CAPÍTULO XV

«Vivid persuadidos de que es bien difícil ser siempre el mismo hombre».

Séneca

Khol

Gilgamesh contó pacientemente su historia y cuando terminó, el maestro miró a uno de los monjes más jóvenes y éste se levantó y se dirigió a la salida, desapareciendo sin más ¿A dónde había ido? Gilgamesh se asomó al voladizo, pero ya no estaba. Sólo vio un enorme buitre negro que planeaba más abajo y se perdía en la distancia.

—¿A dónde se ha marchado? ¿Se ha convertido en buitre? —interrogó, desconcertado.

—Demasiadas preguntas —respondió secamente el instructor.

Gilgamesh sintió que su deber era callar y esperar, y así lo hizo durante algún tiempo, pero al cabo volvió a preguntar:

—¿Puedo saber vuestros nombres?

Los monjes se sonrieron con benevolencia.

—¡Qué ingenuo puedes llegar a ser, guerrero! —contestó el instructor—. ¡Claro que no!

Al cabo de unos minutos volvió a aparecer en el voladizo el monje que había partido. En sus manos llevaba una caracola marina que entregó al maestro y éste, sosteniéndola en sus ancianas manos, se dirigió a Gilgamesh.

—Ven —dijo—, acércate al exterior.

Cuando estuvieron de nuevo al borde del barranco, el viejo aplicó la caracola al oído de Gilgamesh y le habló a través de ella.

—¿Ves esa paloma salvaje? —dijo, señalando a un ave que salía del bosque, a sus pies—. Ha perdido a sus pollos. Esta mañana un vendaval arrastró el nido y se estrellaron contra el suelo… ¿Y ese buitre? Viene de una tierra lejana buscando carroña, porque es un buitre joven, rechazado en los festines que celebran los maduros… Sé todo eso porque conozco el lenguaje de los animales y porque tengo un buen oído. Ahora mismo estoy oyendo cómo se desprenden las hojas de los árboles con el paso del viento, allá en el valle, y oigo también cómo crece la hierba en las mesetas que hay sobre el barranco… ¿Te parece maravilloso?

Gilgamesh asintió con un movimiento de cabeza.

—Pues mucho más lo es el poder de tu enemigo, capaz de escuchar cualquier conversación que se hable en la tierra y que podría darte si quisiera noticias de tu ciudad natal. Por eso te hablo a través de esta caracola[83].

Gilgamesh se estremeció. Tomó la caracola y preguntó:

—¿Es un dios?

—No, no es eso —respondió el maestro—, pero su poder es inmenso.

—Entonces ¿no hay manera de combatirlo? —repuso Gilgamesh.

—Tendrás una posibilidad cuando sepas su nombre —aseguró el monje.

—¿Su nombre? —repitió Gilgamesh.

—Sí… sólo así podrás elaborar una magia que acabe con él. Es la que yo acabo de emplear contigo. Me fue fácil porque el monje negro que fue instructor de los Lobos Grises de Egione conocía el tuyo.

—¿Cuánto durará la enseñanza? —preguntó Gilgamesh con algo de desazón.

—¿Tienes prisa? —interrogó a su vez el maestro.

—Tengo un año.

El maestro calló un momento y, después de componer un gesto de cansancio exclamó:

—El mundo debe andar muy revuelto últimamente, a juzgar por el interés despertado por la puerta de Luth. Todo el mundo tiene prisa, pero la prisa del mundo hay que dejarla en el mundo. Si tan importante es para ti matar a ese guerrero, sabrás esperar.

—¿Cuánto tiempo? —insistió Gilgamesh, temiendo despertar nuevamente la cólera del viejo, y sin entender el mensaje velado de sus palabras.

—Varios… varios años —dijo éste con énfasis—. Antes no se puede aprender.

Gilgamesh quedó en silencio y reflexionó largamente. Pero al cabo se dijo que necesitaba la iniciación por encima de todo, y confió en las superiores cualidades de su naturaleza semidivina para abreviar su estancia allí.

—Presta atención —intervino el instructor—. De todas las cosas que te conviene saber, la primera es ésta: Ahí ves tres puertas de bronce —señaló hacia tres adminículos situados en el fondo de la estancia—. La de la derecha será tu celda, la central conduce a salas interiores de nuestro propio uso y la tercera no te incumbe, y nunca deberás abrirla, por ningún motivo. Y ahora, puedes entrar en tu estancia, de donde no saldrás hasta que se te ordene.

Gilgamesh no contestó y se dirigió parsimoniosamente hacia la pequeña puerta de bronce. Las telarañas que la cubrían indicaban que durante mucho tiempo no había sido ocupada. Los goznes crujieron siniestramente al abrir la hoja y penetró en una estancia oscura donde sólo una pequeña rendija en la pared dejaba pasar una estrechísima lámina de luz del día. Las pupilas de Gilgamesh se dilataron en la negrura, a pesar de lo cual no consiguió ver nada.

—¿Qué haré aquí? —preguntó.

—Ahí hay algo para ti —replicó crudamente el instructor—. Antiguamente los discípulos eran cegados con hierros al rojo, pero se consideró que no era imprescindible ese rigor y lo sustituimos por una oscuridad temporal. Deja que tus ojos se acostumbren a la oscuridad y cuando puedas ver el objeto, utilízalo.

Gilgamesh cerró la puerta de bronce, lleno de dudas, y las tinieblas lo cercaron. Sólo podía percibir el leve resquicio de la rendija en la pared, que anunciaba que afuera aún existía el sol.

Tuvo abundancia de tiempo, tiempo para recapacitar sobre su vida, acerca de sus aspiraciones y de su antiguo rencor hacia el padre que lo engendró, por haberse desentendido de su educación y de su lucha contra los dingir inmortales. Pero mucho más que en otra cosa, pensó en Issmir. Le preocupaba cómo en su interior ganaba importancia a despecho de lo que entendía su principal misión, la adquisición de la preciada inmortalidad.

¿Cómo a él, que tanto había disfrutado de las mujeres, le podía perturbar el desprecio de una más? Pero no, no era una más. No sólo su belleza, sino su actitud, sus gestos, lo habían conducido, acostumbrado como estaba al sufrimiento, a un nuevo paisaje de torturas, aquél en el que encallan las naves del amor solitario.

Pasaron horas, y sus ojos se fueron acostumbrando a la escasa luz. Tocó a tientas el objeto del que había hablado el instructor, una jofaina llena de agua. Se sintió decepcionado, y no imaginó qué tendría que hacer con ella. Cuando pudo verla mejor, la examinó por todas partes buscando algo que flotara en la superficie, una inscripción en el barro… pero nada encontró.

Sólo el tiempo sin límites le dio la respuesta. El instructor sabía que enseguida tocaría el objeto, pero le dijo que tendría que ver… ¿Ver para qué? ¿Ver qué?

Entonces se acercó a la nítida superficie y miró el reflejo de su rostro. Era un rostro cansado y triste, no el del indolente muchacho que tiempo atrás había despertado la indignación en Uruk. Las preocupaciones habían sembrado surcos en su frente, sus mejillas aparecían hundidas y sus ojos se habían retraído bajo las cejas.

—¿Quién era aquel hombre que lo miraba desde el agua? ¿Qué tenía en común con el Gilgamesh que conocía? ¿Cuál era la auténtica sustancia del hijo de Lugalbanda, qué formaba su carácter, su ser mismo? En la terrible penumbra, se dio cuenta por fin de que el adolescente había muerto. Profundos cambios habían conmovido su interior, aunque los combates, el miedo, el amor, lo habían hecho insensible a todo ello, y entonces, en aquel momento de calma, buscaba dentro de sí algo del caudal juvenil de aquel ishakku que solía regresar borracho del barrio de Zabalam. No, no era él mismo, sino un extraño a quien los repentinos miedos habían hecho sombrío, y aquél era el rostro de un nuevo Gilgamesh, de un desconocido de sí mismo.

Comprendió que ésa era su misión, observar su propia imagen y discurrir acerca del hombre que veía en el agua, para que se viera desde fuera de sí, como lo veían los demás. Sólo así pudo saber de su egoísmo, de su vanidad y su desproporcionado amor por la gloria. Y en aquella soledad, sin el concurso de ninguna voz, aprendió a reparar en los demás, a perder gramos de orgullo, a no considerar mezquinos los ínfimos anhelos de la gente vulgar, a encontrar la dignidad y la sabiduría escondidas en lugares de pobreza.

En las semanas siguientes se le permitió salir a la gran sala y acompañó al instructor a través de la puerta central hasta una amplia biblioteca en cuyas hornacinas de piedra dormían libros con cubierta de hierro de miles de años de antigüedad.

El discípulo habitual necesitaba mucho tiempo para descifrar el alfabeto y la lengua en que estaban escritos, pero Gilgamesh carecía de esa dificultad, y así rebajó mucho el tiempo de su iniciación.

En estos libros y en las palabras de los monjes negros aprendió la ciencia de los números, el arte de matar con la palabra, y por fin comprendió por qué el guerrero de la Puerta de Luth no le había dado su nombre y por qué conociendo el nombre del adversario era posible derrotarlo[84].

Gilgamesh estudió esta ciencia durante incontables jornadas y practicó sin descanso. A menudo, desde su celda en penumbra, escuchaba cómo los monjes salían del monasterio y, sin excepción, escuchaba un batir de alas. A veces se plantaba en la sala principal y merodeaba alrededor de la puerta de la izquierda. Le intrigaba qué secreto podía guardarse en su interior. Pero no se atrevía a contravenir la prohibición de abrirla y el misterio continuó.

Sin embargo, con el tiempo sus ideas se fueron aclarando y su percepción mejoró. Las pisadas de los monjes negros le eran familiares y poco a poco fue diferenciando un caminar distinto que le llevó a la conclusión de que en el monasterio había un desconocido, alguien cuya presencia los monjes querían ocultarle. Quizá un visitante o un maestro llegado de lejos, pero con mucha más probabilidad, otro novicio, lo que explicaría las insinuaciones del guerrero de la puerta de Luth y las del mismo maestro ciego, acerca de otro que andaría buscando lo mismo que él.

Esta inquietud le acompañó durante todo aquel tiempo y las preguntas que hizo al respecto fueron contestadas con frías miradas que le hicieron desistir.

Pero el día en que se cumplía un año de su derrota en la playa de Luth y estaba dispuesto a marcharse aún con su formación incompleta, se encontró solo nuevamente en el monasterio y cedió a su curiosidad. Abrió con dedos temblorosos la puerta prohibida, pero lo que allí encontró era lo más sorprendente que se puede imaginar: Sobre un pequeño lecho de pieles, dormía un niño, un indefenso niño de pocos meses.

Pasos en el exterior hicieron que de su frente brotara un sudor frío. Había sido descubierto. Se volvió. Ante sí estaban los monjes negros en pleno, mirándolo con acritud y expresando con sus gestos un mudo reproche.

—¡Sal! —ordenó el maestro.

Inclinó la cabeza avergonzado y obedeció, cerrando la puerta tras de sí. Después encaró a sus instructores e intentó disculparse, pero sólo consiguió emitir balbuceos y finalmente, anunció su deseo de marchar.

—Nadie te lo impide —respondió el anciano desapaciblemente.

—Antes… antes querría saber algo —se atrevió a murmurar—. Vosotros, los monjes negros, fuisteis los sacerdotes del culto de Aradawc… ¿Quién era él? ¿O quién es?

El anciano ciego pareció dudar. Su atrevimiento era muy grande después de haber sido descubierto en flagrante desobediencia. Pero el secreto que pesaba sobre la celda de la derecha no afectaba al bebé, como Gilgamesh creía, sino al guerrero que hasta esa misma mañana se había alojado en ella. Un guerrero que también pretendía cruzar la puerta de Luth y que acababa de partir.

El maestro tomó la palabra y explicó:

—Aradawc fue un dios expulsado de los cielos junto con algunos otros debido a su oposición al castigo del Diluvio. El cabecilla de la revuelta era Enki, el dios de la sabiduría, pero éste era demasiado importante para ser desterrado y las represalias cayeron sobre sus acólitos menores, que fueron confinados en la isla de Onud, próxima a Haffa, y se llevaron consigo la Piedra Resplandeciente, un talismán que les servía de alimento con sólo tocarlo y les permitía permanecer como inmortales en la tierra. Pero cuando los desterrados separaron sus destinos, Aradawc, se quedó con la Piedra Resplandeciente por común acuerdo, y dio vida a una nueva humanidad. Ahora bien, como dios menor que era, su capacidad generatriz era muy inferior a la de la gran diosa Nintu, y el resultado fue el pueblo de los enanos, a los que adiestró como canteros y mineros, y les entregó herramientas para que le construyeran la soberbia Ciudad Blanca, a donde se trasladó a vivir, rodeado de una corporación de sacerdotes guerreros reclutados entre los hombres. Habrás oído muchas historias referentes a la Piedra Resplandeciente. Aunque la Ciudad Blanca estaba enclavada en un lugar remoto, no faltaron los aventureros que llegaron hasta ella para rozar el talismán, cuya existencia conocían algunos iniciados. Pero el alimento de los dioses no había sido hecho para los mortales, y al tocar la piedra se sumían en un sueño dulce y eterno hasta el momento de su muerte. Más tarde, Aradawc, el talismán y toda la ciudad fueron consumidos por el fuego sin fin que enviaron los dioses celestiales y que aún perdura. Sus sacerdotes, los primeros monjes negros, huyeron en el último momento y, como la ira de Enlil los perseguía, se refugiaron en este valle escondido, en lo alto de las paredes.

—Entonces —murmuró Gilgamesh, pensativo—… Si los cuerpos de aquéllos que tocaban la piedra se arruinaban tal como se dice… ¿vivían una muerte en vida…?

—Sus cuerpos se arruinaban, sí —contestó el viejo—, pero en su interior hallaban la felicidad que habían estado buscando. Cierto que sólo se trataba de una sensación, pero ¿quién puede asegurar qué es lo real?, ¿no es nuestra vida una suma de sensaciones?, ¿qué es el viento rozando tu rostro?, ¿qué es el vino en tu paladar o la caricia de una mano femenina sobre tu piel?, ¿qué, sino sensaciones con una fuerte impresión de realidad?… ¿cómo podemos asegurar que estemos aquí, hablando en un monasterio de las montañas, y que no soñamos… que en realidad no somos el sueño de alguno de los héroes adormecidos allí, en la Ciudad Blanca?

Gilgamesh no contestó, abrumado por las sutiles argumentaciones del anciano y por el discurrir de las ideas abstractas que siempre le habían resultado ajenas.

—Escucha, Gilgamesh —añadió el maestro— ahora nos vas a abandonar. Tu formación es incompleta, pero espero que te sea útil. Cuando ya no estés aquí, quiero que pienses en esta palabra: Khol. Antiguamente designaba a una raza de dragones que regeneraban los miembros que perdían en combate. Los dragones se extinguieron cuando murió Kull, el último de ellos, pero la idea de la regeneración pasó mucho tiempo antes a la mística de los monjes negros, que la adoptamos para designar la muerte ritual del iniciado y su nuevo nacimiento en un plano superior. Por eso adoptamos la mutilación como liturgia y no admitimos a ningún discípulo que no ofrezca una parte de su cuerpo como tributo, excepto aquéllos que, como tú, ya hayan sufrido esa pérdida. —El viejo señaló a su hombro de marfil—. Piensa en esta palabra, Khol, pronúnciala mentalmente y reflexiona sobre los lastres que dejas atrás en este día, y sobre el nuevo conocimiento que te guía.

—Entonces. —Recapacitó Gilgamesh, a propósito de la mutilación—, a eso obedecía la mano derecha que el rey Ketra había perdido… antes de llevarse consigo al instructor a Egione para dar un ligero barniz a los Lobos Grises… ¡Él estuvo aquí!

—Sí, estuvo aquí —admitió el maestro lacónicamente.

—Una última cosa —añadió Gilgamesh—: ¿No se esconde en el monasterio otro guerrero? ¿Otro que quiere pasar a la tierra del norte y llegar al Nisir?

—Ya no. Esta mañana partió hacia la puerta de Luth —respondió el maestro sin perder la calma.

—¡Entonces he de irme! —gritó urgente, desabridamente, porque se sentía traicionado.

—¡Aguarda! —le retuvo el anciano—. Aún no sabes el nombre de tu enemigo.

Gilgamesh, que ya se marchaba, se volvió de repente y miró al maestro con las pupilas dilatadas.

—Su nombre es Enakalli —dijo el monje.

—¡Enakalli! —repitió Gilgamesh, lleno de turbación, en tanto que el sudor volvía a rodar por su frente—. ¡No es posible!

—Enakalli de Lagash —reiteró el maestro, por si hubiera cabido alguna duda.

Un Gilgamesh furibundo, aturdido, engañado, un guerrero que no comprendía, sorprendido a cada instante, situado siempre ante lo inverosímil, se abalanzó hacia la cornisa sin recordar que no podía volar.

Pero un enorme buitre negro, sin que pudiera asegurar que fuera animal o monje transfigurado, se posó de pronto junto a él, y, como si aquello fuera perfectamente natural, subió a su lomo y hombre y pájaro se dieron al aire y cruzaron el abismo, descendiendo primero al valle para buscar la espada de Gilgamesh y volando después, rápidos como el pensamiento, hacia la playa de Luth, donde el solsticio pronto pondría un pasillo de luz encendida.