Capítulo 23

Era primavera, la época en la que al hombre de mediana edad le da por divorciarse. Maddy y yo entramos en el juzgado cogidos del brazo y caminamos ceremoniosamente por el pasillo central. Afortunadamente, el vestido de novia de Maddy no era un modelito blanco tradicional en forma de merengue, con su cola de dos metros y su velo en cascada, porque la podrían haber acusado de mofarse del tribunal por ponérselo para la última vista de su divorcio. Pero no cabía duda: iba de novia, con un elegante vestido tres cuartos en seda carmesí y un ramo de rosas en la mano que combinaba con la única rosa de su coqueto tocado. Era solo la segunda vez que se ponía este traje y yo la felicité por caber en él después de dos niños y quince años.

—Gracias. Ah, y si en el extracto de la tarjeta de crédito te aparece un importe por la compra de un vestido, lo más seguro es que hayas sido víctima de una suplantación de identidad.

A pesar de todos los esfuerzos que había hecho últimamente por echar a corretear cuando sacaba al perro y por renunciar al alcohol, yo no cupe en el traje que había llevado en mi boda, cosa que me vino que ni pintada, teniendo en cuenta el tamaño de las hombreras y el hecho de que las mangas de la chaqueta estuvieran diseñadas para ir remangadas. Tampoco me daba ya el pelo para imitar el flequillo cardado tan de los noventa que ya en su día parecía antiguo. Pero alquilé un exquisito chaqué gris y me coloqué una rosa en el ojal, y allí estábamos, hombro con hombro en el Registro Principal de los Juzgados de Familia, dispuestos a que nos declarasen exmarido y exmujer.

Al principio, el propio juez comprobó que no nos hubiéramos equivocado de edificio, cuando vio entrar a lo que parecía una pareja de novios en la sala en la que tocaba dictar la siguiente sentencia provisional de divorcio que venía en el programa de la jornada. Nuestros sufridos abogados estaban también presentes, haciendo causa común entre ellos por la obstinada negativa de esta pareja imposible a seguir el guion tradicional y declarar que les separaban diferencias irreconciliables. El acuerdo final seguía sin dictarse, pero esta parte del proceso era una mera formalidad. Ya no importaba a quién le tocaba la casa ni cuánto dinero al mes le tenía que pasar a Madeleine, porque todos íbamos a ser parte de la misma unidad familiar.

A casos como el nuestro no solían dedicarle más de unos pocos minutos, porque todas las disputas financieras y de custodia estaban generalmente resueltas mucho antes de que la separación llegara a esta última fase. Pero la cuestión era que esta vez las respuestas típicas a las preguntas habituales no funcionaban, y parecía que al juez esta pareja tan poco convencional le había alegrado el día.

—¡Esto más parece una boda que un divorcio! —observó.

—Y que lo diga, señoría —dijo uno de los abochornados abogados, y Maddy mostró orgullosa a la sala el anillo reluciente que llevaba en el dedo anular.

—Abogado, puedo preguntarle directamente al demandante... ¿está usted completamente seguro, señor Vaughan, de que es su deseo divorciarse de esta mujer?

—¡Oh, sí, señoría! —Contemplé embelesado a Maddy, que me sonrió—. ¡Nunca he estado más seguro de nada en toda mi vida!

El juez entonces declaró que, al no haber impedimento legal alguno, se dictaba la sentencia de divorcio de tal forma que la pareja dejaba de estar legalmente casada. Y mi abogado murmuró con todo sarcasmo:

—Ya puedes besar a la divorciada. —Así que eso hice.

Fuera del juzgado no había ningún cartel que dijera que estaba prohibido tirar confeti, así que cuando Maddy y yo emergimos de la mano, un puñado de amigos y familiares nos ducharon con trocitos de papel de seda. Tuve que reprimir mi preocupación porque estuvieran ensuciando la calle. Nuestros hijos se mostraron especialmente generosos con el confeti, volcando cajas enteras sobre las cabezas de sus padres, antes de preguntarnos si podían venir ellos también en el Rolls Royce blanco que habíamos alquilado para que nos condujera hasta la fiesta. Así que toda la familia se metió en el coche y arrancó entre los aplausos de los asistentes. Dillie se colocó en el asiento del copiloto, desesperada porque la viera alguien conocido.

—Esto es superguay. ¿Podemos ir a comer al Ritz?

—Demasiado caro. ¿Qué tal si te compramos unas galletitas Ritz para comer?

Pero por darle el gusto a Jamie y a Dillie, el coche volvió a casa por la ruta paisajística, pasando por las orillas del Támesis, el puente de Chelsea, y el McDonald’s con entrada para coches, donde el chófer de uniforme tuvo que asomarse por la ventana para pedir un Happy Meal con batido de chocolate para los niños. Cuando llegamos a casa y aparcamos, la mayoría de los invitados ya habían llegado a la fiesta y estaban sorbiendo champán en la gran carpa que ocupaba casi todo el jardín.

Nuestros amigos, encantados, se habían puesto sus mejores galas de boda para marcar el acontecimiento. Solo a la madre de Maddy le costaba procesar la ironía de todo el asunto y se pasaba el rato circulando entre los distintos parientes, explicándoles que en realidad no se estaban divorciando, porque habían vuelto y probablemente se volvieran a casar, como Richard Burton y Elizabeth Taylor. Aunque claro, añadió después, sin el segundo divorcio y la lucha contra el alcoholismo.

La mayor parte de nuestro círculo social se había alegrado mucho de saber que una de sus parejas preferidas había vuelto a juntarse, aunque algunas de las amigas de Maddy tuvieron que arrepentirse de haber estado tan enfáticamente de acuerdo con ella cuando les contaba lo horrible que era su marido.

—Cuando dije que eras demasiado buena para él, lo que quería decir, más o menos, era que, en fin, eras demasiado buena para como Vaughan se comportaba cuando os estabais divorciando. Pero aparte de eso, siempre me pareció el hombre perfecto para ti, un tío estupendo, un marido genial. O exmarido, como lo quieras llamar...

Ahora que todos habían tenido un par de semanas para hacerse a la idea, había una sensación de verdadera euforia entre los amigos allí reunidos en ese día tan especial. Los chistes hacían más gracia, la comida estaba más sabrosa, el sol era más brillante; era la fiesta ideal porque todos los presentes estaban decididos a que así fuera.

—¡Esto es tan romántico! —dijo Linda, ya muy embarazada—. ¿Por qué no podemos divorciarnos nosotros?

Ese día Gary adoptó el rol de padrino, o «contrapadrino», como le gustaba explicar a todo el mundo, llegando incluso a dárselas de haber sido él quien tuvo la idea de que Maddy y yo volviéramos a estar juntos. Se pasaba el rato comprobando que tenía en el bolsillo del chaleco los anillos originales de casados que hacía meses que no nos poníamos pero que nos colocaríamos el uno al otro en el dedo delante de toda la gente a la que conocíamos y queríamos.

Dillie era oficialmente la niña de doce años más encantadora y deliciosa del mundo, dando la impresión de interesarse y sorprenderse de verdad cada vez que un adulto le informaba, nuevamente, de que había crecido. Jamie se hubiera ruborizado ante la pregunta de si tenía novia, si no se la hubieran hecho ya once veces en un día.

—No, estoy esperando a que llegue la Mujer Perfecta —era una respuesta que suscitaba risitas admiradas de los parientes de más edad. El chascarrillo que servía de colofón, sin embargo, no era tan apreciado: —O el Hombre Perfecto, dependerá del lado para el que tire.

El que sí salió del armario fue el perro de la familia, gracias a la confianza que le otorgó nuestro vecino, el del pañuelo al cuello, que le daba de comer delicias de pollo y hojaldres rellenos de salchicha sin parar y con todo descaro. Woody nunca se había sentido tan liberado: «¡Por fin, este es mi verdadero yo! ¡Sí, adoro la comida! ¿Está eso tan mal? ¿Debo sentirme siempre avergonzado por el amor que no osa decir su nombre? ¡Finalmente, salgo del armario! ¡Soy un gourmet! ¡Un zampabollos! ¡Un glotón desvergonzado! ¡Soy insaciable y estoy orgulloso de ello: haceos a la idea!».

Ron bailó con su preciosa hija al modo tradicional y Jean los contempló a ambos rebosante de orgullo. Debido a la cantidad de champán que le corría por las venas, de pronto se le llenaron los ojos de lágrimas de felicidad al ver el sencillo amor que fluía entre las dos personas más importantes de su vida.

—Siempre fue un espléndido bailarín —dijo, arrastrando las palabras—. Siempre ha sido un marido tan maravilloso. Tengo tanta suerte de estar con él, de verdad que sí...

Al oírla casi me atraganto con una alita de pollo.

Por fin llegó la hora de la falsa ceremonia y Gary condujo a los invitados hacia el entablado que haría las veces de escenario. Una década y media antes, Maddy y yo habíamos leído nuestros votos ante el notario público y una serie de parientes de avanzada edad con sombrero. Habíamos jurado «quererte como esposo y entregarme a ti, y serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida». Pensando en ello ahora, teníamos que admitir que nos habíamos quedado algo cortos a la hora de cumplir estas exigentes promesas, y tal vez hicimos mal en aspirar a tanto en un primer intento. «Recibe este anillo como prueba de mi compromiso contigo por un tiempecillo. Mi cuerpo te venera, aunque le repugne tu costumbre de cortarte las uñas de los pies en el bidé y olvidarte de limpiarlo después. Recibe estas arras como signo de los bienes que vamos a compartir, excepto mi gran libro de historia del desnudo fotográfico, que espero, con toda ingenuidad, que todavía no hayas descubierto escondido en una caja en el altillo.»

Para esta ceremonia especial de «segunda intentona» habíamos decidido que también celebraríamos un compromiso público, pero esta vez con una serie de votos revisados, más realistas. Estas promesas estaban diseñadas para una pareja más madura, que no se hacía ilusiones sobre lo mucho que había que ceder y las ocasionales decepciones que implicaba un compromiso de pareja de por vida. «Prometo que a veces haré como que te escucho cuando estés soltando tu rollo, aunque yo esté pensando en mis cosas»; «prometo amarte en un plan diario, familiar y como de mejores amigos, pero sin esperar efusivas declaraciones, ramos de flores, bombones y sonetos de amor cada cinco minutos».Y «prometo tolerar tus imperfecciones y tus cambios de humor igual que tú toleras los míos, y no hacer uso de ellos como justificación secreta para buscar los nombres de mis exnovias en Google».

Cuando las estrellas de la función salieron por la puerta de la cocina y se subieron al estrado, los invitados lanzaron vítores. Gary, que ahora, por alguna razón, iba vestido de obispo, o tal vez de papa, hizo callar a la multitud y les recordó lo especial que era la ocasión que se celebraba.

—Porque esta mañana Vaughan y Maddy finalmente han dado el paso que muchos nos planteamos pero nunca nos atrevemos a dar. Ellos, por fin, van y se divorcian. —La congregación le aclamó ebriamente. Eché un vistazo a la marea de rostros benévolos y, tambaleándome un poco ante el sol cegador, me percaté de que mi traje alquilado estaba empapado en sudor.

—Bien. Maddy y Vaughan saben que algunos de vosotros vinisteis a su primera boda, hace quince años, y les hicisteis espléndidos regalos, que ahora se sienten en la obligación moral de devolver...

Se oyeron algunos gritos aislados de «¡vergüenza os debería dar!», y una voz solitaria preguntó: «¿Los han recuperado por eBay?».

—... concretamente —continuó—, me estoy refiriendo a la lata sin abrir de caviar de huevas de trucha asalmonada cuya fecha de caducidad pasó en algún momento del pasado milenio. Mark y Erena, con el corazón pesaroso os devuelven la vajilla de veintidós piezas que les regalasteis, esa que, después de una pelea especialmente virulenta, consta ahora de noventa y dos piezas.

Esta broma suscitó risas algo nerviosas; el público no tenía claro si era apropiado referirse a las pasadas dificultades maritales en una fiesta de divorcio.

—Pete y Kate, a vosotros os devuelven el conjunto de seis copas de vino de cristal, que ahora se ha convertido en un conjunto de once copas de vino de cristal, ya que Maddy y Vaughan repostan en la misma gasolinera que vosotros. —Este chiste le hizo gracia a todas las personas con la suficiente edad como para recordar el viejo tópico de que las gasolineras regalan vasos, aunque Dillie se partió de risa como todos los demás, aunque no tuviera ni la más remota idea de qué estaba hablando Gary.

Él, por su parte, estaba aprovechando al máximo la ocasión de actuar delante de un público generoso. Pero después de un rato, aunque seguía oyendo el ruido de su voz, dejé de escuchar sus palabras. Claro que seguía sonriendo y riendo en los momentos adecuados, pero mi mente estaba procesando cientos de cosas a la vez: el distante interés con el que Jamie observaba a estos pintorescos adultos, el nudo en una de las cuerdas que sujetaban el toldo, la estela de vapor dejada por un avión a reacción que se dirigía a un destino a miles de kilómetros de todo esto. Vi a amigos a los que había tenido que conocer de nuevo, a otros profesores de mi departamento del instituto y al vecino de al lado, el del pañuelo al cuello, cuyo nombre temía no llegar nunca a descubrir. Y vi a Madeleine, sonriendo y riéndose, con su ramo de rosas pegado al pecho, asintiendo ante las bromas de Gary o fingiendo indignación ante sus chistes sugerentes. Y entonces cerré los ojos y sentí el calor del sol sobre mi rostro, su claridad quemándome los párpados, y las espirales y los lunares solares que se formaban ante mi vista me transportaron a otro lugar. Y entonces ocurrió, de repente: un importante episodio del pasado apareció en mi fiesta sin invitación; toda una secuencia de recuerdos se hicieron fuertes en mi cabeza sin que mediara mi voluntad. Parpadeé para protegerme del sol, con sensación de mareo, de distancia y de absoluta consternación.

Yo había tenido una aventura.

Mientras Maddy y yo seguíamos casados, yo le había sido infiel. Le había mentido sobre las razones por las que tenía que trabajar hasta tan tarde y sobre por qué tenía que pasar un fin de semana en París. Ahora aquello volvía a mí con todo detalle.

Su nombre era Yolande; era bajita, morena, de pelo corto, tenía veintitantos años y trabajaba como profesora auxiliar de francés en el instituto. Ella finalmente regresó a Francia y los dos acordamos que la aventura tenía que terminar ahí. Pero durante alrededor de un mes estuve viéndome con ella en secreto después del trabajo, yendo a su apartamento y mintiendo a Maddy sobre los ensayos de la función escolar o las reuniones de departamento; y al final, tuve el cuajo de colarme en un viaje de estudios a París con Yolande, y de meterme de puntillas en su cuarto cuando el resto de los profesores y los niños estaban dormidos.

Y ahora, después de todo lo que había pasado, allí de pie con la mujer a la que amaba, me daba asco de mí mismo por haber engañado y traicionado a Maddy de esa manera. Recordaba que la aventura había llegado en un momento de nuestro matrimonio en el que la comunicación normal estaba completamente rota; meses después de que Maddy y yo hubiéramos dejado de mantener relaciones sexuales, cuando ya no nos comportábamos como marido y mujer. Pero si yo hubiera sentido que había alguna justificación moral, ¿por qué no se lo había contado nunca? ¿Por qué había guardado este secreto bajo tantas llaves que se había convertido en uno de los últimos recuerdos en salir a la luz?

Miré a Gary, que estaba llegando al final de su número cómico, explicándole a la congregación la naturaleza de los votos que Maddy y yo estábamos a punto de tomar. Miré a mi mujer y ella me devolvió la mirada y me lanzó una sonrisa burlonamente sufrida. Miré a mi hija, con las manos entrelazadas de la emoción por lo divertida y romántica que era la fiesta de sus padres. Jamie me estaba observando sudar subido a aquel escenario improvisado, y me hizo una disimulada señal de ánimo con los pulgares levantados.

Mi mente rumiaba más detalles de la aventura. Recordaba la poderosa sensación de ilicitud de aquella primera vez. Recordaba pensar en todas las razones por las que era una mala idea acostarme con esta profesora auxiliar de francés. Y sin embargo, frente a todos aquellos argumentos tan válidos y persuasivos, tenía el hecho incontestable de que esa mujer estaba tumbada desnuda delante de mí en ese mismo momento. En la compleja balanza de poder que se establece en la sique masculina, hay momentos en que el juicio colectivo de la mente, el corazón y el alma se ve arrasado por el del pene.

Recordaba la primera vez que había vuelto a casa después de haberme acostado con otra mujer, preguntándome si Maddy sería capaz de descubrirlo; si me lo vería al instante en la mirada o me lo oiría confesar en sueños. Pero hacía meses que habíamos perdido todo contacto visual; el ambiente estaba demasiado cargado de crispación y hostilidad como para que las antenas de Maddy detectaran cualquier atisbo de arrepentimiento reprimido. Y era completamente imposible que yo se lo contara. Estaba ya furiosa conmigo por tantísimas razones, y yo, a mi vez, estaba también muy enfadado. Si lo supiera, las cosas no harían sino empeorar aún más. Ya fuéramos a separarnos o a decidir intentar salvar la pareja, en cualquiera de los dos casos confesar lo que yo había hecho daría al traste con todo. Pero si ella no lo sabía, no pasaba nada.

Pero eso había sido entonces. Ahora, allí de pie, en nuestra propia casa, ¿no tenía ella que saberlo antes de que los dos emprendiéramos una nueva vida en común? ¿Si no se enteraba ahora, entonces cuándo? ¿Esta noche, después de decirle adiós al último de los invitados, mientras cargábamos el lavaplatos? «Qué día tan bonito, ¿verdad? Por cierto, hace algún tiempo me acosté con una mujer del instituto». ¿Mañana por la mañana, tomándonos una taza de té en la cama? ¿Cuándo es el mejor momento para decirle a tu mujer que has tenido una aventura? La verdad es que debería haber directrices oficiales al respecto. ¿Antes o después de tomar una serie de votos ante tu familia y amigos? «Si lo confesaras inmediatamente tal vez podría perdonarte...» Eso era lo que ella había dicho.

Gary había terminado su discurso, pero, antes del clímax del entretenimiento de la tarde, Maddy quiso decir unas palabras. Quería agradecer a todas las personas que habían hecho posible aquella fiesta: dio las gracias a su madre y a su padre, a Dillie y a Jamie. Dio las gracias a Gary por ser tan divertido y por aceptar ser el maestro de ceremonias de la celebración. Le dio las gracias a la mejor amiga de Dillie por organizar la música. Le dio las gracias a todos los que habían traído comida. De hecho, le estaba dando las gracias a tanta gente que corríamos el riesgo de que el matrimonio llegara a su fin natural y uno de los dos falleciera antes de que yo tuviera la oportunidad de confesar.

—¡Gary! —susurré, haciéndole gestos para que se metiera conmigo en la cocina—. ¡Gary!

—No pasa nada, tío. Llevo los anillos en el bolsillo. Acabo de comprobarlo...

—No, escucha: acabo de recordar una cosa.

—¿Como jugar bien al fútbol?

—Escucha, estoy hablando en serio. Yo... —bajé la voz hasta que mis palabras fueron casi inaudibles— ... tuve una aventura.

Gary sonrió ampliamente.

—¡Ya, claro! Y también fuiste tú el ogro que destrozó el jardín de aquel programa de tele para niños... A mí no me vas a tomar el pelo. En ese tema el especialista soy yo.

—No, te juro que es verdad. En serio, hace un par de años. Duró solo un mes o algo así, pero le fui infiel a Maddy.

Ahora sí que dio un paso atrás, dejando el entarimado y resguardándose en la privacidad de la cocina.

—Me cago en la mar, Vaughan. ¿Para qué coño me cuentas esto ahora?

—Es que me acabo de acordar. ¡Tengo que decírselo a Madeleine! ¡Tengo que contarle la verdad antes de tomar los votos!

Los dos miramos a Maddy, que estaba en el escenario agradeciéndole con toda efusividad a un vecino el que nos hubiera prestado una de las mesas de caballete para el bufé.

—¿Estás pirado? No se lo digas ahora. No se lo digas nunca, pero sobre todo no ahora. Ya que has llegado hasta aquí no lo eches todo por la borda, no seas idiota.

—Pero tiene que ser antes de que nos comprometamos. Callarlo equivale a engañarla.

—¡El engaño está bien! El engaño es normal. Nunca, jamás de los jamases hay que ser completamente abierto y honesto con tu mujer. Es lo peor que puedes hacer.

Este era un momento decisivo de mi vida, pero me sentía estafado porque la única persona a la que podía recurrir para que me diera un consejo era un individuo borracho disfrazado de papa.

—Pero más tarde será demasiado tarde. Tengo que matar la mentira ahora. Me dijo que me perdonaría si se lo contaba inmediatamente.

—Por lo menos consúltalo con la almohada; piénsatelo. No le fastidies su gran día. Porque todo esto, no sé si te habrás dado cuenta, es un poco como una boda —observó Gary, dando muestras de su sagacidad.

El aplauso dedicado a Maddy acabó con este furtivo intercambio de impresiones, y llegó el momento de la ceremonia paródica y del intercambio simbólico (pero no irónico) de anillos. Salí al exterior con Gary, que daba la impresión de ir algo menos confiado que antes, menos relajado delante de toda esa gente, tartamudeando y farfullando la explicación de la siguiente etapa del ritual.

Miré a Maddy y ella enarcó las cejas y me dedicó una sonrisita coqueta. Esta podría ser la última sonrisa que le sacara en toda mi vida, pensé. ¿Qué era mejor: un matrimonio feliz basado en una mentira o correr el riesgo de que ni siquiera hubiera matrimonio por haber dicho la verdad? ¿Y realmente existía esa primera opción? ¿No tendría solo la apariencia de ser un buen matrimonio cuando en realidad no sería feliz en absoluto, aunque ella nunca pudiera señalar exactamente qué era lo que fallaba? ¿Y por qué habían dejado de regalar vasos con la gasolina? ¿A lo mejor es que un regalo así enviaba a los conductores un mensaje confuso sobre el alcohol al volante?

—¡Maddy! —susurré desde detrás de Gary.

—¿Estás preparado? —preguntó ella, de forma nada subrepticia.

—Maddy, hay una cosa que te tengo que contar antes de que prosigamos con esto. Ven a la cocina.

Mi tono era tan mortalmente serio que debí parecer ridículo.

—Deja de hacer el tonto, vas a hacer que me entre la risa.

—Hablo en serio. Es una cosa sobre antes de nuestra separación. Acabo de recordarla, pero tienes que saberla ya.

—Vaughan, me estás asustando. ¡Cállate!

Con un mero gesto de la cabeza, le indiqué que saliéramos del escenario y de la vista de todo el mundo y, con expresión perpleja, Maddy entró conmigo en la cocina.

—¿Qué es tan importante? —susurró.

—¿Te acuerdas de cuando casi ni nos hablábamos y yo me marché a París con el instituto? Pues no fue solo por el instituto. Me apunté al viaje porque había otra mujer.

Ahora Maddy podía ver que no estaba bromeando, y no había colorete ni pintalabios que pudiera disimular lo pálida que se estaba quedando. Buscó por un momento las palabras, pero al final me hizo una pregunta que era una mezcla de susurro y atragantamiento.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo... quién es ella?

—Era una auxiliar de francés del instituto. Duró solo un mes y no estoy en contacto con ella. Fue una tontería, cuando todo nos iba tan mal, y lo siento muchísimo, de verdad, pero tenía que ser honesto contigo.

«El propio Jesús acudió a una boda en Galilea», leía Gary de los tarjetones que tenía preparados. «Le dio a la feliz pareja la bendición de su padre y unos cupones regalo de Ikea...»

—Maddy, di algo. Nunca volverá a ocurrir, te lo prometo. Entonces éramos los dos muy desgraciados, creo que yo estaba, no sé, pulsando el botón de autodestrucción.

Pero Maddy no tenía nada que decir, aunque se le estaba derritiendo la máscara de pestañas, y una raya negra le recorría la mejilla.

—Así que, Vaughan y Madeleine: ¡adelante, por favor! —exigió nuestro poco convincente sacerdote. Vacilamos al otro lado de las puertas abiertas durante un segundo.

—¡Venga, venga, no seáis tímidos! —dijo Gary, achuchándonos para que saliéramos al aire libre—. Así que, si hay alguna persona o perro labrador que sepa de algún impedimento por el que este hombre y esta mujer no deban ser desunidos del poco sagrado matrimonio, que hable ahora o calle para siempre.

Miré a Maddy, que parecía demasiado noqueada como para comprender del todo lo que estaba haciendo allí.

—¿Jack Joseph Neil Vaughan, tomas a Madeleine Rose Vaughan, de esta parroquia, como exesposa, para estar legalmente separado de ella y vivir con ella en pecado desde este día en adelante? ¿Te darás cuenta de que ha ido a la peluquería y aceptarás como alternativa razonable las rutas que te proponga a la hora de llegar a algún sitio en coche?

—Yo... eh... sí quiero. —La miré; al menos parecía estar llorando lo mínimo. Pero Dillie había visto que su madre estaba derramando lágrimas, y aunque muchos pensaron que era por la emoción del momento, la niña podía sentir que aquello era por otra cosa.

—Y, Madeleine Rose Vaughan, ¿tomas a Jack Joseph Neil Vaughan como exmarido, para estar legalmente separada de él y vivir en pecado desde este día en adelante? ¿Le tolerarás y le seguirás el rollo? ¿Te abstendrás de usar su cuchilla de afeitar para depilarte las axilas? ¿Te reirás de chistes que has oído cientos de veces? ¿Fingirás que te interesan sus teorías sobre lo que habría ocurrido si Hitler hubiera invadido Afganistán?

A esas preguntas siguió un silencio. No contó que la madre de Maddy, al fondo de la sala, dijera sí quiero.

—Se ha olvidado de la frase, damas y caballeros: al fin y al cabo es un día muy importante... —Gary se había dado cuenta de que habíamos estado hablando en susurros allí dentro y se temía lo peor—.Tú solo di «sí, quiero» —masculló.

Ella miró hacia abajo y vio a todos sus amigos contemplándola con expectación, casi diciendo las palabras por ella. Gary sonrió a la concurrencia, como queriendo decir que las pausas de este tipo eran perfectamente corrientes y que la ceremonia proseguiría con normalidad en cualquier momento.

—¡Ha cambiado de idea! —gritó un borracho, cuya mujer entonces le golpeó el brazo, al darse cuenta de que tal vez fuera cierto.

—Tómate tu tiempo, Maddy, es una decisión importante... —El humor había desaparecido de la voz de Gary, como si ahora le estuviera hablando sinceramente.

Finalmente Maddy pareció dispuesta a hablar y una oleada de alivio se extendió entre los invitados.

—Eres... eres... —Me estaba mirando directamente a los ojos—. ¡Eres un HIJO DE PUTA!

Un par de personas intentaron reírse, como si todo esto fuera parte del guion irónico de la jornada, pero lo hicieron sin convicción.

—¡Eres un completo y total hijo de la gran puta! —Y ahora sí que estalló en sollozos al arrojarme el ramo de flores a la cara—. No quiero volver a verte nunca más en mi vida. —Y con eso apartó a Gary de un empujón y salió corriendo del escenario para meterse en casa, hasta que la atónita concurrencia oyó que cerraba de un portazo y se marchaba a la calle.

Se suponía que en este momento la amiga de Dillie tenía que pinchar un tema, para marcar el fin de la ceremonia, así que, hecha un manojo de nervios, le dio al «Play» y empezaron a sonar de repente los coros de «She Loves You» de los Beatles. Yo no sabía muy bien a dónde mirar, así que terminé intentando sonreírle con valentía a mi hijo, que me miraba con toda la ira de un niño traicionado por su propio padre.

—¡Ay, joder! —dijo Gary por fin—. Otra vez no.