Capítulo 11

«Hoy es el primer día del resto de tu vida», decía la tarjeta de felicitación con una foquita muy mona mirando a cámara. Hacía que me sintiera optimista con respecto a mi propia situación. Abrí la tarjeta y vi un cazador de focas canadiense esperando a pocos metros, con la leyenda: «Ah, y también es el último día del resto de tu vida».

Fui ojeando las baldas de carísimas tarjetas, desconcertado por el surtido inacabable pero vacío. ¿Le gustaban a Dillie los animalitos monos? ¿Le gustaban las fotos de chicas mayores y guays? ¿Era demasiado mayor para las princesas de Disney? Para mí era fundamental acertar. Aquí había una que era específicamente para mí. «Perdona que olvidara tu cumpleaños...» La abrí para ver el remate del chiste: «Ese día tenía el pelo fatal». Volví a mirar la portada de la tarjeta. Aparecía un perro de pelaje áspero. Volví a leer el remate: «Ese día tenía el pelo fatal». Mi amnesia había debido de borrar la parte de mi cerebro necesaria para pillar este chiste. Había bastantes tarjetas que decían: «Perdona, olvidé tu cumpleaños», pero ninguna de ellas seguía diciendo: «... porque sufrí un desorden neurológico rarísimo conocido como fuga psicogénica».

Escribí en la tarjeta de Dillie que me gustaría ir con ella a comprarle su regalo de cumpleaños, pero lo hice solo después de pasarme horas paseando arriba y abajo por los pasillos de una juguetería en busca de inspiración. Dentro de su tardía tarjeta coloqué una pequeña foto de carné para que los niños no se llevaran un susto ante la imagen de su padre desbarbado y con traje. Y también para asegurarme de que de verdad conocían el aspecto de su padre. Una parte de mí no terminaba de creerse que me hubieran visto alguna vez.

Cuando regresé de correos, Linda había vuelto del trabajo y estaba en la cocina revolviendo el contenido de una olla. Se giró, dejó escapar un grito de sorpresa y luego procedió a espantar a este extraño que se le acercaba con una cuchara de madera cubierta de crema de puerro y patata.

—¡Linda! ¡Soy yo!

—Dios santo, Vaughan... Estás completamente cambiado.

—¡Me has pringado todo el traje nuevo!

—Perdona, no te reconocía. ¿Y la barba? ¡Y qué elegante estás! Bueno, estabas... —Cogió la chaqueta y la estaba limpiando con un trapo cuando entró Gary.

—¿Todo bien?

—¿Bueno, qué? —preguntó con expectación a su marido.

—Eh... ¿vestido nuevo?

—¡Yo no! ¿No te has fijado en Vaughan?

—¿Qué?

—¡Que se ha afeitado la barba!

—Ah, es verdad, eso es lo que ha cambiado. Pensaba que solo se había lavado o algo.

—¿Y el traje?

—¡Ah, sí! Claro, que el lunes es el gran día, ¿no? El primer día de vuelta al trabajo...

Había decidido efectivamente regresar a mi antiguo lugar de trabajo; mi instinto me decía que pasarme todo el día holgazaneando en el piso de Gary y Linda no estaba contribuyendo en nada a mejorar mi frágil salud mental.

—Eso no me lo habías dicho, Gary —dijo Linda bruscamente, en un tono que indicaba peligro inminente—. ¿Por qué no me lo contaste? Nunca me cuentas nada.

—Bueno, lo cierto es que eso no es posible, ¿verdad? Si nunca te contara nada, no sabrías mi nombre ni nada sobre mí...

Sonaron las sirenas y las muchedumbres se apresuraron hacia los refugios. Estaba aproximándose una gran bronca marital. El hombre que acababa de explicarme la teoría sobre las discusiones de pareja estaba ahora a punto de pasar a la práctica. Tenía que pasar. Si iba a ser un invitado en casa de un matrimonio, más tarde o más temprano iban a tener el detalle de intentar disparar el recuerdo de mi propia ruptura escenificando ante mis narices una gran pelotera.

Hay pocas cosas que den tanta vergüenza como estar delante y no poder escapar de una discusión de pareja amarga y personal. La única manera posible de proceder es mirar al suelo y fingir que no estás oyendo nada, no decir nada aunque a cada momento pienses: «Ayayay, eso yo no lo hubiera dicho» y: «Oh, no, tampoco hubiera contestado eso, con eso solo vas a empeorar las cosas».

Todos los matrimonios tienen su propia falla de San Andrés recorriéndolo por debajo, e incluso un mínimo rumor o temblor puede atribuirse a esa fractura básica que hay a gran profundidad de la superficie. Esa falla puede ser «solo te casaste conmigo porque yo estaba embarazada» o «nunca estás ahí cuando realmente te necesito», pero la mayor parte de las veces, estas fuerzas poderosas permanecen reprimidas. Y de repente, no se sabe por qué, los platos empiezan a vibrar, una foto familiar cae estrepitosamente al suelo y, antes de que te des cuenta, las placas tectónicas subterráneas han entrado en colisión y los gritos llegan a 8,2 en la escala Richter.

No hacía falta un catedrático de psicología avanzada para descifrar que la tensión central subyacente al matrimonio de Gary y Linda era sus distintos niveles de entusiasmo por Bebito/el bebé. Algún personaje histórico había tenido menos ganas de tener hijos que Gary. Se me ocurre el rey Herodes. Pero aunque todas las discusiones en realidad eran sobre eso, casi nunca discutían sobre ello abiertamente, como si las fuerzas sísmicas fueran demasiado poderosas como para despertarlas.

—Estás tan absorto en ti mismo que nunca me cuentas nada. Ni siquiera te das cuenta de que Vaughan se ha afeitado la barba. ¡Y deja de jugar con el puto iPhone!

—No estoy jugando. Estoy activando la aplicación de Registro de Voz.

—¡¿ESTÁS GRABANDO NUESTRA DISCUSIÓN?!

—Sí, porque luego siempre me citas mal, o le das la vuelta a mis palabras, o te inventas cosas que yo nunca he dicho.

—¡Oh, otra vez no! Siempre dices eso, joder...

—No es cierto, y creo que si escuchas los archivos descubrirás que solo lo he dicho una vez, como mucho.

—¿Me estás diciendo que has grabado también otras peleas?

—Sí, te lo dije hace siglos.

—No, no me lo dijiste.

—Sí que lo hice, pero espera, que tengo aquí la grabación, puedes escucharlo tú misma.

Resultó que Gary tenía un registro definitivo de todas sus discusiones de pareja, fechadas y archivadas en orden cronológico. Su intención era, en algún momento, organizarlas también por tema y establecer referencias cruzadas. Algunas veces sentía que se estaba gestando una pelea y activaba la aplicación de Registro de Voz para sentirse levemente decepcionado cuando Linda decía algo conciliatorio y se veía obligado a borrar el archivo.

Esta era la única relación de la que había sido testigo desde que había perdido la memoria, y me desconcertaba que este fuera necesariamente un matrimonio más sólido que el mío, que había fracasado. ¿Cuál sería la falla primigenia que terminó rompiendo el vínculo entre Maddy yo?, me preguntaba: ¿qué sería lo que finalmente hizo que nuestro hogar se desmoronara?

Esa noche escuché el escándalo amoroso que llegaba de la habitación de al lado y me pregunté si Gary también se grababa con su iPhone haciendo el amor. Eran tan contundentes en el sexo como lo eran peleando; un minuto gritaban de ira y al siguiente, de éxtasis. Gary y Linda parecían tener un matrimonio bipolar.

Tomé la decisión de que, como parte de mi misión para retomar el control de mi vida, tendría que mudarme en algún momento de casa de Gary y Linda y encontrar un sitio más tranquilo. ¿Basora, tal vez? Además, me preocupaba estar quedándome más tiempo del que mis anfitriones querrían. Ese mismo día, Linda había estado pasando la aspiradora por mi habitación cuando de repente entró en el salón muy agitada.

—¿Por qué hay una gigantesca podadora eléctrica escondida debajo de la cuna de Bebito?

—¿Eso? Ah, la explicación es muy sencilla...

—¡Es un metro de cuchilla de acero afilada! ¿Y si Bebito se subiera encima?

—El bebé —dijo Gary sin levantar la mirada.

A mí me parecía que el escenario imaginado por Linda no era muy probable.

—Bueno, a decir verdad, todavía queda bastante tiempo para que nazca el bebé...

—¿Y si Bebito la enchufa y se pone a jugar con ella?

—El bebé.

Con la llegada del nuevo miembro de la familia prevista para dentro de solo seis meses, pensé que había llegado la hora de dar a los padres un poquito de espacio para gritarse en paz. Habían pasado unas semanas desde que el debutante Vaughan había sido presentado en sociedad y ya tenía más confianza en mí mismo. Al principio me había sentido como un gorrón que se había colado sin permiso en mi antigua vida. Y no era simplemente un estudiante sin invitación en una caótica fiesta en los pasillos de una residencia universitaria, sino algo peor: era como un Ángel del Infierno con gafas de espejo colándose en una cena de postín en provincias en pleno colocón.

Sin embargo, descubrí que había desarrollado muy deprisa una nueva habilidad: era capaz de medir el grado de historia personal en común en cualquier cara nueva. Todas estas personas eran extrañas para mí, pero sus ojos revelaban distintos grados de expectativas. Los que me conocían desde hacía años parecían suplicar alguna clase de reconocimiento, mientras que la mirada indiferente de los que solo eran conocidos sin más no exigía nada a cambio.

—Hola, Vaughan, tienes buen aspecto. Qué bueno tenerte de vuelta —dijo la recepcionista de mi viejo instituto cuando entré en el edificio, y pude calibrar exactamente lo bien que me conocía. Ayudaba bastante el hecho de que Jane Marshall llevara un tarjetón alrededor del cuello en el que podías informarte de su nombre, de su puesto, y del hecho de que el centro debería invertir en una cámara digital mejor.

Me había asegurado de conocer el nombre del director antes de regresar al instituto, pero ahora no sabía si llamarle «Peter» o «señor Scott». Se había impuesto la tarea de darme la bienvenida personalmente y de hablar conmigo acerca de mi «reingreso en la comunidad escolar». Íbamos los dos caminando por los pasillos, para darme la oportunidad de conocer al personal y de «volver a familiarizarme» con el edificio. Todo el mundo se estaba comportando con tanta normalidad que obviamente alguien debía de haberles dado una charla sobre cómo comportarse con normalidad. En la secretaría del centro, una administrativa escondió apresuradamente un cartel que había sobre su ordenador donde se leía: «No hace falta estar loco para trabajar aquí, pero ayuda». Al pasar por allí todas sonrieron y dijeron hola con calidez, para luego volver a hacer como que estaban trabajando. Y en segundo plano se oía un ruido furioso de teclados: el sistema de comunicación interna debía estar próximo al colapso con la cantidad de cotilleos volando de un lado a otro sobre si estaría fingiéndolo todo.

Había recibido mi sueldo completo durante todo el tiempo que había estado de baja, y hoy habría una reunión para determinar la cantidad de trabajo de la que, siendo realistas, podría ocuparme.

—He estado releyendo el programa. Me gustaría empezar a dar clases lo antes posible —declaré.

—No hay prisa —dijo Peter, o el señor Scott, contemplándome con cierta sorpresa—.Tómate el tiempo que necesites.

—No, de verdad. Si hay profesores suplentes cubriendo mis clases, creo que le debo a mis alumnos volver al trabajo en cuanto pueda.

—Cielo santo. Pues sí que va a ser cierto que lo has olvidado todo, ¿verdad?

Y entonces dos alumnos que estaban desapareciendo detrás de una esquina gritaron:

—¡Eh, Retrete Vaughan! ¿Dónde tienes la escobilla? —Y luego echaron a correr riéndose.

—¿Retrete Vaughan?

—Estoy seguro de que solo una muy pequeña minoría de estudiantes te llama así. Aquí se te conoce por otras cosas. Además de por aquella vez que limpiaste todos los servicios.

—¿Qué hay, Retrete? Me alegro de verte —dijo una encargada de comedor que pasaba a nuestro lado.

—¿Por qué limpié todos los servicios?

—Para dar ejemplo ante todos los alumnos del «paupérrimo nivel de limpieza en los sanitarios». Te entró esa obsesión, y lo anunciaste a los cuatro vientos. Yo personalmente no hubiera empuñado una escobilla en la asamblea, pero sí que es verdad que conseguiste captar su atención.

—¡Eh, ha vuelto El Retrete! —llegó una voz desde el patio interior.

—Vaya. Bueno, seguro que se les pasa...

—Es posible. Fue hace un par de años. Para serte sincero, Vaughan, perdiste confianza en ti mismo frente a ellos. Ya sé que tenías problemas en casa, pero también dejaste de amar tu trabajo. Y eso los niños siempre lo adivinan.

Tal vez no estuviera preparado todavía para enfrentarme a los alumnos. Le expliqué a Peter, o al señor Scott, que tenía pendientes algunas citas con la neuróloga, así que estuvieron de acuerdo en que empezara haciendo alguna tarea administrativa en la secretaría del instituto. En cuanto regresara de su propia baja por enfermedad, el encargado de salud laboral haría oficial mi reincorporación. ¡Pero iba a empezar a trabajar de nuevo! Este era mi lugar de trabajo. Fui un momento al baño de camino a la salida.

—¡Están asquerosos! —pensé—. ¿Por qué no viene alguien y los limpia y punto?

Aunque una parte de mí decía: «Puestos a elegir, yo no habría escogido este punto de partida», me emocionaba estar acumulando los atributos que conforman una persona completa: tenía un empleo, una familia; poco a poco, a tientas, iba encontrando una especie de propósito en la vida. Hoy sí que era, realmente, el primer día del resto de mi vida. Seguía sin tener pasado, pero como con cualquier otra cosa del mundo moderno, solo tenía que buscarlo en internet. Me había obligado a mí mismo a no mirar mis memorias online en cuarenta y ocho horas, pero esa tarde me conecté para ver que la imagen había cambiado por completo. Un segundo email a todos mis contactos pidiéndoles que escribieran algo había tenido consecuencias evidentes, y ahora mi historia vital estaba empezando a engordar. Aunque no todo el mundo se había enfrentado al ejercicio con la estricta neutralidad o el severo rigor académico que yo esperaba.

Jack Joseph Neil Vaughan, conocido generalmente como Vaughan, nació el 6 de mayo de 1971. Su padre, Keith Vaughan, llegó a ser alto oficial del Ejército del Aire, mientras que su madre trabajaba como secretaria bilingüe. Como su padre estaba destinado en el extranjero, Vaughan pasó su infancia en muy diversas partes del mundo. Asistió a la Universidad de Bangor, donde se licenció en Historia con notable, a diferencia de su amigo Gary Barnett, que sacó sobresaliente (y una mención especial en la tesina de fin de carrera). Los dos amigos jugaban juntos al fútbol, aunque Vaughan pronto se convirtió en sustituto mientras que Gary fue pichichi dos temporadas seguidas y finalista del concurso de mejor jugador de la temporada.

En su primer año en Bangor, conoció a su futura esposa, Madeleine. (MÁS INFORMACIÓN AQUÍ, POR FAVOR) Maddy está buena, es una MQMF. ¡Pero las manos quietas! Es mi fantasía secreta, no la tuya, cacho pervertido, aunque tenga como 35 años o yo qué se cuántos.

Vaughan y Maddy tienen dos hijos: Jamie, que tiene 13 años, y Dillie, que tiene 11. En 2001 el señor Vaughan empezó a dar clases de historia en la Escuela de Secundaria William Blake, de Wandsworth, que después se convertiría en la Academia Wandle. El año pasado consiguió apuntarse al viaje escolar de historia a pesar de que lo había solicitado otro profesor que tenía más méritos que él. Su mote es «Retrete Vaughan» porque le encanta limpiar el retrete. ¡Es el general Retrete, Retretus Maximus, el Retretor! ¡Retrete! ¡Retrete! ¡Retrete! ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!

Vaughan participó como ponente en la conferencia «Lecciones para las que merece la pena comportarse» en Kettering y fue muy aburrido. En plan aburrido, aburrido, aburrido. No contento con dar la matraca con un montón de datos que aburrían a las ovejas, hizo una presentación en PowerPoint en la que había escrito todos los datos que aburrían a las ovejas, y al final entregó unas fotocopias con los mismos datos que aburrían a las ovejas.

Retrete Vaughan mola porque no llamó a la pasma cuando birlamos la llama del Zoo Urbano.

El señor Vaughan vive a cuatro portales del señor Kenneth Oakes, uno de los máximos exponentes de magia oculta del Reino Unido, miembro del Círculo Mágico y protagonista de un número muy popular en convenciones y fiestas infantiles; «un gran número de magia tradicional», según la revista Escenarios. Vaughan juega al fútbol sala todos los martes por la tarde y tiene la misma gracia y habilidad que un avestruz borracho. Vaughan vive en el sur de Londres. Su cumpleaños es el 6 de mayo. ¡Hola Vaughan, cuánto tiempo, colega! Perdona que te deje aquí este mensaje pero me dijo Gary que querías que todo el mundo escribiera aquí algo sobre tu vida y tal: estaba intentando colarme la trola de que se te había ido la pelota o algo así. ¡Ya sé que no es más que otra de sus tomaduras de pelo! En todo caso, dinos dónde quieres que la gente escriba cosas y haré lo que pueda. ¡Saludos, colega! Karl J

Me fui a la cama esa noche diciéndome a mí mismo que el pasado era el pasado y que no podía hacer nada para cambiarlo. Aparte de borrar el fragmento sobre lo aburrida que había sido mi charla en Kettering; eso sí lo podía cambiar. Y todas esas referencias sobre lo malo que era jugando al fútbol; no hacían falta tantas. Ni siquiera una, en realidad; no merecía la pena mencionarlo. ¿El alto nivel de sarcasmo y burla demostraba afecto y confianza en un sentido del humor compartido? ¿Y por qué decían que Maddy era una «MQMF», fuera eso lo que fuera?

Más tarde busqué en Google esas siglas en el ordenador de Linda. Lo que me dejó con alguna que otra explicación que dar a la mañana siguiente.