Capítulo 5

El valor del tiempo

Las palabras de Jade resonaron durante toda la tarde en la mente de Martín. Hasta entonces, había visto a su entrenadora como una mujer valiente y seductora, pero también despiadada. Sabía que tenía mucho que aprender de ella en cuanto a técnicas de lucha y estrategias de juego; sin embargo, nunca había creído que ella tuviese nada que enseñarle en otros aspectos. Y ahora, de repente, se daba cuenta de que, detrás de aquella fachada de vampiresa codiciosa y frívola, Jade ocultaba una profunda sabiduría. Tal vez fuese producto de las enseñanzas que había recibido de su padre… O quizá de las duras experiencias por las que había tenido que pasar. Pero, en todo caso, una cosa estaba clara: aquel día, por primera vez, ella también le había visto a él de una forma diferente. Por algún motivo que Martín no lograba adivinar, su manera de luchar durante el entrenamiento había impresionado a Jade. Por eso, al terminar, le había hablado de aquella forma… dándole una lección que nunca podría olvidar.

Resultaba extraño; pero aquella breve conversación lo había cambiado todo. Hasta entonces, Martín había entrenado sin entusiasmo, únicamente porque sabía que, si no lo hacía, jamás conseguirían entrar en la Ciudad Roja para cumplir la última misión de la llave del tiempo. La lucha con espadas siempre le había gustado; pero, después de lo ocurrido en la torre de la Doble Hélice, cualquier forma de combate le producía una invencible repugnancia. Sin llegar a confesárselo a sí mismo, incluso se permitía el lujo de despreciar todo aquel mundo de los juegos de Arena, y no lograba entender cómo la gente podía perder el tiempo con semejantes tonterías. Admitía que las historias que se contaban en los juegos eran, a veces, sorprendentes y atractivas, pero pensaba que habrían sido mejores si no se hubiesen construido al servicio de un determinado elenco de jugadores dispuestos a sacarse los ojos unos a otros con tal de ganar.

Sin embargo, después de lo que le había dicho Jade, empezaba a ver las cosas de otra manera. Tal vez, detrás de todos aquellos fantásticos decorados y grotescos disfraces, le estuviese esperando algo que realmente merecía la pena, una experiencia que podía transformarle en alguien distinto. En alguien mejor… Antes de su viaje a Marte, esa idea no habría tenido ningún sentido para él. Sabía que no era perfecto, pero, en general, se gustaba a sí mismo, y no sentía ninguna necesidad de cambiar. Pero, ahora… Sí, quería transformarse. Quería liberarse del peso que le atenazaba, del miedo y de la culpa. Y el juego podía ayudarle… Podía enseñarle a vencerse a sí mismo, que era algo mucho más valioso que vencer a los demás.

Después de que su espada se rompiese durante la lucha con Aedh, no había vuelto a intentar conectarse al Tapiz de las Batallas. Lo más probable era que las conexiones con los nanochips de su espada se hubiesen dañado, y que ya no pudiera hacerlo funcionar… Pero, de pronto, sentía la necesidad de intentarlo. Si, pese a los daños, el Tapiz de las Batallas aún podía activarse, estaba seguro de que ahora sabría aprovechar mucho mejor sus lecciones que antes. Durante los entrenamientos con la espada, en Marte, el holograma de Erec de Quíos le había contado algunas cosas acerca de los Caballeros del Silencio que él solo había entendido a medias. Pero, ahora, tal vez podría encontrar en aquellas crípticas máximas de su padre del futuro un nuevo significado… Tenía que comprobarlo. Tenía que volver a conectar el tapiz.

Decidió esperar hasta última hora de la tarde, después de las clases con Clovis y Berenice. Era el único momento del día en el que nadie le controlaba… Por lo general, empleaba ese rato para llamar a Alejandra, pero, esta vez, utilizaría el tiempo de un modo distinto. Le diría a su madre que no le esperase para cenar, para no tener que estar pendiente de la hora. Ahora que había decidido volver a entrenar con su espada, quería probar lo antes posible.

Las clases de la tarde con Berenice se le hicieron desacostumbradamente largas. El tema del día era Octavio Augusto, el primer emperador romano. En otras circunstancias, Martín habría escuchado con interés, porque la Historia Antigua le gustaba mucho. Pero en esta ocasión no lograba concentrarse, y su mente volvía una y otra vez a su conversación con Jade y a su proyecto de entrenar con el tapiz. El hecho de que ni Jacob ni Selene hubieran acudido a clase aquella tarde tampoco le facilitaba las cosas… La ausencia de sus amigos le preocupaba un poco, pese a que Berenice la había justificado diciendo que Selene acababa de recibir nuevos datos de la estación Argos y que Jacob había sido citado para una reunión con el Cónsul. La verdad era que el solo hecho de imaginarse a su compañero teniendo que enfrentarse con aquel elegante y peligroso individuo que representaba la máxima autoridad de Uriel en Titania, resultaba bastante poco tranquilizador. ¿Qué querría el Cónsul de Jacob? ¿Sería algo relacionado con su reciente excursión a Virtualnet y la trampa en la que habían caído? Ninguno de los dos había mencionado a Leo delante de los técnicos del Consulado, pero, aun así, era posible que algo hubiese llegado a sus oídos.

Los que sí habían acudido a la clase de Berenice eran algunos de los miembros del equipo de traducción de Selene. Todos ellos eran adolescentes procedentes de Medusa, y sus padres habían accedido a que participaran en aquella sorprendente iniciativa de Herbert a condición de que eso no interfiriera en sus estudios. Sin embargo, en la práctica se trataba de una pandilla bastante indisciplinada, y raro era el día en que acudían todos a clase. Por lo visto, bajo las órdenes de Selene habían conseguido un mínimo grado de organización en lo relacionado con la labor de traducción del mensaje extraterrestre; pero el resto del tiempo hacían lo que les daba la gana. Al personal de Uriel le habría resultado muy fácil poner coto a aquella anarquía si el Cónsul se lo hubiese ordenado; el problema era que el Cónsul no sentía el menor interés por aquella panda de chiquillos engreídos.

Esa tarde, a Martín le sorprendió ver a Kip en la clase de Berenice, junto con otros compañeros del equipo de traducción. Kip era el más brillante de los traductores, pero también el más independiente. Se pasaba casi todas las tardes conectado a la Red de Juegos o vagabundeando por Titania. Decía que aquella ciudad le fascinaba… algo bastante desconcertante en opinión de Martín, teniendo en cuenta que Kip era ciego.

Al parecer, el muchacho conocía a Selene desde la infancia, y sus padres eran dos renombrados ingenieros de Medusa. Quizá por eso su caso resultaba tan excepcional… En las grandes metrópolis como Iberia Centro, no era raro encontrarse a algunas personas ciegas entre las clases más desfavorecidas, pues no todo el mundo podía pagar las costosas intervenciones quirúrgicas necesarias para resolver su problema. Sin embargo, en las elitistas ciudades de las corporaciones, la ceguera se había erradicado completamente gracias a la amplia gama de neurochips desarrollados para solucionar las distintas afecciones de la retina, la corteza visual o los nervios ópticos.

Pero el caso de Kip era distinto. Sus retinas estaban sanas, al igual que sus nervios ópticos y el resto de los tejidos implicados en el mecanismo de la visión. Su enfermedad se hallaba en otra parte… Se trataba de una ceguera histérica, una dolencia de origen psicológico que ningún médico del mundo podía curar.

Kip padecía el «mal de Thorne», un síndrome que afectaba a algunas personas que habían permanecido demasiado tiempo conectadas a la Red de Juegos. Su cerebro se había acostumbrado de tal modo a recibir las imágenes directamente a través de la rueda neural, que ya no era capaz de procesar la información procedente de los ojos. El resultado era que Kip solo podía ver cuando estaba conectado a Virtualnet. En el mundo real, todo era oscuridad para él, y las imágenes planas que se transmitían habitualmente a través de Internet tampoco conseguían ya hacer reaccionar a sus neuronas. Solo el Universo tridimensional de Virtualnet le devolvía temporalmente la visión. Existían apenas un centenar de casos similares al suyo en todo el mundo, y los expertos que habían abordado la cuestión coincidían en señalar que se trataba de una afección psicológica y no neurológica. Dicho de otro modo, todos sus circuitos neuronales se hallaban en perfecto estado… Pero, por algún motivo, su cerebro se negaba a ver.

La inclusión de Kip en el equipo de traductores procedentes de Medusa había sido una exigencia de Selene para participar en el proyecto. El jefe del equipo central de traducción, Ulpi Keller, un joven físico lleno de arrogancia, se había negado en un principio a contar con él. Kip estaba estudiando matemáticas en la Universidad de Medusa, y, pese a su extraordinaria inteligencia, no parecía que su ayuda pudiese ser de gran utilidad, debido a su minusvalía. Sin embargo, Selene se las había ingeniado para proporcionarle una interfaz de texturas, que traducía las secuencias de ondas enviadas desde la estación Argos a un código de figuras en relieve. Gracias a aquel aparato, Kip podía estudiar los patrones de ondas y ayudar al resto del equipo a convertir aquella información en figuras geométricas tridimensionales. Y, por lo que contaba Selene, era el más rápido de todos sus colaboradores a la hora de procesar los datos que le iban llegando.

A Martín le caía bien Kip. Le encantaba su sentido del humor, y le asombraba su ingenio para conversar inteligentemente acerca de cualquier tema que le planteasen, ya fuese en serio o en broma. Lo único que le desagradaba de él era, quizá, su extraordinario atractivo físico, y lo obsesionado que parecía estar con su aspecto. Llevaba los ojos siempre ocultos tras unas sofisticadas gafas oscuras, pero, de vez en cuando, se quitaba las gafas para que todos pudiesen admirar sus penetrantes ojos grises. Parecía imposible que unos ojos así no funcionasen… Sin embargo, era evidente que Kip disfrutaba de lo lindo con la mezcla de admiración y lástima que su mirada vacía provocaba en las mujeres.

Esa tarde, mientras Berenice hablaba animadamente acerca del enfrentamiento político y militar que habían mantenido Augusto y Marco Antonio, Martín no dejaba de observar las reacciones del joven colaborador de Selene. Apenas hacía nada, pero cada una de las frases que pronunciaba en voz baja era acogida instantáneamente por las dos chicas que le acompañaban con ruidosos cuchicheos de entusiasmo y alguna que otra carcajada. Berenice detenía entonces su explicación para mirar a aquellos díscolos alumnos con severidad, y Kip, adivinando el enfado de su profesora, adoptaba la más inocente de las expresiones. Todo ello habría resultado bastante infantil, de no ser por la depredadora sonrisa que se dibujaba en los labios de Kip cada vez que se acercaba a alguna de las chicas para decirle algo al oído. Como no veía, el muchacho calculaba sistemáticamente mal aquellos acercamientos, y casi siempre terminaba susurrando algo con la boca pegada al cuello o a los labios de su interlocutora. Ellas, por su parte, parecían encantadas… Y la pobre Berenice, suspirando, retomaba su lección, reprochándose interiormente su falta de comprensión hacia la juventud.

Martín había oído hablar con anterioridad de la fama de seductor de Kip, pero era la primera vez que lo veía «en acción». En las raras ocasiones en que acudía a clase, nunca antes se había comportado de aquella manera. La diferencia, esta vez, era que no estaba Selene… Porque, delante de Selene, Kip se olvidaba de todo lo demás, y solo estaba pendiente de ella. Incluso Clovis se había dado cuenta, y le había preguntado si estaba «enamorado». Al parecer, cuando eran niños, él y Selene siempre decían que eran novios, y daba la impresión de que Kip, al reencontrarse con su vieja amiga, había vuelto a sentir algo por la muchacha. Se desvivía por agradarla, la colmaba de atenciones, e incluso de regalos. Todo aquello, en las narices de Jacob… que no daba muestras de sentirse molesto con la situación, sino todo lo contrario. Alguna vez, Martín se había preguntado si Selene no habría hecho venir a Kip para poner celoso a Jacob y, de esa forma, forzarle a recordar lo que ella significaba para él antes de que se viera obligado a activar el programa de borrado de memoria. En todo caso, si realmente había exigido su presencia por ese motivo, la jugada le había salido bastante mal, porque la única que parecía sufrir con la excesiva amabilidad de Kip y la indiferencia de Jacob era la propia Selene.

Cuando la clase terminó, Martín se despidió rápidamente de Kip y de sus dos compañeras para irse directamente a su habitación. No había vuelto a desenrollar el tapiz desde su última sesión con él en Marte… Las manos le temblaban cuando sacó el delicado rollo de tela del cajón inferior de su armario y lo desplegó sobre una de las paredes.

Al contemplar la intrincada trama de motivos florales y escenas de batalla, le pareció aún más hermosa de lo que recordaba. Se trataba de un diseño muy complejo, pero, a la vez, tenía algo de arcaico, una especie de gracia primitiva que evocaba los elegantes arabescos de la antigua arquitectura musulmana.

Después de un instante de vacilación, Martín fue a buscar su espada, que estaba guardada dentro de una de sus maletas. Sosteniéndola con ambas manos como si de una ofrenda se tratara, se acercó de nuevo al tapiz y se sentó en cuclillas ante él. Lentamente, inclinó la cabeza hacia el suelo y posó la espada sobre sus rodillas. Dejó que todo el miedo y la angustia que sentía fluyeran a través de él sin detenerse, recordando las palabras de Jade.

«Si dejas de pensar en ti mismo, dejas de tener miedo —se dijo, sin atreverse todavía a mirar el tapiz—. Pase lo que pase, debo pensar solo en lo que ocurre a mi alrededor, escuchar, olvidarme de lo que estoy sintiendo. Creo que eso es lo que ella intentaba hacerme comprender…».

—Hacía tiempo que te esperaba —oyó que le decía una voz familiar.

Alzó los ojos y sonrió al ver ante sí el holograma de Erec de Quíos, su verdadero padre.

—Lo siento —murmuró—. No me sentía capaz… Sucedió algo terrible en Marte. Maté a Aedh. No deseaba hacerlo… Lo maté con esta misma espada.

La voz se le quebró y una gruesa lágrima rodó por su mejilla. Enterró su rostro entre las manos, pero solo por un instante. Cuando volvió a levantar la cabeza, la expresión de Erec no había cambiado. Después de todo, no era más que un holograma.

—¿Cómo pudiste hacerlo? —preguntó la imagen después de un momento—. ¿Ya has averiguado el nombre de tu espada?

—No, aún no lo conozco. En realidad, no sé cómo ocurrió —confesó Martín—. La espada desapareció y volvió a materializarse entre mis manos sin que yo hiciera nada… Yo no quería matarlo —repitió.

La figura de Erec brillaba con un débil fulgor plateado. A su alrededor, la oscuridad era extrañamente densa, como si el mecanismo del tapiz, de algún modo, estuviese interceptando la luz que entraba por las ventanas.

—¿Qué le ha pasado a tu espada? —preguntó Erec, señalando el arma que Martín sostenía en su regazo—. Algo la ha dañado…

—Fue en ese mismo combate. Al final, cuando la espada regresó a mi mano, vi que tenía la empuñadura rota. No me explico lo que pasó…

El rostro del holograma reflejaba ahora una intensa preocupación.

—¿Qué ocurre? —preguntó Martín—. ¿Es muy grave?

—No lo sé, hijo —contestó lentamente el holograma——. En teoría, las espadas fantasmas son irrompibles… Según la leyenda, solo pueden quebrarse cuando el alma de su poseedor se corrompe. Para un Caballero del Silencio, eso supondría la más terrible de las maldiciones… No pongas esa cara, Martín; no es más que una leyenda —añadió, al ver la expresión asustada del muchacho—. Los ictios no hacemos mucho caso de esas supersticiones… Cuando regreses a casa, volveremos a forjar la empuñadura, y quedará tan perfecta como antes.

—¿Y el mecanismo, se habrá dañado? Quiero decir, el dispositivo que permite a la espada viajar en el tiempo…

—No lo creo. Aunque no conocemos la naturaleza exacta de los nanochips utilizados por Kirssar para hacer viajar la espada, sabemos que se encuentran distribuidos por toda la hoja, y esta no ha sufrido ningún daño. ¿Has vuelto a entrenar con ella después de lo de Aedh?

—No… No me he sentido capaz.

—Entonces, no sabes si todavía funciona…

—Eso es justamente lo que quería comprobar. Si te parece bien, padre, podríamos hacer un intento ahora mismo…

El holograma de Erec miró a su alrededor con el ceño fruncido. La oscuridad que lo rodeaba parecía crecer de segundo en segundo. Ahora, casi llenaba por completo la habitación.

—No, Martín —dijo Erec clavando una sombría mirada en su hijo—. No lo intentes. No sé qué ocurre, pero algo no anda bien… ¿Te has fijado en la negrura que nos rodea?

—Sí. Es un efecto que nunca había visto antes.

—Es algo más que un efecto, Martín. Es como si algo hubiese modificado completamente el generador de entornos del tapiz. La interacción entre tus implantes y los sensores del dispositivo de escucha se ha vuelto más intensa que nunca. Siento que puedo leer cada uno de tus pensamientos… Y hay algo más. Da la impresión de que el tapiz tratase de envolverte en un flujo de información que no consigo descifrar.

—Me estás asustando…

—Probablemente, la melladura del puño de tu espada esté dificultando la conexión. Tiene que ser eso… De todas formas, mi consejo es que no vuelvas a intentar comunicarte conmigo ni con ningún otro maestro a través del tapiz. Sea cual sea la avería, es mejor no arriesgarse, por lo que pueda pasar.

—Pero, justamente ahora, necesito más que nunca que me ayudes…

—¿Por qué?

—La última misión de la llave nos indica que acudamos a la Ciudad Roja de Ki en una fecha determinada. Pero solo hay un modo de entrar en la Ciudad Roja: participando en los Juegos de Arena. Son unos torneos de rol algo anticuados, con escenarios donde se mezcla lo real y lo virtual. Hay que seguir el guión de una historia, interpretar un personaje, buscar un objeto y enfrentarse a los personajes de los otros jugadores. Sobre todo, hay que luchar… Por eso quería que me ayudaras.

—¿Es que no tienes posibilidad de entrenarte con otra espada que no sea la nuestra?

—Sí, eso no es problema. Incluso me han puesto una entrenadora. Es muy buena, se llama Jade. Hoy me he dado cuenta de lo mucho que tengo que aprender de ella. Hasta ahora, creía que me ganaba porque se saltaba las reglas y hacía trampas, pero hoy he comprendido que ese no es el motivo.

—¿Cuál es, entonces? —preguntó el holograma de Erec con interés.

—Pues… No sé cómo explicarlo. Yo creía que no conseguía anticipar sus movimientos porque ella improvisaba, pero no se trata de eso exactamente. No es que improvise, es que está abierta a cualquier posibilidad. No se deja aprisionar por sus miedos, ni por su orgullo, ni por sus estrategias. Se vuelca totalmente en su adversario… Por eso capta cosas que yo no puedo captar.

—Eso que dices tiene sentido. Y el hecho de que te hayas dado cuenta es ya un primer paso para mejorar…

—Ella me dijo hoy que mi problema era el egoísmo. Yo nunca me he considerado egoísta, pero hoy he comprendido que tengo miedo a sufrir, y que eso se debe a que estoy demasiado pendiente de mí mismo.

—Tu maestra ha hablado sabiamente. El egoísmo es el peor de los enemigos del hombre… Antes de ganar ninguna batalla, tenemos que ganar la batalla contra nosotros mismos, contra nuestros miedos y nuestros caprichos.

—Eso es fácil de decir… pero ¿cómo se consigue?

—Lo primero es tomar conciencia de lo que nos ocurre. Ese es el paso que tú acabas de dar. Después… Bueno, hay que aprender a actuar con desapego, aceptando con responsabilidad el resultado de cada una de nuestras acciones, en lugar de lamentarnos eternamente porque podríamos haberlo hecho mejor. Eso se puede aplicar tanto al manejo de la espada como a la vida en general.

—Pero también es importante reflexionar sobre lo que uno hace, aprender a conocerse bien para no caer una y otra vez en los mismos errores —objetó Martín.

—Eso es cierto —admitió Erec—. Sin embargo, la reflexión no debe paralizarnos, sino ayudarnos a actuar de acuerdo con nuestro ser más profundo. No sé si entiendes lo que quiero decir…

—Creo que sí. Tenemos que aprender a conocernos para no hacer nada que sea contrario a nosotros, para no traicionarnos…

—Eso es. Defender nuestra libertad sin egoísmo, y ejercerla con responsabilidad.

—¿Y eso es lo que hace Jade?

—Esa pregunta no puedo contestártela, Martín. Yo no conozco a tu maestra. Pero, si siempre te vence, a pesar de que tú eres más joven y de que tus implantes biónicos hacen que tu cerebro sea muy superior al suyo, debe de ser por algo.

—La verdad es que ya no sé qué intentar. Hoy la tenía prácticamente acorralada… Y, en el último momento, cuando fui a atravesarla con la espada, me di cuenta de que allí no había nadie. Por lo visto, llevaba varios minutos luchando contra una imagen, mientras Jade se reía de mí observándome desde lejos.

El holograma de Erec lanzó una sonora carcajada. —Es un engaño muy burdo… ¿cómo no te diste cuenta?— preguntó.

—No lo sé… Supongo que no me lo esperaba. Las reglas del juego prohíben engañar al adversario con imágenes que te sustituyan, pero Jade se las saltó. La próxima vez, yo haré lo mismo… Tengo que aprender a actuar como los jugadores profesionales, si quiero tener alguna oportunidad de ganarles.

El rostro de Erec se ensombreció.

—En eso te equivocas, Martín —dijo gravemente—. Lo peor que puedes hacer es imitar a tus rivales… Recuerda lo que te dije hace un momento. Tienes que ser tú; asumir tus acciones y responsabilizarte por ellas. Si te empeñas en rehuir tu propia verdad y en buscar las soluciones a tus problemas fuera de ti, solo conseguirás perder el rumbo.

Martín arqueó las cejas, desconcertado.

—Es que no acabo de entenderlo —dijo, después de un breve silencio—. Por un lado, Jade me dice que tengo que dejar de pensar en mí mismo todo el tiempo y actuar con espontaneidad; pero, por otro, tú me regañas por salir de mí mismo e intentar aprender del estilo de lucha de los demás… ¿En qué quedamos?

—En realidad, los dos te estamos diciendo lo mismo, hijo. Si actúas libremente, sin dejarte abrumar por el miedo, nunca escogerás una forma de luchar contraria a tu carácter. El miedo es el que nos hace renunciar a mostrarnos como somos… Y el miedo, como te dijo tu maestra, se vence dándole menos importancia al propio yo, renunciando al egoísmo.

—Entonces, ¿qué me aconsejas que haga?

—Que no imites la forma de luchar de tu rival. Si él hace trampas, no tienes por qué hacerlas tú también. Tienes que observarlo sin miedo, sin compararte con él. Y luego, cuando lo hayas estudiado bien, tienes que dejarte guiar por tu instinto. Sobre todo, es necesario que tu mente esté concentrada en cada estocada o golpe que intentes, y no dándole vueltas a lo que acabas de hacer o a lo que vas a hacer a continuación. Tienes que volcarte en el presente… Recuerda; esa es la primera exigencia de los Caballeros del Silencio.

—Ya. Todo eso está muy bien —dijo Martín con aire pensativo—. Ser espontáneo, ser uno mismo, no tener miedo… Pero ¿qué pasa si resulta que tu rival es mejor que tú? En ese caso, ¿de qué sirve ser uno mismo? Nunca podrás vencerle.

—Entonces, no luches con él —dijo Erec, encogiéndose de hombros—. O lucha, y asume tu derrota. ¿Qué puedo decirte? Por muy bueno que seas, nunca serás el mejor. Antes o después, siempre puede aparecer un rival que te supere… El objetivo no es convertirse en el mejor de todos, sino en ser cada día un poco mejor que el día anterior. Pero, para eso, primero tienes que asumir tus fallos…

—¡Como si fuera tan fácil!

—No he dicho que lo sea. Pero es el único camino para mejorar. Engañarse no sirve de nada. Hay que partir de la verdad, de la verdad de lo que somos; y, a partir de ahí, ir construyendo poco a poco nuestro camino. Es un camino lleno de espinas, pero merece la pena emprenderlo, te lo aseguro. Para nosotros es más fácil… Tenemos nuestros textos, y toda la sabiduría acumulada a lo largo de los siglos por los areteos. Incluso tenemos nuestros rituales de iniciación para guiarnos en esa búsqueda…

—¿Te refieres a esa especie de infierno llamado Eldir? Deimos nos contó algo sobre eso. Un estado mental que hay que atravesar para llegar a la iluminación… Forma parte del ritual que lo convierte a uno en Perfecto.

—Es cierto, pero Eldir no es patrimonio exclusivo de los perfectos. También los Caballeros del Silencio lo conocen… y lo temen; porque Eldir es el lugar de nuestra alma donde nos enfrentamos al miedo y al dolor.

—Entonces, yo también tendré que pasar por ahí antes o después…

—Tú y todo el mundo. El problema es qué hacer una vez que estás allí… Tienes dos opciones: retroceder hacia la infancia y volver a tu vida anterior como si nada hubiese ocurrido, o atreverte a atravesar todo ese sufrimiento y descubrir lo que hay al otro lado. Muchos eligen la primera opción… Es la más cómoda. Después de todo, se puede vivir de espaldas a la verdad, ignorando aquello que no nos gusta, como si no existiera. Pero es una vida angosta y llena de límites… La otra opción es crecer, renunciar a ser un niño y aprender a ser libre.

—Eso es lo que yo quiero —dijo Martín rápidamente—. No quiero ser un niño eternamente. Sería… antinatural.

—Sin embargo, vives en una época en la que casi todos los adultos eligen comportarse como niños. No quieren verdades desagradables, no quieren responsabilidades; solo quieren jugar a que son libres, pero, en realidad, le tienen miedo a la libertad. Y eso es terrible, Martín. Terrible para todos… Porque, si uno renuncia a la verdad y a la libertad, otros deciden por él. Y si todos renuncian… Bueno, entonces, la humanidad camina en línea recta hacia un desastre. Que es lo que hacéis vosotros… Quiero decir, la gente de esa época en la que vives.

—No todos renuncian —murmuró Martín—. Está Diana; quiero decir, Uriel… y no se encuentra sola. Muchas personas creen en ella… Esas personas serán, probablemente, la semilla del movimiento areteico, y, si no fuera por ellas, vosotros no habríais llegado tan lejos.

—No entiendo lo que dices, hijo —repuso el holograma de Erec con una extraña tristeza—. Quizá deberíamos despedirnos… La señal se está debilitando. No recibo bien tu imagen. Algo va mal. No sé que es, pero algo va mal… Cuídate, Martín. Quizá ese extraño mundo en el que vives sea tu Eldir. Intenta resistirlo lo mejor que puedas… Y recuerda que hay alguien esperándote al otro lado.

Martín iba a responder cuando la imagen de Erec desapareció bruscamente, dejándolo sumido en la más completa oscuridad.

Al principio, el muchacho permaneció inmóvil, esperando a que los efectos del tapiz se dispersasen y le permitiesen ver nuevamente los muebles y las ventanas de su habitación. Sin embargo, pasaron varios minutos y la oscuridad seguía siendo igual de densa. Ni siquiera el tapiz se veía ya; era como si se lo hubiera tragado aquella sofocante negrura. De pronto, Martín empezó a sentir miedo. ¿Y si el tapiz se había estropeado definitivamente, y él no encontraba el modo de salir de aquella especie de pozo negro que lo envolvía? El tapiz estaba conectado a la espada, y la espada era, a su vez, una máquina del tiempo… ¿Qué pasaría si se activaba por error y le arrastraba a un agujero de gusano, dejándolo allí atrapado para siempre? Quizá en ese momento ya no estaba en el Consulado de Uriel en Titania, sino en algún punto remoto del hiperespacio, aislado de todo contacto humano. Completamente solo… Una terrible angustia le atenazó la garganta, y, desesperado, empezó a gritar.

Transcurrieron varios minutos que a Martín le parecieron interminables. No podía ver ni oír nada, igual que si estuviese en el interior de una cápsula de aislamiento sensorial. Intentó dar un paso, pero, en ese momento, una intensa sensación de vértigo le hizo perder el equilibrio y caer al suelo. Al derrumbarse tuvo la sensación de que se golpeaba con un objeto, pero, cuando extendió las manos para tocarlo, solo encontró vacío. La cabeza le daba vueltas, y, al cerrar los ojos, la oscuridad se llenó de breves fogonazos de colores que giraban a toda velocidad, provocándole un insoportable mareo. Volvió a gritar, aunque esta vez ni él mismo estaba seguro de haber oído su propio grito. Reprimiendo las ganas de vomitar, se arrastró penosamente por aquel suelo que no veía, hasta que el torbellino de su cabeza le obligó a detenerse.

De pronto, sintió que alguien o algo le tiraba de un brazo, haciéndole bastante daño. Un segundo después, la oscuridad se había esfumado, y se encontró de nuevo en su habitación, bañada por la luz del crepúsculo.

Al principio, lo único que pudo distinguir en medio de aquella luz fue una silueta que le aferraba y le zarandeaba, gritándole. Poco a poco, la imagen fue volviéndose más nítida, y Martín reconoció los rasgos de Jacob, aunque todavía no lograba entender lo que el muchacho le decía.

Aún se sentía mareado, y le dolía mucho la cabeza. Maquinalmente, se llevó una mano a la frente para apartarse los húmedos mechones de cabello que caían sobre ella y sintió un contacto cálido y pegajoso. Al mirarse la mano, descubrió que la tenía llena de sangre.

—¿Qué… qué ha pasado? —farfulló en un tono apenas audible.

—No tengo ni idea —repuso Jacob, inclinándose sobre él con cara de enfado—. Creí que tú podrías explicármelo… ¿Qué demonios hacías? Estabas arrastrándote por el suelo, gritando, con una brecha en la frente…

Martín se sentó en el suelo, confuso.

—Me conecté al tapiz; pero algo andaba mal… El holograma de Erec me dijo que percibía algo extraño, una gran cantidad de información fluyendo hacia mí… Y luego, la conexión se perdió, y me vi atrapado en una oscuridad completa. Creí que, de algún modo, el mecanismo de la espada se había activado y me había arrastrado a un agujero de gusano…

—Pues te aseguro que estabas aquí mismo, retorciéndote en el suelo como un idiota.

—Entonces, todo ha sido una alucinación.

—Quizá el tapiz esté realmente estropeado y haya enviado esas sensaciones a tus implantes. Yo que tú, me lo pensaría dos veces antes de volver a conectarme.

—Sí, Erec me dijo lo mismo, antes de desaparecer.

—¿Crees que es por eso? —preguntó Jacob, señalando a la melladura de la espada.

Martín se encogió de hombros.

—Puede ser. Si alguna vez viajamos al futuro, lo sabremos. Erec me dijo que intentaría arreglarlo… ¿Me oíste gritar?

—Sí… y no —repuso Jacob vacilante—. De pronto, sentí una especie de grito dentro de mí, y supe que estabas aquí y que necesitabas ayuda. Ya sabes, desde que activé el programa de borrado, percibo cosas que antes no percibía… Deberías activarlo tú también. Te sería de gran ayuda en la Arena.

—No quiero hacerlo —dijo Martín, palpándose la frente con gesto de dolor—. No lo necesito. Además, todavía no entiendo bien qué es lo que hace. Cuando lo activaste, la capacidad de tus implantes cerebrales aumentó instantáneamente en muchos aspectos, y también perdiste de golpe la memoria afectiva. Sin embargo, casi no has recordado nada del futuro.

—Creo que empiezo a entender cómo funciona la cosa. La información sobre el futuro que almacenan mis chips solo se descarga cuando «pulsas la tecla adecuada». O sea, cuando tu mente hace una asociación de ideas relacionada con el tema en cuestión… Por ejemplo, cuando alguien me habla de Nara, me vienen a la mente imágenes de Quimera. Es como se llama la ciudad en el futuro… Curioso, ¿verdad?

—Debería curarme esto —dijo Martín, evitando responder a la pregunta—. Debí de golpearme con algo mientras estaba en la oscuridad.

—No necesitas curártelo —le recordó Jacob sonriendo—. La hemorragia se ha detenido, y no puedes coger ninguna infección… Somos inmunes, ¿se te ha olvidado?

Martín arqueó las cejas y se mordió el labio inferior. En aquel momento, sin saber por qué, le habría gustado aplicarse un buen desinfectante en la herida, sentir el escozor y quejarse un poco, como habría hecho cualquier persona normal. Aquello le habría reconfortado… Aún le duraba el susto por lo que acababa de ocurrirle con el tapiz.

—Oye, todavía no estás bien —le dijo Jacob, mirándole con preocupación—. ¿Por qué no te vienes un momento a mi cuarto? Tengo un regalo para ti… Y luego, si te apetece, bajamos a cenar al comedor colectivo.

—Buena idea. A ver si está Selene… Hoy no la he visto en todo el día.

—Yo tampoco —dijo Jacob en tono indiferente—. He estado liado… Y supongo que ella también.

—Al que sí he visto es a Kip —comentó Martín, mirando de reojo a Jacob—. Hoy vino a clase, pero no hizo más que tontear con dos de sus compañeras.

Los dos habían salido ya de la habitación de Martín y caminaban por un pasillo de cristal hacia el dormitorio de Jacob, situado en un módulo vecino.

—Sí, tiene mucho éxito con las chicas —repuso Jacob, distraído.

—¿No te importa?

Martín le había agarrado del brazo, obligándole a detenerse. Pero él se desasió sin brusquedad y continuó avanzando por el pasillo, seguido de cerca por su compañero.

—¿Por qué iba a importarme? —dijo—. Me cae bien. Es un tipo inteligente. Lástima lo de su ceguera.

—¿Te has fijado en cómo se comporta delante de Selene? —insistió Martín—. Yo creo que está loco por ella… Y se pasan el día juntos.

Jacob, sin dejar de caminar, le miró con una leve sonrisa.

—Qué pasa, ¿estás intentando ponerme celoso? —dijo alegremente—. Selene no es una cría. No creo que se derrita cuando él la mire con sus seductores ojos ciegos, francamente. Y, si lo hace… bueno, habrá que respetarla, ¿no?

Habían llegado a la puerta de Jacob, y este la abrió apoyando un dedo en el dispositivo de reconocimiento de huellas dactilares.

—Pasa —le dijo a su compañero—. Está todo un poco revuelto… Hazte un hueco y siéntate donde puedas.

Martín apartó unos cuadernos electrónicos esparcidos sobre la cama y se sentó allí. Luego, echó una ojeada a su alrededor. La habitación era bastante grande, casi tanto como la suya, pero estaba tan atestada de trastos que resultaba prácticamente imposible dar un paso sin tropezar con algo. La mayoría de aquellos objetos eran aparatos electrónicos de última generación que una filial de Prometeo, especialista en discapacitados, modificaba para adaptarlos a las personas sin rueda neural. Martín tenía algunos artilugios similares en su cuarto, pero nunca se había entretenido destripándolos, como, al parecer, había hecho su amigo. También le llamaron la atención unos cuantos libros de papel esparcidos por el suelo, que probablemente le habría prestado Herbert. Curiosamente, en medio de aquel variopinto desorden no se veía ni una sola prenda de ropa. Martín no había mirado nunca en el interior del armario de Jacob, que ocupaba prácticamente una pared entera de la estancia; sin embargo, algo le decía que las prendas de vestir de su amigo estarían perfectamente planchadas y colocadas en sus respectivos cajones.

Jacob rebuscó un momento entre un montón de libros y cuadernos electrónicos apilados sobre una mesa y sacó de entre ellos un paquete envuelto en plástico de regalo.

—Toma —dijo, alargándoselo a Martín—. Lo encontré hace un par de días en la Red, por casualidad, y lo compré. Ha llegado esta mañana… Espero que te guste.

Martín abrió cuidadosamente el dorado plástico reciclable y extrajo un libro de papel con una lujosa cubierta de cuero artificial. Martín acarició con emoción las letras doradas del título: Gramática del pensamiento. Debajo, en una tipografía más pequeña, podía leerse el nombre del autor: «Andrei Lem».

—He oído hablar a mi madre de este libro, aunque no sabía que hubiese ejemplares en papel —murmuró, con los ojos fijos en el nombre de su padre.

—Por lo visto, se trata de una edición conmemorativa. Se tiraron tan solo trescientos ejemplares. Ya ves que me he estado informando.

Martín estaba tan emocionado con aquel inesperado detalle de Jacob, que de buena gana habría corrido a abrazarle. Sin embargo, el gesto negligente de su amigo, como si todo aquello no tuviera la menor importancia, le contuvo.

—Muchas gracias —dijo únicamente—. Te ha debido de costar una fortuna…

—No te creas. Lo he cambiado por una de mis armas virtuales. ¡Es increíble lo que alguien puede llegar a pagar por un objeto que no existe!

En la primera página del libro, a Martín le aguardaba una nueva sorpresa. Debajo del título, había una pegatina interactiva con la firma manuscrita de su padre. Conteniendo a duras penas las lágrimas, Martín apoyó un dedo tembloroso sobre la firma. De inmediato, se activó la grabación que esta contenía, y un diminuto holograma de Andrei Lem apareció flotando ante sus ojos para pronunciar, con su propia voz, una calurosa dedicatoria.

Martín apenas prestó atención al contenido del mensaje. Toda su atención estaba concentrada en el timbre cálido y seguro de la voz de su padre, que llevaba tantos años sin oír. Cuando el holograma se desvaneció, volvió a pulsar la firma, para escuchar de nuevo aquella voz que tanto echaba de menos. Luego, lentamente, cerró el libro y alzó los ojos hacia su amigo.

—Es el mejor regalo que me han hecho nunca —le aseguró—. Yo… No sé cómo darte las gracias.

Jacob hizo una mueca y empezó a juguetear distraídamente con un pequeño panel de dibujo que había cogido de la mesa.

—¿Has oído lo que dice? —preguntó—. Le dedica el libro a Néstor Moebius… Supongo que, cuando le encarcelaron, alguien subastaría sus libros a través de la red, y que desde entonces habrá cambiado varias veces de manos.

Martín recordó el rostro envejecido y triste de Néstor, tal y como le habían visto cuando Leo los llevó hasta él, en la Luna. Aquel libro había estado alguna vez en sus manos. Su padre había grabado para él una dedicatoria especial… Tenía que ser terrible que a uno lo despojaran de todas sus pertenencias para tirarlas a la basura o vendérselas a cualquiera.

—Mi madre se emocionará mucho cuando se lo enseñe —dijo.

—Según Herbert, es un libro magnífico, que recoge lo mejor del trabajo de tu padre. ¿Sabías que él y Moebius crearon para el Instituto Tecnológico de Massachussets un prototipo de conciencia artificial que luego se empleó en la construcción de Leo? ¿No te parece fascinante? Y que a alguien así lo tengan encerrado, sin dejarle trabajar…

Jacob se interrumpió, avergonzado por su falta de tacto. La idea que acababa de formular resultaba demasiado penosa para Martín.

Se quedaron callados un momento, mientras Martín ojeaba distraídamente las páginas del libro de su padre.

—¿Dónde has estado metido todo el día? —preguntó de pronto—. Necesitaba preguntarte una cosa, pero no has dado señales de vida…

—He estado en Virtualnet, con un par de individuos del equipo de conexiones. Querían que los ayudara a encontrar a Ben Sira, pero no ha habido manera. El tipo se ha esfumado, junto con todas sus propiedades en la Red: casas, coches, programas sensibles, todos sus avatares… No ha dejado ni rastro. Es como si nunca hubiera existido. La policía federal también lo está buscando; pero, por lo visto, la identidad real que utilizaba para inscribirse en los torneos de Matriz es falsa, igual que todo lo demás. En resumen, Ben Sira es un maldito fantasma…

—Entonces, ¿crees que Leo nos dijo la verdad?

—Estoy seguro —repuso Jacob, haciéndose un hueco entre los trastos para tumbarse en el suelo—. Ningún humano habría sido capaz de poner en práctica un fraude así.

—Jacob, hay algo que me dijo Leo antes de salir del tugurio aquel y que podría ser importante. No sé por qué, esperó a que tú hubieras abandonado Virtualnet para decírmelo. Era sobre un personaje llamado el Bakú…

Martín se detuvo al ver que el rostro de su amigo se crispaba. Creyó que Jacob iba a decir algo, pero el muchacho permaneció en silencio, mirando al techo.

—¿Sabes quién es? —preguntó Martín, cansado de esperar.

Jacob tardó aún un momento en responder.

—Es un personaje de Yue, ¿no? —dijo por fin—. El Guardián del Laberinto de los Sueños…

—Sí, sí —le interrumpió Martín con impaciencia—. Todo eso ya lo sé, mi madre me lo explicó. Pero no es eso lo que me interesa… Leo me dijo que buscara a ese tal Bakú, que solo él podría ayudarme durante el torneo de Arena. Tiene que ser el avatar de alguien en la Red de Juegos… Pensé que a lo mejor lo conocías.

—Lo siento, no tengo ni idea —repuso Jacob con cierta rigidez.

Martín le miró a los ojos y supo instantáneamente que no le estaba diciendo la verdad.

—Jacob, si sabes algo, tienes que decírmelo —insistió, sin comprender la actitud de su amigo—. Yo confío en Leo, tiene que tener muy buenas razones para haber montado toda esa pantomima en la Red. Está claro que él considera muy importante su mensaje… Y también que, por algún motivo, desconfía de ti.

—No tiene ningún motivo para desconfiar —dijo Jacob, esta vez con un acento de sinceridad que sorprendió a su compañero.

—Entonces, ¿por qué no quiso hablar delante de ti? —preguntó Martín, intentando encajar todas las piezas del puzle.

Jacob se incorporó de un salto y, dándole la espalda a Martín, se puso a contemplar la puesta de sol a través de la ventana.

—Supongo que tendrá miedo de que me ponga a investigar y me meta en algún lío —dijo despacio.

Martín se quedó pensativo un segundo. La explicación de Jacob tenía bastante sentido. Pero, por alguna razón, no acababa de convencerle.

—¿Y tú quién crees que puede ser? —preguntó, yendo hacia él y poniéndole una mano en el hombro.

Jacob se sobresaltó ligeramente.

—No lo sé. Podría ser el avatar de alguno de los otros participantes en los Interanuales. Tu personaje va a ser Ardal, ¿no?

—Sí, ya lo han aceptado.

Jacob asintió.

—Bueno, se supone que Ardal fue al Palacio del Silencio para rescatar a su amada, y, para eso, tendría que atravesar el Laberinto de los Sueños… y encontrarse con el Bakú. Lo que quiero decir es que el Bakú podría ser otro de los personajes elegidos por los guionistas de la Comunidad Virtual para el guión final de los Interanuales.

—Pero, si es otro jugador, ¿qué interés iba a tener en ayudarme? La Arena no es un juego cooperativo…

La lógica del razonamiento de Martín hizo que Jacob se encogiese de hombros.

—¿Y yo qué sé? —dijo, frunciendo el ceño—. También podría ser un programa sensible incluido en la historia por los guionistas del juego…

—¿Un programa sensible de la Comunidad Virtual, ayudando a un jugador en perjuicio de todos los demás? Sería un escándalo…

—Pues no se me ocurre nada más —gruñó Jacob, incómodo—. Pero, si me entero de algo, te lo contaré. Oye, me muero de hambre, y, como sigamos aquí de charla, nos van a cerrar el comedor… ¿Bajamos?

Martín accedió, y los dos muchachos salieron de la habitación para dirigirse a «El Caracol», como llamaban en el Consulado al largo tobogán de cristal que permitía acceder directamente al comedor desde algunos de los módulos superiores.

A esa hora, el comedor tenía un aire mágico, gracias a las decenas de hologramas luminosos que hacían las veces de lámparas. La mayoría de los hologramas representaban farolillos chinos con una vela dentro. Al fondo de la estancia, detrás de un piano de cola transparente, había un holograma más grande que los otros que evocaba la imagen de un río en el que flotaban cientos de diminutas lamparitas de aceite.

Había tan solo media docena de mesas ocupadas. En una de ellas, muy cerca del piano, se encontraba Selene cenando con Kip.

Martín vaciló un instante y luego siguió a Jacob, que ya se encaminaba hacia la mesa de Selene con expresión amigable. Kip no advirtió la llegada de los dos muchachos hasta que una violenta palmada en el hombro le hizo estremecerse. Selene clavó en Jacob una mirada de reproche; no estaba bien asustar a un ciego de esa manera. Pero Jacob no se dio por enterado.

—¿Qué hay hoy para cenar? —preguntó alegremente—. ¿Cristal de algas con anémonas, espuma de arroz con caramelos de gamba, sombra de calamar? Me encanta la Nueva Cocina Japonesa, de verdad. Y Kodansha, el chef del Consulado, es una auténtica maravilla.

—Puedes elegir entre tallarines con setas y gambas o tallarines con setas y tejido de pollo —dijo Selene, sin esbozar ni una leve sonrisa—. Eso, de primero. De segundo hay hamburguesas de soja con salmón. Ah, y por cierto, buenas tardes… Hola, Martín —añadió, suavizando un poco el tono.

—Perdonad, no queríamos interrumpiros —balbuceó Martín, mirando a Kip.

—No interrumpís nada —repuso este amablemente—. En realidad, ya habíamos terminado. Y yo tengo un poco de prisa… He solicitado una conexión a la Red para las nueve, y ya casi es la hora.

—Entonces, ¿te vas? —preguntó Jacob, con una inocencia tan falsa que tenía algo de insolente—. Vaya, qué pena…

—Lo siento, Jacob —dijo Kip, levantándose y dejando a un lado la servilleta—. Ya nos veremos otro día. Selene, cielo… —añadió, estampándole un rápido beso en la mejilla a la muchacha, con una precisión que a Martín le pareció sorprendente, teniendo en cuenta que se trataba de un ciego—. Cuídate mucho, ¿vale? Prométeme que dormirás bien… Trabaja demasiado —explicó, dirigiéndose a los chicos mientras acariciaba un par de veces el pelo de la muchacha—. Tenéis que convencer a esta preciosa mujer de que necesita tomarse un respiro… A ver si a vosotros os hace caso. ¡A mí no quiere escucharme!

Selene apretó la mano de Kip a modo de despedida, y le observó alejarse con las mejillas encendidas.

—¡Vaya, vaya! ¡Así que ahora eres «esta preciosa mujer»! —exclamó Jacob admirado—. Ese tipo no se anda por las ramas…

—Bueno, ¿y qué? —gruñó Selene, malhumorada—. Él, por lo menos, sabe lo que quiere. Se pasa un poco, es verdad, pero sin malicia.

—¿Estás segura? —preguntó Jacob con una gran sonrisa—. Es un seductor, todo el mundo lo dice…

—Oye, ¿se puede saber qué es lo que te hace tanta gracia? —estalló Selene, desconcertada—. Parece que estás deseando que me líe con Kip…

—No es eso —dijo Jacob, dejando de sonreír—. Solo estaba bromeando. No quería que te sintieras incómoda por mí.

—¿Y por qué iba a sentirme incómoda por ti? —dijo Selene, echando chispas por los ojos—. No contestas a mis llamadas, te pasas días enteros sin dar señales de vida, y, cuando nos vemos, te dedicas a decir estupideces sobre Kip y sobre mí, como si eso fuese lo más divertido del mundo… Está claro que te importa muy poco lo que yo haga o deje de hacer, así que tranquilo, no pienso volver a sentirme incómoda por ti nunca más.

Mientras escuchaba a la muchacha, Jacob no dejaba de mirarla con los ojos muy abiertos.

—Pero ¿por qué te enfadas? —preguntó sorprendido cuando ella terminó.

Martín suspiró, exasperado. Lo peor de todo era que el asombro de su amigo, esta vez, no tenía nada de fingido.

—Oye, Jacob, ella tiene razón, ¿vale? —dijo, cruzando una mirada de complicidad con Selene—. A veces te portas como un auténtico idiota… Sabemos que el programa de borrado de memoria te ha… bueno, te ha hecho olvidar algunas cosas. Pero esa no es razón para que tú te comportes como un salvaje.

—Ya se comportaba así antes de lo del programa —afirmó Selene resentida—. Eso no es ninguna novedad… Pero antes, por lo menos, se comportaba como un salvaje inteligente, y sabía cuándo tenía que parar. En cambio ahora…

Se detuvo al ver la expresión de desamparo de Jacob. Parecía un niño que está siendo regañado sin comprender qué es lo que ha hecho mal.

—Lo siento —añadió Selene en un susurro.

Ni ella misma sabía por qué se disculpaba. Solo sabía que intentar comunicarse con Jacob se había vuelto, en los últimos tiempos, una tarea tan difícil como tratar de hablar con alguien que no entiende tu idioma. El lenguaje de los sentimientos se había vuelto incomprensible para él… Ambos seguían siendo los mismos, pero sus mentes se encontraban separadas de pronto por un abismo de mil años.

El robot de servicio acudió para anotar el pedido y regresó a los pocos minutos con los tallarines y las hamburguesas para los chicos. Mientras comían, Selene se dedicó a terminarse su refresco de jamón y queso y a jugar distraídamente con una pajita.

—¿Qué tal va la traducción del mensaje? —preguntó Martín, intentando reanimar la conversación—. ¿Ya sabéis de qué se trata?

Selene lo miró con aire ausente.

—Son los planos de algo, una máquina de algún tipo. Eso es lo único que sabemos, por el momento. Pero no tenemos ni idea de para qué sirve… Algunas piezas parecen reactores de antimateria, aunque con un diseño muy sofisticado. Y hay algo que recuerda bastante a un generador de gravedad artificial… pero puede que en realidad se trate de otra cosa enteramente distinta. Lo increíble es la perfección con que todas las piezas del puzle encajan unas con otras. No existe ningún diseño comparable en la Tierra. Si alguna vez se construye, será algo magnífico.

—¿Qué aspecto tendrá? —preguntó Martín, mirando de reojo a Jacob, que continuaba sumido en un obstinado silencio.

—Todavía falta mucho para saber cómo será su aspecto final —contestó Selene—. Pero sí sabemos una cosa: Tendrá unas proporciones descomunales. Es algo tan enorme, que habrá que construirlo en el espacio. No sé, quizá sea una especie de nave… O algún tipo de estación orbital.

Continuaron comiendo en silencio. Jacob miraba de cuando en cuando a Selene, esperando a que ella le dirigiera la palabra. Pero Selene se sentía cansada y deprimida… No se le ocurría nada conciliador ni amable que decir.

De pronto, llegó a sus oídos una extraña música procedente de la terraza. Era una voz áspera que, acompañándose de una guitarra eléctrica, desgranaba una hermosa y melancólica canción. Los tres muchachos reconocieron al instante el timbre profundo y ronco de la voz de Detroit, interpretando una de aquellas antiguas baladas de su tribu.

Sin pensar en lo que hacía, Jacob se puso en pie y caminó como en sueños hacia la puerta de la terraza. Martín y Selene se miraron sin decir palabra y luego, apartando con suavidad sus sillas para no hacer ruido, lo siguieron.

Al otro lado de la puerta de cristal, la terraza se proyectaba sobre el azul profundo del cielo bañado por la luna. Los chicos caminaron hasta la barandilla transparente, sintiendo en sus caras la brisa del océano. Por encima del rumor lejano de las olas, la voz de Detroit les llegaba con nitidez, segura y poderosa, pero también extrañamente triste. Lo vieron sentado en las escaleras de un jardín situado en el piso inferior, de espaldas al mar. Tenía la cabeza inclinada y los ojos fijos en sus dedos, que se movían diestramente sobre las cuerdas de la guitarra. El viento agitaba sus largos cabellos rubios…

La canción hablaba de un hombre que habría querido ser un pescador para navegar por los mares, lejos de la tierra firme y de sus amargos recuerdos, con el cielo estrellado sobre su cabeza y la mujer a la que amaba entre sus brazos. Terminaba diciendo que un día rompería las cadenas que lo ataban y tomaría las riendas de su propio destino. Los tres escucharon la hermosa voz de Detroit con los ojos fijos en el horizonte marino, sintiéndose mágicamente unidos por la antigua belleza de aquella música. De pronto, Selene notó la mano de Jacob sobre la suya, fría y suave, extrañamente firme.

Entonces, la vista se le nubló, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.