Capítulo 21

El río de la memoria

El día había amanecido grisáceo, o así se lo pareció a Martín al mirar entre los barrotes que protegían la estrecha ventana de su mazmorra. Había pasado allí la noche con sus cuatro compañeros, esperando la ejecución de la sentencia dictada la víspera por el Alto Tribunal. Ninguno de los cinco había dormido… Confiaban en que un milagro de última hora interrumpiese aquella pesadilla.

—Según la tradición, los condenados de Eldir olvidan para siempre su anterior existencia —dijo de pronto Jacob.

Apenas había abierto la boca en toda la noche, de modo que sus palabras atrajeron de inmediato la atención de sus amigos.

—¿Quieres decir que borrarán nuestros recuerdos? —preguntó Selene—. No estoy segura de que puedan hacer eso…

—Si lo intentan, activaremos el programa de la Memoria del Futuro —dijo Casandra apretando los labios—. Si todos nos ponemos de acuerdo, podremos hacer con ellos lo que queramos.

—Pero perderemos nuestros recuerdos de todas formas —objetó Martín—, y eso no es lo que queremos.

—Perderéis vuestros recuerdos afectivos, no vuestra identidad —puntualizó Jacob—. Es bastante diferente, ¿no te parece?

Martín tuvo que admitir que así era.

—De todas formas, creía que estábamos todos de acuerdo en esperar un poco hasta ver adonde nos conduce todo esto. ¿No sentís curiosidad por ver ese lugar? Nadie parece saber dónde está, ni siquiera Leo… Siempre tendremos tiempo de activar esos programas más adelante.

—Tal vez sí o tal vez no —musitó Alejandra con voz apagada—. Puede que no os den tiempo para decidir… Y entonces lo habremos perdido todo.

Martín fijó en ella sus grandes ojos oscuros.

—¿Por qué eres tan negativa? —dijo alegremente—. Normalmente, sueles ser tú quien me hace ver el lado positivo de las situaciones. No esperaba que esta vez fuera distinto…

—Esta vez todo es distinto, Martín —murmuró Alejandra—. ¿Es que no te das cuenta? Estamos a merced de esta gente, y ni siquiera sabemos de lo que son capaces. Es posible que vuestros poderes no puedan ayudarnos allí donde vamos.

—Las leyes de la física son las mismas en todo el universo conocido —bromeó Martín—. No veo por qué vamos a perder nuestras «ventajas» en ese lugar, si es que de verdad existe.

—¡Esto es el colmo! —se indignó su amiga—. ¿Es que para ti todo esto es un chiste? Pues no parece que los perfectos estén bromeando, y, a mí, lo que está pasando no me hace ninguna gracia.

La sonrisa se borró de los labios de Martín. El resto de sus compañeros los observaba en silencio.

—No me has entendido —dijo el muchacho—. Lo que quiero decir es que quizá Eldir no sea un lugar físico, sino una especie de entorno virtual al que conectan los cerebros de los condenados. Deimos dijo que no era un lugar físico, sino un estado espiritual, ¿no os acordáis?

—No estoy segura de que dijera eso exactamente —repuso Casandra—. Si al menos pudiéramos hablar con él ahora…

—¿Has perdido su señal? —preguntó Jacob.

La muchacha asintió.

—Después del juicio no he vuelto a recibirla. Espero que haya encontrado el modo de avisar a los ictios.

Martín esbozó una mueca de desagrado.

—No sé si esa es una buena idea —observó—. Tal y como están las cosas, los ictios son capaces de presentarse aquí y exigir nuestra liberación por la fuerza. Podría ser el comienzo de una guerra.

Todos se quedaron callados, sopesando las alternativas.

—¿Y qué nos importa a nosotros? —dijo de pronto Alejandra—. Si estalla una guerra, que estalle. No quiero ir a ese lugar infernal, no quiero que me torturen ni que me arrebaten mis recuerdos. Pero, por lo visto, a nadie le importa lo que yo piense… Decidisteis arriesgaros vosotros cuatro, sin tener en cuenta mi opinión.

Todos la miraron sorprendidos. No estaban acostumbrados a ver a Alejandra flaquear, y mucho menos a oír recriminaciones por parte de la muchacha.

—No podíamos comunicarnos contigo mentalmente —se justificó Casandra—. Teníamos que tomar una decisión rápida.

—Ya. De todas formas, yo no tengo ningún poder especial, o sea que supongo que no tengo ningún derecho a opinar —repuso Alejandra con desafiante ironía.

Los demás se quedaron callados, mirándose de reojo unos a otros.

—Entiendo que estés enfadada, Alejandra. Tienes todo el derecho del mundo a sentirte así —dijo Martín, sentándose en el suelo junto a ella y acariciándole el cabello con torpeza—. También está en juego tu vida, y ya nos has ayudado bastante…

—No es eso —murmuró Alejandra, con voz entrecortada por los sollozos—. No es que no quiera seguir ayudándoos… Es que me habría gustado que contaseis conmigo antes de decidir, eso es todo. Y, además, tengo miedo.

—Todos tenemos miedo —dijo Jacob, yendo también a sentarse junto a Alejandra—. Estos tipos están locos, y el circo que han montado es bastante siniestro. El Ashura ese me pone los pelos de punta…

—¡Si Dhevan volviese a tiempo! —suspiró Selene—. Él es completamente diferente, se ve en seguida.

—Lo más probable es que Ashura ni siquiera le haya informado de lo sucedido —reflexionó Martín—. Y no creo que le haya mencionado tampoco la desaparición de Uriel; de lo contrario, habría vuelto de inmediato.

—Puede que la hayan cogido —intervino Casandra—. No es más que una niña… Estaba sola, y dudo mucho que supiese adonde ir.

—¿Quién será en realidad? —se preguntó Jacob—. Ojalá hubiésemos podido hablar con ella.

—Puede que ni ella misma lo sepa —murmuró Martín—. Aún no puedo creer que me hiciera caso…

Alejandra se puso en pie y caminó hacia la ventana, impaciente.

—Habría sido mejor para nosotros que no escapara —dijo—. Habría podido hablar en nuestro favor, y quizá ahora no estaríamos como estamos.

—¿Tú crees que le habrían hecho caso? —preguntó Jacob en tono de duda—. No parece que en el asunto del padre de Deimos consiguiese mucho.

Un ruido de pasos en el exterior de la celda les hizo interrumpir la conversación. Alguien deslizó una tarjeta por la cerradura exterior, y la puerta de la mazmorra se abrió con brusquedad. Al otro lado, los esperaban tres perfectos encapuchados y una mujer ataviada con la túnica color zafiro de los maestros.

—Estáis a punto de iniciar el Viaje sin Retorno —dijo la mujer con voz solemne y afligida—. Pero Uriel es clemente, y no permitirá que os adentréis en las tinieblas de vuestros corazones sin haber escuchado antes unas palabras de consuelo.

Los chicos se miraron entre sí, perplejos. Lo último que esperaban era tener que escuchar una clase de filosofía aretea en semejante momento.

—«Lo que ha sido puede volver a ser» —citó la maestra de perfectos cerrando los ojos—. Nuestro universo respira en ciclos de expansión y retracción, dialogando en silencio con los otros universos. Y nosotros no somos más que el aire que exhala, la palabra perdida… Pero toda palabra puede volver a pronunciarse.

Pese a la buena intención de la mujer, a Martín sus frases de consuelo le sonaron muy poco efectivas.

—El viaje del alma es infinito —prosiguió la perfecta con una beatífica sonrisa—. Al otro lado de la memoria, la existencia fluye como un puro manantial, lejos de la impureza de los significados. Ahora, acompañadme… El Pájaro de Bronce os conducirá a la orilla sin retorno, donde las palabras se fundirán con el silencio.

Terminada aquella inquietante arenga, los tres verdugos encapuchados procedieron a atar las manos de los condenados con unas cintas rojas aparentemente finas, aunque en realidad estaban fabricadas con un material de altísima resistencia a la rotura. Al notar el contacto de aquel tejido aterciopelado en sus muñecas, Martín sintió una oleada de pánico. ¿Qué ocurriría si Alejandra tenía razón? ¿Y si cuando decidiesen tratar de salir de aquel embrollo, resultaba que ya era demasiado tarde? Disimuladamente, forcejeó con las cintas mientras los verdugos ataban a sus compañeros, y su incapacidad para moverlas no hizo sino confirmar la inutilidad de sus esfuerzos. Habían tomado un camino muy peligroso, y a cada segundo que pasaba se arrepentía más de haber permitido que las cosas llegasen tan lejos.

Cuando todos estuvieron maniatados, los verdugos los empujaron al exterior de la celda. Después de recorrer un largo pasillo, se encontraron ante un arco que parecía desembocar directamente en el cielo. Flotando en el umbral, una nave en forma de pájaro recubierto de escamas de bronce los esperaba para conducirlos al lugar de la despedida. Ashura, vestido completamente de negro y con un alto tocado dorado que recordaba la corona de los antiguos faraones egipcios, los invitó con un gesto a subir a bordo.

En cuanto estuvieron arriba, la carroza despegó con un chirriante aleteo que habría bastado, por sí solo, para ponerles los pelos de punta a sus ocupantes. De esa forma comenzó a recorrer, volando a baja altura, los principales bulevares de la ciudad de los perfectos, donde miles de personas se habían congregado para ver pasar a los condenados. De pie junto a Martín, Alejandra temblaba imperceptiblemente, pero mantenía las mandíbulas apretadas y el rostro firme. Solo Martín se daba cuenta del ímprobo esfuerzo que estaba haciendo para no estallar en sollozos. En ese momento, sin saber por qué, se alegró de que fuera tan orgullosa. En trances como aquel, el orgullo era lo único a lo que uno podía aferrarse. El orgullo o la esperanza…, pero la esperanza siempre resultaba, a la larga, más traicionera.

Terminado el recorrido por las calles de Areté, el Pájaro de Bronce puso rumbo a tierra. Los chicos observaron con el corazón encogido cómo se alejaba del Árbol Sagrado y se dirigía al norte sobrevolando el hermoso Bosque de Yama. Cuando el bosque se terminó, ante su vista se desplegó una interminable sucesión de páramos yermos, sin apenas signos de vegetación, hasta que de pronto se perfiló a lo lejos una ancha banda de tierra morada, más allá de la cual brillaba una corriente de aguas rojizas. La nave con forma de pájaro comenzó a descender hacia aquel lugar, que, visto de cerca, era un campo de flores púrpura en forma de gruesas espigas.

—¿Qué flores son esas? —preguntó Martín en voz alta, sin pensarlo.

La rígida expresión de Ashura no se alteró ni lo más mínimo al oír la pregunta, y los tres encapuchados que los vigilaban tampoco se dignaron responder. Sin embargo, Martín escuchó en su cerebro la respuesta telepática de Selene:

—Son jacintos, un símbolo de muerte y de resurrección desde los tiempos de los griegos.

El Pájaro de Bronce aterrizó en medio de aquella fragante alfombra, y todo se quedó en silencio. El príncipe fue el primero en descender del aparato, seguido de los prisioneros, que iban escoltados por sus verdugos. A escasos metros de la nave, junto a la corriente de aguas rojas como la sangre, había al menos un centenar de perfectos entonando cantos rituales. Se hallaban apelotonados sobre el muelle, cuyas rocas, de un negro semejante al azabache, brillaban como si las acabaran de pulir. Muy cerca de la orilla, meciéndose en el agua, esperaba una embarcación en forma de góndola. Su remero, oculto bajo una máscara en forma de calavera, sujetaba un largo remo en posición vertical, clavándolo en el fondo.

Los verdugos obligaron a los condenados a formar una fila y a descender uno a uno hacia el embarcadero. Martín caminaba detrás de Alejandra y delante de Selene. Los cantos de los perfectos habían redoblado su intensidad, y su cadencia extraña y discordante estremeció a Martín más que ninguna otra melodía que hubiese oído anteriormente.

Mientras avanzaban hacia la barca, Martín elevó un instante la mirada hacia el ancho río de aguas sangrientas. La otra orilla se hallaba tan lejos que apenas era posible distinguir algún detalle en sus oscuros acantilados, aunque el muchacho tuvo la sensación de que lo que había al otro lado era un desierto carbonizado cuyas cenizas aún calientes enturbiaban el aire, formando una grisácea neblina. Las palabras de los cantos resultaban ininteligibles, si bien el nombre de Uriel se repitió varias veces. Tal vez estuviesen escritos en alguno de los dialectos sagrados de la Edad Oscura, procedentes de las estepas siberianas, y que los perfectos utilizaban tan solo en ocasiones ceremoniales.

Delante de él, dos verdugos sujetaron a Alejandra para que se detuviera, y Ashura, inclinándose sobre la aterrorizada muchacha, le susurró unas palabras en el oído. A continuación, uno de los encapuchados le exigió que abriese la boca, y el príncipe le introdujo algo en ella. Cuando esta parte de la ceremonia hubo concluido, los verdugos la acompañaron hasta el interior de la góndola y ataron sus piernas al banco de madera donde la habían sentado, detrás de Casandra y Jacob.

Martín sintió deseos de gritar. No quería ver a Alejandra así; no quería que todo terminase de aquella forma. Hasta entonces, había albergado la esperanza de que toda aquella historia de la amenaza de Eldir no fuese más que una pura pantomima, una representación que los perfectos repetían con cada una de las personas condenadas por sus tribunales para poner de manifiesto su poder e impresionar a los crédulos. Ahora, sin embargo, veía claro que aquello era algo más. Los perfectos no estaban jugando; la intensa gravedad de sus caras y el dolor que se leía en muchas de ellas parecían completamente sinceros.

Un momento después le llegó el turno. Ashura repitió las palabras rituales en su oído, una larga fórmula en un idioma desconocido para Martín. Luego, tomó de una bandeja un pequeño objeto en forma de disco, semejante a una moneda. El verdugo le ordenó que abriese la boca, y Ashura le colocó aquella cosa debajo de la lengua.

—Un óbolo para el barquero —susurró en tono jocoso—. Era la costumbre de los griegos… Un homenaje a los antiguos mitos.

De inmediato, los verdugos lo empujaron hasta la góndola y, sentándolo de un empujón sobre uno de los dos bancos que quedaban libres, lo amarraron a su base con gruesas cintas del mismo material que habían empleado para maniatarlo. El barquero enmascarado, mientras tanto, observaba la operación sin mover un solo músculo. Cuando terminaron, los hombres regresaron a por Selene, que ya estaba escuchando la fórmula pronunciada en su oído por Ashura.

«No tengas miedo», quiso decir Martín para que le oyese Alejandra.

Sin embargo, al ir a articular la primera de aquellas palabras, notó con horror que no podía mover la lengua. La moneda que el príncipe le había introducido en la boca no era, después de todo, simbólica. Aquel artefacto había paralizado todos sus músculos fonadores… Se sintió aterrorizado. Era como cuando uno intenta gritar en el transcurso de una pesadilla y no le sale la voz; se experimenta una angustia indescriptible. Intentado razonar consigo mismo, se dijo que la voz, en aquellas circunstancias, tampoco le habría servido de mucho. Sin embargo, aquella mudez repentina le producía una irracional sensación de impotencia. Además, la voz era lo único que aún le quedaba para comunicarse con Alejandra: sin ella, no podía alcanzarla.

A no ser que… Sus capacidades telepáticas nunca le habían funcionado con Alejandra, probablemente porque sus sentimientos hacia ella le hacían perder la concentración en el momento de intentar introducirse en su mente. En todo caso, hacía mucho tiempo que no lo intentaba… Y nunca había necesitado tanto sentirse unido a Alejandra como en aquel momento.

Con Selene ya instalada en el último banco de la góndola, El barquero alzó su remo hacia el cielo y luego lo clavó con decisión en el fondo del río, empujando la embarcación aguas adentro. Un clamor indiferenciado se elevó desde la orilla, sustituyendo a los cantos rituales. Parecía un lamento colectivo, más desgarrador a medida que la barca se alejaba del muelle. Martín trató de ignorarlo y concentró todo el poder de su cerebro en Alejandra. Quería llegar hasta ella. Quería hablarle directamente a su cerebro, ya que no podía hacerle llegar su voz. Ninguna otra cosa le importaba en ese momento. Si ella le decía que no podía más, él lo cambiaría todo. Activaría el programa de la Memoria del Futuro y haría que todo aquello terminase. Haría lo que fuera con tal de proteger a Alejandra; lo que fuera, incluido arriesgarse a perderla para siempre.

La góndola se deslizaba hacia el centro de aquel río sangriento, impulsada de cuando en cuando por el largo remo del barquero. A lo lejos, donde la corriente se fundía con el horizonte, el sol comenzaba a despegarse de la tierra, atenuando el siniestro color del agua con miríadas de reflejos dorados. Los lamentos de la orilla se oían cada vez más distantes y se iban confundiendo poco a poco con el rumor acompasado de las diminutas olas al chocar contra la afilada proa de la barca. Alejandra estaba allí, delante de Martín, tan cerca que, de no haber tenido las manos atadas a la espalda, podría haberla tocado. El muchacho concentró su mente en los cabellos de ella, en sus hombros semidesnudos, tratando de acariciarla con el pensamiento. Después de unos minutos, notó que la piel del cuello de Alejandra se erizaba, como si realmente hubiese notado su caricia. Quería ser muy cuidadoso, entrar en su alma como jamás había entrado en el espíritu de nadie, sin asustarla y, al mismo tiempo, sin darle ocasión de cerrarle el camino, lenta y respetuosamente. Olvidándose de todo lo demás, cerró los ojos y se desnudó de todos sus pensamientos antes de atreverse a adentrarse en los de su amiga.

Y entonces sucedió. Oyó la voz interior de Alejandra, confusa, aturdida por el pánico. Oyó su desesperación, su miedo, y al fondo de aquel miedo el eco de todas las decisiones que la habían conducido hasta allí, decisiones que siempre habían estado relacionadas con él, con lo que ambos sentían el uno por el otro. Notó una especie de desgarro interior, un dolor insoportable por haberle hecho aquello a Alejandra. Para no perderle, ella le había acompañado al otro lado del tiempo, había abandonado su mundo y su familia y se había aventurado en una época a la que no pertenecería nunca, una época donde nadie era como ella ni podía entenderla, porque no podían ponerse en su lugar. Allí, en el mundo de los perfectos y los ictios, su anticuada rueda neural no servía para nada. Todos disponían de implantes biológicos y neurales mucho más sofisticados que les permitían comunicarse a nivel cerebral, y también dominar mejor sus emociones, controlar su presión arterial o retrasar su envejecimiento… ¿Dónde encajaba ella en aquella Humanidad superdesarrollada? Por primera vez desde su viaje a través de la esfera, Martín comprendió la magnitud del sacrificio que había hecho Alejandra y lo terriblemente sola que se sentía. Lo había perdido todo para seguirle a él; y, sin embargo, en las últimas semanas se había sentido más lejos de él que nunca. Martín notó un nudo en su garganta, un nudo tan apretado y tenso que, por un momento, creyó que iba a asfixiarle. Por primera vez experimentaba como en carne propia todo el sufrimiento de Alejandra, su terror y su desesperación. Le asombraba que la muchacha hubiese sido capaz de esconder tan bien la angustia que sentía. Si él se hubiese dado cuenta antes de lo que le estaba pasando, todo habría sido distinto. Le habría ahorrado todo aquello, se habría impuesto como principal tarea protegerla y devolverle la confianza en sí misma… Pero ahora, quizá fuese ya demasiado tarde. Ella, al menos, estaba convencida de que se dirigían hacia una muerte segura. Y lo más impresionante de todo era que no se arrepentía de nada… No se decía a sí misma que habría debido actuar de otra manera, que habría debido abandonar cuando todavía estaba a tiempo. Al contrario: lo único que la reconfortaba era haber tenido el valor de acompañar a Martín hasta el final.

Dos lágrimas gruesas y ardientes asomaron a los ojos del muchacho. Como se encontraba atado, no pudo hacer nada para limpiárselas, y tuvo que esperar a que rodaran por sus mejillas para volver a ver con claridad. La embarcación avanzaba ahora siguiendo la corriente del río, hacia el sol. La otra orilla, seca y carbonizada, se distinguía cada vez con mayor claridad a través de la neblina. Un denso calor parecía emanar de ella, haciendo vibrar el aire sobre los esqueletos de los árboles.

Martín se concentró en dominar su llanto y en permanecer anclado al pensamiento de Alejandra. Quería estar allí, acompañándola, aunque ella no detectase su presencia.

Pero entonces ocurrió algo increíble: Ella le habló. Le habló con la mente, sin hacer el menor esfuerzo por volverse a mirarlo (aunque lo hubiese intentado, sus ligaduras se lo habrían impedido). De algún modo que aún no comprendía, su tosca rueda neural, finalmente, le había descubierto y le había reconocido. La gente de su época, por lo común, le permitía acceder a sus pensamientos sin llegar a ser consciente de que se había introducido en ellos. Sin embargo, Alejandra le conocía demasiado bien, y lo había identificado en seguida.

—No es justo —fueron las primeras palabras telepáticas de la muchacha—. Nos quedan tantas cosas por hacer…

—Esto no es el final, Alejandra —se apresuró a responder Martín—. Saldremos de esta.

Su amiga no respondió inmediatamente.

—Para ellos no es un juego —repuso por fin—. Lo he visto en sus caras… Cuando hablan de Eldir, están hablando del infierno. Del infierno de verdad, ¿entiendes? No es un eufemismo.

—De momento, estamos vivos…

—¡De momento! Ese espantajo que maneja el remo podría matarnos en cualquier instante, y nosotros ni siquiera lograríamos emitir un grito. ¿Por qué nos han puesto esta cosa en la boca, Martín? No quieren que gritemos.

La angustia de Alejandra era tan palpable como si estuviese rodeándolos por todas partes. Martín se sentía aprisionado dentro de una flor de pétalos rosados y sedosos. Anteriormente, se había colado en el cerebro de muchas personas, pero nunca se había dejado atrapar por las sensaciones de ninguno de ellos de aquel modo.

—Lo pararemos —decidió—. Voy a activar el programa, Alejandra. No quiero que pases por esto.

Fue como si una brisa fresca agitase los pétalos de aquella flor que le aprisionaba.

—¿Qué dices? —oyó que le preguntaba Alejandra—. No sé si te he entendido bien…

—Lo pararemos —repitió Martín—. Activaré el programa de borrado de memoria, alertaré a Jacob de que lo he hecho y derribaremos al barquero. Después, estaremos preparados para lo que venga… No iremos al infierno, después de todo.

Martín imaginó la sonrisa esperanzada de Alejandra, los ojos brillando a través de las pestañas húmedas. En cuanto ella le dijese una sola palabra, lo haría. Pondría en marcha el programa y terminaría con aquella tortura.

—No —dijo de pronto aquella voz en su cerebro—. No lo hagas, Martín. No quiero que lo hagas.

El muchacho clavó la mirada en la nuca de Alejandra, cuya piel se había erizado de nuevo al contacto de la brisa. La góndola seguía dejándose llevar por la corriente, y el barquero miraba fijamente hacia el horizonte, sin prestarles la menor atención.

—No será tan grave —dijo Martín mentalmente—. Jacob lo hizo, y no ha sido el fin del mundo. Poco a poco, ha ido recuperando lo que perdió entonces…

—No todo. Hay cosas que son irrecuperables. No quiero que lo hagas, Martín, en serio.

—Pero eso es mejor que la muerte, ¿no? Seguiríamos estando juntos. Y, si a mí se me olvida lo que siento por ti, tú me lo podrías recordar.

De nuevo se hizo un largo silencio. La brisa era fresca en algunos momentos y asfixiantemente cálida en otros. Alejandra seguía sin moverse. Martín percibió su angustia abriéndose, los pétalos frágiles y rosados volando en todas direcciones. Ahora, el interior de su pensamiento se había vuelto inmenso y profundo como un cielo estrellado. Martín respiró con fruición aquella nueva libertad, y entendió su significado.

—Me basta con que me hayas demostrado que estabas dispuesto a hacerlo —dijo la voz—. Has estado a punto de sacrificarlo todo por mí… Pero ya no es necesario. He dejado de tener miedo. Creo que yo también he entrado en tu pensamiento, ¿sabes? Si tú confías, yo confío, ahora de verdad. No sé cómo explicarlo, es como si hubiese palpado tu esperanza.

—Te entiendo.

Los dos permanecieron callados durante un buen rato, compartiendo aquel vasto espacio interior, infinito, oscuro, poblado de estrellas.

—Entonces, no lo activaré —dijo Martín.

—No. No vamos a morir, ahora lo sé. Y ya no quiero que lo hagas.

Fue entonces cuando el barquero se volvió hacia ellos con su máscara cadavérica sobre el rostro. Sus grandes ojos vacíos contemplaron inexpresivos a los cinco condenados, y con un gesto rápido y preciso enganchó su remo a un gancho de la quilla. A continuación, su mano derecha se deslizó entre los pliegues de su túnica, de donde extrajo un pequeño cuchillo. El mango parecía de plata, y la hoja de acero estaba reforzada por un filo de diamantes diminutos.

Con paso inseguro, el barquero avanzó hacia Casandra y le puso una mano en el hombro. En el mismo instante, la embarcación zozobró peligrosamente, y el agua se llenó de espumosos remolinos. Antes de que el barquero pudiese reaccionar, sintieron inclinarse la góndola hacia la izquierda, y alguien se encaramó al casco. El tipo, que parecía bastante ágil, llevaba un traje de neopreno y una botella de oxígeno que arrojó sin contemplaciones al agua. Luego se quitó la mascarilla de respiración, y Martín reconoció el semblante noble y atractivo de Deimos.

—¡Quieto! —gritó el muchacho, abalanzándose sobre el barquero y quitándole el cuchillo—. No intentes nada o… ¡Eres tú!

Mientras forcejeaba con el desconocido, había logrado arrancarle la máscara, y al descubrir el rostro que había debajo se había incorporado, desconcertado.

—¡Uriel! —logró articular por fin—. Pero ¿cómo?

La niña sonrió ampliamente.

—¿Creíste que iba a matarlos? Solo iba a cortarles las ataduras. Son de una fibra especial, y hace falta un cuchillo especial para romperlas. Hazlo tú, si quieres…

Deimos tomó en la mano el cuchillo que la niña le tendía y, después de varios intentos, logró romper las ligaduras que sujetaban las muñecas de Casandra. Después hizo lo mismo con las de los demás. Mientras tanto, Uriel se había despojado de la capucha negra que le ocultaba la cabeza, dejando al descubierto sus cabellos rubios. Luego, tomando un pequeño objeto en forma de herradura del mismo bolsillo en el que había ocultado el cuchillo, lo utilizó para ir desenganchando los discos sublinguales que Ashura les había implantado a los chicos.

Cuando por fin se vio libre de sus ataduras, Martín se volvió con inquietud hacia la orilla de la que habían partido. La comitiva de los perfectos había quedado muy atrás, y hacía rato que no se oían sus lamentos. Uriel se acercó entonces para extraerle el disco.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —le preguntó en cuanto pudo articular palabra—. ¿Volver?

—No podemos volver. —Repuso la niña; y añadió, sin que la sonrisa abandonase su rostro—. No hay regreso posible.