6
Traición
La tienda del capitán Powers estaba llena del denso humo del tabaco…, un indicio, pensó St. Ives, de la seria naturaleza de los asuntos de la noche. La cantidad de humo de pipa, meditó, era proporcional a la naturaleza e intensidad de los pensamientos del fumador. El Capitán, especialmente perdido en profundas meditaciones, daba unas chupadas tan regulares a su pipa que el humo rodeaba su cabeza como nubes en torno a la luna. Estaban aguardando a Godall, que llegó finalmente cargado con cervezas. St. Ives no le había hablado a nadie del recién descubierto manuscrito de Birdlip. Había demasiado que decir para repetir la historia a cada uno de los miembros. A las ocho, por consentimiento mutuo, el Club Trismegisto abrió su sesión.
—He recibido algo interesante por correo —dijo St. Ives, dando un sorbo a su pinta de cerveza y agitando un fajo de folios a sus compañeros—. Los cuadernos de notas de Owlesby, o parte de ellos.
Keeble, que hasta aquel momento había parecido particularmente ensimismado, se inclinó hacia delante con anticipación. Y Jack, sentado a su lado, pareció derrumbarse en su silla, temeroso quizá de que en aquellos papeles hubiera alguna revelación desagradable acerca de su desafortunado padre. Kraken agitó tristemente su vendada cabeza. Sólo el Capitán pareció inconmovido, y St. Ives supuso que aquella aparente indiferencia quedaba explicada por el hecho de que no había conocido a Owlesby.
—Sería mucho más fácil —insistió St. Ives— si simplemente leyera en voz alta una parte. No soy ni el químico ni el biólogo que era Owlesby, y no sabía nada del peculiar poder que al parecer tenía Narbondo sobre él. Y eso, me temo, tuvo su importancia en la muerte de Owlesby.
Godall cerró su ojo izquierdo y le miró de reojo ante la mención de Narbondo, y St. Ives se sintió invadido de repente por la peculiar noción de que la expresión de Godall le recordaba algo…, el ser apartado con el codo por el viejo sin nombre de la capa frente a la casa de Wardour Street. St. Ives ignoró aquello y siguió adelante, caldeándose con su tarea.
—Así que aquí está, de puño y letra del propio Owlesby. Hay mucha cosa, pero las últimas páginas son las reveladoras.
Carraspeó, y empezó a leer:
«Hemos tenido la peor de las suertes durante toda la semana: Short y Kraken trajeron un nuevo cadáver —lo cogieron de la misma horca— y ahí está tendido, lleno de fluidos pero completamente muerto pese a ello. Si no podemos encontrar una carpa y una glándula fresca, se descompondrá antes de que tengamos ninguna oportunidad. Un terrible derroche. Mi mayor miedo es que todo esto no se resuelva más que en asesinato y horror. Pero ya he dado los primeros pasos. No, eso es una mentira. Al diablo los primeros pasos. A estas alturas estoy ya a medio camino, y ese camino es tan retorcido y lleno de vueltas y revueltas que no hay posibilidad alguna de hallar la ruta de regreso ni aunque quisiera volver atrás.
»Ayer comimos en Limehouse. Yo llevaba un disfraz —una nariz hecha con masilla y una peluca—, pero Narbondo se ríe de esas cosas. No hay forma alguna de disimular esa maldita joroba suya. No soy muy dado a la metáfora, pero cada día parece más difícil disimular mis propias y odiosas deformidades. Es la cosa en la caja, el duende en la botella, lo que las ha causado. Si un hombre no fuera tentado, no caería.
»Pero este modo de hablar es derrotista. Las cosas están así. La vida eterna se halla a mi alcance. Si no hubiéramos actuado con tanta torpeza en Limehouse. El chico era una joya…, perverso como todos. Fue un servicio a la humanidad librarse de él. Lo juro. Las equivocaciones del maldito Narbondo. Teníamos un par de tremendas cizallas forjadas en Gleason's (allí piensan que soy cuidador de árboles), y podemos cortar cabezas de un solo tajo…».
—Y aquí hay un corte en la narración —dijo St. Ives.
—Quizá fue interrumpido por alguien —opinó el Capitán.
Godall sacudió la cabeza.
—No pudo soportar el seguir, caballeros. No pudo escribir la palabra.
St. Ives alzó la vista hacia Jack, que debía haber sido un niño en la época en que su padre había escrito aquellas confesiones. Quizá fuera mejor que no oyera esto. Dios bendiga las dudas de Sebastian Owlesby, pensó St. Ives. Son a la vez el peor horror de todo esto y la única redención del hombre.
—Lea el resto —dijo Jack firmemente.
St. Ives asintió y reanudó la narración:
«El chico no podía tener más allá de siete u ocho años. Había niebla, y no la suficiente luz de las farolas como para precisarlo. Se dirigía hacia la esquina de Lead Street y Drake, supongo, para comprar un cubo de cerveza… para alguien. Para su padre, supongo. Llevaba una linterna que era una calabaza, de entre todas las cosas, en su mano izquierda, y el cubo en su derecha. Y nosotros caminábamos en las sombras a veinte pasos detrás. La calle estaba tan silenciosa como oscura. Narbondo llevaba las cizallas de Gleason's. Me llevaba a su lado, me dijo, para compartir la gloria, y no aceptó que yo lo aguardara en el callejón junto a Lead Street con el carro, cosa que era, debo insistir, la única forma sensata de actuar.
»Así que ahí estábamos, con un viento mohoso tan frío como un pescado soplando desde el Támesis, y la niebla haciéndose cada vez más profunda por momentos, y el sonriente rostro de la calabaza de aquella linterna oscilaba adelante y atrás, adelante y atrás, con su rostro apareciendo con un tenue resplandor naranja en la parte superior del arco a cada oscilación. Hubo un repentino soplo de aire en un callejón no protegido, y la linterna del chico se apagó. Desapareció en la noche, y pudimos oír su cubo resonar contra los adoquines. Narbondo cojeó hacia delante. Yo aferré su capa para detenerle, podía ver la negra verdad en todo aquello, como si aquella amarilla y dentada luz se hubiera apagado con un parpadeo en la calabaza y en mi cabeza…, y en mi alma.
»Volé tras él, y ambos sorprendimos al chico en el acto de volver a encender su improbable linterna. Se irguió, y su grito se vio cortado por aquellas horribles cizallas.
»El resto es una pesadilla. Que yo pudiera huir de Limehouse y regresar a la seguridad de mi gabinete es testimonio de la existencia de una torpe suerte (si sobrevivir a esa noche de horror puede considerarse de alguna manera suerte), y a la absoluta oscuridad y niebla. Era como si el mal hubiera precipitado la solución de la noche y me hubiera ocultado como un velo. Narbondo no tuvo tanta suerte, pero la paliza que recibió no pudo ser resultado de su crimen. Si lo hubieran sabido, no hubiera sido arrojado al río vivo. Quizá fuera golpeado por lo que es, del mismo modo que un hombre mata una rata o una cucaracha o una araña.
»Así que el asesinato fue para nada. Y el cadáver del ahorcado yace descomponiéndose sobre la losa. Narbondo saldrá de nuevo esta noche…, debemos conseguir el suero».
St. Ives hizo una pausa en su lectura para vaciar media botella de ale. El Capitán permanecía sentado paralizado en su silla, con el rostro como piedra.
—Owlesby —dijo St. Ives apresuradamente, mirando primero al Capitán, luego a Jack —estaba fuera de sí. Lo que hizo, lo que cometió…, no puede ser justificado, pero puede ser explicado. Y en cierto modo puede ser justificado, y discúlpenme por ello, si recuerdan el veneno que había sido instilado en su alma. Su relato de la noche en Limehouse es exacto… hasta cierto punto. Pero es puro fingimiento de principio a fin. Eso queda claro. Lo admite en las páginas que siguen. Y, como digo, lo que admite es lo más horrible de todo, pero explica muchas cosas. ¡Pobre Nell!
El Capitán pareció envararse aún más al sonido del nombre, y depositó su pesado vaso en el brazo de madera de su silla Morris con un clanc, y la oscura ale salpicó el roble. St. Ives observó que Kraken había desaparecido en el transcurso de la narración. Pobre hombre, pensó St. Ives, buscando su lugar en los periódicos. Incluso después de quince años, la historia del declive de su amo es demasiado fresca para él. Pero la historia tenía que ser contada. No había nada que hacer excepto seguir, ahora que ya había empezado:
«Estoy poseído por el más terrible mal que me duele en la cabeza…, de tal modo que mis ojos parecen estrujarse hasta el tamaño del agujero de un tornillo, y así parece como si estuviera mirando a través de un telescopio vuelto del revés. Sólo el láudano alivia esto, pero me llena con sueños aún peores que el dolor en la parte delantera de mi cerebro. Estoy seguro de que el dolor es lo que merezco…, un sabor anticipado del infierno, ni más ni menos. Los sueños están llenos de esa noche en Limehouse, de la dentada sonrisa de esa maldita calabaza, oscilando, oscilando, oscilando en la niebla. Y puedo sentir que me descompongo, siento como mis tejidos se secan y se pudren como los hongos carcomidos por los bichos en un muñón, y mi sangre late con fuerza en la parte superior de mi cráneo. Puedo ver mis propios ojos, grandes como medias coronas y negros con muerte y descomposición, y Narbondo, delante de mí, con esas horribles cizallas. ¡Yo lo empujé! Ésa es la verdad. Le insulté. Le siseé. Necesitaba esa glándula, eso era lo que necesitaba, y antes de que terminara la noche. Era mi única salvación.
»Y, cuando él falló, cuando echó a correr por la East india Dock Road con aquel cojear medio encorvado suyo, aterrado, fui yo quien los puse sobre él. Fui yo quien grité para detenerle. Él no lo sabe. Se había adelantado con respecto a mí. Estaba seguro de que era la policía quien había gritado. Y, cuando lo estaban golpeando, por Dios que no fui lento. Yo no era más que una ruina de fracaso y odio y podredumbre mientras agarraba sus manos y ayudaba a aquellos tipos borrachos a arrojarlo al río, donde chapoteó y dio vueltas y agitó las manos furiosamente bajo las Old Stairs, y esperé por Dios verlo muerto y devorado por los peces.
»Pero no tuve suerte en eso. Como el fantasma en el festín, apareció en plena noche allá donde yo permanecía sentado en un lúcido horror en el gabinete, escuchando a la cosa en la caja, mirando, medio esperando el sonido de los pasos en las escaleras que anunciarían el final, la horca, el hacha del verdugo. Y apareció él. Las tres de la madrugada eran. El silencio absoluto. Un tramp, tramp, tramp en los peldaños de madera —muy fuerte— y una sombra en la cortina. Una sombra encorvada. La puerta se abrió sobre sus bisagras, y el jorobado se recortó contra una difusión de luces y el resplandor del cielo con una expresión de abominación en todo él que, cuando se derrumbó sobre las baldosas, no le abandonó…, del mismo modo que el horror que había en mí no me abandonó tampoco.
»Hubiera debido matarle. Hubiera debido degollarle. Hubiera debido arrancar el sapo que tenía debajo de su quinta costilla y meterlo en una jaula. Pero no lo hice. El miedo me lo impidió. El miedo, quizás, hacia mi propia maldad. Tuve la impresión de que su rostro era el mío, de que él y yo éramos uno, de que, de alguna forma, Ignacio Narbondo había sorbido en él parte de mí, había consumido la única parte de mi persona que alguna vez había valido algo más que una ventosidad, y había dejado solamente un maligno pudín carente de fuerzas, derrumbado en aquella silla donde permanecí sentado hasta las diez y media de la mañana siguiente.
»Y así fue como Nell, la pobre, me encontró. Le supliqué que me matara. Yo no tenía el valor para hacerlo. Se lo supliqué. Le hablé del chico. Le juré al mismo tiempo que había terminado con mi búsqueda…, que la creación de la vida en sí no valía un infierno. Pero le mentí. La cosa en la caja puede detener la entropía. Puede separar el agua tibia en hielo y vapor si lo desea. Puede animar la carcasa de una rata muerta desde hace meses detrás de una pared y hacerla bailar por toda la habitación como una marioneta. Es prodigiosamente viejo, y la única consecuencia del paso del tiempo es su estado encogido. Pero debe ser mantenido dentro de la caja.
»La hábil estructura de Keeble con una pantalla a través de la cual puedo comunicarme con él me temo que ha conducido a mi propia ruina. No puedo decir exactamente cómo. Es un intercambio entre los dos…, conocimiento por libertad. Si él puede encontrar su aparato y un piloto con la estatura suficiente para manejarlo, se perderá entre las estrellas en un momento. Pero eso no ocurrirá. No hasta que yo consiga lo que quiero…, nosotros, debería decir, porque el jorobado se ha recobrado, y jura que regresará a Limehouse esta noche si las calles se hallan ocultas por una capa suficientemente densa de niebla.
»¿Debo ir con él? ¿Me arrastrará de nuevo a sus talones como una sombra, una sombra cada vez más ajustada a él? ¿O la caída de la noche traerá consigo el fin a una existencia infeliz e innatural? No puedo imaginarme de ninguna forma despertando a la mañana siguiente. Por primera vez en mi vida la mañana está embozada de negro».
—No hay mucho más —dijo St. Ives, aplicando una cerilla a su fría pipa con mano temblorosa. Había leído el manuscrito antes, pero no podía encajar completamente esta última parte en su mente. Nell, estaba seguro, no era culpable de nada. Más que eso. Era heroica. El que el hecho de dispararle a su hermano, de llevarse en secreto al maldito homúnculo y entregárselo a Birdlip para que se lo llevara perpetuamente allá arriba, la hubieran conducido al exilio y a unos terribles remordimientos, era la mayor tragedia. Kraken había estado en lo cierto. St. Ives dejó caer el manuscrito al suelo. De alguna forma, el acto de leerlo en voz alta lo había vaciado de todo deseo de examinarlo de nuevo.
El Capitán se levantó y se dirigió con paso vacilante hacia un bote de tabaco, retiró la tapa y extrajo un pellizco de negro y enroscado tabaco, que metió en la cazoleta de su enorme pipa.
—En una ocasión me embarqué con un comerciante-dijo —que conoció esa cosa…, ese duende en la botella. Incluso fue su propietario durante un mes, y casi se volvió loco en medio de un tifón en el cabo de Hornos. Se lo vendió a un marinero indio en una balandra en el canal de Mozambique—. Sacudió la cabeza ante la enormidad de todo aquello, y volvió a sentarse.
—¿Y el resto? —preguntó con viveza Godall—. El otro ciento y pico de páginas…, ¿son tan estremecedoras como esta parte?
—Cada vez más —dijo St. Ives—. El declive fue rápido…, casi desde el mismo día en que compró la cosa en la caja.
—En la botella —intervino Keeble, mirando hacia la calle a través de la ventana—. No había ninguna caja hasta que yo la construí.
St. Ives asintió.
—Parecía poseído por la cosa…, por la idea de que podía no sólo revivir a los muertos, un efecto que deduzco que había descubierto sin la ayuda del homúnculo, sino que, de alguna forma, con él, podía perpetuar la vida. Indefinidamente. Quizá podía incluso crear la vida. Y quizá podía. Hay una referencia a un experimento coronado por el éxito en el cual revivió a un viejo de Chingford, que moría de paresia generalizada. Según Owlesby, le quitó cuarenta años de encima. Todo ello suena de una forma terriblemente alquímica, cosa que, debo decir, está fuera de mi especialidad.
»Estaba seguro de que la nave espacial perteneciente al homúnculo se hallaba en Londres, y esperaba descubrirla a fin de vendérsela, podríamos decir, a la condenada criatura a cambio del poder sobre la muerte y el tiempo. Si su declive hacia la locura y la degradación fue resultado de su codicia científica, o un lento envenenamiento debido a su contacto con el homúnculo, es algo imposible de decir. Evidentemente, ni siquiera el propio Owlesby lo sabía.
»Al parecer, Owlesby se sentía tan celoso de su propiedad de la cosa que no permitía que Narbondo se le acercara. El hecho que Nell desapareciera con él debió enfurecer al jorobado. Ella le arrancó el secreto de la vida de sus manos, cabría decir, para entregárselo a Birdlip…
—Que en cuestión de semanas deberá caer de los cielos a nuestras manos —apuntó Godall.
El Capitán frunció el ceño. St. Ives asintió.
—Bien —dijo Keeble, llenando hasta el borde su vaso de una botella de ale abierta—, éste es un asunto triste, muy triste. Si me lo preguntan, diré que deberíamos acudir al encuentro del dirigible cuando aterrice, y apostaré mi reloj de los monos a que lo hace en Hampstead Heath, de donde despegó…, y apoderarnos de la caja. Siendo los que somos, no tendría que ser difícil. Luego deberíamos meterla en un saco lleno de piedras y dejarla caer desde el centro del puente de Westminster cuando el río esté más alto. La caja no es hermética, puedo asegurar esto. Independientemente de los poderes que tenga la cosa, necesita respirar, ¿no? No es un pez; es un pequeño hombre. Lo he visto. Lo ahogaremos como si fuera un gato, aunque sólo sea para mantenerlo fuera de las garras de ese doctor jorobado. —Keeble hizo una pausa, con la barbilla apoyada en su mano—. Y por lo que le hizo a Sebastian. Lo mataré por eso. Pero en realidad no sirve de nada insistir sobre ese asunto de Limehouse. Es agua bajo el puente, eso es lo que es. Nada más que eso. Y agua lodosa, además. Así que simplemente cambiemos de tema por un momento, caballeros, y prestemos atención a la fecha. Hoy es el cumpleaños de Jack, y tengo un regalo para él.
Jack enrojeció, puesto que no le gustaba, ni siquiera estando entre amigos, ser el centro de la atención, St. Ives hizo una mueca muy a su pesar. Quizá no hubiera debido airear los recuerdos de Sebastian de una forma tan liberal. Y en el cumpleaños de su hijo, por el amor de Dios. Bueno, esto era el Club Trismegisto, y los fines que perseguían podían conducirles por senderos poco agradables…, no había ninguna duda al respecto. No se conseguía nada con fingimientos y timidez. Mejor limpiar el aire con la verdad directa. Mejor hacer eso que ocultar las cosas y permitir que parecieran con ello más despreciables y aterradoras.
St. Ives deseó, sin embargo, haber sabido que era el cumpleaños de Jack a fin de tener la oportunidad de hacerle algún regalo, por intrascendente que fuera. Pero no podía recordar el cumpleaños de nadie…, ni siquiera el suyo propio la mayor parte de las veces. Keeble sacó un paquete cuadrado de aproximadamente el tamaño y la forma de una caja de sorpresas de ésas que llevan en su interior un muñeco a resorte. St. Ives estuvo casi seguro de su contenido, de que había sido testigo de la actuación de aquel caimán de relojería no hacía demasiados días.
—Un brindis en honor del joven señor Owlesby —dijo de corazón Godall, alzando su vaso. El resto de la concurrencia siguió su gesto, ofreciendo tres vivas a Jack.
Desde las sombras de la habitación de atrás, Kraken alzó también su vaso…, o su frasco más bien, que estaba vacío de ginebra en sus dos terceras partes. A Kraken le parecía como si se hallara perpetuamente en ese estado. Cómo podía estar más a menudo vacío que lleno era un absoluto misterio. Kraken no había ahondado particularmente en las matemáticas, de modo que estaba dispuesto siempre a admitir que sobre su ginebra actuaban fuerzas desconocidas que era incapaz de identificar. Sin embargo, las investigaba. Intentaba descubrirlas. Como guisantes metidos en una botella, se decía a sí mismo. Los hechos no eran más que eso. Y las matemáticas eran hechos, ¿no? Los números en una página eran como insectos en un pavimento adoquinado. Escurriéndose hacia todos lados. Pero eran un producto de la naturaleza. Y la naturaleza poseía su propia lógica. Algunos de los insectos se ocupaban de preparar la cena…, trozos y fragmentos de esto y aquello. Dios sabía lo que comían, materias elementales con toda seguridad. Otros tendían senderos, arrastrando diminutos fragmentos de gravilla para edificar un montículo, midiendo las distancias, explorando el terreno, todos ellos, aquí y allá, sobre el pavimento…, un caos para el hombre ignorante de la ciencia, pero un fragmento orquestado de música para… para un hombre como Kraken.
Se preguntó si algún día podría escribir un artículo al respecto. Era…, ¿qué era? Una analogía. Eso es lo que era. Y, pensaba Kraken, tenía que explicar el asunto de la desaparición de la ginebra del frasco. La belleza de la ciencia era que convertía las cosas en algo tan claro, tan lógico. El cosmos: tras eso iba la ciencia…, tras el sucio cosmos como un conjunto. Sonrió al pensar que lo comprendía. No había hecho más que recorrer las palabras de Ashbless. Las había visto un centenar de veces, por supuesto. Pero sólo eran palabras. Eras ciego a ellas durante años. Luego, una de ellas te alcanzaba y te golpeaba fuertemente, y bingo, como velas encendidas de repente en una habitación a oscuras, resultaba que estaban en todas partes…, cosmos, cosmos, cosmos. El orden de las cosas. El orden secreto, oculto a la mayoría. Un hombre tenía que dejarse caer de rodillas y examinar los adoquines del pavimento para ver los insectos que hormigueaban allí, afanándose en su pequeña esquina de la Tierra con la misma seguridad que un marinero estableciendo el rumbo mediante el inmutable esquema de las estrellas.
Un estremecimiento recorrió su espina dorsal. Raras veces había visto las cosas tan claramente, tan… tan… cósmicamente. Ésa era la palabra. Agitó su frasco. Todavía quedaba un trago o así en el fondo. ¿Por qué demonios estaba más vacío que lleno? Si podía ser echada dentro una determinada cantidad, la isma cantidad podía ser echada fuera. Lo había llenado aquella misma mañana en Whitechapel…, hasta el gollete. Pero no había permanecido lleno ni media hora. Había permanecido casi vacío durante todo el día. Horas de vaciedad. Y, si no fuera por la botella de whisky debajo de la cama, a estas alturas estaría completamente seco.
Kraken trató de resolver el problema. No le parecía justo. Como los insectos, se recordó a sí mismo, cerrando fuertemente los ojos e imaginando un escurridizo montón de insectos con formas de números en un pavimento de adoquines grises. No pareció servir de nada. No podía aplicar el ejemplo de los insectos al problema del frasco. Miró con ojos entrecerrados a la habitación del otro lado a través de la entornada puerta.Había pasado la última media hora con las manos contra los oídos, dejando fuera el triste asunto de los recuerdos de Sebastian Owlesby. Ya los conocía…, demasiado. Vació el frasco, buscó debajo de la cama, extrajo el whisky. Era un hombre de ginebra, cierto, pero en caso de necesidad…
El joven Jack estaba agitando una especie de caja. Kraken frunció los ojos hacia ella. Estaba seguro de haberla visto antes. Pero no, no la había visto. Había algo dentro de ella…, un animal de algún tipo, y pequeños pájaros. El animal —al parecer un cocodrilo— se lanzaba contra uno de los pájaros, lo engullía, luego se sumergía fuera de la vista. Kraken meditó sobre ello, inseguro acerca de cuál era la finalidad exacta de todo aquello. Permaneció sentado unos momentos, apretándose la frente con los puños, luego se levantó de su cama y se dirigió hacia la puerta abierta a un lado.
A su izquierda había otra habitación a oscuras…, la habitación donde se hallaba el arcón de marino. Su corazón latió acelerado. Hubo un tumulto de palabras y risas mientras todo el mundo se reunía en torno al regalo de cumpleaños de Jack, el mecanismo de Keeble. Kraken se deslizó en la habitación a oscuras, atraído por una incierta curiosidad. Golpeó con los pies el arcón antes de verlo, gruñó de tal modo que estuvo seguro de que todos en la habitación de fuera volverían la cabeza hacia allá. Pero ninguna cabeza se volvió. Al parecer, todos estaban abstraídos en el maravilloso juguete.
Kraken se inclinó sobre el arcón y pasó las manos por su parte frontal hasta hallar la plana cerradura circular. Trasteó con ella, sin saber exactamente cómo funcionaba el mecanismo, inseguro incluso de qué demonios era lo que buscaba…, ciertamente no la esmeralda. Tenía que permanecer silencioso como un escarabajo. No quería ser oído. Dios sabía lo que pensaría el Capitán si le viera trasteando con su arcón. La cerradura restalló de repente y el cierre se alzó, rascando los nudillos de Kraken. Se metió tres dedos en la boca. Supondrían que era un vulgar ladrón, por supuesto. O, peor aún…, supondrían que estaba confabulado con quien fuera que era su enemigo.
La luz de las otras habitaciones iluminaba débilmente el contenido del arcón. Kraken lo revolvió, ordenando silencio cada vez que algún objeto siseaba o resonaba, ordenándose silencio a sí mismo también. Metió la cabeza entre los objetos, que consiguió echar hacia ambos lados del arcón. El frío cobre del catalejo se apretó contra su mejilla, y el olor del roble y del cuero y del polvo se alzó ante él…, unos olores ciertamente muy agradables. Sería estupendo permanecer así, con la cabeza hundida como un avestruz entre cosas fabulosas. Podría quedarse fácilmente dormido allí, si no estuviera de pie. Podía oír la sangre latir en su cabeza…, avanzando y retrocediendo como las mareas, como hubiera dicho Aristóteles…, y, en medio de su rugir, apenas podía oír otra cosa, una voz, parecía, procedente de algún lugar muy muy lejano.
Se interrogó al respecto, consciente de que el chirlo en su frente había empezado a pulsar. Era incapaz de decidir qué hacer a continuación. ¿Por qué estoy de pie aquí, con la cabeza metida en el arcón?, se preguntó a sí mismo. Pero sólo le llegaba una respuesta: has bebido demasiado. Kraken sonrió.
—El whisky es peligroso-dijo, medio en voz alta, escuchando sus propias palabras resonar en el arcón. Estaba loco bebiendo whisky. La ginebra no le hacía esto a un hombre…, convertirlo en un idiota. De pronto se sintió desesperadamente asustado. ¿Cuánto tiempo llevaba allí, inclinado sobre el arcón? ¿Estaba la habitación a sus espaldas llena con los rostros de sus amigos, todos ellos tensos por el odio?
Extrajo lentamente la cabeza, cuidando de no desatar una avalancha de despojos náuticos. Sujetaba en sus manos la caja oculta. Un estremecimiento de miedo y excitación recorrió sus venas, barriendo todo pensamiento racional. Allí estaba de nuevo…, la voz, pequeña y distinta, como si alguien estuviera atrapado, quizás, en la pared. No podía comprender nada de aquello. De pronto, ni siquiera estuvo seguro de que deseara comprenderlo, y se vio asaltado por la brusca seguridad de que la voz le hablaba desde dentro de su propia cabeza…, un demonio.
Estaba poseído. Había leído a Paracelso. Inmediatamente le golpeó la idea de que aquello era casi con toda seguridad obra de Mumia, que la mujer que lo había atraído hasta la madriguera donde había sido golpeado era una bruja. Lo había utilizado, estaba seguro de que el peso de Mumia residía en él a través de los cadáveres que había transportado en su carro por todo Londres en plena noche. Los pecados de su pasado se estaban alzando como espectros y le señalaban. Se estremeció de puro miedo. Lo que necesitaba era más whisky. Silenció la diminuta voz, haciendo chasquear los dientes para ahogar el sonido, luego saltó presa de un repentino horror cuando el sonido se convirtió en un griterío de temor.
Dejó caer con un golpe seco la tapa del arcón y se apartó de un salto de él. La habitación exterior era un tumulto. ¡Era de allí de donde había procedido el sonido! Kraken miró por la jamba de la puerta, sólo para retroceder rápidamente a la comparativa seguridad de la oscura habitación. Kelso Drake estaba de pie en la abierta puerta de la tienda. Había venido al fin. Haber golpeado y disparado a Kraken no lo había satisfecho. Había acudido a terminar el trabajo. Kraken se retiró a la oscura habitación hasta tropezar contra una ventana cerrada. Soltó el cierre, la abrió, se arrastró sobre el alféizar y se deslizó al barro del callejón, donde permaneció tendido unos momentos, respirando pesadamente. Se levantó, echó una mirada por encima del hombro a Spode Street, luego se alejó a largas zancadas hacia Billingsgate. En unas pocas horas la multitud del mercado del pescado los ocultaría a él y a su presa de sus enemigos.