5
Sombras en la pared
La oscuridad en el cementerio de Hammersmith era completa. Ni una estrella brillaba en el nublado cielo, y las ocasionales lámparas de gas que ardían en los ovalados nichos en las paredes de ladrillo de las dispersas criptas no iluminaban más que unas cuantas polillas cegadas que iban de un lado para otro en la noche, aleteaban locamente en torno a las llamas, y desaparecían luego de nuevo en la oscuridad. Una densa niebla procedente del río yacía sobre el suelo, y los viejos tejos y alisos cuyas inclinadas ramas daban sombra al terreno chorreaban humedad sobre el cuello y hombros de Willis Pule, que trabajaba torpemente al extremo de una pala. Se subió el cuello de la chaqueta en torno al suyo y maldijo. Sus guantes de gamuza eran una ruina, y en la palma de su mano, debajo de su pulgar, una ampolla del tamaño de un penique amenazaba con reventar.
Miró al rostro de su compañero. Odiaba al hombre…, doblemente por su pobreza y su estupidez. Su rostro era inexpresivo. No, no enteramente. Había un rastro de miedo en él quizá, un brillo de pavor ante el sonido del repentino crujir de una rama sobre su cabeza, ante la visión de las murmurantes hojas. Pule sonrió. Alzó de nuevo su pie izquierdo y lo clavó secamente sobre la pala. Resbaló, y la pala se hundió tan sólo cuatro o cinco centímetros y se inclinó hacia un lado.
Había algo absolutamente desagradable en aquel tipo de trabajo, pero el botín de la noche no podía confiarse sólo al bracero. Era por eso que Pule manejaba la segunda espada y no Narbondo, Pule estaba seguro de ello. Y, si eran descubiertos, no cabía la menor duda de que el doctor y su carro desaparecerían de inmediato, y Pule tendría que ingeniárselas por sí mismo para darle explicaciones al policía. Algún día, eso cambiaría. Pule miró en la semioscuridad hacia Palliser Road, pero los troncos de los árboles, a tan sólo diez metros de allí, eran una masa oscura y fantasmal en medio de la niebla, y la débil luz de su semicubierta linterna hacía que las criptas y las lápidas que les rodeaban parecieran más oscuras e imprecisas de lo que eran.
El repentino sonar de un distante reloj, sordo y lúgubre a través de la niebla, lo sobresaltó. Dejó caer su pala. Una sonrisa danzó momentáneamente en los labios y ojos de su compañero y luego desapareció, reemplazada por la pesada y torpe masa de la estólida indiferencia. Pule, hirviendo de irritación, recogió su pala, la cogió cerca de la base del mango y la clavó en la tierra. Penetró varios centímetros y luego chocó repentinamente contra la tapa de un ataúd, haciendo vibrar todo su brazo. Pule gruñó inadvertidamente con una sacudida de dolor y dejó caer la herramienta.
Su compañero, paleando rítmicamente, apartó la tierra de la parte superior de la caja, con su pala resbalando sobre la madera con un sonido apagado, El ruido raspó sorprendentemente fuerte en el pesado silencio. Pule dejó descansar su pala. Ya había tenido suficiente.
Se inclinó una vez más sobre la lápida, reducida a trozos hacía ya años y medio cubierta de musgo y lodo. Fragmentos de ella habían desaparecido por completo. El trozo más grande, aproximadamente de diez centímetros cuadrados, estaba tallado con profundas letras angulosas que deletreaban parte de un nombre: COTE, y debajo el número 8 y el hombro envuelto en maleza del bajorrelieve de un esqueleto. Los restos de Joanna Southcote reposaban en el ataúd. Su orgulloso hijo, que apenas era más que un cadáver también, se sentiría loco de alegría sobre los huesos carcomidos por los gusanos de allí dentro. Para Pule, cualquier deteriorado esqueleto se parecía completamente a cualquier otro.
El ataúd parecía sorprendentemente sólido para haber reposado tanto tiempo bajo tierra; sólo una esquina, por las apariencias, había sucumbido a la perpetua humedad y había empezado a pudrirse, con la madera separándose en largos y mohosos fragmentos a lo largo de las vetas. El compañero de Pule saltó dentro por la parte de la cabeza, cavó a su alrededor hasta que pudo coger las esquinas, e izó la caja.
Pule agarró también el ataúd en un intento de alzarlo más y sacarlo del agujero. El fondo estaba empapado, y sus manos se aplastaron contra terrones de lodosa tierra y bichos. El ataúd empezó a deslizarse de entre sus dedos, luego cedió bruscamente con un seco crac, cuando las tablas del fondo se abrieron por el centro y se desmoronaron en una lluvia de restos que cubrieron el rostro del hombre en el agujero. Del fondo del ataúd se deslizó el cadáver envuelto en gasas, que rodó, rígido, hacia un lado. Pliegues de podrido sudario se rasgaron para revelar largas tiras de enmarañado pelo flotando alrededor de un descompuesto rostro. Pequeños fragmentos de carne colgaban de las mejillas, como hongos en un árbol podrido. Los marfileños huesos de debajo brillaron débilmente a la luz de la lámpara.
Pule se inmovilizó, paralizado, sujetando en ambas manos fragmentos de las podridas tablas. El hombre en la abierta tumba parecía estar asfixiándose. Su rostro, crispado en su intento de alejarse del boquiabierto cadáver, parecía a punto de estallar. Con una monumental resolución, se retorció de debajo de los horribles restos, se echó hacia un lado unos cuantos preciosos centímetros, y se izó muy lenta y deliberadamente fuera del agujero. Luego caminó calmada y rígidamente hacia las iluminadas criptas, desapareciendo en unos momentos en la niebla.
Pule dominó una urgencia de gritarle y otra de llamar a gritos a Narbondo. Desenrolló una lona embreada sobre el suelo, encajó los dientes, saltó al interior del agujero y agarró el cadáver envuelto en su sudario entre sus brazos. Lo izó fuera y lo colocó sobre la lona, lo enrolló con la tela, luego se dirigió hacia la calle, abandonando la luz y arrastrando la lona embreada por la húmeda hierba, sin preocuparse de los golpes contra las tumbas. El bostezante rectángulo negro detrás de él se desvaneció en la bruma, por entre la que brillaba de tanto en tanto la difusa luz amarilla de la velada linterna.
Bill Kraken despertó y se halló en una cama extraña. No había ninguna confusión al respecto. Ni por un momento creyó hallarse en su propia y destartalada habitación. Se sentía agradablemente elevado, como si estuviera flotando a unos centímetros por encima de las sábanas, y oyó un sonido apremiante en sus oídos que le recordó una fría noche que había pasado una primavera anterior en una fábrica de conservas junto al río en Limehouse. Pero no estaba en Limehouse. Y se sentía agradablemente cálido bajo una colcha de plumas como las que no había visto desde hacía más de quince años.
Sentía la cabeza enorme. Se tocó la frente, y descubrió que estaba enfajada como la cabeza de una momia egipcia. Y había un sordo dolor en su pecho, como si hubiera sido coceado por un caballo. Sobre una mesilla al lado de la cama había un libro familiar. Reconoció la maltratada cubierta ocre, un largo fragmento de la cual estaba enrollada sobre sí misma, como si su anterior propietario hubiera tenido la nerviosa costumbre de sobarla entre el índice y el pulgar mientras leía. Era la Recopilación de filósofos londinenses de William Ashbless. Lo cogió alegremente, y miró su cubierta con los ojos fruncidos. En su mismo centro, como si hubiera sido medido cuidadosamente, había un agujero tan redondo como el extremo de un dedo. Abrió el libro, y la pequeña cavidad seguía página tras página, formando un hueco cónico, cuyo extremo alcanzaba la página ciento ochenta, deteniéndose antes de airear un tratado sobre poesía. Kraken leyó media página. Separaba a la humanidad en dos campos opuestos, como ejércitos preparados para una batalla: los poetas, o personas ingeniosas, por un lado, y los hombres de acción, o personas medio ingeniosas, por el otro. Kraken no estaba seguro de que la filosofía fuera una cosa tan densa como eso, pero la negativa de la bala a dañar aquella página parecía significativa. Tendría que estudiar más a fondo el asunto.
Supo repentinamente qué bala se había encajado en el libro. Era un milagro, el inconfundible dedo de Dios. Su bote de guisantes había desaparecido junto con su medio de subsistencia. De todos modos, ya estaba harto de los guisantes. Sería mejor volver a los calamares. Si eras golpeado en la cabeza con un calamar, las consecuencias no eran tan graves.
Le sorprendió un ruido procedente de alguna otra parte de la casa. A través de una puerta entreabierta pudo ver una segunda habitación, iluminada por una luz de gas. Una sombra apareció y desapareció en la pared, como si alguien se hubiera puesto en pie, quizá de una silla, hubiera hecho un gesto amplio, y se hubiera sentado de nuevo o se hubiera alejado de la lámpara. La sombra pertenecía a una mujer. Suya era la voz.
Kraken sentía escaso interés por las preocupaciones de la mujer, más allá de una curiosidad acerca de la identidad de sus benefactores. Un hombre dijo algo. Otra sombra apareció, encogiéndose contra la blanqueada pared y haciéndose más nítida. Un hombro apareció en su campo de visión, seguido por una cabeza…, la cabeza del capitán Powers. Eso explicaba las pipas de arcilla, la bolsa de tabaco y las cerillas junto al volumen de Ashbless. La oscuridad más allá de su ventana era Jermyn Street. Había sido salvado por el capitán Powers. Y, por supuesto, por la recopilación de filósofos londinenses.
Se oyó un sollozo en la habitación de más allá.
—¡No puedo! —exclamó la mujer. Los sollozos se reanudaron. El capitán Powers no dijo nada durante unos momentos. Luego los sollozos cesaron, y la voz del hombre interrumpió el silencio.
—Las Indias. —Kraken oyó sólo un fragmento—. St. Ives tiene razón. —Siguieron unos murmullos. Luego, con un tono repentino y apasionado, casi gritando, llegaron las palabras—: ¡Que lo intenten! —La sombra de la mujer reapareció y abrazó la sombra del Capitán. Kraken cogió el Ashbless y lo hojeó ociosamente, mirando por encima de su lomo.
El Capitán apareció de nuevo ante su vista, siguiendo a su sombra, cojeando sobre su pierna artificial. Trasteó con la cerradura de un arcón de marino que estaba colocado contra la pared, luego lo abrió y empezó a sacar cosas: un catalejo de cobre, un sextante, un par de sables unidos con cintas de cuero, un ídolo de palisandro tallado, una cabeza de cerdo tallado en marfil. Luego extrajo un falso fondo hecho con una plancha de roble, como si fuera un trozo del suelo que había bajo el arcón. Kraken se sobresaltó. Quizás era un trozo del suelo. El Capitán se inclinó por la cintura, y la parte superior de él desapareció en el arcón, mientras se sujetaba al borde con su mano izquierda y la derecha tanteaba al fondo. Se enderezó de nuevo. En su mano tenía una caja de madera, muy lisa y pintada con imágenes de algún tipo. Estaba demasiado lejos y demasiado en la sombra como para que Kraken pudiera ver mucho más.
—¿Está segura aquí? —preguntó la mujer.
—La he tenido aquí durante todos estos años, ¿no? —dijo firmemente el Capitán—. Nadie sabe de su existencia excepto tú ahora, ¿no? Unos cuantos días, una semana…, y Jack la tendrá. —El capitán se inclinó de nuevo sobre el arcón, ocultando la caja y volviendo a colocar la plancha de roble. Luego metió de nuevo metódicamente todas las cosas que había sacado.
Kraken miraba aturdido y maravillado. Sintió deseos de gritar, pero hacerlo podía ser peligroso. Había enormes secretos allí. Él no era más que un pequeño pez en aguas muy profundas…, un pequeño pez casi muerto. Volvió a dejar el Ashbless sobre la mesa, tiró de las ropas de la cama hasta su barbilla y cerró los ojos. Estaba cansado, y le dolía horriblemente la cabeza. Cuando despertó de nuevo, el sol penetraba por las diáfanas cortinas al lado de su cabeza, y el Capitán estaba sentado a su lado, fumando tranquilamente una pipa.
El viento silbaba más allá de los batientes mientras St. Ives fruncía los ojos hacia el pequeño espejo móvil encima de su mesilla de noche. El sol del día anterior había sido barrido, al parecer, fuera de la vista, y el viento azotaba la rama de un olmo chino contra la ventana, como furiosa de no poder entrar en la habitación y calentarse en el fuego. Era una mala forma de tratar las dispersas hojas verdes que habían asomado hacía apenas una semana en busca de la primavera, sólo para hallarse agostadas por un tiempo inclemente.
St. Ives esparció más gomina en la parte de atrás de su bigote. No quería que se despeinara ante cualquier ráfaga de viento. Trabajó los pelos hasta convertirlos en una especie de cimbreño pico, y se peinó las cejas hacia arriba para que le dieran la apariencia de un desgreñado simio, la misma que había adoptado el día anterior. El Señor sabía que el viento podía conseguir el mismo efecto…, realzarlo incluso, quizá. Se levantó, se puso un gabán, deslizó el manuscrito de Owlesby bajo la alfombra, cuidando de que su bulto quedara lo más disimulado posible, tomó el recién reparado reloj y salió al vestíbulo. Hizo una pausa, pensando, y regresó a la habitación. No servía de nada llamar la atención hacia el manuscrito…, mejor dejarlo de modo que pareciera algo trivial. Lo sacó de debajo de la alfombra y lo colocó encima de la mesilla de noche, agitando un poco los papeles y depositando su libro y su pipa encima de él para acabar de completar el cuadro.
Salió de un humor de mil diablos, con el reloj reparado bajo el brazo. Tenía la sensación de que había conseguido muy poco que valiera la pena. Llevaba casi un mes en Londres, y aún no había podido echar ni un vistazo a la fabulosa nave del visitante alienígena. Y no estaba en absoluto seguro tampoco de que pudiera conseguirlo, aunque su misión en Wardour Street tuviera éxito. La nave, por todo lo que sabía, podía ser prodigiosamente antigua. Podía no ser más que el oxidado cascarón del vehículo de la cosa…, tan sólo la descompuesta sombra de una nave espacial, buena para muy poco más allá de su valor como curiosidad, convertida muy probablemente en algún odioso artículo de gratificación corporal. Su propia nave, después de todo, era casi espacial. El oxigenador estaría terminado cualquier día de éstos. Quizás esta misma noche Keeble se lo trajera a la reunión del Trismegisto. Si era así, St. Ives podría marcharse por la mañana. No resistiría otra niebla más. Sus esfuerzos con el reloj serían satisfactorios o no, pero de todos modos volvería a casa.
Era cierto que había cosas extrañas en el aire…, el asunto con Narbondo y Kelso Drake y el pobre Keeble. Pero St. Ives era ante todo un hombre de ciencia, y en segundo lugar un detective aficionado. El Club Trismegisto podría seguir adelante sin él. Siempre podían llamarle a Harrogate, después de todo, si era necesaria su ayuda para erradicar una amenaza.
Se dirigió a la parte de atrás de la casa de Wardour Street y llamó al timbre. La estructura medio de madera daba a un patio interior donde languidecía una fuente de granito, poco más que un pequeño, sucio y espumoso cuenco en cuyo centro un pez escupía un chorrito de agua. Desde uno de los lados de la fuente un sendero de adoquines conducía a un enfangado callejón. Unas cuantas ventanas miraban ciegamente al patio donde languidecía la fuente. La casa debía ser oscura como una tumba por dentro, pensó St. Ives, una cosa extraña en un día así, ventoso y claro. Tocó de nuevo el timbre.
El callejón, desde el ventajoso punto donde se hallaba St. Ives, parecía avanzar durante unos treinta metros más antes de desembocar en una calle transitada, Broadwick, quizás. En la otra dirección moría en una pared de piedra, cuya parte superior estaba rematada con trozos de botella clavados verticalmente. Oyó el arrastrar de unos pies. La puerta se abrió una rendija y una mujer de aspecto carnoso miró fuera, como un cadáver desprovisto de sangre. St. Ives se sobresaltó involuntariamente, escudó los ojos, y decidió que su rostro estaba cubierto de harina de hornear. Su nariz era monumental y, de alguna manera, estaba limpia de harina, perchada allí como la cima de una montaña encima de una capa de nubes. Lo miró a través de las carnosas rendijas de sus ojos, en silencio.
—El relojero —dijo St. Ives, sonriéndole ampliamente. Si había alguna cosa que le irritaba realmente era la gente que fruncía perpetuamente el ceño, incluso cuando no había ningún motivo para ello. Lo único que lo explicaba era la estupidez…, el tipo de estupidez que casi exigía un puñetazo en un ojo. La mujer se limitó a gruñir—. He reparado su reloj —le aseguró St. Ives, mostrándoselo. Ella se pasó el dorso de la mano por la mejilla, embarrando la harina, luego dejó escapar un húmedo resoplido. Tendió la mano hacia el reloj, pero St. Ives lo retiró a una distancia segura—. Está el asunto de la factura —dijo, sonriendo aún más ampliamente.
La mujer desapareció en la oscura casa, dejando la puerta abierta. Evidentemente no era ninguna invitación, pero era una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. Entró, preparado para echar una mirada a su alrededor, pero se detuvo bruscamente, cerrando la puerta a sus espaldas. Allí, junto a una mesa, jugueteando con un dominó, se sentaba un hombre de aspecto fiero, con su abultada frente fruncida en una sola y profunda arruga. Había algo maligno en él, algo malsano, casi idiota. Un sombrero en tubo de chimenea, manchado y mellado, estaba apoyado sobre la mesa al lado del dominó. El hombre alzó lentamente la vista hacia él. St. Ives sonrió rígidamente, y la sonrisa pareció enfurecer al jugador de dominó, que medio se puso en pie. Fue interrumpido por la aparición del mayordomo con el rostro de mulo del que St. Ives había recibido el reloj. A su alrededor, llenando la cocina, flotaba una atmósfera densa con una amenaza indefinible…, una especie de manto que flotaba como un gas inflamable, aguardando a prender.
—¿Cuánto? —preguntó el mayordomo, contando un puñado de cambio.
St. Ives le dirigió una alegre mirada.
—Dos libras con seis —dijo, sujetando aún fuertemente el reloj.
El hombre abrió mucho los ojos.
—¿Perdón?
—Dos libras con seis.
—Un reloj nuevo no cuesta tanto.
—El cristal —dijo St. Ives, mintiendo— tuvo que ser hecho ex profeso. Generalmente no se hallan disponibles. Es un proceso complejo. Muy complejo. Implica tremendo calor y presión. Las malditas cosas suelen estallar muchas veces, haciendo pedazos a muchos hombres.
—Recogió usted el reloj ayer —dijo el hombre, con el ceño fruncido—, ¿y me habla ahora de calor y de presión y de hombres hechos pedazos? Aquí no hay ni una hora de trabajo. Ni media.
—De hecho —dijo St. Ives, reajustándose a la situación—, eso es lo que está pagando. No hay ningún otro relojero en Londres que lo hubiera hecho tan rápido. Creo haber mencionado que es un proceso complejo. Mucho calor. Exorbitante, en realidad.
El mayordomo se dio la vuelta en medio de la disertación de St. Ives, y salió de la cocina hacia el interior de la casa. St. Ives lo siguió, esperando que el jugador de dominó volviera a su juego y que la bulbosa cocinera dejara de juguetear con los cuchillos y se ocupara de sus hornos. El mayordomo pasó a un largo pasillo, sin que al parecer se diera cuenta de que St. Ives le seguía, o no le importara. Llegaban voces de habitaciones invisibles. Una escalera alfombrada giraba hasta desaparecer de su vista a la izquierda.
El corazón de Drake resonaba como un tren en campo abierto. Decidió subir las escaleras. Echaría una mirada, y luego fingiría que se había perdido. ¿Qué podían hacerle, pegarle un tiro? Era poco probable. ¿Por qué deberían hacerlo? Subió los peldaños de dos en dos, aferrando aún el reloj, y llegó a un descansillo iluminado por ventanas emplomadas, bajo las cuales se asentaba un mobiliario jacobino de roble. Un pasillo desierto avanzaba en ambas direcciones, revelando a la derecha media docena de puertas cerradas, a la izquierda una extensión de pared de yeso con candelabros de bronce que iluminaban, finalmente, una balaustrada de madera que dominaba desde arriba lo que parecía ser una amplia sala de alto techo.
St. Ives dudó. ¿Debía ascender otro piso o mirar por la balaustrada? Una puerta resonó. Se volvió de nuevo hacia las escaleras, puso silenciosamente un pie en una inmensa rosa color cobre de la alfombra que recorría continua los peldaños. Tres escalones más arriba se detuvo, se agachó y, oculto por el ángulo de la pared ascendente del pozo de la escalera, miró entre dos torneados postes de la barandilla. A lo largo del pasillo, en dirección al descansillo de abajo, se tambaleaba el viejo que lo había apartado con el codo el día antes. Parecía hipnotizado, con la mirada vacía, y caminaba con paso vacilante. Mostraba una expresión tensa y consumida en sus ojos y en la curva descendente de su boca, como si estuviera devorado por los remordimientos o la enfermedad…, posiblemente ambas cosas. Su capa estaba arrugada y manchada, y su mano se agitaba con la parálisis o la fatiga. Al principio St. Ives sintió el deseo de preguntarle si necesitaba ayuda; seguramente se caería de cabeza por las escaleras si intentaba bajarlas. Pero la atmósfera de temor y maldad en la casa le impulsaron a ocultarse aún más profundamente en las sombras. Aquél no era momento para mostrarse caballeroso. El viejo se derrumbó contra la pared, pareció iluminarse un poco, se lamió los labios. Se pasó una mano por el rostro, dejando en él una expresión satisfecha y feral.
St. Ives se levantó lentamente, decidido a examinar la parte superior de las escaleras. Había abandonado la cocina haría un minuto o así; seguramente en estos momentos ya lo estarían buscando. Miró hacia abajo, subió de espaldas al peldaño siguiente, y clavó firmemente su tacón en la bota de alguien.
—¡Ah, está usted aquí! —medio gritó, aparentando estúpidamente despreocupación y medio esperando ser precipitado escaleras abajo en cualquier momento. Se volvió, para hallarse directamente frente al rostro de un hombre increíblemente gordo con un turbante. Otro hombre con un brazo deforme estaba un poco más arriba en las escaleras. Ambos lo miraron, a él o más allá de él, St. Ives no pudo decir cuál de las dos cosas. Devolvió la mirada, luego miró por encima de su hombro para ver si había algo subiendo por las escaleras que mereciera ser contemplado con tanta atención. No había nada.
Sus rostros eran fantasmagóricos, de un blanco sin vida, débilmente marmóreos con finas venillas azules, y sus ojos eran fijos, como si fueran de cristal. St. Ives podía ver latir el pulso a lo largo del cuello del hombre del turbante, lenta y rítmicamente, como si hubiera quedado atrapado en algún primitivo estado larval. Una mano se cerró sobre el brazo de St. Ives, y el hombre dio un paso hacia el siguiente escalón. Si St. Ives no hubiera retrocedido, bajando un paso también, hubiera perdido el equilibrio, y ambos hubieran caído escaleras abajo. Sus dos compañeros no dijeron nada, simplemente lo empujaron hacia atrás. El viejo, algo recuperado, se reunió con ellos en el descansillo. De pronto su expresión pareció feroz; le frunció el ceño a St. Ives.
—Esto es un nido de inexpresable pecado —croó.
St. Ives le sonrió.
—He arreglado este reloj —empezó, pero el viejo le prestó poca atención. Evidentemente, estaba menos inclinado a escuchar que a hablar.
—Mis hijos —dijo, indicando a los dos hombres pálidos.
Ambos le dirigieron una levísima inclinación de cabeza, pero ninguno habló.
—Me deben dos libras con seis por el trabajo en el reloj —dijo St. Ives, preguntándose de pronto si el viejo no sería alguna especie de propietario. Parecía demasiado familiarizado con el lugar como para ser un simple cliente.
—No sé nada de eso —respondió el hombre—. ¿Qué me importan a mí los relojes? ¿Qué me importa el tiempo? Es el infinito lo que persigo. Lo espiritual. Ayúdame a bajar las escaleras, hijo. —El hombre con el brazo deforme avanzó rápidamente, con demasiado impulso, y cayó hacia delante por encima de la barandilla, girando sobre sí mismo como un saco de cebollas hasta aterrizar bruscamente en la habitación de abajo, donde quedó inmóvil. Su compañero con el turbante apenas pareció darse cuenta de nada. El viejo, sin embargo, agarró la barandilla con ambas manos y bajó el resto de las escaleras, croando oh-oh-oh, tan rápidamente como le fue posible. St. Ives y su captor le siguieron mecánicamente.
El ausente mayordomo entró en tromba en la habitación en aquel preciso momento, seguido por el jugador de dominó, que se había puesto el sombrero, torcido, y llevaba una pistola en su mano derecha. El viejo les hizo señas con las manos de que se fueran y se inclinó sobre el cuerpo inmóvil. El hombre herido se agitó, se alzó inseguro sobre sus rodillas, luego sobre sus pies, y caminó directamente hacia un largo escritorio con tapa apoyado contra la pared, tropezó contra una de sus patas y cayó de nuevo, arrastrando el escritorio consigo en medio de un revuelo de tinta y papel secante y libros.
La parte frontal del escritorio cayó sobre sus bisagras y le golpeó en la cabeza. De su interior Se soltó un surtido increíble de objetos inidentificables: una careta de caucho con inmensos y abiertos labios; un enorme corsé reforzado con ballenas y corchetes de latón; un corpiño de piel de un tipo inconcebible unido a un aparejo de poleas, como si el corpiño y quien lo llevara pudieran ser suspendidos, quizá, del techo; y finalmente una esfera de latón del tamaño de un pomelo, de la que brotó un rápido chorro de chispas. El mayordomo y el viejo corrieron simultáneamente hacia la esfera, pero el mayordomo la agarró primero y empujó hacia el otro lado, metiéndola de nuevo en el caído escritorio y cerrando de golpe la parte frontal. ¿Qué demonios?, se preguntó St. Ives, asombrado tanto por la insondable basura que había ahí dentro como por el hombre desplomado de nuevo, enredado ahora entre todo lo que había caído del escritorio.
El mayordomo, furioso, agarró la parte de atrás de la capa del viejo, impidiéndole acudir otra vez en ayuda del herido.
—Hijo mío —sollozó el viejo—. Mi muchacho. Mi querido… —Pero la frase quedó inconclusa. Sombrero en tubo de chimenea, con el rostro congelado en una sonrisa vacía, se metió la pistola en su chaqueta, se inclinó y liberó al hombre, extrayéndolo de entre toda la parafernalia por el expeditivo sistema de tirar de sus orejas, una de las cuales se desgarró y quedó en su mano. La arrojó al suelo, disgustado, y pateó a su víctima en la sien. Ninguna sangre brotó del desgarrón allá donde había sido arrancada la oreja. Misterio sobre misterio. St. Ives empezó a pensar en el callejón detrás de la casa. Tenía que recordar no correr hacia el extremo donde estaba la pared. Nadie iba a darle dos libras con seis por el reloj. Nadie iba a darle absolutamente nada por el reloj. Su esperanza residía en que el viejo, fuera quien fuese, y sus dos extraños parientes fueran una preocupación más inmediata para el mayordomo y su vicioso cómplice, que en aquellos momentos estaba golpeando violentamente al derrumbado y medio desorejado hombre en el suelo.
St. Ives soltó su brazo, cosa que resultó sorprendentemente fácil, y rodeó una silla, sujetando el pesado reloj con ambas manos.
—Saque a esa escoria de aquí —siseó el mayordomo al viejo, que maullaba desamparado, aferrándose a su amigo del turbante para apoyarse—. No vuelva a traerlos nunca más. Su privilegio no se extiende hasta tan lejos.
El viejo se envaró, echó teatralmente su capa hacia atrás y empezó a farfullar con voz ronca algo acerca de condenación. St. Ives desapareció en la cocina al sonido de las maldiciones del mayordomo y los gritos de quién iba a enseñarle a quién cosas acerca de condenación. Se apresuró hacia la puerta de atrás, pero se encontró, a medio camino, con la sonriente y desdentada figura de la enharinada cocinera, que golpeaba la parte plana de su cuchillo de carnicero contra su carnosa palma.
St. Ives no se sentía inclinado a charlar. Cargó directamente contra ella, y el rápidamente esgrimido cuchillo golpeó contra la caja de hierro del reloj, justo en medio de los crispados dedos de St. Ives. Gritó inadvertidamente, arrojando el reloj al suelo, y salió a toda velocidad al patio, sujetando el borde de su gabán con su mano derecha y saltando por encima del portillo al callejón, en busca de su salida a unos treinta metros de distancia, sumida ahora en un remolino de bruma. Y, mientras corría, sin atreverse a mirar hacia atrás, pensando en la pistola en la chaqueta de sombrero en tubo de chimenea, comprendió de pronto quién era el bravucón…, pudo ver aquel maligno rostro silueteado en la ventana del desván de Keeble, iluminado por un relámpago en medio de la lluviosa noche.