18
En Wardour Street
Langdon St. Ives y William Keeble permanecían agachados en la oscuridad de un mal iluminado pasillo en el segundo piso de la casa de Wardour Street. Su corto viaje a través de las cloacas había sido a la vez desagradable y libre de incidentes. De hecho, había resultado un asunto tan fácil conseguir el acceso a la casa, que la canción y el baile de la semana pasada con el reloj parecía ahora una idea estúpidamente mala. Dónde tenían que ir ahora que estaban dentro, sin embargo, era otro asunto.
El aire era casi innaturalmente tranquilo y silencioso. Tendría que haber un número indeterminado de personas dentro del alcance de sus oídos, pero en la pesada y soñolienta atmósfera parecía como si todo el mundo estuviera durmiendo…, Cosa no improbable, dado que la mayor parte de sus negocios tenían lugar durante la noche. Hubo algo de agitación y sonido abajo, probablemente en la cocina. Podían oírse voces ahogadas, una de las cuales sonaba como si pudiera ser la de Winnifred Keeble que, vestida de lavandera, tal vez hubiera conseguido entrar por la puerta de atrás. El pensamiento de Winnifred enfrentada a la cocina de la cara enharinada era preocupante, pero ella había insistido. Y, cuchillo o no cuchillo, la cocinera descubriría que Winnifred Keeble era un caso difícil.
St. Ives y Keeble avanzaron de puntillas por el pasillo, Preguntándose en qué habitaciones mirar. Abrir la puerta equivocada podía ser desastroso. Kraken había supuesto que Dorothy estaba en alguna parte del tercer piso, custodiada, sin duda, por los esbirros de Drake, quizá por el propio Drake. Así que no había una auténtica necesidad de empezar a mirar las puertas del segundo piso, excepto que las puertas se revelaran por sí mismas. ¿Quién podía decir lo que había al otro lado?
Se acercaron a la balaustrada de madera que daba al gran salón que St. Ives no había podido ver en su anterior visita. Allí, había dicho Kraken, estaba la astronave. ¿Sería simplemente un casco vacío, despojado de todo y oxidado por los siglos? ¿A qué lo habría destinado Drake? ¿Era simplemente para poseerlo, o existía, como decían los rumores, algún propósito más horrible y tenebroso? St. Ives pensó momentáneamente en el temido Pellizco Marsellés, envuelto en un chal, tendido en el vehículo del Capitán en la calle. Al parecer, no había límite a las perversiones maquinadas por los hombres desesperados. ¿Qué podían hacer tales hombres con el vehículo espacial del homúnculo? St. Ives era incapaz de imaginarlo.
Un repentino sollozo brotó del otro lado de una puerta a su derecha, seguido por una grave risotada. Keeble se enderezó, con los ojos muy abiertos.
—Dorothy —exclamó, medio en voz alta, tendiendo la mano hacia el pomo.
El intento de St. Ives de detenerle fue en vano. Aferró los faldones de la chaqueta de Willis, susurró:
—¡Espere! —y fue arrastrado al interior de la habitación junto con el juguetero. En una estrecha y revuelta cama se sentaba una mujer de rostro descolorido que llevaba lo que parecía ser un borde frutas por sombrero. Arrastrándose sobre manos y rodillas en el suelo había un hombre con pantalones cortos y un sobretodo a rayas, este último echado sobre su cabeza, los faldones recogidos y atados con una ancha tira de cinta a lunares. En sus pies llevaba los zapatos de la mujer, puestos del revés y retorcidos de una forma extraña. Era el hombre en el suelo el que sollozaba con tonos de muchacha.
Ante la repentina entrada de Keeble y St. Ives, la mujer en la cama chilló y, sin un momento de vacilación, cogió un jarro de cristal lleno de rosas marchitas y lo arrojó, flores incluidas, contra Keeble, paralizado por el horror. El hombre en el suelo se inmovilizó ante el sonido el chillido y gritó:
—¿Qué? ¿Qué es esto? —Se debatió, aferrado impotente en su sobretodo y sus zapatos y bombardeado por las frutas que caían en cascada del sombrero de la mujer. Ésta chilló de nuevo, pese a que su primer grito había empujado a Keeble de vuelta en medio del pasillo.
Buscando desesperadamente algún lugar donde esconderse, St. Ives arrastró consigo al juguetero. Se oyó ruido de puertas en el piso de abajo. Dos hombres barbudos a medio vestir asomaron sus cabezas a través de una puerta bruscamente abierta, luego huyeron hacia las escaleras, tal vez suponiendo que St. Ives y Keeble, que corrían hacia ellos por el pasillo, eran agentes de la policía. Otra puerta se abrió de golpe y por ella salió a toda prisa un enorme caballero vestido con unos ventilados pantalones de cuero y con una hoja de periódico aplastada contra su rostro. Él también huyó escaleras abajo hacia la calle.
Al cabo de unos momentos pareció que el grito había dado la vuelta a toda la casa, y el aire estaba lleno de exclamaciones y golpear de pies y resonar de puertas. Detrás de St. Ives pasó a toda prisa el hombre con el sobretodo encima de la cabeza, gritando maldiciones, amenazando por entre el tweed. Sus ridículamente retorcidos zapatos quedaron abandonados en la alfombra, detrás. Una cabeza, gritando una temerosa retahíla de venenosas maldiciones, asomó por el atado sobretodo, cuya cinta a lunares y faldones rodeaban su cuello como el collar de un payaso, los brazos doblados hacia arriba, agitándose como si llevara una camisa de fuerza de fabricación casera. Era Kelso Drake.
Al ver a Kraken y St. Ives, Drake palideció. Su boca se crispó. Se alejó, encerrado en los confines de su prisión de tela. Keeble se detuvo por un instante, asombrado. Vaciló un cuarto de segundo, ponderando el estado de indefensión de Drake, luego pasó precipitadamente junto a St. Ives y golpeó fuertemente al industrial en la nariz. Drake fue impulsado hacia atrás, debatiéndose contra su sobretodo, ahora tan asustado como furioso. Keeble le golpeó de nuevo. Lo agarró por el frente de su sobretodo, abofeteó a Drake tres o cuatro veces en las mejillas, luego le retorció salvajemente las orejas. Keeble saltó y aulló delante de su indefensa víctima, mientras St. Ives, ansioso por concluir los asuntos que les habían traído allí y marcharse, arrastraba al juguetero por el cuello.
Con un rasgar de material cediendo, Drake se vio de pronto libre de la prenda que lo retenía y, con un grito de loco, se lanzó contra Keeble, propinándole una lluvia de puñetazos y golpes, ante la cual, con una deliberación y una sobriedad que sobresaltó a St. Ives, el juguetero extrajo de su chaqueta una cachiporra de cuero, con la que propinó un tremendo golpe al industrial en la sien, derribándolo sobre la alfombra. Keeble volvió a guardarse la cachiporra, aparentemente satisfecho, y volvió hacia St. Ives un rostro pálido y perlado de sudor.
—Supongo que no le habré matado —dijo lentamente.
—¡No! —exclamó St. Ives, tirando de nuevo de Keeble a lo largo del pasillo hacia las escaleras. Subiendo a toda prisa desde la planta baja avanzaban dos hombres, evidentemente no clientes. Uno de ellos, se dio cuenta St. Ives con un estremecimiento de horror, era el hombre con el sombrero en tubo de chimenea, que sujetaba en su mano un cuchillo de trinchar. Su compañero trasteaba en su chaqueta, quizá buscando una pistola.
—¡El banco! —gritó St. Ives, agarrando un extremo del tallado banco jacobino de caballete que había en el descansillo. Keeble fue hacia el otro lado. Los dos hombres lo balancearon en un rápido arco, luego lo soltaron, Keeble un segundo o dos antes que St. Ives. Tubo de chimenea se aplastó contra la balaustrada cuando el extremo de Keeble del banco pasó por su lado, rozando su frente y golpeando el cuello y el pecho de su compañero, que en aquellos momentos, para su desgracia, estaba rebuscando en su chaqueta. El hombre lanzó un grito y cayó hacia atrás, y él y el banco rodaron juntos escaleras abajo. Tubo de chimenea siguió tras ellos, blandiendo el cuchillo.
St. Ives echó a correr escaleras arriba, con Keeble a su lado, y ambos hombres casi chocaron de frente con una sorprendida Winnifred Keeble, que sostenía a Dorothy por los hombros con su brazo izquierdo. En su mano derecha aferraba un revólver.
—¿Qué demonios…? —empezó a decir, antes de ver al asesino tubo de chimenea—. ¡Te tengo encañonado! —gritó, apuntando el arma en la dirección general del individuo.
Esto frenó momentáneamente al hombre; inclinó la cabeza hacia un lado, como si evaluara la extensión de la amenaza, luego se lanzó de cabeza hacia delante. Winnifred empujó a Dorothy en dirección a William, sujetó el revólver con ambas manos y disparó tres o cuatro veces, una tras otra, con los ojos cerrados. St. Ives se dejó caer de bruces al suelo y rodó contra la pared de la escalera, mientras observaba a Billy Deener retroceder y lanzarse por encima de la barandilla al piso de abajo; luego rodar sobre sí mismo hacia el centro de la habitación, con las manos cubriéndose de la cabeza, antes de levantarse y echar a correr hacia la cocina. La puerta trasera resonó en su estela. Kelso Drake se tambaleó en la habitación de abajo luego desapareció bruscamente tras mirar hacia arriba y ver la humeante pistola en las manos de Winnifred Keeble.
Los Keeble empujaron a una vacilante y desconcertada Dorothy a lo largo de la ahora vacía habitación, todos ellos atentos solamente a alcanzar la calle.. Temeroso de que no fueran lo bastante: rápidos, Keeble se inclinó y cogió en brazos a la drogada muchacha, tambaleándose peligrosamente por un momento antes de moverla un poco entre sus brazos y recuperar el equilibrio de su peso. St. Ives se acurrucó a medio camino de las escaleras del segundo piso, observando al juguetero y su esposa desaparecer abajo. Luego se volvió hacia el descansillo superior y se metió en un desierto pasillo, débilmente iluminado por lámparas de gas con la forma de cupidos de bronce sujetas a intervalos a la pared.
Seis metros más adelante el pasillo se abría al gran salón cuya vista le había sido negada a St. Ives diez días antes. Avanzó hacia allá, apretándose contra la pared para mirar desde encima la alta habitación abierta, temeroso de ser visto desde abajo. Sin embargo, en la habitación no había nadie excepto Kelso Drake; que cojeaba cruzándola, con la cabeza envuelta ahora en vendajes. De él brotaba un murmullo bajo, como si estuviera maldiciendo para sí mismo. Luego le gritó a alguien invisible que trajera la berlina. Sonó otro grito como respuesta, luego un gruñido de Drake, luego otro grito acerca de que Deener había «cogido la otra caja».
—¡Bien! —exclamó Drake, forcejeando por abrir una bolsa de cuero, cuyo cierre se negaba a cooperar. El millonario la arrojó contra el respaldo de un sillón de terciopelo, con una furia que sorprendió a St. Ives, y se puso a patear la bolsa por toda la habitación como si fuera una pelota, danzando encima de ella hasta que el cierre se rindió. Entonces abrió la bolsa, se dirigió hacia un amplio aparador acristalado con espejos y sacó de él una caja de Keeble, que dejó caer en la bolsa antes de desaparecer apresuradamente. Un momento más tarde la puerta delantera resonó al cerrarse, y reinó el silencio. La casa, sin duda, contenía aún un número indeterminado de personas, ocultas de la luz del día y la actividad como murciélagos en sus cuevas.
St. Ives no perdió tiempo. No sentía ningún deseo de enfrentarse a asesinos o de ocultarse detrás de plantas en macetas. Hallaría un camino hasta el interior de la extraña nave que estaba posada como un sapo en el centro de la habitación de abajo. Aparentemente no era más que un curioso ornamento, como un jarrón de porcelana o un cupido de mármol, la excentricidad peculiar de un millonario, pulida, sin duda, por una mujer de la limpieza con un trapo, que suponía que era alguna especie de sucio e inexplicable adminículo puesto allí para gratificación de los aborrecibles apetitos de los clientes ricos. Se creía que era una especie de gigantesco Pellizco, quizá, cuyos usos quedaban velados a la luz de los no corruptos.
St. Ives contempló la máquina durante un largo minuto, observando los pequeños dientes a lo largo de sus aletas, sus portillas pintadas de esmeralda, el brillo plateado de su masa globular. En líneas generales no era muy diferente de su propia nave…, no eran hermanas, por supuesto, pero tenían un inconfundible parecido familiar. Curioso, pensó St. Ives, cómo dos vehículos que procedían de galaxias tan inmensamente distantes la una de la otra podían tener una afinidad tan evidente. Había allí una metafísica que requería una contemplación más detenida, pero parecía una buena idea dejarla para otra ocasión. Se volvió y bajó las escaleras, cruzando dos puertas y pasando por debajo de un tremendo arco hasta el salón.Agarró la cuerda que colgaba detrás de las corridas cortinas y le dio un tirón; las cortinas se descorrieron, y la habitación se llenó con la luz del sol de media tarde. La enorme ventana, con las contraventanas abiertas, daba a Wardour Street, y quedaba oscurecida en parte por unos grupos de enebros y bojes que crecían junto a las paredes de la casa, enmarañados con los zarcillos ascendentes de higueras trepadoras. Era muy fácil que hubieran pasado años desde que el follaje había sido podado por última vez, y casi el mismo tiempo desde que las cortinas habían sido descorridas para iluminar la oscura y enfermiza sala con la luz del sol.
Al sonido de algo que caía arriba y lo que parecía el rumor de voces furtivas, St. Ives manipuló apresuradamente lo que le parecía ser una escotilla…, un panel circular que se abrió con un pop como la puerta de piedra de la cueva de Aladino, emitió un pequeño chirrido, como sorprendida, quizá, por el tacto de la mano del científico.
St. Ives se dio cuenta de que estaba temblando de tal modo ante la repentina visión del interior de la nave que apenas podía dominar sus manos y pies. Intentó escalar el costado de la nave, pero su pie resbaló de la protuberancia de metal pulido y sus manos no pudieron hallar ningún asidero en el resbaladizo borde arqueado de la escotilla abierta. Su aliento brotó explosivamente, dejando vacíos sus pulmones. Se sintió de pronto débil y mareado, enfrentado como estaba al objeto de una larga y a veces desesperada búsqueda e inflamado por el dedo de que en cualquier momento pudiera oír el clic del percutor de una pistola al ser echado hacia atrás y el estruendoso disparo de uno de los hombres de Drake. Agarró el brazo de un sillón cercano y lo atrajo hacia la espacionave; se subió al asiento, y casi se hundió hasta el nivel del suelo en el blando acolchado de cedidos muelles. Se subió a uno de los brazos, se bambaleó, y se deslizó la cabeza por la escotilla. Tras cerrar ésta de un golpe, se aposentó en un asiento acolchado y observó el interior de la nave.
Ante él había una plétora de diales e indicadores. Creía ser capaz de adivinar la naturaleza de media docena de ellos, pero otros eran un misterio. Los diales estaban montados bajo cristales herméticos, llenos, al parecer, con un líquido violeta. Dispersos entre ellos y por todas partes había botones que uno podía apretar, hechos con lo que parecía marfil y ébano. St. Ives sintió la repentina urgencia de empezar a apretarlos, del mismo modo que un hombre sin preparación musical empezaba a aporrear las teclas de un piano. Pero el discordante resultado podría significar muy fácilmente su condenación…, probablemente significaría su condenación. Hizo cálculos, confiando en sus anteriores conclusiones acerca de la peculiar pero reveladora afinidad de objetos relacionados en el universo. Sus dedos vagaron de un botón al siguiente. Había que aventurarse se dijo a sí mismo, deteniendo la mano delante de un botón marfileño al lado del cual había una especie de jeroglífico describiendo un sol. Lo apretó. Los diales brillaron repentinamente a través del líquido violeta. Envalentonado, apretó otro, éste de un pequeño dibujo de un soplo de viento con rostro de Eolo. Se produjo un zumbido. St. Ives hizo de tripas corazón, y sintió en su nuca un pequeño soplo de aire. Un oxigenador, pensó, sonriendo ante su par de éxitos. Pulsó otro botón, y la escotilla se abrió.
—Maldita sea —dijo, medio en voz alta. Se inclinó, agarró la escotilla para cerrarla de nuevo, y se encontró mirando fijamente al arruinado rostro de un ghoul, que permanecía precariamente de pie encima del sillón. St. Ives lanzó un chillido, cayó dentro del aparato, volvió a levantarse para aferrar de nuevo la escotilla, mientras el ghoul intentaba sujetarla a su vez. Su odioso rostro con la boca abierta, el pelo colgando sobre su frente, gravitó encima de St. Ives, que apretó su mano derecha contra la nariz y la frente de la cosa, empujando con todas sus fuerzas, con los pies clavados en el suelo del aparato. El ghoul miró estúpidamente por entre los dedos de St. Ives, con las manos testarudamente agarradas en los bordes de la abertura circular. St. Ives golpeó aquellos dedos con el puño de su mano libre, luego tendió la mano más allá, agarró la escotilla y la cerró contra la nuca de la cosa.
Cayó hacia delante, con los ojos muy abiertos, luego volvió a alzar la cabeza, abriendo de nuevo la escotilla con ella. Una tercera mano se unió a las dos que seguían aferradas a la nave…, otro ghoul intentando entrar. St. Ives dejó caer la escotilla contra los dedos, aplastándolos una vez, luego dos, luego tres, haciendo una mueca con cada golpe, esperando una lluvia de dedos cortados. Cerró los ojos y golpeó de nuevo con la escotilla. Ésta encajó en su sitio. Fuera estaban los dos ghouls, examinando sus manos con expresiones desconcertadas en sus rostros, como si hubieran olvidado ya cómo se habían producido aquello. Más allá de ellos había otro ghoul. Dos más entraron tambaleándose por la puerta.
St. Ives rechinó los dientes y pulsó un botón de ébano. La nave se estremeció y siguió inmóvil. Pulsó otro. No ocurrió nada en absoluto. Dos ghouls empujaron un sofá hacia la nave.
Otro se subió a un secreter de roble. Tres más recorrían la habitación; agarraron un piano y lo empujaron hacia adelante, con la intención de… ¿qué? ¿Impedir la marcha de St. Ives y la nave enterrándola en mobiliario? El científico siguió con su trabajo. El extremo de una pesada cuerda colgó al otro lado de la portilla. Estaban atando el aparato a la pata del sillón, luego enrollando la cuerda a la pata del piano. Se había equivocado de nuevo respecto a la mujer de la limpieza. Al parecer era del conocimiento general, incluso entre los ghouls, que el aparato era una nave de algún tipo…, lo cual no era mala señal, pensó St. Ives. Eso significaba que la nave funcionaba, que Drake había dado órdenes de impedir que fuera secuestrada. Cuando apretó un botón contiguo a un dibujo de una flecha espiralada, la nave empezó a girar repentinamente sobre su eje, arrastrando consigo el sillón y arrancando la cuerda de las manos de un deshilachado e inclinado zombi que se estaba arrastrando debajo del piano. St. Ives pulsó el mismo botón de nuevo, y el movimiento se detuvo. Lo pulsó de nuevo, y el aparato reanudó sus revoluciones. Cuando se orientó directamente a la ventana, lo pulsó de nuevo. Luego, con cuidado, pulsó una sucesión de otros botones.
La nave se estremeció, saltó, se deslizó medio metro hacia delante: La silla en la que estaba sentado se inclinó hacia atrás y estuvo a punto de arrojarlo al suelo. Un salvaje zumbar vibró todo su alrededor mientras la nave saltaba de nuevo, se deslizaba por el suelo y, en medio de una avalancha de cristales rotos y lianas arrancadas, se alzaba en un repentino impulso, arrastrando consigo el sillón y a un único y colgante ghoul, cuyo rostro, carcomido por la sorpresa y la confusión, se apretó contra una de las portillas de estribor por un breve segundo o casi antes de deslizarse hacia abajo y desaparecer.
St. Ives, con las manos volando sobre los controles en un alocado esfuerzo por estabilizar la nave, no tuvo tiempo de preocuparse por zombies agarrados a ella. La nave estaba dando volteretas. St. Ives observó en una girante confusión la trastornada cúpula de St. Paul pasar girando junto a él, seguida por un breve atisbo del no menos girante sillón, que se perdió casi inmediatamente de vista y dio paso a lo que era casi con toda seguridad una visión de décimas de segundo del Kennington Oval, La nave se alejó a toda velocidad hacia el sudoeste, camino; parecía, del Canal.
Se estaba moviendo prodigiosamente aprisa en un vuelo absolutamente incontrolado, clavado a su silla por las leyes de la física en un viaje que, estuvo repentinamente seguro, estaba dándole ganas de vomitar. Todo aquello podía terminar en un auténtico desastre. Lo sabía. Era capaz de imaginarse a sí mismo siendo catapultado impotente al mar. De hecho, no podía imaginar ninguna otra cosa. Era evidente que la más ligera manipulación de un par de curvadas palancas en el centro mismo frente a él podían ocasionar que la nave girara o diera volteretas o saltara o de algún modo se volviera loca. Vacilante, accionó con delicadeza una. Pero sólo consiguió empezar a dar vueltas de nuevo sobre sí mismo. Allí estaba el mar, y el sillón volante, y lo que le dio brevemente la impresión de ser la pernera de un pantalón con un pie sin zapato colgando de ella, este último enredado en la oscilante cuerda. Un ligero toque a la otra palanca lo envió en picado, sin aliento, hacia el mar, con el estómago repentinamente en su garganta, y el sillón se elevó alocadamente más allá de las portillas, seguido por el rostro de ojos desorbitados del zombi, cuyo tobillo se había enredado en la cuerda. La gris extensión del Canal avanzaba endemoniadamente hacia él cuando volvió la palanca a su posición inicial, tan cuidadosamente como le fue posible. El aparato giró en redondo en un lento arco, nivelándose, luego volvió a ascender. Lo que necesitaba era una lenta deliberación…, la simple consideración de que apretar una palanca era casi suficiente para un cambio de rumbo.
Su estómago volvió a su posición correcta, la sangre en sus venas dejó de correr atropelladamente y reanudó su ritmo normal, y, con una tensa deliberación, templado por una visión de los asombrados rostros reunidos de los miembros de la Real Academia cuando pasara por entre ellos a una velocidad prodigiosa, y animado por la vasta tela del cada vez más oscuro cielo vespertino, St. Ives movió la palanca hacia delante con una sutil presión de su mano derecha. Estabilizó la nave con la izquierda, satisfecho con la controlada respuesta. Picó bruscamente, niveló el aparato, y sonrió, girando a creciente velocidad hacia el estrecho de Dover. La nave se inclinó hacia arriba en la tenue atmósfera, en dirección a la bóveda púrpura. El cielo sobre su cabeza se oscureció, brillando repentinamente con parpadeantes lámparas esmeraldas a través de las teñidas portillas, como si estuviera contemplando un profundo pozo estelar, medio lleno de oscura agua y estrellas reflejadas.