Treinta y uno
Viola
Es medianoche y la cafetería ha cerrado ya hace casi una hora. Todos se han ido a casa, algunos a casa de amigos y otros, de fiesta. Lawrence y yo nos sentamos en su invernadero, cada uno tumbado en un sofá de cuadros escoceses, mirando la televisión a través del reflejo del techo de cristal.
—Voy a buscar una bebida. ¿Quieres algo? —pregunto y estiro mis brazos por encima de la cabeza.
Lawrence, que todavía huele mucho a café y a vainilla, niega con la cabeza.
Mi mano vaga por la nevera hasta que da con una lata de refresco. Estoy a punto de abrirla, cuando oigo la voz de Lawrence, amortiguada por la distancia y el sonido del televisor. Suspiro. La madre de Lawrence se ha estado aferrando al hecho de que a su hijo se le pasará «lo de ser gay» y volverá conmigo. Casi cada vez que voy a su casa, acorrala a Lawrence para preguntarle por nuestro «futuro». Tendré que ir a rescatarlo de nuevo.
Me detengo en el pasillo que lleva al invernadero y espero una pausa en su conversación para que la interrupción no sea tan brusca.
—¿Cómo sabes que no se acordará de ti cuando te vea? —pregunta Lawrence en un fuerte susurro.
Me esfuerzo por oír la respuesta, pero no distingo otro interlocutor.
—¡Ya llevas casi una semana en la Tierra! Nunca lo sabrás si no te arriesgas y te muestras ante ella. Por cierto, no me gustas nada con ese uniforme…
Nadie contesta.
—Lo único que digo es…
—¿Con quién estás hablando? —pregunto, una vez he decidido que es imposible que la madre de Lawrence esté allí, pues ella habla demasiado fuerte para que no la haya oído las dos veces.
Me apoyo en el umbral del invernadero, con las cejas levantadas.
Lawrence se sienta enseguida y parece un animal enfocado por los faros de un coche.
—Conmigo mismo —responde—. Estoy ensayando unas frases para una obra que el grupo de teatro hará más adelante este año.
—¿Qué obra? —pregunto.
—No importa —contesta Lawrence y suspira.
—¿Qué? Sólo era una pregunta. Vaya. Tranquilízate.
—No, no quería ponerme así contigo. Es que… no sé. Pero da igual.
—Ummm…vale —digo.
Me doy cuenta de que me he dejado la bebida en la cocina y le lanzo a Lawrence una mirada de recelo cuando voy a por ella. Creo que necesita dejar de tomar expresos después de cerrar la cafetería.
—Viola.
Me detengo. La voz que ha pronunciado mi nombre no es la de Lawrence. Me doy la vuelta.
Un chico de piel dorada está de pie junto al sofá en el que está sentado Lawrence. Tiene el pelo rizado y negro, tan oscuro que me recuerda al cielo nocturno, y lleva una túnica azul marino con una «I» con florituras bordada sobre la parte izquierda del pecho. Con una mano sujeta un ramo de rosas, cada una de un color diferente: rojo, azul fuerte, melocotón, coral, amarillo, lavanda e incluso hay algunos colores que no sabía que pudieran tener las rosas. Lawrence le dedica al chico una sonrisita antes de ponerse de pie a su lado.
¿Cuándo ha entrado?
El chico deja las rosas sobre la mesa. Las ha estado sujetando tan fuerte que las hojas de la parte de abajo están aplastadas.
—¿Lawrence? ¿No me vas a presentar? —pregunto.
La manera que tiene el chico de mirarme, con esos ojos oscuros y firmes, es un poco perturbadora. Los desconocidos no deberían mirar de esa forma. El chico se acerca un paso a mí y yo retrocedo también un paso. Me pone algo nerviosa, pero es más un cosquilleo que miedo.
—¿No lo conoces? —pregunta Lawrence con cautela—. Míralo otra vez.
¿Adónde quiere ir a parar? Observo al chico un rato más. Hay algo dulce en sus ojos, algo que me haría sonreír si no estuviera tan confundida con todo esto. Aunque de una cosa estoy segura: no lo conozco.
—¿Te has vuelto loco? —le pregunto a Lawrence y me obligo a apartar la mirada del desconocido.
—Mira, sé que es raro, pero escucha, ¿vale? —continúa Lawrence—. Piensa. Esfuérzate, Vi. Piensa en los cuadros, en cuando salías con Aaron, cuando fuimos a la feria y… jugamos con las nubes. ¿Estás segura de que no conoces a este tío?
Muy bien. Intento concentrarme en las palabras de Lawrence. Cuadros, Aaron, ferias, aquel juego con las nubes… Nada tiene que ver con este chico, que ahora me mira tan fijamente que cruzo los brazos sobre el pecho de manera protectora.
—No —contesto cuando estoy totalmente segura de que la cara de este chico no existe en mi memoria.
—Estás segura.
—Sí.
—No pasa nada —me dice el chico e interrumpe a Lawrence que niega con la cabeza y suspira. El chico me mira y señala las rosas que hay en el borde de la mesa—. Son para ti. Sólo las… he dejado aquí —dice y las toca con cuidado.
Deja la mano sobre ellas un momento, con las yemas de los dedos apoyadas sobre una rosa azul. Hay una expresión firme en su rostro, como si estuviera obligándose a seguir impasible. El chico retrocede y se da la vuelta para marcharse del invernadero por la puerta que está más lejos de mí.
—¡Espera, dime quién eres! —grito detrás de él ¿Por qué tanto secreto?—. No sé por qué es tan difícil. ¡Exijo una respuesta clara!
Alzo mis manos al aire y me doy la vuelta para volver a la cocina con un suspiro. Hombres.
Oigo cómo el chico respira hondo y luego ríe con desgana mientras me dirijo hacia el pasillo.
—Como desees —murmura.
Me doy la vuelta.
Eso me suena. Lo he oído antes.
Regreso a la puerta del invernadero. El chico aún está de pie al otro lado de la habitación. Miro a Lawrence, que me está mirando fijamente, con una chispa de esperanza en los ojos.
—Eso me suena —digo—. Me suena, pero tú no. Aunque me es familiar. —Entro en el invernadero, y el aroma de miel y especias flota a mi alrededor—. Conozco todo esto —murmullo.
Algo raro está pasando. Es como si Lawrence y el desconocido hubieran desenterrado recuerdos que estaban ocultos, tapados con un velo, como la sensación que deja un sueño. Cuanto más me esfuerzo por acordarme, más se me escapa el recuerdo.
—Conozco… —Me tiembla la voz un poco por la confusión. Los ojos de Lawrence van de mí al chico—. Conozco… Caliban. Algo llamado Caliban. ¿Caliban? ¿Qué es un Caliban? ¿Por qué no me acuerdo…?
—Sí —dice el chico con la voz entrecortada y se acerca unos pasos a mí.
—Y… —Algo más. Hay algo más. ¿Qué es?—. Y… la feria. Y yo y Lawrence, la hoguera que hicimos hace unas semanas. Creo que estabas allí…
—Sí.
Da otro paso y yo me quedo en mi sitio.
—Y… —dudo.
—Hay más —dice el chico.
—Eso es todo lo que recuerdo —contesto, negando con la cabeza.
Bajo la vista hacia el ramo de rosas que sigue sobre el filo de la mesa. Cuando alzo los ojos para mirar otra vez al chico, me está mirando con una intensidad increíble. Tiene unos ojos extraños, casi como los de un animal, tal vez los de un ciervo o un lobo. Extiende una mano hacia mí, con la palma abierta.
—Es todo lo que recuerdo —repito, pero mi voz ahora es un susurro.
Hay más, sé que hay más, pero no lo veo. Miro la mano del chico y me doy cuenta de que, sin pretenderlo, estoy levantando mi propia mano. El joven observa con ansia mis dedos mientras acerca los suyos. No lo conozco.
Mi mano entra en contacto con la suya. Rodea mis dedos con los suyos y se acerca un paso más. ¿Por qué estoy haciendo esto? No lo conozco. Me mira a los ojos como si estuviera leyendo algo detrás de mis iris y me coge de la otra mano.
Niego con la cabeza. No lo conozco. Pero sus ojos son profundos, su piel suave…
—Viola —dice con una voz tan baja que apenas le oigo.
Respiro hondo.
—Genio.
La palabra sale de mis labios como un susurro esperanzador. «Genio». Lo conozco, conozco todo esto.
«Me acuerdo». Los sentimientos y los recuerdos asaltan mi mente, de forma tan brillante y abrumadora que apenas puedo respirar.
Jadeo en busca de aire.
—Genio —repito, aunque esta vez en tono suplicante.
La expresión de preocupación de Genio desaparece y me rodea con sus brazos. Hundo la cara en la seda de su uniforme de ifrit y Lawrence suspira, satisfecho, cuando Genio me pasa una mano por el pelo y me río porque si no lo hago, lloraré.
Pasa un rato antes de que pueda volver a hablar.
—Te había olvidado —digo con la respiración entrecortada.
—No, no lo hiciste. Sólo se ocultó el recuerdo. La magia no puede borrar los recuerdos, sólo los… esconde. A menos que haya algo tan fuerte como para desvelar la verdad.
Asiento, pero sólo puedo sacar una frase de mis labios:
—Has vuelto.
Le miro a los ojos, muy consciente de que he sonado como una niña pequeña, pero no me importa.
Genio sonríe y niega con la cabeza, luego me acaricia la mejilla con dulzura. Me mira a los ojos por un instante y luego se vuelve hacia el filo de la mesa.
—Te iba a traer rosas de color rosa claro que significa admiración, amistad, romanticismo.
—Siempre he querido que alguien me regale flores —digo, aunque eso por supuesto él ya lo sabía—. ¿Y por qué me has traído rosas de todos los colores?
Genio se sonroja tanto que lo noto a pesar de su piel morena. Mira al techo.
—Porque… —Vuelve a mirarme a los ojos—. Porque tú eres más para mí que lo que pueda expresar un solo color de una rosa. Eres la pieza que me falta, Viola. Te quiero.
Se me hincha el corazón. Inhalo y tiro de él para acercármelo tanto que noto su aliento en mi cara.
—Creía que los genios no se enamoraban —murmuro, incapaz de contener una sonrisa.
Él se ríe un poco y le brillan los ojos.
—Pues yo sí.
Y entonces nos besamos, el uno en los brazos del otro, mientras sobre el techo del invernadero las estrellas resplandecen en la noche.