Capítulo 2

Me habían crecido las uñas y ya no tenía la piel de los dedos roída hasta sangrar. Llevaba una etiqueta en la muñeca que decía: «HOMBRE BLANCO DESCONOCIDO», aunque los celadores me habían bautizado con el nombre de Jason, por el amnésico de ficción de El caso Bourne. Sin embargo, resultó que no saber absolutamente nada de ti mismo ni era tan emocionante ni estaba tan repleto de peripecias como parecía en los taquillazos de Hollywood. Mi estatus parecía haber evolucionado de paciente ingresado de urgencia a inquilino que holgazanea todo el día en el hospital King Edward del oeste de Londres. Ya me sentía lo bastante en casa como para empezar a referirme a aquel lugar como el Teddy’s; en los carteles para recaudar fondos aparecía un amistoso osito de peluche, una imagen que supongo que habrían elegido tras descartar la imagen de un Teddy Boy de los años cincuenta o la de una prenda de lencería femenina.

No tenía ninguna enfermedad como tal. El día de mi ingreso me examinaron la cabeza buscando algún golpe, pero no había tal explicación lógica para el hecho de que el martes 22 de octubre mi cerebro hubiera decidido restaurar la configuración de fábrica. Todos los días amanecía con la esperanza de haber despertado. Pero el microsegundo de desorientación que se siente al abrir los ojos en una cama extraña, en mi caso, duraba ya una semana entera. Me pasaba el día intentando establecer contacto con mi vida anterior perdida, pero era como esa sensación fantasmal que tienes cuando imaginas que te acaba de vibrar el teléfono en el bolsillo pero al sacarlo y mirar ves que no te ha llamado nadie.

Me visitaba un flujo constante de médicos y neurólogos, con sus séquitos de estudiantes, ante quienes me mostraban como una interesante novedad. Todos coincidían en el mismo diagnóstico: ninguno tenía ni la más remota idea de lo que me había ocurrido. Un estudiante de Medicina me preguntó, con cierto tono acusatorio:

—Si lo has olvidado todo, ¿cómo es que todavía recuerdas cómo hablar?

Uno de los neurólogos, por otra parte, incidía especialmente en mi afirmación de que no había perdido los recuerdos de la actualidad en general, ni del mundo exterior.

—¿Recordará usted entonces, por ejemplo, la publicación de El ordenador que hay en su cabeza, del doctor Kevin Hoddy?

—Eh... Kevin, hay mucha gente que tal vez no lo recuerde... —intervino uno de los otros médicos.

—Vale, ¿y la serie de la BBC 4 Exploradores de la mente, copresentada por el doctor Kevin Hoddy?

—No, de eso no me acuerdo.

—Humm, fascinante... —dijo el doctor Hoddy—. Absolutamente fascinante.

Darme cuenta de que, en ese momento, mi mejor amigo en todo el mundo era Molesto Bernard, el paciente de la cama de al lado, no hacía más que añadir leña al fuego de mi depresión. Por un lado, Bernard me proporcionó un servicio muy valioso durante aquellos primeros siete días. Por dentro estaba prácticamente paralizado por la ansiedad generada por lo que me había ocurrido, por no saber quién era ni si sería capaz de recuperar el resto de mi vida. Pero nunca tenía la impresión de tener mucho tiempo de preocuparme por eso, porque me encontraba permanentemente en un estado de leve irritación hacia el hombre de la cama contigua, que me felicitaba por acordarme de lo que había desayunado esa mañana.

—No, Bernard, ese no es un síntoma de lo que padezco. Recuérdalo, tú estabas aquí cuando la doctora me lo explicó todo.

—¡Perdona, se me ha olvidado! ¡Para mí que es contagioso!

Bernard tenía buena intención; no era una persona desagradable —de hecho, era incansablemente jovial—. Era solo que a mí me resultaba un poquito cansino el tener que pasar las veinticuatro horas del día con alguien que parecía creer que mi problema neurológico era algo que se podía superar con solo mostrarme animoso y alegre ante aquel «condenado asunto».

—¿Sabes qué te digo?, que hay alguna que otra cosita bochornosa en mi pasado que no me importaría olvidar... ¡ya te digo! —decía con una risilla—. Nochevieja de 1999... ¡¿me entiendes?! —Y hacía el gesto de empinar el codo mientras ponía los ojos en blanco—. ¡Huy, sí, ese no me importaría olvidarlo! Y cierta dama del Club de Salsa de Swindon, sí, sí, no me importaría que ese episodio fuera eliminado de los registros oficiales, ¡por favor, señor presidente del tribunal!

Con el tiempo, fue una doctora en concreto quien pareció ponerse al frente de mi caso. La doctora Anne Lewington era una especialista de neurología de unos cincuenta años con ligera pinta de loca que se supone que pasaba consulta en el hospital solo dos días por semana, pero mi estado la tenía tan perpleja que intentaba verme todos los días. Bajo su supervisión me hicieron un escáner cerebral, me conectaron cables a la cabeza, me hicieron tests de estímulos visuales; pero en todos los casos la actividad de mi cerebro aparecía como «completamente normal». Era una pena que mi cerebro no tuviera un botón para apagarlo y volverlo a encender.

Me llevó un día o dos colegir que la emoción demostrada por la doctora Lewington al examinar mis resultados no tenía relación alguna con ninguna clase de progreso o comprensión de lo que había ocurrido.

—¡Oooh, qué interesante!

—¿El qué? ¿El qué? —preguntaba yo con optimismo.

—Ambos hipocampos son normales, los volúmenes tanto de la corteza entorrinal como del lóbulo temporal son normales.

—Vale... ¿y eso explica algo?

—Nada de nada. ¡Eso es lo interesante! No hay daño bilateral ni en el lóbulo temporal medial ni en la línea diencefálica. Es como si sus recuerdos extrapersonales hubieran sido consolidados en el neocórtex independientemente del lóbulo temporal medial.

—¿Eso es bueno o malo?

—Bueno, no se distingue ningún patrón ni hay una lógica aparente. Pero por otra parte, eso es lo típico del cerebro en general... ¡todo un misterio! —exclamaba, dando palmas de puro placer—. ¡Eso es lo que lo hace tan increíblemente atractivo!

Mi cuerpo volvía a dejarse caer en la silla.

—Y en cuanto al modo como se procesan y se almacenan los recuerdos, esa es una de las áreas más desconcertantes de todas. ¡Es una materia tan emocionante para la investigación!

—Ya, estupendo... —Yo asentía de forma inexpresiva. Era como estar siendo sometido a una operación a corazón abierto y escuchar: «¡Vaya! ¿Habéis visto ese músculo gordo bombeando ahí, a su rollo?».

Pasaron varios días hasta que la doctora Lewington alcanzó sus conclusiones y vino a sentarse junto a mi cama para explicarme lo que ella creía que había sucedido. Hablaba tan bajito que, al otro lado de la cortina, Bernard se vio obligado a apagar la radio.

—A partir de casos similares en Estados Unidos y otros lugares, parece que usted ha experimentado una «fuga psicogénica»; se trata, literalmente, de una «huida» de su vida anterior, motivada posiblemente por una situación de estrés extremo o por su incapacidad para soportar lo que quiera que fuera que estuviera pasando.

—¿Una fuga?

—Sí, le sucede a muy pocas personas al año en todo el mundo, aunque al parecer no hay dos casos idénticos. El haberse desprendido de objetos personales como el móvil o la cartera probablemente fuera algo deliberado por su parte al deslizarse hacia el «estado de fuga», y es habitual no tener ninguna conciencia de haber abandonado todo rastro de su vida anterior. Claramente, usted no lo ha olvidado todo, porque en tal caso sería como un bebé recién nacido, pero lo normal en una «amnesia retrógrada» sería que el paciente supiera, por ejemplo, quién era la princesa Diana, pero no sabría que había muerto.

—París. 1998 —dije, por fardar un poco.

—¡1997! —la voz de Bernard llegó del otro lado de la cortina.

—El haber retenido estos recuerdos extrapersonales sugiere que tiene usted muchas posibilidades de recuperar sus recuerdos personales y de poder regresar a su vida pasada.

—¿Pero cuándo concretamente?

—El 31 de agosto —dijo Bernard—. Fue declarada muerta alrededor de las cuatro de la mañana.

La doctora Lewington era reacia a hacer promesas, y tuvo que admitir que no había garantías de que lograra recuperarme definitivamente. De modo que me quedé solo con este pensamiento aterrador, con la mirada fija en las cortinas verdes que rodeaban mi cama, preguntándome si conseguiría algún día volver a establecer contacto con mi vida pasada.

—¿Y si eres un asesino en serie? —dijo la voz de Bernard con despreocupación.

—Perdona, Bernard, ¿estás hablando conmigo?

—Bueno, ella dijo que esto podría tener su origen en la necesidad de cerrar la puerta a tu pasado; a lo mejor es que no soportabas el tormento de vivir sabiendo que eres un asesino de mendigos sin hogar cuyos cuerpos están almacenados en los cajones frigoríficos de tu sótano, y seguir suelto.

—Qué pensamiento tan agradable. Gracias.

—Es posible. O tal vez seas un terrorista.

—Bueno, esperemos que no, ¿eh?

—Un traficante de drogas. ¡Escapando de la mafia china!

Decidí no decir nada con la esperanza de que las especulaciones perdieran fuelle.

—Un proxeneta... Un pirómano compulsivo...

Por algún sitio había unos auriculares. Miré debajo de mi mesilla de noche en busca de alguna manera de bloquear la lista de crímenes espantosos que pudieran haber precipitado mi crisis, sobre todo los de ser «un pedófilo», «un aficionado a la vivisección» o «un banquero».

Desprecié las ideas de Bernard porque eran completamente ridículas, pero luego, esa tarde, sentí una oleada de miedo y culpa al saber que dos policías me esperaban en el despacho de la jefa de enfermeras. En realidad no venían a arrestarme por crímenes de guerra contra el pueblo bosnio, como había sugerido Bernard. Resultó que venían con un gran archivador de «Personas Desaparecidas» que repasaron conmigo muy despacio, fijándose bien en cada fotografía antes de mirarme a mí cuidadosamente.

—Bueno, está claro que yo no soy ese —les interrumpía de pronto, desesperado por ver si aparecía en alguna de las páginas más recientes.

—Debemos tener en cuenta cada uno de los archivos, señor.

—Sí, pero yo no estoy tan gordo. Ni soy negro. Ni una mujer.

Me miraron con suspicacia, por si había intentado tapar mis rasgos africanos y femeninos, y luego pasaron de página con reticencia.

—Hummm, ¿qué opinas? —dijo el agente, mirando ora mi cara, ora la de un escuálido jubilado.

—¡Tiene por lo menos ochenta años! —objeté.

—Mucha gente parece mucho mayor de lo que en realidad es, señor; puede haber tomado drogas o haber vivido en la calle. ¿Cuánto hace que lleva usted esa barba?

—Eh... bueno... desde antes de tener memoria...

—Digo en general. ¿Un mes, un año, diez años?

—¡No lo sé! Como les ha dicho la enfermera, padezco amnesia retrógrada, así que mi cerebro está en blanco respecto de todo lo anterior al martes pasado.

Se miraron el uno al otro, sacudieron la cabeza suavemente con exasperación y luego siguieron buscando cualquier similitud entre mi aspecto y el de una adolescente, un indio sikh y un perrito de raza Jack Russell. Al menos sí admitieron que esa fotografía estaba en el archivo equivocado.

El hecho de que nadie hubiera denunciado mi desaparición parecía, en sí mismo, contar toda una historia. No había habido reportajes urgentes en las noticias, ni llorosos ruegos de una familia destrozada, ningún anuncio a toda página en el periódico buscando a este marido al que tanto se echa de menos, ni a este padre o compañero de trabajo. «¿Habría estado así de solo antes de mi fuga?», me preguntaba. «¿Será esta la causa del estrés que ha provocado que mi mente se quede en blanco y lista para volver a empezar, como una pizarra mágica sacudida por un niño?»

Como quiera que fuese mi pasado, en lo único en que pensaba era en que me rescataran de esta isla desierta en mitad de una ciudad de ocho millones de personas. Quería encender una gran hoguera en la playa, meter un mensaje en una botella, escribir letras gigantes que pudieran ser vistas desde los aviones.

—¿Podríamos publicar algo en el periódico? —pedía constantemente a la enfermera de planta—. ¿Una especie de reportaje que dijera: «¿Conoce a este hombre?» junto con una foto mía? —A pesar de su aire general de no tener nunca suficiente tiempo ni de ser suficientemente reconocida en su trabajo, finalmente estuvo de acuerdo en que tal vez fuera una buena idea, y yo esperé en un diminuto despacho mientras ella llamaba muy nerviosa a la mesa de redacción del London Evening Standard. Les explicó mi situación, pero yo solo pude escuchar su parte de la conversación, así que ella tapaba el micrófono y me repetía las preguntas que le hacían sobre mí.

—Quieren saber si tocas muy bien el piano o algo así.

—Pues... no lo sé... no me acuerdo. A lo mejor tendría que hablar yo con ellos, ¿no?

—No lo sabe. —Otra pausa—. ¿Hablas miles de idiomas o eres un genio de las matemáticas o algo?

—Creo que no. Solo soy capaz de hacer los sudokus fáciles del libro de sudokus de Bernard... ¿Mejor me pongo yo?

—Puede hacer sudokus fáciles. ¿Os vale de algo?

Por lo visto el periódico no tenía suficiente personal como para enviar a alguien al hospital, pero dijeron que tal vez publicaran la historia si enviábamos todos los detalles y una foto actualizada. Al día siguiente, en las páginas centrales había un gran reportaje a toda plana bajo el titular «¿Quién es el hombre misterioso».Y debajo había una foto de un hombre muy atildado posando junto a Pippa Middleton en un partido de polo benéfico. Repasé el periódico dos veces, pero no traía nada sobre mí. Resultó que tenían intención de publicar mi historia, pero entonces saltó la noticia sobre el compañero misterioso de la cuñada del príncipe Guillermo y el director decretó que no podían contar dos historias de «hombres misteriosos» en la misma edición. El periodista que nos había cogido el teléfono la primera vez estaba ahora de vacaciones, así que la posible historia estaba en manos de otra reportera.

—Y dígame —me preguntó—, ¿es usted, por ejemplo, un genio del piano o algo así?

Me resultaba difícil conciliar el sueño por las noches, y a veces me refugiaba en la sala común, oscura y vacía, que tenía unas espléndidas vistas de la silueta nocturna de Londres. Fue durante la cuarta noche, mientras miraba el millón de diminutas lucecitas de la ciudad, cuando caí en la cuenta de que ahora esta era mi vida; de que este síndrome no era algo pasajero. Llamaron a alguien para que investigara los golpes estruendosos que venían de la décima planta. Ahí fue donde me encontró uno de los ordenanzas, dándome cabezazos contra el cristal una y otra vez.

—¡Eh, amigo, no haga eso! —me advirtió—.Va a romper el cristal.

A veces pasaba algunas horas en la sala de la televisión. Fue en una de esas visitas cuando descubrí Su Media Naranja, que había sido reinventado con famosos y sus atractivas parejas. Este programa se convirtió en una especie de obsesión para mí. Me encantaba ver a esas parejas capaces de recordar tantas cosas el uno del otro, y me reía con cada metedura de pata marital, y me solazaba con la cómoda familiaridad de aquellos cónyuges.

—¡Ah, te encontré! —declaró Bernard con su inconfundible y agudo gemido nasal, justo cuando estaba a punto de empezar la segunda mitad del programa—. Mira, te he comprado un par de libros en el quiosco de la entrada: ¡Cómo mejorar tu memoria con solo 15 minutos al día! ¡No sé cómo no se nos ocurrió esto hace mil años!

—Es muy amable de tu parte Bernard, pero me da la sensación de que ese libro es más para la gente olvidadiza en general que para quienes sufren de amnesia retrógrada.

—Bueno, son solo grados del mismo problema, ¿no?

—Pues no.

—Créeme, yo entiendo por lo que estás pasando porque nunca me acuerdo de dónde he dejado las llaves.

—Verás, lo cierto es que a mí eso no me pasa. Recuerdo perfectamente todo lo que he hecho desde que llegué a este hospital. Pero no recuerdo ni una sola cosa de mi vida antes de ese momento.

—Sí, sí, te entiendo. Así que puede que a ti te hagan falta más de quince minutos al día —admitió, abriendo el libro por una página al azar—: «Cuando te presentan a una persona... intenta repetir su nombre en voz alta para que se fije en tu memoria. De modo que en lugar de decir solamente “Hola”, di “Hola, Simon”». Bueno, ¡podrías empezar intentando hacer eso!

—Sí, vale, pero no creo que eso vaya a abrir la puerta a los primeros cuarenta años de mi vida...

—Otra cosa son las tijeras. Nunca me acuerdo de dónde he dejado las tijeras. ¡A veces pienso que me evitan deliberadamente! Oooh, esta es muy buena: «Si te cuesta recordar números de teléfono, prueba con establecer asociaciones mentales. Por ejemplo, si el número de un amigo es 2012 1492, puedes recordarlo pensando Olimpiadas de Londres, Descubrimiento de América».

—Vale. Estupendo. Si me topo con ese número en concreto seguro que lo recuerdo así.

—¡¿Ves?! —exclamó Bernard, satisfecho por haberme sido de ayuda—.Y son solo quince minutos al día. ¡Ooh, Su Media Naranja de Famosos! Me encantaría ir a ese programa. Ya sabes, si fuera famoso... y tuviera una mujer.

Cuando terminó mi programa de televisión favorito, anuncié que me volvía a la cama, pero Bernard se puso en pie de un salto para «hacerme compañía», desvelando triunfalmente el otro libro que había comprado en la planta baja. Había decidido que una manera de despertar el recuerdo de mi propia identidad podía ser leer en voz alta cada uno de los nombres de chico que aparecían en un tomo preocupantemente grueso titulado El nombre de tu bebé. Una parte de mí quería gritar de pura frustración, pero en el fondo sabía que Bernard, a su manera singular, solo intentaba ayudarme.

Durante aquella larga tarde se hizo evidente el porqué del fracaso de El nombre de tu bebé en formato audiolibro. Sin duda hay muchos personajes, pero ninguno de ellos tiene mucho desarrollo. «Aarón», por ejemplo, tiene un papelito sin frase en la primera página y luego no volvemos a oír hablar de él. Lo mismo pasaba con «Abdullah», que tampoco ofrecía pista alguna sobre si ese podría haber sido el tipo de nombre que mis padres me dieron.

—No creo que debas tumbarte así —dijo Bernard—. ¿Sigues completamente concentrado, verdad?

—Absolutamente. Solo estoy cerrando los ojos para asegurarme de que no haya nada que me distraiga...

Finalmente desperté al son aliterativo de «¿Francis? ¿Frank? ¿Frankie? ¿Franklin?». Aunque Bernard llevaba en ello varias horas, seguía enunciando cada nombre con extraordinaria delectación y optimismo. Yo acababa de tener el mismo sueño que había experimentado ya un par de veces: una instantánea de un momento en el que compartía risas con una mujer. No recordaba su cara ni su nombre, pero parecía amarme como yo la amaba a ella. La sensación era de pura felicidad, de haber visto el único punto de color en un mundo en blanco y negro, y me quedé planchado cuando desperté al gran vacío que era mi vida en ese momento. De no haber sido por la apasionante narración del libro de Bernard, me habría deprimido bastante.

—¿Gabriel? ¿Gael? ¿Galvin? ¿Ganesh?

—Hummm —pensé—. Creo que no tengo aspecto de llamarme Ganesh. Para empezar, no tengo cuatro brazos y cabeza de elefante. —A lo mejor ya era hora de pedirle que parase; tal vez pudiera decirle que después de varias horas de intensa concentración estaba empezando a cansarme un poco.

—¿Gareth? ¿Garfield? ¿Garrison? —Del mostrador de recepción de la planta llegó un zumbido electrónico sin especificar—. ¿Garth? ¿Garvin? ¿Gary?

Y entonces ocurrió algo extraordinario. Al oír la palabra «Gary», me escuché murmurar «07700...».

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Bernard.

—No lo sé —respondí, incorporándome en la cama—. Simplemente me ha salido cuando has dicho «Gary».

—¿Es eso? ¿Eres tú? ¿Te llamas Gary?

—Creo que no. Dilo otra vez.

—¡Gary!

—07700... —y había más—. 900... 913.

Era como un espasmo involuntario; no tenía contexto ni significado, solo me resultaba natural que esos números siguieran a aquel nombre.

—¡Es un número de teléfono! —dijo Bernard emocionado, apuntándolo.

—Vale, ¿pero de quién? —Bernard me miró como si yo estuviera siendo especialmente imbécil—. Es decir, probablemente de alguien que se llama Gary, pero ¿quién será?

Habíamos descubierto un fragmento del ADN de mi vida pasada. Bernard había conseguido enseñarme el camino hacia mi patria. Me había mostrado escéptico y negativo y él había demostrado que yo estaba equivocado. Podría haberle dado la enhorabuena por su tenacidad e iniciativa si no me hubiera dado cuenta de que eran estas mismas cualidades las que le estaban llevando a coger su móvil y empezar a marcar.

—¿Qué haces? —chillé.

—Llamar a Gary. ¿Terminaba en 913?

—¡No, no lo hagas! ¡No estoy preparado! ¡Deberíamos hablar con la doctora! No está permitido usar móviles aquí dentro...

—¡Está sonando! —dijo, y me lanzó el aparato.

Lo levanté despacio hacia mi oreja.

—No lo coge nadie. Seguramente no sea más que un número al azar. No me puedo creer que esté escuchando esto... —Y entonces se oyó un distante crujido electrónico. Después de una semana, el primer leve sonido escuchado por los equipos de rescate que rebuscan entre los escombros.

—¿Hola? —dijo una voz masculina a través de una línea distorsionada y débil.

—Eh... ¿hola? ¿Hablo, por casualidad... eh... con Gary? —dije con la voz entrecortada.

—Sí. ¡Vaughan! ¿Eres tú? ¿Dónde coño has estado? ¡Es como si hubieras desaparecido de repente de la faz de la tierra!

Presa del pánico, corté la llamada y le lancé el móvil a Bernard.

—¿Has reconocido su voz?

—Eh, no. No, yo... creo que debe de ser un tío cualquiera —tartamudeé. Pero el extraño devolvió la llamada inmediatamente. Y pronto los dos estaban inmersos en una animada charla sobre mí.

—Pues ya no —decía Bernard—. Creo que ahora mismo su mejor amigo soy yo.