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Noviembre de 1468

I

«Yo, el rey. Yo, la princesa».

Así firmaron Enrique e Isabel los acuerdos de Guisando. Y como rey y princesa viajaron juntos hasta Ocaña, nueva sede de la corte por voluntad del monarca.

Al llegar allí, Isabel y su comitiva se alojaron en un palacio propiedad de Cárdenas, natural de la localidad.

Por primera vez, desde hacía mucho tiempo, Isabel era feliz.

Carrillo, sin embargo, no se sentía tan contento. Seguía pensando que todo aquello era una trampa. Una buena prueba, para él, era la decisión de llevar la corte a Ocaña.

—No os ilusionéis, Isabel. Esto es sólo una jaula dorada… Las decisiones las seguirá tomando Enrique, en Segovia o en Madrid.

Chacón intentó frenar la desilusión que propagaba Carrillo.

—No seáis agorero, Carrillo.

—No lo soy. Simplemente digo lo que veo. Y he visto como vos que el rey y Pacheco, antes de dar tiempo siquiera a que nos instalemos en Ocaña, ya han partido a Segovia. Si ésta es la nueva Corte, ¿por qué no se han quedado con nosotros?

Todos callaron: sus palabras no estaban exentas de razón. Carrillo siguió con sus presagios, esta vez mirando a Isabel.

—Tarde o temprano, Enrique y Pacheco os traicionarán. Recordad estas palabras cuando ocurra, porque no estaré aquí para recordároslas yo.

Cárdenas puso voz a la sorpresa de todos los presentes tras escuchar a Carrillo.

—¿Nos dejáis?

—Así es.

Isabel se acercó cariñosa a Carrillo.

—¿Por qué os vais ahora? Enrique me reconoce como su heredera, pronto las Cortes me confirmarán como princesa de Asturias, nos han asignado recaudadores para cobrar impuestos en ciudades y villas…

—Seguid con vuestros sueños, que yo me voy a mi castillo de Yepes. Si algo os amenaza, hacédmelo saber. Yepes está a apenas catorce millas… Y tengo allí a parte de mi ejército.

Chacón sonrió forzadamente.

—Luego podemos seguir contando con vos.

Carrillo se giró hacia él.

—No permitiré que le pase nada a Isabel. Es la última esperanza de Castilla. Pero os aviso. Si tengo que volver, será por cuestión de fuerza mayor. Y si eso ocurre, cambiarán las reglas del juego: se hará lo que yo decida.

Tras decir esto, Carrillo inclinó la cabeza en señal de respeto a Isabel y se dirigió a la puerta.

—¡Esperad! —exclamó Isabel—. ¿Os vais a ir sin darme siquiera un abrazo?

Carrillo se acercó emocionado para fundirse en un abrazo con Isabel, esa niña que ya era una mujer y toda una princesa de Asturias.

Probablemente sin su protección jamás hubiera llegado a serlo.

II

Carrillo tenía parte de razón: los pactos recién firmados en Guisando, lejos de solucionar los problemas, sólo estaban sirviendo para generar otros nuevos.

Los Mendoza cumplieron con su amenaza de escribir carta a Paulo II, que fue leída en presencia del Papa por el hermano pequeño de la familia, Pedro de Mendoza. En ella Íñigo y Diego declararon perjuro al rey de Castilla.

Íñigo López de Mendoza también envió cartas a los principales nobles de Castilla para recordarles cómo el rey les había obligado a jurar como sucesora de la Corona a su hija Juana. Un juramento que no podía ser tomado en vano.

Enrique, como siempre que tenía problemas, decidió ir a cazar a su reserva de Madrid. Pacheco aprovechó su ausencia para presentar a su hija a Pierres de Peralta.

Beatriz Pacheco era una joven no demasiado agraciada, de ademanes toscos y cuya principal virtud era el amor que profesaba a su padre. Pese a su fortaleza, nada más saber que estaba prometida con el príncipe de Aragón, casi se desmayó.

—¿Seré reina?

Su padre remarcó con satisfacción:

—Futura reina de la Corona de Aragón…

Peralta, que no podía dejar de pensar en Isabel, miró a la joven y le dijo:

—Si vos aceptáis, Beatriz.

La respuesta de Beatriz fue un sonoro sí, tras el cual abrazó a Peralta. El noble navarro fue estrujado entre los brazos de la joven como lo fuera el rey Favila por el oso que acabó con su vida.

—¡Me dan ganas de salir y contárselo a todo el mundo! —exclamó luego Beatriz.

Peralta miró a Pacheco, que reconvino a su hija.

—Beatriz, si queréis ser reina, ya os he dicho que debéis ser discreta. Esto no ha de saberlo nadie.

—Lo sé, padre… Era una manera de hablar. Sabéis que siempre os obedezco. —Miró a Peralta—. Estad tranquilo, excelencia: si para ser reina sólo debo guardar silencio, estúpida sería si no callara.

Pacheco dio a Beatriz un cariñoso beso en la frente.

—Gracias, hija. Ahora dejadnos solos, que tenemos que hablar.

Beatriz correspondió a su padre con un beso en la mejilla, luego se inclinó ante Peralta y salió.

Pacheco se excusó ante Peralta.

—Disculpad la familiaridad de mi hija. Es una joven llena de vida.

—Tranquilo, Pacheco —respondió irónico Peralta—. Probablemente yo reaccionaría igual si me dijesen que soy el elegido para reinar.

El marqués de Villena dio una cariñosa palmadita en la espalda de Peralta.

—¿Qué pasos hay que dar ahora?

—Partiré a Aragón hoy mismo para comunicar la buena nueva. Haré redactar las capitulaciones de la boda y os las traeré personalmente a su debido tiempo…

—¿Cuándo calculáis que será eso?

—En cuanto la guerra con Francia nos deje un respiro. Pero creed en mi palabra: esta boda se celebrará. Es deseo expreso del rey de Aragón.

Pacheco le respondió confiado y afectuoso:

—Tranquilo, creo en vos… Además, yo también tengo problemas que resolver.

Sus problemas se resumían en un solo nombre: Enrique.

III

No debió servirle de mucho al rey su viaje a Madrid, ya que a su regreso a Segovia, continuaba deprimido.

Como siempre, Pacheco tuvo que hacer las cosas por él. Por ello pensó en las estrategias a seguir para parar el golpe de los pactos de Guisando y se presentó ante el monarca para contárselas.

Cuando llegó a la Sala Real de Segovia, Enrique estaba acompañado del fiel Cabrera.

—Majestad, debemos organizarnos, pensar en el futuro… —Miró a Cabrera—. Aunque de eso, tal vez sería mejor hablar a solas.

Cabrera se revolvió inquieto.

—¿Qué insinuáis?

—Todo el mundo sabe que vuestra esposa es la mejor amiga de Isabel.

—Sí, es verdad. Tanto como que mi lealtad a Su Majestad es inquebrantable.

Enrique zanjó la discusión:

—Confío en Cabrera, Pacheco. Hablad sin remilgos.

Pacheco volvió a mirar desconfiado a Cabrera y empezó a desgranar sus planes a regañadientes.

—Lo primero que debemos hacer es recuperar el apoyo de los Mendoza. Hay que dejarles claro que pensamos, como ellos, en el futuro de vuestra hija como algo prioritario.

—¿E Isabel?

—Eso es lo segundo, majestad: debemos alejarla de Castilla. Es un peligro para vos. Y tengo una idea con la que conseguiremos las dos cosas al mismo tiempo. Pero necesitamos tacto, tiempo y discreción. Lo que aquí se diga no debe salir de estas paredes.

Luego volvió a mirar a Cabrera.

—Si el rey confía en vos, yo no seré menos. Pero esto debe mantenerse en secreto.

Cabrera tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para responder.

—Juro por mi vida que así será.

Pacheco le replicó con una seca amenaza:

—Juro por vuestra vida que eso espero.

El rey, a falta de otra opción mejor, volvió a ponerse en manos de Pacheco ante la decepción de Cabrera.

Esa misma noche, mientras se preparaba para acostarse, Cabrera se esforzó en guardar el secreto ante su esposa Beatriz de Bobadilla, que le esperaba ya en el lecho.

—¡Cómo me alegro de que todo haya salido bien!

Cabrera simuló una sonrisa.

—Y yo…

—Pues quién lo diría, Andrés… ¡Tenéis la cara más triste que la Virgen de las Angustias! Venid aquí, cariño…

Cabrera se metió en la cama y besó a su esposa, que le correspondió con pasión.

—Isabel hará grande Castilla, podéis estar tranquilo.

—Ojalá sea así…

—¡Lo será! ¿Cómo podéis dudarlo?

Beatriz le abrazó.

No se dio cuenta de la seriedad que mostraba el rostro de su esposo, obligado a guardar un triste secreto: ésos no eran los planes del rey por muchos pactos que hubiera firmado.

IV

Pacheco acompañó a Enrique a visitar a Diego Hurtado de Mendoza, en su residencia de Buitrago, donde había llevado consigo a Juana de Avis y a su hija.

Don Diego, siempre tan leal al rey, no ocultó su decepción al verle.

—Sabed que os recibo por pura cortesía. No me arrepiento de ninguna de mis acusaciones hacia vos.

Enrique encajó la andanada, pero prefirió no tenerla en cuenta: necesitaba a los Mendoza.

—No vengo a vuestra casa para que os arrepintáis de nada, sino a intentar buscar una solución.

—¿No es un poco tarde? Hicisteis que juráramos a vuestra hija como heredera… ¿Y para qué? ¿Para negociar con Isabel a nuestras espaldas? Ese día cruzasteis una línea que jamás debisteis traspasar.

El rey decidió que ya era hora de responder.

—No permito que me regañéis como a un niño… Soy vuestro rey y un rey no pide perdón a sus súbditos… ¿Recordáis esas palabras?

Mendoza quedó asombrado por las palabras del monarca.

—Sí. Os las dije personalmente cuando apenas teníais quince años.

—Pues si yo recuerdo vuestra palabras con respeto, os pido que vos lo tengáis al menos para escucharnos.

Don Diego le miró unos segundos y pensó que si Enrique hubiera manifestado siempre esa fortaleza en su carácter, otro gallo le hubiera cantado a Castilla.

—¿Qué proponéis, majestad?

Pacheco tomó la palabra:

—Casar a Isabel con el rey de Portugal.

—¿Vais a intentar casar otra vez a Isabel con Alfonso de Portugal? ¿Y cómo le convenceréis esta vez, Pacheco?

—Ofreciéndole otra boda al mismo tiempo: la de su hijo don Juan con la princesa Juana.

Enrique explicó las razones de una estrategia en la que ya parecía creer, tal vez porque no le quedaba otro remedio.

—Así le garantizaríamos a mi hija ser reina de Portugal… Y si Alfonso e Isabel no tuvieran hijos, mi primer nieto se convertiría en rey de Castilla y Portugal, y Juanita en la reina madre de ambos reinos.

Mendoza se mostró escéptico.

—Isabel ya se negó una vez a casarse con Alfonso. ¿Cómo conseguiréis que ahora acceda?

Era el momento de que Pacheco explicara el resto de sus planes.

—Retrasaremos las Cortes hasta tener la confirmación de que Alfonso de Portugal acepta nuestra oferta. Y en esas Cortes lo que se someterá a votación no será la confirmación de Isabel como princesa de Asturias, sino su boda con el rey de Portugal.

Enrique sonrió.

—Y se votará que sí, os lo aseguro… La guerra ha empobrecido a muchos castellanos. Verán con buenos ojos una bajada de impuestos. Una vez concedida, aceptarán todo lo que les proponga. Esta vez, si se niega, Isabel no me estará desobedeciendo a mí. Sino al pueblo, representado en las Cortes. Y se quedará sola y sin apoyos.

Mendoza pensó en lo que acababa de oír. No pudo hacerlo durante mucho tiempo, porque el rey, ansioso, exigió su respuesta:

—¿Nos dais vuestro apoyo, Mendoza?

—Sí, lo tendréis… Pero cuando vea meterse a Isabel y a Alfonso de Portugal en la misma alcoba. Hasta entonces, sólo os prometo no mostrar beligerancia con la Corona y seguir protegiendo a vuestra hija… que, por cierto, os está esperando.

Enrique asintió: la respuesta le había dejado sin argumentos. Al salir junto al mayor de los Mendoza y Pacheco al pasillo, les estaba esperando Juana de Avis.

Mendoza mostró su disgusto

—¿Qué hacéis aquí? —dijo ofendido a Juana—. Os prohibí que vinierais.

La reina ni le miró: sólo tenía ojos para su esposo.

—Necesito hablar con vos —suplicó Juana al rey.

—Yo no. —Y dirigiéndose a Mendoza añadió—: Apartadla de mi camino.

Los tres hombres continuaron andando hacia donde les esperaba la hija del rey.

Juana de Avis intentó ir tras ellos, pero un guardia se lo impidió. Lo que no pudo impedir fue que gritara sus súplicas:

—¡Enrique! ¡Escuchadme, por Dios! ¡Escuchadme!

V

Desde que supo que Isabel se había instalado en Ocaña, Beatriz de Bobadilla no paró de insistir a su marido, don Andrés Cabrera, en su deseo de ir a visitarla.

Cabrera no estaba muy por la labor. Sabía de los planes que impedirían que Isabel fuera heredera a la Corona y quería ahorrar ese mal trago a su esposa.

Pero al final no le quedó más remedio que acceder. Por un lado, por la insistencia de Beatriz que, tozuda, siempre conseguía sus objetivos. Por otro, porque negarle ese deseo hubiera supuesto que sospechara que algo no iba bien. Y Cabrera, si quería conservar su puesto privilegiado en la Corte, debía mantener el secreto tal como les había jurado al rey y a Pacheco.

El encuentro de las dos amigas se selló con un emocionado abrazo. El afecto que se profesaban era inmenso. Llevaban sin verse demasiado tiempo y, durante el mismo, habían ocurrido muchos acontecimientos.

Por eso, lo primero que exclamó Isabel tras el abrazo fue:

—¡Tenemos tantas cosas de las que hablar!

—Os felicito, Isabel… Conozco por boca de mi marido todos vuestros éxitos.

Isabel asintió orgullosa: aún creía que había conseguido verdaderamente algo.

—Nuestro trabajo nos ha costado… A veces, es difícil comprender a mi hermano, el rey: es como si hubiera dos personas distintas en un mismo cuerpo…

—Dicen que la política causa esos efectos. Cuidado no os pase lo mismo a vos…

Isabel la miró muy seria.

—No. Yo siempre seré la misma. Pero hablemos de otros temas: ahora nos veremos más, os lo juro —dijo alegre—. ¿Aún os acordáis de nuestros juegos en Arévalo?

Beatriz sonrió.

—Cuando estoy triste, pienso en ello para animarme.

—Después de que se celebren las Cortes y todo esté ya firmado y en orden, podríamos hacer un viaje juntas a Arévalo. Nada me gustaría más que volver a ver a mi madre.

Beatriz notó la tristeza de Isabel al recordar a su progenitora y decidió cambiar de tema.

—Contadme… ¿Qué tal con Chacón, sigue tan gruñón como siempre?

—Cuando hace falta, sí… Pero, sin él, nada de esto hubiera sido posible.

—¿Y Gonzalo, aquel muchacho tan apuesto que era el doncel de vuestro hermano?

De repente a Isabel le cambió el gesto. Beatriz lo notó, preocupada.

—¿Le ha pasado algo?

—Le hirieron gravemente —respondió Isabel con tristeza—. Gracias a Dios sobrevivió… Se recupera en Ávila.

—Son buenas noticias. ¿Por qué las decís tan triste?

—Porque tenéis razón. La política causa efectos extraordinarios en las personas. Poca gente me ha mostrado tanto afecto como él. Y a pocas personas las tengo en tanta estima como a Gonzalo…

Isabel volvió a perder la mirada lejos de los ojos de Beatriz.

—… Y no me he acordado de él, hasta que no me habéis preguntado.

Beatriz supo de inmediato que era mejor no seguir hurgando en la herida. Por eso, sencillamente, acarició los cabellos de Isabel.

Al contrario que Isabel, Gonzalo sí pensaba en ella. Continuamente.

Sabía que había cometido un grave error confundiendo amistad con amor… ¿O era verdaderamente amor? Daba igual. Aunque lo fuera, Isabel no estaba al alcance de él.

Sin embargo, lejos de desfallecer, Gonzalo se propuso mostrar su cariño a Isabel de la única manera que podía hacerlo: protegiéndola. Evitando, como soldado que era, que pudiera sufrir cualquier daño. Eso, se juramentaba, nadie podría impedírselo durante el resto de sus días.

Sin duda, ésa era la razón por la que intentaba recuperarse cuanto antes de sus heridas y viajar hasta Ocaña, donde sabía que se encontraba la ya princesa de Asturias.

La obsesión por regresar para reunirse con ella y cumplir la misión que se había impuesto, llevó a un Gonzalo, pálido y descuidado, a abandonar su descanso antes de tiempo.

Álvaro Yáñez, el soldado al que salvó la vida y que se negaba a abandonarle en agradecimiento por ello, recriminó sus prisas.

—¿Qué hacéis de pie? El médico aconsejó que debíais seguir en reposo.

—No puedo estar más tiempo quieto, sin hacer nada. ¡No aguanto más en el lecho! Conseguid dos espadas y venid conmigo…

Los consejos de Álvaro no sirvieron de nada: a los pocos minutos, se encontraban los dos ejercitándose con la espada.

Álvaro apenas mantenía su guardia, dada la debilidad de su amigo. Gonzalo se dio cuenta y reaccionó rabioso:

—¡Sujetad fuerte vuestra espada! ¡Atacad! ¡No me tratéis como a un niño!

Álvaro simuló coger su arma con más fuerza y mintió:

—¡No lo hago!

Gonzalo, sacando fuerzas de flaqueza, realizó una maniobra que dejó en tierra a Álvaro.

—Lo hacéis —dijo Gonzalo jadeando por el esfuerzo—. Aprended esta lección: nunca se puede uno fiar de tres cosas: una espada rota, un borracho y un niño. ¡Levantaos!

Álvaro obedeció y siguieron luchando. Pero no fue por mucho tiempo: al volver a levantar su espada en posición de ataque, Gonzalo sintió tal pinchazo en su herida que le obligó a frenar su movimiento y doblarse en cuclillas.

—Tal vez debiera haceros caso y descansar un poco más.

Álvaro se le acercó cariñoso.

—Tenéis razón. Nunca se puede fiar uno de cuatro cosas: una espada rota, un borracho, un niño… Y un insensato como vos.

VI

A su llegada a Aragón, Pierres de Peralta fue agasajado por el rey Juan y su hijo Fernando con una comida por los servicios prestados.

Durante la misma, Fernando no paró de preguntar al navarro sobre su futura esposa, pero Peralta callaba discreto.

El príncipe no se dio por vencido, llevado por la curiosidad y la perseverancia propias de su edad. Pese a sus dieciséis años, el destino le había obligado a demostrar una madurez sorprendente tanto en la batalla como en la política.

Pero Fernando, a veces, no podía evitar mostrar lo que en realidad era: un muchacho adolescente.

—Dejaos de tanto misterio… ¿es o no hermosa?

Peralta suspiró, pues alguna respuesta debía dar a Fernando.

—En verdad, no tiene una belleza delicada. Pero es simpática, fuerte…

Fernando le miró decepcionado.

—Bruta.

Su padre intervino divertido:

—Ha dicho fuerte, no reinterpretéis sus palabras… —Se dirigió a Peralta—: ¿Cómo son sus caderas?

—Anchas.

—Bien. —Miró a su hijo—. Con vuestro tino y sus caderas parirá buenos hijos.

Fernando empezaba a desesperarse ante las perspectivas poco halagüeñas de su futuro marital.

—Además de que es fuerte y ancha de caderas…, ¿podríais decirme algo más de ella?

Peralta volvió a evadirse como pudo:

—Me pareció una joven dispuesta y voluntariosa.

El rey Juan cerró la cuestión.

—Y es la hija del hombre más poderoso de Castilla. Suficiente.

Fernando mostró su malestar:

—Sí, es suficiente… Lo siento, no tengo apetito.

Y se levantó de la mesa dejando solos a su padre y a Pierres de Peralta.

—Desde luego, Peralta, como casamentera no tendríais futuro…

—Lo siento… No había visto nunca así a vuestro hijo.

—Ni yo. Y sé la razón.

Peralta le miró inquieto esperando unas explicaciones que el rey no tardó en ofrecerle.

—Sé de sus muchas amantes… Pero nunca me ha preocupado. Eran mujeres de una noche, de una semana. Yo mismo era así hasta que conocí a mi difunta esposa Juana… —Tras una pausa añadió—: Ahora, no es lo mismo… Ahora lleva tiempo con una tal Aldonza. ¿La conocéis?

—Es una noble catalana. De Cervera.

—¿Es hermosa?

—Lo es. Y mucho.

Juan se quedó pensativo.

—Debe de ser algo más que hermosa. Si no, no sería un peligro para nuestros planes.

El viejo rey no andaba desencaminado. Nada más abandonar palacio, Fernando fue a buscar el consuelo de su amante y amiga, mientras daban un paseo por el bosque. Lo primero no preocupaba en demasía a su padre. Pero el amor y la amistad que el príncipe profesaba a la muchacha era lo que realmente perturbaba al rey.

A eso se sumaba que Aldonza era una mujer de delicada belleza. También poseía una madurez impropia de sus dieciocho años. Tenía la capacidad de saber escuchar y la habilidad del buen consejo.

—Calmaos… Cuando vuestro padre os lo propone, sus razones tendrá.

—¿Casarme con una mujer que no posee sangre de reyes? No encuentro razones para ello. Teme por Francia, pero ya me encargaré yo de mantener a raya a los franceses.

Aldonza cogió cariñosa las manos de Fernando.

—Prefiero saber que os pierdo porque os casáis que porque habéis muerto en la batalla.

El príncipe la miró enamorado.

—¿Cómo podéis ser tan dulce?

Aldonza sonrió pícara.

—No os creáis… A veces tengo mi temperamento.

—Lo sé.

Fernando la besó y ella devolvió el beso mientras las manos de él empezaron a desvestirla.

Aldonza lo frenó en seco.

—Estáis loco… Nos pueden ver…

—Me da igual… ¿Y a vos?

Ella le miró con deseo.

—También.

VII

Poco a poco, Isabel empezó a darse cuenta de que los presagios de Carrillo se estaban haciendo realidad: ya habían pasado cinco meses desde los acuerdos de Guisando y apenas llegaban fondos de las ciudades que le fueron concedidas. De cada tres villas que el rey Enrique le concedió para su usufructo, apenas pagaba una.

Cárdenas no tardó en averiguar que dichas ciudades ni siquiera habían recibido la carta real que ordenaba los pagos. Y aún peor, otras habían recibido órdenes de Segovia de no pagar a los recaudadores enviados por Isabel.

Eso explicaba que muchos de los cobradores reales destinados a recoger los fondos ni siquiera eran atendidos en esas villas. Y algunos, hasta eran agredidos cuando llegaban.

Isabel resumió lo terrible de la situación:

—No convoca Cortes para confirmarme oficialmente como princesa de Asturias, su esposa Juana sigue en Castilla… Y nos tiene en la miseria. No está cumpliendo el acuerdo. ¿Qué estará tramando mi hermano ahora?

Encerrada en su jaula dorada de Ocaña, como bien la definió Carrillo, la princesa no sabía qué estaba ocurriendo.

Al disolver sus ejércitos y desmembrar la red de comunicación tras los pactos de Guisando, nadie podía avisarle de que Pacheco se encontraba en Sintra intentando, una vez más, negociar su boda con el rey de Portugal.

Alfonso aún recordaba la humillación de Isabel en el monasterio de Guadalupe. Y aunque la oferta de la doble boda le parecía interesante, no quería arriesgarse a hacer el ridículo otra vez.

Por mucho que Pacheco le juró que no volvería a pasar, el rey portugués prefirió guardarse las espaldas y decidió enviar una comitiva para que negociara en su nombre. Sólo cuando el pacto estuviera firmado, viajaría a Castilla.

Pacheco no tuvo otro remedio que aceptar. No era lo deseado, pero era suficiente.

Antes de despedirse, Alfonso de Portugal preguntó por su hermana, Juana de Avis.

—Por cierto, Pacheco… ¿Qué tal está mi hermana? Me preocupa, la última vez que la vi, aquel nefasto día, la encontré muy delgada.

Pacheco no pudo evitar sonreír.

—No os preocupéis. Ha engordado un poco.

No era cuestión de desvelar a Alfonso que su hermana estaba embarazada tras ser infiel a Enrique. Ya bastante deteriorada estaba la imagen exterior de Castilla como para encima dar noticias que más parecían de un burdel que de un palacio.

Al llegar Pacheco a Castilla se encontró a Enrique especialmente nervioso: había recibido una petición de entrevista de Isabel, a través de una carta en la que también le acusaba de no cumplir con los pactos de Guisando.

Conocía el carácter de su hermana y no podían mantenerla bajo presión tanto tiempo o todo se iría al traste.

Cabrera propuso pagarle parte de los ochocientos mil maravedíes que se le adeudaban. Ya que apenas recaudaba de las ciudades a su servicio, esto aliviaría su situación y relajaría las cosas.

Pacheco, ante la sorpresa de Cabrera, le dio la razón. En realidad, éste planteó esa solución apenado por la situación de Isabel. Tal vez por ser la mejor amiga de su esposa, tal vez por la inquina que estaba tomando a Pacheco, pero sobre todo porque estaba harto de tanta intriga y tanta promesa sin cumplir, Cabrera empezaba a pensar que quizá Isabel podría mejorar el gobierno de Castilla, visto lo visto.

Pacheco dio un paso más: ya era hora de convocar Cortes. Se haría justo al cabo de un mes, cuando la comitiva portuguesa ya estuviera en Castilla. De esa manera, Isabel no tendría tiempo de reaccionar.

Dicho y hecho, Enrique ordenó enviar quinientos mil maravedíes a Isabel, así como el anuncio de convocatoria de Cortes.

En Ocaña la sorpresa al recibir ambas noticias fue mayúscula.

—No entiendo nada —comentó Cárdenas—. Meses sin cumplir su palabra y ahora nos paga de golpe más de la mitad de lo adeudado… Y convoca Cortes de inmediato.

Isabel, buscando alguna justificación, recordó lo inconstante y olvidadizo que era su hermano Enrique. Tenía tantas ganas de que todo fuera bien, era tan grande el esfuerzo realizado y las penas sufridas, que Isabel, próxima a cumplir los dieciocho años, se ilusionaba ya con cualquier buena noticia que recibiera.

Chacón, sin embargo, no era tan optimista. Y menos, estando de por medio el marqués de Villena.

VIII

Fernando, príncipe de Aragón, estaba emocionado. Delante de él, apoyada sobre un almohadón, había una corona. La cogió y la ciñó sobre sus sienes. Luego sonrió en dirección hacia Peralta y el rey. El primero estaba contemplándolo, mientras que al segundo le hubiera encantado hacerlo, pero su vista no se lo permitía.

—Ya la tengo puesta.

—¿Le queda bien, Peralta?

—Perfecta. Como si hubiera sido rey de Sicilia.

Fernando siguió ajustándose la corona.

—Si hubiera llevado este trasto desde mi nacimiento, ahora tendría las cejas en las rodillas… —Y añadió quitándose la corona—: ¡Cómo pesa!

El rey Juan alivió las inquietudes de su hijo:

—Tranquilo, no hace falta llevarla todos los días… Ser rey está en el corazón y en la cabeza, no en lo que se ponga encima de ésta.

Fernando estaba feliz.

—Lo sé… Vos sois mi ejemplo. —Miró la corona—. ¡Rey de Sicilia! ¿Puedo abrazaros?

Su padre sonrió.

—Os lo ordeno.

—Aprovechad para dar órdenes ahora que aún no soy rey…, que luego hablaremos de igual a igual.

Fernando se abrazó con su padre. Peralta contemplaba satisfecho la escena.

—Gracias, padre.

—¿Por qué? Os lo merecéis. Sois mi hijo, mi mejor capitán y hasta mi lazarillo cuando hace falta… Venga, disfrutad los días que os quedan como príncipe con esa amiga vuestra.

Fernando, contento, salió de la sala. Peralta sonrió.

—Sois zorro viejo, majestad.

—Más viejo que zorro. Y ciego como un murciélago… Pero no soy tonto. Algo tenía que darle a mi hijo a cambio de una boda obligada.

—Para colmo, le animáis a que se divierta con Aldonza… ¿No os preocupaba tanto?

—Conozco a mi hijo. Si le prohíbes algo, más ganas tiene de conseguirlo… ¿Habéis mandado a Pacheco mensaje de la noticia?

En efecto, Peralta lo había mandado.

Cuando dicho mensaje llegó a Pacheco, éste dio un brinco de alegría tras leerlo. No era muy dado a mostrar sus emociones. Pero esta vez no había problema: estaba solo en su despacho.

De hecho, al llegar su hija, disimuló toda su alegría. Beatriz estaba nerviosa: no tenía nuevas noticias de la boda y quería saber si su padre sabía algo, ignorante de que acababa de recibir noticias de Aragón.

Pacheco asintió y le ordenó serio:

—Sentaos.

Beatriz Pacheco obedeció pensando que algo malo estaba pasando.

—Ya no os vais a casar con el príncipe.

Su hija quedó desencantada y a punto de llorar.

Pacheco notó la tristeza de Beatriz, pero decidió seguir jugando con ella.

—¿Qué os tengo dicho?

—Que a malas noticias, siempre hay que tener buena cara, padre.

—¿Entonces?

Beatriz consiguió forzar una sonrisa. Muy amarga, pero sonrisa… aunque de vez en cuando amagaba algún puchero.

—Lo siento, padre. Pero es que me hacía tanta ilusión…

—Tranquila, porque a cambio, os casaréis con un rey. Fernando va a ser coronado en breve rey de Sicilia.

Pacheco sonrió como nunca nadie le había visto hacerlo. Ni siquiera su hija, que le miró incrédula y luego empezó a llorar.

—Perdonad por no controlarme, pero es que… ¡soy tan feliz!

Pacheco se acercó y la levantó de la silla para abrazarla.

—Sonreíd, llorad, haced lo que os dé la gana… porque vais a ser reina. Y os lo podéis permitir todo.

Pacheco era feliz, aunque no lo sería del todo hasta que lograra alejar a Isabel de Castilla. Entonces, todo cambiaría: él volvería a dominar el reino y el siguiente paso sería establecer alianzas con Aragón. ¿Qué menos podía hacer si su hija iba a ser su reina?

IX

Por fin llegó el día en el que se celebraron las Cortes.

Isabel asistió esperanzada acompañada de Chacón y Cárdenas. Según avanzaba la sesión, los nervios empezaron a aparecer.

En voz baja, Isabel cuchicheó a Chacón:

—Han hablado de ovejas, del coste del pan, del castigo a los ladrones de los caminos… Pero de lo nuestro, nada.

Chacón mantuvo la compostura pese a que sus sensaciones eran sombrías.

—Esperemos.

Pacheco tomó la palabra.

—Me es grato informar a los presentes —dijo Pacheco elevando la voz— que, por la gracia de Su Majestad el rey, se rebajarán los impuestos en una tercera parte.

El anuncio provocó grandes clamores entre los asistentes. Incluso se escuchó más de un viva al rey.

Tal entusiasmo no carecía de lógica y estaba perfectamente estudiado por Pacheco: la guerra y la incertidumbre política habían mermado las arcas de los castellanos y esta nueva medida suponía para ellos un gran alivio. Y, además, la sensación de que el rey también se sacrificaba por ellos.

Chacón se percató de la maniobra.

—Como veis, quieren tener a todos contentos.

Isabel asintió seria:

—Y lo consiguen.

Los gritos de apoyo obligaron al rey a tomar la palabra.

—Gracias, castellanos… No lo toméis como una dádiva, sino como un reconocimiento. Lo hago para resarciros de las pérdidas provocadas por la guerra. Una guerra que llegó a su fin gracias al diálogo y el respeto de Isabel, mi hermana.

Isabel por fin sonrió: parecía que se acercaba el momento esperado.

Enrique continuó:

—Precisamente sobre ella, pieza clave de nuestro futuro, trata el último punto de la sesión.

Isabel suspiró ilusionada; siguió escuchando a su hermano y deseando que todo lo pactado se cumpliera. Que no tuviera que volver a desconfiar nunca más. Que su vida fuera a partir de ese momento tranquila.

No fue así.

—Tengo a bien comunicar a los presentes la propuesta de casar a doña Isabel con Su Majestad el rey don Alfonso de Portugal —dijo el monarca continuando con su discurso. Y añadió dirigiéndose a los asistentes—: Compromiso del que solicitamos vuestra aprobación por el método del alzamiento de mano.

Mientras todos los presentes alzaban su mano aceptando la moción, a Isabel se le heló el alma.

—Me han engañado… Me han engañado todo este tiempo.

Con lágrimas más de rabia que de tristeza, se levantó y salió apresurada, seguida por sus fieles Cárdenas y Chacón.

Al llegar al palacio de Cárdenas, donde vivía, Isabel estalló:

—¡Carrillo tenía razón! ¿Cómo nos hemos dejado engañar? —Miró desconsolada a Chacón—. ¿Qué hacemos ahora?

Chacón estaba hundido: Pacheco le había ganado la partida pese a los avisos de Carrillo.

—Es complicado. Algo sancionado en Cortes es difícil de desobedecer.

—Pues yo lo haré, no os quepa duda. Ya le dije una vez que no al portugués y con ésta serán dos.

Chacón intentó hacer ver a Isabel que no era tan fácil.

—Han sido muy hábiles. La primera vez era sólo una decisión del rey. Y le desobedecisteis. Pero ahora, si os negáis estaréis desobedeciendo al pueblo, representado en Cortes… Y el pueblo es precisamente vuestra fuerza.

Isabel se derrumbó en una silla.

—¿Y todo lo que he luchado y sufrido estos años no servirá para nada? Todo esto parece un mal sueño donde me pasa lo mismo una y otra vez… —Y con firmeza sentenció—: No. No me casaré. ¡Cárdenas!

—Sí, alteza.

Isabel estaba frenética.

—Escribid una carta al rey dejándole claro que no aceptaré la boda de acuerdo a los pactos de Guisando, según los cuales debo dar el visto bueno al pretendiente propuesto por el rey.

—Así lo haré, alteza.

—¡Hacedlo ya!

Cárdenas miró a Chacón, superado por los acontecimientos. Cuando iba a salir, llamaron a la puerta y al abrirla encontró a un criado.

—Tenéis visita, alteza.

Isabel reaccionó histérica:

—¿Quién quiere verme ahora?

Apareció Gonzalo con Álvaro. A Isabel le cambió la cara.

—¡Gonzalo!

Gonzalo inclinó la cabeza en señal de respeto.

—Perdonad que no llegara a tiempo para asistir a las Cortes. Me hubiera gustado ver cómo os proclamaban princesa de Asturias…

Isabel rompió a llorar, definitivamente rota.

Gonzalo miró a Chacón: ¿qué había dicho tan inoportuno?

X

—¿Cuándo veremos a doña Isabel, la novia?

Ésa era la pregunta más repetida por el duque de Braganza, líder de la comitiva portuguesa.

Los portugueses llevaban varios días esperando en Ciempozuelos noticias sobre cuándo comenzar a redactar las capitulaciones de boda, pero nadie les informaba de nada.

Sólo escuchaban la misma respuesta del rey:

—Pronto, no os preocupéis…

—Esperábamos verla en la recepción. Luego creíamos que nos visitaría en Ciempozuelos… ¿Hay algún problema?

—No, no… Todo está hablado y la infanta Isabel tiene plena disposición a cumplir con nuestro compromiso con Portugal.

—Me alegra oír esas palabras. Sobre todo después de la experiencia anterior con Su Majestad el rey Alfonso.

Pacheco asintió y se los quitó de encima como pudo, ordenando a Cabrera que organizara agasajos donde no faltara la comida ni las mujeres.

Nada más salir el duque de Braganza, don Alonso Barcelos, acompañado de Cabrera, Enrique se levantó nervioso.

—Mendoza tenía razón, Isabel no iba a ser tan fácil. Malditos pactos de Guisando… ¡En qué hora los firmé! ¡Un rey manda, no cede! ¡Y yo he cedido demasiadas cosas estos últimos tiempos!

—Vuestra hermana aceptará la boda, dejadlo en mis manos… pero antes necesito un favor de vos.

Enrique le miró expectante.

—Necesito que convoquéis a Chacón y a Cárdenas. Proponed una reunión en respuesta a la carta de Isabel… Decid que preferís hablar con ellos que no con vuestra hermana.

—No hay tiempo para negociaciones, Pacheco.

—Y no las habrá. Cuando lleguen a Segovia dad orden de retenerles. Carrillo ya les abandonó hace tiempo. Necesito estar a solas con Isabel.

Hubo un silencio. Tras él, Pacheco avisó al rey de lo que podía ocurrir:

—¿Sois consciente de que utilizaré la fuerza si es necesario?

Enrique le miró serio.

—Haced lo que tengáis que hacer.

XI

La estrategia de Pacheco era clara: convocar a Chacón y Cárdenas en Segovia y retenerles allí. Con Carrillo lejos de Isabel, él se encontraría a solas con ella y la forzaría a firmar la aceptación de sus nupcias con Alfonso de Portugal.

Pacheco solía gustar de manejar las intrigas con sus mejores armas: la palabra y el engaño. Pero no iba a ser la primera vez que utilizara el secuestro y la violencia para llevar a cabo sus propósitos.

Sitió a Juan II, anterior rey de Castilla y padre de Enrique. Consiguió del mismo Juan que firmara la ejecución de su principal enemigo, don Álvaro de Luna. Y más de un noble sufrió la vejación de ser recluido en una torre. Alguno murió por infamias propagadas por Pacheco. Otros, envenenados por órdenes suyas.

Sus manos parecían estar limpias, pero si limpias estaban era porque otros se las manchaban de sangre por él.

Cuando la petición del rey de hablar con Chacón y Cárdenas a solas llegó a Ocaña, nadie atisbó que era la primera fase de una trampa.

Isabel, en principio, se negó a la petición de Enrique, porque quería hablar cara a cara con él. Pero Chacón le aconsejó que no agraviara al monarca y prometió defender aquello por lo que tanto habían luchado. Isabel acabó cediendo y aceptó quedarse en Ocaña.

A la mañana siguiente, Chacón y Cárdenas partieron hacia Segovia. Al mismo tiempo, Pacheco hacía el viaje inverso: de Segovia a Ocaña.

Cuando los asesores de Isabel llegaron a Segovia, se encontraron con la sorpresa de que el rey estaba de caza. El mismo Cabrera se lo anunció.

Cárdenas y Chacón presintieron que algo estaba pasando e inmediatamente decidieron hacer el viaje de vuelta hacia Ocaña. Cabrera se lo impidió y ordenó a la Guardia Real su encierro en una habitación destinada a tal efecto.

Chacón estalló indignado:

—¿Qué está ocurriendo aquí?

Cabrera, apesadumbrado, le rogó:

—No me hagáis esto más difícil, excelencia.

—Pacheco, ¿verdad?

Cabrera calló y vio, solo y meditabundo, cómo la guardia se llevaba a Chacón y Cárdenas. Estaba rogando a Dios que el encierro fuera leve y que no hubiera orden de ningún tipo de violencia, porque dudaba de poder obedecerla.

Su esposa, Beatriz de Bobadilla, no tardó mucho en saber de la situación y acudió a él alarmada.

Cabrera la miró triste.

—Tengo que desvelaros un secreto. Isabel nunca será reina.

Beatriz empezó a llorar.

—Yo tengo que contaros otro.

Su esposo la miró alarmado esperando la respuesta.

—Estoy embarazada.

Cabrera, triste, abrazó a Beatriz: nunca tan buena noticia alegró menos a nadie.

XII

Al mismo tiempo que se sucedían los hechos en Segovia, Pacheco ya había llegado a Ocaña, acompañado de doscientos hombres. No los necesitaba para convencer a Isabel, pero sí para controlar todos los pasos de entrada y salida de la villa, que fue lo primero que ordenó.

Luego, junto a una docena de hombres entró en la residencia de Cárdenas, donde vivía Isabel.

Allí se encontró con una sorpresa: la presencia de Gonzalo, que al ver a Pacheco no se quedó menos pasmado.

—¿Qué hacéis vos aquí?

Pacheco forzó una sonrisa.

—Se trata de una visita de cortesía. Traigo un mensaje del rey… En Guisando me dijeron que os habían herido gravemente. Me alegra veros recuperado.

Gonzalo combatió con otra sonrisa la de Pacheco. Le costó; sabía que algo grave estaba pasando.

—Es un honor que el marqués de Villena se interese por un simple soldado. Ahora, si me dispensáis, tengo cosas urgentes que hacer.

—Por supuesto… Yo también ando muy atareado.

Gonzalo y Pacheco siguieron cada uno su camino.

El primero, sin acelerar el paso, dando apariencia de normalidad. El segundo también la aparentó… Pero en voz baja dio orden de cerrar no ya la ciudad sino el mismo palacio, y detener a Gonzalo. Ahora no podía entretenerse: debía reunirse con Isabel.

La encontró en su despacho leyendo. Isabel pidió explicaciones sobre lo que ocurría, pero Pacheco ni se molestó en contestarle. Prefirió exponer claramente el motivo de su visita. Colocó unos documentos en la mesa y los señaló con su dedo índice. Luego sacó una pluma y dijo:

—Firmad los papeles de vuestra boda.

Isabel estaba asustada, pero mantuvo la compostura.

—Ni lo soñéis…

Pacheco la miró con odio.

—Firmaréis… Por vuestro bien, espero que lo hagáis. Por que si cuando amanezca no lo habéis hecho, os llevaré a Segovia y os encerraré en la torre del Alcázar… Y os juro que yo mismo os tiraré de ella si hace falta.

—No os atreveréis a llegar tan lejos.

—Ponedme a prueba, Isabel. Además, nadie sabría que fui yo quien os despeñó… Vuestra madre está loca, así que bien puede estarlo también su hija. Y los locos a veces hacen cosas extrañas en sus delirios.

A continuación, Pacheco salió de la sala. Isabel, al quedarse sola, se derrumbó llorando.

Mientras esta conversación transcurría, Gonzalo logró llegar hasta donde estaba su compañero Álvaro Yáñez. Lo encontró preso por dos guardias reales que lo escoltaban.

Gonzalo sacó su espada, lo que sorprendió a uno de ellos, momento que aprovechó Álvaro para golpearle. Entre ambos acabaron con los dos.

Álvaro exclamó aturdido:

—¿Qué está sucediendo aquí?

—Pacheco está en Ocaña. Todo era una trampa. Hay que avisar a Carrillo.

Ambos salieron corriendo buscando una salida, pero pronto se encontraron con media docena de hombres que los rodearon, desenvainando sus espadas.

Los dos amigos respondieron con el mismo gesto.

Gonzalo evaluó las posibilidades de victoria.

—Son demasiados.

—Sí —respondió Álvaro—. Marchaos ahora mismo. Yo les entretendré.

Gonzalo le miró de reojo, alarmado.

—Seréis hombre muerto.

—Y vos también. Isabel os necesita: es la hora… Y vos ya me salvasteis la vida. Ahora me toca a mí. Corred y avisad a Carrillo.

Nada más decir eso atacó de frente a los guardias que le esperaban.

Gonzalo comenzó a correr. Pero oyó algo que no iba a olvidar nunca: el grito de muerte de su amigo.

Ahora no podía fallar. Y no lo hizo. Nunca recordaría cuántos hombres mató hasta salir de Ocaña. Ni el color del caballo que robó para recorrer las pocas millas que separaban Ocaña de Yepes. Ni siquiera si quien le llevó hasta el laboratorio de alquimia donde estaba Carrillo fue hombre o mujer.

Sólo recordaría de ese día, aparte del grito de su amigo al morir, que cumplió su misión de avisar a Carrillo de lo que sucedía.

Para sorpresa de Gonzalo, el arzobispo de Toledo no se extrañó.

—Sabía que pasaría algo parecido. Mi sobrino es tenaz y sin escrúpulos.

Gonzalo, con la poca voz que pudo salir de su garganta, exclamó:

—¡Tenemos que ir en su ayuda!

Carrillo le miró con una sonrisa llena de furia.

—Sí… Y no iremos solos, os lo juro. Como también os juro que si alguien toca un solo cabello a Isabel, lo pagará con su vida.

XIII

Con las primeras luces del día, Pacheco acudió puntual a ver si Isabel había firmado el documento.

Al llegar a la sala se encontró a Isabel como ida, derrumbada, a punto de quebrarse. Sin duda debía haber pasado la noche llorando… Pero no había firmado.

Pacheco quedó contrariado.

—Isabel, os lo ruego… —Empezó a hablar despacio, saboreando cada palabra—. No me obliguéis a hacer ninguna barbaridad. ¿O tenéis dudas de que no cumpliré lo que os dije ayer?

Isabel ni respondió.

Pacheco dio un alarido:

—¿Firmaréis o no firmaréis?

Isabel negó lentamente con la cabeza. No tenía fuerzas para hacer otra cosa.

—Vos lo habéis querido, Isabel. Levantaos: venís conmigo a Segovia.

Pero Isabel no tuvo tiempo de levantarse. La puerta se abrió y por ella apareció Carrillo seguido de una docena de soldados, entre ellos Gonzalo.

Los guardias reales que acompañaban a Pacheco intentaron reaccionar, pero Carrillo les puso sobre aviso:

—Envainad vuestras espadas si queréis seguir vivos. —Miró a Pacheco—. Mis fuerzas doblan a las vuestras. Os aconsejo la retirada, sobrino.

Las palabras de Carrillo rebosaban suficiencia, algo que hería especialmente a Pacheco.

—Estáis estropeándolo todo… ¿Y para qué? Sabéis que Chacón e Isabel os acabarán traicionando.

—Eso ya lo veremos… De momento, decidle a Enrique que si se vuelve a poner en peligro la vida de Isabel, yo mismo llevaré mi ejército a Segovia, a Madrid o donde quiera que esté. Y le haré pagar ojo por ojo y diente por diente.

Pacheco, con un gesto, ordenó a sus hombres la retirada.

Nada más quedarse a solas con Carrillo y Gonzalo, Isabel no tuvo tiempo ni de agradecer el rescate. Se desmayó.

XIV

Pacheco regresó a Segovia sin haber cumplido su objetivo. Enrique ni le miró a la cara.

Como premio, le concedió el dudoso honor de avisar a la comitiva portuguesa de que no habría boda. Ya que el marqués de Villena no había sabido cumplir con sus tareas, ¿quién más indicado que el mismo Pacheco para sufrir tan mal trago?

El rey llamó urgentemente a Diego Hurtado de Mendoza. Después de lo ocurrido, le necesitaba: Castilla precisaba una mano firme y recuperar el prestigio. Y nadie superaba en ello a los Mendoza.

Don Diego sólo puso una condición para volver a su lado: defender los derechos de la princesa Juana, hija del rey. Éste accedió, aunque temía que eso pudiera provocar una nueva guerra.

Mendoza expuso sus planes para evitar que eso sucediera: esencialmente, y en eso no se diferenciaban mucho de los planes de Pacheco, se basaban en casar a Isabel y alejarla de Castilla.

La diferencia era la capacidad diplomática de don Diego y sus contactos en todo el mundo cristiano, entre ellos el mismísimo rey de Francia, de cuya amistad no dudó en hacer gala.

—Tengo información de que el rey Luis busca esposa para su hermano, el duque de Guyena, que es de edad parecida a la de Isabel. Y que estaría encantado que fuera castellana. Sería la mejor manera de acabar ganando la guerra a Aragón: asfixiando al rey don Juan por el norte y por el sur.

Enrique dudó.

—¿Y si Isabel vuelve a negarse?

—Entonces habrá guerra. Pero una guerra que ganaremos. Ya me encargaré yo de que el rey de Francia nos envíe un ejército que, sumado al nuestro, nos haga invencibles. A cambio, le ofreceré que nuestras huestes le ayuden a acabar con la resistencia de Aragón. Contadle esto a vuestra hermana y ya veréis como deja de molestarnos.

El rey escuchaba con atención y agrado.

—De acuerdo… Hablaré con Isabel lo antes posible. Otra cosa, don Diego… ¿Mi esposa ha dado a luz? Por tiempo, ya le toca.

Mendoza bajó la cabeza, incómodo.

—Sí, majestad… Ha parido gemelos.

Enrique torció el gesto.

—¿Puedo pediros un favor?

—No hace falta que digáis cuál es —respondió don Diego—. En cuanto llegue a Buitrago la expulsaré de mi casa.

XV

Mendoza cumplió su promesa y envío a Extremadura a la reina, su amante y sus dos hijos.

Enrique no tardó en hacer su parte del trabajo y viajó a Ocaña para ver a Isabel. Ofreció a Chacón y a Cárdenas que le acompañaran en el viaje, pero ambos, indignados por lo sucedido, se negaron.

Al llegar a Ocaña, Carrillo aceptó a regañadientes que el rey viera a Isabel. Él mismo acompañó a Enrique a la alcoba donde su hermana aún estaba convaleciente del golpe emocional sufrido.

Allí les dejó a solas, pero se quedó guardando la puerta junto a dos de sus soldados: no se fiaba del rey y prefería estar cerca de Isabel por si algo pasaba.

Enrique, tras preocuparse cínicamente por su estado, no tardó en contarle la propuesta de Mendoza.

—Vengo a ofrecer una solución a todos nuestros problemas.

—¿Os ha dado la idea Pacheco? Si es así…

Enrique la interrumpió con delicadeza.

—No. Es cosa de Mendoza… Y mía.

—Hablad.

—¿Queréis un marido de vuestra edad? Tengo un candidato perfecto… Sólo tiene un par de años más que vos…

—¿De quién se trata?

—Del duque de Guyena, hermano del rey de Francia.

Isabel le miró con tristeza.

—Definitivamente, me queréis lejos de Castilla…

—Olvidad Castilla, Isabel. Os lo aconsejo como hermano: gobernar es algo demasiado grande para los hombros de una mujer.

—Dejad que eso lo decida yo misma.

De repente, Enrique cambió el gesto, enfadado, olvidando la debilidad de su hermana.

—No aprendéis, Isabel… Estoy cansado de vuestra ambición…

—Y yo estoy cansada de que no cumpláis nunca vuestra palabra.

El rey se puso en pie, ya visiblemente nervioso.

—¿Os negáis? Está bien… Pues os aviso de mis planes. Y esta palabra juro que la cumpliré.

Isabel le miró impresionada: nunca le había visto tan fuera de sí.

—Francia es un reino fuerte… —continuó Enrique, casi gritando—, con un gran ejército, que me ayudaría a luchar y a ganar la guerra que surgiera de vuestra negativa. Vos veréis la de muertes que queréis cargar sobre vuestra conciencia si no aceptáis esta boda.

Al oír los gritos del monarca, Carrillo no dudó en entrar. Miró a Isabel.

—¿Queréis que se marche? —le preguntó.

—Sí.

Carrillo se giró hacia Enrique.

—Ya habéis oído.

Enrique se marchó dudando de que sus palabras tuvieran el éxito deseado.

Pero Carrillo, viendo a Isabel, se dio cuenta de que habían hecho mella en ella. Tal vez demasiada.

Sin duda, lo sucedido con Pacheco había llevado a Isabel al límite de su resistencia.

XVI

Nada más llegar Chacón a Ocaña fue a ver a Isabel, pero Carrillo se lo impidió.

—Antes debemos hablar… El día que marché de Ocaña, camino de Yepes, os dije que si volvía por causa mayor, las reglas del juego cambiarían. ¿Lo recordáis?

Chacón asintió. Muy a su pesar, recordaba esas palabras perfectamente.

—¿Asumís que debe ser así, Chacón?

—Sí.

—Bien, pues os diré lo que haréis. Os quedaréis en Ocaña, con Isabel. Para vuestra seguridad, os dejo mis mejores soldados… Os lo ruego: no negociéis nada con nadie hasta que yo regrese. Ni dejéis que Isabel vea al rey ni a ninguno de sus emisarios.

—¿Y vos qué haréis?

—Yo salgo de viaje. Me dirigiré al lugar donde pueden resolverse nuestros problemas.

Ese lugar era Aragón.

Allí llegó Carrillo con la nueva de que el rey de Castilla quería casar a Isabel con el duque de Guyena, hermano del rey de Francia.

Sus viejos amigos, el rey Juan y Pierres de Peralta, se mostraron muy preocupados tras recibir la noticia.

Juan preguntó a Peralta:

—¿Cómo es que no sabíamos nada?

Sin darse cuenta, a Peralta se le escapó un secreto por la boca:

—Pacheco no ha dado noticia de ello.

Carrillo sonrió.

—Decidme, majestad, ¿qué tratos teníais con mi sobrino?

El rey aragonés calló, pero Carrillo insistió:

—Creo que nuestra amistad y la información que os traigo merecen una respuesta a mi pregunta.

Juan bajó la cabeza para responder.

—Estábamos negociando la boda de Fernando con su hija.

—¿Con Beatriz? No os engañéis… Hay una novia mucho mejor que ella para Fernando.

—¿Quién?

—Isabel. Tiene sangre de reyes, la edad de Fernando y acabará ciñendo sobre su cabeza la corona de Castilla.

—Muy seguro os veo de eso.

Carrillo replicó solemne:

—Por mi vida lo juro: Isabel será reina.

Juan buscó a su mano derecha entre las sombras que impedían ver a sus ojos.

—¿Qué os parece, Pierres?

Peralta le miró con cariño.

—Una decisión acertada. Isabel me recuerda a alguien que fue muy querido por vos, majestad.

—¿Quién?

—Vuestra difunta esposa, doña Juana Enríquez. Tiene la misma desenvoltura, la misma fuerza… Y un orgullo difícil de doblegar.

El rey estaba conmovido recordando a su querida esposa. Tardó casi un minuto en reaccionar ante la ansiedad de Carrillo.

Peralta, en cambio, sabía ya cuál sería la respuesta de su rey. Tanto como que su tardanza era para evitar que, tras recordar a su difunda esposa, no se le quebrara la voz.

Por fin el rey dio su veredicto:

—Pues no se hable más. Mi hijo se casará con Isabel.

Carrillo puso su mano sobre el hombro de su viejo amigo.

—No os arrepentiréis, majestad… Isabel es el futuro.