Capítulo 4
La fiesta en el puerto
Miles de farolillos biológicos colgaban de las gruesas ramas de los árboles, bañando en su luz áspera y verdosa los rostros de los asistentes a la fiesta. Los ictios, según le explicó Simón a Martín al descender de la nave, utilizaban masas de células fluorescentes vegetales para iluminar el bosque en las ocasiones especiales. Una luz natural, al menos en teoría, para iluminar las entrañas sombrías de aquel laberinto de árboles altos como catedrales, bajo cuyas copas el muchacho se sentía diminuto e insignificante como un insecto. En la época de la que venía, más de uno hubiera hecho un chiste fácil con aquel «regreso» a los árboles, que evocaba la vida salvaje de los antropoides que dieron origen al hombre… Pero bastaba una ojeada superficial para comprobar que aquel «regreso» no tenía nada de salvaje. Se trataba, por el contrario, de la más sofisticada forma de civilización desarrollada nunca por la especie humana. Una sociedad en perfecta armonía con la naturaleza, que no amenazaba al ecosistema sino que se fundía con él, respetando su equilibrio. Si es que aquellos árboles desproporcionados constituían, en realidad, un verdadero ecosistema… Para Martín, resultaba evidente que las gigantescas colonias vegetales donde los ictios habían instalado sus casas eran tan artificiales como la ciudad vertical de Torre Ilion, pero el entusiasmo de Simón al explicar su ecológica forma de vida le disuadió de expresar sus opiniones en voz alta.
Aunque el sol ya se había elevado hacía rato sobre el horizonte, en el interior del bosque reinaba una penumbra más propia del crepúsculo que de las primeras horas de la mañana. En aquella oscuridad salpicada de verdosos faroles, las sencillas túnicas de los ictios resaltaban como si emitiesen luz propia; un detalle que los recién llegados ya habían observado en los vestidos de Olimpia y Venecia cuando las vieron por primera vez, al salir de la esfera. Pero ahora el efecto, multiplicado por mil, resultaba aún más asombroso.
Los chicos habían esperado encontrarse con un comité formal de recepción a su llegada al puerto, pero estaba claro que los ictios detestaban las formalidades «al viejo estilo». La fiesta de bienvenida a los viajeros del pasado había sido concebida, ante todo, como una multitudinaria celebración en la que los invitados debían sentirse a gusto y relajados. Por todas partes había corros de hombres y mujeres que bailaban, así como espontáneas exhibiciones de combates rituales con o sin espadas, o de juegos malabares. Algunos músicos rasgaban las cuerdas de sus instrumentos instalados sobre confortables edredones de raso extendidos sobre el musgo. Y, delante de las fuentes, había personas sentadas en actitud de meditación. Martín no vio a ningún niño en medio de aquella variopinta multitud, pero, al alzar la cabeza hacia las anchas ramas de la colonia vegetal, descubrió que la fiesta se prolongaba en las alturas, ya que se veían largas mesas abarrotadas de comida y escenarios improvisados donde los juglares ensayaban sus números ante pequeños grupos de niños maravillados.
Abrumado por todas aquellas novedades, Martín miró a su alrededor para comentarlas con sus compañeros, pero la única que se encontraba a su lado era Alejandra, que caminaba en silencio junto a Simón. Los demás se habían dispersado, guiados por los otros miembros de la tripulación que había ido a buscarlos y que ahora, al parecer, tenían el encargo de conducir a cada uno hasta su familia.
Mientras avanzaban hacia un claro del bosque donde la gente bailaba al son de la música, en una penumbra salpicada aquí y allá de manchas de sol, Simón trató de preparar a Martín para lo que se avecinaba.
—Tu padre, Erec de Quíos, deseaba vivamente estar presente en el momento de tu llegada, pero el Consejo de Arbórea le rogó a última hora que se hiciera cargo de los preparativos del viaje que vais a emprender cuando todo esto termine. Es un viaje muy importante para vosotros, para vuestra integración en nuestro mundo; un viaje «iniciático», podríamos decir. Erec lo comprendió así, y finalmente decidió aceptar el encargo. Sin embargo, no debes preocuparte… Pronto podrás reunirte con él.
Alejandra se acercó aún más a Martín y le apretó con fuerza la mano. A veces, parecía que era ella la que le adivinaba el pensamiento.
—¿Y mi madre? —preguntó el muchacho con reticencia—. No está aquí.
Simón se detuvo en seco y, maquinalmente, se llevó la mano derecha al crucifijo que pendía de su cuello.
—Cómo, ¿no lo sabes? —preguntó, incómodo—. Claro, pensándolo bien, ¿cómo podrías saberlo? Aunque hubieses activado el programa de sustitución de memoria, esto no figuraba en él. Ocurrió después —añadió, como si estuviese hablando consigo mismo.
—Perdona, no te sigo —dijo Martín, mirando al ictio con expresión inquisitiva.
Este aún tardó un momento en contestar.
—Tu madre ya no está entre nosotros, Martín. Ha muerto… Murió dos semanas después de que Saúl os llevase al otro lado del agujero de gusano. Antes, intentó desesperadamente obtener un permiso del Consejo de Arbórea para ir a buscarte; pero le fue denegado.
Martín dio unos pasos con la vista fija en el suelo. De pronto, sentía un inexplicable vacío interior, mientras las piezas del puzzle de su futura vida entre los ictios comenzaban a encajar en su cabeza. Alguien debería haberle advertido de que iba a dejar atrás una familia maravillosa para viajar a un mundo donde nadie parecía esperarle, pensó con amargura. Deimos y Aedh debían de saber lo de su madre… No entendía por qué se lo habían ocultado.
—No lo comprendo. Creía que habíamos sido enviados al pasado con el consentimiento de nuestros padres… de los dos —dijo, volviéndose hacia Simón—. ¿Es que, en mi caso, no fue así? ¿No estaban de acuerdo?
—Durante la gestación, surgieron importantes discrepancias entre Erec y tu madre. Al principio, ella parecía de acuerdo con todos los detalles del plan, pero a medida que pasaban los meses, cada vez oponía mayor resistencia a su ejecución. Piensa que ellos no tenían ningún hijo; se les seleccionó para el programa por su elevada inteligencia natural y por la calidad y compatibilidad de su genoma.
—Pero ellos ya formaban una pareja anteriormente, ¿no? —quiso saber Alejandra.
—Sí; quizá fue ese el fallo… Dejar que los sentimientos interfieran en una misión tan delicada como la que vosotros habéis realizado resulta muy peligroso.
—Ya; pero no sentir nada al perder a un hijo habría sido inhumano —replicó Martín con aspereza—. Es más, habría sido antinatural.
—Solo se trataba de una separación temporal —dijo Simón, mirándolo con severidad—. La reacción de tu madre fue desproporcionada…
—Pues a mí me parece que fue la única que reaccionó de un modo sensato a toda esta locura —le rebatió Martín—. Ojalá la hubiera conocido.
La incomodidad de Simón con el rumbo que había tomado la conversación era más que evidente, pero eso no le hizo olvidar en ningún momento su papel de guía y anfitrión.
—De todas formas, hay alguien en la fiesta que te está esperando y a quien creo que te gustará conocer. Me han dicho que nos esperaba aquí, en el Claro de las Lechuzas —dijo, buscando con la mirada entre las decenas de personas ataviadas de blanco que conversaban y bailaban sobre aquel óvalo de hierba, rodeadas de árboles—. ¡Sí, allí está! Creo que nos ha visto, porque viene hacia aquí… Samira, me inclino ante la fortaleza de tu corazón y ante los años que atesora tu memoria —dijo, haciendo una breve genuflexión mientras pronunciaba la fórmula ritual de saludo a los ancianos habitual entre los ictios—. Y tengo el honor de presentarte a tu nieto, que dice llamarse Martín.
La mujer, una anciana de cutis terso como la seda y cabellos inmaculadamente blancos, extendió sus manos para tocar al muchacho.
—¿Es él, habéis hecho la comprobación genética? —murmuró con una sonrisa—. No, no me respondas, Simón, es una pregunta tonta. Tiene los mismos ojos de Judith, y el mismo color de piel. Ella habría estado muy orgullosa de ti, si hubiera vivido para verte.
Martín observó conmovido a aquella majestuosa dama que, al parecer, era su abuela.
—¿Judith era mi madre? Me han dicho que ha muerto —balbuceó Martín con torpeza—. ¿Era hija tuya?
Samira negó rápidamente con la cabeza.
—No, yo soy la madre de Erec, aunque quería a Judith como si fuera mi hija —explicó, y en sus grandes ojos azules brillaron dos lágrimas—. Esto ha sido muy duro para todos nosotros, hijo. Muy duro… Pero, gracias al poder de la conciencia y del espíritu, ya estás entre nosotros.
Los ojos de Samira se alzaron entonces hacia Alejandra, que permanecía un poco apartada, junto a Simón.
—¿Quién es ella? ¿Otra viajera?
Alejandra sonrió con timidez.
—Es una viajera, sí, aunque no pertenece al grupo —explicó Martín—. Ha venido conmigo…
—O sea, que es una joven del pasado.
La abuela de Martín había pronunciado aquellas palabras casi con reverencia, sin apartar su cristalina mirada de la muchacha pelirroja.
—¿Has venido por propia voluntad? —quiso saber—. ¿Nadie te ha obligado?
Alejandra negó con la cabeza.
—Quería venir con Martín —explicó sencillamente—. Estamos muy unidos.
La sonrisa de Samira se ensanchó, haciendo aparecer unas tenues arrugas en las comisuras de su boca.
—Entiendo —dijo—. La Humanidad, en el fondo, es la misma en todas las épocas. Aún recuerdo como si hubiera ocurrido ayer mi primera cita con Cairo, el que luego sería mi marido. Tu abuelo, Martín… Nos encontramos en uno de los Árboles de Meditación, cerca de la Acrópolis. ¡Ya hace más de ciento treinta años!
Martín y Alejandra la observaron con los ojos muy abiertos. Simón se había alejado discretamente para no interferir en el encuentro, y en ese instante charlaba con un par de mujeres en el límite del claro.
—¿Cuántos años tienes, abuela? —preguntó Martín, incapaz de contener su curiosidad.
—Ciento cincuenta y tres —repuso la mujer sonriendo—. Para alguien que ha vivido siempre en el siglo XXII, puede parecer mucho, pero, en nuestro mundo, no es una edad tan avanzada. Hay ancianos de ciento ochenta años, e incluso más. En nuestra comunidad tenemos varios.
—Pero ¡si ni siquiera pareces vieja!
—La vida ha mejorado mucho para los seres humanos, Martín. Pero eso no significa que todo sea perfecto. Piensa en tu madre, por ejemplo. Una mujer hermosa e inteligente, en la flor de la vida… Y de pronto, todo termina. Es trágico. Erec aún no lo ha superado.
El inglés de Samira era aún más cadencioso y musical que el de Simón. A oídos de Martín y de Alejandra, sonaba deliciosamente anticuado, lo que no dejaba de resultar paradójico.
La mujer observó alternativamente a los dos muchachos con sus ojos azules y penetrantes.
—No puedo ni imaginar las cosas que habéis debido de ver, los acontecimientos que habréis presenciado… ¿Lograsteis realizar las tres misiones del programa?
Martín asintió, algo inseguro.
—Fuimos a los sitios que nos indicó la llave en las fechas señaladas. Supongo que era eso lo que vosotros queríais.
—Lo que Arbórea quería —le corrigió Samira, frunciendo ligeramente el ceño—. En todo caso, espero que haya valido la pena…
En su expresión se leía una viva curiosidad, pero debían de haberle aconsejado que no formulase ninguna pregunta directa en relación con las misiones de la llave del tiempo. Sin embargo, Martín deseaba vivamente contarle algo de lo que habían averiguado… Y Simón no se lo había prohibido.
—Hemos conocido a Uriel —anunció con una sonrisa triunfal—. Es decir, la hemos identificado… En nuestra época nadie la llama así, pero sabemos que es ella. Y conocemos el origen del Libro de Uriel, y por qué se encontró una copia en la Ruina del Dragón… Hemos presenciado en directo los comienzos del areteísmo.
Esperó a que su abuela hiciese algún comentario, pero, como este no llegó, prosiguió atropelladamente.
—Su verdadero nombre es Diana Scholem, y preside una de las grandes corporaciones de nuestra época… Quiero decir, del siglo XXII. Ha inventado una forma de energía ecológica y barata que ella denomina la Energía Verde; eso explica que haya pasado a la historia como una gran benefactora de la Humanidad. Ah, y por cierto: se ha hecho muy amiga de Alejandra.
La sonrisa se había borrado del rostro de Samira, y en su mirada se leía una profunda preocupación.
—Todo eso es muy interesante, Martín; pero me temo que ha habido un gigantesco malentendido. Naturalmente, no es culpa vuestra. Pero me temo que todas esas informaciones que acabas de facilitarme ya no tienen importancia.
Martín arqueó las cejas y miró a la anciana con expresión interrogante.
—¿Es que ya no estáis interesados en el origen del areteísmo, ni en Uriel?
Samira emitió una débil carcajada totalmente desprovista de alegría.
—No es eso, Martín. Es que habéis llegado un poco tarde… Uriel ha regresado. No me preguntéis cómo ha ocurrido, pero ha vuelto. Lleva cerca de mes y medio en la ciudad de los perfectos, y, a estas alturas, ya hay miles de personas que la han visto.
El kwag, la bebida festiva de los ictios, se servía en la cáscara vaciada de unos frutos secos similares a las nueces, aunque mucho más grandes, según les explicó Samira a los muchachos. Martín paladeó con deleite aquel líquido áspero y pulposo del color de la sangre, que, al decir de sus anfitriones, provocaba una inmediata sensación de euforia en quien lo probaba, sin efectos secundarios. Alejandra, después de apurar la espuma rosada que bailaba en el fondo del cuenco, miró a Martín con ojos maravillados.
—¡Es algo mágico! —dijo, sonriendo de oreja a oreja—. Nunca en mi vida me había sentido tan bien…
Los efectos de la bebida ya habían comenzado a obrar sobre el cerebro de Martín, que estuvo de acuerdo con ella. Sin embargo, un par de horas más tarde, mientras ambos deambulaban como sonámbulos por el bosque tachonado de fulgores verdosos, uniéndose durante un rato a los grupos de danzarines que se iban encontrando para seguir, a continuación, su camino sin que nadie les preguntase adonde se dirigían, el muchacho comenzó a preguntarse si aquella artificial despreocupación inducida por el kwag no resultaría un poco peligrosa. Hacía rato que habían perdido de vista a su abuela, y todos los rostros que se iban encontrando les resultaban completamente desconocidos. Pero lo más sorprendente era la falta de curiosidad de los habitantes del bosque hacia ellos; después de todo, aquella fiesta se estaba celebrando en su honor… O, al menos, eso era lo que les había dado a entender Simón a su llegada.
—¿Os divertís? —dijo alguien a sus espaldas.
Martín y Alejandra se volvieron rápidamente al reconocer la voz de Jacob; una voz mucho menos alegre que todas las que se oían a su alrededor.
—Cuando los ictios hablan en su dialecto ordinario, no me entero ni de la mitad de lo que dicen —continuó Jacob, mirando de reojo a unas muchachas que reían estrepitosamente a su lado—. Esta gente es un poco frívola, ¿no?
Martín asintió con una bobalicona sonrisa que hizo fruncir el ceño a su amigo.
—Vaya, no me digas que te has tragado esa porquería del kwag. ¿Y tú también, Alejandra? Os creía más prudentes… Todavía sabemos muy poco acerca de esta gente tan amable y acogedora, así que no habría sido mala idea conservar los cinco sentidos en su sitio, por lo que pueda pasar…
—Estás exagerando, ¿no te parece? —dijo Martín, tratando de imprimir un tono serio a su voz—. Tú que siempre eres tan temerario, ahora, de repente, te dedicas a darnos lecciones de prudencia… Perdona, pero me suena un poco raro.
—¿No has conocido a nadie de tu familia? —preguntó Alejandra, examinando con curiosidad la expresión adusta del muchacho.
—He conocido a mi madre —contestó Jacob, y sus mejillas se ruborizaron repentinamente—. Es un encanto… No hace más que acariciarme y besarme todo el rato, con los ojos llenos de lágrimas. Me resulta raro, no lo puedo evitar. Después de todo, es la primera vez en mi vida que la veo… No sé si ella se da cuenta de lo difícil que es todo esto para nosotros.
—¿Te ha contado lo de Uriel? —preguntó Martín, sintiendo que el efecto del kwag se debilitaba por momentos en su cerebro—. Dicen que ha vuelto.
Jacob meneó la cabeza con irritación.
—Sí, no tiene ni pies ni cabeza. Casandra se puso en contacto conmigo hace un rato para decírmelo… Parecía bastante preocupada. Dijo que nos reuniésemos con ella y con Selene en la playa; por eso os estaba buscando.
—¿Qué tal, están contentas? —preguntó Alejandra.
Jacob se encogió de hombros, mientras los tres comenzaban a caminar entre los árboles en dirección a la costa.
—Creo que Selene empieza a estar un poco harta de sus hermanas. No hacen más que echar pestes sobre los perfectos, a los que culpan de todos los males del mundo. Y los padres ni siquiera se han presentado… Los de Casandra tampoco han venido, pero han enviado a una hermana de su madre en su representación. Me la presentó antes, al comienzo de la fiesta. Se llama Eva… Por cierto, durante la conversación mencionó al hermano de Casandra, que por lo visto ni siquiera ha sido invitado. Parece ser que es un tipo muy peculiar; se dedica a viajar constantemente por todo el mundo. No entendí bien con qué fin. Pero me pareció que era algo relacionado con labores de inteligencia.
—¿Espionaje? —se extrañó Alejandra—. Creía que estábamos en un mundo perfecto, donde el espionaje no hacía ninguna falta.
—Me parece que nada aquí es tan perfecto como Deimos y Aedh nos hicieron creer —repuso Jacob pensativo—. Sobre todo Aedh… Parecía empeñado en convencernos de que, cuando regresásemos a esta época, íbamos a encontrarnos con un mundo idílico.
—El Aedh que habló conmigo a través del Tapiz de las Batallas no tenía una visión tan optimista —recordó Martín—. Recordad lo que me dijo; lo de formar nuestro propio bando, y no fiarnos de las apariencias.
—Mira, ahí están Casandra y Selene —le interrumpió Alejandra, adentrándose en la arena de la playa—; y hay alguien más con ellas.
La persona que estaba con las dos muchachas era una mujer alta y majestuosa, cuyo vestido estampado despedía tanta luz, que iluminaba casi un tercio de la playa.
Al acercarse, los recién llegados notaron que Casandra estaba muy pálida, y que había llorado.
—Chicos, esta es Dannan —anunció, señalando respetuosamente a la mujer—. Es la jefa espiritual de la comunidad ictia de Atenas, la más importante de toda Arbórea… Y también es la madre de Deimos y Aedh —añadió, mirando significativamente a sus compañeros.
—¡Vaya, te has aprendido sus nombres en seguida! —exclamó Dannan, dedicándoles a los muchachos una cálida sonrisa—. Justamente les estaba intentando explicar a vuestras compañeras las diferencias que separan a las distintas variedades del areteísmo, y les estaba hablando de los perfectos. Me pareció que tenían una idea un poco distorsionada acerca de ellos, y, para hacerles comprender la complejidad de las relaciones existentes entre ictios y perfectos, les estaba contando la historia de mis hijos.
—¿Tus hijos son perfectos? —preguntó Jacob con fingida inocencia.
Todos eran conscientes de que el viaje de Deimos y Aedh al pasado no se había producido aún, y de que sería más prudente por su parte no mencionarlo de momento en presencia de su madre.
—Están en vías de serlo, al menos Aedh —repuso Dannan sacudiendo la cabeza con una triste sonrisa—. Deimos quizá también termine profesando, aunque él es más afín a nuestra interpretación de las enseñanzas de Uriel que a la de los perfectos. Pero su padre ha insistido tanto… El forma parte de la jerarquía dominante de la ciudad de Areté, donde los perfectos tienen su cuartel general.
—¿Los ves a menudo? —preguntó Alejandra, intrigada.
Dannan hizo un gesto ambiguo con las manos.
—No tanto como a mí me gustaría —admitió—. Los perfectos llevan una vida muy recogida, y, aunque mis hijos todavía no han profesado, tienen que cumplir sus normas mientras permanezcan en Areté. En cuanto a mi marido… Bueno, con los años se ha ido convirtiendo en una especie de asceta, y eso no le deja demasiado tiempo libre para comunicarse con su esposa.
Sus iris se alzaron un momento hacia el cielo, en una actitud de resignación bastante elocuente.
—¿Han visto ellos a Uriel? —preguntó Alejandra de repente—. La abuela de Martín nos ha dicho que ha regresado, y que se encuentra en la ciudad de los perfectos.
Dannan se encogió de hombros.
—Supongo que la habrán visto, pero hace más de dos meses que no tengo noticias suyas. La llegada de Uriel ha debido de revolucionar completamente la vida en Areté… Me imagino que por eso no habrán tenido tiempo de comunicarse conmigo.
—¿Tú crees de verdad que Uriel ha vuelto? —preguntó Selene.
Dannan clavó en ella una reflexiva mirada.
—Bueno, algo ha tenido que ocurrir, ¿no? —repuso, escogiendo con cuidado sus palabras—. Los perfectos no bromearían con una cosa así. Claro que, con ellos, nunca se sabe si están hablando en sentido literal o metafórico. Quizá haya aparecido un nuevo líder con gran carisma, y ellos lo proclaman a los cuatro vientos diciendo que es Uriel… No lo sé; lo que es seguro es que, antes o después, nos enteraremos de lo que está pasando.
—Pero, si Uriel ha regresado realmente, eso significa que toda la información que nosotros traemos del futuro ya no le interesará a nadie —dijo Martín, buscando la mirada de Dannan.
Esta lo observó con curiosidad.
—¿Vosotros lo creéis posible? —preguntó—. ¿Creéis que Uriel ha podido regresar?
Los chicos se miraron sin saber qué decir. Ellos sabían que el antiguo profeta al que los areteos llamaban Uriel era, en realidad, Diana Scholem, y les costaba trabajo imaginar que Diana se encontrase en aquel mismo mundo futuro, entre los perfectos.
—Quizá haya usado la máquina del tiempo, como nosotros —aventuró Martín—. Quizá Herbert terminase convenciéndola de que lo hiciera… antes de que la esfera se estropease.
—Sí, es posible que las cosas, allá, se hayan puesto todavía más difíciles —reflexionó Selene—. Quizá Diana decidiese ponerse a salvo viajando a través de la esfera.
—No, Diana no haría tal cosa —murmuró Alejandra—. Vosotros la conocéis tan bien como yo; no saldría corriendo solo porque su vida estuviera en peligro… Recordad cómo se comportó durante el asedio de Arendel.
—Es cierto —concedió Jacob—. La única forma de hacer venir a Diana a esta época, habría sido convenciéndola de que aquí podía ser más útil… Y eso me parece bastante difícil.
—Quizá no le dieran a elegir —dijo Casandra—. Quizá la enviasen a la fuerza.
—No entiendo nada —intervino Dannan, paseando su mirada por los rostros nerviosos y crispados de los muchachos—. ¿Quién es esa Diana, y por qué os interesa tanto?
—Diana es Uriel —explicó Martín—. O, al menos, eso es lo que creemos nosotros. Es lo que queríais que investigásemos, ¿no? Para eso nos enviasteis al pasado…
Los iris grises de Dannan se oscurecieron imperceptiblemente.
—Eso tendréis que contárnoslo más despacio —dijo—. Y en presencia de todos… Mañana, a mediodía, está previsto que se celebre una sesión solemne en el Ágora. Allí, ante todos los ictios, nos explicaréis el resultado de vuestra misión, y nos diréis todo lo que hayáis podido averiguar.