Cuatro
Genio
Observo a Viola mientras abre los paquetes de comida que agradezco que no existan en Caliban. ¿Cómo pueden haber tantos platos precocinados? No me extraña que estos humanos envejezcan. Si consumes productos como esos, seguro que pierdes cinco años de tu vida al instante.
He gastado otro día más de mi existencia, sin ni siquiera una insinuación de que Viola vaya a pedir un deseo dentro de poco. Soy un genio bueno. Concedo deseos sin jugar con las palabras, no engaño a los amos. No me complico. Intento darles lo que realmente quieren. Y esta es mi recompensa, aquí estoy, sentado en la cocina de mi ama, porque ella ha decidido que le «horroriza» no saber dónde estoy.
Mortales.
—¿Tú comes?
La miro por encima del hombro. Ha vuelto a cambiar, su piel está ligeramente distinta y sus uñas un poquitín más largas. Recorro la habitación con la vista para ver con quién está hablando, pero no hay nadie.
—¿Sí? ¿No? ¿Genio? —pregunta.
—¿Me hablas a mí?
Asiente.
—Que si comes. Ya sabes, comida. ¿Quieres que te haga un panini mientras me preparo uno para mí?
—Eeeh… No. Bueno, sí que como en Caliban. Y también duermo. Pero… aquí no.
Nunca había oído que un amo se ofreciera a cocinar para su genio. No se hacen esas cosas. ¿Significa romper la primera norma sobre el respeto al amo? No estoy seguro… Debería empezar a llevar encima la Guía de Bolsillo del Protocolo para Genios. ¿En cuántos líos me había metido ya? Los Ancianos no eran conocidos precisamente por su indulgencia. Me pregunto si está mal que me llame Genio. Tengo que reconocer que es más agradable que oír «¡Eh, tú!».
Se encoge de hombros y pasa tan campante por mi lado hacia el salón, con la «comida» y una lata para beber en la mano. La sigo en vez de esperar a que me lo ordene, como suelo hacer, pero como casi nunca me da órdenes, me he acostumbrado a suponer lo que quiere. Se tira en el sofá y coge un bloc de notas de la mesa de centro. Yo me siento en un viejo sillón al otro lado de la habitación y pongo una mueca de asco al oler la piel envejecida. Todo lo que hay aquí me recuerda al tiempo. Se queda mirando al papel, inexpresiva. Ser mortal debe de ser aburridísimo.
—Tengo que preparar un discurso para la exposición de la semana que viene —dice y levanta la vista para mirarme—. Tenemos que hablar sobre nuestros cuadros. ¿No te parece una estupidez? Los cuadros precisamente dicen lo que tú no quieres expresar en voz alta.
—Yo creía que los cuadros servían para ser apasionado —contesto y me reclino cuando Viola vuelve a cambiar. Su pelo es un poco más largo, quizás, o sus ojos un poco más oscuros. Me cuesta decirlo con exactitud.
Se ríe con tanta tranquilidad que me asusta. Los amos no… se ríen de las cosas que digo. Piden deseos, yo se los concedo y luego me voy a casa.
—Ten —dice y me tira el mando a distancia del televisor.
—Ummm, gracias.
Y sobre todo, los amos no invitan a los genios a ver la televisión con ellos.
Divago mientras le doy al botón de encendido, los recuerdos de Caliban fluyen por mi mente. La mayoría son de mí sentado en mi apartamento, contemplando las calles bordeadas de flores y la ciudad verde y plateada que hay más abajo, mitad metrópolis, mitad jardín pero brillante y resplandeciente. Mi apartamento era pequeño, pero tenía un buen balcón que daba a la ciudad destellante y a las montañas del horizonte; no tenía nada que ver con los pisos estrechos, con olor a cerrado, que he visto en este mundo. Cierro los ojos y recuerdo cuando caminaba por los parques de jacintos y bocas de dragón en flor, cuando comía verduras al curry y arroz jazmín, mirando las luces del cielo…
Suspiro. Tengo que dejar de entretenerme pensando en mi hogar. Lo único que consigo es sentirme peor. Abro los ojos y miro la televisión. Un rostro familiar aparece en la pantalla.
—¡Oye, yo conozco a ese! Es uno de mis antiguos amos.
Viola levanta la vista del papel.
—El tipo del abrigo largo. Sabía muy bien los deseos que quería pedir. Volví a Caliban en veinte minutos.
No me acuerdo de su nombre. De hecho, ahora que lo pienso, nunca he sabido el nombre de ningún amo hasta ahora.
Viola abre los ojos de par en par y mira la pantalla parpadeando.
—¿Keanu Reeves? —pregunta, llena de asombro.
Asiento.
—¿Qué pidió?
—¿No es evidente? —digo, señalando con una mano la pantalla—. Fama.
—¿Por eso es famoso? ¿Por un deseo?
—¿No has visto sus películas? No habrás pensado que la consiguió por sus aptitudes de interpretación, ¿no? Concedo deseos, no hago milagros.
Viola vuelve a mirar la pantalla, con los ojos entrecerrados por el sobrecogimiento.
—Supongo que tiene sentido —dice en voz baja mientras mi antiguo amo actúa bastante mal—. Guau.
—Intenté convencerle de que deseara ser un buen actor en vez de desear ser un actor famoso, pero me contestó que los buenos actores no siempre se hacían famosos —añadí.
Viola cambia otra vez.
—¿Qué otros deseos has concedido?
Su pregunta directa tira de mí, pero no es muy fuerte; sólo me está preguntando, no exige una respuesta.
«Un cambio muy bueno que suelen tener los amos», pienso antes de responder:
—La mayoría de veces son cosas normales. Dinero, éxito, amor… Una vez una mujer me pidió que le devolviera la vida a su perro. Fue un deseo interesante, un tanto raro, pero la hizo muy feliz. No debería estar contándote esto. Creo que rompe la primera norma. Pero, oye, a lo mejor si te desvelo sus deseos, te doy alguna idea.
—¿Le devolviste la vida a un perro? —pregunta Viola—. Ese… ese es un deseo maravilloso.
—Supongo.
Finjo que para mí no tiene importancia, pero en realidad también fue uno de mis deseos preferidos.
—Entonces, ¿no hay nada que no puedas conceder? ¿No hay reglas? —pregunta Viola.
Me encojo de hombros.
—Más o menos. Bueno, no, supongo que hay unas pocas. No puedo conceder deseos que pidan más deseos. ¡Ah! Y no puedo convertirte en sirena.
—Ummm… ¿Qué? —exclama Viola, con las cejas levantadas y una sonrisita.
—Hace unos años tuve un ama que era adiestradora de delfines o de ballenas o algo por el estilo. Total, que quería que la convirtiera en sirena.
—¿Y esos Ancianos de los que hablas todo el rato tienen normas estrictas sobre no transformar a nadie en sirena?
—No, pero no puedo cambiar lo que es una persona solo cómo es esa persona, si es que tiene sentido.
—Ah. ¿Se puso triste cuando no pudiste hacerlo?
—¿Mi ama? —pregunto, sorprendido—. Me imagino. Creo que lloró. No lo sé muy bien… —se me apaga la voz, pues me siento avergonzado de no tener una respuesta para Viola.
Me sonríe y los ojos se le llenan de una dulce tristeza cuando el cabello le cae delante de su cara. Me atrapa por un segundo y casi se me escapa el deseo que pasa por su mirada. Apenas puedo verlo, es algo profundo, algo que no me ha dicho, algo que me da la impresión de que no se lo ha contado a nadie. ¿Por qué no puedo mirar en su interior?
—¿Qué pasa? —pregunto. Se me suele dar muy bien saber lo que quieren los mortales…
Viola aprieta los labios y evita mirarme a los ojos.
—Yo no tengo deseos como esos. Bueno, sé lo que quiero desear: pertenecer a algún sitio, formar parte de algo, con alguien. Pero sólo quiero eso para poder… sentirme completa de nuevo, en vez de destrozada como estoy tras la pérdida de Lawrence…
—Aún es tu amigo, no le has per…
—Sí —me interrumpe—, sí que le he perdido. Sigue ahí en cierto modo, pero… He perdido algo. Una parte de mí se rompió cuando me di cuenta de que ya no me quería, de que ya no podía quererle como antes. Pero no puedo pedir un deseo para volver a sentirme completa. Me has dicho que no dura, que desear ser feliz nunca dura. Así que lo que me haría sentir completa es formar parte de algo en vez de ser invisible, pero no quiero desear eso. No puede ser que sea tan patética para desear una cosa así. —Su voz se apaga—. No sé qué hacer.
Me río. No quiero, pero no puedo evitarlo. No me extraña que no pueda saber lo que quiere, puesto que no es un auténtico deseo.
Los ojos de Viola brillan de ira.
—Me alegro de que te haga gracia.
Suelto otra carcajada.
—Bueno, es que es imposible ser una persona rota o completa. No eres más que una persona. Sólo puedes existir, sólo formas parte de ti misma, tú eres la única responsable de tu felicidad o de formar parte de algo o de lo que sea. Ese sentimiento de estar rota o completa no es más que un truco de la mente mortal. Los tres deseos no te harán sentir más completa de lo que eres ahora. Al menos no por mucho tiempo.
Espero que me responda y me eche la bronca como siempre. Pero, en cambio, baja la vista hacia el suelo y se le empañan los ojos porque se siente herida y avergonzada. Vuelve a su papel.
Me encojo.
Sólo es una mortal. No debería sentirme culpable por una mortal. Es culpa suya tener un falso deseo. Pero pasamos mucho rato en silencio y se me empieza a hacer un nudo en el estómago. Muy bien.
—No me he reído de ti —mascullo.
«Ya está. ¿Contenta?».
No alza la vista.
—No te enfades. Tengo que decírtelo, eres muy fuerte, ¿sabes? La mayoría ya hubiera pedido el deseo de formar parte de algo. Lo único que digo es que aunque lo desees, no te sentirás diferente a menos que encuentres lo que te haga… formar parte de algo.
—No me entiendes —dice con una intensidad que no había oído antes—. Puede que te pegues todo el día por Caliban sin hacer nada, rodeado de gente perfecta y completa y… Por cierto, ¿qué haces allí? ¿Cómo voy a esperar que lo entiendas?
Niega con la cabeza.
Viola no se da cuenta de que me ha hecho dos preguntas directas. Para ser sincero, podría evitar responder a las dos; en realidad ella no espera respuestas, por lo que no me siento obligado. Aun así, pongo los ojos en blanco y contesto aunque preferiría no hacerlo, pero quizá me haga sentir menos culpable.
—¿Tus padres han salido a celebrar su aniversario? —pregunto con nerviosismo y me doy la vuelta para mirar fijamente la película.
La pregunta capta la atención de Viola. Levanta la vista y asiente, mientras yo intento concentrarme en Keanu, que ahora está doblando cucharas en la televisión.
Esto es muy embarazoso. Tal vez no debería obsesionarme tanto con la culpa.
—¿Le ha regalado flores? —Miro por encima de ella. Asiente y el deseo de que alguien le traiga flores pasa como una flecha por delante de sus ojos. Como de costumbre, no expresa el deseo en voz alta. Orgullo humano. Contengo las ganas de poner los ojos en blanco y sigo hablando—. ¿De qué clase?
—Rosas. Estaban sobre la encimera cuando llegué a casa justo antes de… llamarte.
—¿De qué color? —pregunto.
—Rosa claro, creo.
Bajo la vista hacia mis manos al contestar.
—Rosa claro. Eso es… Gentileza, admiración y gracia. A no ser que fueran rosa pastel, porque ese color significa amistad. Y si fueran más coral que rosa, entonces es deseo. Eso es lo que «hago todo el día» en Caliban. Reparto ramos de la floristería.
Espero a que se ría de mí, como hacen la mayoría de genios.
Pero en su lugar, pasamos varios instantes en silencio. Al final levanto la cabeza y veo que Viola me está mirando fijamente, con una expresión de perplejidad en el rostro.
—¿Eres el chico de las flores? —pregunta y las comisuras de sus labios se mueven para formar una sonrisa mal disimulada.
—Soy un repartidor de ramos. ¡Olvídalo, no debería haber dicho nada! —gruño.
Esto es lo que se recibe cuando se tienen conversaciones con el amo.
—No, no te enfades —dice, pero aún queda una ligera risa en su garganta. Es una risa profunda, distinta a la llena de vida que le sale cuando se ríe con la gente del instituto. Su cara resplandece de diversión—. No quería decir eso. Es que no me esperaba que hicieras algo así. ¿Por qué eres repartidor de ramos? ¿Pagan bien?
Apoyo la cabeza en mi mano. No debería haber intentado explicárselo. Quiere una respuesta a toda costa y aunque trate de ignorarla, las preguntas tiran de mí hasta que la sensación es demasiado fuerte para soportarla.
—No, no está bien pagado. De hecho, ni siquiera me pagan. No trabajamos por dinero, trabajamos porque nos gustan nuestros trabajos. Me gusta porque… —Pongo una mueca y suspiro—. Los genios no se enamoran ni se atacan como los humanos. Somos inmortales en Caliban, así que enamorarse eternamente es… poco realista. Pero cuando se reciben flores, nada importa. Es el único momento en el que no les importa que el genio que envía las flores sea sustituido por otro amante a la semana siguiente. Es… diferente. Es el instante en el que alguien no es otro genio elegido al azar, sino algo especial para alguien. Por eso me gusta ser el que reparte las flores, para verlo, eso es todo.
Espero un segundo antes de mirarla a los ojos, pero cuando lo hago, ya no se ríe tanto, sino que esboza una ligera sonrisa en sus labios.
—Es muy bonito —dice—, aunque debes de sentirte solo.
Hago una pausa.
—No me había detenido a pensar en eso. No diría que me siento solo. No tenemos esa necesidad. A los mortales os hace falta compañía porque tenéis tristeza, deseos y un tiempo limitado de vida. Allí no tenemos esas cosas… —Se me apaga la voz porque no estoy seguro de si lo que digo tiene sentido.
Viola asiente.
—¿Y tú les has enviado flores a alguien?
—La verdad es que no —contesto y me sorprendo a mí mismo, llevo siglos sin pensar en enviarle flores a nadie—. Las genios son un poco narcisistas y… eeeh… avariciosas. Hace años que no salgo con nadie.
—¡Pero si eres encantador! —contesta.
Levanto una ceja al captar el atisbo de sarcasmo que muestra su sonrisa.
Me cuesta no reír cuando sus ojos brillan de la gracia que le hace su propia broma.
—Sí, sí. Aunque allí es diferente. No estamos encadenados los unos con los otros como los de aquí. En Caliban eres tú mismo, tienes tu propia identidad. Mientras sepas quién eres, puedes ser feliz, así que no hay una necesidad real de quedar con alguien a menos que estés aburrido.
Viola muerde la tapa de su bolígrafo con una sonrisa irónica.
—Sí. O a lo mejor es que no encuentras a nadie que quiera salir contigo.
Suspiro, pero sonrío.
—Vale, de acuerdo. Podrías desear flores, ¿sabes?
—No pienso hacerlo.
—¿Y flores y bombones?
—No.
—¿A quién no le gustan los bombones? Una caja de dulces con forma de corazón haría que cualquiera se sintiera completo —digo.
—Venga —responde—, sé razonable. No estamos hablando de elegir derecha o izquierda. Pedir tres deseos es algo muy importante.
—Para ti, no para Keanu.
—Bueno, eso está claro. Todo es fácil para Keanu. El tío esquiva las balas —dice Viola.
Un chirrido alto la interrumpe, la puerta del garaje se está abriendo. Sus padres hacen mucho ruido al salir del coche, como si hubieran tomado un montón de vino en la cena. Viola me mira al levantarse del sofá.
—Me voy a mi habitación. Querrán ver algún programa de política o algo por el estilo —dice.
Me pongo de pie y me meto las manos en los bolsillos. Sé que no quiere que vaya con ella a su cuarto, pero al menos el miedo se le ha pasado.
—¿Me tengo que ir? —pregunto, aunque ya sé su respuesta. Me mira, disculpándose y asiente—. Muy bien —digo y la habitación se vuelve borrosa cuando empiezo a desaparecer—. Buenas noches, Viola.