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El Club Trismegisto

St. Ives siempre se había sentido como en su casa en la tienda del capitán Powers, aunque habría tenido dificultad en decir exactamente por qué. Su propia casa —el hogar de su infancia— no se parecía en lo más mínimo a ella. Sus padres se habían enorgullecido de ser modernos, y no aceptaban ni el tabaco ni el licor. Su padre había escrito un tratado sobre la parálisis, relacionando la enfermedad con el consumo de carne, y durante tres años la carne no cruzó aquel umbral. Era un veneno, una abominación, carroña…, como comer porquería asada, decía su padre. Y el tabaco: su padre se estremecía ante la sola mención de la palabra. St. Ives podía recordarlo de pie sobre una caja de madera debajo de un roble sin hojas, no podía decir exactamente dónde —quizás en el St. James Park—, gritándole a una indiferente multitud los males de la intemperancia en general.

Sus teorías habían declinado de lo científico a lo místico y luego a un puro galimatías, y ahora seguía escribiendo aún artículos, a veces en verso, desde su confinamiento en un confortable y protegido sótano al norte de Kent. St. Ives había decidido a la edad de doce años que la intemperancia en los placeres de los sentidos era, en general, menos ruinosa que la intemperancia a lo largo de líneas más abstractas. Le parecía que nada merecía el perder tu sentido de la proporción y tu humor, y menos que nada un pastel de carne, una pinta de ale y una pipa de latakia.

Todo lo cual explicaba, quizá, por qué la tienda del Capitán le resultaba un lugar completamente agradable. Desde un cierto ángulo era decididamente claustrofóbica y poco iluminada, y no se sacaba ningún provecho examinando el tapizado de los varios sillones y sofás que había apretadamente juntos en la parte de atrás de la tienda. Los muelles que asomaban aquí y allá de los desgarrones en el tapizado, y que arrastraban consigo jirones de algodón, habían sido posiblemente, en su día, ejemplos coronados de su tipo. Y las alfombras orientales esparcidas por el suelo hubieran podido ser dignas de las losas de un templo cincuenta o sesenta años antes.

Grandes botes de tabaco ocupaban gruñentes estantes, separados de tanto en tanto por hileras de libros, todos torcidos y apilados y aparentemente sin tener nada en absoluto que ver con el tabaco, pero siendo, le parecía a St. Ives, su propia excusa…, algo muy satisfactorio. Todo valía cualquier cosa que se quisiera, se decía a sí mismo, y ésa era su propia excusa. Tres o cuatro tapas de los botes de tabaco estaban ladeadas, impregnando el inmóvil aire de la tienda con un aromático perfume.

William Keeble se inclinó sobre uno, metió sus largos dedos en la boca del bote y extrajo un pequeño amasijo de tabaco, que brilló dorado y negro a la luz de gas. Lo atacó en la cazoleta de su pipa, luego miró su interior como sorprendido, apretándolo desde tantos ángulos como le fue posible antes de encenderlo. Había mucho en sus gestos para atraer a un hombre de ciencia y, por un momento, el poeta dentro de St. Ives luchó con el físico, ambos pidiendo la supremacía.

Los estudios de St. Ives en Heidelberg bajo Helmholt lo habían puesto en contacto por primera vez con un oftalmoscopio, y podía recordar haber mirado por el maravilloso instrumento el interior del ojo de un compañero estudiante de naturaleza artística, un hombre dado a los largos paseos por los bosques y la contemplación de idílicos paisajes. Justo cuando empezó la operación, el hombre había visto a través de una ventana abierta las caídas ramas de un peral en flor, y una pequeña resaca de la visión que ornamentaba el interior de su ojo, repentinamente traída a la vida por el aparato, danzó como hojas en un breve viento. Por un congelado momento, después de que St. Ives retirara el instrumento, y antes de que un parpadeo cortara en seco la imagen, las flores del peral y un asomo de nube derivando al fondo fueron reflejadas en el cristalino del ojo del hombre. La conclusión que extrajo St. Ives tendía, tuvo que admitirlo, hacia lo poético, y estaba reñida con los métodos del empirismo científico. Pero fue esa sugerencia de belleza y misterio lo que le atrajo tan abrumadoramente hacia el estudio de las ciencias puras y que —¿quién puede decirlo?— le impulsó a recorrer las avenidas que tal vez lo condujeran finalmente a las estrellas.

Los botes de tabaco del Capitán —no había dos iguales, y habían sido reunidos de las más distantes partes del mundo— le recordaban, abiertos como estaban, una tienda de caramelos. La sensación, por lo demás, era apropiada y exacta. Su propia pipa se había apagado. Aquí tenía la oportunidad de ensayar alguna mezcla nueva. Se levantó y miró al interior de un bote de porcelana de Delft conteniendo «Old Bohemia».

—No se sentirá decepcionado con ése —le llegó una voz desde la puerta, y St. Ives alzó la mirada para ver a Theophilus Godall sacándose el sobretodo en el umbral. La puerta de la calle se cerró tras él con un golpe, empujada por el viento. St. Ives asintió e inclinó la cabeza hacia el bote de tabaco como invitando al comentario de Godall. Había algo en aquel hombre, decidió St. Ives, que le daba un aire de mundanidad e indefinida experiencia…, algo en la forma de su aquilina nariz o en la seguridad de su porte—. Fue mezclado originalmente por una reina de la casa real de Bohemia, que fumaba una pipa cada día, exactamente a medianoche, y luego bebía un poco de brandy con agua caliente de un solo sorbo y se retiraba. Posee cualidades medicinales que pueden ser discutidas. —St. Ives no podía ver ya ninguna forma de dejar de fumar una pipa de aquel tabaco. Empezó a lamentar su incapacidad de hacer justicia al resto del ejemplo de la reina, luego vio, con el rabillo del ojo, que el capitán Powers emergía de la parte de atrás de su tienda con una bandeja y botellas. Godall sonrió alegremente y se alzó de hombros.

Detrás del Capitán, con el sombrero en la mano, estaba Bill Kraken, el pelo enormemente revuelto por el viento. Jack Owlesby entró por la puerta delantera detrás de Godall, elevando el número de personas en la tienda a siete, incluido el hombre de St. Ives, Hasbro, que estaba sentando leyendo un ejemplar de las Guerras peloponesas y bebiendo pensativamente un vaso de oporto.

El Capitán se dirigió a su silla Morris y se sentó, con un gesto vago hacia la colección de botellas y vasos en la bandeja.

—Gracias, señor-dijo Kraken, y se inclinó sobre una botella de Laphroaig. —Daré un sorbo, señor, puesto que me lo pide—. Se sirvió sus buenos dos centímetros en un vaso, y lo engulló con una mueca. St. Ives tuvo la impresión de que se hallaba en mala forma…, pálido, desgreñado. Atormentado era la palabra precisa. St. Ives lo observó atentamente. La mano de Kraken se estremeció hasta que, con un visible gesto, el temblor lo recorrió de pies a cabeza, mientras el licor hacía efecto y proporcionaba una influencia equilibradora. Quizá su aspecto pálido y tembloroso era producto de la ausencia de alcohol antes que de la presencia de alguna culpabilidad o temor.

El Capitán dio unos golpecitos en el mostrador con la cazoleta de su pipa, y la sala quedó en silencio.

—Me sentí inclinado a creer, como ustedes, que el intruso del sábado pasado era un ladrón, un revientapisos, pero no es ése el caso —dijo.

—¿No? —preguntó St. Ives, sorprendido por la brusca revelación. El también había tenido la misma sospecha. Se estaban produciendo demasiadas cosas como para que todo fuera producto del azar…, demasiados rostros en las ventanas, demasiados nombres repetidos, demasiados hilos comunes de misterio para que él supusiera que no formaban parte de alguna trama mucho más vasta y complicada.

—No —dijo el Capitán, acercando una cerilla a su pipa. Hizo una pausa teatral, mirando de reojo a su alrededor—. Volvió esta tarde.

Keeble asintió. Había sido el mismo hombre. Keeble no olvidaba su nuca, que era todo-lo que había podido ver esta segunda vez. Winnifred estaba en el museo, catalogando libros sobre lepidópteros. Jack y Dorothy, gracias a Dios, estaban fuera en el mercado de las flores, comprando begonias de invernadero. Keeble se había echado a dormir una hora. Había estado trabajando un poco en el motor, y lo había puesto todo —los planos, el pequeño artilugio con el caimán, las notas— en un agujero en el suelo que nadie, ningún otro ser vivo, sería capaz de descubrir. Luego se había echado un poco al mediodía, y había dado la bienvenida a la llegada del parpadeante Morfeo. Un sonido lo había despertado. La ventana de arriba de nuevo. Estaba seguro de ello. Oyó ruido de pasos. El cocinero, que entraba por la puerta de atrás con un pollo, se vio frente al ladrón, y le golpeó en pleno rostro con el desplumado animal antes de coger un cuchillo de trinchar. Keeble había salido con su camisa de dormir y, de nuevo, había perseguido al hombre hasta la calle. Pero la dignidad exigía que abandonara la caza. Un hombre con una camisa de dormir: era impensable. Y su pie…, aún no se había recuperado del último encuentro.

—¿Detrás de qué iba? —preguntó Godall, jadeando ante la narración de Keeble—. ¿Está seguro de que no era algo de valor?

—Pasó corriendo ante un buen número de cosas de valor —dijo Keeble, mientras se servía un tercer vaso de oporto—. Podría haberse llenado los bolsillos entre la buhardilla y la puerta de entrada.

—Así pues, ¿no cogió nada? —intervino St. Ives.

—Al contrario. Robó los planos para un asasalchichas que puede ser montado en el tejado. Tenía intención de ensayarlo durante la próxima tormenta eléctrica. Hay algo en las tormentas con rayos que me hace pensar inmediatamente en las salchichas. No puedo explicarlo.

Godall, incrédulo, se sacó la pipa de la boca y le miró de reojo.

—¿Nos está diciendo que entró furtivamente en la casa para robar los planos de esa fabulosa máquina de asar salchichas?

—En absoluto. Más bien creo que iba tras algo diferente. Había estado forzando el suelo con una palanca. Me había visto meter los planos en el escondrijo. Estoy seguro de ello. Pero no pudo conseguirlos. Tengo la teoría de que mantuvo el batiente de la ventana abierto con un palo para poder salir de nuevo rápidamente. Pero el palo resbaló, el batiente se cerró de golpe y el pestillo se encajó, y, presa del pánico, cogió el primer juego de planos que encontró y echó a correr, pensando que podría salir antes de que yo despertara. El cocinero lo sorprendió.

—¿Qué puede hacer con esos planos? —preguntó el Capitán, golpeando ahora su pipa contra su pierna de marfil.

—Absolutamente nada —dijo Keeble.

Godall se puso en pie y miró fuera, a los remolinos de polvo y basura que el viento arrastraba a lo largo de Jermyn Street en medio de la noche.

—Apuesto lo que quieran a que Kelso Drake pone en el mercado un artilugio así antes de un mes. No en busca de beneficios, entiendan, no creo que haya muchos beneficios en eso…, sino como una burla, para reírse de nosotros. Entonces, ¿iba tras el motor del movimiento perpetuo?

Keeble empezaba a asentir cuando una llamada en la puerta lo cortó en seco. El Capitán se puso en pie de inmediato, con un dedo en los labios. No había nadie, más allá de ellos siete, en quien pudieran confiar, y nadie, ciertamente, que tuviera nada que hacer en una reunión del Club Trismegisto. Kraken se deslizó discretamente a una habitación de atrás. Godall se metió una mano en la chaqueta, un gesto que sobresaltó a St. Ives.

Al otro lado de la puerta apareció un joven de edad indeterminada, principalmente debido a su desastrosa complexión. Podía tener treinta años, pero era más probable que tuviera veinticinco: de mediana altura, barrigudo, hosco y ligeramente encorvado. La sonrisa que jugueteaba en las comisuras de su boca era evidentemente falsa, y no servía en absoluto para animar su mirada…, ojerosa y oscura por un exceso de estudio bajo una luz inadecuada. St. Ives tuvo la impresión de que era un estudiante. Pero no un estudiante de nada identificable o práctico, sino un estudiante de artes oscuras, o del tipo que agita morosamente la cabeza, con aire experto, sobre lastimera y cínica poesía, y que ha ingerido opiatos y recorrido las calles a medianoche, sin destino, movido por un exceso de morbosidad y bilis. Sus mejillas parecían casi hundidas, como si se estuviera consumiendo o metamorfoseando en un pez particularmente pintoresco. Necesitaba una pinta de buena ale, un pastel de riñones, y media docena de alegres compañeros.

—Me dirijo a una reunión del Club Trismegisto —dijo, inclinando casi imperceptiblemente la cabeza. Nadie respondió, quizá porque no se había dirigido a nadie en particular, o quizá porque parecía como si no esperara ninguna respuesta. El viento silbaba a sus espaldas, agitando el deshilachado dobladillo de su chaqueta.

—Entre, amigo —dijo el Capitán tras una larga pausa—. Sírvase usted mismo un vaso de brandy y exponga su asunto. Éste es un club privado, ¿sabe?, y nadie con dos dedos de frente desearía unirse a él, si me entiende. Todos somos más o menos perezosos y tenemos poco interés en buscar nuevas manos, por decirlo así, que remienden nuestras velas.

Las palabras del Capitán ni siquiera hicieron parpadear al hombre. Se presentó a sí mismo como Willis Pule, un conocido de Dorothy Keeble. Los ojos de Jack se entrecerraron. Estaba seguro de que la afirmación era una mentira. Estaba familiarizado con los amigos de Dorothy, más aún, estaba familiarizado con el tipo de personas que podían ser amigos de Dorothy. Evidentemente, Pule no era uno de ellos. Dudó en decirlo sólo por un espíritu de hospitalidad —después de todo, era la tienda del Capitán—, pero la misma presencia del hombre se convirtió en una afrenta inmediata.

Godall, con la mano aún en su chaqueta, se dirigió a Pule, que no había tocado ningún vaso pese al ofrecimiento del Capitán.

—¿Qué supone usted que somos? —preguntó. La pregunta pareció coger a Pule por sorpresa.

—Un club —tartamudeó, mirando a Godall, luego apartando rápidamente la vista—. Una organización científica. Soy estudiante de alquimia y frenología. He leído a Sebastian Owlesby. Muy interesante.

Pule hablaba nerviosamente, con una voz desgraciadamente aguda. Jack se sintió doblemente insultado…, primero por la mención de Dorothy, ahora por la mención de su padre. Habría que echar a este Pule a la calle. Pero Godall pasó por delante de él, agitando su mano libre y dando las gracias a Pule por su interés. El Club Trismegisto, dijo, era una organización dedicada a la biología, a la lepidoptería, de hecho. Estaban compilando una guía de campo de todas las mariposas y polillas de Gales. Sus discusiones no tenían ninguna utilidad para un estudiante de alquimia. O de frenología, todo sea dicho de paso, aunque, insistió Godall, era un estudio fascinante. Lo sentían terriblemente. El Capitán hizo eco del sentir general de Godall, y Hasbro se levantó instintivamente y acompañó a Pule hasta la puerta, asintiendo graciosamente con la cabeza mientras lo hacía. Transcurrió un momento de silencio después de que Pule se hubiera ido. Luego Godall se puso en pie, tomó su gabán del perchero y salió apresuradamente.

St. Ives estaba sorprendido de que Godall hubiera echado tan rápida y expeditivamente a Pule, que por supuesto no era el tipo de hombre que querían, pero que quizá fuera bienintencionado. Después de todo, poco daño se podía hacer alabando a Owlesby, aunque las experimentaciones de Owlesby no eran totalmente dignas de alabanza. De hecho, ahora que pensaba en ello, St. Ives no estaba seguro de hacia qué parte del trabajo de Owlesby tenía Pule tanta admiración. Ninguno de los demás pudo iluminarle a este respecto. Al parecer, ninguno conocía a Pule.

Kraken asomó la cabeza desde la habitación de atrás, y el capitán Powers le hizo señas de que volviera a entrar. Godall y Pule fueron olvidados por el momento mientras Kraken, a invitación del Capitán, contaba la historia de sus meses como empleado de Kelso Drake, el millonario, señalando en su relato sus lecturas sobre temas científicos y metafísicos, las aguas profundas sobre las que había navegado cotidianamente. Y lo que había encontrado allí, podía asegurárselo, les hubiera sorprendido a todos. Pero Kelso Drake…, nada acerca de Kelso Drake podía sorprender a Bill Kraken. Kraken no conseguiría nunca que le gustara Drake, ni siquiera por todo el oro que poseía el hombre. Bebió de golpe su escocés. Su rostro se puso rojo. Había sido echado por Drake, amenazado con recibir una paliza. Él iba a ocuparse de ver quién recibiría esa paliza. Drake era un cobarde, un tramposo, un invertido. Que Drake siguiera así. Allá él. Kraken le enseñaría lo que debía aprender.

¿Tenía Kraken alguna noticia de la máquina?, preguntó delicadamente St. Ives. No exactamente, llegó la respuesta. Estaba en el West End, en uno de los varios burdeles de Drake. ¿Era St. Ives consciente de eso? St. Ives lo era. ¿Sabía Kraken en cuál de los burdeles podía estar? Kraken no lo sabía. Kraken no entraría nunca en ninguno de los burdeles de Drake. No podían contenerles a Drake y a él al mismo tiempo. Estallarían. Trozos de Drake caerían sobre todo Londres como una malsana lluvia.

St. Ives asintió. La velada no revelaría nada acerca del vehículo alienígena. Hubiera debido suponerlo. Kraken estaba orgulloso de sí mismo, de la materia de la que estaba hecho. De pronto se lanzó a una vaga disertación sobre la rotación inversa de los propósitos y las finalidades, luego se interrumpió bruscamente para dirigirse a Keeble.

—Billy Deener —pareció decir.

—¿Qué? —preguntó Keeble, tomado por sorpresa.

—He dicho: Billy Deener. El hombre que entró por esa ventana.

—¿Lo conoce? —preguntó Keeble, sorprendido. El Capitán se envaró en su silla y dejó de tamborilear con sus dedos en el mostrador.

—¡Conocerle! —exclamó el repantigado Kraken—. ¡Conocerle! —Pero no se molestó en aclarar más—. Billy Deener es lo que es, se lo digo. Y si son ustedes listos, no se acercarán a menos de un kilómetro de él. —Y con eso Kraken tendió de nuevo la mano hacia el escocés—. Un hombre necesita un trago —dijo, queriendo dar a entender, supuso St. Ives, los hombres en general, y con la intención de dar ejemplo por todos los que no estaban allí para satisfacer aquella necesidad en particular. Unos momentos más tarde se deslizó en una silla y empezó a roncar tan fuertemente que Jack Owlesby y Hasbro lo arrastraron hasta la habitación de atrás, siguiendo las órdenes del Capitán, y lo tumbaron en una cama, cerrando la puerta tras él a su regreso.

—Billy Deener —dijo St. Ives a Keeble—. ¿Significa eso algo para usted?

—Nada en absoluto. Pero es Drake. Eso está claro. Godall tenía razón.

Keeble pareció palidecer ante la idea, como si él hubiera preferido que no fuera Drake. Era preferible un ladrón vulgar. Keeble se sirvió el poco escocés que quedaba en la botella, luego volvió a dejar ésta en la bandeja con un clanc en el momento en que Theophilus Godall regresaba de la noche, cerrando con cuidado la puerta a sus espaldas.

—Me disculparé —dijo de inmediato— por mi comportamiento…, que no ha sido el que cabría esperar de un caballero, como me considero y como deseo de todo corazón ser considerado. —El Capitán agitó una mano. Hasbro hizo chasquear la lengua. Godall continuó—: Me apresuré a sacar de aquí al señor Pule sólo porque lo conozco. Él, estoy seguro de ello, lo ignora. Sus intenciones no eran buenas, puedo asegurárselo. Anteayer estaba en compañía de ese hombre, Narbondo. —Hizo un gesto con la cabeza al sorprendido Capitán—. Me llamó la atención que ambos se conocieran y, aunque hubiéramos podido hacer hablar un poco más a ese Pule para ver de qué estaba hecho, creí que la idea era un tanto peligrosa, a la luz de lo que percibo como una situación de creciente gravedad. Discúlpenme si actué precipitadamente. El hecho de que saliera tras él fue simplemente un asunto de desear confirmar mis sospechas. Le seguí hasta Haymarket, donde se reunió con nuestro jorobado. Los dos subieron a un cabriolé, y yo regresé aquí tan apresuradamente como me permitía la buena educación.

St. Ives estaba abrumado. Allí había un nuevo misterio.

—¿Un jorobado? —preguntó, girando su cabeza de Godall al Capitán, que le miró con los ojos torvamente cerrados y asintió—. ¿Ignacio Narbondo? —El Capitán asintió de nuevo.

St. Ives guardó silencio. Al parecer, el bosque se había espesado. Y tan misterioso como el resto era el mero hecho de que el capitán Powers conociera tan bien a Narbondo, que al parecer tuviera los ojos fijos en las maquinaciones del malvado doctor. Pero ¿por qué? ¿Cómo? No era una pregunta que pudiera ser respondida inmediatamente.

Y Langdon St. Ives no era el único desconcertado. Jack Owlesby, quizá, era de todos ellos el que mostraba una mayor y más hosca curiosidad. Apenas conocía al Capitán, el cual, le parecía a Jack, conducía unos negocios muy extraños para un tabaquista. Tampoco conocía demasiado a Godall. Sólo estaba seguro de una cosa…, que se casaría con Dorothy Keeble o se volaría la tapa de los sesos. La más ligera sospecha de que estaba siendo arrastrado contra su voluntad a un maelstrom de intrigas hacía estallar su cólera. La idea de Willis Pule lo aplastaba con unos celos irracionales. Su ventana, se recordó a sí mismo, dominaba la tienda del Capitán. Estaría mucho más atento en el futuro; eso podía asegurarlo.

Era casi la una de la madrugada, y no se había conseguido nada. Como en un buen poema, los avatares de la noche habían suscitado más interrogantes, habían desvelado más misterios, de los que habían resuelto.

Los siete acordaron reunirse de nuevo dentro de una semana —antes si ocurría algo digno de ser examinado—, y se marcharon. Keeble y Jack al otro lado de la calle, Hasbro y St. Ives hacia Pimlico, Theophilus Godall hacia Soho. Kraken se quedó con el Capitán, puesto que era poco probable que se despertara antes del amanecer, pese a los chillidos del viento en las contraventanas y su silbar bajo los aleros.