Capítulo 10
—Vaughan. Tengo malas noticias, tío. —Había pasado exactamente un mes desde mi fuga y al llegar me había encontrado a Gary sentado en la cocina, usando el cuchillo del pan para intentar pinchar las últimas cebolletas en vinagre que quedaban en un tarro.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—A lo mejor deberías sentarte.
—¿Es Maddy? ¿Uno de los niños? Dímelo.
—No. Es tu padre. Ha tenido otro infarto.
Al anuncio siguió una pausa de asombro.
—¿¡Mi padre!? No sabía que tuviera padre, joder. O sea, ¿que mi padre está vivo? ¿Por qué no me dijiste que mi padre estaba vivo?
—Bueno, yo qué sé, me imaginé que ya lo sabías. Es decir, nunca preguntaste específicamente por él... —Gary levantó las manos a la defensiva como para decir que aquello no tenía nada que ver con él.
—Pero hablaste de mis padres en pasado. Dijiste que fueron una pareja estupenda.
—Es que fue en el pasado cuando yo los conocí. En todo caso, si pensabas que estaba muerto, es una buena noticia. No lo está: está vivo. Por poco. Aunque a lo mejor no deberías dejar pasar mucho tiempo, tío... Un ataque al corazón. ¿Es bastante grave, verdad? —Y después, como si pensara que aquello podría servirme de consuelo—: ¿Te apetece una cebolleta en vinagre?
Le lancé a Gary una ráfaga de preguntas que deseaba haberle hecho mucho antes y que él no tuvo tiempo de no acertar a responder.
—¿Qué edad tiene? ¿Está consciente? ¿Cuándo tuvo el otro ataque al corazón, el anterior a este? —Y una que era aún más difícil de contestar que las otras—: ¿Cómo suelo llamarlo?
—¿Qué quieres decir?
—¿Suelo decir «padre», «papá», «papi», le llamo por su nombre, cómo?
—No sé. Creo que «papá». Sí, creo que cualquier otra cosa me habría resultado poco común y lo habría recordado.
Gary sabía solo que Madeleine había llamado para decir que iba a ir al hospital con los niños para que vieran a su abuelo. Había salido de Cuidados Intensivos y podía recibir visitas breves.
—¿Madeleine ha llamado?
—Al móvil de Linda. Dijo que pensaba que debías saberlo.
—Ah. ¿Dijo algo más? ¿Quería que yo la llamase?
—No.
—¿No porque no dijo nada?
—No. Dijo que no la llamaras. Dejó el número del hospital. Pero fíjate qué curioso...
—¿Qué?
—El número del hospital termina en unos. En plan uno, uno, uno, uno. Es raro, ¿verdad?
Me dejé caer en la silla y cuando Gary vio que la mala noticia por fin me había tocado, hizo lo que pudo por mostrar su simpatía, a su torpe manera de tío duro.
—Tiene que ser, no sé, muy duro para ti, tío.
—Sí, bueno...
—No recordar nada sobre él y luego descubrir que la patata le ha hecho pum.
—Sí, no es agradable.
—No es agradable. Es así exactamente. Desagradable. Estas saben un poco raras. ¿Las cebolletas en vinagre pueden ponerse malas?
—¿Sabes exactamente cuándo va a ir Madeleine a visitarle?
—Pues no. Pero puedes llamar a su casa. Es porque están maceradas en vinagre pijo, en plan balsámico o como se llame.
—A lo mejor debería llamarla de todas maneras. Ya sabes, para saber a qué hora va a estar allí y cómo se plantea todo y tal.
—Podrías hacerlo. Si no fuera por eso que dijo de que no la llamaras. Jolín, ahora estoy un poco revuelto.
Por la ansiedad de sentirme obligado a estar completamente preparado, aún no me sentía nada preparado para conocer a mis propios hijos. Pero ahora, con lo de mi padre, los acontecimientos me estaban forzando a organizar una presentación inmediata. Tenía que llegar a conocerle para poder apenarme como era debido en caso de que falleciera.
Hubo un momento, al entrar en el hospital, en el que me pregunté si debería comprarle a mi padre algo en la tienda de regalos. ¿Una tarjeta quizá, o unas flores? ¿O algo que demostrara confianza en la idea de que pronto estaría mucho mejor: una revista, tal vez, o incluso un libro? Pero no podía ser nada demasiado largo; Guerra y Paz o la cuarta entrega de Harry Potter serían claramente fracasos por exceso. Pero, claro, no tenía conocimiento alguno de los gustos o intereses de mi padre. «Papá» era ahora mismo una amalgama de modelos paternos que habían sobrevivido a mi amnesia. El Barón von Trapp y el Rey Lear estaban mezclados con Homer Simpson, Darth Vader y el padre cachondo de aquel anuncio de salsa de carne de los setenta.
En la cuarta planta me dieron indicaciones para llegar a la habitación de mi padre, y al entrar me sorprendió gratamente la aparente salud del viejo robusto y de pelo oscuro que yacía en la cama frente a mí. Así que este era mi padre. Este era papá. Me senté y le tomé la manita carnosa, como era mi deber.
—Hola, papá, soy yo. He venido en cuanto he podido.
El viejo me contempló durante un instante.
—¿Quién coño eres tú, cabrón mierda? —dijo, con un fuerte acento extranjero. Vi el nombre árabe en la pulsera plastificada en la muñeca del paciente, di un brinco y salí del cuarto.
Me senté en el pasillo un momento para calmar los nervios. Me había ido calentando hasta un grado de tensión emocional que era difícil de mantener una vez me percaté de que estaba cogiendo la mano del anciano equivocado. O a lo mejor ese era el anciano correcto y Gary se había olvidado de decirme que mi padre era también un espía sirio que había ascendido por las filas de las Fuerzas Aéreas de Su Majestad a pesar de su acento incomprensible y su gusto por las palabrotas agramaticales.
Ahora estaba parado delante de una habitación cuyo ocupante compartía mi mismo apellido. Me armé de valor y entré. En la cama de hospital, rodeado de máquinas ronroneantes, tubos y cables, yacía un viejo esquelético, de labios inexistentes, con la piel descolorida y tirante alrededor del cráneo. El contraste no podía ser mayor; los monitores digitales y toda aquella costosa tecnología parecían proclamar su pertenencia a la era espacial, mientras que el cuerpo que ocupaba el centro de todo era como un cadáver de la Edad de Bronce preservado en una turbera.
—¿Hola?
—¿Eres tú, hijo? —me preguntó a través de su máscara de oxígeno.
—Sí. Sí, soy yo.
—Qué bueno eres. Por venir a verme. —Tenía la voz muy débil y no giraba la cabeza para hablarme.
—No pasa nada. Es lo menos que podía hacer. ¿Necesitas que te traiga alguna cosa?
—No, siéntate. Estoy bien —dijo, aunque claramente no lo estaba.
En el hospital me habían asegurado que mi padre estaba consciente y en posesión de sus facultades mentales, pero por alguna razón yo había esperado que el paciente estuviera durmiendo o que fuera incapaz de hablar a través de una máscara de oxígeno y que yo, como hijo abnegado que era, solo tuviera que estar allí sentado un ratito y luego podría irme a casa.
—¿Cómo te encuentras?
—Bueeeno, ya sabes. Contento de estar aquí, sin más.
—¿Te duele algo?
—Un poquito. No es nada grave, de verdad.
—¿Y no hay nada que yo te pueda traer?
—Un whisky doble. Sin hielo.
Sonreí ante la campechanía del viejo, y me di cuenta de que mi padre ya me caía bien. Conseguía mantener el humor a pesar de estar a las puertas de la muerte. De hecho, parecía que había entrado derecho por las puertas de la muerte, que había pasado por el vestíbulo de entrada de la muerte y que se disponía a ponerse cómodo en el salón de la muerte. La habitación olía a desinfectante, que había fracasado en su labor de enmascarar el aroma de la putrefacción corporal.
—Maddy y los niños. Han estado aquí...
—Así es.
—Unos niños maravillosos. Encantadores.
—Sí que lo son. —Y entonces me esforcé en encontrar algo más que decir—.Y lo bien que lo han llevado todo.
Al principio el viejo parecía que no iba a responder, pero al final procesó lo que yo acababa de decirle.
—¿Llevar el qué?
—Bueno, ya sabes...
—¿Pasa algo?
Al instante caí en la cuenta de que el viejo no sabía nada de nuestra separación. Pues claro: mi padre padecía del corazón, era un anciano en un momento vulnerable: ¿por qué íbamos a querer que tuviera el estrés añadido de saber que el matrimonio de su único hijo había fracasado? Y, por la misma razón, era evidente que no le habían dicho que yo había desaparecido ni que padecía amnesia crónica.
—Quiero decir que han llevado muy bien, los dos, ya sabes... el hecho de que su abuelo haya tenido un ataque al corazón. —Y, en ese instante, aunque suene perverso, agradecí que esta emergencia médica hubiera venido a rescatarme del apuro.
De repente sonó una alarma en uno de los monitores. Me levanté de un salto, sin saber qué debía hacer. Había una luz roja parpadeando en una máquina encima de la cama. ¿Qué era eso? ¿Sería ese el momento del fallecimiento de mi padre, unos minutos después de haberle conocido? Estaba a punto de echar a correr en busca de ayuda cuando una enfermera entró tranquilamente, apagó un interruptor con total indiferencia, se hizo el silencio y se giró sin decir palabra para marcharse por donde había venido
—¿Va todo bien?
—Sí, no es más que esa máquina. A veces hace esas cosas.
—¡Gracias! —dijo el viejo, pero la enfermera ya se había ido—. Aquí la gente es magnífica.
—¿Y tú estás animado?
—Oh, sí. No me puedo quejar.
—Bueno, acabas de tener un segundo ataque al corazón. Tienes derecho a quejarte un poquito si quieres.
—No, tengo mucha suerte. El personal es muy amable. Absolutamente magnífico.
Sin duda era «absolutamente magnífico» que mi padre no encontrara nada negativo que decir sobre su estado actual. No había sabido si esperármelo cansado o aterrador o gruñón o haciéndose el mártir, pero esta víctima del corazón lo que parecía era tener un gran corazón.
En la mesilla había una tarjeta hecha a mano, y vi que la firma era de «Dillie».
—Me gusta la tarjeta de Dillie.
—Dios la bendiga. Tan cariñosa.
Escuché su esforzada respiración. Intenté imaginar a este hombre agarrando mi mano infantil para cruzar la calle; me imaginé de niño, aprendiendo con él a cambiar de marcha en un coche antiguo; nos visualicé dando patadas a un balón de cuero en un jardín imaginario. Pero todas las imágenes estaban desenfocadas.
—¿Te acuerdas de cómo jugábamos al fútbol cuando yo era pequeño? —pregunté.
—¿Cómo iba a olvidarlo? Siempre fuiste... —e hizo una pausa durante un momento mientras su anciana mente buscaba la palabra adecuada—. ¡... tan inútil!
Me reí con su broma.
—Sí, pero no era más que un niño.
—No, no. También cuando eras mayor. ¡Un desastre total! —Sus músculos faciales lograron sonreír, a pesar del agotamiento. Era evidente que la memoria de mi padre no iba a ser tan aguda como antes, así que intenté cambiar de tema.
—Bueno, el fútbol nunca fue lo mío. Gary me estaba recordando la época en la que cantaba en una banda.
—Ah, sí. Qué voz.
—Oh... gracias.
—Como la de un gato estrangulado.
—¿Qué?
—Era terrible.
—¡Ja! Supongo que la música rock siempre sonará mal a la generación anterior.
—El público aplaudía...
—Eso está bien.
—... muy despacio. Mientras tú cantabas.
Parecía que esta era otra relación que se basaba en la tomadura de pelo, pero no me esperaba que los extraños fueran tan maleducados.
Una vez que lo hube asimilado, me di cuenta de que era maravilloso que mi padre siguiera siendo capaz de tomarme el pelo desde su cama de hospital. Demostraba el vínculo que debíamos de haber tenido; claramente, esta era la manera en la que mi padre me demostraba su afecto.
—Pero nada de eso importa —declaró el anciano místico, que era capaz de ver un tiempo invisible para su pupilo—. Porque en la cosa más importante de la vida... ahí acertaste —su voz sonaba ahora cada vez más forzada.
—¿El qué? ¿Mi trabajo?
—No. Tu mujer. —Se giró para mirarme, haciendo un gran esfuerzo—. Te casaste con la chica ideal. —Su respiración era cada vez más dificultosa y a mí me costaba oír las frases que susurraba por debajo de la máscara—. Vosotros dos. Sois perfectos el uno para el otro. —Y entonces cerró los ojos, tal vez para imaginarme volviendo esta noche a casa con Madeleine y pensar en lo feliz que le hacía esa idea.
Supongo que el estado físico de mi padre añadía un valor extra a sus palabras. Cualquier frase puede parecer adecuada y profunda si la pronuncias en el lecho de muerte. Puedes usar tu último aliento para decir: «¿Sabes?, deberías quitarte el abrigo dentro de casa o notarás mucha diferencia cuando salgas», y tus acompañantes asentirían con reverencia ante la sabiduría de semejante pensamiento. Pero que mi propio padre empleara el poco aire que le quedaba en decirme que Madeleine y yo éramos perfectos el uno para el otro... era la primera vez que alguien tenía algo positivo que decir sobre mi matrimonio.
—Ella es una entre un millón —coincidí.
—Igual que... —y ahora jadeaba de nuevo— ... tu madre.
Entonces, de repente, se me acabó el tiempo. No habían pasado más de diez minutos, pero el tanque de combustible ya estaba vacío.
—Estoy un poco cansado, hijo. Ya no puedo hablar más.
—De acuerdo. —Y entonces me obligué a mí mismo a decirlo—: De acuerdo, papá.
Papá calló y el ruido de su respiración cambió de marcha en cuanto se hundió, casi instantáneamente, en un sueño profundo. Me quedé ahí sentado mirándole durante un rato, intentando ver un reflejo de mí mismo en aquellos rasgos envejecidos. Un carrito pasó traqueteando por la puerta, pero no entró nadie. Había estado preocupado por si ver a un padre irreconocible me provocaba ganas de llorar, pero la verdad es que me había venido inesperadamente arriba. Su instinto sobre Madeleine coincidía con el mío. «Perfectos el uno para el otro», había dicho. Si hubiera sido mi corazón el conectado al electrocardiograma, en este momento la alarma ya estaría sonando.
Unos minutos más tarde entró una enfermera y me dijo que ahora dormiría varias horas.
—Es sorprendente lo animado que está, ¿verdad?
—Es que es una de esas personas —sonrió la enfermera— que hace que te dé alegría el solo hecho de estar vivo.
—Es mi padre.
—Sí. —Volvió a sonreír—. Lo sé.
Me decepcionó encontrar el piso de Gary y Linda vacío al regresar a casa. Tenía muchas ganas de hablarles de mi padre, de contarles lo que había dicho sobre Maddy, de compartir lo que había dicho la enfermera sobre él. A lo mejor podía llamar a Maddy y hablarle a ella de él. ¿Podía haber algo más natural que ponernos al día de nuestras respectivas visitas al hospital? Ya me había aprendido el número de memoria y presioné todas las teclas menos la última, dejando el dedo sobrevolando el último dígito. Luego colgué y fui al recibidor. Me tumbé en la moqueta un ratito, con la mirada fija en la alarma antiincendios, cuya luz parpadeaba débilmente cada pocos minutos para demostrar que nadie le había quitado las pilas. Y entonces, casi sin pensar, me puse de pie y marqué el número sin más, y me llevé un susto al comprobar que contestaban casi inmediatamente.
—¿Hola? —dijo una voz de niña, amistosa y casi sorprendida de que alguien pudiera estar llamando—. Hola, ¿quién es, por favor? —repitió tras una pausa—. Mamá, no dicen nada, pero yo creo que hay alguien ahí...
—¿Hola, hola? —dijo Maddy, cogiendo el auricular—. ¿Hola? Le importa llamar de nuevo, por favor, a este lado no se oye nada... Gracias, adiós.
Y por poco pude oír a Dillie exclamando: «¡Mamá!» antes de perder la conexión. Era la primera vez que oía la voz de mi hija.
Había usado mi móvil, pero había desactivado la función de reconocimiento de llamada. Me pregunté si ahora mismo estarían intentando averiguar quién los había interrumpido. Mirando el teléfono que tenía en la mano me percaté de repente del icono de la cámara en el menú. Emocionado, busqué en la pantalla el icono de «fotos» del que nadie me había hablado. Con un solo click descubrí una galería entera de imágenes de Jamie con el perro o Maddy con el perro o yo mismo con el perro. Luego había como cien fotos más del perro solo. Albergaba la sospecha de que Dillie podría haber estado usando la cámara del móvil más de lo que nunca lo había hecho yo. Pero también había unas cuantas imágenes de ella, siempre tomándose un momento para posar y ofrecer una gran sonrisa al fotógrafo. Las volví a pasar todas despacio de nuevo, mirando a estos seres humanos reales que Maddy y yo habíamos creado. Y luego estuve a punto de agotar la batería mirando fotos de Maddy, intentando descifrar sus sentimientos en cada imagen, imaginando el momento que había sido capturada, las palabras que podrían haber acompañado a estos fotogramas silenciosos. Y ningún pensamiento racional era suficiente contrapeso para la todopoderosa fuerza magnética que sentía hacia ella. La mujer que según Gary nunca podría reconquistar. La mujer que según mi padre era perfecta para mí.
Una hora más tarde me planté ante el espejo del baño, cogí la cuchilla y la posé sobre mi garganta. Eché un último vistazo y me lancé. En seguida, grandes y canosos mechones de barba empezaron a caer en el lavabo; recogí de la superficie de porcelana la áspera pelambre del viejo Vaughan, pisé el pedal del cubo de basura y allí la eché. Luego, apuré la sombra irregular que quedaba tan cerca de la piel como pude, antes de embadurnarme con una espuma de olor masculino y afeitarme con una cuchilla nueva, que se jactaba de tener muchas más hojas de las que resultan prácticas o necesarias. Poco a poco vi emerger los contornos de mi cara de donde habían estado escondidos desde finales de los ochenta, cuando, por lo visto, leí en alguna parte que la señora Thatcher desaprobaba las barbas.
El nacimiento de mi nuevo rostro no estuvo exento de un poco de sangre y dolor. Era un afeitador novato, y apreté demasiado alrededor de la barbilla y se me escapó algún pelo cabreante debajo del labio inferior, pero cuando por fin me lavé e hidraté la cara pálida y brillante, vi a una persona nueva devolverme la mirada. Intenté convencerme a mí mismo de que era bastante bien parecido y de que tenía la mandíbula cuadrada como James Bond o un Action Man; una ilusión óptica solo ligeramente empañada por los puntos de sangre y las espinillas descabezadas que requerirían un parcheado inmediato. La persona bien afeitada seguía llevando la ropa vieja, arrugada y raída que había encontrado en el armario del cuarto de Gary y Linda, pero ahora estaba dispuesto al paso dos de mi plan de acción.
Gary me había dicho que mi fuga no era más que una especie de crisis de los cuarenta, una acusación que yo había rechazado vigorosamente, dado que me sentía como si estuviera justo al principio de mi vida.
—De verdad, qué puta movida con esto de cumplir cuarenta —me había dicho—. ¿Por qué no te pones un pendiente y te compras un deportivo rojo y acabas con toda esta historia?
Recordé sus palabras al entrar en la sección de caballero de unos grandes almacenes, anunciando que estaba buscando un traje nuevo, o dos.
—Por supuesto, caballero.
—Algo con clase, ya sabe, elegante y sofisticado... —Y entonces, en el espejo de la tienda, me percaté de que todavía tenía un trozo de papel higiénico ensangrentado pegado a la cara.
Los fabricantes de los trajes que más me gustaban se habían gastado dinero incluso en lugares donde nadie lo vería: tenían bonitos forros en telas con estampados de florecillas y primorosos bolsillitos interiores. Me miré en el espejo y me sentí crecer un palmo; tenía estilo y control, y el dependiente se dignó a compartir conmigo su veredicto de experto: «Es un traje muy bueno». El sastre me había mirado con cierto desprecio al poner el primer pie en su departamento; una actitud que no mejoró con mi incapacidad para recordar el número PIN de mi tarjeta de crédito. Tras un frenético mensaje de texto a Maddy recibí la información de mi PIN, del apellido de soltera de mi madre y de mi contraseña secreta. Rearmado con estos conocimientos imprescindibles para sobrevivir a la vida moderna, me compré tres trajes de diseño, tres camisas y dos pares de zapatos. Me llevé puesto uno de los trajes; mi ropa vieja iba en las bolsas de plástico, aunque no podía imaginar que me la volviera a poner alguna vez.
Un mes después de mi fuga estaba presentando, tímidamente, a Vaughan 2.0. Sí, el sistema había tenido problemas de arranque, y de memoria iba limitado, por supuesto, pero este modelo tendría un aspecto más limpio y más aerodinámico; su interfaz sería más intuitiva para el usuario; no emitiría humo ni crearía problemas de batería. Mi esperanza era que fuera exactamente el tipo de aparato que alguien como Maddy, por poner un ejemplo, podría encontrar deseable y, más temprano que tarde, indispensable.
—¡Ahí tiene, caballero! —dijo el dependiente, entregándome los trajes en grandes bolsas de aspecto caro—. Una ocasión especial, ¿verdad?
—Más o menos. Acabo de conocer a mi mujer.
—¡Enhorabuena! ¿Cuándo se casan?
—Bueno, no tengamos tanta prisa —contesté, metiendo el tique en una de las bolsas—. Primero tendré que divorciarme de ella...