14

Noviembre de 1469

I

Isabel y Fernando reposaban tras haber hecho el amor. Ella, con la camisa de dormir puesta, se apoyaba sobre el pecho desnudo de su marido y lo miraba dulcemente.

Fernando extendió una mano para acariciar sus cabellos.

—¿En qué estáis pensando?

—En vuestros ojos… Parece como si rieran.

—Será porque les gusta lo que están viendo. Y les gustaría ver más.

Isabel se ruborizó. Fernando intentó despojarla de la camisa de dormir, pero Isabel, cohibida, se lo impidió. Sin duda, estaba enamorada aunque todavía sentía temor a determinados impulsos.

Fernando se mostró decepcionado.

—¿Por qué no? Sois hermosa… —La acarició—. Y deseable.

Isabel retiró la mano de su esposo.

—¿Acaso sentís vergüenza, Isabel? No hay mal alguno en entregarnos al placer, somos marido y mujer.

—Tenemos otras obligaciones, Fernando. Aún no hay respuesta de Enrique a nuestra carta y tenemos pendiente con Roma el asunto de la bula.

—¿No podéis olvidar por un momento quiénes somos? Pensad que somos unos amantes cualesquiera, a los que nadie conoce.

Acercó su cara a la mejilla de ella y la besó. Luego mordisqueó con suavidad el lóbulo de su oreja. Isabel se estremeció levemente.

—Olvidad el mundo por un instante, ahora mismo en esta alcoba estamos sólo vos y yo.

En ese momento, se oyó el canto de un pájaro que se había posado en la ventana. Al verlo, Isabel se rio.

—Y él…

—No necesitamos más.

Fernando volvió a besarla. Su esposa, por fin, cedió en su resistencia.

No cabía duda, la luna de miel estaba durando ya semanas e Isabel, pese a sus reticencias, se sentía feliz. Y la ilusión por su matrimonio no se limitaba a la propia pareja. El pueblo parecía feliz al verlos juntos. Mujeres y hombres los saludaban, les acercaban a sus hijos para que los conocieran. En días de mercado, los vendedores les regalaban sus mejores piezas…

En definitiva, eran queridos y respetados. Sin duda, Castilla estaba harta de tanto inmovilismo. Sus ciudadanos miraban hacia atrás y sólo encontraban guerra y miseria.

No se podía negar que con Enrique hubo tiempos prósperos, pero tanta intriga había hecho olvidar esos buenos tiempos. Y al rey y a muchos nobles que de él se beneficiaban se les olvidó que gobernar era procurar la paz y el beneficio de sus ciudadanos, y no sus propios intereses.

Isabel tenía una convicción: las ilusiones eran muchas, pero no era menos el trabajo que quedaba por hacer. Y se puso manos a la obra.

Lo primero que hizo fue escribir una nueva misiva al rey. Sabía que sin llegar a acuerdos era difícil conseguir el bien de Castilla. Ya había hecho una demostración de orgullo casándose con Fernando a sus espaldas. Convenía ahora reconducir la situación.

Si Castilla no estaba para más guerras, ella tampoco las quería.

II

En Segovia, en aquellas pocas semanas, habían pasado muchas cosas.

Pacheco había vuelto a ganarse el favor del rey Enrique, lo cual le resarció de la muerte de su esposa, doña María Portocarrero.

Si bien era cierto que sus obligaciones le apartaban de su familia a menudo, Pacheco adoraba a su esposa y a sus hijos. A su manera, pero los adoraba. Por eso, su alma sufrió un duro golpe al despedirse para siempre de ella.

Nunca olvidaría ese momento. Se acercó a su lecho y le dijo emocionado que le esperara en el cielo, que allí darían juntos los paseos que tenían pendientes. María, en lo que fueron casi sus últimas palabras, le respondió con un hilo de voz:

—Vos y yo iremos a sitios distintos, podéis estar seguro.

Al entierro acudieron altas personalidades del reino. No faltaron ni Diego Hurtado de Mendoza ni el propio rey, que ya habían aceptado su plan de casar a la princesa Juana con el duque de Guyena.

Probablemente, aún sin asumir dicho plan, ambos hubieran acudido igualmente a las exequias. Mendoza, por cortesía. El rey, porque más allá de discusiones y crisis, era un hombre emotivo y Pacheco le había acompañado desde la infancia.

Pocos días después, hubo otro acto social importante: el bautizo del primer hijo de Andrés Cabrera y su esposa Beatriz de Bobadilla.

A él acudieron también Diego Hurtado de Mendoza y el rey. Pero no fueron tantos los asistentes, pese a que siempre es más alegre un bautizo que un entierro. El hecho de compartir iglesia con la familia de Cabrera, judíos conversos, no era plato de gusto de muchos nobles. Y menos de Pacheco, que nunca confió en el mayordomo de palacio y guardián del tesoro real.

El rey trató a Cabrera y a su esposa con cariño, tal era la estima que sentía por quien le era tan leal. Aun así, no pudo evitar torcer el gesto cuando el sacerdote dijo el nombre que sus padres pusieron a su hijo: Fernando.

Pese a esos momentos que recordaron a todos que la vida, más allá de intrigas y ambiciones, es esencialmente que unos nacen y otros mueren, la obsesión del rey, al igual que la de Mendoza y Pacheco, era una sola: que Jouffroy aceptara la propuesta de boda de Juanita con el hermano tullido del rey de Francia.

Antes de que llegara la respuesta de los franceses, se recibió la carta de Isabel.

Enrique comentó airado:

—¿Carta de Isabel? Pero ¿qué quiere ahora? ¿No le basta casarse sin mi permiso que además pretende restregarme su hazaña por las narices?

Pese a todo, Enrique hizo leer la carta a Pacheco delante de Diego de Mendoza. En ella, Isabel, entre otras cosas, mostraba su pena por no contar con la presencia de su hermano en la boda. Pero, sobre todo, remarcaba que las puertas seguían abiertas a posibles acuerdos.

Tras saber del contenido de la misiva, el rey mostró su desazón.

—Nunca pude imaginar que mi hermana pequeña se convirtiera en mi peor pesadilla.

Y siguieron esperando noticias de Francia.

III

Un mes después, Enrique empezaba a desesperar. Ni Jouffroy respondía ni podía hacer nada en contra de Isabel. Su popularidad y el respeto que generaba Fernando eran tan evidentes que toda acción militar estaba descartada.

Las razones eran varias. Enrique aborrecía derramar sangre. Atacar Valladolid hubiera sido elevar a Isabel y Fernando al altar de los mártires. Pese a contar con el apoyo del Papa, éste no hubiera aceptado el sacrificio del príncipe de Aragón, cuyo prestigio era cada vez mayor en toda la cristiandad. Y no se podía descartar una intervención de Aragón en el conflicto que les llevaría a una guerra abierta en la que, sin el apoyo de Francia, la victoria sería dudosa.

Había sido una buena baza casar a Isabel con Fernando de Aragón. No le cabía ninguna duda a Enrique, que se encontraba atado de pies y manos.

Cuando por fin Pacheco avisó de la respuesta afirmativa de Francia y de que Jouffroy visitaría Segovia en tres semanas, Enrique suspiró aliviado.

Inmediatamente convocó una reunión con el marqués de Villena y Diego Hurtado de Mendoza.

Una vez los tuvo frente a él, no dudó en arengarles:

—Señores, estamos ante una oportunidad que no se nos puede escapar… El futuro de Castilla y el de mi hija dependen de que hagamos las cosas bien de una vez por todas.

Luego miró a Pacheco y a Mendoza, casi amenazante.

—No quiero más discrepancias. Necesitamos estar unidos de una vez por todas.

Pacheco respondió al instante:

—Por supuesto, majestad.

Mendoza tampoco tardó mucho en sumarse:

—Siempre podéis contar conmigo para defender vuestros intereses y los de vuestra hija. Por eso me permito haceros una sugerencia.

El rey le miró con atención.

—Creo que sería conveniente traer a la Corte a vuestra esposa.

Esta idea no gustó al rey.

—¿Traer a Juana? ¿Para qué? —inquirió.

—Conozco a Jouffroy. Es amante de las tradiciones, y si ve a la familia real unida será más proclive a la negociación. Pero sobre todo lo pido por vuestra hija. Bien sabéis lo que opino de la reina…, pero una niña que va a empezar a asumir responsabilidades tan joven, necesita a su madre.

Enrique no parecía que fuera a ceder, pero Pacheco decidió apoyar la propuesta de Mendoza: mejor tenerle de aliado que de enemigo.

—Creo que debéis hacer caso a don Diego, majestad.

El rey se asombró del gesto de Pacheco.

—Acabo de pedir que estemos unidos, así que me alegra que los dos seáis de la misma opinión… Es un milagro y no voy a oponerme a un hecho semejante.

Mendoza lanzó una mirada agradecida a Pacheco, que le sonrió levemente como si fuera un «de nada».

Dicho y hecho, se hizo venir a la reina y a su hija. Juana se encontraba apartada en Extremadura, junto a Pedro de Castilla y sus hijos. Juanita era cuidada en un convento, si bien los Mendoza estaban pendientes de ella y solían visitarla a menudo.

Juanita llegó primero, para alegría de Enrique, que enseguida se fue a pasear con ella por los jardines de palacio.

—¿A qué os gusta jugar, hija?

—A esconderme y que no me encuentren.

Enrique se inclinó y miró a su hija haciéndose el misterioso.

—Os voy a contar un secreto. A veces a mí también me gustaría que no me encontraran.

Juanita se rio.

—Pero si sois rey…

—Por eso, hija, por eso…

En ese momento, apareció Juana de Avis, acompañada de sus doncellas y de don Diego. Al verla, Juanita fue corriendo a abrazarla.

Enrique se sintió tan incómodo contemplando la escena que apenas escuchó las palabras de Mendoza:

—Jouffroy llega mañana.

IV

La llegada del obispo de Arras revolucionó la Corte. El rey, poco dado a ceremonias y protocolos, no quería que ningún detalle se pasara por alto. Esta vez no se podía fallar: había que dar la mejor imagen posible.

Antes de ir a la cena de bienvenida, Enrique fue a visitar a su esposa a su alcoba. Pese a lo incómoda que le resultaba su mera presencia en palacio, quedó deslumbrado al verla: lucía espléndida. Sin embargo, no hizo ningún comentario al respecto. El rey había ido a visitarla para hablar de otros temas.

—Os lo dejaré claro, Juana… Está en nuestras manos el futuro de nuestra hija. Y si por ella tenemos que tragarnos la vergüenza y la infamia, así lo haremos. Porque Juana es nuestra hija pero nosotros nunca volveremos a ser una familia… ¿Me habéis entendido?

Juana le miró con tristeza. Como no respondía, Enrique insistió:

—¿Lo entendéis?

—Sí.

—Perfecto… Y a partir de ahora, a ojos de todo el mundo, yo seré un buen padre y vos mi leal esposa y amante madre…, aunque los dos sepamos que eso no es verdad.

Juana intentó justificarse:

—Enrique…, yo…

Su marido la mandó callar con dureza.

—Silencio. No quiero justificaciones ni penitencia: no tengo alma de cura. Sólo quiero saber si estáis preparada para llevar adelante esta farsa. ¿Lo estáis?

Juana asintió.

—Sólo una cuestión —dijo ella entonces—. Me han llegado rumores de que el duque de Guyena no es… no es… muy agraciado físicamente.

Enrique la miró con altivez.

—Es el hermano del rey de Francia. Con eso es suficiente.

Juana de Avis tragó saliva: iba a ayudar a que su hija fuera infeliz de por vida.

Disimulando su amargura, la reina cumplió con elegancia en la cena, para alegría de Diego Hurtado de Mendoza. Él había tenido la idea de traerla a la Corte para la ocasión.

Tan bella estaba que Jouffroy no paró de lanzarle miradas furtivas durante la cena.

Pacheco sonreía: pensaba cuánta miseria se ocultaba tras esa imagen de familia perfecta.

Enrique mostraba una faceta inesperada: la de padre especialmente atento con su hija. Ésta a su vez se sentía tan feliz como sorprendida por los mimos de alguien a quien apenas veía.

En un momento dado del ágape, el rey señaló a Jouffroy y dijo a su hija:

—Este señor ha venido en nombre del rey de Francia, desde muy lejos, para pedir vuestra mano. Como veis, sois alguien importante, hija mía…

La niña se sorprendió.

—¿Sí?

Todos sonrieron. La niña no entendía nada, pero estaba encantada: nunca había recibido tantos halagos.

Empalagado por tanta zalamería, Pacheco fue directamente al grano:

—Tal vez sea el momento de que hablemos de los acuerdos de boda.

Exquisita, Juana de Avis se retiró entonces con la niña para dejar a los hombres que trataran dichas cuestiones. Además, era una oportunidad de estar a solas con su hija, algo casi imposible para ella.

Ya solos los hombres, Jouffroy felicitó al rey por el saber estar y la belleza de su esposa.

—No conozco reina más hermosa ni madre tan cariñosa.

El rey sonrió y respondió con cierta ironía:

—Sí, nunca estaré suficientemente agradecido a Dios por el regalo que me ha hecho.

Para evitar que las mentiras del rey derivaran en un sarcasmo que fuera percibido por el francés, Mendoza empezó a plantear cuándo se haría oficial el compromiso.

—Será mejor dejar pasar el invierno —comentó Jouffroy—. Pero podéis dar por segura su celebración desde este momento.

Pacheco sonrió contento.

—Esperaremos impacientes la visita de su alteza el duque de Guyena.

—No puedo asegurar su presencia —respondió Jouffroy—. El señor duque es de salud frágil. Hay que estar preparados para celebrar la boda por poderes.

El marqués de Villena exigió el máximo respeto.

—Espero en cualquier caso que al menos delegue su representación en un noble de alto rango de la Corte de Francia.

—Dadlo por hecho.

Diego Hurtado de Mendoza, pensando en Juanita —a la que quería como un padre—, solicitó que la niña se quedara en Castilla hasta la mayoría de edad.

El enviado del rey de Francia no puso ningún reparo a esto.

—No hay problema. Lo importante es que nuestros reinos, hasta entonces y siempre, estén unidos.

Después de tanta cortesía, y bien atados los cabos, Jouffroy preguntó qué acciones tenía previstas el rey contra la insolencia de Isabel y la falsedad de Carrillo. Sin duda, se sentía humillado por ellos tras su anterior visita a Castilla y quería venganza.

—En Francia, por menos que eso, rodarían cabezas.

Mendoza intervino con diplomacia:

—Estad tranquilo, Jouffroy: hay muchas maneras de acabar con el enemigo, no sólo con la ayuda del verdugo.

—Así es, monseñor —remató Pacheco—. Pronto llegará el invierno. Y este año las cosechas no han sido buenas. Aragón no podrá hacer nada por ayudar a Isabel y Fernando… Juan II está casi en la ruina.

Pero a Jouffroy le faltaba alguien a quien castigar.

—¿Y Carrillo? —inquirió.

Pacheco sonrió.

—Carrillo pronto se va a llevar una desagradable sorpresa. Será un invierno muy duro para Isabel, os lo aseguro.

V

En efecto, el invierno iba a ser muy duro para Isabel y los suyos. Carrillo recibió notificación de su hijo Troilo, que vivía en Toledo. En ella le informaba de que las tropas del rey, comandadas por Pacheco, habían entrado en la ciudad y habían incautado sus bienes.

Si no había dinero, no había soldados: el potente ejército de Carrillo y sus mejores mercenarios fueron reclutados por el propio Pacheco.

No fue la única medida de Pacheco. Todos aquellos sospechosos de poder ayudar a Carrillo fueron amenazados con perder títulos y posesiones… Y su hijo Troilo, confinado en la casa familiar hasta nueva orden.

Carrillo mostró su desolación.

—Lo siguiente será aislar Valladolid y no dejar que nos lleguen alimentos…

—No será necesario… —comentó Chacón—. Además, tampoco querrán que el pueblo piense que estamos sitiados. Si hicieran eso, se sabría que el culpable de sus penurias es el rey. ¿Por qué creéis que no nos han atacado todavía? Quieren vernos caer y que el pueblo crea que somos incapaces de maniobrar. No que somos víctimas de la fuerza.

Evidentemente, la estrategia de Pacheco pasaba por no utilizar al ejército. La Corona compraría a mejor precio sus mercancías a quienes abastecían habitualmente Valladolid. Así, todos pensarían que la miseria estaba causada por la escasez de productos, no por la política…

Era cuestión de sitiar la ciudad económicamente. Y esperar hasta que Isabel y los suyos no pudieran más. Sin duda, Pacheco era un maestro en asfixiar a quien quisiera sin necesidad de ponerle la mano en el cuello.

El plan del marqués de Villena tuvo éxito rápidamente. En apenas un mes, los soldados dejaron de cobrar y muchos abandonaron su puesto. La precariedad era absoluta: no había dinero para polainas ni para guantes y los que quedaban estaban ateridos de frío. Tanto, que algunos sólo vieron solución de calentar su cuerpo y su espíritu con la bebida. Gonzalo, encargado de organizar la defensa de Isabel, informó de todo esto el mismo día de Navidad.

Durante la cena, nadie hablaba. Ni siquiera Palencia, de por sí tan locuaz. Cárdenas intentó jovialmente sacar temas de conversación pero nadie siguió su hilo.

Fernando, sin embargo, no pudo contenerse y miró a Carrillo.

—¡Qué bien nos vendría ahora el dinero gastado en la boda!

A Carrillo no le sentaron bien esas palabras.

—Lo que nos vendría bien son los doscientos lanceros y los cuatro mil florines que nos prometió vuestro padre.

—Si no han venido es porque no los tiene —reaccionó airado Fernando—. Mi padre está en guerra… Pero de las de verdad… Con hombres que mueren en el campo de batalla. No con reyes, príncipes y obispos cruzándose cartas.

Isabel se dio por aludida, pero no quiso responder para no aumentar la tensión. Chacón lo hizo por ella, apelando a la sensatez.

—Si Enrique pudiera vernos ahora, sería feliz. Quiere generar la discordia entre nosotros. —Miró a Fernando y a Carrillo—. Y sabe Dios que lo está consiguiendo. Rogaría que tuviéramos calma y dejáramos de discutir.

Fernando no estaba dispuesto a ello.

—A veces dudo quién es el cura, si Carrillo o vos.

Chacón ni le respondió. Entonces, el príncipe se levantó.

—Pero tenéis razón, Chacón… Será mejor dejar de discutir y hacer algo. —Se dirigió a Gonzalo—: Contad conmigo para hacer guardia.

Gonzalo intentó evitarlo, pero no pudo.

—Es una orden —dijo Fernando, que inmediatamente miró a Carrillo—. Si es que como rey que soy se me permite dar alguna.

Y marchó hacia la fría noche de Valladolid acompañado de Gonzalo.

Isabel no tardó en abandonar la cena y fue a su alcoba, a buscar ropa de abrigo para su esposo. Chacón la siguió hasta allí.

—Parad, Isabel… No es tarea vuestra hacer eso.

—Ni la de un rey hacer guardia.

Isabel, hundida, dejó de buscar mantas y ropa de abrigo y se dejó caer deprimida sobre la cama.

Chacón se acercó a ella cariñoso, esbozando una leve sonrisa.

—¿Os acordáis de cuando aprendíais a coser de niña?

Chacón logró que Isabel sonriera recordando momentos más felices.

—Sí… Quería hacer todo desde el primer momento. Y todo lo estropeaba.

—¿Y qué os decía vuestra madre?

—Más corre un galgo que un mastín, pero si el camino es largo, corre más el mastín que el galgo. —La melancolía pudo con ella—. Lo aprendió de mi padre, el rey Juan…

Chacón la miró, ahora serio.

—Pues tened esa frase bien presente. Y haced que sepa de ella Fernando. Ahora más que nunca.

Chacón tomó la ropa de abrigo que Isabel había reunido.

—Traed, ya se la llevaré yo a vuestro esposo…

VI

Evidentemente, la situación en la Corte de Segovia no era tan precaria. Y para alivio de todos, Enrique parecía más tranquilo: tenía garantizada la boda de su hija por alguien de la categoría de Jouffroy que, además, parecía tener especial ansias de venganza hacia Carrillo e Isabel.

Para ir preparando a la niña, el rey accedió a una nueva petición de Diego Hurtado de Mendoza: que se quedara en la Corte junto a su madre, Juana de Avis, hasta que la boda se celebrase.

Así las cosas, sólo cabía esperar. Y en esta espera, Enrique demostró una vez más su capacidad camaleónica para adaptarse a todas las situaciones.

Como era natural, no pisó la alcoba de su esposa. No lo había hecho casi nunca, así que no era cuestión de cambiar las costumbres tras saber de su infidelidad y sufrir las consecuencias políticas de la misma.

Sin embargo, desplegaba ternura en el trato con su hija y se mostraba muy educado con Juana de Avis. Y prefería ver a Cabrera y a su esposa que a Pacheco o a alguno de los Mendoza. Probablemente, el cariño que la pequeña Juanita cogió por el hijo de Beatriz y Andrés ayudó a eso. La princesa, a sus siete años, veía al pequeño, de apenas dos meses, casi como un juguete.

Esa noche de Navidad, el rey volvió a invitar al mayordomo de palacio y a su esposa a que cenaran con ellos. Unos músicos amenizaron la velada.

Al terminar, Beatriz, sonrojada, pidió permiso para abandonar la sala: debía amamantar a su hijo.

El rey se lo concedió con cariño. Beatriz se levantó un tanto avergonzada cuando Juana de Avis pidió permiso para acompañarla con su hija.

Beatriz miró a Cabrera, que le suplicó con la mirada que aceptara. Su esposa así lo hizo y se dirigió a su alcoba escoltada por la reina y por su hija.

En cuanto salieron las mujeres, Enrique sirvió más vino a Cabrera.

—Os agradezco que nos hayáis acompañado en un día como éste.

—Somos nosotros los que estamos agradecidos, majestad.

Enrique se quedó pensativo.

—Vuestro hijo tiene ya…

—Dos meses, majestad.

—Dos meses… Y yo sin haceros un regalo.

—No es necesario, señor.

—Lo es, realmente lo es. Vos me servís bien. Y me proporcionáis tranquilidad porque nunca intrigáis a mis espaldas. No soy mago, pero sí soy rey. Y por enero os traeré un regalo. —Tras reflexionar un poco, añadió—: ¿Qué os parecería ser el alcalde y tesorero de la villa de Madrid? Sin dejar de serlo de Segovia, por supuesto…

A Cabrera se le iluminó la cara: pasaría a ser el guardián del tesoro de las dos principales ciudades del reino. Y pensó en su esposa y en lo contenta que se pondría al saberlo.

Seguramente, más contenta de lo que estaba ahora, dando de mamar al pequeño Fernando delante de testigos. No le importaba que estuviera Juanita… pero la reina… A la reina no podía soportarla.

Juana de Avis lo notó.

—¿Aún no os habéis olvidado de mis diferencias con Isabel?

—Maltrato querréis decir, majestad.

—A veces, ser reina te obliga a hacer cosas que los demás no entienden.

—A veces, la vida es justa y hace pagar a quien hace daño a los demás.

Luego, Beatriz se acercó a ella para que Juanita no oyera lo que iba a decir a su madre.

—Vuestra hija tiene licencia para entrar a ver a mi hijo cuando le plazca. Es una niña y es inocente… Pero vos no me pidáis calor ni afecto. Simplemente obedezco al rey y a mi esposo. Procurasteis la infelicidad de mi mejor amiga… Pedidme cualquier cosa menos que olvide eso.

Juana de Avis no respondió. Sabía que a Beatriz no le faltaba razón. Le hubiera gustado replicarle que era otra, distinta a la de antes. Que el sufrimiento y las ausencias cambian a las personas. Y que si ella fuera Beatriz, haría lo mismo.

Prefirió decir a su hija que no molestara al bebé, no fuera a despertarle. Luego la cogió de la mano y ambas salieron juntas de la alcoba.

VII

Fue transcurriendo el invierno. Cuando llegó la primavera, poco quedaba en las huestes de Isabel de la ilusión de la boda. Y, desgraciadamente, tampoco quedaba mucha en el pueblo, acuciado por la hambruna propia de una mala cosecha. Todo se había evaporado en apenas cinco meses.

Isabel, como le había aconsejado Chacón, se esforzaba por calmar la impaciencia de Fernando y mejorar sus relaciones con Carrillo.

Fernando intentó hacerle caso, pero le costó lo suyo: su carácter impulsivo era difícil de domar. Y su orgullo de rey no gustaba de ser sometido a las órdenes de nadie.

Aparte de eso, había algo que le dolía especialmente al príncipe de Aragón: que su padre no cumpliera sus promesas. Sabía que si no lo hacía era porque no podía. Pero detestaba que los demás se lo pudieran echar en cara.

Por eso le escribió un par de veces, reclamando lo prometido, es decir, el dinero y los soldados, pero la respuesta no había sido positiva. Francia apretaba y a duras penas las tropas de Aragón podían resistir su empuje.

Fernando no podía soportar que mientras su reino estaba en guerra, él, su príncipe y el jefe de sus ejércitos, se hallaba ocioso viendo cómo pasaban los días en Valladolid. Ocioso y tremendamente aburrido.

Isabel, al verlo así, le preguntó qué le ocurría. En realidad, lo intuía, pero prefería que se lo dijera su marido.

—Me mata el tedio, Isabel. Lo más excitante que ha sucedido en los últimos días ha sido que una mula le ha dado una coz en el trasero a un oficial… Íñiguez se llama.

Isabel rio.

—No os quejéis. Que todas las malas noticias sean ésas… Tal vez un paseo nos venga bien para subir la moral. Además, hoy es día de mercado.

A Fernando no le pareció buena idea: se rumoreaba que el pueblo mostraba cada día más su descontento. Incluso se hablaba de posibles amotinamientos.

Isabel no quiso escucharle, aunque aceptó el consejo de Fernando de llevar soldados de escolta. En mala hora.

Lo que Isabel contempló en la plaza fue gente pidiendo limosna, rostros desanimados… Todos les miraban serios y con expresión reprobatoria… Nada quedaba del fervor popular de los días de la boda.

Fernando aconsejó a Isabel volver a palacio, pero ella se negó.

—¡No! Si tengo miedo de mi propio pueblo, no mereceré jamás ser su reina…

De repente, las voces de una discusión llegaron hasta sus oídos: una mujer se quejaba de que la hogaza de pan costaba el doble que la semana anterior. El tendero le respondió seco:

—Si queréis el pan, habréis de pagarlo…

En ese momento, el tendero se dio cuenta de la presencia de los príncipes y aprovechó para terminar su frase:

—No es culpa mía que quien nos tiene que proteger no lo haga…

La mujer notó que el tendero miraba a espaldas de ella. Al girarse, vio a Isabel. No fue la única: la gente se fue acercando a la princesa hasta rodearla.

Fernando volvió a insistir en que había que marcharse de allí. Isabel se negó de nuevo: quería dar la cara.

La mujer que se quejaba del precio del pan llegó donde estaba ella.

—Misericordia, señora. Nos morimos de hambre, los campos están yermos, ¿qué podemos hacer?

Isabel la trató con cariño.

—Los campos volverán a dar fruto, mujer, las guerras no han de volver…

La mujer la miró con odio.

—Volverán, como siempre… Y vos no haréis nada por evitarlo.

Fernando ordenó callar a la mujer, pero Isabel le pidió que la dejara hablar: quería saber lo que sentía su pueblo.

—Cientos de invitados fueron a vuestra boda —continuó la mujer—. Y buenos asados se comieron… Y nosotros nos jugamos la vida por echarnos algo a la boca. No os importa el pueblo, señora… Nunca les importa a quienes no les falta de nada por nacimiento. Podéis hacer lo que queréis y no rendís cuentas a nadie. ¿Es eso justicia?

Cada vez había más gente alrededor de los príncipes. Gritaban y pedían comida, limosna, justicia… Los soldados se pusieron en guardia. Y Fernando ya no esperó a saber la opinión de su esposa.

—¡Salgamos de aquí! —vociferó—. ¡Ahora!

Sacó su espada y sus escoltas le imitaron. Gracias a eso lograron llegar a salvo a palacio. Allí, Fernando mostró su indignación por lo ocurrido: el pueblo no podía tratar así a sus príncipes.

Isabel, aún deprimida, justificaba lo sufrido.

—Si mis hijos pasaran hambre, yo cazaría y robaría…, hasta sería capaz de matar. No podemos culpar de nada al pueblo, Fernando. Vivimos en nuestros palacios, bien abrigados, bien comidos, intrigando…, nos creemos la sal de la tierra…

—El pueblo siempre padece, eso forma parte de la naturaleza de las cosas. Sólo en el paraíso no falta de nada, Isabel. Y no estamos en el paraíso. Estamos en un mundo de intrigas y guerras…

Isabel le miró con cariño.

—Pero nuestra obligación es mejorarlo.

—Por mucho que lo mejoremos —respondió Fernando—, habrá cosas que nunca cambiarán: regalas pan dos días y al tercero te roban en casa aquellos a los que has dado de comer.

Su esposa no opinaba lo mismo.

—Esa gente que hoy nos rodeaba, vitoreaba nuestros nombres cuando nos casamos, Fernando. Y ahora no queda en ellos nada de ese entusiasmo. Si no les damos nuestro apoyo, la seguridad de que pueden dar de comer a sus hijos cada día…, ¿cómo pretendemos pedirles lealtad? ¿Qué les ofrecemos para…?

Isabel no pudo continuar la frase: sintió un vértigo y se desmayó.

Fernando, alarmado, tuvo que cogerla al vuelo para que no cayera a tierra. Y gritó desesperado pidiendo ayuda. Ésta no tardó en llegar.

De hecho, poco después, Isabel ya había vuelto en sí y quiso saber la opinión del médico que la atendía. A su lado se encontraban Chacón y Fernando, especialmente preocupado.

—¿Es grave?

La sonrisa del médico alivió a los presentes.

—Tranquilo, se recuperará. Calculo que dentro de seis meses más o menos… Vuestra esposa está embarazada, majestad.

Isabel miró a Fernando.

—En malos tiempos viene nuestro hijo.

—Nunca es mal tiempo para ser padres, Isabel —dijo Fernando acariciándola—. Es… es maravilloso. Quiero que comiencen a repicar cuanto antes todas las campanas, que todo el mundo lo sepa.

Fernando empezó a llorar emocionado. Isabel quedó conmovida.

VIII

Al poco tiempo, todo el mundo lo supo. El pueblo no lo celebró demasiado, bastante tenía con sobrevivir. El rey Enrique, tampoco. Se quedó atónito cuando recibió la noticia de Pacheco.

—Embarazada…, Isabel está embarazada… Pero si se casaron casi en noviembre y estamos a finales de marzo. No han perdido el tiempo, desde luego. —Miró a Pacheco, inquieto—. ¿Hay noticias de Francia?

—Todavía no, majestad.

—Mucho se retrasan.

—Confiad en Jouffroy.

—Yo ya no confío ni en Cristo que volviera… Sabéis como yo que Francia ha recuperado el Rosellón y prepara ejércitos para entrar a fondo en Cataluña. El día menos esperado se plantan en Barcelona.

Estaba tan nervioso, que no pudo permanecer sentado en el trono mientras seguía hablando.

—El objetivo de casar a Guyena con mi hija era acabar con Aragón… Y ya lo están haciendo sin necesidad de boda. Temo que ese enlace ya no les interese tanto como antes del invierno. Si Isabel da a luz un hijo varón, tendremos problemas… Muchos problemas.

Justo lo contrario pensaba otro rey, el de Aragón. Al saber la noticia brindó con su amigo y asesor, Pierres de Peralta. Por fin recibían una buena nueva, que se convertiría en excelente si el hijo de Isabel y Fernando naciera varón.

Mientras brindaba, el rey suplicó a Dios que así fuera. Luego, empezó a pensar en el futuro. No le quedaba otro remedio, ya que el presente era terrible para Aragón. Francia ya había instalado sus tropas en el norte de Cataluña y no había manera de expulsarlas.

Y si cuando casó a Fernando con Isabel sus arcas estaban medio vacías, poco faltaba para que lo estuvieran por completo.

—No podemos estarnos quietos —dijo el rey—. Ahora, menos que nunca.

—¿A qué os referís, majestad?

—Francia nos aprieta más que nunca. Debemos conseguir que Castilla nos apoye ya. No podemos esperar a que Isabel y Fernando lleguen a ser reyes. Hay que lograr un acuerdo con Enrique.

Peralta estaba estupefacto.

—Majestad, se la hemos jugado a Enrique y, aún peor, hemos engañado a Pacheco haciéndole creer que casaríamos a su hija con Fernando. ¿Cómo vamos a congraciarnos ahora con ellos? Porque dinero no tenemos.

—Les ofreceremos algo más importante que eso: futuro. Nos comprometeremos a que si nace varón, el hijo de Fernando e Isabel contraerá matrimonio con Juana, la hija del rey Enrique.

—¿Y si nace hembra?

—No seáis agorero. Será varón, ya lo veréis. Tiene que serlo…

Peralta estaba en silencio, pensativo. Su rey lo notó.

—¿Qué os preocupa ahora?

—Os va a parecer una excentricidad: pero veo más fácil convencer a Enrique que a Isabel.

—Fernando es su marido y debe obedecerle… —dijo convencido Juan—. Y mi hijo hará lo que yo le pida. Pero, si hay problemas, hablad con Carrillo. Él sabrá manejar la situación.

Con estas instrucciones, Peralta partió para Valladolid.

IX

Como esperaba Peralta, nada más oír la propuesta, Isabel se negó en redondo.

—Lo que no he querido para mí, no lo quiero para mi criatura. No le impondré una boda. Y menos antes de nacer ni de saber siquiera su sexo.

Testigos de esta opinión eran Chacón, Carrillo, Cárdenas y Fernando, que no podía evitar estar molesto por la vehemencia en la negativa de Isabel. Ésos eran temas que debían hablar los dos antes de opinar en público.

Tal vez por eso, y por guardar las formas, pidió a su esposa que dejara a Peralta explicarse, ya que ni eso le había permitido Isabel.

—Enrique ha recuperado la iniciativa —explicó Peralta—. Se siente fuerte, está arropado por la nobleza… Y, siento decirlo, vuestra causa ha perdido muchos apoyos y está ahogada económicamente.

Carrillo reconoció que eso era cierto.

—Lo que dice Peralta es verdad. Vos fuisteis testigos de la precariedad en que vive el pueblo. Y ayer supimos que hay planes de motín en la ciudad. He mandado detener a sus cabecillas. Planeaban tomar palacio…

Isabel pidió a Peralta que siguiera hablando, pues quería saber qué ganaban ellos casando a su hijo no nato con Juanita, la hija del rey. Peralta así lo hizo.

—Mi rey piensa que Enrique aceptaría de buen grado la propuesta, ya que la consideraría un gesto de acatamiento.

—¿Más aún? —respondió Isabel—. Tendríais que haber leído las cartas que le he enviado y que no han merecido respuesta por su parte.

Carrillo volvió a apoyar a Peralta.

—No olvidemos que os casamos sin su consentimiento…

Cárdenas, que solía esperar a que hablara todo el mundo antes que él, no pudo contenerse.

—Me sorprende veros predicar mansedumbre, Carrillo.

—No es mansedumbre, excelencia… Es cuestión de ganar tiempo y esperar tiempos mejores. Sabéis lo lejos que estoy de querer pactar con Enrique y Pacheco.

Isabel zanjó la discusión indignada:

—¡Basta ya! No estamos hablando de intercambiar tierras ni títulos… ¡Estamos hablando de mi hijo!

Peralta intentó replicar, pero esta vez el propio Fernando no le dejó.

—No hay más que hablar —dijo el príncipe—. Y ahora dejadnos a Isabel y a mí a solas, os lo ruego… Mi esposa está cansada y no le convienen estas discusiones.

Todos salieron. Nada más quedarse a solas con Isabel, ésta le agradeció su apoyo. Fernando estalló:

—¿Me dais las gracias por mi apoyo? Es eso todo lo que queréis de mí, ¿verdad? Mi apoyo.

—¿Qué queréis decir? ¿No estabais en realidad de acuerdo conmigo?

—Creo firmemente en todo lo que he dicho… Y ya le haré saber a mi padre que no juegue con nuestro hijo. Ése no es el problema.

Isabel estaba sorprendida.

—¿Cuál es, entonces?

—¿No os habéis dado cuenta? ¡Os habéis comportado como si yo no estuviera en esta habitación!

—¡Estaban disponiendo de la criatura que llevo en mis entrañas!

—Esa criatura no la ha engendrado el Espíritu Santo, ¡soy su padre y vuestro esposo! Soy rey de Sicilia y heredero de la Corona de Aragón, y la propuesta que traía Peralta es de mi padre, el rey… ¡No podéis hablar como si sólo fuera asunto vuestro, Isabel!

Isabel reaccionó con orgullo.

—Y yo soy princesa de Asturias y heredera de la Corona de Castilla… —Puso una mano en su vientre—. Y soy la madre de este hijo. Decidme qué asunto puede ser más mío que éste…

Fernando la miró furioso.

—Los demás siempre cedemos, alguna vez os debería tocar a vos hacerlo.

X

No sólo el orgullo de Fernando había quedado dañado. También el de Carrillo lo estaba. Había pactado con los príncipes el mismo día de su boda que gobernarían de a tres, que no harían nada sin consultarle, y ahora le humillaban.

Palencia, cada vez más cercano a Fernando, ironizó sobre el tema.

—Creo que Fernando os va a resultar difícil de domar.

Carrillo le contestó echándole de su despacho, algo que disgustó a Palencia. Al salir, vio que Peralta entraba a ver a Carrillo.

El navarro, tal y como le había ordenado el rey de Aragón, debía hablar con el arzobispo de Toledo si su idea era rechazada por Isabel.

A espaldas de ésta y de Fernando, Carrillo escribió una carta al rey Enrique aceptando la propuesta del rey de Aragón.

Peralta se extrañó.

—Pero si Fernando e Isabel…

Carrillo no le dejó acabar.

—Fernando e Isabel harán lo que vuestro rey y yo digamos que hagan. Ya va siendo hora de ponerles en su sitio. —Le mostró el documento—. Aquí dejo claro a Enrique que vais en mi nombre y en el de vuestro rey. Vos hacedle el ofrecimiento de boda si el hijo de Isabel nace varón… Necesito que Enrique se lo crea. Necesito tiempo para recuperar mi ejército.

—¿Y si nace niño y el rey de Castilla acepta el compromiso?

—No hablemos del futuro. Lo que vaya a pasar sólo lo sabe Dios… Y Dios suele ser discreto en esos asuntos, os lo juro.

Dios sería discreto, pero Palencia no: y lo había escuchado todo desde la puerta del despacho de Carrillo.

Se fue a ver a Fernando de inmediato. Su admiración era tal que era la primera vez que ponía a alguien por encima del que le pagaba. O tal vez, Palencia estaba invirtiendo en su propio futuro, tal fe tenía en que Fernando sería rey de Castilla.

Por eso se le contó todo.

Tras saberlo, Fernando le pidió discreción a Palencia. No haría nada por evitar el encuentro de Peralta con Enrique. Si las cosas iban mal dadas, podría ser una solución y la política, para él, era el arte del doble o el triple juego si fuera necesario.

Pero también tenía clara una cosa: Carrillo pagaría por maniobrar a sus espaldas.

Aunque esto no se lo dijo a Palencia.

XI

No fue plato de gusto para Peralta su visita a la Corte de Segovia. Lo cierto era que no sentía gran simpatía por Enrique. Pensaba que, en Aragón, un rey como él no hubiera durado ni un año en el trono, por su debilidad y falta de orgullo.

Tampoco le resultaba agradable reencontrarse con Pacheco después de haberlo engañado en relación al matrimonio de su hija con Fernando. Pero el rey Juan le había ordenado esa misión y debía cumplirla.

Cuando Enrique escuchó la propuesta no ocultó su sorpresa.

—Os aseguro que no esperaba esta proposición… Casar a mi hija con el hijo de mi hermana Isabel, si fuera niño…

Mientras vigilaba de reojo a Pacheco, que le miraba iracundo, Peralta recitó de memoria el discurso que le había dictado su rey.

—Mi rey, don Juan, cree fervientemente en que la unidad de Aragón y Castilla daría más beneficios a ambos reinos que la vuestra con Francia.

—Y también cubriría más sus necesidades actuales —ironizó Pacheco.

En realidad hubiera preferido dejar la ironía y clavar su daga a Peralta, pero debía mantener las formas: ni siquiera el rey sabía de sus frustrados negocios de boda con Aragón.

Peralta decidió hacerle sufrir jugando con ese secreto.

—Cada problema tiene su solución, Pacheco. Vos sabéis bien de ello.

—Lo sé de sobra. Y con los aragoneses, más.

Enrique decidió intervenir.

—Gracias, Peralta. Os prometo que estudiaré con detalle vuestra oferta, pero comprenderéis que necesito tiempo para daros una respuesta.

Cuando marchó Peralta, Pacheco se puso en guardia.

—No iréis a hacer caso a esta oferta, majestad…

Enrique le sonrió.

—Tranquilo, Pacheco, haré todo lo contrario. —Le mostró la carta de Carrillo que le había dado Peralta—. Este documento logrará que la boda de mi hija con el duque de Guyena se celebre como muy tarde a final del verano. —Sonrió—. ¿Os apostáis algo?

A Pacheco le brillaron los ojos: había captado la idea.

—Entiendo, majestad. Queréis que haga llegar a París esta oferta.

—Exacto. A los franceses les va muy bien en su guerra con Aragón… Pero sólo de pensar que al aceptar esta oferta, Castilla se aliaría con Aragón, ya veréis cómo responden a nuestras cartas con más celeridad.

Tras explicar su estrategia, el rey preguntó por Cabrera, pues llevaba todo el día sin verle.

Pacheco le respondió que estaba con su hijo que, al parecer, había caído enfermo.

El rey rogó a Pacheco que, más allá de sus diferencias con Cabrera, pusiera a su disposición todo lo que necesitara.

Pacheco asintió de mala gana. No por el pobre niño enfermo, sino porque creía que Cabrera no merecía estar donde estaba.

Y si tanto se preocupaban los reyes por él, definitivamente, era peligroso.

XII

Fernando, no el príncipe de Aragón, sino el hijo de Andrés Cabrera y Beatriz de Bobadilla, hervía de fiebre.

Su madre le ponía paños fríos sin mucho resultado.

Cabrera, al saber de la enfermedad, no acudió al médico de palacio. Conocía, por su familia, médicos judíos mucho más cualificados y se encargó de traer al mejor que había en Segovia, conocido de Abraham Seneor, tío suyo con el que, pese a seguir profesando la fe de Yahvé, seguía manteniendo excelentes relaciones.

Rabino y banquero de gran reputación, Seneor era el líder de la comunidad judía: nadie mejor que él para encontrar al mejor médico, que no tardó en llegar a palacio.

En ello estaba, cuando entró Juana de Avis que oyó el diagnóstico del médico, que hablaba a Cabrera con gesto serio.

—Haced que tome estas hierbas. Y seguid aplicándole paños fríos. Esta noche será decisiva para ver si sana o no.

Beatriz rompió a llorar. Mientras Cabrera despedía al médico, Juana de Avis se acercó a ella y la abrazó.

Beatriz, seca, se deshizo del abrazo.

—Ya sabéis cómo está mi hijo. Podéis marchar.

—Querría acompañaros.

—Y yo preferiría estar sola.

La reina ni se movió.

—Lo siento, pero me quedo con vos. Sé que pronto dejaré de ver a mi hija por su boda. Rezaré con vos para ayudar a que no perdáis al vuestro, y podáis seguir viéndole crecer cada día. Ese privilegio que por ser reina no tengo.

Beatriz quedó tan impresionada por estas palabras que no osó repetirle a Juana de Avis que se fuera. Es más, se abrazó llorando a la reina.

Cuando llegó Cabrera las encontró así, abrazadas.

Juntos los tres pasaron en vela esa noche tan temida.

Al amanecer, el niño volvió en sí. Cabrera gritó de alegría al verlo. Puso su mano sobre la frente de su hijo: ya no hervía.

Luego, emocionado, se abrazó a su esposa.

Juana de Avis les miró sonriente. A continuación, discretamente, salió de la alcoba.

XIII

Faltaban veinte días para su primer aniversario de boda, cuando Isabel dio a luz.

Y con ello, todos los planes del rey de Aragón y de Carrillo quedaron en nada: porque fue niña.

Al parto asistieron la comadrona y, como mandaban los cánones cuando da a luz una princesa, un notario que dio fe del parto.

Pese a las caras de decepción de Carrillo, de Chacón y de Cárdenas, Fernando entró ilusionado en la alcoba donde acababa de parir Isabel. Había aprendido de sus progenitores que la paternidad era el mejor de los regalos y a esa niña no le faltaría su cariño ni su protección.

Cuando entró en la habitación, Fernando notó que tampoco había allí un ambiente muy festivo, ni siquiera en la cara de su propia esposa.

Le dio igual: cogió a la niña en sus brazos y le sonrió embelesado.

—Es preciosa… Se llamará Isabel, como su madre.

Isabel sonrió y, fuera, empezaron a repicar las campanas.

Pero ni esas campanas ni el ánimo de Fernando levantaron la moral de los presentes.

Pasados unos días, Carrillo fue a visitar a la madre sabiendo que con ella estaría Fernando: quería hablar con ellos a solas.

Encontró a Isabel dando de mamar a su hija, un hecho que le extrañó.

—No es labor de reinas dar el pecho.

—¿Habéis sido madre alguna vez, Carrillo?

Carrillo se mostró azorado ante la pregunta. La propia Isabel la respondió:

—No me digáis entonces cómo serlo.

Fernando sonrió ante las palabras de su esposa. Si había algo que valoraba de ella era su genio.

Isabel, antes de que Carrillo hablara, le preguntó:

—¿Ha sido anunciado el nacimiento?

Carrillo estaba incómodo.

—No, aún no. He pensado que es algo que deberíamos hablar previamente.

Fernando se sorprendió.

—¿Y de qué es de lo que tenemos que hablar?

—En cuanto se sepa que no se trata de un varón corremos el riesgo de perder los pocos apoyos que nos quedan…

Isabel apartó a su hija de su pecho para que no mamara la rabia que a su madre le estaba entrando.

—¿Acaso estáis proponiendo que mintamos y digamos que ha nacido varón? ¿Tan poca fe tenéis en nuestra causa que pensáis que hemos de recurrir a una mentira? Como si fuera una afrenta haber nacido mujer.

Carrillo respondió como pudo.

—¡No tiene nada que ver con eso! Es una cuestión de supervivencia. Aquí tenéis un documento, esperaba que lo aprobarais y firmarais para dárselo a los mensajeros.

Isabel miró a Fernando, esperando su opinión: fue nítida.

—Estoy cansado de vos, Carrillo… ¿Creéis que muchas mentiras juntas se pueden convertir en verdad?

—No os entiendo, majestad.

—¿No habéis enviado a Peralta a Segovia con la propuesta de mi padre a nuestras espaldas?

Isabel miró seria a Carrillo.

—¿Es verdad? ¿Habéis sido capaz de todo eso?

Carrillo les miró con soberbia.

—El arte del buen gobierno requiere en ocasiones guardarse los escrúpulos. Ya tendréis oportunidad de comprobarlo…

Fernando se contuvo de abofetearle: él era rey, no un muchacho. Pero prefirió responderle con palabras:

—Os diré una cosa, Carrillo. Hasta aquí hemos llegado: porque a mí no me gobierna nadie.

—¡Teníamos un acuerdo! ¡No podéis tomar vuestras decisiones sin contar conmigo! ¡Gobernaríamos a tres, como si fuéramos un cuerpo y un alma!

Fernando le miró asqueado.

—Lo siento, pero cada cuerpo tiene su alma. Vos que dais misa, deberíais saberlo.

Carrillo salió de la estancia, ofendido y lleno de ira.

XIV

El rey Juan de Aragón recibió la noticia de que era abuelo de una niña con la misma tristeza que si le hubieran avisado de que los franceses estaban entrando en Zaragoza.

Enrique, en cambio, recibió de repente dos buenas nuevas. Que había tenido una sobrina y que los franceses ya daban fecha para la boda: estarían en Segovia en pocos días.

La estrategia de enviarles la carta de Carrillo proponiendo casar al posible hijo varón de Isabel con su hija Juanita había funcionado. El rey decidió que la boda por poderes se celebrara en Valdelozoya, el 26 de octubre. Quedaba apenas una semana para llegar a esa fecha e instó a todos que siguieran trabajando unidos.

Diego Hurtado de Mendoza y su hermano Íñigo, que habían sido llamados a la Corte para saber las noticias, estaban felices. Pero la alegría de ambos no llegaba a superar la que Pacheco se reservaba para él solo.

Acudió a la reunión acompañado de su hijo Diego, que había pasado todo aquel tiempo en Toledo, vigilando que Carrillo no pudiera gastar ni un maravedí de su fortuna.

Aprovechando el éxito de su idea, presentó a su hijo a los Mendoza y al propio rey como el heredero de toda su obra, y exigió que como tal se le respetase y se le permitiera estar en las reuniones de gobierno.

El rey estaba tan contento que accedió.

Cabrera, también presente, pensó que si ya no había bastante con un Pacheco, ahora habría que soportar a dos.

Al salir de palacio, Pacheco abrazó a su hijo.

—¡Hemos triunfado, hijo mío! —le dijo alborozado.

El rey, una vez marcharon todos sus leales, pues ahora parecía que por fin lo eran, fue a ver a su esposa. La encontró en su alcoba, junto a su hija que, ajena a todo, jugaba con una peonza.

Juana de Avis, nada más verle, y por la cara de alegría de Enrique, supo que venía a darle una mala noticia. En efecto, así era.

—Creo que ya es hora de que preparéis a nuestra hija…

—Lo sé.

—Entonces, ¿a qué estáis esperando?

—La estoy dejando ser niña unos minutos más… No es mucho regalo cuando sólo se tienen ocho años.

Enrique evitó caer en melancolías.

—Hacemos esto por su futuro.

Juana de Avis calló: triste futuro el de su hija, esperar a ser mujer para vivir con un tullido, por muy duque que fuera. Pero se sobrepuso para hacer a su esposo una pregunta.

—Ya sabemos el futuro de nuestra hija… ¿Cuál será el de su madre?

Enrique prefirió esquivar el asunto.

—Daos prisa… Os lo ordeno: preparad a Juanita para el viaje.

El rey dejó solas a madre e hija. Juanita seguía jugando con su peonza.

Juana permitió que la niña jugara un rato más.

XV

Enrique invitó a Cabrera y a su esposa a viajar a Valdelozoya. La idea no gustó en absoluto a Pacheco: sin duda, el rey tenía una amistad cada vez más profunda con Cabrera, y eso no le agradaba. Pero tuvo que aceptar la orden.

Beatriz se sentía desplazada en ese oleaje de criados preparando ceremonias y nobles medrando para satisfacer sus intereses.

También se sentía sola: su marido organizaba el acto del enlace, supervisando que cada cosa estuviera en su sitio.

Por eso, y porque estaba agradecida a la reina por su apoyo y compañía cuando sucedió la enfermedad de su hijo, fue a ver cómo preparaban a la pequeña Juanita para la boda.

Cuando entró en la sala donde la acicalaban, sintió en su estómago una sensación de profundo desagrado. La niña estaba peinada, vestida y maquillada como una mujer adulta cuando sólo tenía ocho años.

Tampoco le animó mucho comprobar el desasosiego de la reina. Tanto era su nerviosismo que mandó a las damas que se fueran. Beatriz fue a hacer lo mismo, pero Juana de Avis le pidió que ella sí se quedara.

Entonces, Juanita preguntó:

—¿Es guapo mi marido?

Su madre, haciendo de tripas corazón, le respondió:

—No lo sé, no le he visto…, pero es el hermano de un rey.

—Seguro que montará muy bien a caballo…

A Juana de Avis se le puso un nudo en la garganta. Beatriz lo notó y sintió que a ella le pasaba lo mismo mientras oía lo que la reina decía a su hija, aun sabiendo que su futuro marido necesitaba de un bastón para caminar, que no tenía fuerzas ni para subir al caballo, que precisaba de criados para muchas de sus necesidades.

—Tranquila, hija, serás feliz. Tu esposo dará muchas fiestas en tu honor y te colmará de regalos.

La niña se rio, feliz.

—¡Qué bien! ¿Os puedo hacer una pregunta, madre?

—Claro, cariño.

—Cuando estemos casados… ¿podré darle un beso?

Juana de Avis la abrazó conmovida.

—Claro, Juana… Claro que le podrás besar.

Al abrazarla, la reina lloró.

—¿Por qué lloráis, madre?

La reina no podía ni hablar.

Beatriz lo hizo por ella:

—Vuestra madre llora de alegría porque os casáis.

La niña no entendía mucho que eso pudiera ser así.

—¿Y se llora cuando se está alegre?

—Muchas veces, cariño. Ahora salid fuera un momento, vuestra madre irá enseguida.

La niña salió y Beatriz se dirigió a la reina:

—Ahora desahogaos… Que no os vean llorar fuera.

Juana le hizo caso. Entre lágrimas le dijo:

—Si hacéis esto porque soy vuestra reina…

Beatriz la interrumpió con dulzura:

—No. Lo hago porque sois madre.

Juana siguió llorando mientras Beatriz acariciaba su cabello.

XVI

El duque de Guyena no fue a Valdelozoya. Su salud se lo impidió. En su lugar fue el conde de Boulogne quien asistió a la ceremonia, que en esos momentos estaba a punto de empezar.

En representación de Castilla y en lugar preferente se podía ver al rey, a la reina y a la novia, la infanta Juanita.

Jouffroy comenzó el acto.

—En nombre de mi señor el rey de Francia y su hermano, el duque de Guyena, tomo la palabra ante sus majestades los reyes de Castilla. Y la tomo para decir que Francia respalda la legitimidad de la primogénita del rey como heredera del trono de Castilla.

El rey sonrió. Pacheco y su hijo, al lado de los Mendoza, no lo hicieron menos.

Jouffroy siguió haciendo feliz a tan especial concurrencia con sus siguientes palabras:

—Y acuso a Isabel y a Fernando de celebrar un matrimonio ilegal, al ser primos y no tener bula del Papa que permitiera dicha unión. A continuación, como cardenal de Albi que soy, oficiaré este matrimonio.

El siguiente paso de la ceremonia correspondía a Juana de Avis, que tras poner su mano derecha en la Biblia, se dirigió a todos los presentes:

—Juro ante Dios Nuestro Señor que yo, Juana de Avis, soy cierta y que la princesa presente, doña Juana, es hija legítima y natural de don Enrique, rey de Castilla.

El conde de Boulogne tomó entonces las manos de la pequeña Juana. En ese momento, Jouffroy se dirigió a ellos:

—Vos, conde de Boulogne, en representación de Su Alteza el marqués de Guyena, ¿aceptáis por solemne juramento desposaros con Juana de Trastámara?

El conde, con el poco castellano que sabía, juró.

Jouffroy miró entonces a la niña.

—Y vos, Juana de Trastámara, hija del rey Enrique IV y de Juana de Avis, ¿aceptáis por solemne juramento desposaros con el marqués de Guyena?

Juanita se quedó sin habla. Nunca había visto a tanta gente pendiente de ella.

Jouffroy repitió la pregunta, pero la niña seguía callada. Sus ojos buscaron a su madre, que asintió con la cabeza. Sólo entonces, la pequeña infanta pudo dar el sí.

Jouffroy liquidó en breves minutos lo que quedaba de ceremonia. Cuando iba a clausurarla, Enrique pidió la palabra ante la sorpresa de todos, menos la de un sonriente Pacheco.

Su hijo, al verle sonreír, le comentó:

—Vos sabíais que iba a hacer esto, ¿verdad?

—Sí, hijo… Siempre hay que anticiparse a los acontecimientos.

Efectivamente, el mensaje que iba a dar el rey, lo había instigado Pacheco: volvían a ser un equipo, como antes.

Pero aunque sabía lo que iba a oír, no por ello dejó de disfrutar escuchando al rey.

—Yo, Enrique de Trastámara, rey de Castilla por la gracia de Dios, visto el poco acatamiento y menos obediencia mostrados por mi hermana Isabel, casándose sin mi consentimiento, en contra de lo que la ley, los usos y los acuerdos firmados contemplan, procedo mediante este real decreto a anular de manera irrevocable todos los acuerdos de Guisando.

Hubo murmullos entre los asistentes. El rey continuó:

—Por tanto y por la presente Isabel queda desheredada y oficialmente excluida de la sucesión a la Corona de Castilla.

Mientras el rey abandonaba el estrado para volver al lado de su hija, los murmullos ya eran como las olas del mar en día de tormenta.

Juanita, cuando le tuvo cerca, preguntó al rey:

—¿Qué quiere decir eso, padre?

—Que seréis reina, hija mía. Que seréis reina.

Mientras esto ocurría, en Valladolid, Isabel cantaba una nana a su hija para que se durmiera.