8
En el acuario
Al mismo tiempo que St. Ives leía el manuscrito de Owlesby a los horrorizados miembros del Club Trismegisto en la tienda del capitán Powers, el doctor Ignacio Narbondo y Willis Pule avanzaban a lo largo de Bayswater Road hacia Craven Hill. El cielo era una confusión de girantes nubes y no había ninguna luna que iluminara el camino, que estaba aún seco pese a los pequeños chaparrones que caían de tanto en tanto, haciendo que los dos hombres se apretaran los cuellos de sus chaquetas. La cúpula del gran acuario de agua dulce y salada parecía la sombra de un giboso animal por entre los robles, cuyas amplias ramas mantenían el camino y el parque adyacente en una absoluta oscuridad.
El jorobado tiró de las riendas del caballo a unos veinte metros del oscuro edificio, manteniéndose bien oculto entre las sombras de los negros árboles. No se oía nada excepto el susurro del viento y el ocasional golpeteo de las gotas de agua. La masa de piedra del acuario era gris por la edad, manchada de marrón en las largas estrías verticales dejadas por el óxido del hierro de los marcos de las hileras de ventanas. Las enredaderas trepaban por la pared, recortadas en torno a las ventanas, con las nuevas hojas empezando apenas a brotar en la primavera de finales de abril. No se veía ninguna luz en el interior, pero los dos hombres sabían que en alguna parte había un vigilante montando guardia, yendo de un lado para otro, con una vela encendida quizá. Pule esperaba que el hombre estuviera dormido, y su perro con él. Se arrastró a lo largo del perímetro del edificio, por debajo de las ventanas, escuchando y observando y probándolas por turno todas, dispuesto a interrumpirse y echar a correr al menor sonido.
Agarró el montante de una amplia ventana doble y tiró, y la ventana se abrió bruscamente con un crujido en medio de una pequeña lluvia de óxido. Pule se izó al interior, tanteando las piedras de la pared con los pies en busca de un asidero y arañándose la piel de las palmas contra el áspero alféizar. Volvió a caer al suelo, maldiciendo para sí mismo la noche, las ventanas, el invisible vigilante y su perro, y en especial el doctor Narbondo, cómodamente sentado en el carro, listo para salir huyendo al sonido del menor problema. Pule sabía, sin embargo, que sería una abominación marcharse de allí sin una carpa, que Joanna Southcote seguiría siendo solamente un descompuesto montón de polvo y huesos sin el pez…, que su decrépito hijo no se mostraría ni la mitad de ansioso de compartir con ellos su saco de medias coronas si su intento era un fracaso.
Pule luchó una vez más con la ventana…, la fuerza física no había sido nunca su principal cualidad. De hecho, la odiaba. Era algo que estaba por debajo de él. Toda aquella intriga estaba por debajo de él. Pronto, sin embargo, cuando algunas cosas pasaran a ser posesión suya… Se descubrió a sí mismo en equilibrio sobre el alféizar, agitando las piernas en el aire para mantener el equilibrio y evitar volver a caer hacia atrás en la noche. Finalmente cayó al interior del edificio, de cabeza. Su chaqueta se enganchó en la ventana, haciéndole caer de costado. Oyó el ruido de cosas desparramándose de su bolsillo al suelo de piedra, y maldijo cuando entrevió su cabo de vela rodar bajo las patas de hierro de un acuario. Unos momentos más tarde estaba sobre manos y rodillas en el húmedo suelo, intentando atraparlo.
El aire era denso con el mohoso olor de los acuarios y las plantas acuáticas y la sal que encostraba los bordes de los cristales a causa del fino chorro de burbujas de aireación. Pule podía oír los ecos del gotear de los tanques que perdían y el susurrar de las burbujas en la por otra parte quieta superficie del agua. Gracias a Dios, sus cerillas no habían caído en ningún charco. Se acurrucó detrás de un enorme monolito rectangular de piedra que soportaba una bancada de oscuros acuarios, y rascó una cerilla contra el áspero granito, y escuchó el silbido del azufre al inflarse. Encendió el cabo de vela, asegurándolo en un candelabro de latón.
Escrutó la oscura estancia, satisfecho de descubrir que estaba solo, luego se levantó y avanzó hacia la pared opuesta. Había recorrido la misma estancia media docena de veces durante el último mes, familiarizándose con las islas de acuarios, con la posición y naturaleza de los armarios de las redes y sifones y cubos y grandes vejigas de caucho que proporcionaban aire a los tanques. Halló una red amplia, cuadrada, y un taburete, y arrastró ambas cosas hasta el centro de la sala. Agitó su vela frente a un tanque largo y bajo, frunciendo la vista a través del reflejo del cristal y observando la plateada masa de una gran carpa que apenas se movía por entre las rocas y plantas acuáticas.
Pule se subió al taburete. Apartó la tapa de cristal del tanque, luego bajó y la depositó cuidadosamente en el suelo. Al cabo de un momento estaba arriba de nuevo y hundía su red en el acuario. Tenía que actuar aprisa. Si a las carpas se les daba el asomo de una posibilidad, se lanzarían rápidamente hacia el otro extremo del tanque y se quedarían allí, y él tendría que trasladar el taburete para intentarlo de nuevo. Eso no funcionaría. Arrancó cuidadosamente manojos de plantas, dejándolas caer con un húmedo chapoteo al suelo. No serviría de nada enredar su red en ellas. Era una carpa lo que deseaba, no un lío de vegetación. A través de la semioscura agua podía ver una descansando sobre la grava del fondo, una koi moteada de casi cuarenta centímetros de largo. Ésa bastaría. Pule introdujo suavemente la red en el agua, la agitó un poco para desenredar las esquinas y, con un movimiento repentino, la hundió en un barrido por la parte de la cola del pez, sacándola de nuevo fuera del agua antes de que éste tuviera tiempo de despertarse. Tanteó en busca de su cabeza, en un intento de clavar un dedo bajo una de sus agallas. El agua chapoteó fuera del acuario, empapando la parte delantera de su chaqueta.
La carpa se deslizó bruscamente de lado, apartándose de la mano de Pule. Fue tras ella y sujetó el pez entre sus brazos, sintiendo que el taburete se tambaleaba bajo él y consciente a la vez, de pronto, de la luz que se recortaba a sus espaldas y del ladrido de un perro.
—¡Eh, aquí! —le llegó una sorprendida voz, mientras Pule y el pez caían de lado sobre el montón de empapadas plantas acuáticas que había arrojado antes. Arrastrando anacharis y ambulias, Pule retorció su carpa, golpeándola contra el monolito de piedra mientras rodaba hacia él. El perro gruñó y lanzó una dentellada a la pernera de su pantalón. Pule aulló obscenidades, ululando locamente al perro y a su amo, esperando que el vigilante— un hombre viejo con una pierna mala —no fuera demasiado rápido en sus intentos de agarrar a un evidentemente lunático ladrón de peces. Más que eso, esperó que Narbondo hubiera oído el tumulto y condujera su sucio carro hasta debajo de la ventana.
Le lanzó una patada al perro, que aferraba ahora su pernera, y sólo consiguió arrastrarlo consigo. Su amo cojeó tras él, semiagachado y agitando los brazos, intentando sujetar al perro, como si sólo temiera que Pule se fuera con él además de con la carpa. Pule se volvió, arrojó la carpa por la ventana —no había forma de trepar a ella llevándola consigo—, y sintió que casi le era arrancada de las manos. Una ráfaga de lluvia arrojada por el viento le obligó a cerrar los ojos mientras se encaramaba a ella, más fácilmente ahora, con el perro tironeando de él y el alféizar medio metro más bajo desde dentro del edificio de lo que había estado desde el exterior.
La distancia al suelo por el otro lado, sin embargo, era mayor de lo que había calculado, y se halló, tras una alocada voltereta, tirado en el barro entre las piedras del edificio y las ruedas del carro. Narbondo maldijo salvajemente. Pule le devolvió la maldición, y el vigilante agarró a su perro, mirando sin moverse a los dos hombres desde el otro lado de la abierta ventana. El jorobado fustigó el caballo mientras Pule se aferraba al carro e intentaba trepar a él, pateando furiosamente para mantener el repentino galope del animal y cayendo como un fardo en su fondo, de cara contra el cuerpo del enorme pez.
Se sintió tentado, mientras permanecía tendido allí, jadeando y respirando pesadamente, al tiempo que se limpiaba la escamosa humedad de su mejilla con la manga de su chaqueta, de agarrar la carpa y golpear insensatamente a Narbondo con ella, arrojar al jorobado fuera del pescante del carro contra el galopante caballo, pasar por encima de su retorcido rostro con las ruedas de hierro del carruaje y dejarlo tirado atrás para que muriera en medio del barro del camino. Pero ya llegaría la ocasión.
Pule agarró el pesado pez y lo echó al interior del barril lleno apenas con el agua suficiente para cubrirlo. Lo agitó dentro de el en un intento de revivirlo, pero el pobre animal estaba medio aplastado. Al cabo de unos segundos el agua era un amasijo de sangre y escamas.
—¡Hecho! —gritó Pule a la nuca de la bamboleante cabeza de Narbondo.
El jorobado gritó algo como contestación, pero sus palabras se perdieron en el viento. El carro botaba y crujía y se bamboleaba entre los oscuros robles, abriéndose camino entre baches, estando a punto de meterse en una zanja, con el barro alzado por los cascos del caballo salpicando casi a Pule, que se aferraba ahora con ambas manos, satisfecho de dejar al pez a su propia suerte. Con una brusquedad que catapultó a Pule contra la espalda de Narbondo, el caballo se detuvo y, en medio de un diluvio, el jorobado saltó a la parte de atrás del carro, haciendo un gesto a Pule con la cabeza.
—¡Coge las riendas! —jadeó, abriendo su bolsa y buscando en ella su escalpelo. Hizo una pausa lo suficientemente larga como para darle a Pule un empujón que casi lo arrojó fuera del vehículo, y al cabo de un momento estaban de nuevo en marcha, con Pule conduciendo y el doctor abriendo en canal el pez con su hoja, al tiempo que murmuraba para sí mismo algunas obscenidades que fueron barridas tras ellos por el viento y la lluvia y así se perdieron totalmente para Pule, cuya mente estaba llena con sus propios negros pensamientos de muerte y venganza.
No había ninguna auténtica razón para temer nada, en realidad. Nadie sospechaba de ella. Sin embargo, se sentía inclinada hacia la oscuridad, hacia aventurarse por las calles de noche. Rezaba para que pronto llegara el día en que todo fuera de otro modo. El capitán Powers se ocuparía de eso. Se apresuró a lo largo de Shaftsbury, oculta en su capa a través de las casi vacías calles, con su paraguas inclinado hacia atrás para parar el viento y la lluvia que venían del oeste. El tiempo era demasiado malo para que nadie estuviera fuera, y la hora era tardía…, mucho después de medianoche.
Su vida de vagar sin hogar primero en las Indias, más tarde, durante tres años, en Carolina del Sur, y ahora, finalmente, en Londres —el hogar de su juventud, pero ahora el lugar del mundo más cargado de sospechas y miedo—, se había visto aliviada para ella con el descubrimiento de un puerto seguro, uno solo, una isla en un mar de tumulto y remordimiento. El capitán Powers era esa isla…, un hombre al que nada podía alterar, que con su pierna artificial podía caminar decididamente por bamboleantes cubiertas barridas por el agua del mar, podía fijar un rumbo a partir de las sombras de las estrellas.
Pero lo que más la atraía era la obvia curiosidad del Capitán hacia las cosas curiosas y frívolas. En medio de su pétreo sentido práctico había un montón de cosas extrañas…, aquella ridícula pierna de fumador, un collar con un diente de mono que le había sido regalado por un explorador de la jungla a cambio de dos botellas de escocés, una pipa que quemaba tabaco y simultáneamente emitía pompas de jabón, una colección de baratijas que se suponía proporcionaban buena suerte y que llevaba siempre en su bolsillo…
—Tengo mi suerte en el bolsillo —decía siempre, exhibiendo la colección a cualquier extraño que le preguntaba, mostrando en la palma de su mano una habichuela roja y negra del Perú, una ágata roja jaspeada, un diminuto mono de marfil y una moneda oriental con un agujero en el centro. Podía decir mucho de cualquier hombre, afirmaba, por la naturaleza de su reacción ante todo aquello. William Keeble y Langdon St. Ives habían podido comprobarlo.
Nell se sorprendió al descubrir que sólo estaba a una manzana de la tabaquería. Todavía era pronto para el asunto que la traía allí; sin duda la reunión del club aún seguía. Si podía encontrar algún refugio, esperaría allí. No era del todo desagradable contemplar la lluvia si una estaba convenientemente resguardada de ella. Giró por Regent Street hacia el St. James Park. Se sentaría bajo una pérgola e imaginaría un concierto, o no imaginaría nada en absoluto, sino que simplemente se ocultaría en la oscuridad y el mal tiempo.
La lluvia disminuyó brevemente, y la noche quedó en silencio excepto por el ruido de sus pasos sobre el pavimento. Tras ella, resonando lentamente por Regent, apareció una berlina, con su luz ardiendo amarilla en la brumosa noche. Llegó a su altura y retuvo la marcha, como si la escudara. El cochero, sin embargo, no le prestó atención, sino que permaneció relajado en su pescante, mirando con fijeza al frente, las riendas flojas en sus manos, como si el vehículo retuviera la marcha simplemente por inercia. Nell se obligó a sí misma a ignorarlo. Se arrebujó en su capa y siguió avanzando. Dudó entre girar al callejón que se abría ante ella o simplemente seguir su camino hacia el parque.
Echó una rápida ojeada a la berlina. Había dos hombres dentro, y ambos la miraban. Uno estaba sumido en las sombras, el otro era claramente visible. Parecía tener sólo medio rostro. Había algo en su mirada que la convenció, brusca y completamente, de que no estaban paseando casualmente en medio de la noche, sino que la estaban vigilando a ella. Se metió en el estrecho callejón, con altos edificios a ambos lados bloqueando en parte la lluvia, que resbalaba suavemente por la pared de su izquierda, haciendo brillar los sucios ladrillos y fluyendo en un lodoso riachuelo a lo largo del centro del callejón. Alzó su falda y echó a correr. No podía hacer nada excepto chapotear en el riachuelo, que le llegaba hasta el tobillo. Daría la vuelta cuando llegara al final del callejón…, correría todo el camino hasta Jermyn Street si era necesario. No importaba la hora. Mejor traicionarse a los amigos del Club Trismegisto que llamar a un guardia. Pero mejor cualquiera de estas dos cosas que caer en manos de quien fuera que viajaba en la berlina. Y tenía una idea bastante clara de quién era.
Nunca alcanzó el final del callejón. Parecía flotar allí, al otro lado de una bruma de lluvia a algunos centenares de metros de distancia, amarillo al resplandor de una farola de gas. Una alta figura se recortó a la débil luz, envuelta en una capa, encorvada como a causa de la edad. Nell disminuyó su marcha, luego se detuvo. Repentinamente estuvo segura de que, quien fuera que estaba de pie en la boca del callejón, no era Ignacio Narbondo. Se había equivocado, pero ese convencimiento no la consoló. Caminó lentamente, apretándose contra la relativamente seca pared de la derecha, rozando los húmedos ladrillos con la parte de atrás de su cabeza. Se volvió. Un relámpago iluminó el cielo encima de ella, revelando las dos agazapadas figuras que se le acercaban en medio de la densa oscuridad contra un repentino fondo brillante. No había ventanas ni puertas a su alrededor. Las paredes eran lisas y resbaladizas. La noche se convirtió en una tumultuosa cacofonía de sonidos, y su grito se perdió en el rugir del trueno, que amenazó con derrumbar sobre ella los ásperos ladrillos.
Una mano se cerró sobre su boca, luego se apartó de golpe cuando ella la mordió. Nell se tambaleó y pateó alocadamente al hombre de la capa. Éste maldijo y retrocedió con unos saltitos cojeantes, como si estuviera tullido por la edad. Ella intentó apartar el agua de lluvia de sus ojos con un parpadeo, sin querer creer lo que veía. Pero era así. Un momento de debilidad, hacía años, había vuelto a ella para traicionarla.
Un rostro arruinado, el rostro de un cadáver, se alzó frente a ella, y el espectro que lo poseía la empujó contra la pared, echando un saco de harina por encima de su cabeza. Ella giró en redondo, quiso huir, cayó de rodillas en el agua, y fue alzada en pie y empujada hacia delante.
El tambaleante y ciego camino de vuelta por el callejón hasta la berlina que aguardaba pareció interminable, pero no le dio tiempo para pensar. Su segundo grito fue silenciado por un tirón al saco que había sido retorcido en torno a su cuello. Vio dos rápidos destellos de otros tantos relámpagos, y contó automáticamente, en medio de su aturdimiento, los seis segundos que siguieron. El trueno resonaba aún en el bajo cielo cuando una mano se apoyó al final de su espalda y empujó, y se vio precipitada al interior de la berlina. Permaneció de rodillas en el piso. Oyó el clic de la cerradura de la puerta y escuchó el sonido del látigo del cochero en la lluviosa noche, mezclado con la jadeante respiración de sus dos captores.
Buscó en su memoria, en un esfuerzo por hallar una explicación a su destino. No había ninguna. Lo que ella sabía, Shiloh lo sabía también. Había sido, hacía muchos años, una conversa brevemente voluntaria, que se había confesado total y sinceramente. Pero el conocimiento que había revelado, de su culpabilidad y de las circunstancias de la cosa en la caja, no habían cambiado. No podía serle de ninguna utilidad al hombre. A menos que persiguieran algo más. ¿Tenían intención de utilizarla contra el Capitán? ¿Era la esmeralda de Jack lo que buscaban? Escrutó en su mente. ¿Había revelado la existencia de la esmeralda? Casi deseaba haberlo hecho, porque, si buscaban llegar hasta el capitán Powers a través de ella, habían cometido un error…, y deseó con todo su corazón, mientras la berlina se detenía con una sacudida unos minutos más tarde, que fuera ése precisamente el error que habían cometido.
El doctor Narbondo llevó la mutilada carpa por las estrechas escaleras hasta su laboratorio encima de Pratlow Street, con Willis Pule trastabillando detrás. La glándula que había extirpado era una cosa miserable, medio arruinada también por la torpe estupidez de Pule. Tendría que idear alguna especie de espectáculo para satisfacer al maldito misionero…, hacer que Pule sujetara con hilos a Joanna Southcote desde el techo y la hiciera danzar como una marioneta. El viejo se mostraría reacio a desprenderse de su dinero, por carente de valor que fuera, si no obtenía alguna satisfacción. De hecho, no había forma de decir cuál podía ser la reacción del viejo loco si su preciosa madre no se levantaba de la losa.
Narbondo, con las manos llenas de vísceras del pez, abrió la puerta de una patada y entró en su gabinete. La lámpara encima de su vacío acuario estaba encendida. Bajo ella, con su rostro medio en sombras, estaba de pie Shiloh en persona, demacrado, los ojos extraviados, y chorreando agua en el suelo al lado de la losa. El doctor Narbondo pudo ver que el viejo estaba lejos de sentirse satisfecho. Joanna Southcote no era una visión inspiradora. Estaba tendida en un confortable montón sobre la losa, medio descoyuntada, una carcasa desvencijada, carente de carne, hundida, compuesta de tierra y polvo y huesos. Los enmarañados mechones de pelo estaban enredados con hojas secas. Su sudario yacía en un ignominioso montón al lado de la losa.
Una tabla de disección en la que había clavado un enorme sapo desollado había sido barrida de la losa al suelo junto con un montón de notas, una botella de tinta y una pluma. El jorobado dejó caer el pez encima de la losa y se quitó en silencio el chorreante impermeable. Shiloh, estupefacto por la furia, adelantó el brazo y arrojó el pez al suelo, encima del sapo. La violencia del esfuerzo hizo que la losa se agitara, y los huesos de su madre danzaron brevemente y su mandíbula se cerró con un chasquido, como si estuviera reprendiendo la torpeza de su hijo.
—¡Está hablando! —gritó el evangelista, inclinándose hacia delante y sujetando el antebrazo del cadáver como para animarlo a proseguir. La mano se desprendió y cayó, suelta, sobre la losa. Shiloh retrocedió horrorizado, cubriéndose los ojos. Narbondo gruñó disgustado y se volvió para colgar su impermeable de una percha. Se detuvo, con una sonrisa extendiéndose en su rostro.
—Nell Owlesby —dijo—. Y después de tantos años. ¿Cuántos han sido? Quince años ya desde que disparó contra su pobre hermano, ¿no? —Hizo una momentánea pausa y se lamió los labios—. Fue un buen tiro, debo reconocerlo. Directo en su corazón. Golpeó una costilla en su camino y se alojó en el ventrículo izquierdo. La que organizó allí. Estuve trabajando con él durante tres horas después de perseguirla a usted por medio Londres, pero no pude salvarle. Lo animé, de todos modos, durante una semana, pero no valió la pena continuar. Había perdido los sentidos. Se pasaba todo el día llorando. Finalmente lo hice pedazos: utilicé un trozo de él aquí, otro trozo allí.
Nell permanecía sentada con los labios apretados en un rincón, contemplando la lluvia que golpeaba contra la ventana.
—Eso es una mentira —dijo finalmente—. Yo misma lo vi ser enterrado en Christchurch. Sus huesos aún están allí. Mi error fue no dispararle a usted en vez de a él. Ahora lo sé. Lo supe una hora después de hacerlo. Pero ya estaba todo hecho.
—Tiene razón, por supuesto. —Narbondo se inclinó para recoger su sapo. Lo depositó sobre una mesa, volvió a clavar una fláccida pata que se había soltado. Luego señaló hacia la ruina que era la carpa—. El alma de su madre —dijo, volviéndose a Shiloh— reside en esta carpa. Ha sido golpeada. Es una lástima, realmente, pero no pudo evitarse. Mi ayudante, aquí, la pulverizó contra el alféizar de una ventana. Pero está mucho más sana que esto, ¿no? —señaló con la cabeza hacia el esqueleto antes de fruncir ligeramente el ceño, como si no estuviera del todo satisfecho con él. Avanzó lentamente hacia la ventana, la abrió, y arrojó la carpa a la noche.
El viejo misionero saltó hacia él, con su capa aleteando detrás. Narbondo hizo un floreo con su mano derecha frente a su rostro, como si fuera un mago descubriendo la moneda que tenía en la palma. Entre su índice y su pulgar estaba la pequeña glándula con forma de riñón, con un brillo rosado. Le hizo un guiño al viejo, que se detuvo bruscamente.
—Esto vale doscientas cincuenta libras —dijo Narbondo, alzándola hacia la luz.
—Le cambiaré la mujer por ella —dijo Shiloh, sonriendo por primera vez aquella noche.
Narbondo se encogió de hombros.
—¿Para qué la quiero? Es una asesina. No tengo ningún interés en asesinas, ¿sabe?
—Lleva un mes preguntando por ella por toda la ciudad. De hecho, ha ofrecido casi dos veces esta suma por alguna noticia relativa a su paradero. Estoy dispuesto a entregársela si llegamos a un acuerdo.
El jorobado se encogió de hombros. Se volvió hacia Nell, que permanecía sentada como antes, mirando a la noche. Tenía una vaga idea de qué era lo que había juntado a aquellos dos villanos…, cuál era la información que ansiaba Narbondo de ella, incluso después de quince años.
—¿Dónde está la caja? —preguntó bruscamente el doctor.
—Pregúntele al viejo —dijo Nell—. Él lo sabe.
Narbondo giró en redondo y miró fijamente al evangelista, que ahora permanecía de pie con una expresión insatisfecha en su rostro. Se encogió de hombros.
—Esto —dijo lentamente, como si contemplara cada palabra— es un asunto de beneficio mutuo, ¿no?
Narbondo empezó a decir algo, al parecer se lo pensó mejor, y guardó silencio. Luego, tras una pausa, murmuró:
—¿Dónde está la caja? La quiero. Ahora.
El viejo sacudió la cabeza.
—Pagaré por los servicios prestados. Todavía no he visto ningún servicio. —Luego, recobrándose de pronto, hizo un gesto hacia la losa a sus espaldas—. Esta noche —dijo—. Inmediatamente.
Pule gruñó y se dejó caer en una silla. Narbondo asintió, como si la petición fuera algo muy simple, y cogió un delantal de una percha, siseándole a Pule que se preparara para cirugía.
—¿Cómo…? —empezó a decir Pule, pero el jorobado lo cortó con una maldición. Shiloh retrocedió hasta una silla en el lado opuesto al fuego, su rostro convertido en una mezcla de reverencia, satisfacción y ansiedad.
Theophilus Godall se apresuró por las lluviosas calles mientras escuchaba alejarse los pasos de Langdon St. Ives y meditaba sobre el extraño estado del capitán Powers, que evidentemente había sufrido la pérdida de artículos desconocidos por el resto de ellos y quizá muy valiosos. Este asunto era ya lo bastante difícil cuando sus distintos elementos eran evidentes. Cuando se hallaban ocultos, se hacía cada vez más frustrante…, interesante, cierto, pero frustrante.
Se había ido acostumbrando a permanecer despierto por las noches. No tenía ningún asunto en particular del que ocuparse, así que podía permitirse descabezar un par de horas de sueño por la mañana. Eran cerca de las dos de la madrugada. La noche y la lluvia cubrirían su falta de disfraz. Dio unas pensativas chupadas a su pipa, golpeó decididamente los adoquines del suelo con su bastón, y estableció su rumbo hacia Pratlow Street, dando la vuelta a la esquina justo en el momento en que una ventana iluminada a medio camino de la manzana se abría y un bulto cilíndrico era arrojado por ella y se estrellaba contra el pavimento de abajo, al tiempo que sonaba un grito que quedaba ahogado por el cierre de la ventana. Godall se apresuró hacia delante y se inclinó sobre la cosa en la calle. Era un pez muerto, de una clase indeterminada…, puesto que su cabeza y la mayor parte de su cuerpo se habían visto reducidos a papilla por la repentina colisión con la calle. Godall se dio la vuelta y subió las escaleras hacia su desnuda habitación alquilada, arreglando las cortinas de tal modo que dispusiera de su habitual visión sobre el gabinete de Ignacio Narbondo.
Desde su cortina pudo ver a tres hombres en la habitación, todos los cuales le eran familiares. Shiloh, el autoproclamado mesías, exhortaba al jorobado y a su ayudante. Parecía estar increpándoles, y de tanto en tanto Godall podía captar fragmentos de gritos sobre el viento y la lluvia. El jorobado arrojó chorros de una bruma amarilla sobre un cadáver en la losa —un esqueleto en la losa— mediante un dispositivo manual vaporizador alimentado por un tubo enroscado. Un fuego rugía tras él en la chimenea. Metido en una pesada jarra de cristal rellena de líquido había un objeto pequeño de alguna clase…, demasiado pequeño para identificarlo. En un cáliz de piedra ardían hierbas. El evangelista se dejó caer de rodillas como si rezara, y Narbondo, al parecer tropezando con la mano del hombre, trastabilló y roció su bruma amarilla sobre Pule, que se tambaleó hacia atrás, presa de arcadas. El jorobado hizo una pausa para gritarle algo al viejo, que se levantó y retrocedió un paso, fuera de la vista de la ventana.
Un repentino arreciar de la lluvia disminuyó por un momento la visión de Godall, pero miró a través de ella con los ojos fruncidos, enfocándolos en la cosa tendida sobre la losa. Seguro, pensó el tabaquero…, seguro que el jorobado no podía estar intentando animar aquella cosa. Pero estaba equivocado. El cáliz humeó. Narbondo cogió la cosa en la jarra y, asintiendo a Pule, la metió en algo parecido a un prensaajos y la estrujó sobre la abierta boca del cadáver.
El viejo cayó hacia atrás, cubriéndose el rostro con las manos. Narbondo bombeó la máquina. La cosa en la losa se estremeció una vez, una lluvia de hojas y tierra cayó de su enmarañado pelo, y pareció alzarse como si levitara. Los gritos de Narbondo eran audibles, pero la ventosa lluvia los reducía a algo ininteligible.
El cuerpo se estremeció dos veces más, se envaró, y empezó a alzarse muy lentamente sobre el codo de su brazo sin mano, como si quisiera bajarse de la losa y echar a andar. Volvió su correosa cabeza hacia uno y otro lado, ciega, apenas animada, como una impía máquina oxidada. Su otro brazo se alzó y acompañó a la girante cabeza mientras ésta rotaba sobre el eje del cuello hacia la ventana. Por un momento que aferró sus entrañas, Godall estuvo seguro de que la cosa le miraba a él; pero la cabeza siguió rotando y clavó su vacía mirada en el tembloroso evangelista, con su señalante mano flotando en el aire, como si fuera una acusación o, más simplemente, una súplica. El viejo se aferró las ropas, con sus manos abriéndose y cerrándose en un gesto de miedo y maravilla. Luego, como un castillo de cartas desmoronándose, el cadáver se derrumbó bruscamente contra la mesa, y la mano que señalaba se desprendió también y repicó contra el suelo. El viejo jadeó y avanzó. Narbondo llenó la habitación con una nube de su vaporizador, y finalmente lo dejó a un lado y recogió la caída mano. Luchó con los esfuerzos del hombre por quitársela, luego se detuvo, se encogió de hombros y la arrojó sobre la losa, junto a los amontonados huesos.
La bruma nublaba aún la habitación. A través de ella, avanzando hacia la ventana que daba al patio, se acercó una mujer que a Godall le dio la impresión de tener unos cuarenta años. Suponiendo tal vez que intentaba interferir con el cadáver, el viejo se lanzó contra ella, protestando. Ella le golpeó en el lado de su cabeza con su puño cerrado, pasó bruscamente por su lado, abrió la ventana y se reclinó hacia fuera, quizá para respirar un poco de aire puro o con la intención de arrojarse por ella. Godall aplastó el instintivo impulso de dejar caer la cortina y retroceder en la oscura habitación. En vez de ello la miró directamente y, como si pasara por su lado en una concurrida acera en pleno mediodía, le hizo un leve saludo con el sombrero; luego se echó hacia un lado, de tal modo que apenas podía ver más allá de la ventana.
Los tres hombres de la otra habitación la arrastraron hacia atrás, lejos de la ventana, mortalmente temerosos, le pareció a Godall, de que pudiera caer los tres pisos hasta las oscuras piedras del patio de abajo. Godall descorrió cuidadosamente el pasador de su propia ventana y la abrió una rendija. Fue recibido por un fuerte soplo de húmedo aire y una cacofonía de voces, acusando y gritando blasfemias. Los hombres tiraban de la mujer como si fuera un bolso lleno de monedas en manos de ladrones, hasta que, con un empujón que arrojó al jorobado contra su acuario, ella se soltó. Pule tendió las manos hacia ella, y ella le dio una fuerte patada en la espinilla.
La corta e incierta tregua que siguió fue interrumpida por el viejo, que parecía sufrir un repentino acceso de remordimientos sobre el estado de su caída madre.
—¡La ha arruinado! —exclamó, agitando las manos hacia el cadáver y volviéndose repentinamente hacia Narbondo—. ¡Lo… lo… pagará!
El jorobado se encogió de hombros, aparentemente calmado.
—No —dijo, enderezando su chaqueta y guiñando un ojo a la mujer—, usted pagará. —Y con esto abrió de golpe la puerta e hizo un gesto con la cabeza hacia el negro pasillo de fuera—. Todavía no he terminado con su madre. Esto ha sido algo muy parecido a un éxito. Si nuestra carpa no hubiera estado tan maltratada, nos hubiera danzado un minué al momento. —Y, mientras decía eso, bajó una mano hasta las teclas de un piano abierto junto a la puerta y las recorrió con los dedos, en una rápida escala de notas ascendentes.
Shiloh miró de Narbondo a Pule y de Pule a Narbondo, sin moverse cuando el jorobado hizo un brusco gesto con la cabeza hacia la puerta. En el pasillo había dos hombres de pie, uno con un turbante, el otro con un rostro mutilado. La mujer retrocedió una vez más hacia la ventana, pero fue sujetada por un asustado Pule. El hombre del turbante inclinó la cabeza hacia el viejo y extrajo una pistola de su cintura, apuntando con ella al jorobado.
—Vamos, querida —dijo el evangelista, agitando una mano hacia la mujer. Godall apenas pudo oír su repentinamente suave voz. El hombre del turbante niveló la pistola en su alzado antebrazo, apuntando ahora directamente a Pule, que permanecía con la boca abierta—. Mi oferta sigue aún en pie. Cada uno de nosotros desea a una mujer en particular viva. Nada excesivamente complicado, ¿verdad? —Y, sin aguardar una respuesta, Shiloh, la mujer y los dos esbirros cruzaron la puerta y fueron engullidos por la oscuridad.
Godall bajó las escaleras de dos en dos, y estaba en la calle antes que ellos. La historia de St. Ives de los dos hombres en la casa de prostitución dejaba pocas dudas en su mente acerca de la identidad y naturaleza de los cómplices de Shiloh. Esperaba que fueran tan débiles como St. Ives había supuesto. A la vista de la berlina estacionada más allá de la esquina de Old Compton, Godall se agazapó en la oscuridad del portal, suponiendo que el grupo pasaría junto a él al salir.
Se oyó resonar una puerta, pasos bajando los escalones de la casa de al lado, y un momento más tarde cuatro figuras imprecisas pasaron apresuradas ante él, con la mujer arrastrada sin excesivas ceremonias por el viejo evangelista, que emitía una especie de inidentificado sonido maullante…, algo entre una risita y un gruñido. Godall salió silenciosamente a la acera tras ellos, y sus pasos se perdieron en el conjunto de los otros. Sin ningún intento de ocultarse, agarró al hombre del turbante por la chaqueta, tiró de ella hacia atrás, y al instante el hombre se volvió hacia él, sorprendido. Godall extrajo el revólver del cinturón del hombre.
Parecía muy probable que amenazar a dos muertos andantes con un revólver fuera a servirle de muy poco, así que saltó más allá de ellos, aferró a Shiloh por la parte frontal de su capa y clavó el revólver en su sien, sujetando su bastón bajo el brazo.
—Agradeceré que suelte a la mujer —dijo Godall.
El viejo la dejó ir sin ninguna vacilación, alzando ambas manos sobre su cabeza como si quisiera demostrar que no tenía ninguna intención de discutir.
Godall soltó la capa del viejo y tendió a Nell su bastón.
—Theophilus Godall, a su servicio —dijo.
Ella vaciló por un momento, luego respondió:
—Nell Owlesby, señor —y observó el rostro de Godall, que hizo un incompleto esfuerzo por disimular su sorpresa. Volviéndose de nuevo hacia el viejo, que contemplaba nerviosamente el arma, Godall dijo:
—Usted nos acompañará un trecho. Sus amigos se quedarán aquí.
—Por supuesto. Eso es exactamente lo que harán. Se quedarán muy quietos. ¿No es así, hijos?
Los dos guardaron silencio. Godall retrocedió de espaldas por la acera, temiendo de pronto que el hombre con el rostro arruinado pudiera ir también armado. Pero no hizo ningún movimiento en absoluto. Giraron la esquina y se apresuraron hacia el extremo de la calle. El este empezaba a teñirse de gris con las primeras luces del amanecer, y la ciudad estaba despertando. Las nubes encima de su cabeza comenzaban a desgarrarse, y la luna parpadeó a través de ellas, pálida como un fantasma. La mañana estaba iluminando peligrosamente el vecindario. Si podían doblar la siguiente esquina y recorrer otra manzana o dos, dejarían al viejo que se las apañara como pudiera y se alejarían hacia Jermyn Street.
El evangelista empezó a emitir aleluyas espirituales monosilábicos acerca de condenación y dolor y, aún andando de espaldas, cerró fuertemente los ojos, como si estuviera rezando o borrando la visión de un mundo demasiado rudo y malvado como para ser tolerado. Tropezó, y estuvo a punto de precipitarlos a los tres a la calzada. Godall, dudando por simple ética caballerosa en amanillar al viejo, dijo simplemente:
—¡Ande con cuidado!
Doblaron la esquina y se acercaron a la berlina estacionada. El caballo relinchó. Godall se giró hacia él, sorprendido por el repentino sonido. Una maldición sonó directamente encima de su cabeza y, antes de que tuviera tiempo de separar la maldición del relincho, alguien cayó como un mono sobre su espalda desde el techo del carruaje.
El cochero. Había un cochero, pensó alocada e inefectivamente Godall, mientras era derribado a la húmeda calle. La pistola resonó contra los adoquines. Forcejeó con su atacante, golpeando al hombre cuyos brazos rodeaban su cuello. Pero los golpes hacia atrás no servían para nada, y el hombre deslizó su antebrazo debajo del hombro de Godall y en torno a su nuca. Godall sintió que su cabeza era aplastada contra su pecho. Su pie derecho tanteó hacia atrás y halló el bordillo. Empujó y consiguió ponerse de rodillas. Su asaltante era curiosamente ligero, pero, ligero o no, la presión que ejercía sobre el cuello de Godall se endureció. Su sombrero había medio caído sobre sus ojos y, de alguna forma, se aferraba allí tan tenazmente como el hombre a su espalda, no dispuesto a soltarse. Por debajo del ala pudo ver a los dos secuaces del viejo girar la esquina y correr hacia ellos, y al viejo evangelista inclinarse para recoger la caída pistola.
Godall pateó una vez en aquella dirección, pero sin conseguir nada. Se puso en pie, con el hombre aún aferrado a él, y corrió hacia atrás, contra el costado de la berlina. El vehículo osciló sobre sus muelles; el caballo saltó hacia delante. Hubo un grito gutural en el oído de Godall cuando el hombre a su espalda se retorció y se soltó, arrastrando a Godall con él y haciéndole perder el equilibrio. Mientras caía vio a Shiloh retroceder tras recibir un golpe. Era Nell, con el bastón de Godall. Lo tenía cogido por la punta y, cuando Shiloh hizo otro débil intento de agarrar la caída pistola, ella le golpeó en la oreja con la luna de marfil del mango, luego se volvió para clavar la punta en la garganta del hombre del turbante, que acudía en ayuda de sus caídos camaradas.
Godall saltó hacia la pistola, rodó pesadamente de lado y la agitó de forma amenazadora. El hombre del turbante estaba arrodillado en un guiñapo y parecía como si fuera a vomitar. El evangelista estaba sentado, con su cuero cabelludo goteando sangre y agitando lentamente la cabeza, mirando a Neill con una tenebrosa expresión de dolor y furia. El conductor de la berlina estaba enredado entre los radios de la rueda trasera del vehículo, que habían atrapado su pie cuando el caballo saltó hacia delante y lo habían hecho caer de su percha en la espalda de Godall.
La batalla, claramente, había terminado. Godall vaciló. ¿Debía llevarse con él al viejo? Pero Nell ya se alejaba apresuradamente, llevándose su bastón. El cielo era claro y gris. Un carro que se acercaba rompió el silencio de la mañana. Godall agitó por última vez la pistola, se volvió y echó a correr tras Nell Owlesby. Cuando pasaron Lexington, dos manzanas más abajo, miró hacia atrás para ver a los ghouls inclinados sobre su encorvado salvador.