Veinte

Genio

Cuando desaparezco del parterre, el tranquilo silencio del parque Holly sustituye la música y el olor a alcohol. Un columpio se balancea ligeramente adelante y atrás. En un abrir y cerrar de ojos, el ifrit aparece sentado en el columpio. Sus ojos de bronce me miran titilantes como la luz del fuego y se pone de pie. Estoy enfadado, tan enfadado que noto esa emoción recorriendo mi cuerpo, como si mi sangre se hubiera convertido en veneno.

—Tú lo pediste, amigo mío.

—Pues lo retiro. Déjala en paz —gruño.

—Oye. —El ifrit levanta las cejas, sorprendido—. Venga ya, tú querías esto…

—¡Aléjate de ella! —grito y mi voz retumba en el parque vacío.

Yo lo pedí. Yo pedí que ejerciera presión. Pero eso no significaba que ahora no pueda luchar por ella.

El ifrit se levanta despacio del columpio. Yo soy alto, pero él lo es un poco más; al fin y al cabo, ahora es un adulto totalmente desarrollado. Nos quedamos mirándonos con dureza.

—Estás actuando como un humano —dice el ifrit malhumorado.

—No me importa —digo entre dientes—. Aléjate de ella.

—¿Por qué? ¿Por qué crees que eres su amigo? Eres su esclavo. Y al final pedirá un deseo y te enviará de nuevo a Caliban con menos meses, quizá con menos años de vida, sin nada más que una colección de noches en el parque porque te echa cada vez que no te necesita.

Ya no me importa. Merece la pena. Incluso si nunca más me vuelve a hablar por lo que he hecho, merecerá la pena. Ella hace que me sienta una persona, no sólo un ser que conceda deseos. No me había dado cuenta de la vida tan insatisfecha que tenía hasta que tuve más. Hasta que tuve la pieza que no sabía que me faltaba.

—No importa —suelto—. No debería haberte pedido que la presionaras. Ella no es como la mayoría de los mortales. No es así.

—Todos son así. Codiciosos, egoístas, desesperados y además, envejecen. Son así, igual que nosotros somos como somos.

Mi mente se nubla y tiemblo por la frustración, el enfado o el dolor. Unas astillas crujen bajo mis rodillas. Mi mano entra en contacto con la piel y el dolor rebota contra mi brazo. Lo siguiente que veo es el ifrit clavado en el suelo, debajo de mí.

Le he pegado. He pegado a un compañero genio. Me quedo inmóvil, atónito al comprender lo que acabo de hacer. Ni siquiera me doy cuenta cuando empuja para quitarme de encima. Se pone de pie como puede, con los ojos muy abiertos. Se toca el labio inferior con cuidado e inhala, sorprendido, cuando se da cuenta de que está sangrado.

Nadie sangra en Caliban.

—Me has pegado —murmura el ifrit.

Hago una mueca y me levanto del suelo.

—No puedo creer que me hayas pegado —dice el ifrit con los ojos aún más abiertos. Finalmente su sorpresa se disipa hasta convertirse en enfado—. ¿A ti qué te pasa?

—Ella no es así —protesto en voz alta y me paso una mano por el pelo, nervioso.

He pegado a un ifrit. Nunca he oído que nadie haya pegado a un ifrit. Pero se lo merecía. La verdad es que yo soy el que se lo merece. Yo fui el que pidió la presión.

—¿Pegas a un compañero? ¿Por una humana? ¿Qué te ha hecho esa chica? —pregunta el ifrit, que al final se limpia la sangre de la boca con el dobladillo de su túnica—. Vas a volver a Caliban. De un modo u otro, no permitiré que una humana te arruine la vida de esta manera. Primero rompiste los tres protocolos y ahora esto. ¿Te has dado cuenta del lío en el que te has metido con los ancianos? ¡La mortal no importa!

Respiro con dificultad. ¿Que la mortal no importa? No, amigo mío. Sí que importa.

—Por favor —digo en voz alta. Alzo la vista para mirar al ifrit a los ojos—. Por favor, no le hagas daño. Deja de presionarla. Ya hablaré yo con los ancianos cuando regrese y te dejaré al margen. Pero deja de presionarla.

Por lo visto al ifrit le sorprende que le suplique después de pegarle un puñetazo. No le culpo. Niego con la cabeza, como si estuviera mirando un desconocido, a alguien que puede que conociera en el pasado. Pasa mucho tiempo hasta que por fin habla.

—No puedes retirar la presión. Ya lo sabes. Los Ancianos nunca lo permitirían y yo no les puedo ocultar una cosa así. Además, yo nunca dejaría de presionarla aunque fuera posible. Tienes que salir de aquí. Crees que eres feliz, ¿no? Pues no lo eres. Sólo estás confundido. Haz que pida un deseo, haz que te olvide, por tu propio bien —termina de decir el ifrit, se limpia el labio de nuevo y desaparece.

Cuando se marcha, jadeo como si saliera del agua en busca de aire y me apoyo en el roble. Me tiemblan un poco las yemas de los dedos. Tiene razón. Me va a olvidar. La conexión entre un genio y su amo tiene que cortarse en algún momento. Eso no lo cambia nada. Es como si me castigaran.

No, me están castigando.

Por eso Caliban era un castigo. Ahora me doy cuenta… Es un bonito mundo perfecto para nada. No hay relaciones, no hay añoranza, no hay… amor. Es un mundo en el que estamos atrapados hasta que nos necesiten aquí; un mundo en el que estamos condenados mientras los que nos importan se olvidan de nosotros.

Vuelvo a clavar la vista en las estrellas.

«Por favor, que me perdone por todo esto antes de que se olvide de mí».

«Por favor».

Me llama.

Me esfumo y aparezco en su habitación.

—Te marchaste —dice.

Asiento. Viola tiene el pelo mojado y los ojos cansados. Está más guapa ahora que cuando intentaba no ser invisible.

—Me hiciste daño.

Asiento otra vez y aprieto los labios. Pienso, «Grita». No sé por qué, pero creo que sería más fácil si me lo dijera gritando. Me tiro en el sillón y apoyo la cabeza en mis manos.

—Creo que siempre estamos buscando nuevas piezas —dice Viola en voz baja.

¿Qué?

—Yo buscaba a Lawrence —continúa—, luego algo que sustituyera a Lawrence, luego Aaron… quizás esa sea la única verdad de estar roto. Siempre estamos enteros, más enteros. Entonces, cuando una pieza se va, se rompe. Pero no nos quedamos menos enteros que al principio…

—Pero sí con la sensación de que estamos rotos… —añado, con las palabras pegadas a la garganta.

Agradezco que Viola me interrumpa.

—Es horrible. Doloroso —termina—. Pero cuando menos te lo esperas, aparecen nuevas piezas y de repente… encajan. —Levanta la mirada hacia mis ojos—. Y acabas más completo que antes. —Se acerca al sillón donde estoy sentado—. Tú siempre me has conocido, has conocido a Viola y no a la antigua yo o a la versión radiante en la que me había convertido o la chica invisible. Tú veías la parte de mí que sí estaba completa.

Viola aparta la vista y sonríe, triste, pero sonríe.

Me ha perdonado. Me inunda una sensación de alivio como si fuera agua caliente. De algún modo me ha perdonado.

—¿Puedes pedirle al ifrit que pare? —pregunta Viola con una voz suave.

—No. Y aunque pudiera, no lo haría. Él sólo hace su trabajo. Intenta salvarme y seguirá presionando hasta que pidas el tercer deseo y yo regrese.

—Si pido un deseo, te olvidaré —murmura.

—Lo sé —contesto.

Pero yo no te olvidaré a ti. Los genios no olvidan.

Viola está callada. Tengo la impresión de que debo decir algo, pero ¿qué?

—Estás sangrando.

—¿Qué?

—Estás sangrando —repite Viola y me señala el brazo.

Tengo la camisa rota y la piel arañada por la refriega con el ifrit.

—Ah. Estoy bien. Me… me he peleado con el ifrit que te ha presionado —le explico y me sonrojo a mi pesar.

—¿Ganaste? —pregunta.

—A decir verdad, creo que ganó el montón de astillas sobre el que caí.

Viola se ríe —qué alivio oír su risa— y se levanta. Rebusca en un cajón del tocador y al cabo de un rato, saca una camisa.

—Es de Lawrence. Puedes ponértela si quieres.

Asiento, me pongo de pie y nos encontramos en el centro de la habitación. Se retira el pelo hacia atrás al darme la camisa, pero cuando la cojo con la mano, ella no la suelta. Ninguno de los dos se mueve ni respira, es como si la tela negra que hay entre nosotros nos mantuviera inmóviles. Mis pensamientos se confunden.

—Perdona —dice Viola con energía y se aparta de la tela, justo cuando sus mejillas se ponen coloradas.

Exhalo e intento evitar su mirada mientras se sienta.

—Voy a limpiar esto —digo y me señalo el brazo.

Entro en el cuarto de baño, cierro la puerta y me apoyo en ella un momento.

Es una mortal, pero no me importa.

Abro el frigo, me salpico con agua el brazo y hago una pausa para mirar la sangre. Cuando salgo vestido con la camisa de Lawrence, Viola ha apagado la luz y está en su cama, aunque sé que aún está despierta. Me siento en el sillón y miro las estrellas, que se distinguen por la abertura de las cortinas.

—Se supone que puedes pedir deseos a las estrellas, ¿sabes? —dice Viola.

—¿Funciona? —pregunta y vuelvo mi cara hacia ella.

—Pues no. Pero lo hacemos igualmente —responde—. ¿No tenéis nada parecido en Caliban?

—La verdad es que no. En Caliban no hay estrellas. Se supone que no debemos contaros nada de nuestro mundo, ¿sabes? —sonrío abiertamente y vuelvo a mirar las estrellas—. Se supone que no tenemos que hacer nada de esto. Sea lo que sea. Se supone que tú para mí sólo tienes que ser mi ama.

No debería haberlo dicho. No debería haberlo dicho. ¿Por qué lo he dicho? Se me han escapado las palabras como si no fueran nada, pero la confesión hace que ambos bajemos la vista. Una extraña sensación abate mi corazón y me marea y me asusta a la vez.

—¿Y qué soy para ti? —pregunta Viola con delicadeza.

«Díselo».

¿Pero acaso yo lo sé? No creo que sepa qué palabras usar.

—Yo… tú eres… mi amiga —digo.

«Imbécil».

—Ah —dice con una voz que roza la desilusión. Viola se retira el pelo de la cara, se lleva las rodillas al pecho y respira hondo—. Quédate.

Levanto la cabeza de repente al oír lo que ha dicho. Ha cambiado, ha envejecido y su belleza me hace sonreír.

—Esperaré a que te hayas dormido —contesto.

—No. Quédate conmigo —dice y de repente me doy cuenta de que no se refiere a esta noche.

Me restriego la frente para que no vea en mis ojos el deseo que siento.

—No puedo, no soy así —digo con voz quebrada—. No puedo convertir a nadie en sirena, ¿recuerdas?

La farola de la calle parpadea y se apaga. Nos quedamos en la oscuridad, con la única la luz tenue de la luna iluminado la silueta de Viola, que aún está agarrándose las rodillas, de un modo muy femenino.

—¿Qué más hará para presionarme?

—Cualquier cosa. No puede hacerte daño directamente porque me ha dado su palabra. Pero seguramente lo intente con Lawrence, pues sabe que te importa.

Viola suspira.

—Ni siquiera me importa el deseo —dice con voz temblorosa—. Ya no deseo todo aquello que creía que necesitaba para sentirme completa. Ya no. Lo único que quiero es que no te vayas.

A lo mejor es porque estamos a oscuras y es más fácil cuando no tienes que verle la cara a alguien, o a lo mejor es porque por fin me he espabilado ahora que su voz suena triste e insignificante, pero me deslizo del sillón a la cama con un solo movimiento. Coloco tímidamente una mano sobre el antebrazo de Viola. ¿Qué voy a hacer? Quiero hacerlo bien. Ella descruza los brazos y se echa hacia mí. Estoy tan asustado que casi me siento inmóvil, como un maniquí, pero en el último momento reacciono. La rodeo con mis brazos y la acerco hacia mi pecho, hasta que noto su corazón latiendo junto al mío. Nos quedamos sentados en silencio.

«¿Qué estás haciendo?», me pregunto a mí mismo, pero la pregunta queda aplastada por otra voz interior que no habla precisamente de rectitud. Sí, he abrazado a algunas genios, pero nunca había tenido la sensación de no poder acercarme tanto a alguien. Echo la cabeza hacia la parte de atrás de su cuello e inhalo el perfume de su piel.

Es humana.

No me importa.

Viola está callada, con la cabeza hundida en mi pecho mientras respira profundamente. Sus cabellos huelen a coco y puedo notar los callos de sus manos de sujetar el pincel. Incluso siento cómo cambia y la acerco aún más para que la sensación sea más fuerte.

Los momentos pasan. Ninguno de los dos dice nada porque al parecer no hay nada que decir. La respiración de Viola cambia, es más lenta, más calmada y empieza a dormir. No me quiero mover por miedo a despertarla y que se aparte, así que la abrazo durante más rato. Me pregunto si debe de ser así siempre dormir en la Tierra, una sensación suave y delicada, como las flores gipsófilas. Es muy diferente al sueño en Caliban.

Son casi las cuatro de la mañana cuando al final me aparto de ella, dejo su cabeza sobre la almohada y la arropo con la colcha.

Me levanto y pienso en sentarme en el sillón hasta que se despierte… pero no. Me quedo tumbado a su lado. No puedo dormir en la Tierra, lo sé, pero no importa. Miro al cielo y escucho su respiración hasta que sale el sol.