14
La pelea
El Babytest no engaña, no engaña, no engaña, no engaña…
El Babytest es una puta mierda, puta mierda, puta mierda, puta mierda…
O eso pensé el mes pasado cuando me hice la prueba de embarazo y salieron las jodidas rayitas azules.
Las miré fijamente como si se estuvieran riendo de mí.
Me pareció que se reían de mí a mandíbula batiente.
Jajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajaja…
Me puse blanca como el papel, absurdamente incapaz de asimilar un hecho tan natural para cualquier mujer en edad fértil, y apoyé la espalda en la puerta del baño. Estaba sola, pero en absoluto tranquila. Poco a poco, como por inercia, me fui deslizando hacia abajo, hasta que mis nalgas rozaron el frío suelo de granito y mis rodillas chocaron con mi barbilla.
Tenía los ojos muy abiertos, mirando al techo, y unas inmensas ganas de llorar a moco tendido; sin embargo, no me salió ni una sola lágrima. Imagino que estaba todavía bajo los efectos del shock. Tan patidifusa que apenas podía respirar con normalidad.
Pasaban los segundos.
Pasaban los minutos.
Quince.
Veinte.
Treinta.
Inspiré y espiré repetidamente hasta que mi respiración se normalizó lo suficiente para que mis neuronas se pusieran en marcha y pudiera pensar qué demonios hacer.
Tampoco había mucho donde escoger.
Sólo dos alternativas:
1. Abortar.
2. Llevar a término el embarazo… y arrostrar los daños colaterales derivados de una situación tan intempestiva.
Lo de abortar no entraba en mis planes ni de broma.
¿Te dije que a mí siempre me han gustado los niños?
Pues eso.
No había más que hablar, ni pensar, ni decidir.
Lo único que me quedaba por hacer era decírselo a Sam.
Y tenía miedo. No por su reacción adversa, sino por todo lo contrario.
Ya lo veía saltando de alegría, comiéndome a besos, cuidándome como a una reina, satisfaciendo todos y cada uno de mis antojos y escribiendo interminables listas de nombres masculinos.
Ya lo veía anunciando orgulloso su paternidad a diestro y siniestro.
Su alegría desbordante, su radiante expresión de felicidad cuando está a mi lado me aturde y asusta.
Quiero compartir con él su fervoroso entusiasmo, reír, bailar y celebrar la buena nueva con noches de sexo salvaje… mientras el cuerpo aguante.
Eso es lo que hace cualquier mujer enamorada en mi lugar: aplaudir y celebrar mi nuevo estado.
Pero yo tengo a Alex.
Al otro lado del Atlántico, sí, pero la tengo.
¿O no?
Cada día estoy menos segura de nuestra relación.
Y de vez en cuando me duele esa inseguridad, aunque cada vez menos.
Sí. Cada vez menos.
Y hoy me he levantado con la certeza de que ha llegado el momento decisivo, ese momento en que debo poner las cartas boca arriba y decidir, sí, decidir qué hacemos con lo nuestro.
Porque algo tenemos que hacer.
Porque el embarazo lo cambia todo, me obliga a actuar y a enfrentarme a la realidad. A la realidad de que hay alguien en la vida de Alex. A la realidad de que hay alguien en mi vida, también. Y yo no quiero cambiar nada, no quiero que nada cambie entre nosotros. Pero me siento como una mierda, aunque Sam insista en que no hay motivo para que me flagele así.
Yo, en cambio, sí veo motivos; tienen que ver con el hecho de que todo esto es ultrasecreto, y ya sabes lo poco que me gusta el secretismo. La discreción sí; los secretos no. Sea como sea, todavía no me veo con ánimos de decirle una palabra a mi padre. Soy consciente de que llevo semanas retrasando lo inevitable, semanas en las que mi pequeña Maerwyn no hace otra cosa que crecer en mi vientre.
Sam está entusiasmado, ya te digo; desde el mismo momento en que le conté lo del embarazo se le cambió la cara, lo sé; rompió definitivamente cualquier vínculo que tuviera con su novia de siempre y desde entonces se ha dedicado en exclusiva a nosotras. Como ha de ser. Porque esto es cosa de dos, desde el amanecer de los tiempos. Y no voy a permitir que se desentienda, mire para otro lado o se escabulla por la puerta de atrás, furtivamente en la oscuridad, como un ladronzuelo de tres al cuarto.
Cosa que, por otra parte, tú lo sabes tan bien como yo, Sam es incapaz de hacer. Es un bendito. Algunos dirán que le faltan agallas; por el contrario, para mí las fugas siempre han sido cosa de cobardes. Y tampoco hay que montar melodramas con los tiempos que corren, si los dos hubiéramos estado de acuerdo en interrumpir el embarazo, pues lo habríamos hecho y punto. Pero te confieso que no sé cuál de los dos está más entusiasmado ante la llegada de esta criatura que, cada día lo veo más claro, es un regalo del cielo.
Regalo o no, más me vale plantearme qué le voy a decir a Alex, y más grave aún: cómo voy a decírselo. Podría practicar arrojando litros de nitroglicerina aquí y allá, probablemente sería menos peligroso que soltarle a mi novia, porque todavía es mi novia (no he tenido noticias de lo contrario), que estoy embarazada.
¿Que por qué me siento culpable?
Pues ni idea, la verdad. Porque por más que miro y reviso la bandeja de entrada de mi correo Gmail, no veo su nombre por ningún lado. Como si se la hubiera tragado la tierra. Eso por no hablarte de Saffron Adams. No, mejor no hablar de esa zorra hasta que la vea del brazo de Alex. Porque sí, tú lo sabes y Sam también lo sabe, reconocí su voz la noche que la entrevistaron en el programa de Siobahn Montgomery, ese que todo el mundo ve, incluida una servidora.
Sé que fue ELLA la que contestó al móvil de Alex en Navidad. Y encima me dijo su nombre, y yo, ingenua de mí, pensé que en Estados Unidos podían vivir miles de mujeres… ¿con ese nombre extravagante?
¡No me hagas reír!
Soy más tonta y no nazco, en serio.
Si estuviera aquí mi madre, ya me habría soltado un par de sopapos por boba.
Y conste que me los merezco.
¡Boba! ¡Boba! ¡Boba!
O quizá no tan boba… porque recapitulemos: ¿por qué llamé yo a Alex ese día?
Porque me remordía la conciencia.
¿Y por qué me remordía a mí la conciencia?
Porque, aunque sólo fuera de pensamiento, le había sido infiel.
Luego vino lo otro.
Pero yo ya había oído la voz de Saffron.
La sospecha había empezado a crecer en mi interior como la semilla de una flor carnívora que todo lo devora. Que todo lo corrompe.
Estaba en mi derecho. ¿De qué? De mostrarme despechada, por ejemplo. Y aunque entonces aún no relacionaba la voz con la cara, el solo recuerdo bastaba para ponerme como una moto.
Así que reconozcámoslo, querido lector: yo estaba un pelín despechada. Pero no tanto como para irme a la cama con cualquiera. Pero Sam no es cualquiera, ya tú sabes, y estaba ahí, tan perfecto, dulce, tierno… y sobre todo disponible. A punto de caramelo, con ese olor tan suyo que me vuelve loca, y con unas ganas de arrancarme la ropa a mordiscos y follarme que ni te cuento.
¿De qué te extrañas, pues?
Era irresistible.
Era inevitable.
Y pasó.
Y fue mágico, fue… Sí, ¿para qué negarlo? Fue tan mágico como con Alex… Si no más. Y apasionante. Y sensacional. Y después de aquello nada ha vuelto a ser igual. Ni él ni yo, ni nuestra relación. Por supuesto, sus relaciones con Olimpia van de mal en peor, y no me importaría un rábano si no fuera porque después yo pago los platos rotos de la ira de esa reprimida.
La misma reprimida que el mes pasado se presentó en el instituto, no para ver a sus viejos colegas (que no los tiene) y ponerse al día de sus respectivas vidas, no; fue al aula donde yo daba clases, se dirigió al estrado y, sin mediar palabra, me cruzó la cara de una bofetada. No me insultó, no me puso a parir delante de todos mis alumnos, no me cubrió de improperios, me soltó una hostia, sonrió con la absoluta beatitud de la persona que ha cumplido con una misión divina, y se largó por donde había venido para mayor pasmo mío y de todos los asistentes.
Justamente les estaba hablando a mis alumnos de la venganza, los celos, las pasiones arrebatadas y todos los sentimientos encontrados que el lector podía encontrar en una novela como Cumbres borrascosas. Así que la aparición de la querida señorita Steinman, desde el punto de vista educativo, resultó muy reveladora.
A mí no me pilló completamente por sorpresa, desde luego; me quedé un poco noqueada por su desfachatez, su arrogancia, su decidido aire de superioridad… Y esa mirada de odio envenenado que me dirigió mientras la furia ciega guiaba su mano hacia mi mejilla.
A pesar de la estupefacción inicial, no iba a permitir que me ridiculizara delante de mis alumnos. No ha sido fácil, pero en estos meses me he hecho respetar. Y digo más, incluso puedo afirmar que me he hecho querer. La señorita Steinman no va a poner en entredicho mi autoridad. Ni con una bofetada, ni con insultos, ni con reproches de ningún tipo. Luego me dijeron que era persona non grata en el instituto. Sosa, aburrida, relamida, hipersensible y melodramática. Se tomaba a sí misma demasiado en serio, no tenía ni pizca de sentido del humor, y todos se preguntaban cuándo encontraría el profesor Johnson a alguien mejor.
Quizás aquel no fuera el mejor momento para dejar claro que ya lo había encontrado. No había que ser muy espabilado para ver un fulminante arrebato de celos en aquella agresión. Yo no dije nada, me comporté con absoluta naturalidad y seguí con la clase como si nada hubiera pasado. A eso lo llaman crear buen karma. Al final, mis chicos imitaron mi actitud y el resto del debate victoriano transcurrió con total normalidad.
Por supuesto, cuando sonó el timbre y salieron en tropel por la puerta no pude evitar escuchar cuchicheos (o lo mismo me los imaginaba) boca-oreja sobre lo ocurrido en el aula. No podía culparles. La vida en Notting Hill es extraordinariamente tranquila, pocos sucesos, pocas riñas violentas, poco morbo, poco sexo… De repente una escena como la que habíamos protagonizado nosotras se convertía en el acontecimiento del trimestre. Y había que celebrarlo, comentarlo, aderezarlo con jugosos detalles (si eran inventados, mejor que mejor) y decidir si les gustaba o no la idea de que Sam y yo fuéramos pareja.
Pa’ mear y no echar gota.
Sólo podía reírme y alegrarme de que la cosa hubiera quedado en un inopinado guantazo.
Nadie se ha muerto por eso.
Es humillante, sin duda alguna. Pero a fin de cuentas, más para ella que para mí.
¿De veras piensa que esa es la manera de reconquistar a su noviete?
Rectifico: su ex noviete.
Cuando se lo expliqué a Sam (un poquito histérica, debo reconocer) se echó a reír, me abrazó y me besó. Me aconsejó que no le diera más importancia y me aseguró que Olimpia acabaría por olvidarse de nosotros.
«Es cuestión de tiempo», me dijo.
Quería creerle, en serio. Nada deseaba más que creer en sus palabras.
Se había mostrado muy rotundo, muy firme, muy seguro de lo que estaba diciendo.
¡Cómo no creerle!
Sobre todo cuando creerle es lo que yo más quiero. Porque sus palabras eran tranquilizadoras; siempre lo son. Tiene la virtud de sosegarme con una sola mirada o un solo gesto. Y en las últimas semanas, desde que tuve noticia de mi embarazo, el sosiego, la calma y la tranquilidad huyen de mí como de la Peste.
♥♥♥
Inspiro hondo, muy, muy hondo.
Ha llegado el Gran Momento.
Cuento hasta diez y la llamo.
Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno…
Cojo el móvil como si fuera un arma de destrucción masiva, un misil, una bomba atómica, una mina anti-persona o el cuchillo de Pat Bateman, el «prota» de American Psycho… Judith solía decir que las palabras pueden ser más letales que las guerras o las enfermedades; pueden cambiar el rumbo de una vida, enloquecer a un ser humano, hundirlo, aplastarlo, destruirlo… O liberarlo.
Después de todo lo que sé, lo que he visto, y sobre todo: lo que no he oído de boca de Alex, me da por pensar que mis palabras van a ser una liberación más que otra cosa.
Que sí, que se cabreará como una mona, claro, ¡y quién no, a ver!, pero al cabo de unos días entenderá que quizá esto es lo mejor que nos ha podido pasar.
Me oigo y es como si hubiera dado por terminada la relación.
Como si no hubiera vuelta atrás.
Y es que no la hay, ¿cómo va a haber vuelta atrás si tengo a una criatura creciendo en mi vientre y la quiero más que a nada en el mundo?
Ufff.
Marco el número.
Un tono, dos tonos y… Oh là là, la voz de Alex, por fin, después de meses de inexcusable silencio, suena al otro lado: monótona, aburrida, quizá un poco irritada incluso.
—Dime, Gill…
—¿Sólo se te ocurre eso? ¡Pues vaya un saludo cariñoso!
—Perdona, me has pillado…
—¿Ocupada? ¿Nerviosa? ¿Esperabas a otra persona por casualidad? —Sé muy bien a quién espera—. Te he decepcionado…
—No seas tonta, me has pillado por sorpresa, eso es todo.
—Pues después de… siete meses, cualquiera hubiera pensado que te apetecería hablar conmigo… No sé, un ¿qué tal estás? ¿Cómo te va? ¿Va todo bien? ¡Qué sé yo!
—Lo siento, Gill. Sé que debería haber…
—Sí —la interrumpo—, hubiera estado bien que te pusieras en contacto conmigo, aunque sólo fuera para felicitarme la Navidad. Ya no hablamos de venir a verme o invitarme a tu fabuloso loft de la Quinta Avenida…
—¿No estás un poquito borde?
¿Me está llamando borde? ¿A mí?
—¿No crees que te lo mereces?
—¿Has llamado para discutir, Gill?
—No. —Inspiro hondo, muy, muy hondo—. He llamado para decirte que estoy embarazada.
—…
—Alex… ¿estás ahí?
—…
—Alex, no me asustes. Dime algo, ¡joder!
Y me lo dice.
—Repítemelo.
—Estoy embarazada —repito como una buena niña, consciente de que lo peor ya ha pasado—. Y no te me pongas melodramática, que esa es mi especialidad.
Silencio al otro lado de la línea.
—No me pongo de ningún modo. —Miente al fin, tan fatalmente como siempre—. Para empezar —¿Eso que he oído es un suspiro?—, tengo que asimilarlo.
—Es muy simple: voy a tener un hijo. Hija, debería precisar. Estoy convencida de que será una niña.
—Pareces muy feliz.
¿Ha sonado como un reproche?
—Pues claro que soy feliz. A mí siempre me han gustado los niños.
—¿No se te olvida algo?
¿Se me olvida algo?
—Pues no… Déjame pensar…
«Piensa, Gill, piensa… ¿Qué se te olvida?»
—Tú y yo no podemos tener niños —sentencia Alex en un tono casi, casi, de ultratumba.
—Claro que no, boba —me río sin poder remediarlo—. Ya lo sé.
—¿Y entonces… cómo explicas este embarazo?
—¿Que cómo explico este embarazo…? Pues muy sencillo, ¿de verdad tengo que recordarte cómo se hacen los niños? Es un poco violento hablar de esto por teléfono…
Me estoy poniendo borde, ahora sí que sí.
—¿Y por qué no has venido a verme?
—Tiene gracia que digas eso, porque no he sabido nada de ti en todos estos meses. No has abierto la boca, no has mandado ni un solo mensaje, y en Navidad, cuando te llamé, estabas demasiado «ocupada» para contestar el teléfono.
—¿Navidad? —Parece genuinamente sorprendida y yo casi me lo creo—. ¿Me llamaste en Navidad?
—Oh, ahórrame la pantomima, ¿sí?
—No es ninguna pantomima, Gill, no te…
—¡Cállate! Ten la decencia de callarte al menos. Sé muy bien quién estaba contigo esa madrugada —le ladro como un perro rabioso—. Nada más y nada menos que Saffron Adams. —Aúllo, todavía incrédula—. La misma que dijo en televisión que «había encontrado a su alma gemela» u otra chorrada por el estilo, de esas que sueltan los famosos cada vez que les enchufan un micrófono en la boca. ¿Crees que soy idiota, que no reconocí la voz? ¡Su voz! Una voz que he escuchado millones de veces en los últimos diez años, desde que saltó a la fama. Me sé de memoria el tono, el acento sureño, incluso cómo respira cuando habla.
Alex se calla. Está tan callada que acabo por asustarme porque lo mismo me he excedido un poco en mi arrebato de mal genio. Pero me enerva que después de revolcarse con ese putón ahora vaya de víctima, de despechada, de vete tú a saber qué.
—¿No tienes nada que decir? —le exijo.
—Ya lo dices todo tú —replica en un tono monocorde que no me gusta.
—Así que no vas a negarlo —la enfrento—, no vas a tranquilizarme ni a decirme que fue una «casualidad», que os pillé en mitad de un sarao, que no sabías dónde habías dejado el iPhone, que lo pudo coger cualquiera, que… ¡Bah! ¿Acaso importa?
—Pues teniendo en cuenta que te has quedado embarazada —y dice «embarazada» con mucho retintín—, y no voy a preguntarte de cuántos meses estás —presumo que no quiere saberlo—, veo que importar, importa muy poco con quién estuviera yo esa madrugada, porque tú ya te has montado la película a tu gusto y lo que yo diga te importa una mierda.
—No es eso, Alex, pero te pillo con el culo al aire y ni te disculpas ni me desmientes ni te sinceras conmigo.
Silencio al otro lado de la línea.
¿Será posible que me deje sin respuesta?
No, tratándose de Alex, no seré yo quien diga la última palabra.
—¡Joder! —Exclama y casi puedo ver su mueca de estupor—. ¿Sinceridad me pides tú? Pues ya puedes ir soltando por esa boquita quién es el padre de la criatura. Yo ya sé que es Ojitos Tiernos, pero quiero que tú me lo digas. Venga, vamos, no te cortes. Si hablamos de confesiones, ¿no deberíamos las dos quitarnos la careta?
♥♥♥
Cuando Sam viene a recogerme para ir a cenar a casa de su padre, yo estoy que me subo por las paredes, casi echo espuma por la boca como una demente o una epiléptica. Doy pena, en serio. Sólo un hombre tan paciente y devoto como él podría seguir queriéndome al verme en ese estado.
¿Que por qué vamos a cenar a casa de su padre?
Porque Sam, en un arrebato de felicidad, ha decidido que ya va siendo hora de anunciar la buena nueva.
Tiemblo.
Hablamos la otra noche; él se muere de ganas de pregonar su próxima paternidad, pero quedamos en que la primera que debía saberlo era Alex.
Pues Alex ya lo sabe y me ha quedado muy clara su postura.
Sam opina que ha llegado el momento, y yo no tengo argumentos válidos para rebatirlo.
Digo más: ya no tengo ganas de buscar argumentos para escaquearme de las «cenas oficiales».
No es que me entusiasmen las cenas en familia, ¿para qué te voy a engañar?
Yo crecí en una familia un tanto excéntrica, totalmente disfuncional, si a lo nuestro se lo pudo llamar alguna vez familia, que de eso tampoco estoy yo muy segura que digamos. En cualquier caso, las celebraciones familiares me ponen un pelín nerviosa… En el mejor de los casos.
Sin ir más lejos, el almuerzo de Navidad con mi padre y mi suegra fue un poco soso. Deslucido. Como si faltara algo. O alguien. Deborah se pasó todo el rato dándome excusas de parte de Alex. Yo no sabía dónde meterme porque lo que menos me apetecía después de mi sensacional noche con Sam era hablar de Alex o de nuestra relación. Deborah me miraba constantemente, esperando que yo la sacara de dudas, que le dijera que todo iba bien entre nosotras. Y yo quería decírselo, en serio, ¡era lo que más quería! Pero miento fatal. Lo sé. Todos lo saben. Así que opté por callar.
Silencio cobarde si tú quieres, pero silencio prudente al fin y al cabo.
Finalmente desistió de interrogarme con la mirada y pasamos a hablar de todo y de nada en general. En este tipo de situaciones es lo que mejor funciona.
Me extrañó, no obstante, que mi padre no buscara una oportunidad cualquiera para hablar conmigo en privado. A mí no se me escapa que él todavía espera que Alex y yo rompamos nuestra relación. Es un deseo oculto e inconfesable, sobre todo después de su boda. Pero está ahí. Yo lo veo. Incluso juraría que Debbie también lo ve, aunque no diga nada.
A las siete me despedí de ellos con besos y algún que otro abrazo. Mi padre ni siquiera dijo el clásico: «Princesa, cuando quieras hablar, yo estaré ahí para escucharte.» ¡Qué va! A decir verdad, te lo confieso, estaba como ido, en las nubes… o en la luna de Valencia, que hubiera dicho mi madre.
Deborah estuvo muy cariñosa con los dos durante el almuerzo… Sin embargo, la noté un poco distante conmigo. No enfadada ni molesta… Incómoda sería la palabra más exacta para definir su extraño comportamiento.
Por un momento pensé que quería hablarme de Alex a solas.
O no.
Hubiera sido estupendo que me explicara por qué está tan rara. Pero no dijo ni mu.
Creo que ella sospecha que Alex tiene un rollo en Nueva York. Algo de lo que no quiere decir nada. A nadie. Pero que tampoco se molesta en ocultar, como bien demostró cuando la llamé al móvil.
Ahora está todo claro para mí.
Pero me pregunto si Deborah lo sabe. Al detalle, quiero decir. ¿Debo decírselo? Y sobre todo, ¿cuándo? Porque este bichito crece y crece y crece… Y llegará un momento en que no harán falta más revelaciones. Mi vientre hablará por mí y ya no habrá nada que esconder.
—Blancanieves, llevo media hora hablando y no has escuchado ni una sola palabra. ¿Dónde estás?
Miro a Sam. Está guapísimo. Se ha puesto de etiqueta para ir a ver a su padre. Es la primera vez que lo veo tan trajeado. Y me gusta. Mucho. Miro esa corbata, mmm, ¡lo que daría por quitársela!… La corbata y todo lo demás.
«Calma, monina, que vais de cena. Deja la lujuria para luego.»
Vaaaaale, dejo la lujuria para después… Pero de esta noche no pasa porque tengo hambre de hombre.
Sam me agarra del brazo, me planta un beso en la mejilla y me arrastra hasta la salida.
—Que llegamos tarde, Blancanieves. Mueve ese culito primoroso que tienes.
¿Culito primoroso?
¿He oído bien? ¿Lo ha llamado «culito primoroso»?
♥♥♥
El padre de Sam se llama Matthew. Es un hombre de unos sesenta años pero muy bien parecido, decido después de echarle un rápido vistazo de arriba abajo. Aunque él y Sam tienen poco en común a primera vista. Me sonríe.
—Bonita chica, sí, señor —reconoce, complacido—. No te pareces en nada a Olimpia.
—Papá —protesta Sam—; no es el mejor momento para hablar de Ollie.
Oh, oh, todavía la llama por el diminutivo. No sé si debería mosquearme.
No me cae nada bien oír su nombre, aún me duele la mejilla.
Pero no quiero cabrearme, ni perturbarme, ni obsesionarme; pensaré simplemente que es cosa de la costumbre, que después de tantos años de relación, donde hubo fuego quedan brasas. A mí me pasa igual. Para mí, Alex siempre será Alex, pase lo que pase. No me imagino llamándola Alexandra, como si hablara de una desconocida.
Hay caminos que no tienen vuelta atrás.
Por eso entiendo a Sam, le entiendo mejor que nadie.
—Tienes razón, muchacho. Lo siento —se disculpa con un mohín simpático—, se me escapó sin querer. No quería molestar a tu amiga.
—Papá, Gill es más que «mi amiga». Por eso hemos venido hoy a cenar contigo. Hay algo muy importante que debes saber.
—¿Y por qué no has invitado a tu madre también? Sabes que me encanta verla y charlar con ella.
Sam pone los ojos en blanco. Sus padres se divorciaron cuando él era un crío. Siempre ha llevado bien esa separación, pero aún se hace cruces de que se entiendan tan bien. Y no es el único.
—No lo he pensado —admite Ojitos Tiernos—. Además, creo que está de viaje con ese nuevo novio que tiene ahora.
Matthew se echa a reír.
—¿Qué fue del agente de bolsa? ¿Demasiado aburrido? ¿Perezoso? ¿Las dos cosas?
Sam lo mira boquiabierto.
—¿Qué agente de bolsa? ¿Qué me estás contando?
—¿Dónde has estado metido todos estos meses, hijo? ¡No saber con quién anda tu madre! Debería darte vergüenza.
—Mi madre anda con un hombre distinto cada mes —le recuerda entre risas—. Ya he perdido la cuenta de sus amigos, rolletes de una noche, novietes de un fin de semana, etc.
Matthew enarca las cejas. Parece escandalizado ante la frivolidad de su hijo, pero yo empiezo a tomarme el asunto a broma e intercambio una sonrisa cómplice con él.
—Sam, ¿qué pensará la chica?
—La chica es mi novia, papá.
—Cada día te pareces más a tu madre.
—No lo dirás en serio.
—Pues no —se echa a reír—, es verdad. Estaba bromeando. Pero reconoce que no has tardado mucho en encontrarle sustituta a… Ay, ay, lo siento —se tapa la boca con las dos manos—, no quería decir que...
—Ya, ya. —Lo tranquiliza—. No pasa nada, papá.
—¿Y bien? ¿Qué es lo que tienes que decirme?
—¿No quieres una copa? A mí ahora mismo me vendría muy bien un gintonic.
—Uy, uy, uy, tú pidiendo una copa… La cosa es más grave de lo que pensaba.
—No es grave —rectifica—. Pero es importante. Y no sufras, es una buena noticia.
—¡Suéltalo ya! Me estás poniendo de los nervios.
Matthew se dirige al bar y prepara dos gintonics. Cosa curiosa: a mí nadie me ha preguntado si tengo sed o me apetece algo.
—Gill está embarazada. —Suelta Sam a bocajarro—. Vamos a tener un hijo.
Un vaso de cristal se estrella contra el suelo violentamente. El ruido reverbera en mi cabeza como mil tambores de guerra. Está claro que no se lo esperaba.
Vale, nosotros tampoco.
Yo desde luego que no.
De Sam… No estoy tan segura.
Sospecho que desde que tropezó conmigo en New Bond Street soñaba con embarazarme, con verme vestida de novia, con ponerme un anillo en el dedo, con cruzar el umbral de su casa llevándome en brazos como a cualquier recién casada…
Nunca he creído en los flechazos. Ni siquiera con Alex, porque lo nuestro fue mucho más que un atentado de Cupido. Pero desde que estoy con Sam, todo es… insoportablemente romántico. Y debería gustarme, me digo y me repito, pero… no me gusta y no logro entender por qué.
Porque sólo Sam es más romántico que yo; jamás había conocido a nadie igual.
De hecho, cuando hablamos de las clases y los alumnos, me sorprende revelándome en tono conspiratorio quién sale con quién, quién se le ha declarado a quién, y quién ha roto con quién. Toda una revista del corazón con patas. Me echaría a reír si no fuera porque, mientras me habla, su tono de voz es terriblemente seductor y sus manos no paran quietas recorriendo mi cuerpo. Así que, por más que me cuente cotilleos de los muchachos, yo solo puedo pensar en… eso.
Ya tú sabes: S.E.X.O.
Del bueno, del mejor, del que me deja con ganas de practicar a todas horas.
«Sigue, sigue, no pares… Sigue, sigue, no pares…»
—Gill, cariño, ¿estás bien?
La voz de Sam me devuelve al planeta Tierra y a la casa de mi ¿suegro?
«¡No, no, no vayas tan rápido, que te vas a caer!»
—La has asustado —le reprocha Sam a su padre—. En su estado no es nada aconsejable un susto así.
—¡Quién te ha visto y quién te ve! No te imaginaba de padre primerizo, y no sé si me gustas en ese papel, la verdad.
La mirada alucinada de Matthew va de Sam a mí, de mí a Sam, y vuelta a empezar. Imagino que necesita unos días… o unas semanas para hacerse a la idea de que va a ser abuelo.
Aún es joven, seguro que se tiene por un seductor empedernido, y nuestra «buena nueva» le ha caído como un jarro de agua fría y le ha echado algunos años encima.
♥♥♥
Hogar, dulce hogar.
El mío.
Llegamos a Chelsea porque queda más cerca de Fulham Road, donde vive Matthew.
Mis pies me matan. Los nuevos zapatos de Prada son una auténtica tortura. Sólo mi vanidad y mi fuerza de voluntad me obligan a soportarlos sin rechistar.
Me los quito con rapidez.
Me desplomo en el sofá. Sam se desploma a mi lado.
Juguetea con un mechón de mi cabello. Ha crecido bastante desde Navidad y ya me llega a los hombros. Aunque me encanta volver a verme y sentirme femenina, sé muy bien lo que eso significa y no me hago ilusiones. Pero a Sam le gusta sorprenderme. Hoy no dice ni mu. Y como imaginarás, yo prefiero no tocar el tema.
Me acaricia el cuello, sus dedos largos y suaves reptan hasta el lóbulo de mi oreja izquierda, desnuda y dispuesta para él, para su exclusivo disfrute. Sus labios acarician los delicados contornos de mi rostro, se aproximan a mis labios. Se recrean en ellos con parsimonia, delectación y algo que, poco a poco, va transformándose en auténtica gula.
Cierro los ojos y me dejo hacer. Soy como un títere en sus manos; arcilla que él moldea a su gusto hasta que adquiere el aspecto deseado.
Sus manos van recorriendo mi cuerpo, despojándome hábilmente de la ropa.
Pestañeo y abro los ojos; en los suyos veo tanto deseo que sólo ansío complacerle.
Ser su geisha.
Ser su esclava.
Serlo todo para él.
Él lo es todo para mí.
Me asusto al oír a mi cerebro dictar tal sentencia.
¿O es mi corazón el que habla?
Como sea, SAM LO ES TODO PARA MÍ.
♥♥♥
Delante de unos fettuccini al pesto y una copa de Baigorri Reserva de 2030 (un Rioja tinto de los mejores que he probado en años), satisfechos tras múltiples y escandalosos orgasmos gozados a dúo, Sam saca a colación el último tema de conversación del que me apetece hablar hoy.
Tema inevitable, por otro lado, bien lo sé yo.
Respiro hondo y me preparo para una batalla dialéctica en toda regla.
—¿Vas a contarme qué ha pasado con Alex? ¿Qué te ha dicho? ¿Cómo ha reaccionado ante la noticia?
Se le ve inesperadamente serio. Y me atrevería a decir que incluso asustado.
Intento tranquilizarle.
—No sé qué decirte, la verdad —le confieso entre susurros—. Las dos hemos perdido un poco los papeles. ¿Qué esperabas?
—No conozco lo suficiente a Alex para esperar nada… O todo. ¡Qué sé yo! Eres tú quien la conoce mejor.
—No lo digas muy alto. No estaría yo muy segura.
—Tampoco era una conversación para tenerla por el móvil, la verdad —me reprocha—. Quizá sí deberías haber ido a Nueva York, aunque sólo fuera por un par de días.
¿Me lo está diciendo en serio?
—¿De veras lo piensas?
—A ver, Blancanieves, no me hace ninguna gracia que te reencuentres con Alex, ¿para qué voy a engañarte? Pero no es apropiado discutir un tema tan serio por teléfono. Esas cosas se deben decir a la cara.
—¿Me estás llamado cobarde, Sam?
—No —responde—, de ningún modo. Yo no he dicho eso.
—Me lo ha parecido.
—El embarazo te está volviendo paranoica, cielo —sonríe—. Yo estoy contigo, lo sabes, desde el primer día. Pero así no se hacen las cosas. Que ella se esconda no justifica que tú lo hagas.
—No me escondo —protesto como una cría—. Es ella quien no ha dado señales de vida. Aún me parece un milagro que contestara mi llamada. ¿Dónde debía de andar la súper diva?
—¿Todavía estás con eso? —casi se echa a reír.
—No se me va de la cabeza. Y te diré más —añado con una pizca de celos—: se lo he gritado a la cara y se ha quedado tan ancha. No me lo ha desmentido, Sam. En ningún momento.
—Y tú esperabas que lo hiciera.
—¿Desde el fondo de mi corazón? Pues sí —admito con absoluta sinceridad—. Sobre todo porque no le encuentro una explicación lógica a esa relación. A Alex nunca le ha gustado todo ese rollo de la farándula ni las bambalinas. Siempre andaba burlándose de los famosillos, incluso de mi padre.
—Siempre hay una primera vez.
—Y tú que lo digas.
Pongo mala cara. No puedo evitarlo; la indiferencia de Alex me baja la autoestima en picado. No estoy acostumbrada a su indiferencia; a todo, menos a eso.
—Deberías sentirte aliviada —susurra Sam mientras me besa en la punta de la nariz.
—¿Aliviada? ¿Por qué?
—Porque sabes tan bien como yo que este embarazo grita a los cuatro vientos que has cometido una infidelidad —me recuerda como si yo pudiera olvidarlo—. Y no importa quién le puso los cuernos a quién primero. No hace faltar hilar tan fino. De hecho, me apuesto la cabeza a que fue algo simultáneo. En las películas ocurre. ¿Por qué no en la vida real?
—¿Te apuestas la cabeza? ¿Tu privilegiada cabecita repleta de algoritmos y fórmulas matemáticas?
Sam sonríe.
Sam no quiere enfadarse conmigo.
Sam sabe que mi burla es cariñosa. Le respeto muchísimo y le admiro aún más. Su facilidad para los números lo hace parecer Superman a mis ojos. Sólo hay una cosa que se me dé peor que la cocina: la contabilidad.
—Muy graciosa, Blancanieves. Lo tendré en cuenta.
—¿Vas a castigarme por mi pequeña broma?
Mi tono es muy, muy picante.
Imagino cómo puede castigarme… y casi me corro de gusto.
—Oh, sí. Un castigo muy severo. Una penitencia muy dura como corresponde a una falta tan grave.
—¿Y me dolerá mucho?
—Nada que no se cure con besos y caricias.
—Pero piensa que estoy embarazada… ¡No puedes maltratarme!
—¿Quién ha hablado de maltrato?
—Oh, Sam —suelto una carcajada al aire—, ¡estaba bromeando! Tú serías incapaz de maltratar a una mosca.
—Podría llegar a sorprenderte.
—Ya me sorprendes cada día. Verte a mi lado es un milagro.
Sam se sonroja.
—Nunca me habías dicho nada igual —me dice, sorprendido, mientras me contempla con adoración.
—Pues vete acostumbrando porque me gusta decirle zalamerías a mi chico.
Me río. Lo abrazo.
Se ríe. Me abraza.
Jugamos como niños en el sofá; nos caemos al suelo pero seguimos abrazados.
Nos entra la risa floja, contagiosa e imparable. No esperaba que este día acabara así; la mañana no prometía mucho y la tarde se agrió considerablemente.
Pero cuando Sam está conmigo se me pasan todos los males, las angustias, los enfados; a su lado soy otra mujer.