madre. Después, hizo algo que no había hecho desde hacía años: le echó los brazos al cuello y enterró la cabeza en su hombro.

—Tú siempre serás mi niño —le dijo Sofía, con voz temblorosa.

Él tardó un momento en responder.

—Lo sé —dijo por fin.

Alzó de nuevo la cabeza y miró a su madre con una sonrisa. Ella se limpió rápidamente los ojos húmedos con el dorso de la mano.

—Hijo, sé que todo esto representa una presión muy grande para ti —murmuró—. Y eres tan joven todavía… Pero quiero que veas tu participación en los Interanuales no solo como una responsabilidad, sino también como una oportunidad. El personaje de Ardal puede enseñarte muchas cosas… Su travesía en busca de su amada es también una especie de viaje iniciático, un descenso a los infiernos que le servirá para encontrarse consigo mismo… ¿Entiendes lo que quiero decir?

Martín recordó el rostro de Aedh desencajado por el dolor y la agonía.

—Sí, creo que lo entiendo —contestó con voz apagada.

—Todo el mundo tiene que hacer ese viaje hacia lo más oculto de sí mismo alguna vez en su vida. Pero tú vas a poder hacerlo de una forma más consciente que los demás, a través de tu personaje, Ardal. Tienes que vivir su aventura como si fuera la tuya… y, al final, de un modo u otro, terminará siéndolo.

Martín miró de nuevo hacia las raíces luminosas de los cerezos que los rodeaban, y luego hacia las estrellas. Empezaba a vislumbrar lo que pretendía transmitirle su madre. Quizá el personaje de Ardal le permitiese exteriorizar todo aquello que le estaba haciendo daño y que no sabía cómo expresar; quizá, a través del legendario rey bardo, encontrase una forma de reconciliarse consigo mismo…

—Tendrás que darme algunos detalles más sobre esa espada del futuro —dijo Sofía, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos—. Me refiero a la de la leyenda… Quién la forjó, cómo llegó a manos de ese «Auriga»… Quizá pueda utilizar algo de lo que me cuentes en los guiones de tu personaje durante el torneo, una vez que el Jurado nos facilite el inicio de la historia.

—Bueno, no sé si me acordaré de todos los detalles —repuso Martín—. Me parece que, según la leyenda, la espada no había sido forjada por manos humanas, y que se encontraba desde siempre en una especie de círculo mágico situado en un lugar llamado Eldir.

Al oír aquello, Sofía se irguió rápidamente.

—¿Has dicho Eldir? —preguntó, asombrada.

—Sí… Deimos nos habló bastante de ese sitio. Según sus creencias, es un lugar situado entre el cielo y el infierno. Pero también es otra cosa; una especie de estado mental que hay que atravesar para alcanzar la iluminación.

—Es muy extraño, ¿sabes? —dijo Sofía después de un instante de silencio—. En los primeros relatos de Yue, al Laberinto de los Sueños se le llama, precisamente, Eldir…

—¿En serio? —preguntó Martín, perplejo—. No tenía ni idea…

—Pues sí; y, la verdad, no creo que sea una coincidencia… Porque ya sabes que, en la obra de Yue, el Laberinto de los Sueños es el lugar que hay que atravesar para llegar hasta el Palacio del Silencio.

—O sea que, en cierto modo, se parece al «Eldir» de los areteos…

—¡Quizá en las mitologías de ese futuro del que vienes haya algunos elementos tomados de la obra de Yue! —concluyó Sofía.

Sus ojos brillaban de excitación. Martín, al notar aquel brillo en su mirada, se sintió de pronto absurdamente feliz.

—Ahora será mejor que vayas a acostarte —dijo Sofía tras un largo silencio, que ambos aprovecharon para escuchar el murmullo de las olas—. Tengo una última sorpresa para ti… Mañana vas a probar un traje de entrenamiento que incorpora algunas de las características de tu personaje, aunque no todas. Los técnicos de Uriel lo tenían preparado desde hace más de una semana, pero no queríamos decirte nada hasta saber si nuestro guión resultaba elegido. Jade te espera a las ocho de la mañana en el gimnasio de efectos especiales para entrenar contigo. Tratará de mostrarse indiferente, pero está ilusionada, te lo aseguro. Por favor, escucha bien todo lo que ella te diga. Jade sabe lo que hay que hacer para ganar en la Arena… Y también sabe lo que puede ocurrirte si no lo haces, y lo mucho que puedes llegar a perder.