9
Septiembre de 1468
I
Una semana, sólo una, bastó para que Isabel viera convertidas sus ilusiones en desesperanza.
Isabel había preparado con Chacón y Cárdenas cada paso de la posible negociación, las obligadas peticiones y las necesarias concesiones. Lo había hecho hasta el mínimo detalle. El problema era que Enrique dilataba en todo momento cada aspecto a tratar.
Pero, sobre todo, al final las negociaciones se encallaban en el mismo punto: la elección del futuro marido de Isabel.
El rey, apoyado descaradamente por Pacheco, solicitaba dar el visto bueno al pretendiente, cuando no elegirlo directamente.
Eso suponía una trampa, como bien definió Chacón. Porque de nada serviría que Enrique aceptara la petición de Isabel de ser su heredera si luego la casaba con un príncipe o un rey extranjero. Si el monarca conseguía esto, Isabel sería reina, sí… pero no de Castilla, dejando vía libre a las aspiraciones de Juanita, la hija de Enrique.
Una mañana, Isabel estalló y dejó claras cuáles eran las condiciones que debía reunir su futuro esposo.
—Debe ser de edad parecida a la mía para procrear hijos sanos, tener sangre regia, y en ningún caso mi matrimonio debe implicar que tenga que dejar Castilla.
Pacheco se negó en redondo.
—Perdonad, alteza, pero vuestra boda es cuestión de Estado y responsabilidad del rey.
—Ni el Estado ni el rey se acostarán ni tendrán hijos con quien yo me case.
Pacheco fue a responder cuando un criado interrumpió la charla para dar paso a un mensajero. A Enrique le cambió el semblante y ordenó aplazar un día las negociaciones.
Isabel y sus asesores se levantaron serios y dejaron a solas al rey con Pacheco y el recién llegado. Aquél preguntó de inmediato al mensajero:
—¿Se sabe dónde está la reina?
—Así es.
El mensajero dio un pasquín a Pacheco y éste empezó a leer.
—¿Dónde está? —preguntó con insistencia el rey—. Hay que ir a por ella y llevarla a Segovia…
Pacheco le interrumpió.
—No creo que podamos, majestad. La protegen los Mendoza en Trijueque, junto a vuestra hija.
Enrique se mostró sorprendido.
—¿Dice eso este pasquín?
El mensajero asintió.
—Sí, majestad. Ha sido clavado en puertas de iglesia, ayuntamientos y hasta en los árboles de los caminos principales.
—¿Qué dice? —preguntó alarmado el rey a Pacheco.
Pacheco resumió:
—Los Mendoza juran por su honor defender los derechos de la princesa Juana, hija legítima del rey, y reniegan de las negociaciones de Guisando… Han mandado carta a Roma para quejarse de vuestras maniobras. Y acaba así —pasó a leer—: «Porque si el rey no cumple su palabra, mal rey tiene Castilla».
A continuación, Pacheco levantó los ojos hacia el rey para comprobar algo que intuía: la desolación de Enrique era evidente.
No tardó en llegar al bando de Isabel la noticia de la postura de los Mendoza. Chacón ya se había extrañado de la ausencia de los Mendoza en Guisando. Incluso de la ausencia de la reina. Ahora se explicaba todo, lo cual no dejaba de ser insólito. Porque tan extraña era la beligerancia de los Mendoza con el rey, al que siempre habían sido leales, como que se arrogaran la protección y defensa de los derechos de Juana de Avis y su hija.
Isabel mostró su sorpresa.
—¿No se pactó que era Fonseca quien custodiaba a la reina doña Juana en Alaejos?
—Así es —respondió Carrillo—. Nuestro trabajo costó separarla de su hija.
—¿Y qué hace ahora con los Mendoza? ¿De quién la están protegiendo?
Chacón lo tuvo claro.
—Del rey. Si no, los Mendoza no renegarían en público de él, ni alardearían de tener a madre e hija… A lo mejor poseemos más bazas de las que creemos en esta negociación… Sólo que no las conocemos.
Isabel miró a Cárdenas.
—Cárdenas, os agradecería que fuerais a Trijueque para saber qué ocurre con la reina y los Mendoza.
Cárdenas sonrió.
—Ya tengo preparado el caballo, alteza. Partiré de inmediato.
II
Mientras Cárdenas viajaba a Trijueque, un nuevo asunto se añadió a las negociaciones de Guisando: la intervención del reino de Aragón.
Juan II, su rey, había pedido hacía tiempo al Papa la posibilidad de mediar en el conflicto castellano, alegando razones patrimoniales y familiares. Ambas cosas eran ciertas. El comercio castellano y aragonés, como vecinos que eran, compartían intereses. Nobles aragoneses habían invertido en el negocio de la lana, que desde Castilla se extendía hacia toda Europa.
Los intereses económicos eran incluso personales para Juan II de Aragón. Por herencia de su difunta primera esposa Blanca de Navarra (de quien tuvo como hijos a Carlos, Juana, Blanca —la que casó y fue repudiada por Enrique IV— y Leonor), poseía inmensas posesiones en Castilla.
La vecindad, el uso del mismo idioma y los lazos familiares existentes (un buen ejemplo era el del almirante de Castilla, Enríquez, que era tío de Fernando, príncipe de Aragón) aconsejaron que la mediación aragonesa fuera algo lógico y natural. La Santa Sede aceptó y así se lo comunicó a De Véneris y a ambas partes en litigio.
Este hecho fue recibido con especial alegría por Carrillo, viejo amigo tanto del rey aragonés como de su mano derecha, Pierres de Peralta. Éste fue precisamente el elegido por Juan de Aragón para representarle en las negociaciones de Guisando.
Peralta era un noble navarro de cuarenta años, destacado político y militar. Pero, sobre todo, era conocido por su lealtad al rey Juan de Aragón, que le trataba más como a un amigo que como a un súbdito.
Al contrario de lo que sucedía en Castilla, en Aragón el rey mandaba y no tenía validos. Pero la soledad del rey Juan, viudo desde hacía poco más de medio año de su segunda esposa Juana Enríquez (castellana de nacimiento y educación), hizo que Peralta fuera un sostén necesario.
¡Cómo añoraba el rey Juan a su segunda esposa! Su boda pareció en principio un capricho: cuando se casaron en el año 1441, el rey Juan tenía ya cuarenta y seis años y Juana apenas veintiuno. Muchos dijeron que, pese a pertenecer a la familia de los Enríquez, de gran peso en Castilla, Juan la eligió por su belleza sin detenerse a pensar en otras ventajas que podía reportarle.
Sin embargo, a lo largo de sus casi diecisiete años de matrimonio, Juana Enríquez se desveló como una pieza esencial para el gobierno de Aragón.
Ayudó a su marido en la lucha contra los hijos de su anterior esposa que encabezados por el mayor de ellos, Carlos, príncipe de Viana, intentaron arrebatar a su padre la corona, temerosos de que la descendencia de su segunda esposa los apartara del poder.
Se dice que el propio Carlos estaba locamente enamorado de su joven madrastra… ¡cuatro años más joven que él! No debía de ser correspondido cuando se rumoreó, si bien nunca pudo probarse, que la propia Juana Enríquez ordenó el envenenamiento de Carlos porque éste suponía un peligro para los intereses del hijo que ya tenía con Juan II, de nombre Fernando, que apenas había cumplido nueve años.
Fernando… Sólo con pronunciar su nombre, tanto Juan de Aragón como su madre, la reina Juana, se enternecían. Adoraban a su hijo, lo cual no supuso que el joven príncipe tuviera una vida fácil ni llena de lisonjas.
La propia Juana Enríquez, aparte de ser su madre amantísima, fue su tutora rígida y disciplinante. Aragón necesitaba un rey fuerte que controlara las tensiones continuas con Valencia y Cataluña, cuyas Cortes y nobles exigían razones y beneficios a la Corona de Aragón para contar con su apoyo. Y Fernando tenía que serlo.
Por ello, su madre asumió la regencia del joven Fernando en Cataluña, desplazándose con él a Barcelona, donde le inculcó la necesidad de saber catalán y conocer las artes de la negociación.
Y también por ello, se preocupó de que su hijo dominara las armas. Y no pudo hacerlo mejor, porque con apenas quince años, Fernando era un príncipe que mandaba tropas, famoso por luchar al lado de sus soldados en el campo de batalla.
Con la muerte de Juana Enríquez, Juan, que ya tenía sesenta y dos años, perdió a la mujer que amaba, a la madre y tutora de su hijo Fernando y, también, a su principal consejera.
En ese momento, todo se desmoronaba para Aragón. Castilla estaba en crisis continua y la guerra de Aragón con Francia parecía inacabable. El rey de Aragón se sentía solo y cansado. A sus sesenta y tres años apenas podía ver debido a las cataratas. La economía del reino no era holgada como para estar en guerra permanente con un reino del tamaño y la solera de Francia, capaz de pagar ejércitos a los que sólo la habilidad militar de Fernando podía derrotar. Pero esos éxitos no podían durar eternamente.
El rey Juan temía, también, por la vida de su hijo, el otro sostén —junto a Peralta— de su gobierno. Cada vez que partía a la guerra, lloraba como padre y como rey. Porque si su hijo muriera, ¿qué sería de Aragón?, se preguntaba.
Por todas estas razones, aparte de las económicas, Juan II de Aragón decidió enviar a Peralta a Castilla.
Pero antes de eso, Peralta y él debían hacer algo más importante: recibir al príncipe Fernando tras una nueva victoria contra el enemigo francés.
Fernando entró en la sala sin llamar, como era costumbre.
Su padre, casi ciego, no pudo ver su vestimenta embarrada y manchada de sangre, ni la venda que le comprimía el costado herido. Tampoco pudo ver la mirada pícara de su hijo. Ni su sonrisa, capaz de convencer tanto a un rey en una negociación como a un campesino al regatear el precio de una jarra de vino. Pero sí le pudo oír.
—¿Fernando? No os esperaba antes de la noche…
Fernando le miró con cariño.
—Echaba de menos vuestras regañinas, padre.
—Acercaos, hijo…
Fernando se acercó haciendo un gesto a Peralta de que no le dijese nada a su padre sobre la herida del costado. Estaba dolorido pero procuró no arrastrar una pierna que tenía magullada… Sin embargo su padre, antes de que llegara hasta él, se dio cuenta de que algo le pasaba.
—¿Estáis herido? Vuestros pasos no son los de siempre… Cojeáis.
Fernando resopló. Nunca conseguía engañar a su padre.
—Caí del caballo en una escaramuza —mintió piadosamente.
—No me mintáis, vuestra voz también flaquea. ¿Estáis herido?
—Para no ver bien, no se os escapa una… Pero tranquilo: quien me hirió no podrá alardear de ello. Os lo juro.
Su padre le abrazó.
—Sois el capitán de mis ejércitos… ¿Por qué lucháis como un soldado?
—Porque un buen capitán debe pelear al lado de sus hombres.
—La baja de un soldado la cubre otro… Pero no hay sustituto para el futuro rey de Aragón… —le dijo dándole por un caso perdido—. Marchad a descansar.
Fernando obedeció, no sin antes sonreír con complicidad a Pierres de Peralta, al que consideraba uno más de la familia.
Tras la marcha de Fernando, el rey Juan deseó suerte a Peralta en su viaje a Guisando. Le pidió defender los intereses de Aragón con tesón… y también le avisó que no sólo iba a Castilla a mediar entre Enrique e Isabel. También le encomendaba otra misión no menos importante.
—¿Cuál es, majestad?
—Os la diré mañana antes de que partáis hacia Castilla. Antes debo hablar con mi hijo.
El rey habló esa misma noche con su hijo. Lo hizo durante la cena. A solas, sin criados.
Y Fernando casi se atraganta con un trozo de carne cuando oyó los planes de su padre.
—¿Boda? ¿Me estáis hablando de boda?
—Sí, hijo.
—Y en vez de enviarme a un altar, ¿no podéis mandarme mejor a otra batalla?
Su padre sonrió.
—Hay muchas maneras de ganar las guerras, no sólo con la espada. Necesitamos alianzas: Francia es un gigante al lado de Aragón.
—David le ganó a Goliat.
—Eso pasa pocas veces… O ninguna. A saber si fue verdad o invención del que lo escribió.
Fernando se quedó meditabundo, lo que hizo que su padre insistiera aún más:
—Necesitamos a Castilla de nuestro lado. Por eso quiero que os caséis.
—¿Y quién es la elegida?
—Su nombre es Beatriz. Es la hija de Juan Pacheco, el marqués de Villena, el hombre que gobierna Castilla.
—Pero no es de sangre regia…
—Hay que estar al lado del que manda… Y quien manda en Castilla es Pacheco.
—Mal asunto que un reino no lo gobierne un rey… —Y añadió socarrón—: Espero, por lo menos, que su hija sea hermosa.
—Simplemente tendréis que hacerle cuantos más hijos, mejor —respondió Juan recuperando su sonrisa—. Y en eso no os falta experiencia… Luego ya sabéis que podréis hacer lo que queráis. Si lo hacéis como príncipe, ¿qué no haréis como rey?
Tras una pausa, Juan quiso saber la respuesta de su hijo.
—¿Aceptáis mis planes?
Fernando sonrió.
—Si vierais la sonrisa en mi boca, sabríais que sí. Todo lo que me ordenáis lo obedezco con gusto.
—No veo la sonrisa, pero la siento, hijo… Y ahora servidme vino… Que el vino de Cariñena es demasiado bueno como para derramarlo en la mesa.
A la mañana siguiente, Peralta supo de su nueva misión. No sólo debía ayudar a que los intereses de Aragón salieran bien parados del conflicto de sucesión entre Enrique e Isabel. Debía negociar con Pacheco, a espaldas del propio Enrique, la boda de su hija con Fernando.
No sería difícil, pensó Peralta. Al fin y al cabo le iba a regalar a su hija la posibilidad de ser reina.
¿Qué más podría desear un hombre tan ambicioso como Pacheco?
III
Las cosas estaban tomando una curiosa deriva. Mientras la hija de un marqués, el de Villena, podía llegar a reina, la hija de un rey corría el peligro de no llegar a heredar nunca la corona que por derechos de sangre le correspondía.
Era el caso de Juanita, hija de Juana de Avis y, mientras nadie probara lo contrario, de Enrique, rey de Castilla.
A sus seis años, ajena a todo lo que sucedía en torno a ella, jugaba, a gatas por los suelos, con Diego Hurtado de Mendoza a las batallas con soldaditos de madera.
Al verlo, su madre, Juana de Avis, a la que el embarazo ya se le notaba ostensiblemente, no pudo evitar su sorpresa.
—Cuando yo era niña jugaba con muñecas, no con soldados.
Don Diego, al oír la voz de la reina, alzó su mirada hacia ella y respondió de manera seca:
—Con los tiempos que corren, es mejor que vuestra hija se acostumbre a los soldados. Le vendrá bien para cuando sea reina.
—Si algún día lo es.
El mayor de los Mendoza, ahora sí, se levantó del suelo y declaró solemne:
—Lo será. En eso podéis estar tranquila.
Juana de Avis se emocionó por las palabras de don Diego.
—Siempre os estaré agradecida por vuestro apoyo.
—Guardaos vuestro agradecimiento para otros. Nada de esto lo hago por vos, sino a pesar de vos…
La reina quedó boquiabierta por la dureza de las palabras de Mendoza, al que aún le quedaba algo que decir.
—Mi familia ha hecho más por que vuestra hija sea reina que vos con vuestra conducta indecente.
Juana de Avis intentó zanjar la situación llevándose a su hija a dar un paseo. Pero la niña se negó tímidamente:
—Quiero seguir jugando… —Miró a Mendoza—. ¿Puedo?
Don Diego sonrió y miró a la reina esperando su respuesta.
—Claro que puedes, preciosa.
Juana de Avis salió triste al exterior de la casa de Trijueque. Hasta su hija parecía repudiarla. Y, aunque le doliera, no le faltaba razón, pensaba la reina. Probablemente Juanita había encontrado con los Mendoza ese entorno familiar que en Segovia siempre le faltó.
La reina había procurado estar en todo momento a su lado en palacio, la amaba con locura y procuraba que cada uno de sus caprichos infantiles se hicieran realidad. Pero con frecuencia estaban ella y su hija solas, todo lo más acompañadas por criadas.
El rey parecía tener siempre cosas más importantes que hacer que estar con su hija. Eso sí, cuando lo estaba, era tan cariñoso con ella que se hacía difícil de entender que si la quería tanto la viera tan poco.
Sí. Con los Mendoza, la pequeña Juana se sentía querida, protegida, con toda la familia volcada en ella como si fuera hija de todos. Especialmente de Íñigo y de Diego, que la mimaban, jugaban con ella… Y, sobre todo, procuraban que no llegara a los oídos de la niña nada inconveniente acerca de lo que estaba pasando en torno a su futuro.
En los jardines que rodeaban la casa, Pedro de Castilla esperaba a la reina. Nada más verla notó su angustia, pero no le preguntó nada. ¿Para qué? El dolor del alma, cuando no tiene remedio, sólo se multiplica si se habla de él.
La besó cariñosamente, como siempre. Acarició el vientre donde crecía su hijo y caminaron en silencio lentamente hacia un claro del bosque que se había convertido en su verdadero hogar, a unos doscientos metros de la casa de los Mendoza.
No podían ir más lejos. El rey había dado orden de búsqueda y captura sobre ellos. Aunque su paradero ya no era ningún misterio: los pasquines con que los Mendoza habían sembrado toda Castilla ya avisaban de dónde estaban.
Por ello, la seguridad se había duplicado: la pareja siempre paseaba vigilada por varios soldados del ejército de los Mendoza. Y acercarse a Trijueque no era tarea fácil. Íñigo López de Mendoza había ordenado situar controles que, a modo de puestos fronterizos, sólo dejaran pasar a sus dominios a quienes eran de la familia y trabajaban para ellos. Nadie más podía cuzar esas barreras.
Por eso no fue nada sencillo para Cárdenas averiguar lo que ocurría con la reina. Haciéndose pasar por comerciante de trigo, tuvo que sobornar al tabernero de la posada donde se alojaba, para que le indicara cuáles de sus clientes trabajaban habitualmente para los Mendoza.
De todos ello eligió a un hombre maduro, bebedor irredento y poco agraciado físicamente que perdía la vista tras las muchachas que se le cruzaban por delante. Cárdenas se informó acerca de él: era viudo y poco afortunado en amores. Pero sobre todo había un dato que era el que realmente le importaba: era criado desde hacía más de veinte años de la familia Mendoza.
Le observó varios días y se dio cuenta de la debilidad que el hombre tenía: aunque miraba a todas las mujeres, había una en especial que le transformaba el rostro cuando se cruzaba con ella, una de las empleadas de la posada, de generosas carnes y un escote que mostraba que la distancia más corta hacia el placer no era precisamente la línea recta.
No era Cárdenas de costumbres licenciosas, pero no le quedó más remedió que aparentar que las tenía. Él, que ni siquiera bebía, bebió. Él, que no había pagado en su vida por acostarse con una mujer, lo hizo… pero para que la mujer concediera sus favores a quien había elegido como salvoconducto para entrar en terreno de los Mendoza.
Cumplido su sueño, el criado de los Mendoza aceptó llevar a Cárdenas hasta la residencia de tan noble familia, no sin antes volver a pedir más dinero.
Cárdenas accedió, pero con la condición de pagar una vez hubiera visto a Juana de Avis y a su hija.
El criado aceptó y llevó a Cárdenas por caminos y atajos agrestes por donde pocos hombres habían pasado antes.
Cárdenas empezó a desconfiar.
—¿Estáis seguro de que no nos hemos perdido?
—Hay que dar un rodeo… Si nos ve la guardia, estamos fastidiados. Además… No vamos precisamente al palacio.
Cárdenas se sorprendió.
—¿Dónde vamos pues?
—A un claro donde la dama suele ir a pasear a estas horas. Seguidme.
Por fin llegaron a una arboleda desde la que se divisaba un claro en el bosque.
—Ya hemos llegado… Ahí tenéis a vuestra dama.
Cárdenas miró y vio a Juana de Avis, que ya no podía disimular su embarazo, paseando por el campo con un hombre, Pedro de Castilla.
Al ver a la pareja besarse, Cárdenas no pudo reprimir una sonrisa. Ése era el secreto tan bien guardado por Enrique: el embarazo de su esposa.
Un embarazo de otro hombre que suponía una infidelidad impropia de una reina.
Pero que también dejaba claro, las fechas así lo indicaban, que Juana de Avis no debía tener los problemas de fertilidad que desde palacio se pregonaban al no lograr durante tanto tiempo quedarse preñada del rey.
No. Los problemas de fertilidad eran, sin duda, de Enrique.
Cárdenas sonreía pensando en todo esto e imaginando la cara de Chacón e Isabel cuando les diera la noticia, pero la voz del criado exigiendo el dinero prometido le sacó de su ensimismamiento.
Le pagó sin dejar de sonreír: sin duda el viaje había merecido la pena.
IV
En Guisando, las negociaciones seguían sin avanzar y los recesos empezaban a durar más que las horas de reunión.
Con motivo de la inminente llegada de Pierres de Peralta, el enviado de Aragón, también se suspendieron las negociaciones por orden del rey, que dispuso se organizara, ya que el tiempo lo permitía, un ágape al aire libre.
Largas mesas de madera ocupaban una pradera en que se habían extendido lienzos donde los presentes se podían sentar o incluso reclinarse hasta reposar la espalda en el suelo.
Cualquiera que hubiera contemplado la disposición de los que allí se encontraban habría sabido que no era momento de acuerdos ni de confraternización entre los dos bandos.
A un lado, el rey estaba acompañado de Pacheco y De Véneris. A bastantes metros de distancia, Isabel conversaba con Carrillo y Chacón.
Enrique comía como un poseso y no entendía que Pacheco, frugal en sus comidas, apenas probara bocado.
—¿No coméis?
—Gracias, majestad, pero tengo otras cosas en qué pensar… —Contempló al rey devorar un trozo de carne—. Y vos deberíais recordar lo que dicen vuestros médicos acerca de comer con más frugalidad.
Enrique sonrió.
—Curioso caso el vuestro, Pacheco. Según el momento, cuidáis de mi salud o pretendéis arruinarla.
Luego, se levantó y se dirigió a su tienda.
De Véneris se sorprendió.
—¿Dónde vais, majestad? ¿No recibiréis al enviado de Aragón?
Enrique, sin dejar de caminar, dejó claro que no eran ésas sus intenciones.
—Hacedlo vos por mí. Mi salud me pide echar una siesta.
Enrique desapareció, dejando a un alterado De Véneris que comentó crítico a Pacheco la actitud del rey.
—Debería esperar a que llegara nuestro invitado… ¡Es el representante del rey de Aragón!
Pacheco le miró despectivo.
—Como si es el Papa… Enrique es el rey y puede hacer lo que le venga en gana.
—Pero las formas son importantes y…
Pacheco no le dejó acabar.
—¿Quién os creéis que sois para decirnos al rey o a mí lo que debemos hacer o no? No os quejéis, De Véneris, que ya os pagamos lo suficiente como para aguantar vuestras quejas. Aprended de las putas que en cuanto cobran su dinero, obedecen y no se quejan.
De Véneris se puso en pie escandalizado.
—¿Me estáis comparando con una ramera?
—De las más caras, por cierto. —Le miró con condescendencia—. No me amarguéis la mañana, os lo ruego. Hace un día maravilloso como para estropearlo con vuestros lamentos.
Lejos de responder, De Véneris bajó la cabeza humillado.
En el grupo de Isabel, el ambiente era más distendido. Chacón estaba recostado y pensativo, como era habitual en él, jugueteando con una ramita en la boca. Carrillo, especialmente tenso durante esos días, parecía más calmado. Hasta Isabel daba la sensación de haberse acostumbrado al ritmo laxo de las negociaciones y se la veía más tranquila.
Curiosa, preguntó a Carrillo por el mediador que venía de Aragón.
—Habladme de ese tal Peralta. De Véneris me dijo que era amigo vuestro.
Carrillo asintió serio.
—Lo es. Como lo es el rey Juan de Aragón. Hemos vivido juntos más de una peripecia y colaborado en alguna intriga.
Carrillo no pudo evitar una sonrisa, como si estuviera recordando algo. Isabel captó de inmediato que algo pasaba por su cabeza.
—¿En qué pensáis, Carrillo?
—En las vueltas que da la vida. ¿Sabíais que el rey de Aragón os quiso casar con su hijo Fernando?
Isabel se sorprendió.
—¿Cuándo?
—Cuando teníais tres años.
—Por lo que veo, la tradición de casarme sin mi consentimiento viene de lejos.
Carrillo siguió explicando lo ocurrido.
—El rey Juan de Aragón llegó a pedir una bula al Papa, dado que sois primos. Pero Roma no concedió el permiso de boda…
Chacón, por fin, entró en la conversación:
—Como lo son Enrique y Juana de Avis… El Papa parece echar a suertes a quién da la bula o no.
Carrillo sonrió.
—No os creáis. A Enrique le costó lo suyo casarse. Preguntad a De Véneris que siempre saca tajada de ello.
Estas palabras de Carrillo iluminaron la mente de Chacón: si pudiera encontrar algo que resquebrajara la postura de Enrique en las negociaciones… Iba a comentar el tema con Carrillo cuando éste señaló a los lejos:
—Ahí está Peralta.
Justo en ese momento, apareció por la campa Pierres de Peralta, acompañado por un criado que le guiaba al encuentro de los presentes.
Carrillo se levantó de inmediato para ir a saludarle, pero Pacheco y De Véneris se le adelantaron. Peralta se fundió en un abrazo con Pacheco, dejando a Carrillo estupefacto.
Pronto llegaron Isabel y los suyos al lugar donde se saludaban Pacheco y Peralta. Éste, al ver al arzobispo de Toledo, abrió sus brazos.
—¡Carrillo, amigo mío! Os traigo recuerdos de Su Majestad el rey de Aragón.
Carrillo respondió abrazando a Peralta.
—Dadle los míos en cuanto lo veáis…
Tras el abrazo, Carrillo hizo las presentaciones y Peralta se inclinó ante Isabel en señal de respeto.
—A sus pies, alteza.
Isabel sonrió levemente.
—Encantada de conoceros.
Por primera vez durante todo el ágape, los dos bandos estaban compartiendo conversación con motivo de la llegada de Peralta. Sin embargo, eso no debió agradar a Pacheco que decidió que ya era hora de dejar saludos y agasajos.
—No agotemos a nuestro invitado, seguro que tras el viaje desea comer algo y descansar.
Peralta sonrió.
—Nada me apetece más.
De inmediato, Pacheco se alejó a solas con Peralta ante la decepción de Carrillo.
—Cuidado, Carrillo… —comentó Chacón, sin disimular la ironía—. Parece que Peralta es más amigo de vuestro sobrino que de vos.
Carrillo meneó la cabeza preocupado.
—Sí… Creo que necesito una copa de vino.
Chacón miró a Isabel, que rápidamente entendió lo que le estaba pidiendo: que le dejara a solas con De Véneris.
—Será mejor que acompañe a Carrillo. Si sobrio da guerra, no me lo quiero imaginar con unas copas de más.
Y marchó tras los pasos de Carrillo, dejando vía libre a Chacón con De Véneris.
—Tenemos que hablar, De Véneris.
De Véneris asintió serio: aún resonaban en su cabeza las palabras de desprecio de Pacheco. Tal vez fuera ya hora de dejarle claro que no se podía tratar al nuncio papal como si de una ramera se tratase.
V
—¿Queréis que mi hija se case con Fernando de Aragón?
Tras oír el ofrecimiento de Peralta, Pacheco no salía de su asombro.
—Parecéis sorprendido —respondió Peralta.
Efectivamente, lo estaba… pero, rápido como siempre, Pacheco tomó la iniciativa: mostrar emoción en una negociación era dar armas al enemigo. Por eso, Pacheco esbozó una de sus mejores sonrisas y, tras una pausa, para recuperar la normalidad tras tan impresionante oferta, respondió:
—No. Sólo estaba pensando qué me pediréis a cambio. No debe de ser poco para que un rey case a su hijo con la hija de un marqués. ¿Acaso no quedan princesas solteras?
Peralta fue a replicar, pero Pacheco no le dejó y siguió hablando:
—Dejadme adivinar… Os gustaría que me encargara de que Castilla nunca se alíe con Francia. Eso rodearía a Aragón de enemigos.
Peralta asintió.
—¿Podríais conseguir eso de vuestro rey?
—Yo de Enrique consigo lo que quiero.
El navarro apretó para conseguir más contrapartidas.
—¿Y apoyo militar en caso de necesidad?
Pacheco ya estaba en su salsa, jugueteando, dominando la situación… e incluso permitiéndose gastar alguna broma.
—Si el rey de Aragón se encarga de los gastos de la boda…
Peralta sonrió.
—Si ésa es la única condición, yo mismo costearía las nupcias.
El marqués de Villena sirvió vino en dos copas: sin duda, aquello había que celebrarlo.
—Entonces brindemos por el príncipe Fernando y por mi hija. Supongo que querréis conocer a la novia.
—Por supuesto… Pero con la mayor discreción posible. Quisiera que las negociaciones de la boda se llevaran en secreto.
—No os preocupéis. Si hay un experto en guardar un secreto, ése soy yo.
Pacheco levantó su copa y brindó por el futuro.
Sin duda, parecía sonreírle.
VI
Alejados del convite, Chacón pretendía sonsacar a De Véneris. Era lanzar una moneda al aire, pero valía la pena intentarlo. Las negociaciones estaban en punto muerto y, a la espera de lo que averiguara Cárdenas en su viaje a Trijueque, buscaba un movimiento maestro que rompiera la defensa del rey.
Si la bula del Papa para celebrar el matrimonio de Enrique y Juana había costado conseguirla Dios y ayuda, nunca mejor dicho, tal vez hubiera algún detalle que convenía saber.
—Habladme de esa bula.
—Dadme una razón para hacerlo, Chacón.
En realidad, De Véneris tenía ya sus propias razones para ayudar a Isabel.
Tras el desprecio de Pacheco, su paciencia había llegado al límite y tenía tantas ganas como Chacón de rebajar los humos tanto al marqués de Villena como al rey.
Pero, buen negociador, De Véneris sabía que cuantas más objeciones pusiera, más beneficio sacaría. De esa manera, mataría dos pájaros de un tiro: dar debida respuesta al desplante de Pacheco y, de paso, ganar fortuna.
Chacón atisbó que De Véneris le había abierto la puerta. Sabía también que el nuncio papal no era de los que regalaban nada. A buen seguro, sonsacarle el secreto le costaría a Chacón un alto precio económico. Pero la situación era desesperada. Por eso fue directo al grano.
—¿Cuánto costaría saberlo?
De Véneris no se anduvo con contemplaciones:
—Pagar más que lo que me paga Pacheco. Estoy harto de sus maneras…
—El futuro es de Isabel, si vos nos ayudáis a que así sea. Y juro que no se olvidará de vos.
—El futuro siempre es incierto… Concretad una oferta ahora.
Chacón empezó a ponerse nervioso.
—Os la haré llegar esta misma noche.
—La quiero firmada por la propia Isabel.
Chacón estalló.
—¡Tendréis lo que queráis, por Dios!
De Véneris se asustó al ver al siempre pausado Chacón a punto de retorcerle el cuello.
—Estamos atados de pies y manos —prosiguió desesperado Chacón—. Si no conseguimos una buena baza, todo el esfuerzo de estos años no servirá para nada. ¿Qué pasa con esa bula?
Tras una pausa intensa en la que Chacón oía los latidos de su propio corazón, De Véneris confesó la verdad.
—El Papa nunca la firmó. Falsifiqué un documento para que así lo pareciera a ojos de Fonseca y Carrillo, que lo validaron. Pero la bula nunca existió.
Chacón se quedó boquiabierto: era mucho más de lo que esperaba.
—Pero… entonces daría igual que Enrique fuera impotente o no, que su hija sea o no suya…
—Exacto. El matrimonio del rey no es legal y su hija Juana no podría heredar la corona… Si se supiera, claro.
—Se han sucedido tres papas desde que se casó… ¿Cómo se ha podido guardar el secreto?
De Véneris sonrió.
—¿Por qué creéis que Enrique es el rey cristiano que más paga al Papa? No es por su fe, os lo aseguro. Castilla dona a la Santa Sede generosos fondos para la guerra contra el infiel. ¿Sabéis de alguna batalla contra el moro en los últimos tiempos?
La pregunta no necesitó respuesta: ambos sabían que no había habido ni una en muchos años.
—Tenedlo claro, Chacón: Enrique paga por el silencio. Y Roma hace palacios con el oro de Castilla.
Chacón no daba crédito a lo que oía. Siempre pensó que Castilla no funcionaba como debía, pero nunca que se había llegado a tal grado de corrupción y de insidia.
Sin duda, ya era hora de que las cosas cambiaran. Y De Véneris le había dado a Chacón la posibilidad de empezar a maquinar dicho cambio.
VII
Cuando Chacón contó lo averiguado a Isabel, tuvo que contenerla para que no fuera directamente a ver a Enrique y soltarle en sus narices que sabía que su matrimonio con Juana de Avis no disponía de permiso papal.
Pero Chacón, como siempre, aleccionó a la infanta.
—Esperemos a saber las noticias que nos trae Cárdenas de Trijueque. Cuantas más armas tengamos en nuestra mano, mejor.
Isabel accedió obediente.
—Así se hará.
Estaban cerca de conseguir que las negociaciones giraran a su favor. La nueva información requería una nueva estrategia y Chacón ya la tenía preparada.
—Y dos cosas muy importantes, Isabel. La primera, no digáis lo que sabemos en público, solamente debéis hablar con Enrique. Sería faltarle al respeto. Es el rey: si le humilláis, algún día os hundirá.
—¿Cuál es la segunda cosa?
—Nunca le arrinconéis. El enemigo más débil, si no tiene una salida por dónde escapar, os puede matar en su desesperación.
Con esa filosofía grabada en su mente acudió Isabel horas después a la siguiente reunión. En ella ya estaba Pierres de Peralta que, tras hacer la oferta secreta de boda a Pacheco, debía ahora mantener las apariencias. Todos creían que el único objetivo de su viaje a Guisando era mediar en el conflicto entre hermanos. Era hora de simular que a eso había ido.
Pero no tuvo tiempo ni de dar su opinión sobre el asunto, porque los acontecimientos se sucedieron con una velocidad inesperada.
Nada más comenzar la sesión, Chacón pidió la palabra.
—Con vuestro permiso, majestad… Sabéis que estamos aquí por la voluntad de Isabel de ser heredera de la Corona. Ésa es la contrapartida a cambio de evitar la guerra. ¿Asumís esta cuestión?
Enrique miró a Pacheco que asintió en silencio. Luego, respondió:
—La asumimos.
—Entonces —continuó Chacón—, ¿cómo garantizáis que Isabel os pueda suceder si antes decidís casarla con un rey o príncipe extranjero? Eso la alejaría de Castilla.
Pacheco volvió a hacer de muro de contención.
—No es asunto nuestro. Toda esposa debe guardar obediencia a su marido.
Isabel reaccionó con soltura y temple.
—Como esposa obedeceré siempre a mi marido. Como madre, cuidaré de mis hijos. Pero como reina no rendiré obediencia a nadie.
Pacheco iba a empezar a responder cuando entró acelerado Cárdenas.
—Con vuestro permiso, majestad.
Enrique asintió dándoselo.
Los ojos de Cárdenas brillaban de tal manera que Isabel y Chacón notaron que traía buenas noticias.
Nada más sentarse, Cárdenas susurró rápidamente lo averiguado a Isabel y Chacón.
Isabel preguntó a Chacón en voz baja:
—¿Es la hora?
—Vive Dios, que lo es.
Pacheco estaba incómodo. Sabía leer en la mente de sus adversarios antes de que hablaran, y lo que leía no le daba buena espina. Con rapidez, intentó continuar con su intervención:
—¿Podemos seguir?
Isabel le respondió con un brillo especial en los ojos.
—Sí. Continuaremos. Pero el rey y yo solos.
La determinación de la joven provocó un silencio en la sala que sólo el rey se atrevió a romper.
—¿Por qué ha de ser así?
—Porque os interesa, majestad.
El rey accedió a la petición de Isabel y mandó salir a todos los presentes. Una vez a solas con Isabel, preguntó inquieto:
—Bien, hermana, ¿qué tenéis que decirme tan importante?
—Lo sé, Enrique.
El rey se puso aún más nervioso, aunque intentó disimularlo como pudo.
—¿Lo sabéis? ¿Qué sabéis, Isabel?
—Que vuestra esposa está embarazada de otro hombre.
Enrique recibió esas palabras como un golpe en el estómago.
—Va a ser difícil que sigáis defendiendo que sois padre de Juanita. Vuestra esposa tardó siete años en quedarse preñada de vos y fijaos qué pronto ha resultado fértil para otro…
—¿También dudáis de que yo sea su padre?
Isabel, haciendo caso a Chacón, procuró mostrar respeto en su respuesta.
—Sólo vos, vuestra esposa y Dios lo sabéis. Y no he de entrar yo en tales intimidades…
—Pues para no entrar, bien habláis del tema. Os lo ruego, dejad de faltar a mi honor.
Su hermana le respondió con suavidad:
—No falto a vuestro honor. Quiero salvaguardarlo. Sois el rey: merecéis mi respeto.
Enrique la miró aturdido: no esperaba esa esgrima verbal en su joven hermana.
—Y ya que me respetáis tanto, decidme: ¿cómo lograréis que mi honor quede a salvo?
—Porque en el documento que firmemos para resolver estos pactos de Guisando, no se citará la cuestión de vuestra paternidad.
El rey no pudo dejar de apelar a la ironía:
—¿Ah, no? ¿Y qué se dirá en él? ¿Que a mi esposa la preñó el Espíritu Santo?
—No. Se dirá que la bula papal con la que os casasteis por ser primo de vuestra esposa no fue sancionada por Roma.
Enrique volvió a sentirse zarandeado: también sabía Isabel lo de la bula.
—Legalmente —continuó Isabel—, vuestro matrimonio no existe. Legalmente, Juanita no puede ser vuestra heredera. Vuestro honor y vuestra hombría quedarán a salvo de rumores…
Al ver a su hermano confundido, Isabel se le acercó y puso con cariño su mano sobre el hombro del rey.
—Decidí no seguir la guerra porque, como a vos, me desagrada la muerte y valerme de ella para llegar a ser reina. Creí en vuestras palabras de afecto tras el fallecimiento de nuestro hermano Alfonso.
Enrique estaba hundido, a punto de que se le saltaran las lágrimas.
—Eran verdaderas —dijo el rey.
—Lo sé… Tan verdaderas como las mías cuando os deseo una larga vida como rey. Yo os apoyaré en todo. Pero ahora os toca apoyarme a mí, majestad.
—¿Qué queréis?
—Nada que no sepáis y que no sea justo… En los acuerdos que firmaremos los dos, constará que yo soy vuestra única heredera y que alcanzaré la Corona cuando vos fallezcáis de muerte natural… Y que si entro en guerra quedaré desposeída de ese derecho. ¿Estáis de acuerdo?
El rey asintió. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Isabel continuó:
—También se hará constar que la reina Juana debe abandonar Castilla y volver a Portugal. Todos los males que nos ha causado a vos y a mí bien merecen ese viaje.
Y volvió a preguntar a Enrique si estaba de acuerdo. El rey afirmó de nuevo con la cabeza. No tenía fuerzas ni para que una palabra saliera de su boca. Sólo deseaba que aquel suplicio acabase.
Pero aún le quedaban a Isabel cosas importantes que decir.
—Por último, en los documentos que firmemos, constará que vos propondréis quién será mi esposo… Pero que yo sólo me casaré con quien me plazca de entre quienes me propongáis.
Isabel cogió aire para acabar sus peticiones, porque lo que iba a decir quería decirlo con voz firme y rotunda, para que a su hermano nunca se le olvidara.
—Y una cosa os debe quedar clara, majestad: nunca dejaré Castilla, la tierra donde nací y donde moriré. La tierra que amo.
VIII
Pocos días después, en Casarrubios del Monte, un pequeño lugar cerca de Guisando, Enrique e Isabel firmaron los pactos.
En ellos, se remarcaba que Isabel era princesa de Asturias y legítima heredera. Los motivos alegados en el documento hablaban, por parte del rey, de que se había llegado a ese acuerdo «por el bien y el sosiego del reino, para atajar guerras y porque ella, Isabel, está en tal edad que, mediante la gracia de Dios, puede luego casar y hacer generación, de manera que estos dichos mis reinos no queden sin haber en ellos legítimos sucesores de nuestro linaje».
Del mismo modo se apuntaba que «la princesa contraerá matrimonio con quien el rey determinara»… Pero, al lado, una cláusula redactada por Chacón detallaba que, después de que el rey opinara, la boda se celebraría «de voluntad explícita de la dicha señora infanta Isabel».
También, como había planteado Isabel al monarca, quedaba reconocida su sumisión y la de sus partidarios a Enrique. Como contrapartida, se perdonaba en nombre del Papa todo agravio o pena que a causa de la guerra se hubiera producido.
Otros puntos del pacto concretaban que la reina Juana sería expulsada a Portugal y que se convocarían lo más rápido posible Cortes para hacer oficial el nombramiento de Isabel como princesa de Asturias.
Por último, se acordó que Isabel, aparte del principado de Asturias, recibiría la posesión de varias (hasta llegar a diez) ciudades rentables que le pagarían tributos y ochocientos mil maravedíes de fondo anual.
Tras la lectura de los acuerdos, el nuncio papal dio por concluidas las negociaciones.
—Los acuerdos están firmados… ¡Viva el rey!
Todos repitieron la consigna, menos Enrique, que parecía serio y apagado.
De Véneris lanzó al cielo otra consigna:
—¡Viva Castilla!
Aquí todos repitieron el viva.
Por último, De Véneris miró a Isabel y gritó:
—¡Viva la princesa de Asturias!
Aquí, Pacheco y Enrique callaron.
Pierres de Peralta contempló con su habitual perspicacia la escena. ¿Qué le habría dicho Isabel al rey para de un día para otro resolviera tan a su favor las negociaciones?
Todos le habían hablado de ella como de una joven caprichosa y con una ambición desmedida. Sin embargo, tanto cuando la conoció, por sus buenas formas, como cuando la había visto hablar en público, Peralta no podía evitar que Isabel le recordara a alguien por su juventud y carácter. Por su dureza de soldado camuflada en el cuerpo de una atractiva dama.
Ese alguien era Juana Enríquez, reina de Aragón hasta hacía apenas unos meses que Dios decidió llevarla con Él a los cielos.
La mujer a la que tanto echaba de menos su amado rey Juan.
La madre de Fernando, el victorioso príncipe de Aragón.
Peralta empezó a pensar si no estaban equivocándose al elegir esposa para Fernando.