18

Octubre de 1474

I

Tras su charla con Diego Hurtado de Mendoza, Enrique se reunió con Isabel y los suyos.

La princesa, avisada por don Diego, quiso empezar la conversación aceptando los deseos de Enrique.

—Juro que me comprometo a que vuestra hija tenga un matrimonio digno, según su condición de hija de rey…

El rey sonrió.

—Me alegra mucho oír vuestras palabras. Entonces, pasemos a otros puntos que tratar.

La satisfacción apareció en el rostro de todos los presentes.

Isabel miró a Chacón para que empezara. Justo cuando éste iba a hablar, entró Cabrera en la sala. Lo hizo a la carrera y sin siquiera llamar. Enrique se alarmó.

—¿Qué ocurre, Cabrera?

—Don Juan Pacheco, marqués de Villena…, ha muerto.

Todos quedaron sorprendidos. Y Enrique, francamente conmocionado.

—¿Juan… ha… ha muerto…? ¿Cómo ha sido?

Cabrera explicó lo que sabía.

—Los médicos dicen que fue por un abceso en la garganta… Tenía úlceras sangrantes.

Enrique sufrió un vahído. Isabel se preocupó por él.

—¿Os encontráis bien, majestad?

Todos se acercaron junto al rey.

—Tal vez sea mejor suspender la reunión —dijo Mendoza.

Enrique casi lo suplicó.

—Sí… Os lo ruego. Necesito estar solo.

El rey se retiró a su alcoba, acompañado de Cabrera y un criado.

Al marchar Enrique, Cárdenas expresó lo que sentían todos.

—Hasta muriéndose es inoportuno don Juan Pacheco… Lo teníamos todo en la mano…

—No os preocupéis —dijo Mendoza—. Demos tiempo al rey.

Chacón dio la razón a don Diego.

—Cierto. Nadie en esta sala apreciaba al difunto, pero debemos comprender que Enrique creció con Pacheco, que fue en su día su verdadero amigo, que logró la corona gracias a él. Hay que entender su dolor.

Fernando estaba de acuerdo a medias.

—Lo entiendo…, pero no me fío.

No le faltaba razón: sin dar aviso de ello, Enrique marchó a Madrid a la mañana siguiente. Era su costumbre actuar así en los momentos difíciles.

II

Al saber de la muerte de su sobrino, Carrillo, tras esperar unos días, fue a Segovia a visitar a Diego Pacheco. Le encontró en el despacho de su padre, atendiendo los asuntos pendientes. Antes, había celebrado misa funeral por su padre en el monasterio de Guadalupe, por su cercanía con Trujillo. Luego, llevó sus restos al panteón familiar del monasterio de El Parral, en Segovia.

Diego no recibió a Carrillo con buena cara: no olvidaba, ni perdonaba, que le hubiera negado el apoyo a su padre.

—Esperaba veros en el entierro de mi padre. ¿Qué hacéis ahora aquí?

—Es evidente que soy más necesario aquí que en el cementerio. Dejad esa actitud inmediatamente. ¿O creéis que es esto lo que vuestro padre hubiera querido que hicierais?

—¿Y vos sabéis lo que hubiera querido mi padre?

—Sí. Os querría ver al lado del rey allá donde esté… Os querría ver como sucesor suyo, no como un funcionario ordenando papeles.

Tras una pausa, el arzobispo continuó:

—Oportuna muerte la de vuestro padre… Y con la misma enfermedad de la que murió su hermano don Pedro Girón…

—¿Qué queréis decir?

—Nada que pueda probar… Pero parece que Dios ha elegido el mismo camino para llevarse a los dos a su lado. O eso, o el veneno era el mismo.

Diego Pacheco estaba estupefacto.

—¿Creéis que mi padre fue envenenado?

—Lo que creo es que las casualidades son asuntos más propios de los hombres que de Dios… Y que en este caso benefician a la misma persona: Isabel.

Carrillo suspiró antes de seguir hablando.

—Estoy cansado, pero la muerte de vuestro padre me obliga a reaccionar… Viajad a Madrid para que el propio rey os dé sus condolencias. Tocad la fibra de sus emociones… Y tendréis un sitio a su lado.

Diego no entendía esa súbita aparición de Carrillo.

—¿Cuáles son vuestros intereses para venir a darme consejo?

—Los mismos que los de vuestro padre: evitar que Isabel sea reina.

III

La marcha del rey a Madrid decepcionó profundamente a Isabel. Diego Hurtado de Mendoza justificó el viaje hablando de su debilidad, que arrastraba desde hacía tiempo, a la que se había sumado su inmensa tristeza por la muerte de Pacheco.

No fue el único en abandonar Segovia en poco tiempo. Una vez más, y para Isabel ya eran muchas, Fernando era reclamado por su padre. Una vez más, Francia había recompuesto su ejército y había entrado en Cataluña.

Isabel quedó muy afectada por la noticia.

—¿Volvéis a Aragón?

—He de hacerlo.

Su esposa casi le suplicó.

—Os necesito aquí… Enrique puede volver en cualquier momento.

—Y mi padre y mi pueblo me necesitan allí, Isabel. Debo ir a defender Cataluña o si no pensarán que no merezco ser su próximo rey… —Rectificó enseguida—: Que no merecemos ser sus próximos reyes, Isabel…

Fernando la abrazó.

—Lo siento, Isabel, lo siento mucho… Os juro que lo que más deseo es estar junto a vos.

Luego la miró a los ojos.

—Volveré pronto. Tenedme informado de todo lo que acontezca… No dudéis que me presentaré aquí de inmediato, si es necesario.

Le dio un beso y salió de la estancia.

Al quedarse sola, Isabel, decepcionada, musitó para sí:

—Vos lo habéis dicho: si es necesario.

IV

Diego Pacheco fue a ver al rey a Madrid, como le había aconsejado Carrillo. Allí comprobó lo que le había dicho tantas veces su padre. Enrique era blando como una damisela. Sobre todo cuando recordaba los momentos vividos con su progenitor.

—Pobre Juan… Aún recuerdo cómo me enseñó a utilizar una lanza… —Sonrió—. No era muy bueno en eso… Vuestro padre tenía como arma la palabra, no espadas ni lanzas. Pero yo era casi un niño… Aún no me daba cuenta de nada.

Diego Pacheco mintió.

—Sí, me hablaba de ello a menudo, de aquellos tiempos, majestad. Lo hacía con cariño y respeto hacia vos.

Enrique cayó en la trampa. Con la mirada perdida, siguió recordando al difunto.

—El mismo que yo sentía por él… Teníamos nuestras disputas… Algunas muy graves. Pero son muchas las cosas que le debo a don Juan Pacheco. —Miró a Diego—. Me hubiera gustado estar a su lado en los momentos finales para decírselas. Nos pasamos la vida luchando por el poder y la riqueza… Pero cuando la muerte nos llama, nos impide llevarnos nada de eso al más allá.

Diego sabía que tenía que seguir apretando al rey. Y lo hizo.

—Tal vez entonces, mi padre os hubiera dicho lo triste que estaba por vuestro trato hacia él de estos últimos tiempos.

—Ser rey es muy complicado, Diego, muy complicado. Y a veces no se puede tener a todo el mundo contento. Pero os juro que me hubiera gustado zanjar nuestras disputas.

—Bien, yo ya he cumplido el objetivo de mi visita —dijo Diego—. Con vuestro permiso, majestad…

—Esperad. Sé de algo que le hubiera satisfecho a vuestro padre. Él quería que estuvierais a mi lado… Y lo estaréis. Le sucederéis en todos sus cargos.

—Sería un honor, majestad.

—Y para mí un alivio que aceptéis. Llamaré a un notario ahora mismo. Porque desde ya os nombro maestre de la Orden de Santiago.

Enrique abrazó a Diego. No se dio cuenta de que éste sonreía.

Cuando la noticia del nombramiento de Diego Pacheco al frente de la Orden de Santiago llegó a Segovia, nadie podía creérselo. El cargo de maestre no se heredaba, a no ser que fuera de rey a príncipe. Y aun así, debía someterse a votación por los miembros de la Orden.

El rey ya había hecho en su día la misma maniobra con Beltrán de la Cueva. Pero en esta ocasión era más grave. Diego Pacheco no había prestado ningún servicio a la Corona, mientras que por el contrario Beltrán sí había prestado muchos. Suponía también que un noble pudiera heredar un cargo de esa elevada posición de su padre. Y volvía a sobrevolar la sombra de un Pacheco sobre la paz política que había surgido tras el encuentro del rey y su hermana Isabel.

Don Diego Hurtado de Mendoza viajó de inmediato a Madrid para poner coto a la ambición del hijo de Pacheco y a la estupidez del rey. A Isabel no le pareció suficiente y, además, no se fiaba de los Mendoza. Por eso, en cuanto aquél marchó buscó a Cabrera.

—Cabrera, ¿qué gente de confianza tenéis en Madrid?

—A don Rodrigo Ulloa, contador del reino, y a don Garci Franco, miembro del Consejo Real. Ellos son mis ojos allí…

—Pues enviadles mensaje de que informen sin demora de lo que allí se decida… Y si pueden, antes incluso de que se decida. O pasará lo que ahora: que nos enteraremos de las decisiones del rey cuando sea demasiado tarde.

V

Ya era diciembre y en Segovia hacía mucho frío y nevaba casi a diario. Pero el día había amanecido con un sol esplendoroso. Y su luz resaltaba la blancura de la nieve.

Al verlo, Isabel buscó a su amiga Beatriz de Bobadilla para dar un paseo. Recordaba que, desde que era una niña, le encantaba pasear con la que era entonces su dama de compañía los días de sol y nieve.

—¡Qué agradable recordar los viejos tiempos!

Beatriz sonrió.

—Los que vienen serán mejores, ya lo veréis.

Isabel no estaba tan segura de eso.

—No sé si por muy buenos que sean me reconfortarán por todo lo que he perdido por el camino. Mi infancia… A mi madre… A mi hermano… La amistad de Gonzalo de Córdoba. Incluso a Carrillo, que, pese a su ambición, tantas cosas buenas hizo por mí.

—¿Os arrepentís de ello?

—Nunca. Al contrario. Todo eso me hace tener más fuerza. Porque si dudo, si titubeo, todas esas pérdidas no habrán servido para nada. He luchado para eso. He vivido para conseguir ese objetivo… Y que Dios me perdone, pero hasta cuando vivía mi hermano Alfonso, pensaba: «Yo sería mejor reina que él».

Aturdida por el significado de sus palabras, Beatriz se detuvo, obligando a Isabel a hacerlo también.

—¿Acaso deseáis la muerte de vuestro hermano Enrique?

Hubo un silencio. Isabel la miró, seria.

—Os reconozco que a veces la he deseado… Y he rezado a Dios para que me perdone. Pero es mucho el daño que Enrique ha hecho: a mí y a Castilla.

—Debe de ser duro vivir pensando en eso en vez de en vuestro marido, en vuestros hijos… En ser una mujer feliz.

Sin duda lo era, pensó Isabel. Pero había algo superior a eso.

—Quiero ser reina, Beatriz. Debo serlo. Aunque eso suponga pensar y hacer cosas que mi corazón me reprocha.

VI

Tal y como le indicó Isabel, Cabrera había dado aviso a Ulloa y a Franco para que le tuvieran informado de cualquier cosa que ocurriera en Madrid. Éstos aceptaron con lealtad, pero era tarea casi imposible para ellos llegar hasta el rey Enrique. Diego Pacheco le tenía prácticamente secuestrado.

Le impedía ver las cuentas que Rodrigo Ulloa le presentaba, como contador del reino que era. Salía de caza un día sí y otro también sin permitir más compañía que la de los criados y los perros.

Ulloa le comentó a Franco:

—Es imposible acercarse a él. Sólo tiene ojos para esa mala copia del marqués de Villena.

Incluso cuando el rey tuvo una grave recaída, Diego Pacheco cuidaba del monarca más que el médico que le atendía.

Éste recomendó a Su Majestad dieta y reposo. Pero Enrique, cada día más débil, se negó.

—¡No quiero! ¡Estoy bien!

—No estáis bien. Hacedme caso. Debéis descansar y no comer nada sólido en unos días.

Enrique se quejó.

—¿Para qué os pago? ¿Para que me atormentéis? ¡Fuera!

El médico obedeció. Diego Pacheco intentó que se calmara, preocupado.

—Tal vez deberíais hacer caso al cirujano, majestad.

Enrique estaba fuera de sí y ya no reconocía ni a amigos ni a enemigos.

—¿Vos también me vais a dar órdenes, Diego?

—No. Yo estoy aquí para obedecer las vuestras.

—Entonces ordenad que me preparen la cena. Tengo hambre. Me apetece un buen asado.

—¿Un asado?

—¡Sí, un asado!

Diego Pacheco ordenó preparar esa inadecuada cena. Sentía como si el rey, sabiendo lo débil que estaba, estuviera huyendo hacia el abismo. Desde que se encontraba en Madrid, su salud era cada vez más precaria. Y no dudaba de que, de un día para otro, una de sus recaídas sería definitiva.

Antes de que eso ocurriera, debía cumplir su misión: que el rey firmara que su hija Juana era su sucesora. Por eso, amablemente, durante la cena habló de traer a Juanita a Madrid para que viera a su padre. El rey no parecía muy ilusionado ante esa idea.

—No sé si ella tendrá muchas ganas de verme. Siempre que está conmigo le prometo algo que luego no puedo cumplir.

—Tal vez en esta ocasión sea diferente…

El joven Pacheco estaba intentando convencer al rey cuando un criado avisó de la llegada de Diego Hurtado de Mendoza.

Nada más ver al monarca, Mendoza se dio cuenta de su estado.

—Os veo muy débil, majestad.

Enrique sonrió cínico.

—¿Habéis viajado hasta aquí con el frío que hace sólo para preocuparos por mi salud?

—No sólo por eso. —Miró a Diego Pacheco—. Pero tal vez sea mejor esperar a mañana y poder hablar a solas.

—No, hablad ahora.

Mendoza lo pensó durante unos momentos, pero al final aceptó.

—Debéis saber que hay malestar en Castilla por el nombramiento del nuevo maestre de Santiago.

Diego Pacheco intentó responder, pero, pese a su estado, el rey se le adelantó.

—Yo decido y mando. ¿No es lo que siempre me aconsejáis que haga? ¿Que muestre decisión y carácter? ¿Me vais a aconsejar ahora lo contrario?

—No. Sólo os aviso de que el hombre a quien habéis dado tal cargo ha cooperado en conspirar contra vos. Hace meses que su padre visitó a vuestra esposa para pedir que el rey de Portugal entrara con su ejército en Castilla.

El rey miró a Pacheco.

—¿Es cierto lo que dice?

—No lo es, os lo juro… Además, si fuera cierto, ¿por qué ha esperado hasta ahora para acusarme? Yo os diré por qué… Los Mendoza quieren que Isabel herede la corona en vez de quien debe hacerlo, vuestra hija doña Juana. —Miró a Mendoza—. Ése es el pacto, ¿no?

Enrique estaba empezando a marearse.

—¿De qué pacto habláis?

Diego Pacheco se explicó.

—Fernando e Isabel apoyaron a don Pedro González de Mendoza para que fuera nombrado cardenal en Roma. A cambio de su apoyo para sucederos.

Mendoza se levantó airado.

—¡Sois un intrigante como vuestro padre!

Enrique hizo un gesto de dolor y los que discutían callaron. Luego el rey manifestó su hartazgo. De ellos y de la vida.

—¿Es que no puedo ni cenar en paz? Dejadme solo, os lo ruego. Me va a estallar la cabeza con tanta palabrería, con tanta intriga…

Enrique contempló cómo Mendoza y Diego Pacheco salían de la estancia.

Esa misma noche, el rey murió.

Dicen que su padre, el rey Juan, enfermó al saber de la noticia de la ejecución —por él firmada— de don Álvaro de Luna, su amigo y mano derecha. Y que, por eso, apenas vivió un año tras su pérdida.

Enrique sólo había sobrevivido poco más de dos meses al fallecimiento de don Juan Pacheco. Ya estaba enfermo antes de saber de la muerte del marqués de Villena. Y no había firmado su sentencia de muerte física.

Pero sabía que, con su reencuentro con Isabel, había ejecutado a quien había sido su doncel y su tutor. Su cerebro en tanta y tanta intriga. La escalera que le había llevado a ser rey.

Y también se acordaba de las muchas discusiones y los temores de Enrique a la ambición sin límites de Pacheco.

Pero era como si, muerto su compañero de andanzas, seguir siendo rey no tuviera razón de ser.

En realidad, muchas veces se había preguntado si merecía la pena ser rey. Le hubiera gustado seguir siendo eternamente aquel niño que jugaba con sus mascotas, que oía embelesado a los músicos y a los poetas que su padre invitaba a la Corte.

Dicen que cuando murió, Enrique tenía una sonrisa en su boca.

Tal vez estaba pensando en ese niño que fue. Y, por lo tanto, en la última vez que recordaba haber sido verdaderamente feliz.

VII

Ni Diego Hurtado de Mendoza ni Diego Pacheco habían conseguido su objetivo: que Enrique dijera quién debía heredar su corona.

Ambos, junto a Garci Franco y Rodrigo Ulloa, estuvieron presentes cuando esa misma noche un sacerdote dio la extremaunción al rey muerto. Acabada la liturgia, el sacerdote les dejó solos y Mendoza empezó a dar órdenes.

—Debemos convocar una junta que decida quién hereda la corona, si Isabel o Juana, la hija del difunto rey.

Diego Pacheco se opuso.

—No es necesario.

Todos miraron extrañados a Diego, que siguió mintiendo.

—El rey me dijo antes de morir que su heredera natural era Juana. Lo juro.

Mendoza se plantó frente a Pacheco.

—¿Hay algo escrito que dé fe de ello?

Diego Pacheco titubeó.

—Algunos criados pudieron oírlo…

Mendoza le miró con desprecio.

—Castilla no puede depender del testimonio de unos criados.

Luego miró a los otros presentes.

—Habrá una semana de luto. Luego se reunirá una junta en Segovia que decida quién es la reina. Nadie debe dar un paso en falso. Debemos elegir pensando en el futuro de Castilla. Y en acabar con las rencillas que la han mancillado estos últimos tiempos.

Luego miró a Enrique.

—Ahora, dejadme a solas: quiero rezar por él.

Cuando se quedó a solas con el cuerpo sin vida del monarca, Diego Hurtado de Mendoza puso una mano en la cabeza del que había sido su rey. Lo hizo con cariño, como un padre que ha perdido a su hijo.

—¡Qué buen rey habríais sido, Enrique! Si alguna vez hubierais querido serlo.

Fuera de la habitación, Franco y Ulloa tenían órdenes que cumplir: se las acababa de dar Mendoza. Pero no obedecieron. Se debían a Cabrera y a Isabel. Esa noche del 12 de diciembre de 1474, cabalgaron sobre la nieve hasta Segovia para dar noticia de los últimos sucesos.

Cuando llegaron a la residencia de Isabel, tras cabalgar toda la noche y parte de la mañana, ésta les recibió acompañada de Chacón, Cárdenas y Cabrera. Fernando aún seguía en Cataluña.

Cárdenas les preguntó:

—¿Sabéis si antes de morir dijo algo o firmó algún documento sobre quién heredaría su corona?

Ambos negaron.

—¿Daréis fe de vuestras palabras?

Ambos afirmaron.

Nada más oír estas palabras, Isabel se giró a Chacón para saber del siguiente paso a dar.

—No hay tiempo que perder —dijo firme Chacón—. Preparadlo todo, Cárdenas.

Ulloa avisó de un hecho importante.

—Hay algo que sin duda debéis saber: don Diego Hurtado de Mendoza va a convocar una junta para dilucidar quién será la heredera de la corona: vos o Juana, la hija del difunto Enrique…

Isabel, tras las palabras de Chacón, fue rotunda.

—No hay nada que dilucidar. Se acabó tener paciencia. Ya he tenido bastante.

Cabrera no estaba de acuerdo con ella.

—Pero alteza…, tal vez debiéramos esperar la decisión de esa junta.

Chacón le respondió con firmeza.

—Al contrario, razón de más para darse prisa. Hemos pedido a los Mendoza muchas cosas y apenas nos dieron migajas.

Isabel zanjó la discusión.

—No esperaré, Cabrera. Os ruego que deis a estos caballeros ropas secas y comida caliente. Luego, convocad al comendador, a jueces y regidores. Ése es el protocolo, ¿no es cierto?

Cabrera asintió y obedeció.

Cuando Isabel quedó a solas con Chacón y Cárdenas, éste preguntó a la princesa:

—Vuestro esposo… ¿qué opinará de no estar presente en la coronación?

—Fernando lo entenderá. Él también ha luchado para que llegara este momento.

—¿Y si no lo entiende? —preguntó preocupado Cárdenas—. Su carácter es tan fuerte como el de vos.

—Entonces, aprenderá algo muy importante: él mandará en Aragón. Pero en Castilla, quien manda soy yo.

VIII

Isabel asistió de riguroso luto a los requisitos previos a su coronación. En la iglesia de San Martín, el comendador preguntó a Rodrigo Ulloa y a Garci Franco mientras el pueblo aclamaba a Isabel en la calle.

Ulloa y Franco dieron fe de que el rey había muerto y de que ni dijo ni firmó escrito alguno que estableciera legítimo heredero.

Luego, Chacón tomó la palabra para defender los derechos de Isabel a heredar la corona en razón de su sangre y de los cumplimientos de los pactos de Guisando.

—Y puesto que aquí se halla Su Alteza, aquí debe ser coronada según las leyes de estos reinos.

El comendador preguntó a los nobles y jueces allí presentes si alguien se oponía a ello. Todos callaron.

El comendador sentenció:

—Que así sea.

Y así fue. Tras celebrarse un funeral por el rey Enrique, Isabel se dirigió a la plaza Mayor, donde se celebraría la ceremonia de su coronación. Nada más salir de la iglesia, Isabel se quitó su capa negra y mostró un vestido blanco como la nieve.

De camino a la plaza Mayor, Chacón desfiló a su lado. Isabel insistió en que lo hiciera, pues haber llegado hasta ahí era tan mérito suyo como de ella. Nada más empezar a andar, observó que don Gonzalo estaba pensativo.

—¿En qué pensáis, Chacón?

Éste sonrió.

—En una niña con la que jugaba al ajedrez.

Cuando llegaron a la plaza Mayor, Cárdenas le tomó juramento. Isabel, con la mano derecha encima de los Evangelios, juró obedecer los mandamientos de la Santa Madre Iglesia y mirar por el bien común de sus reinos, uniéndolos y pacificándolos.

Incluso se atrevió a ir más allá de la fórmula establecida.

—No juraré sólo por eso… También miraré de acrecentarlos, con todas mis fuerzas… Sí, juro y amén.

Cárdenas se giró hacia el público. En las primeras filas estaban clérigos y caballeros, éstos con sus cotas de malla. Los primeros se postraron de rodillas. Los segundos sólo hincaron una rodilla en tierra.

Cárdenas preguntó alzando su voz a los cielos de Segovia:

—Y vosotros, nobles, caballeros y clérigos, ¿juráis que serviréis a Isabel como vuestra reina?

Todos repitieron la fórmula:

—Sí, juro y amén.

Cabrera alcanzó la corona a Isabel, que se la ciñó en la cabeza.

Los mismos que acababan de jurar empezaron a clamar:

—¡Castilla, Castilla, Castilla!

El pueblo prefirió vitorear a Isabel. Y algunos hasta vitorearon al gran ausente: Fernando.

Isabel descendió del estrado, miró a uno de los caballeros y le pidió su espada. Luego se la dio a Cárdenas.

—Caminad delante de nosotros con la espada de la justicia como símbolo.

La comitiva, solemne, se puso en marcha a hacer la ofrenda de la corona a san Miguel. Guiaba el desfile un doncel con el pendón de Castilla y León. Tras él, a poca distancia, iba Cárdenas sujetando la espada con las dos manos desde la punta, dejando la empuñadura arriba. Inmediatamente después, Isabel desfilaba acompañada de Chacón.

Apenas había dado unos pasos cuando divisó a Beatriz a poca distancia de allí, contemplando la ceremonia. Ambas se sonrieron y a duras penas se contuvieron de correr a abrazarse.

Palencia, al que Isabel no había permitido estar en ninguna reunión desde la marcha de Fernando, estaba indignado al ver a Isabel tras Cárdenas con la espada. Así se lo hizo saber a Cabrera, que se encontraba a su lado.

—Isabel se está mostrando detrás de la espada que simboliza la justicia… Eso significa que será ella quien imponga penas y castigos.

—¿De qué os extrañáis? —preguntó Cabrera.

—Eso nunca lo ha hecho una mujer.

—Entonces es que ya iba siendo hora.

IX

No tardó Diego Hurtado de Mendoza, acompañado de su hermano el cardenal Pedro, en llegar a Segovia para mostrar su indignación a Isabel y sus asesores.

—¿Cómo habéis podido hacer algo semejante? Era una junta la que debía haber decidido quién era la reina…

—Castilla hubiera entrado en crisis ante el vacío de poder —justificó Chacón—. Y ya sabemos qué pasa cuando ocurren estas cosas.

Pedro no estaba de acuerdo.

—Aun así, hubiera sido mejor guardar las formas… Siempre habrá alguien que os podrá reprochar que os habéis hecho con la corona de manera injusta.

—¡Sólo era cuestión de esperar una semana para saber la decisión de la comisión! —Miró a Isabel—. Vos habríais sido elegida reina en ella… Os lo juro.

Harta de polémicas, Isabel se dirigió a los Mendoza.

—Si es verdad que iba a ser elegida reina en esa comisión, don Diego, pensad que entonces lo único que he hecho es evitar que perdierais el tiempo… Porque ya lo soy. —Miró fijamente a los dos hermanos—. ¿Sois leales a mi causa?

Pedro se adelantó a Diego para decir que sí, pero su hermano mayor no tardó en hacerlo también.

—Entonces debéis jurarme lealtad. —Se giró hacia Cárdenas—. Cárdenas, acercad esa Biblia…

Y los Mendoza acataron y juraron.

Más difícil lo iba a tener Isabel con su esposo. Nada más acabar la coronación, Palencia le escribió informándole de todo.

Fernando recibió el mensaje entre combate y combate con los franceses, luchando al lado de Pierres de Peralta. A él le mostró su indignación.

—No sólo se ha atrevido a coronarse sola… Ha hecho desfilar delante de ella la espada que simboliza la justicia.

Peralta se asombró.

—¿Isabel se ha erigido en la que imparte penas y castigos en Castilla? No hay mujer que haya hecho eso en ningún reino cristiano, que yo sepa…

Fernando tiró la carta al barro, de mal humor.

—¿No soy acaso su marido? ¿No tengo yo acaso en Castilla derechos de sucesión? ¿O es que sólo voy a ser su consorte? —Miró a Peralta—. Esta vez, Isabel ha llegado demasiado lejos.

X

Cuando todo estuvo en orden y los órganos de gobierno elegidos y asegurados, Gonzalo Chacón pidió licencia a Isabel.

Pensaba que ya había cumplido con su cometido y deseaba volver con su mujer a Arévalo, a vivir una vida tranquila y lejos de intrigas. Isabel le liberó de sus obligaciones.

Luego, Chacón aconsejó a Isabel que Cárdenas le sustituyera y ella también aceptó de buen grado.

Tampoco puso quejas a las otras peticiones de Chacón: recuperar los restos de don Álvaro de Luna de la fosa común donde se encontraban y llevarlos al sepulcro que su familia tenía en la capilla de Santiago, en la girola de la catedral de Toledo.

Isabel sonrió pero no le dijo a Chacón la razón de ello. Pensaba la reina que todo había sido una inmensa venganza del hombre que se lo había enseñado todo contra quienes tramaron la muerte de su amigo y maestro, don Álvaro. Y, sin duda, la había conseguido.

Antes de marchar, Chacón quiso dar sus últimos consejos a Isabel, en presencia de su sucesor Cárdenas.

—Debéis prepararos para atender problemas que sin duda aparecerán pronto, majestad. Uno es vuestro esposo… Conociéndole, no estará muy feliz de que os hayáis coronado sin él.

—Gracias, don Gonzalo —le respondió cariñosa—. Pero dejad que los problemas con mi marido los resuelva yo sola. ¿Algo más?

Chacón miró a Cárdenas que pasó a informar a la reina.

—Carrillo se ha entrevistado con Juana de Avis. Coincidieron en Madrid en los funerales del difunto rey Enrique… Todo apunta a que pedirán ayuda al rey de Portugal para defender los derechos de la hija de ella. Tal vez debamos apresurarnos en buscar para Juanita un buen marido de alguna corte europea.

Isabel negó con la cabeza.

—Eso no bastará. A ella, a Juanita, tal vez sí. A Carrillo y a su madre, no.

Chacón la miró preocupado.

—Entonces será difícil evitar una guerra. Vendrán tiempos difíciles, majestad.

Isabel sonrió.

—¿Han sido alguna vez fáciles, Chacón?

Tras una pausa, continuó:

—Os juro que negociaré con Carrillo y con el diablo si hace falta para que no mueran más hombres en los campos de batalla. Pero no seré débil como mi hermano Enrique: si quieren guerra, la tendrán. Porque todos en este reino deben tener claro algo muy importante…

Isabel se sentó en el trono que tantos años había ocupado su hermano Enrique y sentenció con firmeza:

—Que yo, Isabel, soy la reina de Castilla.

Luego, añadió con solemnidad:

—Y sólo Dios podrá apartarme de este trono.