17
Febrero de 1473
I
Cuando el rey Enrique supo que el Papa había concedido la bula a su hermana, se quedó conmocionado. Creía que la elección de un Mendoza suponía el apoyo papal a los derechos sucesorios de su hija Juana. Pero ahora ya tenía sus dudas.
Y las que no tuviera, se las recordaba agriamente Pacheco.
—¿Seguís pensando que contamos con el apoyo de Roma? Éste es el resultado de los errores cometidos.
Enrique calló, pues no tenía respuesta que dar para revertir la situación.
Como siempre que el rey flaqueaba, Pacheco decidió asumir la responsabilidad de tomar sus propias medidas. No fueron muy originales.
Acrecentó la presión sobre la comunidad judía hasta un límite insoportable. Esto agradaría a sus seguidores más fieles, los cristianos viejos, que pronto se verían azuzados por Pacheco para que, en cada rincón de Castilla, camparan por sus respetos y fueran más tiranos que señores de sus tierras.
Ya que Enrique no quería guerra, la proporcionaría él. No le hicieron falta farsas, intrigas, ni manifiestos. Podía convertir cada pueblo de Castilla en territorio de batalla haciendo que su gente hiciera la vida imposible a los que no eran de los suyos. El resultado fue que, sin grandes batallas, sin nuevos Olmedos ni Aljubarrotas, Castilla volvía a entrar en guerra.
Enrique, como habitualmente hacía, decidió mirar hacia otro lado. Para satisfacerle, Pacheco ordenó apretar económicamente al pueblo a través de sus fieles para incrementar los beneficios del rey. Con eso consiguió que las arcas de palacio ingresaran más dinero, a costa de la pobreza del pueblo.
Conseguido esto, su objetivo era Cabrera. ¿Por qué mantenerle como tesorero del reino si eran él y los suyos quienes hacían rico al rey? Además, su origen judío era motivo de disgusto para los cristianos, alegaba Pacheco, que vendió su oferta como un detalle hacia el Papa.
Enrique dudó. No quería prescindir de Cabrera, pero tampoco podía enfadar a Pacheco. Y, como Salomón, ordenó dividir en dos el objeto de la disputa. Cabrera era guardián de los tesoros de Madrid y Segovia. Le cesó de sus funciones en Madrid.
Pacheco cedió: lo vio como un primer paso hacia el logro final de sus objetivos.
Cabrera, en cambio, vio en su cese el inicio de su caída en desgracia. Y fue a ver al rey.
—Señor, no atendéis mis consejos ni mis súplicas sobre los conflictos de Segovia y la persecución que sufre la comunidad judía. Y ahora me retiráis del tesoro de Madrid…
Enrique, nervioso, le gritó.
—¡Ya basta, Cabrera! No tengo que daros explicaciones. ¡Por Dios, soy el rey! Aún mantenéis el tesoro de Segovia. Dad gracias por ello.
Cabrera, por primera vez en su vida al servicio de Enrique, le respondió.
—¿Y quién llevará ahora la tesorería de Madrid? No hace falta que me lo digáis, majestad. Pero yo os diré a vos una cosa: estáis cometiendo un grave error.
Y salió del despacho del rey dejándole con la palabra en la boca. Cuando salió al pasillo, se encontró con Pacheco y con su hijo, que le miraban sonrientes sabiendo de su cese.
Diego Pacheco, el que callaba y observaba para aprender, estaba recibiendo una gran lección de su padre, eufórico al ver la cara de amargura de Cabrera saliendo del despacho del rey.
—Los reyes piensan que son ellos quienes toman las decisiones. Y no sabrían ni llevarse la comida a la boca sin nosotros… Por no darse cuenta, ni se enteran cuando eres tú el que toma las decisiones por ellos.
—¿Y si se enteran, padre?
—No les gusta. Toman represalias. Cuando eso os pase, debéis aguantar los golpes y retiraros de la escena, pero no muy lejos. Y esperar. Porque, tarde o temprano, volverán a necesitarnos. Y volverán a hacer lo que nosotros digamos.
Sin embargo, el marqués de Villena olvidó dar a su hijo otra lección no menos importante: lo perjudicial que era arrinconar al enemigo hasta no dejarle salida alguna. Porque quien no tiene nada que perder tiene mucho que ganar. Y si está en juego su supervivencia, más todavía.
Ése fue el caso de Cabrera que, desesperado, buscaba una solución a sus problemas. Y su esposa tenía esa solución resumida en un solo nombre: Isabel. Beatriz se ofreció a mediar con la princesa, pero Cabrera se negó.
No sabía que, en unos meses, sería Isabel quien llamara a su puerta sin necesidad de mediadores.
II
El tiempo pasaba demasiado lento para Isabel. Creía tener todos los triunfos en la mano, pero transcurrían los meses y el rey no mostraba ningún acercamiento hacia ella.
En ese período, Isabel recibió una triste noticia: Gonzalo decidió abandonar Medina de Rioseco. Pensó que, con Fernando allí presente, la princesa ya no necesitaba de sus servicios.
En realidad, no podía soportar verla junto a Fernando. Y más, sabiendo —no hacía falta más que verla para saberlo— de los celos y tribulaciones que padecía Isabel con respecto a su marido.
La pulla recibida por Gonzalo cuando Fernando dudó que valiera como soldado más que ninguno de los guardias enviados desde Aragón, hizo lo demás. Por eso, tras su hazaña de Sepúlveda, decidió marchar en cuanto las cosas se tranquilizaran.
Isabel le miró triste.
—¿Os volveré a ver?
La mirada de Gonzalo era tan firme como un juramento.
—Siempre que me necesitéis.
Cuando marchó, Isabel pensó que su vida era una sucesión de pérdidas y, de vez en cuando, alguna buena noticia.
Gracias a Dios, le quedaba su hija Isabelita, a la que adoraba. Y la simpatía y los detalles como padre que tenía Fernando lograron que sus relaciones matrimoniales se normalizaran. Eso, sin duda, hacía el paso de los días más grato. Aun así, Isabel era comedida en sus pasiones: intuía que sólo podían llevarla al dolor.
O, todavía peor, a distraer su atención de lo que se había convertido en la principal ambición de su vida: ser reina y cambiar el rumbo de Castilla.
Ciertamente, Castilla necesitaba una transformación. La política de Pacheco, reforzada por la pusilanimidad del rey y de los Mendoza, estaba convirtiendo el reino en escenario de un caos y un pillaje generalizados.
Cárdenas hizo un balance de la situación. En el sur, los duques de Medina y de Cádiz campaban por sus respetos. Murcia estaba aislada y de allí no se recibía carta ni se atendía a procuradores en Cortes que la visitaran. En León, el maestre Alcántara se había levantado contra la injusticia. Galicia también estaba en guerra. Toledo había dejado de ser esa noble ciudad de las tres culturas para convertirse en una tiranía en la que judíos, musulmanes e incluso conversos apenas podían salir de sus casas.
Castilla era una olla llena de agua hirviendo a punto de desbordarse. A Pacheco, sus leales se le estaban yendo de las manos, dada la libertad que les había concedido el marqués de Villena para saciar sus ambiciones.
Con los datos de que disponía, Chacón instó a Isabel a dar un nuevo paso: concertar una entrevista con su hermano Enrique. Era necesario y urgente, y no sólo por los intereses de Isabel sino también por los de Castilla.
—Vuestra lucha de años, de toda una vida, es por Castilla. Y el momento ha llegado. Cada vez son más las ciudades leales al rey que están descontentas. Gobierna el descontrol… cuando no Pacheco y sus leales, lo que es aún peor.
Isabel no quería dar un paso en falso, volver a viejas disputas.
—Si hablo con Enrique será porque él me llame.
Fernando encontró otra solución.
—O porque otros intermedien. Enrique habla por boca de Pacheco: nunca os llamará. Pero los Mendoza nos deben una.
Cárdenas también apoyó la moción. Carrillo, sencillamente, no estaba presente: apenas salía de sus aposentos tras la amargura que le produjo no ser elegido cardenal. Por lo tanto, no había nadie en la reunión que desaconsejara el plan.
Pero para llevarlo a cabo se necesitaba no sólo a los Mendoza sino a alguien cercano al rey. Cárdenas sabía quién era el indicado: Cabrera.
Y hasta Segovia fue para convencerle. No le costó mucho.
III
Cabrera aprovechó un momento de soledad del rey para hablar con él, aunque Enrique no se mostraba muy animado a ello.
—Por favor, escuchadme —le suplicó Cabrera—. Las cosas no son como os las cuenta Pacheco, majestad. El vandalismo aumenta y no sólo contra los judíos. La gente se siente desprotegida. Es terreno abonado para la causa de Isabel y volveremos a entrar en guerra si no lo evitáis a tiempo.
Citar a Isabel y mentar la guerra fueron claves para despertar el interés de Enrique.
—¿Y qué sugerís, Cabrera?
—Que la llaméis para que venga a Segovia a parlamentar con vos. Recibid a Isabel.
—¿Y por qué habría de pensar que todo esto no es una estratagema para libraros de Pacheco?
Cabrera le miró con rabia.
—Vos veréis lo que hacéis. No digáis que no os avisé.
No insistió más. Cárdenas, antes de ir Cabrera a hablar con el rey, le aconsejó que se limitara a plantear la idea. Ya vendrían otros a remachar la faena.
Esos otros eran los Mendoza y el plan de convencimiento al rey llevaba la firma de Fernando. El príncipe le dijo a Cárdenas que Cabrera diera el primer golpe y que dejara a Enrique alertado.
Un mes después, Fernando envió una carta a Pedro González de Mendoza requiriendo su ayuda para conseguir que el rey recibiera a Isabel. Y Pedro no dudó en dársela. Sabía por boca de Borja que era cardenal gracias, esencialmente, a Fernando.
Pedro habló con su hermano Diego de la petición de Fernando. No tuvo que repetírselo dos veces. En pocos días se presentó en la Corte para informar a Enrique. Y no le habló de los problemas de Segovia (Cabrera ya lo había hecho), sino de toda Castilla.
—Toledo, Murcia, Toro, Zamora, Salamanca, León, Valladolid… Todas están hartas. Unas, de venganzas por haber apoyado a Isabel; otras, de saqueos a manos de hombres de Pacheco.
Diego Hurtado de Mendoza mostró al rey cartas de los alcaldes de las villas citadas, mencionó partes de la situación que recibía de sus informadores personales e incluso una misiva que el cronista Fernando del Pulgar, de gran reputación por su objetividad, había mandado al obispo de Coria detallando los hechos ciudad por ciudad.
Enrique se quedó conmocionado: imaginaba que Pacheco utilizaría algunos medios no muy agradables, pero no que hubiera llegado tan lejos.
—Yo… no sabía nada de esto… Pacheco no me había dicho nada…
A partir de ahí, Mendoza le habló del futuro de Castilla y de la necesidad de que llegara a un acuerdo con Isabel.
—¿Recibiréis a doña Isabel, señor?
El rey, aturdido, no respondió.
IV
Enrique fue presa de un estado de ansiedad. Y, como siempre que le ocurría eso, comía demasiado y a todas horas. A veces vomitaba para poder seguir comiendo. La congénita debilidad de su estómago no tardó en avisarle de sus excesos.
Eso no evitó que enviara una carta a Isabel en que solicitaba reunirse con ella en Segovia. En cuanto Pacheco se enteró, fue a verle. Lo encontró en la cama.
—¿Os encontráis bien?
—Sí, sólo es una indigestión…
—¿Llamo al médico?
—No, no es necesario…, ya me purgué. —Incómodo, cambió de tema—: ¿Queréis algo, marqués?
Pacheco puso gesto adusto.
—He oído que vais a recibir a Isabel.
—Y habéis oído bien.
—Cometéis un error.
—¿A qué habéis venido? ¿A preocuparos por mi salud o a sermonearme? No me habléis de errores, os lo ruego. Vos cometisteis uno peor ocultándome lo que pasa en mi reino.
—Majestad, esos hombres son las patas de vuestro trono. Ellos no han hecho sino aquello que les pedisteis.
—Será lo que les pedisteis vos.
Pacheco miró a Enrique con cara de pocos amigos.
—Siempre por vuestro interés… ¿O también vais a renegar ahora de mí? Porque yo sigo en el mismo sitio de siempre, a vuestro lado. ¿Dónde estáis vos?
—Donde esté el bien de Castilla.
El marqués de Villena se rio.
—¡Es curioso! ¡Todo el mundo habla del bien de Castilla para justificarse! Pero ¿qué demonios es Castilla? ¿Podéis decírmelo vos, ya que sois su rey?
El rey calló. Ni siquiera miraba a Pacheco.
—¿Qué es Castilla, decidme? —insistió Pacheco—. ¿Sus campesinos, muertos de hambre? ¿Sus curas, que viven de la sopa boba? Un rey no se pliega a negociar con una usurpadora.
Enrique se mantuvo todo lo firme que su debilidad le permitía.
—Voy a ver a mi hermana.
—Pues vedla. Pero exigid a su hija como garantía. Mientras esté en nuestro poder, no se atreverán… O podemos aprovechar su estancia en Segovia para secuestrar a madre e hija…
Enrique, pese a su estado de postración, estalló.
—¡Ya basta! ¿Es ésa la única manera en que sabéis hacer las cosas? Estoy… cansado, y harto… Veré a mi hermana. Es mi decisión.
Tras un silencio, Pacheco intuyó lo que verdaderamente pasaba.
—Los Mendoza están de acuerdo en que veáis a Isabel, ¿verdad?
El rey no respondió.
—Ahora entiendo todo, majestad.
V
Cuando se recibió carta del rey pidiendo ver a Isabel, Fernando no se encontraba en Medina de Rioseco. Otra misiva había llegado antes desde Aragón: en ella Peralta avisaba de que su padre estaba pasando grandes apuros en Cataluña y necesitaban su ayuda.
Sin Fernando, pero ilusionada por haber conseguido el objetivo deseado, Isabel preparó su viaje a Segovia con mimo, pese a que aún quedaba un mes para la cita. Decidió llevar a su hija para presentarle a su tío, el rey, pues no la conocía.
Carrillo, que se había negado a acompañarla a Segovia, quería saber cuáles eran los planes de la princesa.
—¿Qué vais a negociar?
—No pienso negociar nada —le respondió Isabel—. Me atengo a lo que acordamos en Guisando: él es el rey, y confío en que por muchos años.
—Y vos, ¿esperaréis hasta que muera para sucederle?
—Así es.
Carrillo negó con la cabeza.
—Mal negocio es esperar en Castilla… y menos estando Pacheco de por medio. Enrique quiere ganar tiempo. No cumplió en Guisando y no va a cumplir ahora.
Isabel miró a Carrillo.
—Venid conmigo a Segovia y lo sabréis. —Se acercó a él—. No ignoráis que os necesito y yo no he olvidado todo lo que os debo. Ni mi marido ni yo fuimos a la ordenación de Pedro González de Mendoza… ¿Qué más pruebas queréis de mi lealtad? ¿O es que pretendéis hacerme pagar por culpas que no son mías?
El arzobispo cedió. Luego marchó a su despacho a seguir rumiando su pena.
Nada más irse, Chacón aconsejó a Isabel.
—Convendría avisar a vuestro esposo.
Isabel frunció el ceño.
—Me basto y me sobro yo sola.
Chacón le recordó que gracias a Fernando habían logrado acercarse a los Mendoza. A regañadientes, Isabel aceptó y consintió en que Cárdenas fuera a informarle de que el rey Enrique recibiría a Isabel.
Cárdenas tuvo que ir hasta Pedralbes, en Barcelona, para encontrarse con Fernando. Su presencia había sido definitiva para vencer la rebelión catalana y había llegado el momento de negociar la paz.
Fernando no se tomó a bien las noticias que le dio Cárdenas.
—¡Por Dios, qué mujer! ¿No podía esperar a que yo volviera para visitar a Enrique?
—Era la oportunidad de ver al rey. —Cárdenas templó la situación como pudo—. Además, con el debido respeto…, la sucesora al trono es ella.
—¡Sí, pero su marido soy yo!
Cárdenas tragó saliva.
—Ahí no me meto.
Fernando informó a su padre de que debía partir de inmediato a Castilla. El rey Juan se enfadó mucho al saber la noticia. Ya estaba cansado de las negociaciones con los condes de Barcelona y encima ahora tenía que seguir adelante con ellas sin su hijo.
Fernando pidió a su padre que se calmara, pero no lo consiguió.
—¡Pero cómo me voy a calmar! Estoy harto de estos condes catalanes… ¡Hablas y hablas, y cuando crees que ya está todo hablado, siempre sacan otro asunto de la manga! Estoy demasiado viejo para tener tantos líos a la vez en mi cabeza…
Su hijo le miró con cariño.
—Sé que debería ser al revés, pero me gustaría daros un consejo: tened paciencia con los catalanes.
—¿A qué tanto miramiento? ¡Les hemos vencido! ¿Para qué tanto negociar?
—Porque tienen que vernos como sus reyes, que es lo que somos…, no como sus enemigos, padre. Y malos reyes seríamos si avasallamos a nuestros súbditos.
—Peores reyes seríamos si mostráramos cariño con quien se rebela continuamente.
—Es el momento de la paz… De ayudarles a reconstruir lo arrasado por la guerra. Que los catalanes vean que nos preocupamos por ellos. Sólo así serán nuestros mejores aliados cuando Francia vuelva a atacar…, y no tardará en hacerlo.
Su padre le miraba atento. Fernando, con dulzura, puso la mano en su hombro.
—Negociad… No podemos tener enemigos en todos los lados… Y perdonad que os deje solo en las negociaciones. Pero no hemos invertido tantos esfuerzos para olvidarnos ahora de Castilla.
Sus palabras consiguieron que, por fin, el rey Juan sonriera.
—Seréis un gran rey, Fernando. Suerte en Castilla.
VI
Los nervios se apoderaron de Isabel minutos antes de encontrarse con Enrique. Estaba esperándole en la Sala Real y todos los recuerdos de su anterior etapa segoviana pasaban en esos momentos por su cabeza.
El maltrato sufrido por parte de la reina, el olvido absoluto de su hermano, las veces que tuvo que consolar a Alfonso… Ahora esperaba al hombre culpable de todo eso con la inevitable necesidad de llevarse bien con él. Lo hacía rodeada de nobles, entre los que se encontraban los Mendoza. Todos habían luchado contra ella y ahora parecía que nada hubiera ocurrido. Pensó en quienes murieron en la guerra, en uno y otro bando. Para nada.
Al llegar el rey, Isabel hizo ademán de postrarse ante él, pero Enrique, como en Guisando, lo evitó dándole un abrazo.
—Bienvenida, hermana.
Cuando dejó de abrazarla la miró de arriba abajo. Lo hacía con curiosidad, pero también con cariño. En ese momento notó Isabel la debilidad en el rostro de su hermano, demacrado, con los pómulos especialmente marcados.
Enrique, por fin, habló. Y lo hizo emocionado.
—Cuánto tiempo…
—Mucho, hermano.
—Sí. Tal vez demasiado. ¿Y vuestro marido? Después de todo lo que me hicisteis sufrir por él, ¿ahora no le voy a conocer?
—Hubo de marchar a Aragón por asuntos urgentes, pero en uno o dos días estará aquí.
—Muy bien, muy bien… Tengo ganas de conocerle.
A Isabel nunca dejaba de asombrarle su hermano, capaz de sufrir un ataque de histeria y al minuto siguiente ser el hombre más cariñoso del mundo. Capaz de perseguirla con un ejército y también de escribir las más bonitas palabras de pésame a la muerte de su hermano Alfonso.
No era momento de preguntarle por su doble personalidad. Probablemente nunca lo sería, pero ahora menos que nunca: estaban en juego cosas más importantes.
Carrillo se acercó a Chacón y le habló en voz baja.
—Por lo que veo, Fernando no es el único ausente…
—Cierto —respondió Chacón—. ¿Dónde estará Pacheco?
Enrique vio cómo cuchicheaban.
—Seguro que estáis hablando de política… ¡y hoy está prohibido hablar de eso! —Miró a Isabel—. Hoy es un día feliz. Mi hermana ha vuelto.
Ésa fue la señal para dar comienzo a la cena, a los brindis y a las celebraciones.
Cuando acabó la recepción, Isabel anunció a su hermano que le tenía preparada una sorpresa, pero que sería mejor hacerlo a solas.
Enrique pidió a los presentes que se marcharan. Todos se miraron extrañados menos Carrillo y Chacón, que ya sabían del asunto: Isabel quería que su hermano conociera a su hija.
Cuando se fueron todos, Catalina trajo a la pequeña Isabel, que acababa de cumplir tres años.
Enrique, emocionado, se puso en cuclillas ante ella.
—Es igual que vos cuando erais niña… —Miró a Isabel—. ¿Puedo cogerla?
—Por favor.
El rey la cogió. La niña le miraba seria pero sin queja alguna.
—Eres una niña bien educada…
Isabel le advirtió cariñosa.
—Que no os engañe, tiene un carácter de mil demonios.
Enrique, sonriente, se giró hacia Isabel.
—Lo dicho: igual que vos.
Isabel sonrió y bajó la mirada.
Enrique depositó a la niña en el suelo y, sin dejar de mirarla, se sinceró con Isabel.
—No sabéis lo afortunada que sois pudiendo ver crecer a vuestra hija. Hubiera dado cualquier cosa por tener esa suerte. Hubiera dado cualquier cosa porque mi vida hubiera sido otra.
—No podemos cambiar el pasado…, pero sí el futuro.
Enrique sonrió animado por las palabras de Isabel.
—Hace tiempo que no visitáis Segovia. Mañana quiero que paseéis de nuevo por sus calles. Y si me lo permitís, me gustaría acompañaros. Quiero que la gente me vea pasear de la mano de mi hermana…
—Será un honor.
De repente, Enrique hizo un gesto de dolor.
—¿Estáis bien? —preguntó Isabel.
Enrique disimuló el dolor como pudo.
—Sí…, sólo estoy cansado.
Isabel se despidió preocupada: algo le pasaba a Enrique.
Cuando se fueron su hermana y su sobrina, Enrique se dobló de dolor.
Así se lo encontró Cabrera al entrar a darle las buenas noches, y llamó urgentemente a un médico.
VII
El médico atendió a Enrique en su propia alcoba. Le hizo beber una infusión de hierbas que no debían tener buen sabor por la cara que puso el rey al tomarlas.
—Aaaargh… ¿Y con este brebaje pensáis que puedo sanar?
—Son hierbas… Nada malo os pueden hacer.
—Por su sabor, provocarme el vómito, seguro.
—Eso no, pero que tengáis el vientre más ligero, seguro…
El médico mostró su preocupación.
—Debéis ser más comedido en vuestras comidas. No comáis carne de caza durante unas semanas, majestad… Y no os purguéis vos mismo sin mi consejo.
El rey ni respondió. El médico le miró como un padre lo haría ante una travesura de su hijo.
—¿Me haréis caso alguna vez?
Para quitárselo de encima, Enrique pensó que lo mejor sería fingir que seguiría sus recomendaciones.
—Sí, sí, lo haré…
—Eso espero. Porque a mí me podréis engañar. Pero a vuestra salud, no.
El médico también aconsejó reposo al rey. Pero Enrique, en esto, tampoco le hizo ningún caso.
A la mañana siguiente se puso sus mejores galas y fue a pasear por Segovia acompañado de su hermana.
Los dos iban montados a caballo, con dos criados que llevaban las bridas de sus corceles.
Los segovianos les contemplaban admirados. Isabel sintió una felicidad como pocas veces había sentido.
—Siempre os agradeceré este gesto, majestad.
—Tal vez debería haberlo hecho antes. —Señaló a las personas que les aplaudían y vitoreaban a su paso—. Miradles. Todos ellos desearían estar en nuestro lugar. Ser reyes, príncipes y princesas… Sin saber que por serlo no somos más felices. Fijaos, nos miran y sonríen.
—Porque están hartos de disputas, luchas y guerras.
—Igual que yo, hermana. Disputé la corona con mi padre. Luego con mi hermano Alfonso… Hay que arreglar este problema. Para siempre.
—Tardaréis muchos años en dejar este mundo. Rezo a Dios por que así sea…
En ese momento, para sorpresa de todos, apareció Fernando a caballo. Al llegar a Segovia, Chacón le había informado de que su esposa estaba paseando con el rey y decidió ir a su encuentro.
—Por fin os conozco —le dijo Enrique—. Bienvenido seáis… Si gustáis de pasear a nuestro lado…
—Será un honor.
Prosiguieron el paseo los tres, rodeados de la gente que se aglomeraba en torno a ellos y les acompañaban aclamándoles.
Enrique sonrió feliz. Probablemente nunca se había sentido tan agasajado por su pueblo.
—Sin duda, éste es un día que habrá que celebrarlo.
VIII
Muchos se preguntaron en la recepción de Isabel dónde estaría Pacheco. Estaba camino de Trujillo. Cerca de allí tenía su residencia Juana de Avis, donde vivía con Pedro de Castilla y los dos hijos de ambos.
Pedro, al ver a Pacheco, quiso expulsarle de la casa, pero Juana de Avis evitó que la cosa fuera a más y le rogó que les dejara solos. Una vez sentada frente a Pacheco, la reina le preguntó:
—¿Qué queréis?
—Que vuestra hija sea la reina de Castilla… Y lo tiene más difícil que nunca.
Juana se preocupó.
—¿A qué os referís?
—Isabel está en estos momentos reunida con vuestro esposo. Él mismo la ha convocado para llegar a un acuerdo.
Juana le miró con odio.
—¿Ahora lucháis por los derechos de mi hija? ¿Vos, que fuisteis el primero que dudó de ella? Sin duda —insistió irónica Juana— otros deben de ser los motivos para que ahora os intereséis por ella.
—Sé que vos y yo tenemos cuentas pendientes. Pero debéis tener claro que nadie mejor que yo puede hacer valer los derechos de vuestra hija Juana.
—¿Y qué me pedís a cambio?
—Que habléis con vuestro hermano, el rey de Portugal. Decidle que debe ayudarnos… Y que, si no lo hace, Aragón tendrá en Castilla el peso que podría tener Portugal.
—¿Preparáis una guerra?
—Preparo una demostración de fuerza. Y si no es suficiente, lo que haga falta. Bien, ¿qué me respondéis?
—Os respondo que estoy harta de intrigas. No dudo de que el rey me odia. Pero mi hija tiene el apoyo de los Mendoza.
—Los Mendoza no son de fiar.
La reina sonrió con amargura.
—Si los Mendoza no son de fiar, ¿de quién se puede una fiar ya en Castilla? ¿De vos?
IX
La llegada de Fernando supuso una buena oportunidad de organizar otra celebración en palacio.
En esta ocasión, incluso había músicos y bailarines. Y, para sorpresa de todos, Isabel bailó para el rey. Al acabar el baile la princesa hizo una reverencia final a su hermano. Éste empezó a aplaudir y todos los allí presentes le secundaron.
Isabel ocupó su asiento entre el rey y Fernando.
Nada más hacerlo, el rey levantó su copa.
—Quisiera brindar por todos mis invitados… Porque olvidemos las malas experiencias del pasado y trabajemos juntos por una Castilla mejor…
Luego, se giró hacia Fernando.
—También quiero levantar mi copa por vos, Fernando. Siempre habéis sido de mi familia, pues primos somos… Ahora sois también mi cuñado. Y por fin os recibo en casa como familia, no como enemigo. ¡Por vos!
Todos brindaron y bebieron. Diego Pacheco, al que el rey había invitado, en ausencia de su padre, también lo hizo, pero a regañadientes.
Enrique también quiso anunciar que para demostrar su buena voluntad, ponía Segovia en manos de la princesa Isabel para que fuera su señora y viviera allí.
—Ya que tanto sufristeis aquí cuando erais niña, es justo que ahora os veáis recompensada.
Todos aplaudieron la generosidad del rey. Isabel y Fernando se miraron sonrientes: las cosas parecían empezar bien.
Luego tomó la palabra el recién nombrado cardenal don Pedro González de Mendoza, que propuso otro brindis.
—Yo también quisiera brindar. Levanto mi copa por la generosidad. La que acaba de tener nuestro rey y la que en su día me demostró Fernando, príncipe de Aragón. —Miró a Fernando—. Vos me recibisteis con cariño y hospitalidad en Valencia cuando nos visitó el cardenal Borja. Que sepáis que sois recibido aquí de igual manera.
Todos volvieron a brindar y a beber. Todos menos uno: Carrillo. Se acababa de dar cuenta de hasta qué punto había sido traicionado.
Sin decir palabra, se levantó y salió de la sala.
Chacón, tras pedir permiso al rey, salió tras él. Iba andando raudo por el pasillo.
—¡Esperad!
Carrillo se paró y se giró hacia Chacón, que se acercó hasta él.
—Os ruego que volváis a la cena.
Carrillo le miró grave.
—De acuerdo, pero con una condición: juradme que no habéis maniobrado a mis espaldas.
Chacón calló.
—Vuestro silencio confirma mis sospechas… —casi le escupió Carrillo—. Fernando apoyó a Pedro de Mendoza y no a mí para ser cardenal en Roma. Y vos lo sabíais… Y Cárdenas, que estaba con Fernando, también. Y lo habéis guardado en secreto.
—Lo supe después de que ocurriera. Pero no pido perdón por ello. Vos en mi lugar habríais hecho lo mismo.
—No a costa de humillar a quien tanto ha hecho por Isabel, como lo he hecho yo.
—Vos habéis humillado a Isabel y a Fernando imponiéndoles lo que tenían que hacer. Os avisé y no me hicisteis caso.
Carrillo sonrió con amargura.
—Curioso. No os importó mi ambición cuando salvé la vida de Isabel, cuando mis ejércitos os daban seguridad. Pero una vez conseguidos los objetivos, os molesta… Sin mí jamás habríais llegado hasta aquí. Y ahora me pagáis con esto.
Tras una pausa, añadió:
—Decidle a Isabel que no cuente nunca más conmigo.
Esa misma noche, Isabel supo de boca de Chacón la renuncia de Carrillo. Y estaba preocupada. Fernando, no.
—Alegrad esa cara. No le necesitamos como amigo.
—Ni tampoco como enemigo, os lo aseguro.
Fernando le acarició el cabello.
—No nos hace falta Carrillo ni nadie, Isabel. Pero debemos estar juntos en todo. En lo bueno y en lo malo. Sólo así gobernaremos con criterio cuando seamos reyes. Sólo así seremos felices como marido y mujer.
Besó a su esposa y siguió hablando.
—Debemos ser el uno para el otro y el otro para el uno.
Isabel le devolvió el beso.
X
Nada más llegar su padre a Segovia, Diego Pacheco le informó de lo ocurrido en su ausencia. Sobre todo, de lo acontecido con Carrillo.
—Otro al que han engañado —comentó su padre—. Nos fastidió bien el tal Borja. Ha unido a los Mendoza con Isabel.
—Y a vos… ¿qué tal os ha ido con la reina?
—No he conseguido nada… De momento. Pero ya vendrá a nosotros como un corderito cuando le vea las orejas al lobo.
Diego admiraba la capacidad de su progenitor para no darse nunca por vencido, pero no compartía su optimismo.
—Si hubierais estado en las celebraciones a la llegada de Fernando…, todo era alegría, todos parecían amigos de toda la vida, como si no hubieran guerreado unos contra otros. Los Mendoza, Isabel, Fernando, el rey… A veces pienso que tanta lucha no sirve para nada.
Pacheco miró enfadado a su hijo.
—¿Os vais a dar por vencido ahora? ¡Un Pacheco no se rinde nunca, hijo! ¡Nunca! Sólo nos puede vencer la muerte. Y el día que me llegue, quiero que sigáis mis pasos.
Diego estaba compungido.
—Yo no valgo ni la mitad que vos, padre.
—Lo valéis. Y con experiencia llegaréis a ser lo que yo. Sois mi heredero, ¿entendido? Sólo hay que esperar nuestra oportunidad. Este rey es blando y en cuanto le hablo de los tiempos pasados, de nuestra amistad… se emociona como una damisela. No os olvidéis nunca de lo que os digo, hijo.
Luego le abrazó. Fue un abrazo breve y nervioso de un hombre desesperado que intentaba agarrarse a lo que le quedaba de poder. Que se estaba quedando sin aliados en el peor momento de su vida.
Por eso, tras dejar a su hijo, incansable, volvió a salir de viaje. Esta vez el destino era Yepes, donde estaba Carrillo, al que encontró entre sus alambiques y fórmulas magistrales.
—¿Para qué habéis venido?
—Para recordaros todas las veces que os aconsejé que abandonarais a Isabel… Sin vos, la princesa ahora no sería nada y estaría encerrada en la torre de un castillo. O muerta. ¿Os ha merecido la pena tanto esfuerzo?
—No parece que vuestra entrega al rey se haya visto tampoco muy recompensada. Estamos iguales, sobrino, reconocedlo. Los dos estamos derrotados.
Pacheco se negaba a admitir eso.
—Veo que os dejáis vencer fácilmente. ¿No deseáis evitar que los Mendoza se salgan siempre con la suya? ¿No os hiere que Pedro de Mendoza sea cardenal y no vos? ¿No os duele que una niña que creció protegida por vos ahora os desprecie y engañe?
A Carrillo le dolieron estas palabras: desgraciadamente, resumían perfectamente su situación.
—Uníos conmigo para conseguir que la princesa Juana sea la reina de Castilla —insistió Pacheco—. Para que lo sea ya. Quitemos a Enrique su corona.
Carrillo lo miró con tristeza.
—Estoy cansado, Pacheco. Me estoy haciendo viejo, como vos… aunque no os queráis dar cuenta. Quiero descansar.
Pacheco suspiró y se dio por vencido.
—Sólo una pregunta. ¿Algún día volveréis a apoyar a Isabel?
—Nunca.
—Con eso me doy por satisfecho. Descansad. Ya os avisaré cuando llegue el momento.
XI
Pasó la Navidad y siguieron los festejos. Llegó la primavera y todo eran buenas palabras y celebraciones. El verano quedó atrás y las hojas de los árboles empezaron a caer. Y con ellas, los ánimos de Isabel.
Porque pese a tanto cariño y tanta promesa, el rey no había firmado nada, exceptuando la donación de la ciudad de Segovia a la princesa.
Pero en lo relativo a sus derechos de sucesión, sólo hubo silencios por respuesta a toda tentativa de reunión. Por ello, Chacón solicitó una entrevista con Diego Hurtado de Mendoza.
Reunido con los príncipes y Chacón, don Diego preguntó:
—Decidme, ¿para qué me habéis hecho venir?
Isabel respondió en nombre de todos.
—Llevamos casi un año en Segovia y todo son agasajos, fiestas y buenas palabras. Mi hermano se ha convertido en el mejor niñero de nuestra hija. Juega con ella a todas horas. Pero nada se concreta.
—Con Enrique hay que tener paciencia —alegó Mendoza—. Y su predisposición es buena…
Fernando resopló.
—Todos sabemos que la predisposición del rey cambia según sopla el viento, excelencia. Y que cuanto más tiempo pase, más fuerza damos a nuestros enemigos. No me fío de Pacheco.
Chacón puso los puntos sobre las íes.
—Seamos claros, don Diego. Vos negasteis el pan y la sal a Isabel, apostasteis por la hija del rey como sucesora… Es hora de que hagáis algo a nuestro favor.
Fernando añadió:
—Y más cuando bien sabéis que si vuestro hermano ha llegado a cardenal ha sido por mi intercesión con Borja y la de mi padre con Roma… Debéis hablar con el rey Enrique.
Mendoza sabía que tenían razón pero siguió con las evasivas.
—Es complicado… Basta que se le insista en hacer una cosa para que haga la contraria. —Miró a Isabel—. Tal vez vos tendríais más éxito que yo si hablarais con él.
Isabel se negó.
—Ésa es la última carta. No me hagáis quemarla antes de tiempo. —Hizo una pausa y continuó—: Os aseguro que cuando reine en Castilla premiaré cada gesto que se haya hecho a mi favor. Y que no olvidaré a quienes me apoyaron. Decidid de qué lado estáis.
Mendoza estaba sorprendido por la dureza que mostraba Isabel. Tanto que fue a ver al rey de inmediato.
Al exponerle el problema, Enrique se ofendió.
—¿A qué tanta prisa? ¿Acaso no doy muestras evidentes de cariño y hospitalidad?
—Sí, es cierto, pero Castilla necesita estabilidad y orden. Y éste es el momento oportuno.
Como veía remiso al rey, Mendoza siguió proporcionándole argumentos para que diera un paso al frente en el asunto de la sucesión.
—¿No habéis sentido el cariño del pueblo cuando os ha visto con Isabel y Fernando?
El rey asintió.
—Entonces, ¿por qué no tomar ya la decisión? Cuanto más tiempo pase, mayor margen daremos a intrigas y desconfianzas.
Enrique guardó silencio. Mendoza intuyó que había algo que le costaba decir.
—Podéis hablar en confianza, sabéis de mi lealtad.
Por fin, el monarca se animó a hablar.
—Estas últimas semanas me he sentido feliz y triste a la vez… Feliz por recuperar a mi hermana, a mi sobrina…, a mi propio cuñado, Fernando… Y triste porque hay otra parte importante de mi familia que es ajena a esta alegría y que puede resultar perjudicada por esa negociación a la que me apremiáis…
—Vuestra hija.
Enrique asintió.
Mendoza pensó qué alternativas podía ofrecer al rey. Y encontró una.
—¿No quisisteis casarla con el hermano del rey de Francia para garantizar su futuro y su rango? En las negociaciones con Isabel podemos imponer que se comprometa a garantizar su boda con alguien de alcurnia…
Enrique le miró ilusionado.
—¿Vos garantizaríais eso?
—Os lo juro por mi vida. Sabéis del cariño que profeso a la princesa Juana.
—Entonces, decid a Isabel que mañana mismo nos reuniremos.
XII
El marqués de Villena empezó a dar muestras de desánimo. No paraba de pensar en cómo salir de la encerrona en que la alianza de Isabel con los Mendoza le había metido. Mientras pensaba, comía. Y mientras comía y pensaba, echaba un ojo a unos documentos que tenía sobre la mesa.
Por eso viajó otra vez a Extremadura: para intentar convencer de nuevo a Juana de Avis. Necesitaba que interviniera Portugal o se perdería todo aquello por lo que había luchado: esencialmente, mantenerse en el poder.
Poco futuro tendría con un Enrique asesorado por los Mendoza y por Chacón. Ninguno, si llegara a reinar Isabel.
Esta vez no podía fallar, pensaba Pacheco en Trujillo, donde pasaría la noche antes de visitar a la todavía reina de Castilla. Había preferido hacer una parada de tan cansado que estaba y por una tos que le acompañaba desde hacía una semana. Sentía como si se hubiera hecho viejo de repente. No recordaba la última vez que se había puesto enfermo.
Y pensaba en su esposa, María Portocarrero, y en sus palabras antes de morir: ¿había merecido la pena dejar pasar los años de intriga en intriga? ¿No debería haber dedicado más tiempo a su familia y a disfrutar de la vida?
Antes nunca se había hecho estas preguntas. Pero ahora se lo cuestionaba. Tal vez por el cansancio y las dudas, en esta ocasión, había decidido viajar acompañado de su hijo Diego.
Mientras pensaba en esos temas, comía. Y mientras comía, echaba un ojo a unos documentos que tenía sobre la mesa.
En ese momento entró su hijo en el despacho.
—Hola, hijo. ¿Quieres comer algo?
—Gracias, pero no tengo apetito. ¿Cómo os encontráis?
—Mal… Ni la reina ni Carrillo han hecho caso a mis palabras. Debo de estar haciéndome viejo, hijo.
Con gesto triste, bebió un trago de vino.
—Vuestra madre tenía razón… Tal vez debí haberme retirado a tiempo. Dedicarme a ella, a casar a vuestra hermana Beatriz…, a querer a quienes me quieren. Y olvidarme de un rey desagradecido y desmemoriado.
Su hijo intentó animarle.
—No os desalentéis ahora vos. Sabéis que yo os apoyo y que haré lo que me digáis.
Pacheco sonrió agradecido.
—Lo sé, hijo. Lo sé.
De repente, Pacheco empezó a toser. Diego se alarmó.
—¿Qué os ocurre?
Pero su padre seguía tosiendo y no podía responderle. Diego pasó de la alarma a la desesperación.
—¡Socorro! ¡Que venga un médico!
Pacheco tuvo otro ataque de tos más fuerte y empezó a salir sangre de su boca. Luego, perdió el conocimiento.
Diego estaba horrorizado.
—¡Dios mío! Padre… Padre…
Al poner la mano en su cuello, Diego se dio cuenta de que su padre había muerto. Le abrazó llorando.
Era el 1 de octubre de 1474.