Capítulo 22

La cueva de Aoidé

La góndola continuaba avanzando río abajo, siguiendo los meandros de la corriente. Ya libres de ataduras, Martín y Alejandra se abrazaron, ajenos por un instante a todo lo que los rodeaba.

—Oí tus pensamientos —murmuró Alejandra—. Fue como un milagro…

—Sí. Nunca había logrado conectarme así con otra mente —repuso Martín en voz baja—. Ha sido increíble.

En ese momento, Uriel le tendió algo envuelto en una tela roja.

—Te habías dejado esto —dijo—. Creo que lo habrías echado de menos.

Martín desenrolló la tela y acarició la empuñadura rota de su espada. Después de que los hombres de Ashura se la arrebatasen, justo antes de apresarlo, había creído que nunca la recuperaría.

—¿Cómo la has conseguido? —preguntó, alzando los ojos hacia la niña—. Debían de tenerla bien vigilada…

—Alguien me la entregó. Fueron órdenes de Dhevan.

Deimos, que estaba sentado delante de ellos, junto a Casandra, se volvió instantáneamente al oír aquello.

—¿Órdenes de Dhevan? —repitió—. ¿Dhevan sabe que estás aquí?

—No estaría aquí sin su ayuda —explicó Uriel con sencillez—. Él me dijo lo que tenía que hacer, con quién tenía que contactar para suplantar al barquero. Me dio una contraseña… y siempre que la utilizaba, las puertas se abrían para mí.

—Pero ¿y Ashura? —preguntó Deimos, asombrado—. ¿Lo sabe?

—¿Ashura? ¡Si lo supiese, le daría algo! —rio la niña, feliz—. No, Ashura no quiere que se cumpla la profecía, pero Dhevan, sí. Y quiere que lo haga yo, como dice el libro. No puede hacerlo él, ¿comprendéis? Eso defraudaría a los creyentes.

—Entonces, no nos has liberado para devolvernos a nuestras familias —murmuró Selene con el ceño fruncido—. ¡Vamos a ir al Tártaro de todas formas!

—Sí. Este es el río sin retorno —replicó Uriel con los ojos muy abiertos—. Aunque quisiésemos remar contra corriente, la barca no nos obedecería. Iremos a Eldir, y liberaremos a los condenados.

Todas las miradas estaban fijas en ella.

—Pero ¿sabes cómo hacerlo? —preguntó Jacob—. ¿Dhevan te explicó cómo debías actuar?

Uriel negó lentamente con la cabeza.

—No me explicó nada. No necesita explicarme nada… Soy Uriel, ¿es que no os dais cuenta? Sabré cómo actuar cuando llegue el momento.

Martín y Alejandra se miraron de reojo. Les habría gustado compartir la confianza de la niña, pero resultaba difícil, viéndola tan cándida y frágil, creer que realmente fuese capaz de tomar las decisiones adecuadas en una situación difícil.

—Sabía que Dhevan se opondría a que fueseis castigados —dijo Deimos, clavando los ojos en las aguas rojizas del río—. Lo que no entiendo es por qué no impidió el juicio… Tendría que haber regresado de Dahel en cuanto se enteró y haber tomado cartas en el asunto. Ahora, ya es demasiado tarde. Vamos a ir a parar al Tártaro de todas formas, y cuando los ictios lo sepan, le declararán la guerra a Areté.

—¿Por nosotros? —dijo Selene, preocupada—. Pero ya no servirá de nada…

—El caso es que lo harán —insistió Deimos, apartándose el pelo de la frente—. Yo mismo informé a mi madre de lo que estaba ocurriendo. Vosotros sois todo un símbolo para los ictios, y no se quedarán de brazos cruzados después de lo que os han hecho los perfectos. Por eso no entiendo la pasividad de Dhevan… No creo que él quiera la guerra con los ictios, a diferencia de Ashura. Podría haberla evitado impidiendo el juicio… Y, en lugar de eso, ¡envía al Ángel de la Palabra a rescataros!

—El Maestro de Maestros solo piensa en liberar a los condenados de Eldir —contestó Uriel—. Lo demás es secundario para él. Quiere que se cumpla la profecía, y vosotros me ayudaréis a llevar a cabo mi tarea.

Durante unos minutos, todos escucharon en silencio el batir de las olas contra el casco negro de la góndola.

—Dhevan menosprecia a los ictios —murmuró Deimos finalmente—. No se da cuenta de que, si se lo proponen, podrían incluso destruir Areté. ¿De qué les servirá entonces a los perfectos que se cumpla la profecía? Será su final, y Dhevan no habrá sabido impedirlo.

—Los ictios, por sí solos, no son tan fuertes como para derrotar a los perfectos —le contradijo Jacob—. Es cierto que pertenecen a una federación más amplia, y que, si consiguen convencer al Consejo de Arbórea para que los apoye, la guerra podría igualarse…

—Su baza principal no son los arbóreos —explicó Deimos, como hablando consigo mismo—. El problema para los perfectos llegará si deciden aliarse con las quimeras… Entonces, nada podría detenerlos.

—¿Crees que lo harán? —preguntó Casandra, asustada.

Deimos se encogió de hombros.

—Lo que Ashura ha hecho con vosotros ha sido una provocación en toda regla. Responderán, no me cabe la menor duda… Ashura quiere la guerra, y la tendrá. Él solo está buscando un pretexto para atacar a las quimeras, y, si estas se alían con los ictios, lo tendrá muy fácil.

—Pero ¿por qué iban las quimeras a ayudar a los ictios? —preguntó Martín—. Al fin y al cabo, no es su problema…

—No todos piensan así. Hay muchas conciencias artificiales en Quimera que lamentan no haber terminado el trabajo comenzado durante la Revolución Nestoriana. Están deseando encontrar una excusa para volver a combatir con los perfectos… y, esta vez, se han propuesto vencerlos. Tiresias es el líder de esa facción. No sé si lo conocéis; está medio chiflado, y siente tal resentimiento hacia los seres humanos, que creo que sería capaz de cualquier cosa para vengarse.

Deimos se calló y miró a Casandra, dubitativo.

—Tu hermano Laor tiene mucho que ver en todo esto —añadió al cabo de un momento—. Cuando supo que los perfectos iban a enviarte a Eldir, se puso como loco. Contactó conmigo para decirme que ya había mantenido las primeras conversaciones con Quimera. Dannan no sabía cómo contenerlo… Las cosas se van a poner muy feas dentro de poco, creedme.

—Pero no es culpa nuestra —se defendió Jacob—. ¡Nosotros no lo hemos provocado!

—No —admitió Deimos—. Ha sido una trampa de Ashura, pero todos parecen ansiosos por caer en ella.

—¿Y no podríamos contactar con mi hermano ahora mismo? —propuso Casandra—. Le diremos que estamos bien…

—Y que van a enviarnos al Tártaro de todas formas —dijo Deimos, terminando la frase por ella—. No, Casandra; no creo que sea una buena idea… Solo conseguirías ponerle más furioso. Además, aunque escapásemos, la guerra estallaría de todos modos. Ya es demasiado tarde para evitarla… Uriel lo ha expresado muy bien hace un momento: este es un camino sin retorno.

Al decir eso, Deimos descargó un puñetazo sobre el casco de la góndola, haciendo oscilar toda la embarcación.

—¿Por qué te pones así? —le preguntó Jacob con curiosidad—. Al fin y al cabo, esto es lo que tú querías. Vas a tener la posibilidad de ver a tu padre… Y Uriel ha dicho que liberará a los condenados.

—Por los libros sagrados, ¡no es más que una niña! —replicó Deimos, mirando a la muchacha con desesperación—. Ni siquiera sabe adonde vamos.

—No crees en mí —le reprochó Uriel con suavidad.

—No más de lo que crees tú misma —contestó Deimos sonriendo amargamente, pero de inmediato se arrepintió de sus palabras—. Lo siento, perdóname… Tienes razón, estoy lleno de dudas, pero eso no significa que no crea en ti. Es solo que…, me gustaría tener algo más de control sobre lo que está pasando.

—Te prometo que tu padre quedará libre —afirmó la niña con una extraña seguridad—. Sé que ocurrirá así, y tú deberías creer en lo que digo.

—No es que no te crea. Es solo que no me gustaría conseguir la liberación de mi padre a costa de una guerra entre ictios y perfectos. ¿No lo entendéis? Yo pertenezco a ambos mundos. Venero a Dhevan, su piedad y su santidad siempre han sido un ejemplo para mí. Pero, por otro lado, soy un ictio. Quiero a mi madre, y comparto en muchos aspectos su enfoque del areteísmo. No quiero que se enfrenten, ¿es que no os dais cuenta? Gane quien gane, yo saldré perdiendo.

—Si liberamos a los prisioneros del Tártaro y regresamos con ellos, ¿no crees que bastará para detener la guerra? —preguntó Uriel—. Piénsalo; si eso ocurre, hasta los ictios reconocerán que la profecía se ha cumplido… Y creerán en mí.

Deimos miró sombríamente a Casandra, que asintió con la cabeza.

—Ella tiene razón —dijo—. Lo único que podemos hacer es seguir adelante.

Mientras hablaban, Martín había estado sacándole brillo a su espada con la tela roja que la envolvía.

—Es bastante raro que Dhevan se acordase de la espada —reflexionó en voz alta.

—¿Cómo dices? —preguntó Uriel al oírlo.

Martín elevó los ojos hacia ella.

—Digo que es extraño que Dhevan se acordarse de mi espada —repitió—. Supongo que no te habrá sido fácil recuperarla… los hombres de Ashura me la quitaron. ¿Cómo te las arreglaste para arrebatársela?

—Acudí a un antiguo miembro de la guardia de honor de la Fortaleza y utilicé la contraseña de Dhevan. Luego, le pedí en su nombre que encontrase la espada… Esta mañana me la entregó al amanecer.

Martín acarició la empuñadura del arma, pensativo.

—Dhevan se fijó en mi espada durante la procesión de los suplicantes. Vi cómo la miraba… Era como si ya la conociese, pero no esperase encontrarla allí.

—Sí, yo también me fijé en cómo la miraba —apuntó Alejandra—. Me sorprendió, porque parecía asustado. Hasta entonces, yo nunca había visto en su cara nada más que calma y bondad, pero en ese momento, lo que reflejaban sus ojos era auténtico pánico.

—Pero eso no tiene ningún sentido —objetó Uriel—. Si el Maestro hubiese albergado algún temor relacionado con la espada, no me habría ordenado que te la entregase.

—Quizá crea que vas a necesitarla allá en Eldir —reflexionó Casandra—. No se me ocurre otra explicación. ¿Dice algo al respecto la profecía?

Deimos negó con la cabeza.

—No, la profecía no menciona ninguna espada.

De pronto, notaron que la barca viraba ligeramente hacia la derecha, empujada por la corriente. Frente a ellos, el río se bifurcaba en dos ramales, uno de los cuales, el más estrecho, se adentraba en lo más profundo del bosque carbonizado. La góndola penetró en aquella rama más rápida y turbulenta del río, dejando atrás el curso principal.

—¿Adónde vamos? —murmuró Selene—. El paisaje es cada vez más siniestro.

Sus compañeros contemplaron con aprensión las dos orillas negras del río. El viento removía las cenizas entre los muñones de troncos ennegrecidos, levantando oscuros remolinos. El sombrío paisaje hacía resaltar, por contraste, el color ensangrentado de las aguas.

—¿Por qué son rojas? —preguntó Alejandra con un hilo de voz—. Me recuerdan a la sangre…

—Tiene una alta concentración de hierro y cobre —contestó Deimos—. Mi madre me lo explicó una vez, aunque ella solo hablaba de oídas, porque nunca ha visto el río. Algunos ictios dudan incluso de su existencia… Pero ya veis que se equivocan.

Continuaron navegando entre dunas grises, sintiendo las oleadas de calor asfixiante que a veces los alcanzaban desde la orilla.

—Según una leyenda, en la Edad Oscura se libró en esta zona una terrible batalla nuclear —continuó Deimos—. Me imagino que habréis oído hablar de las ciudades voladoras… Se supone que fue entonces, antes de que el Auriga del Viento pusiese fin a aquella época tan turbulenta. Han pasado más de setecientos años desde la batalla, pero, aun así, la tierra continúa siendo estéril.

—Tal vez no sea más que una leyenda —contestó Jacob, mientras sus ojos recorrían con atención la yerma planicie.

Poco a poco, el terreno se fue volviendo más accidentado, hasta que las dunas cedieron el paso a una sucesión de barrancos de paredes verticales cada vez más profundos y escarpados. El cauce del río se había ido estrechando progresivamente, y de pronto se vieron atrapados en una zona de rápidos, con pequeñas cascadas descendentes que hacían oscilar peligrosamente la embarcación.

—¿Y si volcamos? —dijo Selene, elevando la voz para hacerse oír por encima del fragor de la espuma—. Apuesto a que más de un condenado se ha ahogado antes de llegar al famoso Tártaro…

—La embarcación es más resistente de lo que parece, y tiene un sistema de pilotaje automático que la conduce directamente a su destino —repuso Uriel, satisfecha de poder aportar una explicación—. No volcaría ni aunque la abordasen, de modo que no nos ahogaremos.

—Si la barca va sola, ¿qué hacen los barqueros, normalmente? —quiso saber Deimos.

—Son perfectos que van recitando fragmentos de las escrituras durante todo el trayecto. Después, regresan con la nave vacía.

—Pero, esta vez, el barquero no regresará…

—El verdadero barquero subirá a bordo durante el viaje de regreso —explicó Uriel—. Es leal a Dhevan.

—Eh, ¡mirad eso! —les interrumpió Alejandra—. ¡Vamos a estrellarnos contra esa montaña!

Todos contemplaron espantados la gigantesca mole de roca negra que se alzaba ante ellos, interceptando, en apariencia, la corriente.

—Fijaos, hay una cueva —dijo Martín—. El río entra en ella.

Efectivamente, el siguiente tramo de rápidos los condujo directamente hasta la entrada de la gruta, una gran abertura triangular en la roca que daba acceso a una galería de considerable altura, con la bóveda cubierta de estalactitas.

Aferrándose al casco de la nave, continuaron adentrándose en la caverna, mientras la luz del día iba quedando atrás, reducida a un pálido triángulo que disminuía de tamaño en cada recodo. Sin embargo, la oscuridad no era completa, ya que las aguas del río, iluminadas desde abajo, emitían un tembloroso fulgor de color rubí.

—Entonces, es cierto —dijo Martín quedamente—. El infierno se encuentra bajo tierra…

—El infierno de los perfectos, querrás decir —puntualizó Jacob con el ceño fruncido.

—No puede ser —murmuró Alejandra, cuyo corazón latía con creciente violencia a medida que se internaban en la roca—. No puede haber miles de personas aquí abajo. Sin aire, sin luz…

No había terminado de decir aquello cuando ella y sus compañeros avistaron, al final de la galería, una pared vertical de deslumbrante blancura. El río se filtraba por debajo de aquella formación rocosa, y todos tuvieron que agachar la cabeza para no estrellarse con el muro. Cuando volvieron a levantarla, descubrieron que la embarcación y el río habían desaparecido. Avanzaban sobre una cinta transportadora, rodeados de enormes vigas curvas de color marfil que se entrecruzaban sobre sus cabezas.

—Aquí empieza el auténtico viaje sin retorno —dijo una dulce voz femenina cuyos ecos reverberaron largo tiempo en la invisible bóveda—. Bienvenidos a la Nave de los Huesos. Bienvenidos a la Nagelfar.