Capítulo 4
Los tres anillos
Un momento antes de que sonase el despertador, Martín saltó de la cama y, descalzo, corrió a abrir uno de los ventanales de su cuarto. La brisa del océano agitó las ligeras cortinas blancas y le acarició la cara. El color amarillo pálido del amanecer se reflejaba en el mar, haciéndolo brillar como un inmenso y líquido topacio. Eran solo las siete de la mañana, pero Martín se sentía tan lleno de vitalidad y energía como si hubiese dormido doce horas. Las numerosas impresiones recibidas durante su reciente conexión a la Red de Juegos aún seguían vivas en su cerebro, manteniendo alerta todos sus sentidos y provocándole una agradable sensación de euforia.
Se duchó en un abrir y cerrar de ojos y se puso el mono negro que solían llevar todos los miembros del equipo de Jade durante las sesiones de entrenamiento. Después, consultó su reloj holográfico y vio que aún le quedaba tiempo para un rápido desayuno en el comedor colectivo del Consulado.
Encontró el comedor medio vacío, pues los miembros del Cuerpo Diplomático solían hacer todas sus comidas en sus apartamentos privados, y los técnicos del equipo de Arena comenzaban a trabajar, por lo general, una hora antes de que empezase el entrenamiento. A esa hora, solo tres ancianos desayunaban cómodamente instalados en una mesita redonda junto a la terraza. Los tres le saludaron con la mano, y él les devolvió el saludo con una sonrisa. Le encantaba ver allí a su abuelo, tan feliz y a sus anchas, en compañía de sus nuevos compañeros de trabajo, Clovis y Berenice. Porque el abuelo, después de tantos años, volvía a trabajar… Sofía le había rogado a Diana que lo incluyera en la plantilla de profesores encargados de continuar con la educación de Jacob y Martín mientras ambos permaneciesen en el Consulado de Uriel en Titania. Y, en cuanto a los otros dos ancianos, había sido el propio Martín quién le había sugerido a Diana que intentase contratarlos. Al parecer, Hiden, a su regreso de Marte, los había despedido a ambos, convencido de que ya no volvería a necesitar sus servicios, ahora que los Cuatro de Medusa se encontraban definitivamente fuera de su alcance. Eso era, al menos, lo que les había dicho, aunque Diana no las tenía todas consigo. Pensaba que el presidente de Dédalo había actuado así para hacerles creer a todos que renunciaba para siempre a controlar a los cuatro adolescentes que tanto le interesaban. Sin embargo, no creía del todo en la sinceridad de aquella renuncia. Por eso, al principio, se había mostrado reticente a contratar a Clovis y a Berenice. Conocía la extraordinaria reputación académica de ambos, pero también estaba al tanto del intento de Clovis por impedir que los chicos huyeran del Jardín del Edén. Pensaba, incluso, que el anciano podía verse tentado a actuar como espía para Dédalo… Pero una larga entrevista con él le bastó para convencerla de que no tenía nada que temer en ese sentido. Si de algo se avergonzaba Clovis a esas alturas de su vida, era de haber estado tan ciego respecto a las verdaderas intenciones de Hiden hacia sus antiguos alumnos. En realidad, el despido había supuesto un verdadero alivio tanto para él como para su compañera, ya que, después de todo lo ocurrido en los últimos meses, lo único que deseaban ambos era escapar sanos y salvos del control de Dédalo.
Martín se sirvió un zumo y una tostada con mermelada de limón aromatizado con violetas. Un camarero robótico se acercó para ofrecerle una taza de burbujeante chocolate. El muchacho mordisqueó la tostada observando, distraído, a un par de chicos de su edad que acababan de entrar en el comedor con sus pequeños ordenadores en forma de broches prendidos en la camisa. Dos traductores… No era la primera vez que los veía por allí, aunque solían pasar por el comedor como una exhalación, deteniéndose solo el tiempo suficiente para llenarse los bolsillos de barritas energéticas. Eran miembros del equipo que Herbert había formado alrededor de Selene para que esta pudiera participar desde Titania en la traducción del mensaje extraterrestre.
Martín sonrió al recordar la cara que había puesto el pobre Herbert cuando la madre de Selene le dijo que no le permitiría llevarse a su hija a Medusa para proseguir con la traducción, ahora que acababa de recuperarla. El presidente de la corporación Prometeo tenía verdadero interés en que la chica se sumase a la labor de decodificación que realizaban sus científicos en la ciudad sumergida. Por eso había hecho venir de Medusa a algunos estudiantes especialmente brillantes y los había instalado en el Consulado de Uriel, formando un segundo equipo de traducción bajo las órdenes directas de Selene. El equipo, por lo visto, recibía cada día los datos que debía decodificar directamente de la estación Argos, y solo una vez por semana se reunía por videoconferencia con el jefe del Programa de Traducción en Medusa, aquel desagradable pelirrojo llamado Ulpi. Los chicos de Selene, como los llamaba el Cónsul, trabajaban prácticamente durante todo el día, y cuando no estaban trabajando normalmente permanecían conectados a Virtualnet, enganchados a algún Juego de Matriz. Selene, por su parte, dormía todas las noches en su casa, pero a menudo se acercaba a desayunar con Jacob y con él antes del comienzo de su jornada de trabajo. Hoy, sin embargo, no había venido… Ni tampoco Jacob, con quien no había vuelto a coincidir desde la tarde anterior.
El muchacho suspiró. Le habría gustado poder charlar con sus dos amigos acerca de todo lo que su madre le había contado durante la cena. Sobre todo, tenía ganas de preguntarles si sabían algo acerca del Bakú, aquel misterioso personaje del que le había hablado Leo… Pero tendría que esperar hasta que los viese en las clases de la tarde. A Jade no le gustaba que la hicieran esperar, y faltaban únicamente diez minutos para que comenzase la sesión de entrenamiento.
Los entrenamientos se realizaban en un anfiteatro que reproducía, en pequeña escala, la forma de los auténticos estadios de Arena. Se trataba de una instalación magnífica, y, en los años en que no había competición Interanual, se utilizaba para torneos locales.
En cuanto entró en el recinto, a Martín le llamó la atención el numeroso público que se hallaba concentrado en las gradas más cercanas al escenario principal. Había casi un centenar de personas… y todos llevaban puestos los monos negros del equipo de Jade. Eran miembros del equipo técnico de Uriel. Por lo general, no solían asistir a los entrenamientos, así que debían de encontrarse allí por algún motivo especial.
Al echar un vistazo a la pista central, Martín comprendió de inmediato de qué se trataba. Hasta entonces, siempre había entrenado en lo que los técnicos llamaban un «escenario americano», sin obstáculos reales ni decorado de ningún tipo. Esta vez, sin embargo, la Arena estaba sembrada de extraños objetos de color tierra, fabricados con el mismo material «sensible» que se utilizaba para confeccionar los trajes de los jugadores. Martín se quitó los zapatos y penetró descalzo en la pista, aproximándose a mirar de cerca aquellos objetos inclasificables. Algunos parecían pináculos de piedras; otros, muñones de árboles secos, y unos cuantos presentaban curiosas formas poliédricas que no parecían corresponder a ningún artilugio conocido. El muchacho acarició distraídamente una de aquellas figuras de atrezo, pero en seguida retiró la mano con repugnancia. El material que acababa de tocar tenía una textura a la vez viscosa y resbaladiza, que le hizo pensar en la piel húmeda y fría de un sapo. Miró a su alrededor, buscando la silueta de Jade. Le resultaba imposible imaginar qué aspecto tendría aquel desagradable escenario una vez que se proyectase sobre él el decorado virtual. Por el momento, lo que veía en torno suyo le recordaba únicamente los caprichosos relieves de algunos paisajes marcianos.
Después de comprobar que Jade todavía no había llegado, Martín se apartó un poco del centro de la pista y comenzó a quitarse la ropa. Nomura, el ingeniero de vestuario del equipo, fue a su encuentro con un par de colaboradoras y le tendió en silencio el nuevo traje que debía probar aquella mañana.
Martín se enfundó el ajustado mono y dejó que las dos ayudantes de Nomura le ajustaran los cierres invisibles de la espalda. Cuando terminaron, el ingeniero les ordenó con un gesto que se retirasen.
—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Nomura, sonriendo.
Era un japonés de mediana edad y rostro agradable, pero las lentillas que le cubrían el iris, y que simulaban un cielo cuajado de estrellas, bastaban para desconcertar a cualquiera que intentase mirarle a los ojos.
—Hemos trabajado toda la noche para tenerlo a punto esta mañana, así que espero que el resultado haya merecido la pena —continuó el ingeniero, en un tono de orgullo que indicaba bien a las claras lo satisfecho que se sentía de su obra.
—Es… es extraordinariamente ligero —exclamó Martín, sorprendido—. Incluso pesa menos que los anteriores, y eso que los otros no tenían escudo.
—Se trata de un nuevo material —explicó Nomura mientras le ayudaba a ajustarse la máscara—. Además, hemos redistribuido los nanosensores siguiendo las instrucciones de tu madre. El resultado es más equilibrado, porque se parece más a ti.
Nomura era una de esas personas que se entregan en cuerpo y alma a su trabajo, hasta lograr que toda su existencia gire en torno a él. Martín nunca le había oído hablar de otro tema que no fueran los juegos de Arena. Los juegos eran todo su mundo: trabajaba en ellos, vivía para ellos, y hasta soñaba con ellos. Empleando la jerga de los fanáticos de los juegos de Matriz, era un pellejudo convencido, un fanático de los espectáculos «reales», por oposición al universo plenamente virtual de la Red. En una ocasión, cuando Martín le preguntó por qué se seguían utilizando sensores en Arena, en lugar de simular los efectos de las sensaciones digitalmente, se mostró escandalizado.
—¿Y qué sentido tendría hacer eso? —le preguntó, con sus grandes ojos llenos de estrellas muy abiertos—. Sería como jugar a Matriz…
—Bueno, el escenario seguiría siendo «real», y, si los efectos fueran virtuales, el juego sería menos peligroso —fue la respuesta de Martín.
—¿Y quién quiere eso? —replicó Nomura con una inquietante sonrisa—. La Arena es deliberadamente anticuada, porque al público le gusta que sea así. Si los combates fuesen una pura pantomima, la gente no iría al estadio para verlos; se quedaría en su casa, enchufada a Virtualnet. El principal atractivo de la Arena es que buena parte de lo que les sucede a sus jugadores es real.
—Bueno, pero eso no aporta nada al juego —insistió Martín, sin comprender el punto de vista de Nomura—. Resultaría igual de interesante si los competidores no sintiesen verdadero dolor cuando les hieren…
—Te equivocas —le cortó Nomura—. Resultaría mucho menos interesante. El mundo visto a través de un módulo de navegación es muy bonito; mejor que un sueño. Pero todo el mundo sabe que no existe, que nada de lo que allí vemos está pasando de verdad. Lo bueno de la Arena, lo que les gusta a los espectadores, es saber que cuando, por ejemplo, a uno de sus héroes le cortan la mano, más allá de la explosión de sangre artificial que inunda el escenario y de los destellos del arma virtual de su contrincante, hay un jugador retorciéndose de dolor, un hombre que incluso podría llegar a morir a consecuencia de las heridas.
Después de aquella conversación, Martín procuraba hablar lo menos posible con el «simpático» ingeniero de vestuario de Uriel, aunque tenía que reconocer que la sinceridad de Nomura le había abierto los ojos respecto a la verdadera peligrosidad del juego en el que iba a participar. Hasta entonces, él había creído que las tragedias que habían sufrido algunos jugadores en los torneos de Arena se debían a meros accidentes, a algún error de cálculo por parte de los guionistas del torneo. Sin embargo, Nomura le había hecho ver que esas tragedias constituían, para muchos aficionados, el principal aliciente del juego de Arena, y que la valoración de los profesionales que participaban en los torneos subía como la espuma cada vez que se arriesgaban a provocar ese tipo de desgracias.
Así era la Arena; una desconcertante mezcla de realidad y efectos especiales, un enfrentamiento brutal de nueve personas de carne y hueso sumergidas en un complejo escenario semivirtual donde nada era lo que parecía. Jugadores que tenían que enfrentarse con otros jugadores… Pero también con sofisticados robots recubiertos de disfraces holográficos que les daban la apariencia de monstruos o de héroes; por no hablar de los programas sensibles, hologramas interactivos que formaban parte del decorado y que, a pesar de su apariencia «viva», no eran manejados directamente por ninguna persona ni robot, sino que actuaban con total autonomía, siguiendo las instrucciones de sus programadores.
Mientras Martín recordaba todos aquellos detalles del juego en el que iba a participar con una mezcla de asombro e inquietud, Nomura fue deslizando la pistola de adherencia sobre su cuello, su cintura y sus muñecas, hasta sellar completamente todas las aberturas del traje. Cuando terminó, le rogó que se sentara para poder colocarle con mayor comodidad el navegador.
Mientras Nomura comprobaba el perfecto ajuste del verdugo-máscara que le cubría el rostro y la cabeza, Martín sostuvo un momento el navegador entre sus manos. Se trataba de un aparato con forma de antifaz, fabricado en un cristal flexible de color negro, para aislar los ojos de la luz. El complejo ribete plateado del artilugio, con sus artísticas ondas y picos, desconcertó un poco al muchacho, que no se esperaba algo tan sofisticado en una máquina cuya función debía ser eminentemente práctica. Una vez colocado, el navegador se adhería tan perfectamente a la máscara de la cara que parecía formar una sola pieza con ella. Aquel antifaz constituía en realidad la pantalla del juego, y estaba conectado mediante un sistema inalámbrico de alta velocidad a dos diminutos auriculares que, una vez colocados en el oído, interceptaban todos los sonidos procedentes del exterior. Cuando el navegador se activaba, el jugador solo podía percibir las imágenes y sonidos del universo fantástico creado por los guionistas del torneo. Disponía, no obstante, de un modo de conexión videográfica, que permitía al jugador ver todo cuanto lo rodeaba tal y como era en realidad, gracias a las microcámaras instaladas en su superficie.
La conexión videográfica se desactivaba automáticamente en cuanto empezaba el juego, pero Nomura quería probarla antes de que Jade llegase, para asegurarse de que funcionaba correctamente.
Después de unos instantes de oscuridad y silencio completo, Martín vio de nuevo ante sí la cara del ingeniero japonés, mirándole con expresión interrogante.
—¿Qué te parece? ¿Te sientes cómodo? —le preguntó a través de los auriculares.
Martín afirmó que se sentía perfectamente, aunque el traje y la máscara siempre le producían, al principio, una desagradable sensación de claustrofobia.
—No te preocupes por el peso del navegador —continuó Nomura—. En cuanto calibremos tu capacidad de respuesta, lo fabricaremos algo más ligero.
—¡Pero si pesa poquísimo! —repuso Martín, sorprendido.
—Aún así, si podemos quitarle cinco o seis gramos más, lo haremos —prometió el ingeniero, clavando sus ojos estrellados en el oscuro antifaz del muchacho.
—Lo que me preocupa es que resulte demasiado… ostentoso —observó tímidamente Martín, pensando en las complejas formas de la orla de plata del aparato—. Quiero decir que eso podría hacerme más vulnerable… Estoy pensando en lo que le pasó a Jade. Le destrozaron el navegador… Y, encima, los jueces permitieron que el combate continuase, aunque ella ya no podía ver ni oír nada.
—Bueno, eso fue muy antideportivo, es verdad —admitió Nomura, guiñándole un ojo—. Su contrincante activó el modo videográfico en plena lucha, y eso le permitió ver con toda claridad dónde estaba el navegador de Jade y destruirlo. Pero los tiempos han cambiado. Actualmente, el modo de conexión de los navegadores se controla desde la central de datos, y ningún jugador puede cambiarlo a voluntad en el transcurso del torneo. Eso significa que, por muy sucios que sean tus rivales, nunca podrán hacerte lo que le hicieron a Jade. Una vez que el juego comience nadie verá tu navegador, Martín. Solo verán tu máscara virtual.
——Entonces, ¿para qué todos esos adornos plateados? —preguntó Martín—. Me hacen parecer uno de aquellos superhéroes de las primeras novelas gráficas del siglo XX.
Había uno que trepaba por los edificios… «El Hombre Araña», o algo parecido. ¡Con esta cosa, me parezco a él!
Nomura soltó una carcajada. Era evidente que estaba de muy buen humor.
—¡Vaya, el Hombre Araña! —dijo, sin dejar de reír—. Sí, tienes razón, te pareces un poco. Aunque creo que su máscara era roja… ¡Tiene gracia!
—Pero, si nadie puede verme…
—Yo no he dicho eso, Martín. Lo que he dicho es que nadie puede ver tu verdadero aspecto durante el torneo. Pero los Interanuales son mucho más que los momentos de juego propiamente dichos. Recuerda que, durante quince días, habrá cámaras siguiéndote a todas partes, transmitiendo a todo el planeta, e incluso a Marte, cada uno de tus movimientos. Te verán dormir, comer, incluso ducharte, si los equipos de televisión encargados de la transmisión lo estiman oportuno. Los momentos previos al inicio del juego suelen tener mucha audiencia, y habrá cientos de millones de personas viendo cómo te pones el traje y el navegador. Lo mismo ocurrirá con los otros ocho jugadores… Por eso, en los trajes de la final siempre hay detalles llamativos, lo mismo que en los navegadores. Pero, además, esos «adornos plateados», como tú los llamas, están cubiertos de microcámaras que transmiten sus imágenes a la central de guión durante el juego. Cuantas más imágenes tomadas desde ángulos ligeramente distintos puedan integrar los ordenadores del equipo, mejor… Contarás con información más precisa en todo momento.
El ingeniero se quedó callado unos segundos, aunque daba la impresión de que se había quedado con ganas de añadir algo. Finalmente, acercándose mucho a Martín, añadió en tono misterioso:
—De todas formas, lo que hizo que Jade perdiera aquel encuentro no fue que le destrozaran el navegador. El error lo cometió antes, antes incluso de empezar el juego… Hazme caso; no confíes demasiado en tus sentidos.
A Martín solía ponerle bastante nervioso aquella forma tan críptica de hablar que adoptaba Nomura cuando se refería a algo relativo a las estrategias de Arena. Nunca estaba seguro de entender completamente lo que quería decir, a pesar de su habilidad para entrar en el pensamiento de los demás a través de su rueda neural. Probablemente, el problema estaba en el propio Nomura; su mente funcionaba de un modo errático, y ni él mismo sabía con seguridad adonde quería ir a parar cuando emprendía una determinada línea de razonamiento.
Pese a todo, como Martín ya le iba conociendo, intuyó que Nomura aún tenía algo más que decirle, de modo que esperó en silencio a que el ingeniero se decidiera a proseguir.
Nomura tardó aún un rato en hablar.
—Es una pena que no tengas rueda neural —dijo por fin—. Muchos jugadores la utilizan durante los torneos, y solo emplean el navegador para aislarse del mundo real.
Al oír mencionar la rueda neural, Martín se puso en guardia de inmediato. Sabía que la ausencia de implantes en su cerebro ponía muy nerviosos a los técnicos del Consulado, aunque no acababa de entender por qué.
—Yo creía que, para poder conectarse a Virtualnet a través de la rueda neural, había que estar en semitrance —dijo con cautela.
—Por lo general, es así —confirmó Nomura mirándole fijamente con sus ojos llenos de estrellas—. La rueda recibe demasiada información, y, para que el cerebro pueda procesarla con rapidez, es mejor que no tenga todas sus funciones activas. Sin embargo, con los nuevos implantes, la cosa cambia. Las ruedas neurales de última generación son capaces de procesar enormes cantidades de datos en apenas un instante, y cada año las hacen más rápidas.
—Entonces, ¿por qué no las utiliza todo el mundo? —preguntó Martín, arqueando las cejas debajo de su ajustada máscara.
En realidad, hacía tiempo que venía planteándose aquella pregunta, aunque nunca antes se había atrevido a formulársela a Nomura.
El ingeniero apenas le dejó terminar la frase.
—Porque los juegos de Arena avanzan a la misma velocidad —contestó rápidamente—. En cada Interanual aparecen nuevos avances y se fijan objetivos cada vez más altos en cuanto a la estética y la espectacularidad de los torneos. Eso hace que los implantes neurales se queden anticuados en seguida. Para seguir el ritmo de los campeonatos, habría que implantarse una rueda nueva cada año… y hay pocos jugadores dispuestos a dejarse operar el cerebro con tanta frecuencia —añadió guiñándole un ojo.
—De todas formas, sigo sin verle la ventaja —insistió Martín—. El navegador puede transmitir tantos datos como la rueda neural, y se puede actualizar sin necesidad de operaciones…
—Sí, pero no es igual de rápido. Cuando los datos van directamente al cerebro, en lugar de tener que pasar por los ojos y los oídos, siempre llegan antes. La diferencia es mínima; de unas cuantas centésimas de segundo… Pero esa ventaja aparentemente insignificante puede resultar decisiva a la hora de combatir.
Martín se alegró de que Nomura no pudiera ver sus ojos, ocultos tras el navegador. Estaba seguro de que, en aquel momento, su mirada debía de reflejar un gran escepticismo.
—Entiendo que la rapidez de respuesta sea importante —dijo——. Pero la Arena es una carrera de fondo. No se trata solo de combatir bien, sino de ser un buen estratega, y, sobre todo, de saber resistir la presión.
—Sí, sí, todo eso está muy bien —admitió Nomura con impaciencia—. Pero, al final, te juegas la vida en cuestión de segundos… Yo estoy convencido de que el juego a través de los implantes se terminará imponiendo. Es cuestión de hábitos. Hace años, había gente que se negaba a dejarse implantar una rueda neural por temor a lo desconocido. Es lógico que algunas personas se resistan al cambio. Sin embargo, pese a esa resistencia, al final las ruedas neurales han terminado volviéndose imprescindibles, y el no llevar una se ha convertido casi en una discapacidad… Tú lo sabes mejor que nadie —agregó, desafiante.
Esperó a que Martín le replicase, pero, como no lo hizo, continuó hablando, cada vez más animado.
—Ahora estamos asistiendo a una nueva revolución. Ki ha empezado a comercializar una rueda para juegos totalmente compatible con el implante habitual. Dos ruedas en lugar de una… ¿te imaginas el potencial que tiene eso?
—¿Ya hay gente con esa segunda rueda? —preguntó Martín, muy interesado—. Creía que todo eso estaba todavía en fase experimental…
—No, no. Se trata de una tecnología plenamente desarrollada. Muchos fanáticos de los juegos de Matriz ya se han implantado esa segunda rueda, y Kokoro acaba de lanzar algunos juegos de alto nivel exclusivos para ese tipo de implantes. Dentro de poco, todo el mundo llevará uno —concluyó Nomura con ojos soñadores.
Pero Martín estaba pensando en otra cosa.
—Si un jugador llevase esa segunda rueda para juegos —preguntó—, ¿podría desactivar la principal a voluntad, de modo que nadie pudiese localizarla?
Nomura se rascó la cabeza, pensativo.
—Bueno… un implante se podría ocultar, para que desde fuera nadie lograse detectarlo. Últimamente, casi todas las corporaciones han desarrollado sistemas de camuflaje para que las ruedas neurales de sus agentes no puedan ser localizadas por los microproyectiles inteligentes, o incluso por los detectores de mentiras. Pero desactivar un implante de golpe… Eso sería muy peligroso. El hardware biónico genera en los sujetos que lo usan habitualmente una fuerte dependencia psicológica. El cerebro se acostumbra de tal manera a delegar parte de sus funciones en la prótesis, que, cuando se ve privado de ella, no sabe cómo reaccionar. Los resultados de un experimento así podrían ser catastróficos: desintegración sensorial, paranoia, trastornos de personalidad… No se lo recomiendo a nadie.
Jade apareció en ese momento en el umbral de la puerta principal del anfiteatro. Nomura le dirigió una mirada huidiza y se acercó aún más a Martín. Era evidente que quería añadir algo a su explicación antes de que comenzase el entrenamiento.
—De todas formas, en relación con las ruedas neurales, creo que hay algo que debes saber —susurró en tono confidencial—. Se rumorea que Kokoro está sometiendo a sus jugadores al mismo entrenamiento por el que pasan los comandos de élite de esa corporación… ¿Entiendes lo que eso significa? Si hay alguien que puede soportar una desconexión brusca de sus implantes neurales, es un soldado de las fuerzas especiales de Kokoro… O alguien que haya pasado por un entrenamiento similar.
Parecía a punto de añadir algo más, pero, al ver que Jade avanzaba resueltamente hacia ellos, se alejó un poco de Martín, dando por terminada la conversación.
Martín saludó a Jade con la mano, todavía distraído por la valiosa información que acababa de proporcionarle Nomura. La principal ventaja que él podía tener sobre sus futuros adversarios en la Arena, residía en su capacidad para penetrar en las ruedas neurales de los demás y captar sus pensamientos; sin embargo, si una persona llevaba dos ruedas neurales en lugar de una, la cosa podía complicarse…
—Siento haberme retrasado —dijo Jade, inclinándose irónicamente para saludar a su alumno conforme al ritual tradicional en los combates de artes marciales. Vengo de reunirme con Sofía… Parece que hay muchas novedades, ¿no? Me ha contado tu idea acerca de la espada.
Martín sintió que enrojecía bajo la flexible máscara que le cubría el rostro. Se preguntó cuánto le habría contado su madre a Jade respecto al origen de aquella idea. ¿Le habría hablado de la leyenda del Auriga del Viento, y del arma que Deimos le había traído del futuro? Si Jade había tenido alguna relación con Deimos antes de conocerlos a ellos, tal vez ya supiese algo de todo aquello…
Martín vio los esbeltos dedos de Jade deslizándose suavemente sobre su navegador. Para los entrenamientos, siempre se quitaba sus extravagantes anillos, y conservaba únicamente una fina sortija de oro que llevaba engarzada una pequeña esfera de coral.
—Se adapta bien —dijo ella, mirando aprobadoramente a Nomura—. Gracias, puedes retirarte…
Luego se volvió nuevamente hacia Martín y, con una sonrisa desafiante, comenzó a quitarse la ropa. El ritual de ponerse el traje de juegos delante de todo el equipo técnico e incluso del público, si lo había, era una práctica corriente en todos los entrenamientos, pero Martín no lograba acostumbrarse. Sabía que Jade había decidido desnudarse allí mismo, delante de él, porque consideraba que aquel momento también formaba parte del entrenamiento. Tenía que aprender a concentrarse incluso con el navegador en modo videográfico, y a evitar cualquier distracción en los momentos previos al combate. Sin embargo, observar a una mujer tan hermosa como Jade despojándose de su ropa interior con expresión insinuante habría bastado para desconcentrar a cualquiera. Martín se obligó a no cerrar los ojos, porque sabía que todos sus movimientos estaban siendo registrados por los nanosensores del traje, y no quería ganarse una reprimenda. Además, cuanto antes se acostumbrase a aquello, mejor… Apretó los puños dentro de los guantes y pensó en Alejandra, y en lo mucho que deseaba acariciarla y estar con ella.
Sin dejar de sonreír, Jade se enfundó su nuevo traje de entrenamiento con la ayuda de las dos colaboradoras de Nomura. Cuando fueron a ponerle el navegador, hizo un gesto de rechazo con la mano.
—Todavía no —dijo secamente—. Quiero hablar con el chico antes de empezar.
La pista se fue despejando lentamente a su alrededor, hasta que solo quedaron sobre ella Martín y su entrenadora. Jade le invitó a sentarse sobre una especie de tronco de árbol caído que formaba parte del decorado, y ella se sentó a su lado.
—Hasta ahora, hemos estado probando diferentes estilos de lucha, y unas cuantas armas distintas —dijo, en el tono neutro que empleaba cuando le daba clase—. Con algunas de ellas no te has defendido mal, especialmente con el lazo… Y, en cuanto a las mazas, machetes y demás… Bueno, por lo menos has aprendido lo básico. Pero, a partir de ahora, nos centraremos en la espada.
Martín sonrió dentro de su máscara. La espada era su arma favorita, la única con la que se sentía a gusto. Y, por lo que sabía, compartía esa preferencia con su entrenadora.
—Si tu personaje va a llevar una espada, a partir de ahora siempre entrenarás con ella. Sin embargo, no debes olvidar que tendrás que enfrentarte a todo tipo de rivales… Así que yo asumiré el papel del enemigo, y trataré de sorprenderte con diferentes combinaciones de armas. Pero, antes de empezar, practicaremos algunos lances de esgrima que pueden servirte en una gran variedad de situaciones. Creo que estás familiarizado con la técnica del Kendo, y también con el estilo de lucha de Wudang…
—Sí —confirmó Martín.
Estuvo a punto de añadir que, además, había practicado el arte de la espada de los Caballeros del Silencio, pero se contuvo. Aquello habría provocado demasiadas preguntas… Preguntas que no habría sabido contestar.
—Los lances que yo voy a enseñarte son adaptaciones del estilo Yang clásico de lucha con espadas. Adaptaciones específicas para los juegos de Arena… Algunas las he inventado yo misma, pero la mayoría me las enseñó mi maestro, Okazaki. Él era un gran virtuoso del Taiji, el mejor de su época. Nadie ha sabido conjugar el estilo tradicional de lucha con las exigencias de la Arena como él… Ojalá le hubieras conocido.
—¿Ha muerto? —preguntó Martín inocentemente.
—No lo sé —replicó Jade con sequedad.
—¿Has perdido el contacto con él? —insistió Martín, percibiendo una brecha en la entereza de Jade que nunca antes había notado.
—Digamos que él perdió el contacto conmigo —murmuró Jade mirándole de un modo extraño.
—Qué lástima, ¿no? —observó el muchacho, espiando las reacciones de su entrenadora—. Si era tan buen maestro, debió de influir mucho sobre ti… Supongo que debe de resultar muy triste crear lazos tan fuertes con una persona y que luego se rompan.
De pronto, Martín sintió con toda nitidez el intenso dolor que aquellas palabras le producían a Jade. E, instantáneamente, entendió el motivo de aquel sufrimiento.
—No se han roto nunca, ¿verdad? —preguntó suavemente, a través del micrófono del navegador—. Esos lazos no podían romperse… Okazaki era tu padre.
Jade dio un paso atrás y su rostro se crispó como si acabase de morderla una serpiente.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó con voz sorda—. Nunca se lo he contado a nadie…
—Pero, si entrenabas con él, todo el equipo debía de saberlo…
—No, no lo sabían. Nadie lo sabía. Era nuestro secreto.
Un frío glacial pareció contraer los hermosos rasgos de la contrabandista, volviéndolos tan rígidos como los de una estatua.
—Tu espada es esa de ahí —dijo, señalándole un estuche que había dejado algo apartado, en el suelo—. También hay un cinturón. Vete ajustándotelo… Y otra cosa, Martín. Si le dices a alguien una sola palabra de lo que acabo de contarte, te mato.
Antes de que Martín tuviese tiempo de contestar, Jade ya se había puesto el navegador, que era exactamente igual al suyo. Martín pensó de nuevo en aquel viejo superhéroe que imitaba a una araña, con su máscara y su antifaz… Observó cómo Jade se acercaba a Helena Stein, la ingeniera de decorados, para darle la orden de que activase los efectos especiales.
En un instante, todo cambió a su alrededor. De pronto, se encontraba en el interior de un castillo en ruinas cuyas murallas estaban ardiendo. Altas llamaradas le cercaban por todas partes, y las ráfagas de humo procedentes del incendio eran tan densas que, en algunos momentos, llegaban a cegarle casi por completo. Todos los sensores de calor del traje parecían haberse activado simultáneamente… Por un instante, Martín se preguntó de qué podía estar hecho un castillo para incendiarse de semejante manera, pero en seguida desechó aquel pensamiento. Estaban en la Arena, en medio de un decorado virtual, donde incluso las piedras podían arder… Lo que tenía que hacer ahora era concentrarse en la espada y en todo lo que dijese o hiciese Jade.
Aún no había acabado de ceñirse el cinturón cuando oyó la voz de Jade a través de los auriculares, ordenándole que desenvainase su arma. Se trataba, efectivamente, de una espada de Wudang, aunque los efectos especiales del generador de hologramas la hacían brillar de un modo especial, como si estuviese hecha de oro puro. La empuñadura virtual también era espectacular, llena de perlas, esmeraldas y rubíes… Un poco excesivo para un simple entrenamiento, pensó Martín. Pero todo en la Arena era excesivo. Un par de vigas de madera se derrumbaron chisporroteando a pocos metros de él, produciendo un estruendo ensordecedor y llenando el aire de cenizas. El olor a madera quemada resultaba asfixiante, y, muy cerca de él, una pared crujió, a punto de ceder… En realidad, todo aquello estaba allí precisamente para que no le prestara atención, para que aprendiese a ignorarlo, de modo que se volvió resueltamente hacia su contrincante.
—¿Estás sudando, Martín? —preguntó Jade, con voz aparentemente tranquila.
En ese momento, su esbelta silueta femenina se transformó como por arte de magia en una horripilante criatura con los ojos vacíos y el cabello formado por una maraña de serpientes. A su pesar, Martín notó cómo se le erizaba la piel, y supo que, al mismo tiempo, los ordenadores de la sala de control habrían registrado aquella reacción de miedo. Alguien debió de comunicárselo a Jade de inmediato, porque el monstruo se abalanzó bruscamente sobre él, agitando los jirones de su túnica delante de sus ojos.
—Controla el miedo —le ordenó con una voz extrañamente distorsionada la horrible criatura—. El miedo aumenta la sudoración, y, si sudas mucho, los sellos del traje podrían corromperse. Ese traje es la armadura más segura que existe, recuérdalo. Podría detener incluso una trazadora disparada a quemarropa. Los sellos son su único punto débil… No sudes, y no tendrás problemas.
—Pero, el incendio… Hace demasiado calor —murmuró Martín con los labios resecos.
El monstruo mitológico que tenía ante él lanzó una pavorosa carcajada. Martín recordó entonces su nombre: Medusa, la criatura que, con una sola mirada, podía hacer que sus víctimas se volviesen de piedra.
Sin embargo, allí debajo, en alguna parte, seguía estando Jade, atenta a cada una de sus reacciones.
—¿Tienes mucho calor? —preguntó el monstruo, todavía riendo. Martín se dio cuenta de que apenas movía los labios—. Yo también tengo calor… Debes recordar siempre que si el ambiente te resulta adverso, también le resultará adverso a tu contrincante. Concéntrate en esa idea… El también tiene calor. Él también suda. Vigila los sellos de su traje, puede que tengas suerte y los veas desgarrarse. Aunque también es posible que tu adversario esté fingiendo, y que haya logrado confundir a los controladores simulando los efectos del sudor, para que tú creas que tiene miedo… Nunca te fíes de las apariencias, y, sobre todo, nunca confíes en nadie; en la Arena todo, absolutamente todo, puede ser una trampa.
—De todas formas, los sellos del traje… son el punto vulnerable para todos —argumentó Martín, que cada vez tenía más dificultades para pensar con claridad.
—Excepto cuando el traje no lleva ningún sello. En algunas unidades especiales del ejército de Kokoro, los uniformes se fabrican con el soldado dentro. No hace falta sellarlos… Y puede haber jugadores que hayan seguido el mismo sistema. Cualquier sacrificio merece la pena con tal de ganar un Interanual.
La máscara verdosa de la Medusa miró a Martín con sus ojos vacíos, pero él podía imaginarse con total nitidez la expresión burlona de Jade debajo del disfraz. A su alrededor, las llamas cambiaban constantemente de forma y tamaño. El aire cada vez resultaba más turbio e irrespirable.
—¿Podríamos empezar ya? —preguntó Martín, que temía asfixiarse si la conversación se prolongaba.
Pero Jade debía de considerar que la angustia y la incertidumbre de la espera formaban parte del entrenamiento, porque no se movió.
—Antes, déjame que te recuerde algunas otras cosas respecto al traje. Ya sabes que, dependiendo de las características del personaje, el vestuario de combate será más o menos liviano. Pero no olvides que cuanta más resistencia oponga el traje a los golpes, más dificultará tus movimientos. Tu madre me ha dicho que habrías deseado dotar a tu «Ardal» de una mayor puntuación de fuerza. Quizá creas que, de esa forma, tendrías más oportunidades de derrotar a tu adversario… Es una estupidez. ¿Es que nadie te ha hablado de la cantidad de interferencias que provoca en el navegador una puntuación elevada de fuerza? Deberías probarlo, es enloquecedor. Apenas te deja pensar.
Martín no contestó. No quería alargar aquel diálogo más de lo necesario, y estaba deseando empezar de una vez el combate. Sabía que, en cualquier momento, Jade podía interrumpir sus explicaciones para atacarle sin previo aviso, y no quería perder la concentración, así que trató de controlar sus respiraciones mientras escuchaba pacientemente una nueva e interminable perorata de su entrenadora sobre las nueve características principales de su personaje y sus cuarenta y cinco habilidades secundarias. «Así podemos estar hasta mañana —se dijo Martín, que nunca dejaba de asombrarse ante la capacidad de Jade para soportar con inquebrantable paciencia las más terribles condiciones ambientales durante los entrenamientos—. Se está vengando de mí, por haber descubierto lo de su padre». Tal vez, si ella pensaba que no tenía ninguna prisa por empezar a luchar, decidiría poner fin a aquel tormento… Martín decidió arriesgarse.
—Nomura me dijo que los nanosensores del traje han sido redistribuidos para ajustarse mejor a las características de Ardal —dijo en tono tranquilo—. Pero no entiendo muy bien qué significa eso… ni tampoco cómo me puede ayudar a la hora de combatir.
La Medusa se lanzó sobre Martín como si fuese a devorarlo, pero se detuvo a dos pasos del muchacho.
—La redistribución de los nanosensores tiene muchas limitaciones. Las normas del juego obligan a colocar sensores de dolor en los puntos más sensibles de la anatomía humana, de forma que, si alguien, por ejemplo, te golpea en las rodillas, la armadura impedirá que te rompa las piernas, pero el sensor situado allí enviará una señal muy intensa de dolor a tus terminaciones nerviosas. Eso es igual para todos los jugadores…
—Entonces, ¿qué es lo que tiene de especial mi armadura?
—En primer lugar, la elevada puntuación en agilidad de tu personaje nos permite dotarla de nanoestimuladores musculares específicos para mejorar tu rendimiento en saltos, acrobacias y carreras. Y, por otro lado, gracias a tus puntos de percepción, el traje está dotado de microcámaras en tu espalda, así como de sensores especiales de imagen, sonido, tacto, y detección de sustancias químicas disueltas en el aire.
—No me dirás que también van a intentar envenenarme…
—En la Arena todo es posible —repitió Jade por enésima vez—. No se trataría de un verdadero envenenamiento, sino de una simulación que eliminaría la señal de algunos de tus sensores principales: corazón, vientre, cuello, etc. O sea, que te mataría… pero solo en lo que se refiere al juego.
De pronto, el monstruo que recubría la silueta de Jade se transformó en una hermosa luchadora rubia, con los largos cabellos sueltos y una deslumbrante coraza plateada.
—Antes de empezar el combate, quiero enseñarte un lance con la espada que puede resultarte muy útil —dijo Jade bajo su nueva apariencia, aún más turbadora que la anterior—. Se trata del «Lance de los Tres Anillos que envuelven a la luna». ¿Lo has practicado alguna vez?
Martín hizo un gesto negativo con la cabeza. El ambiente parecía haberse refrescado un poco, y el humo del incendio que los rodeaba se había disipado mágicamente.
—Por lo que he visto hasta ahora, tu técnica con la espacia es bastante buena —prosiguió Jade—. Se nota que conoces varias escuelas diferentes de lucha… Y algunas de tus tácticas resultan bastante… sorprendentes. Pero tienes un estilo demasiado… ¿cómo decirlo? Demasiado limpio… En la Arena, te pueden atacar de mil maneras distintas, y casi todo está permitido. Aquí no tiene sentido comportarse como un perfecto caballero. Tienes que engañar al adversario, utilizar cualquier truco. Y debes recordar que la espada es algo más que una hoja larga y afilada; es también la empuñadura. Si golpeas a tu adversario con la empuñadura en la cara, o en el cuello, puedes pillarle desprevenido y darle un buen susto… Fíjate bien en lo que hago.
En la mano de la rubia mujer acorazada apareció bruscamente una espada larga, de aspecto medieval. La mujer se volvió hacia un adversario invisible y simuló que este la tenía sujeta por una muñeca. Desde esa posición, desplazó la espacia hacia el frente, manteniendo la empuñadura hacia arriba. Después, con la espada vertical, hizo amago de rechazar a su adversario, y a continuación giró todo el cuerpo y abrió ambos brazos, ejecutando un rápido movimiento de muñeca para volver la espada hacia arriba.
—¿Has visto? —preguntó, deteniéndose—. Si mi adversario estuviera aquí, ahora mismo le habría golpeado en la mandíbula con la empuñadura. Ven, quiero que lo veas…
Martín se acercó con cierto recelo y agarró a su entrenadora del brazo derecho. Jade repitió la maniobra que acababa de ejecutar y rechazó a Martín apoyándose en su espada. Luego, abriendo los brazos y doblando suavemente las rodillas, cambió la dirección del arma y golpeó suavemente a Martín en la parte inferior de la cara.
—¿Te has fijado? En este momento, si hubiera querido, podría haberte dejado inconsciente —le dijo al terminar—. Ahora, prueba tú. Y recuerda que solo es un ensayo.
Martín dejó que su entrenadora le agarrase por la muñeca y repitió lo mejor que pudo los cuatro movimientos del Lance de los Tres Anillos. En el último momento, sin embargo, Jade apartó la cara, con lo que no consiguió ni siquiera rozarle la mandíbula.
Ella se echó a reír estrepitosamente, y el viento artificial del escenario agitó su espesa cabellera rubia.
—Tienes que ser más rápido, Martín. Más rápido… Recuerda: bloqueo con la espada en vertical, impulso hacia atrás, apertura de brazos, giro de muñeca. Y ahora, intenta ponerlo en práctica, si puedes. Empieza el combate de verdad.
Instantáneamente, la amazona rubia se transformó de nuevo en Medusa, el monstruo verdoso con la cabeza llena de serpientes. Pero esta vez la imagen era de un realismo aterrador. Las húmedas serpientes bullían sobre la pétrea máscara del monstruo enroscándose unas sobre otras y formando un repugnante amasijo de cuerpos viscosos y plateados. La criatura blandía una katana en una de sus manos y un sable corto en la otra. A su alrededor, las ruinas del castillo se volvieron de pronto más negras y amenazadoras, y las llamas que consumían parte de la estructura adquirieron una desproporcionada altura.
El monstruo se precipitó sobre Martín con las dos armas en alto, abatiéndolas simultáneamente sobre su cabeza. Los nanosensores del traje le permitieron percibir con toda nitidez el silbido del acero a un par de centímetros de su cuello. Al retroceder, perdió el equilibrio, y observó espantado cómo Jade se abalanzaba nuevamente sobre él con la katana en alto. Era el mejor momento para poner a prueba el traje… Sabía que, a unos tres metros y medio de distancia, a su izquierda, había un trampolín oculto en el suelo. Su elevada puntuación de agilidad le permitía acceder a todos los códigos de activación de rampas, trampolines, resortes y escaleras. Si calculaba mal el salto, podía romperse la cabeza… Pero al menos tenía que intentarlo. Martín esquivó el nuevo ataque de Jade y echó a correr hacia la marca del trampolín. Cuando estuvo exactamente situado sobre ella, activó los impulsores del traje a través del navegador y el trampolín le hizo salir despedido por el aire, en dirección a su contrincante y con la espada apuntándole directamente al corazón.
Mientras caía, Martín sintió de pronto que algo andaba mal. Jade no había reaccionado a tiempo, y, con la violencia del salto, si la punta de su espada se le clavaba en la armadura, podría hacer algo más que neutralizar uno de sus sensores principales. Martín se asustó… Y, justo en el momento de caer, giró la mano, de manera que, en lugar de alcanzar a su contrincante con la punta de la espada, la golpeó brutalmente con la empuñadura en uno de los hombros.
Inmediatamente se arrepintió de su torpeza. Después de todo, Jade sí había reaccionado a tiempo, agachándose en el último instante. Si no hubiese intentado ahorrarle el golpe, la habría herido virtualmente en el hombro, y el combate habría finalizado. Pero, con su estúpida maniobra, lo único que había conseguido era activar algunos sensores secundarios, produciéndole a su entrenadora un intenso dolor en el hombro y poniéndola totalmente furiosa.
—¿Estás loco? —le gritó bajo su horrible disfraz de Medusa—. ¿Te crees que esto es un juego de niños? Has tenido la oportunidad de acabar conmigo de un solo golpe, ¡y la has desaprovechado!
Martín percibió toda la rabia sorda de Jade en aquel momento. Había interpretado su reacción como un gesto de superioridad, como un desprecio hacia ella… Y no iba a dejar pasar la oportunidad de demostrarle que se había equivocado, y que el más vulnerable de los dos era él. Sin embargo, el impacto la había dejado tocada, y el brazo que blandía la katana parecía tener dificultades para seguir sosteniendo el arma con firmeza. Por un segundo, Martín albergó la esperanza de que aquello hiciese desistir a su entrenadora de continuar luchando, pero pronto se dio cuenta de que su rival ni siquiera se planteaba aquella posibilidad. Emitiendo un rugido inhumano, la Medusa cargó de nuevo contra él, y, esta vez, lo hizo con tal furia que, si Martín no se hubiese apartado a tiempo, lo habría aplastado.
Martín rodó por el suelo para evitar aquella embestida y, poniéndose en pie de un salto, atacó nuevamente a Jade con su espada, evitando a propósito obligarla a utilizar el brazo que sostenía la katana. Sabía que con eso no conseguiría más que aumentar la cólera de su adversaria, pero algo en su interior le impedía aprovecharse de su debilidad. Ella, rabiosa, comenzó a lanzar breves y certeros ataques con su sable corto, forzando a Martín a detenerlos. En el calor del combate, el muchacho ejecutó instintivamente un par de lances de los que había, aprendido practicando con el Tapiz de las Batallas, sorprendiendo a Jade y alcanzándola de nuevo en dos puntos distintos. Sabía que ella había sido entrenada durante años para soportar el dolor, pero, aun así, le asombró que aquellas nuevas heridas virtuales no minasen apenas el vigor de los ataques que ella le lanzaba. Cada vez eran más rápidos y caóticos, y eso los volvía impredecibles…
Insensiblemente, Martín fue dejándose arrastrar por la creciente violencia del combate. Quería acabar con todo aquello cuanto antes, y estaba seguro de que podía lograrlo. No deseaba hacer más daño a su adversaria, que, a esas alturas, debía de encontrarse ya suficientemente tocada; pero, si ella no le dejaba otra opción, continuaría atacándola hasta obligarla a abandonar.
Las estocadas que intercambiaban eran cada vez más agresivas y desordenadas. Hacía tiempo que Martín había renunciado a tratar de adivinar los pensamientos de Jade durante el combate, porque sabía que ella, consciente de su habilidad telepática, se limitaba a reaccionar con espontaneidad, sin pensar en nada. Era la misma estrategia que el holograma de Erec le había recomendado durante sus sesiones de entrenamiento con el tapiz… Si no quería que nadie adivinase su siguiente movimiento, lo mejor era que ni siquiera él mismo supiese cuál iba a ser.
Continuó parando golpes y devolviéndolos, tratando de adaptarse a la forma de luchar salvaje y espontánea de Jade. Atando ella le rasgó la parte externa de la máscara, lanzó un aullido de dolor y, retrocediendo hasta uno de los resortes del suelo, dio una voltereta en el aire. Se suponía que los golpes por encima de la mandíbula estaban prohibidos, pero todo el mundo sabía que, en la Arena, las reglas estaban para saltárselas. Sin embargo, aquella falta de deportividad le puso furioso…
Sin pensar en lo que hacía, comenzó a lanzar ataques rápidos al costado derecho del monstruo, obligándole a defenderse con la katana. El brazo que la sostenía cada vez parecía más débil, y, en un par de ocasiones, Martín lo alcanzó de lleno con el filo de su espada. Jade retrocedía con cada uno de sus golpes, acercándose cada vez más a la muralla de fuego que se alzaba detrás de ella. El brazo debía de dolerle de tal modo, que Martín no conseguía comprender cómo se las arreglaba para seguir utilizándolo… Entonces, el miedo volvió a apoderarse de él. Si aquella loca se empeñaba en seguir resistiendo, era posible que su brazo terminase dañado de verdad, pero no lograría convencerla de que se diese por vencida mediante pequeñas estocadas indecisas. Tenía que desarmarla y derrotarla completamente…
Martín se concentró en la mirada vacía del monstruo y, sin apartar los ojos de él, esperó inmóvil a que este le atacase con el sable corto. Sabía que tenía que mantenerse quieto hasta el último instante, hasta que el sable estuviese prácticamente a punto de rozarle la armadura. Entonces, atravesando la espada entre el traje y el arma de Jade, hizo que todo el impulso del ataque se volviese en su contra, haciéndole perder el equilibrio. Para no caer, ella, a su vez, se aferró a su brazo derecho y, con una inesperada fuerza, se lo retorció. Pero Martín también había aprendido a no dejarse aturdir por el dolor. Con absoluta frialdad, aprovechó la maniobra de Jade para poner en práctica el Lance de los Tres Anillos, que ella acababa de enseñarle. Rechazándola de nuevo, dobló las rodillas y extendió los brazos, asestándole un golpe definitivo en la mandíbula con el puño de la espada. La Medusa cayó hacia atrás, y las serpientes de sus cabellos se retorcieron aterrorizadas ante el contacto de las llamas.
Era el momento de acabar con aquello… Martín tomó impulso y embistió con la punta de la espada directamente al corazón del monstruo. Pero, justo en ese instante, el cuerpo que había dentro del holograma pareció desvanecerse en el aire, y Martín, al no encontrar ningún obstáculo en su ataque, atravesó a la fantasmal criatura de parte a parte y cayó directamente sobre las llamas.
Durante unos segundos, el fuego lo rodeó por todas parles, y todos los sensores de dolor del traje se activaron al mismo tiempo, exactamente como si se estuviese quemando. La sensación era tan insoportable, que, por un momento, Martín creyó que había llegado su última hora. Pero el sufrimiento no duró mucho; solo hasta que la interfaz del traje fue desconectada.
El navegador de Martín volvió al modo videográfico, y el muchacho vio cómo el llameante castillo desaparecía ante sus ojos y era sustituido por el insignificante decorado que servía de base al entorno virtual. Martín cayó al suelo, sudoroso y extenuado. Varios técnicos se le acercaron para romper los sellos del traje.
Cuando le quitaron el navegador, lo primero que vio fue el rostro a la vez eufórico y dolido de Jade.
—No tienes remedio —le espetó en voz baja, con una agresividad sorprendente, incluso tratándose de ella—. Si no hubieras sido tan idiota, me habrías ganado…
—¿Có… cómo has hecho eso? —balbuceó Martín—. Te evaporaste de repente…
—No te lo esperabas, ¿verdad? Eso te pasa por no haber tenido en cuenta la puntuación de «espiritualidad» de mi personaje.
Martín se pasó una mano por la frente, confuso. Recordaba vagamente lo que su madre le había explicado acerca de aquella cualidad. Permitía a quienes la poseían volverse intangibles, como espíritus… Sin embargo, había algo que no encajaba.
—Eso… eso de la espiritualidad, ¿no era una característica exclusiva de los programas sensibles? —preguntó, inseguro.
—En teoría, así es —confirmó Jade con una triunfal sonrisa—. Pero un jugador siempre puede intentar engañar a su contrincante, si el otro se deja… Cuando me puse el traje, aproveché para conectar este pequeño módulo virtual —explicó, señalando un diminuto disco prendido a su cinturón—. Tú estabas demasiado ocupado tratando de dominar tu… turbación, como para darte cuenta.
—Entonces, ¿desde cuándo…?
—¿Desde cuándo estás combatiendo con un holograma fantasma? —dijo Jade, concluyendo la frase por él—. En realidad, ha sido solo al final, después de que empezases a atacarme con toda tu furia. El brazo me dolía, y pensé que era una buena ocasión para darte una lección… Ha sido muy gracioso, ¿sabes? Durante los últimos minutos, te he estado observando desde detrás de esa muralla de cartón piedra, riéndome mientras tú lanzabas estocadas al aire.
De repente, la sonrisa se congeló en su rostro, y un destello de acero atravesó su mirada.
—No me has hecho caso… Te lo he dicho miles de veces: espera siempre lo inesperado.
Sus labios se contrajeron en una mueca de dolor, pero en seguida se dominó. Un fisioterapeuta acudió a examinarle el hombro, y ella lo rechazó con un gesto.
Martín no pudo evitar dirigir la mirada a aquel hombro desnudo y cubierto de magulladuras. Jade, al darse cuenta, le arrebató una toalla a una de las masajistas que esperaban para atenderlos y se cubrió con ella.
—Te entiendo mejor de lo que crees, Martín —dijo, suavizando un poco el tono de su voz—. No puedes quitarte a Aedh de la cabeza… Y no quieres que la historia se repita. Crees que es por piedad…
Martín intentó protestar, pero ella le detuvo con un imperioso gesto de la mano.
—Crees que es por piedad hacia tu adversario —continuó—, pero te equivocas. Solo sientes piedad hacia ti mismo. No quieres volver a sufrir… Por eso has intentado no hacerme daño.
Mientras la escuchaba, Martín buscó en su interior un argumento para rebatir aquella dura afirmación, pero no encontró ninguno.
—Lo tienes todo para convertirte en un buen jugador —prosiguió su entrenadora, implacable—. Eres inteligente, eres rápido, y no te falta valor. Has demostrado que no le tienes miedo al peligro, ni al dolor… cuando se trata de ti. Pero eso no es suficiente. Si de verdad quieres sobrevivir en la Arena, no puedes tenerle miedo al dolor del adversario. No puedes estar pensando en eso mientras combates… Si lo haces, nunca ganarás.
Martín meditó un momento las palabras de Jade.
—Puede que tengas razón —admitió por fin, haciendo una mueca—. Yo no he nacido para esto… No me gusta combatir, aunque sea dentro del juego. En Marte, un hombre murió por mi culpa; y no quiero volver a pasar nunca por esa experiencia.
Jade se despojó de la toalla que la cubría y, recogiendo un top que la masajista había dejado en el suelo, a sus pies, se lo pasó por la cabeza. Mientras lo hacía, sus ojos permanecieron todo el tiempo clavados en Martín, pero en ellos ya no había hostilidad, sino una profunda calma.
—Ya… Todo eso está muy bien —dijo lentamente—. Y supongo que crees que eso te convierte en una persona mejor que yo, ¿no es así?
Martín la miró desconcertado. No se esperaba aquella pregunta.
—Yo… yo no he dicho eso —farfulló.
—No lo has dicho, pero lo piensas. ¿Y sabes una cosa? Te equivocas. Lo que temes es tu propio dolor, no el de tus rivales. Tú mismo lo has dicho: «No quiero volver a pasar nunca por esa experiencia». ¿Sabes cómo se llama eso?
Martín negó con la cabeza, perplejo.
—Se llama egoísmo.
El muchacho reaccionó como si acabase de recibir una pedrada. Quiso contradecir a Jade, pero las palabras que iba a pronunciar le parecieron de pronto tan absurdas y vacías que no llegó a decirlas en voz alta. Y es que, de repente, había comprendido que Jade estaba en lo cierto. Lo que temía era que el sufrimiento de los demás le hiciese sufrir a él.
Jade se dio cuenta de que su reproche había calado hondo en la mente de su alumno. Su mirada adquirió una transparencia distinta, y fue como si el velo de misterio que constantemente la rodeaba se descorriera por un breve instante.
—Lo has entendido —afirmó en voz baja—. Me basta con mirarte a los ojos para saber que lo has entendido. A mí me costó muchos años, Martín. Muchos años, y esta cicatriz… Si quieres saberlo, fue la última lección que me dio mi padre. El miedo, sea de la clase que sea, es siempre una forma de egoísmo. Da lo mismo que sea miedo al dolor físico o miedo al dolor moral. Es estrechez de miras. Es esclavitud. Es estar encadenado a tu propio reflejo.
Martín alzó los ojos hacia Jade con una sombra de desesperación en la mirada. Por primera vez, veía a aquella mujer como una auténtica maestra.
—Es cierto —dijo únicamente—. Ahora me doy cuenta de que mi miedo no es más digno que el de otros. Pero eso no significa que pueda vencerlo…
—Puedes —murmuró Jade—. Ahora llevas puestos unos grilletes, pero la llave para quitártelos está dentro de ti. Y la recompensa no consiste simplemente en ganar un torneo; la recompensa es la libertad… ¡Juzga tú mismo si merece o no la pena!