17

 

La familia de España

 

No me apetece nada este viaje a Barcelona. Pero nada de nada. Voy porque se lo he prometido a Ruth, porque sé que no está pasando su mejor racha y necesita un hombro en el que llorar, porque no quiero que esté sola en un momento así. 

Por otro lado, viajar en mi estado tampoco es nada tranquilizador, te lo puedo asegurar. Este monstruito se mueve a cada paso que doy, minuto a minuto, sin darme tregua; no le gustan los sobresaltos ni las emociones fuertes. Y dudo mucho que le gusten los enfermos, ni las personas depresivas o con malas pulgas. De todos modos, no le toca otra que resistir y ser bien educada como su mamaíta.

Hago el equipaje con precipitación y rabia.

Precipitación porque el avión sale a las dos de la tarde y son las doce del mediodía, porque no sé qué meter, porque no estoy de humor para pensar en hacer maletas, porque tengo la cabeza en otra parte y porque la idea de ver a la tía Gloria no me seduce lo más mínimo. Lo último que supe de ella, lo único que sé de ella, de hecho, es que es una mujer resentida, de mal carácter, con muy poco o ningún sentido del humor y siempre con ganas de pelea.

Sé que nunca le ha perdonado a mi madre que no asistiera al funeral de los abuelos. De ninguno de ellos. Para la tía Gloria, mi madre fue una desertora, una «viva la vida», una egoísta, una descastada y no sé cuántas cosas más, a cual peor.

Jamás digirió sus éxitos ni sus triunfos.

Ni en lo profesional ni en lo personal.

Y que mi madre alardeara de ellos ante cualquiera que quisiera escucharla no mejoraba en mucho la opinión que de ella había quedado en España.

Siempre la tacharon de soberbia y pretenciosa, incluso cuando le sobraban motivos para serlo; y no lo era más que tantísima gente con apenas ningún motivo. Pero España es así, y sólo por eso ésta es la primera y última vez que viajo hasta allí, puedo asegurártelo.

De los abuelos no sé nada.

Ni mi madre me habló nunca, ni yo pregunté porque ya sabía que si ella no me contaba nada era que no había nada significativo que explicar.

Nada que me tocara ni me llegara al corazón.

Lo poco que le sonsaqué a mi padre a ratos perdidos, quien tampoco los vio nunca, aunque sí le llegó algún que otro comentario, fue que eran gente mediocre, simple; pobres de espíritu que no habían sabido adaptarse a los nuevos tiempos ni reinventarse ni hacer nada por destacarse de la masa de borregos ciegos. Vivían perennemente en un pasado que poco tenía de memorable. Y sentían nostalgia del absurdo, de la Guerra Civil que se perdió, ¡incluso sentían nostalgia de la dictadura franquista!

«Había paz, que no es poco.»

«La paz de los muertos», que dijo mi madre una vez.

Pa’ mear y no echar gota.

¿Entiendes por qué me apetece tan poquito este viaje, esta visita, este encuentro con la «familia» perdida de España?  

¿Entiendes por qué sólo puedo tolerarlo, armarme de paciencia y morderme la lengua?

¿Entiendes por qué, sin haber aún dejado mi dulce hogar, ya tengo unas ganas locas de volver a él?

Y eso por no hablar de Sam, que no está nada conforme con este viaje mío. De mil maneras le he explicado que quiero estar con Ruth en un momento como este; no es que no entienda esa necesidad, pero no le gusta perderme de vista, perdernos de vista para ser más exactos. No le gusta que viaje a un país completamente desconocido para mí, y además en avión. Dice que no es bueno para el bebé. Me abruma y me exaspera a veces con su sobreprotección. Me conmueve, sí, pero también me abruma y exaspera porque soy muy capaz de cuidarme y cuidar a Maerwyn.

Sí, ya sabemos con absoluta certeza que es Maerwyn y no James o Cameron o Aaron o cualquier otro de los tropecientos nombres que Sam ideó para la criatura.

Estuvimos en el médico ayer y Sam se tranquilizó al ver que todo va como es debido. Después nos apuntamos a las clases de preparación para el parto. Sí, los dos. Ya te he dicho, querido lector, que no quiere perdernos de vista.

Por eso, y por otras muchas cosas, hace una semana que se mudó a mi casa de un modo oficial.

La decisión tuvo que ver con las fotos que se publicaron de Alex y la súper cantante, que dejaron claro que ella y yo ya no tenemos vida en común. Algún día nos sentaremos y hablaremos civilizadamente de lo que vamos a hacer con la casa. Imagino que ella querrá venderme su parte. Aunque, a decir verdad, con quien debería hablar es con Debbie, pues fue su dinero y no el de Alex el que costeó la mitad de la vivienda.

Sam trajo dos maletas y todos sus textos matemáticos.

En febrero ya tenía aquí un pijama, un cepillo de dientes y útiles de afeitar. (Sabe que no soporto a los hombres con barba. Otra de mis muchas manías.) Desde entonces hablamos largo y tendido de la posibilidad de vivir juntos.

El numerito de la súper diva en Los Ángeles sólo aceleró un poquito las cosas.

Su traslado fue un paso de gigante en nuestra relación.

¿Más que mi embarazo?, te preguntarás.

Pues sí. 

Para mí representa un compromiso formal sin vuelta atrás.

Y tú dirás que soy una exagerada, que después de lo que nos ha pasado a nosotras, vivir con alguien no significa necesariamente morir con él. Pero yo soy mujer de compromisos firmes. Dar mi palabra y no desdecirme.

Lo he sido desde chiquita, como mi madre, y no voy a cambiar ahora.

No con Sam.

Porque si alguien se merece mi fidelidad absoluta es él.

Mi fidelidad y mi devoción.

Porque a la tonta, y sin proponérnoslo, hemos llegado a un punto sin retorno.

Y me gusta la idea. He tardado mucho en acostumbrarme, cierto, pero ahora me gusta. No sé qué diría mi madre. Pero sé que lo aprobaría.

Yo le diría:

«Mamá, soy feliz con este hombre.»

Y ella contestaría:

«Eso es lo más importante, cielo. Tu felicidad es lo primero, todo lo demás importa poco.»

Y nos besaríamos, y la vería sonreír y…

A veces me olvido de que ya no la veré más.

Y me entra una congoja muy grande al pensar que no conocerá a su nieta.

Mi abuela tampoco llegó a conocerme a mí. Y por lo poco que sé, no siento que ninguna de las dos se haya perdido nada importante.

No hubiéramos congeniado mucho. De entrada, habría criticado mi nombre porque es extranjero y no aparece en ningún santoral católico, apostólico y romano. Después habría criticado, como le criticó a mi madre, mi afición a los libros y en concreto a la poesía. Y por último, pero no menos importante, se hubiera escandalizado de haber conocido mi relación con Alex y el amor que nos profesábamos mutuamente.

Desde luego que nada de eso importa ahora. Porque también habría criticado que me quedara embarazada sin haberme casado primero. Tampoco entendería que después de diez años de relaciones lésbicas me diera por iniciar una relación heterosexual. De hecho, y hablando claro, nada de lo que yo hiciera o dijera hubiera gozado de su aprobación. Y es que no se puede estar bien con Dios y con el diablo a la vez.

¿Sigo o lo dejamos aquí?

Creo que te haces una idea aproximada de la férrea moral católica.

Y no, no me digas que estamos en 2038 y te resulta inconcebible que alguien pueda escandalizarse por esas nimiedades. Porque, por lo que sé de la tía Gloria, en España la gente todavía se rasga las vestiduras ante semejantes desvergüenzas.

Y puede que nosotros, los británicos, vivamos pendientes del establishment y las apariencias; que seamos flemáticos y no nos corra sangre por las venas; más fríos que el clima, más relamidos que una doncella victoriana y con un apego a la monarquía casi antinatural, pero tenemos eso tan inglés que para mí es valioso y fundamental, como también lo era para mi madre: el sentido común.

El sentido del equilibrio, de lo justo y lo democrático.

Nada de eso es patrimonio de España, que tendrá otro patrimonio, no te digo yo que no (el jamón de pata negra, el aceite de oliva; la rumba y las sevillanas…), pero son demasiado pasionales, demasiado veletas; están desnortados, y después de yo qué sé cuántos siglos, todavía no saben quiénes son ni a quién le deben lealtad.

Por supuesto, estoy generalizando.

Como en cualquier país, hay gente más libre, más crítica, más realista y, sobre todo, más pragmática.

No me hago ilusiones, por eso, de encontrarme con nadie así… salvo Ruth, claro.

Pero ella ha vivido más fuera que dentro de España, y no sé si su ejemplo es muy válido para lo que quiero explicarte, querido lector.

Dejémoslo ya. No quiero agobiarme más con este tema. Veré a la tía Gloria, haré oídos sordos a sus memeces de manera delicada y cortés, y volveré a  Londres como si tal cosa.

Llego al aeropuerto con el tiempo justo para embarcar.

Solo llevo una maletita de mano, me alojo estos días con Ruth en su apartamento del Born y no quiero andar con medio armario a cuestas. Además, ya que voy a Barcelona, aprovecharé para hacer algunas compras. Quizá te parezca una frivolidad, y probablemente lo sea, pero me trae sin cuidado.

Nadie ha dicho que me esté prohibido hacer un poco de turismo y shopping.

No soy amiga de duelos y lloriqueos plañideros. No voy a montar el numerito de la pariente acongojada, ni voy a mostrar más dolor que la propia Ruth. Eso sería indecoroso. A fin de cuentas, y como te digo, yo apenas conozco a esta parte de la familia. Sería incluso sospechoso mostrar una actitud demasiado contrita.

Me preocupa mucho más la relación de Ruth.

No porque esté con un hombre casado o porque lo lleve peor que mal.

Ruth siempre ha sido mi referente en lo académico y en lo profesional.

Siempre decía que, de mayor, quería ser como ella.

Verla liada con un hombre que no la merece no entraba en mis planes de futuro.

Lo peor es no saber qué decir, cómo aconsejarla, ¿quién soy yo para darle la charla?

Nunca me ha gustado meterme en la vida de los demás y, al igual que mi madre, tiendo a pensar que nadie escarmienta en cabeza ajena; cada cual ha de pegarse la gran leche contra el muro para aprender la lección. Así que sólo me resta estar a su lado por lo que pueda necesitar de mí.

La relación de mi madre con Ruth siempre fue muy estrecha y muy hermosa. Hasta el día de mi nacimiento, puede decirse que mi prima era como su hija, ya que mi madre casi había perdido la esperanza de tener hijos cuando se quedó embarazada de mí.

Después perdieron un tanto el contacto, pues ambas estaban inmersas de lleno en sus respectivos trabajos; de hecho, Ruth ni siquiera supo que mi madre había estado en España mientras estuvo enferma. Aquello me consoló en cierto modo; hubiera sido un poco humillante que ella lo hubiera sabido y nosotros no.

Pero cuando Judith se proponía guardar un secreto a cal y canto, lo hacía con todas sus consecuencias, y nunca dejaba nada al azar ni fuera de control.

Según me contó Ruth, mi madre nunca llegó a conocer su relación con Liam, a pesar de que ya llevaban varios años de intermitentes coqueteos y algún que otro escarceo sexual cuando ella murió. Ruth nunca se había atrevido a contarle nada porque sabía que mi madre no aprobaría que su sobrina preferida anduviera con un hombre casado.

«Tú te mereces mucho más, mi niña», le hubiera dicho; hubiera arrugado la nariz, se hubiera mordido la lengua para no soltar algún despropósito y hubiera mirado para otro lado para no ver cómo Ruth se estampaba contra el muro de las relaciones extramatrimoniales, tan viejo como el mear.

Sentada en mi mullido asiento de primera clase, atisbo por la ventanilla mientras la azafata me sirve una Perrier bien fría. Habitualmente prefiero la Coca Cola, pero en mi estado no es aconsejable tomar bebidas gaseosas y tampoco me caen muy bien al estómago que digamos.

Estoy expectante y algo nerviosa porque no sé a ciencia cierta qué voy a encontrarme cuando aterricemos en el aeropuerto de El Prat. Sé que Ruth viene a buscarme con el coche y no tengo que preocuparme de buscar taxi. Como solo llevo la maleta de mano, no he tenido que facturar equipaje y los agentes de aduanas han sido tan amables de no cachearme cuando he pasado la zona de control.

Puedo parecer muchas cosas, incluso en mi estado y sin mis habituales tacones, pero jamás una terrorista ni una narcotraficante.

También puede ocurrir, aunque mucho menos probable, que me hayan reconocido y me hayan dejado pasar, sin más, para no meterse en follones; que ya se sabe que los niños de papá estamos muy mal criados y montamos un pollo por menos que nada.

Hablando de famosetes y fauna de la farándula, aún resuenan en mi oído las palabras de papito de la semana pasada. Y no sé qué me jode más, que me restregara por los morros que Alex y la supercantante son «pareja oficial» o que me propusiera la descabellada idea de protagonizar un serial televisivo.

A Sam le encanta la idea, ¡mira tú por dónde!

Está convencido de que será una oportunidad magnífica.

Pues vale, si él lo dice, pero no sé yo para quién, porque para mí NO.

Discutimos mucho la noche pasada.

Y como tú sabes tan bien como yo que las reconciliaciones son lo mejor de cualquier pelea, no tengo ni que decirte cómo acabó la cosa.

Afortunadamente, aún podemos retozar alegremente entre las sábanas y dar rienda suelta a nuestra libido sin que la pequeña Maerwyn decida participar en la fiesta.

Aprovechamos cada minuto que tenemos libre; después de mi primera racha de náuseas matutinas y antojos extravagantes, mi cuerpo me exige que le dé alegrías de tanto en tanto… Y cada vez más seguido, la verdad, algo a lo que Sam, por supuesto, se muestra más que dispuesto.

Hace semanas que no sabemos nada de Olimpia.

Aunque tenía todo el derecho a hacerlo, no interpuse ninguna denuncia contra ella por la agresión de la que fui víctima en febrero. No me pareció oportuno ni tan grave como para ir a la policía, aquí entre tú y yo. Quiero creer que ya se desahogó lo suficiente esa mañana y no le queda nada más que hacer.

Quiero creerlo, de verdad de la buena.

No quiero ponerme de mala hostia, esa relamida no se lo merece.

No quiero que Olimpia Steinman eche por alto mi embarazo.

La voz de la azafata me llega en oleadas, como la marea que viene y va.

Estamos a punto de aterrizar.

No sé con qué voy a encontrarme y eso me asusta. Sé que no estaré sola, que Ruth no se separará de mí, y eso me incomoda porque no quiero que pierda su tiempo preocupándose por mí. Pero será inevitable que su vena protectora salga a relucir en cuanto me vea aparecer; sobre todo cuando deslice su mirada hacia mi vientre y adivine lo que crece dentro de él.

Estamos a treinta de abril y no hay que ser muy avispado para intuir mi embarazo. He engordado más de la cuenta por culpa de las sobredosis de dulces que me chuto últimamente.

Y no por falta de estímulos o alegrías, desde que vivo con Sam voy bien sobrada.

Pero el embarazo me ha subido el antojo de dulces a todas horas.

Chucherías de todo tipo, gominolas, chocolatinas, caramelos de mil sabores distintos…

Y besos, muchos besos, que aunque no son comestibles, engordan igual.

Porque el Amor engorda, ¿lo sabías?

Engorda una barbaridad. Si lo sumas al peso que va adquiriendo la pequeña Maerwyn cada día que pasa, aquí me tienes: como una foca.

Casi no me veo los dedos de los pies.

Ni puedo calzarme mis maravillosos tacones.

¡Quiero que llegue septiembre!

Quiero que esta criatura nazca y deje de darme la brasa con sus pataditas y sus meneos constantes. No hace falta que oiga música; juraría que tiene el ritmo metido en el cuerpo.

Llevo dos meses sin escuchar la radio ni el iPod, y casi que ni la tele.

Cada vez que oigo en la calle una canción me acuerdo de ese zorrón.

¡Hale, si ha caído en verso!

Lo que me recuerda, de paso, que desde Navidad no escribo dos rimas seguidas.

 

♥♥♥

 

He pasado el control de aduanas sin problemas ni malas caras, y espero pacientemente la cola para salir al exterior, donde Ruth me espera sentada al volante de su fabuloso Porsche 999 Limited Edition (sólo para gente con mucha, mucha, mucha pasta).

Y Ruth tiene mucha, mucha, mucha pasta.

Porque trabaja y cotiza en EE.UU, todo hay que decirlo.

Porque en Silicon Valley todo va viento en popa.

En cambio aquí, en la España de sevillanas y pandereta, la inversión en I+D sigue siendo tan escasa como cuando mi madre se largó para no volver.

Hay cosas que nunca cambian.

Y la filosofía española es una de ellas.

«Deja de quejarte, que tú vienes y te vas.»

¡Joder con mi conciencia! No me da un maldito respiro.

«No quiero agobiarte, cielo, sólo recordarte que estás aquí de paso.»

¡Pues muchísimas gracias por el detalle!

La cola avanza.

Salgo a un sol abrasador.

Parpadeo mientras a mi alrededor todo el mundo grita en un idioma que no entiendo.

Por encima de la cacofonía, el grito de Ruth sobresale para mi mayor alegría.

—¡Gillian! ¡Gillian, aquí!

Volteo la cabeza y veo a mi prima destacando entre la multitud.

Agita los brazos y grita mi nombre.

Lo hace con un acento exquisitamente británico.

La gente la mira con mala cara.

Ruth me avisó que Barcelona es un polvorín desde hace un par de años; los catalanes han conseguido su anhelada independencia y han impuesto una dictadura, sojuzgando a todos aquellos que no son de su «casta». Muchos hijos y nietos de andaluces, gallegos y murcianos han tenido que hacer las maletas y largarse en busca de pastos más verdes, libertad y una nueva oportunidad para prosperar. Casi un siglo después del final de la República y el comienzo de la Guerra Civil, hablar castellano vuelve a cerrarte todas las puertas de la ciudad.

Han pasado de anarquistas y revolucionarios a ser una élite esnobista que mira a los «extranjeros» por encima del hombro.

¡Lo que son las cosas!

La tía Gloria se quedó porque ya estaba delicada de salud, y a Ruth la cosa ni le va ni le viene porque no para en la ciudad más de una semana cuando llega de visita.

—Aquí está la cosa muy mal —me advierte después de darme un cálido abrazo—. Tú sígueme la corriente y no abras la boca.

Asiento con la cabeza y la sigo.

Ruth se vuelve y me mira con más detenimiento.

—¡Joder! ¡Estás preñada!

—Sé que tenía que habértelo dicho antes… Pero…

—No, no, si a mí lo mismo me da… Tenemos toda la noche para que me pongas al día de tus idas y venidas.

—Te vas a caer de culo.

—A punto he estado hace un minuto. ¡Eres una caja de sorpresas, nena!

—Me lo tomaré como un cumplido.

—Lo dicho, calladita y sin llamar la atención. No les mires y no te mirarán.

—Casi da miedo.

—Mujer, tampoco te van a llevar al cuartelillo por hablar tu idioma, pero procura que no se te escape una palabra de castellano.

—Desde que murió mamá, no tengo con quién hablar castellano, Ruth. Contigo siempre he hablado en inglés.

—Pues sigue así, en plan guiri. Los guiris no les molestan, al contrario; traen divisas y son más que bienvenidas.

—Así que no es oro todo lo que reluce.

—¡Para nada! Pero nunca lo reconocerán. Van tirando, recogiendo de aquí y de allá, pero la independencia les queda grande y más de uno empieza a preguntarse en qué estaría pensando cuando votó «sí» en el referéndum.

—Yo también me lo pregunto. Y mi madre se lo preguntaría si aún estuviera viva.

—No creas, a Judith el asunto le importaba un bledo desde siempre. Ya sabes que ella nunca se sintió ni española ni catalana.

—Pues hizo muy bien en marcharse antes de que las cosas se complicaran.

—Se marchó en plena crisis. Tuvo mucho ojo y ningún motivo para renunciar a sus sueños. Aquí no hubiera conseguido ni la mitad de la mitad de lo que consiguió en Londres.

—Por eso la familia la detesta.

—Bueno, nunca se granjeó muchas simpatías. Tampoco la gente de aquí hizo nada por ella, así que no seré yo quien le reproche nada.

—Siempre me ha gustado esta actitud tuya de «vive y deja vivir», si la gente se ocupara de sus asuntos…

—No habría chismes ni cotilleos. Si lo piensas bien, es un poco aburrido. Está bien que haya gente como yo, pero si todos fueran así sería un muermazo.

—También tienes razón, aunque llevo fatal que la gente hable de mí. Ya sea bien o mal.

—Tú no te quejes, que las dos sabemos que, siendo hija de quién eres, podría ser mucho peor.

—Soy demasiado intelectual, no les intereso. Ni soy rubia ni soy tonta. No doy la talla. Les gustan las muñequitas descerebradas.

—Como Saffron Adams.

—Ya tardabas en sacarla a relucir. En Londres no se habla de otra cosa.

—Y te jode una barbaridad, ¿me equivoco?

—Pues mira, no tanto como a algunos les gustaría. A decir verdad, me siento casi aliviada. Una parte de mí está terriblemente celosa… La otra se consuela pensando que las cosas han acabado bien. Cada oveja con su pareja.

—De piedra me dejas. Quiero que me lo cuentes todo. Esta noche salimos de copas por el Gótico y el Born y nos emborrachamos.

—No acostumbro a beber alcohol, ya lo sabes, y ahora que estoy así —señalo mi generoso vientre—, mucho menos.

—¡Oh, venga ya! Una noche es una noche. Además, tengo que emborracharte si quiero que me confieses tus más íntimos secretos.

 

♥♥♥

 

—¡De película!

—Sí, un poquito hortera todo junto, lo confieso. Pero Sam es así: tierno como un osito de peluche y tradicional como un caballero de los de antes.

—¿Y no te gusta?

—A ratos. A ratos me enamora y a ratos me desconcierta. Nunca había conocido a nadie así.

—A ver, cielo, no puede decirse que hayas conocido a muchos hombres.

—Lo sé, lo sé… Sé lo que piensas, pero no soy tan monjil como parezco. Vale que he vivido con Alex casi toda mi vida, pero cuando estaba en la facultad conocí a muchos tíos; no llegué a acostarme con ellos, por supuesto, pero eso no significa que no viera por dónde iban y adónde querían llegar.

—Y no te gustaba.

—Ni fu ni fa. Iban un poco salidos todos; vale que éramos jóvenes, pero tanta hormona revolucionada me atacaba los nervios.

Ruth se echa a reír.

—Eres de lo que no hay. Y él, ¿no te ataca los nervios?

—Al principio, su insistencia me ponía muy nerviosa y me hacía sentir muy culpable… Luego me fui relajando, y en Navidad ya estaba, lo que se dice, «a punto de caramelo».

—Te envidio.

—¿Por qué? ¿No van bien las cosas con ese amigo tuyo?

—Liam es adorable, su único defecto es su esposa.

—Hablamos de una arpía…

—Uhmm, eso es demasiado suave. Es absolutamente insustancial. Pero no tonta. ¡Ojalá lo fuera! Es un auténtico perro del hortelano: ni contigo ni sin ti. Ni está cuando debe, ni se va cuando toca. Lleva al pobre por la calle de la amargura.

—Todos los casados dicen lo mismo.

—Lo sé. No debí caer en una trampa tan vieja y usada. Pero folla como un demonio y por eso lo aguanto.

—Mientras tengas claro que la cosa se queda en un polvete y listo…

—No puede ir más allá, nadie lo sabe tan bien como yo. Disfruto el momento, y quédate tranquila porque no me hago ilusiones ni nadie va a destrozarme el corazón.

—Pues sí, me quedo más tranquila porque el Amor es un asunto «complicado».

—Lo vuestro es un culebrón, desde luego. Falta saber qué fue antes, si el huevo o la gallina.

—Pues ni idea, sé que en Navidad ya estaban juntas; pero por supuesto Alex no me ha dicho ni dónde ni cuándo la conoció y se enrolló con ella.

—¿Y te importa mucho?

—En realidad, no. Tampoco estoy enfadada; cuando vi a Saffron en la tele me puse como una moto, lo reconozco. El pobre Sam se asustó mucho, luego me enteré de mi embarazo y lo que hiciera o dejara de hacer Alex pasó a un segundo plano.

—Debe de quererte mucho, digo, el tal Sam.

—Muchísimo. A veces me asusta y todo. Ya te he dicho que nunca había topado con alguien como él.

—Porque esos hombres no existen, cielo. ¿Estás segura de que es real? ¿No lo habrás imaginado o soñado? A veces pasa.

—No, Sam es de carne y hueso. Tienes que venir a vernos, conocerlo; se ha mudado a King’s Road, conmigo.

—Ooooh, ¿y Alex qué dice de eso?

—Alex no lo sabe, y tampoco creo que le importe cuando se entere. La llamé para anunciarle mi estado de buena esperanza; se cabreó un poco, como es normal, pero en ningún momento me desmintió su relación con Saffron. Luego vinieron las fotos, los comentarios, la rumorología, ya sabes, ese tipo de cosas… Así que pensamos que ya era hora de hacer nuestros propios planes. Como diría mi madre: la política de hechos consumados es la mejor para gente que no quiere perder el tiempo.

Ruth vuelve a reír.

Me gusta verla reír.

No me gusta ver a la gente triste.

—Háblame de tu madre —le digo.

—No hay gran cosa que decir que no sepas ya. Está en las últimas, por eso te ha hecho venir. Aunque nunca lo reconocerá, le dolió no poder despedirse de tu madre. Ya sabes: el orgullo de la familia. Se lleva en la sangre, y de tanto en tanto la envenena.

—Voy a caerle fatal, lo sé.

—A ver, ni bien ni mal. Le he dicho que no se haga pajas mentales, que espere a hablar contigo.

—¿Y te hará caso?

—No le quedan muchas fuerzas para oponerse.

—Vale, me siento aliviada.

—No se parece a tu madre, pero tampoco es una bruja de cuento. Es… está chapada a la antigua, como la abuela. No tiene más defecto que ese.

—Uhmm, no suena tan mal.

—Tienes que contemporizar con ella, decir sí a todo, no hablar si no te pregunta y tratarla siempre de usted. Con los años se ha vuelto más y más orgullosa. Como si quisiera afirmar su posición ahora que tu madre ya no está para hacerle sombra.

—La sombra de Judith Ordóñez es alargada… y llega muy, muy lejos aún ahora.

—Mi madre lo sabe; siempre lo supo, y le costó mucho superarlo.

—Pero sus mundos eran totalmente opuestos… No veo cómo mi madre podía perjudicarla; no tiene sentido.

—El «sentido» soy yo. Siempre estuve más unida a ella que a mi madre. Compartimos tantas confidencias antes y después de marcharse a Londres que a mi madre acabó por sentarle como una patada en el hígado.

—Entiendo…

—Pero no te preocupes, si te ha llamado es porque quiere verte. No te hará un feo… aunque tampoco se echará en tus brazos. Simplemente te hará una radiografía de pies a cabeza y dirá si eres una auténtica Sánchez; recuerda que el apellido Ordóñez lo usaba tu madre para firmar sus obras.

 

♥♥♥

 

Llegamos a la casa de la Sagrera a las diez de la mañana.

Aún acusamos la resaca de anoche, pero a pesar del intenso dolor de cabeza que sufrimos las dos, tenemos buen aspecto y nadie diría que se nos fue… un poco la mano. Más a Ruth que a mí, por supuesto. Ya sabes, querido lector, que las embarazadas no podemos beber alcohol.

Sin embargo, no pude resistirme y me tomé un mojito.

«Y te sentó como un tiro. Y desató tu lengua. Y empezaste a soltar tacos. Y todo el mundo te oyó. Y da gracias que la mayoría no entendió ni papa, porque si no…»

Ya estabas tardando en dar la lata.

«Me echabas de menos.»

Para nada; creí que tendrías el detalle de quedarte en Londres como una buena chica.

«No puedes ir a ningún lado sin mí, asimílalo y disfrútalo. Es un consejo gratuito que te doy.»

Tampoco pensaba pagártelo.

«Oh, qué paciencia he de tener contigo.»

¡Serás cara dura! Paciencia la mía. Pero te lo digo claro: en casa de mi tía ni una sola palabra. O va a pensar que estoy loca.

«Seré una tumba.»

Gracias, de corazón.

Esto de discutir con mi conciencia es un coñazo. Lo peor: no me fío de ella ni un pelo; cuando creo estar más tranquila, aparece de nuevo y me pega un susto. Es su especialidad.

—Gill, cariño, haces mala cara.

Ruth me mira a los ojos.

Lamento decir que su aspecto no es mucho mejor que el mío.

—Dime…

—¿Podrás disimular?

—¿La resaca de anoche?

—Ajá.

—Lo intentaré con todas mis fuerzas.

—Buena chica. —Me palmea la espalda—. Recuerda: no te inquietes, no pongas mala cara, no hables si no te pregunta y dale la razón en todo. Para cuatro días que le quedan, no es plan de ponerse a discutir… por discutir.

—Ruth, yo no soy mi madre. No me gustan las polémicas y no discuto si la cosa no va conmigo.

Ruth sonríe.

Ruth está aliviada.

No quiere peleas en un momento tan delicado.

—Intentará provocarte, pero no entres al trapo. Haz como que no la oyes.

—Nunca se me ha dado muy bien fingir.

—Pues ya podrías haber aprendido algo de tu padre.

—Digan lo que digan, el talento no se lleva en la sangre. Soy una pésima actriz.

—Con lo que te gusta dramatizar, nadie lo diría.

—Eso es otra cosa —le guiño un ojo.

Ruth abre la puerta del edificio donde vive su madre desde que su padre murió.

Es un edificio de la Nueva Era Después De La Crisis Del Ladrillo, allá por 2025.

¿Qué te pensabas?

Te hablo de España, y tú ya deberías saber lo que a este país le duran las crisis. Más de diez años, y más de quince también.

A nosotros nos duró un par de años; pero, claro, somos ingleses.

No quiero ofender a nadie poniéndome a comparar cosas incomparables.

Subimos hasta el décimo piso en un ascensor sorprendentemente rápido.

¡Ah! Es alemán. Ya me extrañaba a mí tanta eficiencia en un país de costumbres tan relajadas.

Ruth sale primero y avanza imparable hasta la puerta tercera.

Abre con su llave y saluda al aire:

—Hola, ya estamos aquí.

Caminamos hasta el salón mientras oímos una voz:

—Ya voy, ya voy, ¡qué madrugadoras, Jesús!

Oh, claro, Jesús… A veces se me olvida que estoy en un país católico.

Presumen de laicos, agnósticos o ateos. Pero siempre tienen en la boca un Jesús, una Virgen y un Cristo Crucificado.

«Es la tradición», diría mi madre.

Supongo que no pueden evitarlo, forma parte del folclore como la Feria de Abril o el Rocío.

Ruth y yo nos desplomamos en el sofá.

Yo suspiro.

Me duelen los pies y ni siquiera llevo tacones.

Ante mí aparece una señora con el pelo todo blanco.

No llega a los ochenta años, pero poco le falta.

Se la ve lustrosa y con los ojos chispeantes. No dirías que está desahuciada; a decir verdad, apenas sí parece enferma.

Pero si estuviera sana como una ternera, yo no estaría aquí.

Ella se acomoda en un sillón orejero de cara a nosotras.

La saludo:

—Hola, tía Gloria. ¿Cómo está usted?

—Uy, qué modosita la niña. ¿A quién has salido tú? No a tu madre, desde luego. Ella nunca trató de usted a nadie.

Se enciende un cigarrillo y, con parsimonia, da una calada tras otra.

—Lo siento, no pretendía molestarla.

—No lamentes nada, niña —hace un aspaviento que espanta el humo—, que no hay nada que lamentar. Y no me llames tía, por favor. No quiero ceremonias. Llámame Gloria, y en paz.

—Sí, Gloria.

—Uhmm, tienes los ojos azules. Tu madre debió de estar muy contenta contigo; sacaste los genes de tu padre.

—Sí.

—¿Vas a hablarme con monosílabos? A mí me gusta la gente parlanchina y dicharachera. No sé si eres tímida o una estirada de mucho cuidado.

Ruth sale en mi defensa:

—No asustes a Gillian, mamá. Ha venido a verte. Sé amable con ella.

—Sólo quiero saber de qué palo va. No me gusta la gente pusilánime, y menos aún la gente presuntuosa. Dime, niña, ¿tengo motivos para enfadarme contigo?

—Espero no haberle… haberte dado ninguno… Gloria.

Me mira de arriba abajo.

Ya me avisó Ruth de que me haría una radiografía completa.

Pensé que bromeaba, en serio.

Ahora veo que no. Que esta señora tiene la intención de hacerme sentir tan importante como una hormiga. Y no la hormiga Reina, precisamente.

—Estás embarazada.

¿Me ha sonado a acusación?

Su tono no era de alabanza.

—Sí —le confirmo con orgullo—. De cinco meses.

—¿Inseminación artificial?

—No. Embarazo 100% natural.

La tía Gloria se echa a reír a carcajadas y su risa libera las tensiones y rompe el hielo entre nosotras.

—No te andas por las ramas. Me gustas.

Le sonrío. A mí también me gusta mi forma de ser.

—Me alegro. Siempre digo lo que siento.

—Igual que tu madre. Vigila esa lengua, porque a ella le salió muy cara tanta sinceridad y tanta libertad de expresión.

—A veces una no puede quedarse callada ante las injusticias.

—Ruth, no me dijiste que nos había salido perro-flauta la muchacha.

—¡Mamá!

—No es un insulto. Me hace gracia, eso es todo. Siempre me maravilló la capacidad que tenía tu madre de dotar de glamour a sus actitudes contestatarias. Parecía una muñeca superficial y descerebrada… hasta que abría la boca y conseguía sonrojar al más pintado.

—No se confunda —la desanimo—. Yo vivo mi vida y no abogo por más causa que la mía. Lamento no ser tan altruista y desprendida.

—Es salada la muchacha, y tampoco tiene pelos en la lengua. Al final va a resultar que te pareces más a tu madre de lo que pensé en cuanto te vi.

—En algo nos parecemos, pero… ya le digo que yo soy yo y no me gusta que me comparen con nadie.

—Menos con una muerta, claro.

—Siempre es desagradable que te anden comparando…

—Y lo habitual es que salgas perdiendo.

—Mamá, tenemos hambre. ¿No nos vas a ofrecer ni un simple café?

—Esta niña preferirá té. ¿Rojo o verde?

—Rojo, gracias.

—¿Lo ves, Ruth? Inglesa hasta la médula. Ya te lo dije yo. Debemos de parecerle unas paletas.

¿Cuándo he dicho yo eso?

—Para nada, yo no…

—Ah, deja de disculparte. Me aburres. Voy a preparar el té. ¿Tú qué quieres, Ruth, café americano como siempre?

—¡Cómo lo sabes!

—Tanto café te va a destrozar el hígado.

—Aún soy joven, mamá. Sobreviviré.

—Deberías aficionarte al té, como tu prima. Mira que cutis más precioso tiene. El té es muy saludable; depura toxinas y es muy diurético.

Ruth frunce el ceño.

—Necesito cafeína, mamá. —Casi parece una súplica—. No he pasado buena noche.

—¿Otra vez de parranda? —Protesta—. Que ya no tienes veinte años.

—No, mamá, tengo más del doble.

—Pues no te cuidas ni la mitad.

—Mamá, no aburras a Gillian con tus melindres. Ya soy mayorcita para saber lo que me conviene.

Intento no intervenir.

Intento mantenerme al margen.

Hace mucho tiempo que no oigo a una madre y a una hija discutir.

Me incomoda un poco pero no lo digo.

En cambio sonrío.

Gloria también me sonríe mientras me sirve el té.

—¿Azúcar, querida?

Parece una auténtica milady inglesa.

—Edulcorante, mejor —le pido—; mi médico me ha recomendado controlar mi propensión innata a la azúcar. Piensa que si no me controlo, puedo acabar sufriendo diabetes.

—Tu abuela tenía diabetes. Y seguro que tu madre también. Yo la tengo, se lleva en la sangre —me avisa—; es cosa de familia.

Le sirve el café a Ruth.

—Cuénteme… Cuéntame cosas de la abuela.

—Que te cuente cosas de la abuela… ¿No sabes nada?

—Apenas, la verdad. Mi madre nunca me habló de ella.

—Uhmm… ¿Por qué será que no me extraña? Se llevaban fatal. Como el perro y el gato. Podría hablarte del salto generacional, pero no tendría ningún sentido porque tú siempre te has llevado a las mil maravillas con tu madre. Era otra cosa, aunque nunca me preocupé por saber de qué se trataba exactamente.

—Mi padre dice que eran muy diferentes.

—Diferentes e incompatibles. Pero tu madre no debió irse de ese modo, sin despedirse. Estuvo muy mal de su parte.

—No se lo tengas en cuenta; no tenía que ver con vosotros… Huía de su pasado y de una historia malograda.

—Quizá. Nunca supe nada. Tu madre no contaba nada a nadie.

—También con nosotros era muy reservada.

—Pues mira, no me sirve de consuelo. No se puede escapar del pasado, niña.

—Lo sé. Creo que al final ella acabó aprendiéndolo también.

—Eso espero. Su muerte me conmovió, pero como nadie nos invitó a Londres, no fuimos.

Ruth carraspea y me mira furtivamente.

Ruth nunca le ha dicho a su madre que ella sí fue a despedir a Judith.

No quiso avivar un fuego cuyas llamas prendían más de la cuenta.

No seré yo quien meta la pata y la delate.

—Lo siento, Gloria —me disculpo—; estaba tan aturdida, tan conmocionada por el asesinato que no pensé en avisaros, ni tampoco sabía cómo comunicarme con vosotros. Fue imperdonable y lo siento.

—Ya, ya, ya… No pasa nada. Lo hecho, hecho está. Me queda poco tiempo, niña; por eso le pedí a Ruth que te trajera. Quería verte, saber si te parecías a tu madre.

—¿Y cuál es su conclusión?

—Uhmm, eres interesante. Ni tan soberbia como tu madre ni tan tonta como yo o tu abuela. Lástima que no pueda conocerte mejor —se lamenta.

—Quizá debí venir antes…

—Quita, quita, no seas tontaina. Tú tienes tu vida montada en Londres, aquí no pintas nada. Además, la gente se ha vuelto un poco loca con todo ese rollo de la independencia. Si esto sigue así, pronto nos pincharán los teléfonos para oír lo que decimos. Y en qué lengua lo decimos, sobre todo.

»A mí me quedan dos telediarios, y hago lo que me sale del coño, la verdad; pero no me gustaría estar en el pellejo de esos muchachos que ahora estudian en el cole. Les están lavando el cerebro con ideas subversivas y cuentos de la lechera. Acabarán con una crisis de identidad del copón. Y de ahí a la esquizofrenia sólo va un paso.

—Mamá, por Dios, no la asustes.

—¿Y a ella qué más le da si se va a largar en menos de una semana?

—Pero antes quiere conocer un poco la ciudad.

—Ah, ¿sí? Pues ya estáis tardando, ¡hala, hala!, ¿a qué esperáis? Estáis perdiendo sol. Y el sol es alegría. ¿Vendréis a comer?

Ruth me mira. Yo asiento con la cabeza.

No me iré de aquí sin probar el gazpacho andaluz.

Nuestro lugar en el mundo
titlepage.xhtml
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_000.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_001.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_002.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_003.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_004.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_005.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_006.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_007.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_008.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_009.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_010.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_011.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_012.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_013.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_014.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_015.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_016.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_017.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_018.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_019.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_020.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_021.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_022.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_023.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_024.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_025.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_026.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_027.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_028.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_029.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_030.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_031.html
CR!2662FCDQB16171JNR7G7YSC5GXFH_split_032.html