Capítulo 25
—¡Es preciosa, es absolutamente perfecta! —dije, mirando a la bebé recién nacida que Maddy sujetaba en brazos. O tal vez me refiriera a Maddy, no lo dejé del todo claro.
—¿Te gustaría cogerla, Vaughan? —sugirió Linda desde la cama del hospital, y con una sonrisa nostálgica Maddy le pasó el bebé a su pareja, mientras Gary y Linda la contemplaban orgullosos.
—¿Puedo hacerle una foto con mi teléfono? —preguntó Dillie, y Linda le dijo que sí.
—¿Quieres hacerle una tú también, Jamie? —le pregunté al percatarme de que estaba trasteando con el móvil.
—¿Qué?
—Que si quieres sacar una foto de la hija de Linda y de Gary.
—Ahora mismo no. Estoy jugando a los Angry Birds.
En su plan de parto, Linda había pedido específicamente una experiencia de alumbramiento tradicional, lo que Gary interpretó como el pie para hacer de marido de los cincuenta y pasarse toda la noche en el pub. Solo llegó a tiempo después de la llamada de una matrona extremadamente irascible, que se mostraba gruñona hiciera él lo que hiciera.
—¡Apague ese cigarrillo! —le había ladrado—. ¡Esto es un hospital!
—No es un cigarrillo, es un porro. Al fin y al cabo esta es una ocasión especial...
Y era increíble, pero ahí estaba ese bebé recién nacido. Y ahí estaba Maddy con nuestros hijos, maravillada ante el milagro de una vida completamente nueva.
—¿No es alucinante, Jamie? Una persona nueva y perfecta, que verá el mundo con ojos completamente limpios...
—¡Sí! —exclamó Jamie con entusiasmo, sin levantar la mirada de su pantalla—. ¡Nuevo récord!
Miré a los ojos desenfocados de la niña diminuta, sintiendo una especie de vaga afinidad con esta recién llegada. Y Maddy sonrió al ver a la criatura levantando la vista en dirección a su hombre recién nacido. Sugerí, al azar, que tenía los ojos de su madre y la barbilla de su padre. En realidad no era capaz de discernir ninguna similitud física en esa cara arrugadilla y enrojecida, pero era el tipo de cosa que se suponía que había que decir, y nadie se molestó en contradecirme.
—¿Te recuerda a cuando tuviste en brazos por primera vez a los tuyos? —preguntó Maddy.
—Dios mío, sí, nunca lo olvidaré...
—Otra vez... —interrumpió Jamie, sin levantar la mirada.
Linda volvió a coger a la niña y se dispuso a darle el pecho y, lidiando como pude con las normas de etiqueta de la situación, clavé la mirada en Gary y le pregunté si tenía planes de darle biberones en mitad de la noche.
—Depende de si Linda tiene suficiente. No queremos usar leche de fórmula, porque evidentemente el pecho es lo mejor para Bebita.
«Ha dicho “lo mejor para Bebita”», pensé yo. En diminutivo y sin artículo. Ya lo tienen atrapado a él también. Y poco después una enfermera atractiva vino a comprobar los gráficos de Linda y la mirada de Gary no se desvió ni un milímetro de su mujer y su hija.
—¿Quieres que coja a Bebita? —preguntó Gary.
—La bebé —dijo Jamie.
—Ah, por cierto, os hemos traído un regalo... —recordé.
—No hacía falta que hicierais eso...
—Íbamos a pagar para ponerle su nombre a una estrella recién descubierta, pero resulta que es una estafa carísima.
—A no ser que se haga al revés y llaméis a la niña «Beta J153259-1».
Linda sacudió la cabeza, como si ese no fuera uno de los nombres que se habían planteado. Gary rasgó el papel de regalo y encontró un árbol genealógico encargado especialmente, rodeado de varias fotografías de los padres y abuelos de la niña, con un espacio en blanco para poner su propia imagen en la parte inferior.
—¡Vaya, mira esto! ¡Qué amables sois!
—Bueno, después de todo lo que habéis hecho por nosotros a lo largo del año pasado...
—Bah, olvídalo. Perdona, quiero decir, ni lo menciones... ¡Caramba, fijaos en esto: mi tatarabuelo también era especialista en internet!
—¿En serio? —preguntó Linda.
—No. Aquí dice que era comerciante de paños. ¿Cómo descubren todas estas cosas?
—Está todo en la Oficina Pública del Registro.
—¡O se lo inventan todo con la esperanza de que no te molestes en comprobarlo! —bromeó Maddy, y se me ocurrió que lo cierto es que eso podía ser perfectamente posible.
—En realidad es un regalo para toda la familia —continué—. La historia de cada cual es importante. De dónde vienes, qué pasó antes... ya sabes, ayuda a definir quién eres.
—¡Mira esa foto tuya de la universidad! —dijo Linda—. ¿Y quién es el putón este rubio que se te está echando encima?
—Eh, bueno, podéis cambiar cualquiera de las fotos —añadió Maddy rápidamente.
Dejamos a Gary y a Linda solos para que hicieran el decepcionante descubrimiento de que ninguno de los antepasados de Bebita se había ahogado en el Titanic ni había sido ahorcado por robar caballos, y nos fuimos a casa.
La vida familiar había vuelto rápidamente a la normalidad tras el regreso de Maddy. A los niños les parecía un poco irritante que sus padres estuvieran haciendo esfuerzos tan obvios por ser agradables el uno con el otro y nos gritaban: «¡Alquilaos una habitación!» cada vez que nos hacíamos la más mínima carantoña. Pero a un nivel más profundo era evidente que agradecían tener cerca tanto a su madre como a su padre para recordarles que apagaran el ordenador e hicieran sus deberes, para pedirles que ordenaran sus habitaciones y recogieran la mesa después de cenar y sacaran al perro y pusieran la ropa sucia en el cesto. Era solo que sucedía a un nivel tan profundo que los niños no se daban cuenta de hasta qué punto lo agradecían.
Pero Madeleine y yo no habíamos vuelto solo por el bien de los niños. Maddy me dijo que se había dado cuenta de que yo era «la luz de su vida». Durante un momento aluciné al oírla ponerse tan romántica, hasta que añadió: «Vale que la luz ahora mismo está un poco intermitente, y se funden los plomos cada dos por tres, y las bombillas no duran ni cinco minutos, pero, francamente, paso de ponerme a buscar otra luz a estas alturas». Estoy seguro de que lo que intentaba decir es que las relaciones evolucionan, los matrimonios fluyen y se estancan, y que hay que seguir trabajándolos, ajustando las esperanzas y expectativas, y no dar nunca por sentado el amor de la otra persona. Con tal de que, de vez en cuando, intentes ver las cosas desde el punto de vista de tu pareja, y de que no te olvides de regalarle una tarjeta por vuestro aniversario de divorcio, debería irte más o menos bien.
A pesar de la actitud exterior confiada y satisfecha de nuestros hijos, me seguía preocupando hasta qué punto se habrían visto afectados por nuestra separación inicial. Todos los libros de autoayuda y guías para padres que leía aludían a la idea de que, a uno u otro nivel, todos los niños se culpan a sí mismos por la ruptura de sus padres. Por mucho que sus cortesanos la intentaran tranquilizar, la reina Isabel I seguía diciendo: «Pero estoy segura de que papá nunca hubiera decapitado a mamá de haber sido yo un niño...». Me inquietaba especialmente la reacción de Jamie ante nuestra vuelta. Me seguía acordando de su estallido emocional en la piscina y de la mirada llena de furia que me había dirigido cuando su madre salió llorando de nuestra fiesta de divorcio supuestamente irónica.
Me las ingenié para encontrar la oportunidad de sacar a Woody de paseo por el parque con Jamie, y así poder tener una conversación de adultos con mi hijo, mitad hombre y mitad niño.
—Nunca dejaré que las cosas se pongan tan mal como antes —le dije, con un tono de disculpa mayor del que pretendía.
—Eso no lo puedes prometer —me dijo, como un padre regañón.
—Bueno, sí puedo prometer que he cambiado.
—Ya lo veremos —dijo Jamie, que es lo que siempre dicen los adultos cuando no quieren dar su visto bueno a algo. Seguimos caminando en medio de un silencio incómodo durante un rato, yo preocupado porque mi hijo nunca me perdonara por el trauma sufrido en sus años de formación. Y entonces, de forma totalmente inesperada, me soltó—: Por lo menos no tendremos que volver a ver al soplapollas de Ralph.
—¡Jamie! No uses palabras como esas delante de tu padre.
—¿Cómo cuáles, como «Ralph»?
—Exactamente...
A lo lejos había un tractor dando resoplidos y traqueteos, y el delicioso aroma de la hierba recién cortada se mezclaba con el humo de las primeras barbacoas de los picnics improvisados que se extendían por todo lo ancho del gran mantel verde que era el parque. Entonces vislumbramos a Maddy y a Dillie en la distancia, acercándose a nosotros en las bicis, mi hija sin resuello y con la cara colorada de pedalear a toda pastilla para alcanzarnos, ruborizada por la emoción de darnos esta sorpresa menor.
—Pensábamos que podíamos ir todos juntos al quiosco de música a comprar helados.
—¡Buena idea! Pídeme un café —le dije mientras ellas seguían adelante, perseguidas por el perro.
—Yo no quiero helado. ¿Me das el dinero que hubiera costado? —preguntó Jamie, sin compartir del todo el espíritu del momento.
Era una escena perfectamente corriente, una familia sentada en la terraza de un café en un parque de Londres, rebañando con la cuchara la espuma del café de sus padres, o probando los helados de los demás. Pero, mientras charlaba y me reía con ellos, me sentí separado de la unidad familiar, como un antropólogo social de incógnito o un científico de laboratorio observando maravillado este escenario tan increíblemente improbable. Qué feliz inconsciencia la de esta familia ante lo precioso de este momento, qué frágil y etérea era la felicidad humana. Este podría terminar siendo el mejor de los momentos, aquí mismo, ahora mismo. Tal vez miraría hacia el pasado en los años venideros y caería en la cuenta de que este fue el momento más feliz de mi vida.
Maddy era tan hermosa y tenía un corazón tan cálido que podía verse en las arrugas que se habían formado en su rostro tras cuarenta años de sonreírle a todo el mundo. Jamie era callado y digno, y siempre tan juicioso cuando decidía decir algo. Dillie relucía de entusiasmo y de confianza inquebrantable en la buena voluntad de las personas; siempre quería estar enfáticamente de acuerdo con todos con los que hablaba e intentaba regañar al perro por gorronear comida con un tono de voz tan suave y amoroso que él pensaba que le estaba invitando a subirse a su regazo y lamerle la nariz. Y allí estaba yo en medio de todos ellos, registrando conscientemente este recuerdo preciado, curado de la ceguera clásica de los padres ante la propia importancia que tienen para su familia, consciente al fin de que yo era una de las claves que mantenían unida esta frágil unidad de automontaje. Me sentía como un padre renacido, un hombre de familia evangélico; quería llamar a las puertas los domingos por la mañana temprano y preguntarle a la gente si habían pensado en rendir culto a sus parejas. «Pues así sucedió, que tu mujer trajo al mundo una vida nueva y en verdad vosotros le pusisteis Wayne.»
O a lo mejor simplemente es que me distraje porque estaba hablando Dillie, y, al igual que el resto de la familia, había aprendido a filtrar sus palabras.
—Papá-puedo-usar-puntos-para-cambiar-mi-móvil-poruna-Blackberry-porque-así-puedo-mandarle-mensajes-BBMa-mamá-y-a-mis-amigos-porque-ay-se-me-ha-acabado-elhelado-pero-es-que-es-gratis-y-en-realidad-estaríamosahorrando-dinero-si-lo-piensas-oh-mira-a-Woody-quémono-y-puedes-oh-qué-camisa-tan-chula-por-cierto-y-ala-abuela-qué-le-puedo-comprar-por-su-cumpleaños-quees-ay-esta-noche-ponen-Cómo-conocí-a-vuestra-madre-podemos-verlo-y-grabar-Glee-para-verlo-más-tarde-pero-quiero la-Blackberry-Curve-no-la-Blackberry-Bold-9000-que-es-parahombres-de-negocios...
Jamie sonrió afectuosamente a su hermana y solo le dijo:
—No te toca usar los puntos hasta Navidad, y el contador ya está en marcha.
Maddy me había contado una cosa muy notable sobre nuestro hijo, tan callado y contemplativo. Durante aquel aterrador purgatorio durante el cual Maddy se quedó con sus padres en Berkshire, fue a abrir la puerta y se había encontrado a Jamie allí de pie vestido con el uniforme del colegio. Estaba a una hora en tren más otra hora andando, así que Maddy se mostró tan asombrada como feliz de ver a su hijo aparecer de repente en casa de sus abuelos, con una naranja de chocolate de regalo para su madre en la mano. Y mientras se suponía que estaba en doble periodo de Matemáticas, madre e hijo se habían sentado en un banco del bonito jardín en medio del campo para compartir ese regalo tan considerado.
—Bueno, estábamos hablando Dillie y yo... —le dijo.
—¿Dillie y tú?
—Sí. La convencí de que me pagara el billete de tren —contestó, con la boca llena de chocolate. Lo de «compartir» era en el sentido de que Maddy probó un par de bocados y él se comió todo lo demás—. El caso es que nos pareció que debías saber... que hagáis lo que hagáis, debería ser lo que vosotros queráis, no lo que penséis que queremos nosotros. Porque lo que nosotros queremos es lo que vosotros queráis.
Maddy me contó que fue la primera vez que se dio cuenta de que le estaba cambiando la voz.
—Pues menuda mierda —le había dicho ella—. Porque lo único que yo quiero es lo que queráis vosotros dos, ¡así que estamos completamente atrapados! —Y le dio un beso en la coronilla para que él no la viera llorar. Después descubrí que Maddy guardaba el envase de cartón de la naranja de chocolate en el cajón de su mesilla de noche. Cada vez que lo veía, sentía una oleada de orgullo por mi hijo adolescente, precedido de la fugaz decepción de no haberme encontrado con un poco de chocolate escondido sin comer.
El día después de que Gary se convirtiera por fin en padre, invité a mi viejo amigo a tomar una cerveza para celebrarlo, o, en mi caso, un vaso de agua con gas. Gary se sentó en la última mesa libre, peligrosamente cerca de la diana, de forma que había dardos inesperados que rebotaban contra ella y amenazaban con convertirnos en brochetas si tocábamos algún tema personal.
—¡Por la recién llegada!
—Por eso sí que brindo... ¡Gazoody-baby!
—¡Una niña! Ahora habrá dos personas en tu casa a las que no entiendas.
—Hablando de eso, ¿qué tal con Maddy? —aventuró Gary, mientras un dardo golpeaba la diana y caía cerca de su pie.
—¡Genial! Genial, en serio. Quiero decir, acabamos de empezar, pero los dos nos estamos esforzando de verdad y creo que estamos muy felices.
—Eso está bien. —Dio un largo sorbo de cerveza—. ¿Así que aún no ha caído en que su padre falsificó todo ese rollo de los falsos recuerdos?
—¡¿Qué?! —Me quedé boquiabierto ante las trascendentales consecuencias de lo que Gary estaba diciendo.
—¡No me jodas! —dijo Gary, levemente asqueado por mi hipocresía—. Los dos sabemos que sí te enrollaste con aquella piba francesa. Me acuerdo perfectamente de cómo chuleabas de eso en su día. Sí, se lo montó bien el viejo Ron, con sus fotocopias amañadas y sus psiquiatras inventados. Deberías estar halagado por todo lo que hizo para que volvierais a estar juntos...
Otro dardo voló de la diana y me esquivó por un pelo.
—¿Quieres decir que...? ¿O sea, que sí cometí...? —Me invadió una sensación de náusea. ¿Estaba todo en peligro de nuevo? ¿Tendría que contárselo, o vivir dentro de la mentira era en realidad la única opción posible? Afortunadamente nunca tuve que enfrentarme a este dilema imposible, porque unos segundos después, ante la intensidad de mi tormento, Gary estalló en carcajadas, salpicando de cerveza buena parte de la mesa.
—Te diré una cosa que no ha cambiado nunca en más de veinte años. Cuando te conocí eras un crédulo, ¡y ahora eres un gilipollas igual de crédulo!
—¡Blanco! —gritó una voz detrás de nosotros.
—¡Joder, tendrías que ver la cara que has puesto! —rio Gary. Y yo fingí dedicarle una sonrisa de buen rollo con los músculos que suelen usarse para chillar. Los jóvenes jugadores de dardos se apartaron para ofrecerle su turno a un viejo con gafas de culo de vaso, así que decidimos terminarnos las copas de pie junto a la barra.
A la mañana siguiente, en el instituto, me descubrí apartándome del temario para entrar en una discusión filosófica durante mi última clase con los alumnos del undécimo curso.
—Entonces, toda la historia que hemos dado durante este año, ¿creéis que es verdad?
—Sí, porque si no es verdad, no es historia.
—¿Pero quién decide lo que es verdad?
—La verdad es lo que ocurrió.
—¿O acaso no será «la verdad» lo que todo el mundo cree que ocurrió? La carta que envió Tanika al South London Post sobre cómo fue en realidad la muerte de su padre, y el largo artículo que se publicó al respecto, eso cambió la historia oficial, ¿a que sí, Tanika?
—Sí, y vamos a plantar un árbol y a poner un cartel debajo. ¿Vendrá usted, señor?
—Sería un honor.
Seis meses atrás un intercambio como ese hubiera suscitado rechiflas y abucheos en el sentido de que Tanika amaba a Retrete Vaughan, pero todo aquello parecía haber quedado atrás.
—Veréis, es una cuestión de percepción. Si un árbol cae en mitad del bosque y nadie lo oye desplomarse, ¿hace ruido?
Hubo una pausa mientras la clase consideraba la cuestión.
—¿El árbol de Tanika se ha caído ya?
—No, Dean. Procura seguir el ritmo de la clase. La cuestión es, ¿las cosas ocurren sin más, o será que ocurren porque nosotros percibimos que ocurren?
—A lo mejor lo que podría haber hecho es poner, en plan, una verjita alrededor del árbol.
—A veces pensamos que recordamos una cosa, pero en realidad lo hemos reinventado porque la memoria de ficción nos viene mejor. Y lo mismo pasa con la historia...
—Qué va... —interrumpió Dean—. Porque yo en Historia nunca me acuerdo de nada.
—Todos le damos nuestro propio giro a todo lo que nos sucede, tanto consciente como inconscientemente. Los gobiernos, los países, y también los individuos.
—¿Cómo? ¿También la Wikipedia?
—También, aunque parezca increíble, la Wikipedia.
—Así que, básicamente, todo lo que nos ha estado usted enseñando durante todo el curso ¿podría no ser más que una patraña?
—Yo no diría tanto. Solo digo que la historia no es lo que sucedió definitivamente. La historia es... bueno, la historia es la manipulación antigua.
Esa noche, Maddy y yo nos sentamos en el porche de madera mientras la luz de la tarde se iba desvaneciendo. Habíamos prohibido a los niños que vieran más episodios repetidos de Friends, así que en lugar de eso estaban viendo tomas falsas de Friends en YouTube. El jardín estaba en plena floración, rebosante de preciosos capullos cortados en dos por el balón de Jamie, y el césped lucía un color marrón polvoriento perfectamente uniforme, tras haber acabado, entre los niños y el perro, con la última brizna de hierba. Por encima de los tejados revoloteaban periquitos verdes, que chillaban ante la angustia de verse, sin saber cómo, en el sur de Londres.
—Linda y Gary se han llevado hoy a casa a la niña.
—¡Vaya! Me pregunto cómo va a aguantar esa pareja todas las presiones que les va a suponer.
—Bueno, estoy segura de que lo superarán —dijo Maddy—. Gary probablemente tenga una aplicación especial en el iPhone para ello.
—¡Ja! A mí me hubiera venido bien una de esas. Tecnología GPS para saber dónde me había equivocado en el camino de mi vida...
—Creo que el secreto está en descubrir qué es lo que realmente te hace feliz. Y luego brindar por ello varias veces cada tarde. —Tomó un sorbo y vi cómo se relajaba nada más hacerle efecto la bebida.
—Eso voy a tener que decírselo a mis chicos del undécimo curso.
—Parece que estás disfrutando de las clases mucho más que antes.
—Sí, hoy hemos tenido una conversación muy interesante. Sobre la naturaleza de la historia. Ha sido bastante existencial, la verdad. Quieren con todas sus fuerzas tener claro lo que sucedió de verdad.
—Sí, bueno, puede que tú no seas el mejor para decidir algo así.
—Es cierto. Pero perder tu pasado por completo te hace darte cuenta de lo mucho que puede fastidiar todo ese equipaje. Los países van a la guerra a cuenta de versiones distorsionadas de la historia; las parejas se divorcian a causa de la amargura acumulada por cosas que en realidad nunca pasaron exactamente igual a como ellos las recuerdan.
—¿Entonces podemos decir que esa es la respuesta de Vaughan al crecimiento exponencial de los divorcios? ¿Que todo el mundo contraiga amnesia crónica y no reconozca a la persona que tiene al lado en la cama?
—Para eso no te hace falta tener amnesia. Te vale con una página web de swingers. No, lo que quiero decir es solo que tú tienes tu propia versión del pasado, y ahora yo ya tengo la mía, y los dos deberíamos respetar las diferencias.
—Probablemente no recuerdes que prometiste encargarte de la plancha durante el resto de nuestro matrimonio...
—Pues no. Es raro, pero ese recuerdo todavía no me ha vuelto. Pero sí tengo una imagen clarísima de ti dando el visto bueno a la idea de que cuando me tocara a mí cocinar, valía con que pidiera un curry a domicilio.
—No. Creo que ese es otro falso recuerdo.
—¡Maldición!
—Korma de pollo, por favor.
Fue a servir vino en mi vaso de agua vacío, pero yo lo tapé con la mano.
—Ya no bebo, ¿no te acuerdas?
—Ay, sí, perdona. Las viejas costumbres tardan en morir. —Pero con el culo de la botella me dio en la mano y el vaso se cayó y se partió en dos.
—¡Mierda! Perdón.
—No, ha sido culpa mía. Te he dado en la mano.
—No, ha sido culpa mía. Pensaba que lo tenía.
—No, de verdad...
Nos echamos a reír de nosotros mismos, y recogí los pedazos de cristal.
—Dame unos meses y recordaré que, definitivamente, ha sido culpa tuya.
—Dentro de diez años yo diré que tú rompiste el vaso. Después de arrojármelo en un acceso de ira.
La risa histérica de Dillie nos llegaba desde delante del ordenador.
—¡Diez años! ¿Tú crees que seguiremos juntos dentro de diez años? —le pregunté.
—Tal vez. Tal vez no. —Colocó los pies desnudos en mi regazo—. ¿Quién sabe lo que nos depara el pasado?
Una atractiva pelirroja de dieciocho años entra en el bar del Sindicato de Estudiantes.
Nunca he visto a una persona tan hermosa y llena de carisma y cuando ella se sienta, yo me coloco en un asiento libre cercano y espero que perciba a ese otro estudiante de primer año que está justo en su campo de visión. Saco mi libro de texto recién comprado de la bolsa de la librería, pero decido que no puedo abrirlo simplemente por la primera página: le impresionará mucho más si lo abro en algún punto cerca del último capítulo. Las palabras se emborronan ante mis ojos y no puedo evitar levantar la mirada cada pocos minutos para ver si me está mirando.
—Ese libro que tienes ahí parece muy sesudo —dice al fin.
—¿Esto? Bueno, lo estoy leyendo solo por placer; no es parte del temario ni nada.
—Vaya... Si no te importa que te lo pregunte, ¿por qué lo has empezado por el final?
—Bueno, esto... yo... prefiero leer la historia así. —Siento que me estoy ruborizando ante semejante pillada—. ¿Sabes? Soy incapaz de esperar a ver lo que pasa al final...
Ella se ríe un poco ante mis esfuerzos por explicarme. Echo una ojeada a la última página y exclamo:
—¡Oh, no! ¡Ganan los romanos!
—¡Vaya mierda! Ahora ya no tiene sentido que me lo lea yo.
—Siento habértelo estropeado. Me llamo Vaughan, por cierto.
—Yo soy Madeleine... Sociología.
—Qué apellido tan curioso.
—Ya ves. Creo que es ruso... ¿Has venido por la actuación de poesía experimental?
—¿Qué? Ah, sí, me encanta ese rollo. Oh, pero te lo acabas de inventar, ¿a que sí?
Ella sonríe abiertamente y ese es el momento en que decido que esta es la mujer con la que me quiero casar. Entonces aparecen un par de amigos de Maddy y se sientan a la mesa, y Maddy me invita a unirme a ellos.
—Eh, todos, este es Vaughan. Está estudiando Historia —les explica—. Hacia atrás.