5

 

Hampstead

 

Otra vez el mismo sueño. Empieza a aborrecer la noche… o simplemente la hora de irse a dormir, la que sea. El hedor de sangre parece impregnarlo todo, incluso él mismo la siente deslizarse por su cuerpo como ríos de lava roja y candente. Y sabe que es mentira. Que no es real. Que acaso lo fue… hace años. A lo mejor él también murió con ella y todavía no se ha dado por aludido. Aún la echa de menos en los momentos más inoportunos; en los primeros días de su matrimonio —de su segundo matrimonio, se entiende— sufrió miedo, auténtico pavor.

Miedo a estropearlo todo dejando que un fantasma sangriento flotara entre su cuerpo y el de Deborah. Para exorcizar el fantasma, el espíritu errante o lo que quiera que fuera lo que lo atormentaba día y noche, haciéndolo sentir incomprensiblemente culpable, escribió la primera y última carta a Judith. El adiós definitivo.

 

Cinco años.

Cinco años insomnes, perezosos, vagabundos; años llenos de días, de mañanas en las que todavía me estremece tu olor a fresas salvajes y a Chanel nº 5; cuando amanezco bañado en sudor, gimiendo, llorando, maldiciendo… Maldiciendo a ese Dios en el que ni tú ni yo creíamos porque ya habíamos probado el sabor de su traición. Tú y yo sólo creíamos en nosotros mismos. Tú en ti; yo en mí; y muy de vez en cuando el uno en el otro. Porque después de más de veinte años de matrimonio y una hija en común, todavía guardábamos secretos bajo siete llaves y hubiéramos matado para mantenerlos escondidos a los indiscretos ojos de la codiciosa curiosidad ajena. Porque te fuiste de mi lado sin decirme ni una sola palabra de esos dos años «exiliada» en España; porque tuve que enterarme de tu destino a través del cuñado de una amiga de una ex novia del hermano de un compañero de rodaje en Los Ángeles que, casualidades de la vida, te vio paseando una tarde de julio por las cálidas, fragantes y abarrotadas calles de Logroño, con la cara demacrada y el cuerpo escuálido; ni las gafas de Gucci ni el pañuelo de Hermès podían ocultar que estabas pasando «una mala racha». ¡Y qué cosas! El pobre diablo era fan tuyo, de tus libros, de cada palabra que salía de tus rojos y exquisitos labios. Como el más escrupuloso fetichista tenía cientos de fotos tuyas (y nuestras), todos tus libros, los artículos que escribiste, las críticas que te hicieron: buenas, malas, peores; las entrevistas a las que te sometías con disciplinada resignación…

Al parecer, todo lo guardaba con mimo, con esmero, con devoción casi religiosa.

¿Te preguntaste qué debe sentir uno cuando se convierte en el Dios de alguien, el mito, el referente? Alguien que vive la vida al mismo compás que tú, en paralelo, escuchando la misma banda sonora que tú escuchas, oliendo los mismos olores y paladeando los mismos sabores… ¿Qué se siente?

Sí, el pobre tipo te vio, te reconoció entre cientos de personas, pero, demasiado tímido, no se dio a conocer. Ni se acercó a ti ni te pidió un autógrafo. Sólo te miró a los ojos el tiempo que dura un parpadeo y se marchó. Quizá eso le bastaba; y, ¡fíjate tú!, a mí veinte años de felicidad compartida, con sus altos y bajos, con sus peleas, sus reconciliaciones, sus gritos y sus silencios nunca me bastaron. Me dejaste con el mono, con el delirium tremens, con la insatisfacción del avaricioso, del lujurioso, del envidioso. Y es que no sé tú, pero yo nunca llevé bien tener que compartirte con otros.

Lo sé, lo sé: ésa era tu profesión, tu carrera, tu vida. Yo estaba allí como parte indispensable de tu mundo, tu inabarcable universo hecho de gente VIP. Pero sólo una parte, no el todo. Y me dolía, y mil veces pensé en buscar amor en otros brazos, consuelo, una sonrisa amable, ingenua, sincera; un poco de atención, de ésa que tú repartías a manos llenas entre tus fans y de la que a veces me llegaban las migajas. Lo pensé, sí. ¿Hubiera valido para algo? No. Mi infidelidad hubiera reafirmado la mala opinión que siempre has tenido de los hombres.

«¡Pobres criaturas débiles (estúpidas) que no saben controlar sus pasiones!»

Nunca supe muy bien qué pretendías al casarte conmigo, ¿por qué me elegiste a mí a pesar de ser como era? ¿O fue precisamente porque era como era que resulté elegido? Cinco años llevo haciéndome las mismas preguntas sin respuesta; cinco años coqueteando con la botella, como de costumbre, pero cada vez menos. Poco a poco, sin querer, he ido rebajando la dosis. Ahora apenas sí bebo. ¿Para qué? Ya no te tengo a mi lado, recriminándome mi debilidad. Tampoco tú eras tan fuerte como presumías. Más lista, quizás. No permitías que tus anhelos resquebrajaran la muralla que te habías construido alrededor. «Genio y figura hasta la sepultura.» Nadie debía descubrir que la «gran» Judith Ordóñez tenía un vicio, una tentación, un dolor, una pena…

Te fuiste y yo me quedé aquí. No solo. No lo creas ni por un momento. Siempre estuve en buena compañía; tal y como vaticinabas medio en broma, medio en serio, después de tu funeral el teléfono no paró de sonar. Como si cientos de mujeres hubieran contado los minutos y los segundos que faltaban para mi repentina y en absoluto bienvenida libertad. Tictac, tictac. Y como tú muy bien sabías, todas fueron descartadas: una tras otra. Y no te imaginarás nunca quiénes se han quedado a mi lado. Primero fue tu «gran» amiga, Bárbara. Sí, seguro que si pudieras vernos ahora te alegrarías. O no. Eras tan imprevisible que era imposible saber de antemano cómo reaccionarías ante los acontecimientos. Tan salvaje como los leones y las panteras; como ellos, te movías por impulsos.

A veces, cuando hablaba contigo, tenía la sensación de moverme muy despacio por un campo plagado de minas anti-persona; todo iba sobre ruedas… Y de repente, sin previo aviso, decía o hacía algo que te enojaba o te dolía o te ofendía. Y pasabas días sin dirigirme la palabra. Nunca me decías en qué había fallado.

«Si no lo sabes tú… es inútil que yo venga a explicártelo.»

Y luego llegaba la calma, la normalidad y el buen humor a nuestro dormitorio, porque los enfados, como las depresiones, te duraban bien poco. Reías, me hacías mimitos, cosquillas allá donde tú sabías que era más vulnerable a tus delicadas manos, y acabábamos en la cama, con los cuerpos enredados y sudorosos… igual que tantos otros matrimonios enamorados. Igual que esos que salen en las telenovelas y en las comedias románticas made in U.S.A. Y entre orgasmos, en un frenesí de sexo salvaje, me olvidaba enseguida de lo difícil que era a menudo vivir contigo.

Bárbara te conocía bien, quizá incluso mucho mejor que yo. Aunque admitía sin tapujos que llevabais tantos años distanciadas que… En fin, no hubiese puesto la mano en el fuego por nada ni por nadie. Ya no. Había madurado, envejecido. Como tú y como yo, tenía heridas abiertas y, no sé muy bien de qué manera, en estos cinco años hemos ido curándonoslas mutuamente.

Vino un día a Grosvenor Crescent a pedir trabajo; se había enterado, no sé muy bien cómo, que andaba buscando una asistenta: una que permaneciera en su puesto más de una semana, a ser posible. Al principio ni sabía quién era, ¡cómo hubiera podido saberlo! Luego nuestra pequeña Gillian me lo dijo. No sabía muy bien qué pensar. Mis primeros impulsos iban del suicidio al asesinato. No entendía qué hacía en nuestra casa, ni qué deuda pretendía saldar conmigo. Conmigo no. Si acaso contigo… y para eso ya era demasiado tarde. Al fin pudo más mi lado práctico y dejé que se quedara. Me convenía tenerla cerca, pendiente de mí y de mis caprichos como tú nunca lo habías estado. Poco a poco se fue ganando mi confianza y empezamos a conversar, y entre los dos rellenamos las lagunas de nuestras vidas.

No, no, no, ¡ni se te ocurra pensarlo! Nunca pasamos de ser simples confidentes. Te queríamos demasiado para traicionarnos y traicionar, de paso, tu memoria.

Dicho esto, quizá no se explique lo que voy a decir a continuación: He vuelto a casarme.

Si Bárbara fue la primera, Deborah fue la segunda.

Podría echarles la culpa a esos diablillos que en todo se meten y todo lo enredan… pero como tú bien decías: dos no se enamoran si uno no quiere. Y aunque el asunto empezó con una encerrona preparada por ellas, y con la complicidad de Bárbara, a la primera cena siguió una segunda y una tercera… Llegó un momento en que fuimos indispensables el uno para el otro. Y a pesar de que a menudo, en las noches, te recuerdo y recuerdo el día que nos conocimos, cuando nos casamos y los inolvidables momentos que vivimos juntos, no me arrepiento de haber dado este paso. Y diría que mi mujer tampoco. Que sí, que ya sé que suena de lo más extravagante, que tú y yo sabemos que mi relación con Alex nunca ha sido ideal. Pero también sabíamos que Alex nunca se tomó muy en serio ni mis arrebatos de mal humor ni mis prejuicios, y que hizo oídos sordos a todas mis muchas impertinencias. De algún modo supo ver más allá y algo bueno debió de encontrar en mí para imaginar, siquiera por un instante, que podía ser «un buen partido» para su amantísima madre que llevaba tantísimo tiempo soltera y lo que menos necesitaba era un mal marido.

La pobre Deborah llevaba una fatal racha de citas a ciegas cuando Alex y Gill decidieron tomar cartas en el asunto. Por increíble que parezca, a estas alturas, todavía quedan hombres a los que les asusta una madre soltera, ¿te lo puedes creer? En pleno siglo XXI y así estamos: colgándole sambenitos a la gente que una vez cometió un error o tuvo la osadía de ir contra el sistema.

No te has perdido nada en estos cinco años; no ha habido nada que fuera tan importante como para justificar tu presencia y tus comentarios mordaces. Y no te hubieras sentido a gusto en este, nuestro patético universo, que va de cabeza hacia la destrucción total.

Destrucción del planeta mismo, de los valores, de las tradiciones de nuestros abuelos… No, no te hubieras sentido a gusto con esa moralidad del «sálvese quien pueda» que cada vez ha ido tomando más cuerpo en la decadente sociedad capitalista que ha de perecer tarde o temprano, pero que se resiste tenazmente a hacerlo. Si la vida es un continuo ciclo, dirías que hemos vuelto a la Era Cuaternaria donde el homo sapiens cazaba, follaba y poco más. Nos hemos convertido en animales de costumbres: de malas costumbres, indiferentes al dolor y la felicidad ajenos.

No, no te hubiera gustado este estado de cosas.

Y lo sé: te sentías ya demasiado cansada de luchar contra molinos de viento; de entregar y sacrificar tanto a cambio de tan poco.

A veces la vida se acaba cuando debe. No es fácil para los que nos quedamos resignarnos a los caprichos del destino. Porque el destino es caprichoso. ¿Acaso alguien lo sabe mejor que tú?

 

Probablemente nadie lo sabía mejor, desde luego. El destino había jugado a placer con Judith, pendulando de un extremo a otro durante su larga e intensa vida. Él había sido siempre un espectador mudo de las andanzas de su esposa, hasta el punto de despertar los comentarios más mezquinos e insidiosos sobre su hombría. Porque a nadie se le escapaba que quien llevaba los pantalones en la augusta casa de Belgravia era ella, no él.

Y hablando de Belgravia, puede decir sin mentir que no echa de menos la casa donde vivieron; fue uno de tantos caprichos de Judith, otro de tantos trofeos que apuntalaban su éxito como escritora mediática. Ni él ni Gill se sintieron nunca muy a gusto en esa casona más propia de un embajador o un diplomático de carrera. Pero nadie le negaba nada a Judith, ¿quién se hubiera atrevido a ponerle un pero a cualquiera de sus ideas? La apabullante personalidad de su difunta esposa cortaba de raíz cualquier asomo de disidencia. Como dictadora no tenía precio.

Sin embargo todo acaba, y cuando la vida de ella acabó, la casa se le cayó encima, literalmente. Y de repente, apenas diez días después del funeral, llegó aquella mujer. Aquella mujer de la que no sabía nada, salvo que era «amiga» de Gill y Alex.

«Más que amiga, será vecina», le dio por pensar a él. Porque era demasiado mayor para ser amiga de las chicas. Hubiera cuadrado más que se hubiera presentado como amiga de Judith. Que en definitiva fue lo que resultó ser más tarde. Pero como asistenta no lo hizo mal del todo, no; le cuidó casi mejor que la propia Judith, que sólo cuidaba de ella misma… Y de su hija muy de tanto en tanto. Si lo piensa con la mente fría, sin dejarse llevar por el despecho, debe admitir que para Gill fue un golpe de suerte haber conocido a Alex tan temprano en su vida. Porque, le guste o no, esas dos criaturas han sido inseparables desde el mismo instante de verse las caras por primera vez. Josh no sabe si existen de veras las almas gemelas, no pondrá la mano al fuego por ello; pero si es cierto, ese par son un claro ejemplo de lo que puede significar.

Dos seres que han nacido para estar juntos, para complementarse, para completarse en una simbiosis perfecta. Nada parece ser capaz de separarlas.

¿Nada?

Uhmm, decir «nada» quizá sea idealizar la situación. De entrada, la revelación que hizo Alex la noche de su cumpleaños daba mucho que pensar.

«Me han ofrecido un puesto de abogada en prácticas en la Corte Internacional de Arbitraje de la CCI en Nueva York. No pensaba aceptarlo… Pero después de lo que acabo de oír, me va a venir muy bien un cambio de aires.

Eso dijo en el calentón del enfado. Sí, porque la aparición repentina de su padre le había caído bastante mal; él no abrió la boca, claro; era el menos indicado para meter baza en la conversación, su relación con Alex nunca ha sido buena, y fue mejor mantenerse al margen. De todos modos, la entiende mucho mejor que cualquiera de los que estaban presentes en el salón. Él mismo había tenido, en su juventud, sus tiras y aflojas con su padre: un músico irlandés que se había separado de su madre cuando él apenas contaba tres años. Su relación había sido cualquier cosa menos fácil y no fue hasta pasados varios años, cuando ya se acercaba a la treintena, que pudo al fin reconciliarse con él y con la historia que no habían vivido.

Sí, entiende muy bien a Alex y sus contradictorios sentimientos. Por otro lado, aunque quiere a Debbie con toda el alma, debe reconocer que no llevó bien las cosas. Aunque, desde luego, él no es quien para reprocharle nada, porque no imagina ni en lo más remoto qué hubiera hecho en su lugar.

Si Gillian estaba afectada por la noticia, no tenía intenciones de demostrarlo. Tampoco era el momento de montar más dramas; la revelación de Deborah ya había sido polvorín más que suficiente para entretener al personal durante toda la velada. O para dejarlos más mudos que Harpo Marx. ¡El tal Steve era el padre de Alex! Por supuesto que él sabía que su hijastra tenía un padre, todo el mundo lo tiene; lo que no esperaba de ninguna manera era que hubiera elegido esa noche para destapar la noticia. Las reacciones de todos fueron de lo más variado: desde la rabiosa estupefacción de Alex a la extraña alegría de Gill, pasando por su propio aturdimiento y, ¿por qué no?, una súbita, violenta e inexplicable oleada de celos que lo abatió buena parte de la noche a partir de aquel curioso anuncio.

Por algún extraño motivo, imaginar a Deborah y Steve juntos durante toda su infancia, adolescencia y buena parte de su juventud, le inquietaba sobremanera. Le inquietaba mucho más, de hecho, saber por qué había vuelto a Londres, ¿qué se proponía? ¿Qué intenciones traía con respecto a Debbie? Si deseaba jugar a papás y a mamás con Alex, y a ella le parecía bien, a él no le preocupaba en absoluto; era cosa entre padre e hija… Pero ¿y si pretendía retomar la relación con su esposa? ¿Podía él permitirlo? ¿Acaso no había pasado ya suficiente con Judith?

Sin embargo, en la noche estrellada, solos los dos, en el amplio dormitorio que comparten desde que se casaron, le dejó claro que entre Steve y ella no había ninguna relación amorosa, que si la hubiera habido en su juventud, y hubiera sido algo serio, lo de esa noche nunca habría ocurrido porque Alex hubiera crecido con sus padres como cualquier otro niño.

—¿Estás celoso? —le preguntó juguetona mientras le revolvía el pelo y le sonreía con coquetería.

—No —negó él tajantemente.

—Uhmm —arrugó el ceño—, no sé si creerte. No parecías tú tampoco muy contento de conocerle. Ya he hecho bien en hacer una reserva de hotel para Steve y pedirle un taxi. Después de lo de hoy, invitarle a quedarse en la habitación de invitados hubiese quedado muy hipócrita. Ni siquiera yo estoy muy segura de alegrarme de su regreso.

—Pero ¿a qué ha vuelto, en definitiva?

—Pues gracias al exabrupto de tu hijastra, nos hemos quedado con las ganas de averiguarlo.

—Imagino que os volvereis a ver.

—Sí, aunque sólo sea para despedirnos. No ha sido un reencuentro muy afortunado que digamos.

Debbie lo miró, mimosa, como queriendo disculparse, aunque allí no había culpables.

—Tú no tienes la culpa —la consoló—, y estoy seguro de que él es un buen tipo.

—El mejor. De veras. En la facultad lo pasábamos de miedo. No había fiesta a la que no le invitaran, ni debate en el que no participara. Era un líder nato; y con las chicas, ya te lo imaginarás: el mismísimo flautista de Hamelin.

—¿Nunca hubo lucha de egos?

—Eso era lo mejor —afirmó Debbie—, Steve nunca alardeó de nada. Iba a la suya; muchas veces ni siquiera era remotamente consciente del enorme éxito que tenía entre las chicas. Y no, nunca hubo ninguna lucha entre nosotros porque nos lo contábamos todo; yo lo era todo para él… y él para mí, incluso amante, sí. Esa noche estábamos todos un poco borrachos. Algunos más que otros, como es natural. No sabíamos lo que hacíamos, éramos jóvenes y nos bebíamos la vida en apenas dos tragos largos. No me arrepiento de nada, ni de lo que vivimos, ni de mi embarazo, ni de todos los años que he pasado a solas con Alexandra, criándola a mi aire, sin un marido, hasta que apareciste tú. No, Josh —le replicó, muy seria—; nadie conseguirá hacerme sentir culpable de mi pasado. Pero me preocupa, y mucho, que mi relación con Alex se resienta por este resbalón.

—No tiene por qué ser así. Alex entenderá tus razones; nadie puede dudar de tu buena intención.

—¿Y si no lo hace? —Parecía repentinamente asustada—. ¿Y si no me perdona?

—Lo hará.

La besó y, de algún modo, no sabe muy bien cómo, logró tranquilizarla. La noche se deslizó entre arrumacos y caricias. Esa noche y la siguiente; ese mes y el siguiente. Y julio y agosto, como un fantasma de delicados ropajes, pasaron de largo sin apenas llamar la atención. Y llegó septiembre. Y volvieron las pesadillas, que se habían tomado su propio descanso estival; los sueños cuajados de sangre y dolor.

Intentó desembarazarse de ellos en brazos de Debbie, y lo consiguió por unos días, pero siempre volvían para atormentarlo una y otra vez.

Para colmo, llevaba meses de vacaciones forzosas, sin ojear siquiera un mísero guión de telefilm.

¿Acaso estaba acabado?

¿Acaso su estrella se había apagado definitivamente?

Después de su matrimonio con Deborah, había rodado un par de películas y una campaña publicitaria para la firma Ralph Lauren.

No había ido mal, pero tampoco estaban las cosas para tirar cohetes.

Quizá había llegado la hora de retirarse de todo aquel mundillo en el que se metió un poco por casualidad y un poco por salvarse a sí mismo de su tendencia a meterse en líos. Pero fue peor el remedio que la enfermedad. Tal vez no estuviera preparado para el éxito; peor aún: para la soledad y el vacío que llevaban asociados. Empezó a beber. Una copa, un par. Cada noche. Cada día. El alcohol se fue apoderando lentamente de él, de su vida y de sus actos. Llegó un momento en que perdió el control y empezaron los problemas, los altercados en lugares públicos, con la pasma, con la gente en general; los ingresos en exclusivas clínicas privadas y los programas de desintoxicación.

Había perdido la cuenta de todas las veces que había intentado dominar al monstruo.

Y si pensó que su relación con Judith acabaría con todo ese vaivén no pudo estar más equivocado.

Nuestro lugar en el mundo
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