12

 

Turbulencias

 

Nunca ha sido un hombre infiel. Tampoco se le han presentado muchas tentaciones que se diga. Pero esta mañana, mientras se abraza a Gillian, se siente culpable, tontamente culpable por Ollie. ¡Qué estupidez! Ya hace meses que Olimpia forma parte de su pasado. Y sabe con absoluta seguridad que jamás formará parte de su futuro.

El futuro es Gill. Su Gill. Su Blancanieves.

Los labios dibujan un sendero de besos mariposa desde la raíz de su pelo hasta la línea suave y delicada de la barbilla. Nunca se cansa de mirarla. La noche ha sido sublime, su amor es sublime, y la química que hay entre ellos hace que salten chispas cada vez que se miran a los ojos. No ha sido fácil. Con ella no esperaba que lo fuera. Ni lo quería. El paraíso soñado había sido mejor que el mejor de sus sueños. Y Sam había tenido muchos desde aquella tarde de mayo. Muchos y muy variados. Pero ninguno llegaba, ni de lejos, a alcanzar la realidad vivida entre aquellas sábanas que ya olían a Gill para siempre. ¡Y qué olor! Inspiró hondo; aún podía sentirlo impregnando toda la estancia, colándose hasta por debajo de la almohada; algo afrutado y poderosamente afrodisíaco a juzgar por cómo la había deseado desde que apareció en el umbral de su casa vestida con aquella gabardina…

Sólo aquella gabardina…

Y cuando abrió los ojos y la vio desnuda. ¡Dios! Dolía. Mucho. A decir verdad, no sabía qué le dolía más: si el corazón que le atronaba en el pecho… O la violenta erección de su miembro. Su deseo de poseerla era tan intenso que lo asustaba.

La muy pícara lo sabía. Demasiado bien. Sabía que él se moría por abrazarla, por cada uno de sus besos, por tomarla toda. Y cuando la unión llegó al clímax, cuando él la penetró y el orgasmo los sacudió a ambos en sucesivas oleadas de placer, ella apenas exhaló un gemidito ahogado mientras, con los ojos brillantes, dejaba escapar una risita de satisfacción de aquellos labios de rubí. Sam casi había olvidado que «técnicamente» era virgen. Aunque hubiera retozado mil y una noches con la tal Alexandra era tan pura como el día que nació.

Y eso le volvió loco de deseo hasta el punto de tomarla una y otra, y otra vez. Y ella le recibió gustosa. Mucho, a decir verdad. No dejaba de sonreír ni de mirarle con aquellos increíbles ojos de cielo a cada nueva embestida.

Decir que fue una gran noche es quedarse corto.

Algunos gozos no pueden expresarse con palabras.

Él ni siquiera lo intenta. Nunca ha sido muy ducho con las palabras, aunque sea una verdad universal que la poesía y las matemáticas tienen una íntima relación.

¿Y acaso no tienen ellos, una poetisa y un matemático, una íntima relación?

Íntima y perfecta.

Afuera cae la nieve, suave y silenciosamente, como cualquier otro día de invierno; pero no es otro día cualquiera. Es el día de Navidad. El año pasado fueron juntos, él y Olimpia, a cenar a casa de sus padres. Los padres de Sam están separados desde hace más de veinte años. Quizá por ello se llevan tan bien que se juntan en las grandes festividades, y quien no los conoce piensa que son todavía un matrimonio ejemplar. Incluso él lo ha pensado a veces. Y se ríe al pensar cómo ellos se las han apañado para engañar a media ciudad de Londres con su savoir faire.

Son gente estupenda; cuando les comunicó que había cancelado la boda se quedaron pasmados, sí; decepcionados también, claro. Pero como todos los padres, después de la sorpresa inicial, le ofrecieron todo su apoyo. Un apoyo que se reveló fundamental cuando los padres de Olimpia, que sí continuaban siendo un matrimonio «ejemplar», le tiraron la caballería por encima cuando supieron de la ruptura. Él aguantó el chaparrón como pudo, sabiendo que había tomado la mejor decisión y que Ollie, cuando recapacitara, se alegraría tanto como él de que aquello hubiera acabado antes de llegar a un callejón sin salida.

Pero Ollie, a juzgar por los sesenta y cinco mensajes de texto que le ha enviado al móvil en las últimas veinticuatro horas, no ha recapacitado lo suficiente. Y si lo ha hecho, no ha llegado a la conclusión obvia: lo suyo ya no existe. Lo suyo ya no es.

Sam es paciente; tantos años como docente le han enseñado paciencia, calma y estoicismo. Lo que haya de ser, será.

Ahora sus ojos sólo ven a Gill, dormida como una marmota, desnuda y desmadejada sobre la cama. Su sonrisa habla de felicidad, de satisfacción, de sueños agradables. Quizá sueña con él. Quiere pensar eso al menos.

El iPhone NG de Gill registra doce llamadas perdidas y siete mensajes de texto desde la noche pasada. Nada que tenga que ver con Alex. Sonríe. No debería alegrarse. O sí. ¿Por qué no? ¡Qué puñetas! La quiere como nunca ha querido a nadie. No es un anticuado, pero no puede evitar fantasear con la idea de haber concebido un bebé. Ninguno de los dos ha tomado medidas para prevenirlo. Ella ni siquiera se lo ha planteado y él lleva semanas, meses, soñando con que sea la madre de sus hijos. Eso lo cambiaría todo. O quizá sólo lo precipitara; en cualquier caso bastaría para que las cosas entre ellos se afianzaran. Porque ella es una chica Romántica, escrito así: con mayúscula. Una chica que cree en el hogar, la familia y los vínculos sagrados.

De eso y de mucho más hablaron antes de caer dormidos.

Hablar con Gillian es muy fácil; tiene una empatía fenomenal con la gente. La heredó de su madre. También hablaron de Judith; poco porque él no quería ahondar en el tema para no entristecerla. Pronto descubrió que Gill tenía totalmente asumida la ausencia de su madre. Sí, la echaba de menos de vez en cuando, pero no se deshacía en lágrimas cada vez que alguien la mencionaba. Él tuvo que admitir que sabía poco de aquella mujer; sólo cuando entró en Google a curiosear, se enteró de algunos detalles, pero no lo hizo con mucho afán. Y ella tampoco quiso explayarse demasiado.

Ahora se mueve, pestañea, abre esos ojazos suyos y lo mira.

Y grita:

—¡Jooooodeeeer! ¿Qué hora es?

—Las once de la mañana.

—¡Mieeeeeeeeeeeerdaaaaaaaaaaaaaa!

—¿Qué pasa, cielo? Vaya mal despertar que tienes.

—Oh, oh, mierda, mierda, mierda.

Gill salta de la cama como si las sábanas quemaran.

—¿Se puede saber qué te pasa?

—Me pasa que he quedado a almorzar con mis padres. Eso me pasa. Me pasa que he de ir a casa a cambiarme… A vestirme, ¡qué leches! Y no me dará tiempo, no me dará tiempo, no me dará tiempo. ¡Mierda, mierda, mierda!

—No te recordaba tan mal hablada, Blancanieves. ¡Va a resultar que eres todo un carácter!

Sam ríe sin poder evitarlo. Está para comérsela. Mmm…

La atrapa por la cintura mientras ella protesta, manoteando como si quisiera librarse de él.

Demasiado tarde, muñeca. Ya eres mía. Toda mía.

—Me gustaría verte a ti en mi pellejo. ¡Dios! Huelo a esperma. Voy a casa de mi suegra. ¡No puedo oler a esperma! Necesito una ducha ya.

—Siguiendo el pasillo, la última puerta a la derecha, es el baño —le indica, reprimiendo una sonrisa—. Tienes jabón y toallas. Sírvete tú misma. Voy a preparar el desayuno.

La mira y se echa a reír. Menuda parejita están hechos.

 

♥♥♥

 

Mientras Sam construye en su imaginación un futuro idílico al lado de Gillian, al otro lado de la calle, Olimpia, parapetada detrás de un puesto de flores callejero, observa, vigila con ojos preñados de ira y desolación. Bueno, al menos ya sabe con quién se las tiene que ver a partir de hoy. Y bien mirada, de arriba abajo, esa mosquita muerta no es rival para ella, a pesar de sus trapitos de firma y sus tacones de vértigo. 

Muy pronto Miss Louboutin va a saber quién es Olimpia Steinman.

Y no le va a gustar ni pizca.

Recuerda vagamente haberla visto en las revistas, tras la muerte de su madre, cuando se destapó el escándalo de su homosexualidad. Entonces el cotilleo la divirtió, incluso puede decir sin mentir que le caía más o menos bien. A fin de cuentas, pensaba entonces, estaban a años luz una de otra; no tenían nada en común ni nada hacía pensar que esa tortillera fuera a poner su mundo patas arriba.

¡Ahí estaba, por todos los demonios!

¡Era eso! Tenía que ser eso: un desafío. No se podía entender de otro modo.

Sam no tenía ni idea, por supuesto. Ella no le comentó nada entonces porque él siempre andaba en las nubes y no tenía ni idea de los cotilleos que corrían de boca en boca por toda la ciudad. Pero era de suponer que, más tarde o más temprano, lo supiera. Y se había propuesto como un reto el conquistarla.

Sin embargo, algo no encaja en su flash repentino. Sam no es el tipo de hombre que hace esas apuestas fanfarronas. ¿Y con quién iba a hacerla, además?

¡Mierda! No tenía sentido. Pero tampoco lo tenía que esa invertida se liara con su novio de toda la vida.

«Esa zorra sólo lo quiere para divertirse un rato», piensa con rencor.

¡Y Sam es tan ingenuo, el pobre!

No sabe apenas de mujeres, sólo ha estado con ella. Cualquier pelandusca puede venir y camelarle sin que él se dé cuenta de sus verdaderas intenciones.

Claro que, hablando de intenciones, ¿cuáles pueden ser?

Porque Sam vive bien pero no es rico. Tampoco es un niño de papá que espere cobrar una herencia multimillonaria de aquí a pocos años. Los padres de Sam son jóvenes aún y, que ella sepa, su patrimonio tampoco es como para ir detrás de él «a ver qué puedo pillar».

El único motivo que se le ocurre es que Sam es rematadamente guapo. Y sexy. Y con ese aire de niño bueno que encandila a cualquiera.

Quiere pasárselo bien con él una temporadita y listo.

Lo mismo quiere probar cómo es el sexo de verdad con un HOMBRE.

O se trata de alguna apuesta entre amigas, ¡vaya usted a saber!

Sea como sea, debe salvarlo de sí mismo, salvar su relación, reconducirlo todo hasta la casilla de salida donde estaban en verano cuando todo era perfecto.

Debe darle un escarmiento a esa bollera. Debe hacerlo y lo va a hacer.

Y mientras piensa cómo, dónde y cuándo, estará muy entretenida.

 

♥♥♥

 

Sam se ha quedado en casa; hoy no le apetece reunión familiar. Todavía no ha llegado la hora de poner las cartas sobre el tapete, y a juzgar por cómo se han despedido él y Gill hace rato, parece conveniente dejar pasar un par de días antes de retomar el asedio. Sólo un par de días. No puede estar más tiempo separado de ella. No hay un minuto que no la tenga en el pensamiento; para otros hombres es una situación frustrante no ser capaz de gobernar sus emociones, para él es motivo de orgullo haber encontrado ese complemento ideal, la compañera perfecta.

Le gustaría gritarlo a los cuatro vientos y que todos lo supieran, pero no puede.

Aún no. Aún es pronto. Sobre todo para ella que, aunque disfrutó la noche pasada, tiene un lío mental muy grande y se siente como una vulgar adúltera. Ella misma se lo ha confesado con esas palabras antes de despedirse. Le ha pedido tiempo. Le ha pedido calma. Le ha dicho que si ha de ser, será. Pero no quiere precipitarse. Gill no es de las que hacen las cosas a tontas y a locas. Gill piensa, a veces demasiado y todo. Y Sam lo teme, aunque sabe que así han de ser las cosas. Tampoco es plan de que diga sí deprisa y corriendo y luego se arrepienta a mayor velocidad.

Suena el tono de llamada en su móvil.

Mira la pantallita, la cara de pocos amigos de Olimpia no invita a contestar la llamada, pero sabe que ya va siendo hora de decir BASTA a los innumerables mensajes y llamadas de su ex.

—Ollie, no me obligues a cambiarme el número de teléfono. No me apetece, me da pereza. Sé buena chica y no me agobies; déjame tranquilo.

—He visto a esa zorra salir de tu casa. ¿Qué tal en la cama? ¿Mejor que yo?

Sam abre dos ojos como dos platos, suspira, casi gimotea. Al final contesta:

—Ollie, no seas grosera. No te pega. Te recuerdo que entre nosotros ya no hay nada salvo una buena amistad… Y ahora mismo no estoy muy seguro de eso que digamos.

—No me has contestado.

—Ni pienso hacerlo, no voy a entrar en tu juego.

—Allá tú. Supongo que sabes que está jugando contigo. No sé qué se propone, pero sí sé que no le gustan los hombres. Todo Londres lo sabe. Y tú también deberías saberlo porque recuerdo que te lo comenté hace años…

—Tú lo has dicho: hace años. La vida da muchas vueltas.

—¿Pretendes hacerme creer que doña Bollera se ha cambiado de acera nada más verte? Eres mono, Sam, pero… No me lo trago.

—El despecho te sienta fatal, Ollie. Te ha vuelto ordinaria y soez.

—Tú me has vuelto ordinaria y soez —lo acusa con virulencia—. Y esto no es nada. No creas que la cosa va a quedar aquí.

—Ollie, ¿me estás amenazando?

Sam no da crédito. Pero ¿qué demonios le pasa a esa mujer?

Ella no era así antes. Nunca había sido así.

—Tómatelo como quieras, Sam. Pero no soy de las que se quedan cruzadas de brazos mientras les quitan lo que es suyo.

—No soy nada tuyo, Ollie  —replica cada vez más enojado—. No delires. Creo que el plantón en la boda lo dejó claro como el agua.

—O sea que me dejaste por ella.

Sam suspira. Sam coge aire. Sam se prepara para otra batalla dialéctica.

—Pues sí. ¿Querías oírlo? Pues sí. Te dejé por ella. ¿Contenta?

—A medias. Pero al menos ahora sé quién es la culpable de nuestra ruptura, y sé a qué clase de mujer me enfrento.

—Me alegro por ti. Y te recomiendo que no la subestimes, bajo su frágil apariencia de poeta victoriana se esconde una tigresa con las uñas muy, pero que muy afiladas.  Quien avisa no es traidor.

—Tiene gracia que tú me hables de traición. Tiene mucha gracia.

Y cuelga sin despedirse.

De veras que cada día está más rara.

Quizá deba hablar con sus padres, quizá alguien debería ayudar a Olimpia a asimilar su realidad actual.

 

♥♥♥

 

—¡Zorraaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! ¡Zorra! ¡Zorra! ¡Zorra! ¡Zorra! ¡Zorraaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!

Los gritos le llegan desde el salón. Después de una cena de lo más romántica y algún que otro arrebato de pasión sobre la mesa, ha dejado a Gill sentada en el sofá tranquilamente, viendo el programa de entrevistas del sábado noche de la HBO, dirigido y presentado desde Los Ángeles por Siobahn Montgomery, la periodista estrella de los últimos años de la televisión norteamericana. Desde Oprah Winfrey, nadie había conseguido tal poder de convocatoria. Los índices de audiencia suben todas las semanas como la espuma, imparables, imbatibles. Actualidad, cotilleos y morbo en una proporción perfecta. Mucho morbo sobre todo. Eso que no falte. Siobahn se supera con cada programa. El de este último sábado de enero promete muchísimo porque Saffron Adams es la invitada «de honor».

Su belleza sureña se ve amplificada en la pantalla de plasma. Incluso él reconoce que es muy mona y estilosa aunque no sea su tipo.

Su voz cálida y sensual suena igual de bien cuando habla que cuando canta.

Puede oírla perfectamente desde la cocina, donde está cargando el lavavajillas, porque Gill se ha quedado muda después de su ¿arrebato de locura?

Se asoma al salón mientras se limpia las manos en el delantal.

Se sienta en el sofá al lado de Gillian, cuyo rostro está lívido, congestionado. A punto de estallar en llanto o lo que sea.

Le coge la mano y se la acaricia con ternura. La mira a los ojos. La mirada de ella vaga confusa y se detiene en un punto indefinido en mitad de la nada. Pero realmente ni mira ni ve. Sólo intenta entender lo que acaba de ocurrir. Entenderlo y digerirlo. Y no sabe qué es más difícil.

—¿Qué ha sido eso? ¿Eras tú la que gritaba?

—Me la está pegando con esa zorra. ¡Alex me la está pegando con Saffron Adams!

—¿Alex? ¿Tu Alex?

—¿Bromeas? No es mi Alex, no puede ser mi Alex cuando me engaña con ella. ¡Con ella! ¡Nada más y nada menos!

—¿Lo ha dicho en la tele?

—Todavía no se ha atrevido. Y no lo hará hoy. Pero sólo es cuestión de tiempo. He reconocido su voz. Maldita sea, ¡cómo he podido estar tan ciega, tonta, estúpida! Fue ella la que contestó al móvil de Alex el día de Nochebuena. ¡A las cinco de la mañana!

—A lo mejor estaban en mitad de una fiesta. No te precipites. ¿Has hablado con Alex de esto?

—¡Cómo coño quieres que hable con ella si no llama, no escribe un miserable WhatsApp ni da señales de vida! Y cuando yo la llamo, ¿con qué me encuentro? Con la voz de ese zorrón contestando al teléfono. ¿Qué quieres que piense?

—¿Y te duele?

—¿Que si me duele? Claro que me duele, joder. Es mi novia.

Sam se queda quieto. Callado. Pensando. Tratando de entender, de digerir. Y tampoco para él es fácil. La mañana de Nochebuena. La mañana que precedió a la noche. La Gran Noche. Su Gran Noche.

De repente, un pensamiento terrorífico le nubla la razón.

—¿Te acostaste conmigo por despecho?

—¡Qué tonterías estás diciendo! No. No me acosté contigo por despecho. No me gustó que ella contestara al móvil, y las sospechas empezaron a atormentarme, claro, pero nada de esto tiene que ver contigo ni con lo que hicimos. Y no me arrepiento de nada. Pero me jode que se haya liado con Saffron Adams y no me haya dicho una palabra. Si no llego a oírla esta noche, ¿a qué tengo que esperar?

—No te precipites —la aconseja con una sonrisa mimosa—. Todavía no sabes nada. Quizá todo tenga una explicación mucho más sencilla e inocente de lo que piensas.

—El silencio de Alex habla de su culpabilidad —protesta ella—. Al menos esta zorra ha dejado claro que tiene pareja…

—¿Ves cómo te estabas asustando por nada?

Samuel sigue sonriendo como si tal cosa.

—Ha dejado claro que tiene pareja —repite con un mohín irónico, y seguidamente suelta—: Y su pareja es una mujer. No ha dicho nombres —Gill menea la cabeza como si se resistiera a la idea de que la engañen—. A mí no tiene que decírmelos. Puede que no llegue a tu nivel, pero sé sumar dos y dos.

 

♥♥♥

 

Un mes después de la acalorada discusión con Samuel, Olimpia está que trina.

Le odia y se odia a sí misma por haber permitido que las cosas lleguen a ese punto sin retorno. Pero ese odio es muy poco, comparado con el que siente por esa mosquita muerta con aires románticos.

Lo habla con su madre en privado.

Hilary Steinman es una mujer de armas tomar. Siempre se sale con la suya, maneja a los demás a su antojo y conveniencia, nunca ha perdido una batalla y nunca ha dado su brazo a torcer. Siempre ha pensado que Sam era un poco tonto, que no era bastante hombre para su Olimpia, que su niña merecía mucho, mucho más. Pero durante todos esos años ha preferido mantenerse al margen.

Ahora su hija le suelta que Sam la abandonó en el altar por obra y gracia de Gillian O’Keeffe. Hilary la mira sin entender.

—Pero si esa niña es… Bueno, ya sabes… Una…

—Invertida —dice Olimpia sin titubear un instante—. Una cochina invertida.

Su voz destila todo el veneno que lleva acumulando desde septiembre.

—¿Y qué demonios hace con Sam?

—Nada bueno, te lo puedo asegurar.

—¿Y qué vas a hacer tú?

—Ojalá lo supiera.

—No me digas que te vas a quedar de brazos cruzados. No me lo digas.

—Eso nunca.

—¿Y entonces?

—Quiero escarmentarla, pero no sé cómo.

—Cuidadito con eso —la avisa—, que siempre es un arma de doble filo. Deberías trabajarte a Sam, eso sería mucho mejor para todos.

—¡Mamá!

—¡Oh, niña! Ya sabes lo que quiero decir, no me refería al sexo… Eso ya llegará cuando él lo merezca de nuevo. Pero tienes que ser paciente y dulce. Como lo has sido siempre.

—¡Para lo que me ha servido!

—Y constante. Y firme. Y tenaz —le recuerda con voz tajante—. ¿Qué es eso de desmoronarse al primer contratiempo? ¿Cuándo te he enseñado yo eso? Ha aparecido esa bollera, pues muy bien, demuéstrale quién eres. No escondas la cabeza bajo el ala como el avestruz. Sinceramente, no creo que Sam merezca tanto desvelo, pero es lo que tú quieres y con eso basta. Con él sé pura miel. Pero al enemigo ni agua.

—Nada tengo más claro.

—Pues actúa en consecuencia. Ni dudas ni miedos. Las mujeres Steinman no somos pusilánimes, recuérdalo siempre.

—No lo he olvidado en ningún momento, mamá.

No, no lo ha olvidado.

Ni lo olvida ahora mientras entra en el instituto, saluda al conserje con un ademán de cabeza y sube las escaleras hasta el cuarto piso. Sabe muy bien donde Miss Louboutin da sus clases porque es el mismo lugar donde no hace tanto enseñaba ella física a aquellos díscolos adolescentes sin nada en la cabeza aparte del último hit musical del momento.

Se dirige con paso firme al aula 4F. Sus tacones resuenan en el parqué y el soniquete le da seguridad, le da fuerza, coraje y sí, también acrecienta su rabia. Se detiene frente a la puerta, inspira hondo y empuja el pomo hacia dentro. Suspira. Frunce el ceño. El rictus de los labios es severo y anuncia tormenta. A ella ya le gusta. Eso impone respeto.

La condenada invertida está tranquilamente sentada, sonríe mientras comenta con cierto tono de pasión contenida los violentos sentimientos que sacuden a Heathcliff en el momento en que Catherine Earnshaw le dice a su criada Nelly que no puede casarse con él porque eso la degradaría a ojos de Hindley, su hermano. Olimpia sonríe desdeñosamente, no cabía esperar otra cosa de la señorita O’Keeffe: es una hipócrita de tomo y lomo, aparentando virtuosismo victoriano ante esa pandilla, al mismo tiempo que engaña a su pareja.

Por eso, y sólo por eso, ya merece el sopapo que tiene pensado darle.

 

♥♥♥

 

Ha pasado un mes desde La Gran Noche.

La Noche de las Sospechas.

Desde entonces, Gillian se muestra irascible a ratos, y a ratos deprimida. Sam ya no sabe qué hacer para consolarla o tratar de calmarla.

Y le irrita.

Mucho.

Y le preocupa aún más que el tema de la supercantante suponga un retroceso en una relación que, justo ahora, comenzaba a ir sobre ruedas. No quiere tensar la cuerda, no quiere preocuparse todavía. Lo hará cuando Gillian hable de ir a Nueva York. Ni un día antes. Y Gill todavía no ha mencionado ningún viaje.

«Tranquilo, Sam, tranquilo», se dice y repite.

«Deja que todo vuelva a su cauce.»

Para colmo de males, a Olimpia no se le ha ocurrido nada mejor que presentarse en el instituto, dirigirse al aula donde Gill da sus clases, y soltarle una hostia sin más ni más.

Como si el simple gesto de cruzarle la cara no necesitara más explicaciones.

Como si bastara como amenaza o quién sabe qué.

Ha decidido pasar del tema, ha decidido no darle más importancia que la que la misma Gillian le da, que es ninguna.

No va a hablar con Olimpia; sabe que el ataque es una provocación en toda regla, pero él no entrará al trapo, no le seguirá el juego porque los juegos de su ex empiezan a ser de lo más aburridos.

Y porque las chiquilladas de Olimpia no son nada comparadas con Alex.

Es Alex quien tiene en sus manos su destino, y la sensación no le gusta en absoluto. Es Alex quien le mantiene en vilo todas las noches desde el dichoso programa que puso a Gill al borde de la taquicardia.

Decide llamarla al móvil porque llevan días sin verse y apenas hablan cuando se cruzan por los pasillos del instituto. Y esa situación no puede continuar. Lo está matando, los está matando a ambos.

Sonríe mientras la saluda:

—Hola, cielo. ¿Cómo llevas lo de Alex?

Un grito muy, muy agudo se oye al otro lado de la línea.

—¿Alex? ¿A quién coño le importa Alex? Estoy embarazada, Sam. ¡Embarazada!

Nuestro lugar en el mundo
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