CAPÍTULO V

«Nosotros mismos trabajamos para aumentar

la miseria de nuestra condición».

Propercio

El corazón del gigante

Sin embargo, Enkidu vivía. Tenía algo roto por dentro, pero no había muerto porque, una vez despojado de su disfraz de demonio negro, había vuelto a colocar las dos piedras Ythion, cuyo verdadero poder todavía ignoraba, en la bolsita de cuero que pendía de su cuello. Su magia lo había salvado. Pero ahora caminaba en un mundo donde la luz parecía haber sido destruida, aún conmocionado por la violencia del golpe y arrastrando un profundo dolor en el costado.

Erró en la mitad de la noche hasta que dejaron de percibirse los gritos de Huwawa y se acurrucó al pie de un árbol donde intentó dormir sin conseguirlo, demasiado inquieto por el destino de sus amigos.

La aurora llegó muy pronto y con ella un millón de pájaros volvieron a cantar. Había además otro sonido, un rumor que conocía… Huwawa rugía muy lejos.

En otras circunstancias se habría limitado a esconderse. Estaba cansado de todo aquello y solamente quería volver a casa, a cualquier lugar donde pudiera llevar una vida pacífica, y recobrar el sosiego que sólo por la amistad hacia Gilgamesh había perdido.

Aún se preguntaba qué había podido suceder con él y con el joven Enakalli, que por poco no les proporciona la victoria en la jornada anterior. Por eso se incorporó y, amparado nuevamente en su olor animal, acudió a donde se escuchaban los gritos.

Éstos crecían conforme Enkidu se acercaba, y cuando al fin entrevió al gigante en la lejanía, se acurrucó y se dedicó a espiarlo. Ya no vociferaba. Estaba sentado, afilando los extremos de unos cedros que había cortado. Al cabo de un rato se incorporó y se dirigió a lo que parecía una sima en el suelo. Se asomó con mucha cautela, protegiendo su único ojo, y estudió el interior.

Se mantuvo en esta actitud unos momentos, apartando la cabeza de vez en cuando, como si un peligro lo acechara dentro. De pronto, tomó uno de los troncos afilados, lo empujó como un arma con ambas manos y lo hundió con violencia en el fondo de la sima.

Repitió esta operación y volvió a hurgar con la mirada. Fue entonces cuando una flecha silbó en el aire y salió despedida del fondo de la caverna, muy cerca del rostro de Huwawa, que se apartó a tiempo.

—¡Malditos! —rugió—. ¡Tanto me da esperar a que muráis de hambre…!

Enkidu comprendió quiénes eran los cautivos y quién arrojaba las últimas flechas de su maltrecho arco, esperando que un improbable golpe de la fortuna les salvara la vida.

Pero él ¿qué podía hacer ya? Con aquel dolor en el costado no podía pelear. Ni siquiera las piedras Ythion podría prestarle más vigor y, aunque así hubiera sido, todo intento habría sido inútil contra aquel formidable enemigo.

Todo había terminado. Los días de Gilgamesh y Enakalli estaban contados, y a él, sin aliento, sin armas, le cabía ahora la amargura de aguardar en la impotencia a que el golpe de gracia los fulminara o el hambre acabara con ellos. Serían una agonía lenta y una muerte horrible, pero era el destino de los guerreros intrépidos, de los que se arriesgan con aventuras más allá de sus posibilidades y sueñan con parecerse a los dioses sin ser más que hombres insignificantes.

Se retiró de aquel lugar sin el más mínimo coraje, sin considerar siquiera un nuevo ataque, algún modo de resistencia.

Los dingir inmortales habían elegido bien al guardián de su bosque sagrado y aquella batalla que él no había querido tocaba a su fin del modo más amargo. Pero ahora abrazaba las extensiones de cedros inmensos y nobles y podía por fin dar rienda suelta a su amor por la tierra y todo lo que nace de ella, soñando con transformarse de nuevo en un apacible hermano de gacelas y onagros e imaginando lo bello que habría sido vivir muchos años en aquel bendito lugar, la tierra más hermosa que nunca viera.

oooOooo

Empleó gran parte de la jornada en estas cavilaciones, caminando distraídamente a donde le llevaran sus pies, hasta que llegó a una zona donde pastaban grandes manadas de ciervos. Quizá algún dios había recogido el hilo de sus pensamientos y, sintiendo benevolencia hacia él, había preparado aquel encuentro.

Los animales eran enormes y su pelo resplandeciente y apretado. Repartidos en inmensas extensiones, transmitían una inigualable sensación de felicidad y pureza, conmoviendo los mismos cimientos de la personalidad de aquél que había sido una gacela más de las colinas de Uruk. Para Enkidu, era como volver a casa, como reencontrar a su antigua familia.

De pronto sintió un sobresalto al pensar que alguno de los dingir inmortales anduviera cazando por los alrededores. No olvidaba que aquella tierra era su coto preferido y los ciervos, la carne que nutría sus festines. Pero se sosegó, y le invadió una dorada indiferencia, de la que se revistió como una coraza para no sufrir más y no pensar en lo que había sido su vida, en los amigos que iban a morir, en el trágico destino que ellos mismos habían trenzado y al que él se había dejado arrastrar.

Y una insospechada paz interior afloró en su alma con la visión de aquellas bandadas de ciervos ágiles y adormecidos. Evocó cada detalle de su primera existencia en el seno de los rebaños y resolvió no volver nunca más a la ciudad y a sus placeres. Lamentando no poder recordar más y más pormenores, se concentró en las evocaciones de su vida salvaje, rememorando la convivencia con la suprema nobleza de los animales y su emocionante fidelidad.

A una distancia prudencial de los ciervos, en una mañana luminosa que no parecía albergar la tragedia, como si Huwawa no existiera y aquel bosque fuera definitivamente su hogar, se echó en tierra y volvió a probar las tiernas briznas de una hierba carnosa y brillante y regresó a su pasado como quien pone pie en una patria largo tiempo añorada. Todos los pensamientos huyeron de su mente.

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Tres días pasó en esta actitud, siguiendo a los rebaños, conociendo lugares de asombrosa belleza, abrigados valles donde todo era quietud, abruptos desfiladeros de los que colgaban nidos de águilas, ríos donde nadaban las nutrias.

Pero al despertar de la tercera noche, una cierva estaba de pie junto a él, y cuando se removió para incorporarse, no se asustó. Sus ojos, llenos de curiosidad y de inocencia al mismo tiempo, parecían atravesarlo. Entonces algo extraordinario sucedió.

—¿Eres amigo de Huwawa? —preguntó la cierva con voz suave.

La emoción puso un nudo en la garganta de Enkidu. El paraíso perdido de sus primeros meses regresaba. Otra vez podía hablar con los animales.

—¿Por qué no dices nada?, ¿eres un pastor enviado por los dioses para ayudar a Huwawa? —insistió la cierva con candor.

El pasado volvía. Quizá los dingir inmortales perdonarían su desobediencia y sus afrentas, quizá premiaran tanto sufrimiento soportado en su corta vida con el regalo de una larga existencia en aquel lugar, adornada con la amistad de los seres del bosque y quizá la camaradería del mismo gigante, un ser solitario y monstruoso como él.

—Soy… soy un amigo —pudo decir al fin, con voz temblorosa.

—¿Te han enviado para cuidar los rebaños… o vas a ayudar a Huwawa contra esa gente mala que ha venido? —volvió a preguntar la cierva.

Enkidu no habló. No podía. Un sentimiento de irrefrenable vergüenza le impedía articular palabra. El orgullo, la venganza, la traición, no existían en el bendito seno de la naturaleza. Todo eso lo había conocido Enkidu en la ciudad y se daba cuenta de que era todo eso lo que los tres aventureros habían traído consigo, como un equipaje invisible, al penetrar en el bosque. Y él sintió la urgente necesidad de despojarse de ese equipaje, de dejarlo atrás para siempre como una carcasa muerta que queda en el camino.

—¿No has visto los hombres que han venido de lejos? —Siguió la cierva—. Le han hecho daño a Huwawa. Lo han dejado medio ciego, y está cojo. Pero no conocen su secreto, y Enlil no ha permitido que muriera.

¡Un secreto…! La idea reverberó en la mente de Enkidu y trajo un drama a su alma ya atormentada. Probablemente sus dos amigos aún viviesen… quizá aún pudiera hacer algo. Pero ¿Cuál era su deber? ¿Trataría de averiguar aquel secreto para salvarlos?… ¿A qué debía ser fiel? ¿Por qué había acudido allí para matar a Huwawa, que parecía ser adorado por todas las criaturas del bosque, a Huwawa, que tan amorosamente cuidaba los cedros? Gilgamesh era su amigo, su único valedor en un mundo hostil. Lo había protegido en sus peores momentos y la amistad que le profesaba era un sentimiento fuerte y sin equívocos. Pero nunca compartió su infantil afán de gloria, sus desproporcionadas aspiraciones, su inacabable sed de sangre enemiga.

Tenía la oportunidad de comulgar con todo lo que le rodeaba, incluso él, que había venido a profanarlo. La cierva parecía aceptarlo como un igual, todo el rebaño lo haría sin duda. En aquel instante volvía a ser puro y tuvo la impresión de que una mano invisible había derramado sobre él el perdón y todos sus pecados anteriores quedaban borrados. Pero al precio de abandonar a su suerte a Gilgamesh, el amigo del alma, y también al valiente Enakalli.

Así fue como Enkidu experimentó el horrible pesar de elegir y se sintió prisionero en la cárcel de su propia libertad, pero hizo su elección con la generosidad de un alma noble, salvando un sentimiento desinteresado para dejar que pereciera, en los abismos de la traición, la lealtad a la naturaleza y con ella todas sus ilusiones de una vida en paz.

—Estoy… estoy aquí para proteger la vida de Huwawa —murmuró después de un largo silencio— y cuidar que los hombres no consigan averiguar su secreto y matarlo. Pero para ello tengo que conocerlo yo —añadió, con temblor en los labios—. Dímelo, y así podré evitar que nada le ocurra.

El animal no es astuto. Simplemente tiene una ancha bondad natural. La cierva, que de otra manera lo podría haber acompañado por los secretos valles durante toda una vida, habló confiadamente.

—El corazón de Huwawa está escondido en el Cedro Sagrado, es su misma savia. Este cedro es el mayor de todos los del bosque y crece en lo alto de aquella cima que ves allí —declaró, señalando a una cumbre que se divisaba en la lejanía—. El único modo de matarlo es talar ese árbol, de donde viene su fuerza[56].

—Entonces iré allá y no dejaré que ningún hombre se acerque —contestó Enkidu con insondable tristeza.

—Te deseo suerte —dijo jovialmente la cierva.

—Gracias… nos veremos pronto —mintió Enkidu, aquel que nunca se había alejado de la verdad.

Al pronunciar estas últimas palabras, mientras corría con todas sus fuerzas a través de la maleza, sintió que la inocencia que acaba de rechazar no le volvería a ser ofrecida y que la había postergado en virtud de una fidelidad más allá de la razón.

Se dirigió primero hacia el Río del Sueño, donde había extraviado su hacha de bronce. Fue un largo viaje, lleno de fúnebres pensamientos. Pero cuando salió del bosque y rastreó hasta encontrarla, tan cerca del otro mundo, volvió a escuchar el lejano vocerío del gigante y su coraje regresó.

Y así, con la mirada fija en la montaña y el hacha en las manos, comenzó a galopar tan aprisa como le permitía su costado dolorido.

oooOooo

En el fondo de la sima, Gilgamesh y Enakalli aguardaban el final. Habían agotado las escasas flechas con que contaban y su estado, faltos de agua y provisiones, era de postración.

En principio habían creído estar a salvo en aquel oscuro agujero, pero en el bosque sagrado cada criatura estaba aliada con el gigante y a donde quiera que se escapara, habría algún insecto, algún pájaro dispuesto a delatar al fugitivo.

Ahora sus cuerpos estaban desfallecidos y sus espíritus desencantados aguardaban una muerte que se demoraba más y más, sin poder oponer la más mínima voluntad de lucha.

Gilgamesh, que al principio había dirigido invectivas contra Huwawa tratando de hacerle perder los estribos y cometer alguna torpeza, ya no hablaba. Estaba acurrucado en un rincón, tratando de ahorrar energía, y de vez en cuando lanzaba una atemorizada mirada al luminoso hueco sobre su cabeza. Enakalli, sin proyectiles para su arco, aún arrojaba piedras a las fauces del gigante cuando éste se asomaba, en un desesperado intento de sorprenderlo, quizá de alcanzarle el ojo sano en un golpe de suerte.

De pronto, un lamento desgarrado vino del exterior. Era como una mezcla de dolor y pena infinita que les conmovió las entrañas. Parecía como si algo hubiera lastimado a Huwawa, algo mortífero y terrible que iba más allá de lo físico.

Los dos cautivos aguzaron el oído. Después de un silencio expectante, escucharon que la tierra temblaba. Eran las pisadas del coloso, que se alejaba a la carrera con un trote irregular. En su corazón redoblaba un dolor agudo como una espada y su ánimo estaba calcinado por ecos de traición.

—¿Se ha ido? —musitó Enakalli.

—Eso es lo que parece, pero… —respondió Gilgamesh, al que costaba un enorme trabajo pensar.

—Puede ser una trampa —sentenció el arquero.

—Sí, —contestó Gilgamesh— y es probable que lo sea. Ya hizo lo mismo cuando te cazó. Pero si hay alguna posibilidad, debemos aprovecharla. De otra manera moriríamos igual.

Entonces comenzaron a escalar la chimenea que los separaba del exterior. No les resultó fácil, pues se encontraban muy débiles y el menor esfuerzo los agotaba. Pero con la fuerza sobrehumana de Gilgamesh por fin consiguieron asomarse a la luz del día.

En ese instante pensaron que algo los iba a fulminar. Una piedra, un manotazo lanzado por el gigante. Estaban preparados para que sus cabezas les fueran arrancadas de cuajo. Pero nada ocurrió y nada vieron. Nada excepto la figura de Huwawa que ascendía una ladera. A pesar de la lejanía, su enorme talla permitía distinguirlo perfectamente entre los cedros. Los dos fijaron la vista, tratando de comprender.

Entonces salieron al exterior confiadamente y sólo en aquel momento escucharon un ruido sordo y rítmico que provenía de las montañas y levantaba un eco tenue en el entorno. Era como si un leñador estuviera… talando cedros muy lejos de allí.

—¿Qué puede ser eso? —preguntó Enakalli, desconcertado.

—No lo sé —repuso Gilgamesh—, es como si alguien tratara de llamar la atención de Huwawa talando árboles. Pero ¿quién puede ser?

—¿Kei, quizás? —aventuró Enakalli.

—¡Kei! —repitió Gilgamesh—. Puede ser… aunque no lo creo. No se arriesgaría por nosotros.

—¿Entonces…? —añadió Enakalli, que pensaba, igual que Gilgamesh, en Enkidu, pero sin atreverse a concebir esperanzas.

—Creo que debes recuperar todas tus flechas. Seguiremos a ese maldito gigante… Aún podemos tener un golpe de suerte.

Sacaron fuerzas de flaqueza y después de recoger un buen número de las flechas que Enakalli había arrojado a la cara de Huwawa, recogieron la espada que Gilgamesh había perdido cerca, y acometieron la ladera tras el rastro del turbado gigante.

oooOooo

La forma oscura, rugiente, desesperada de Huwawa, con una fortaleza sin límites, se acercaba a grandes saltos por la pendiente. Cada vez estaba más y más cerca. Se le veía sufrir, luchar contra el dolor y el desfallecimiento, pero su voluntad de vivir y su odio hacia la criatura que estaba en la cima lo mantenían en pie.

Enkidu estaba extenuado. Su hacha se había mellado innumerables veces contra el Cedro Sagrado, cuya corpulencia era inaudita. El costado le dolía y lo debilitaba por momentos y el esfuerzo, realizado contra el tiempo, había agotado sus últimas energías. Cuando vio al gigante, se esforzó más y más contra el tronco, ya casi a punto de vencerse. Un golpe y otro golpe asestaba, mirando de reojo la sombra que ascendía velozmente. En su cerebro no había más que el ruido monótono del hacha, nada más que las astillas de madera que saltaban a su rostro sin parar.

Huwawa estaba cerca. Enkidu volvió el rostro hacia él. Estaba allí. Ascendía a la cima. Sólo tenía tiempo para un último golpe. Quizá el cedro caería. Golpeó con toda su fuerza, con toda su alma. Hubiera partido en dos una montaña, pero el árbol resistió.

Un instante después, saltaba a un lado, esquivando el rabioso embate de la maza de Huwawa. Éste llegó junto al cedro y lo abrazó, tratando de sostenerlo igual que en la batalla un soldado se sujeta las entrañas que la espada enemiga ha hecho brotar. Gemía de dolor y de miedo, y cuando se serenó, recapacitó y tornó sus ojos agónicos a Enkidu. Éste no pudo soportar aquella mirada de sorpresa, de muerte y malevolencia, que aún parecía preguntarse quiénes eran aquellos extranjeros, por qué razón no buscaban siquiera la madera, sino su propia vida, y quién les había confiado el secreto de su corazón escondido.

No encontró respuestas, pero cada nervio de su cuerpo le ordenaba matar a la pequeña figura que permanecía inmóvil a escasa distancia. Todo su cuerpo se onduló entonces, como una ola, volcándose en un terrible golpe de maza. Pero volvió a fallar. Enkidu, sorprendido al principio, comprendió después de este segundo yerro que la falta de pericia de Huwawa se debía a su único ojo, y esto le dio un respiro.

Por toda la explanada y las estribaciones de la ladera, huyó de la mortífera maza y mientras tanto su mente caviló un plan. Corrió hasta donde estaba el árbol sagrado y cuando llegó hasta él lo empujó con todo el peso de su cuerpo. El cedro no se movió, pero el verdadero propósito de Enkidu era otro.

En aquel momento, Gilgamesh y Enakalli aparecieron en escena, maravillándose de verlo de nuevo.

—¡Enkidu! —gritaron—. ¡Estás vivo!

Huwawa volvió la cabeza y lo que vio le hizo perder los nervios. Gilgamesh se lanzó como un loco contra él, espada en mano, al tiempo que Enakalli volvía a hacerlo el objetivo de sus flechas.

Antes de replicar a aquellos dos, el gigante descargó el golpe que tenía preparado contra Enkidu. Pero éste se apartó y el cedro recibió de lleno el impacto, tronchándose definitivamente. Huwawa lanzó un aullido de lamentación, como si su interior mismo se hubiera desgarrado.

Corrió en medio de gritos agónicos y se abrazó nuevamente al tronco, cuyas mitades cercenadas aún se comunicaban por las últimas fibras. Significaba que aún podía vivir. Y vivió, para dirigir un último ataque contra los hombres que pululaban a su alrededor.

Saltó contra el arquero, que ya había sembrado de flechas todo su cuerpo, y consiguió capturarlo con una mano. Lo apretó fuertemente hasta que sus miembros se agitaron en convulsiones de muerte. Los huesos al destrozarse crujieron horriblemente y el cuerpo de Enakalli se deslizó como un saco dejado caer.

Gilgamesh y Enkidu quedaron consternados. Golpearon al gigante con sus espadas, pero éste contaba aún con sobrado vigor. Lanzó nuevamente su mano y cazó a Gilgamesh como si fuera un insecto, pero éste pudo revolverse y escapar.

—¡Huyamos! —gritó Enkidu—. ¡Nos matará…!

—Enakalli… —murmuró Gilgamesh entre dientes, con los ojos desencajados y fijos en el cuerpo yacente.

—¡Déjalo, está muerto! —urgió Enkidu.

Y se precipitaron colina abajo. Huwawa, cojeando, tuerto, herido de muerte, todavía los seguía tenazmente, y los siguió durante mucho tiempo en aquella tarde trágica. Los fugitivos, con sus fuerzas desmayadas, ya no podían hacerle frente y buscaron refugio. Enkidu apenas podía moverse debido a su costado herido y Gilgamesh acusaba el esfuerzo supremo de subir corriendo la colina y luchar de nuevo después de su prolongado ayuno.

Se introdujeron en una simple grieta del suelo, que apenas cubría sus cuerpos, esperando que la oscuridad creciente los ocultara. Poco a poco calmaron sus jadeos y quedaron en silencio. Igual que en la jornada de la víspera, estaban tan indefensos como dos pajarillos caídos del nido y en aquel instante no hubieran podido resistir ni a una ráfaga de brisa.

Una sola vez escucharon la ronca respiración del gigante. Pero no podrían precisar cuánto tiempo merodeó por allí, pues el sonido y la luz se nublaron al mismo tiempo en sus mentes cuando cayeron profundamente dormidos. Habían estado muy cerca… muy cerca. Ahora sólo quedaba esperar a ser sacrificados… quizá huir en un momento de suerte. Pero, entretanto, por primera vez, Gilgamesh soñó con una plácida mañana en Uruk, la de amplios mercados, y con una especie de revista de la recolección de cebada en la cálida compañía de Enkidu y seguido por los dignatarios del palacio. Por primera vez añoró la vida ordenada y vulgar, la dorada sumisión que los dioses esperaban de él, y percibió la felicidad que brindaba ser simplemente hombre y ocuparse de las pequeñas cosas y la sencilla satisfacción de ser apreciado, no temido, por el pueblo.

Soñó todo aquello durante una larga y fría noche, con su cuerpo enflaquecido dentro de una grieta húmeda en un reino lejano, mientras aguardaba el nuevo día, que le traería la muerte.

oooOooo

Cuando abrió los ojos sólo vio algo blanco, difuso y sin forma. Tuvo que transcurrir un momento para que recordara quién era y la pesadilla de la realidad, y para que identificara la niebla que flotaba alrededor. Su mirada se quedó fija en la luz pálida. Algo no era igual que todas las mañanas… algo en el ambiente sonaba distinto.

Alzó los brazos entre los bordes de la grieta y se incorporó. A su alrededor se extendía un universo fantasmal. Las capas de niebla, como gasas extendidas por dedos invisibles, lo reducían todo a su dimensión de ultratumba. Fue entonces cuando reparó en el gran silencio. Todo se había callado y aquella ausencia del permanente gorjeo de un millón de pájaros le hacía sentirse extraño, como en un lugar sacado del tiempo.

No le gustó. Si tenían que huir de Huwawa, sus pisadas se escucharían perfectamente. Pero era algo más. Había como una opresión en el aire.

Inconscientemente se introdujo en la espesura y caminó por senderos trazados por antílopes. Nada se oía. Pasó cerca de dos ciervos y éstos no huyeron. Su actitud fue indiferente… y aún más. En su mirada se leía algo indescifrable y doloroso.

Continuó caminando, rompiendo los jirones blancos como en trance, hasta que llegó a un claro y lo que allí vio le produjo un escalofrío. Huwawa, el gigante, yacía allí, muerto. Su cuerpo estaba completamente cubierto por las flechas del joven Enakalli y salpicado de la sangre de sus múltiples heridas. Acababa de morir y aún en la muerte, en la derrota, era majestuoso. Habría estado toda la noche errando con su pie cojo en busca de los atrevidos extranjeros y ahora, por fin, todo había terminado.

Así pues, habían vencido. Probablemente su agonía fue lenta y dolorosa, y el Bosque de los Cedros estaba de duelo. Todo aquel hermosísimo lugar parecía estar guardando luto por el jardinero muerto y hasta el rumor del agua había dejado de escucharse. Ya no manaba de las fuentes ni saltaba en los regatos. Y sobre el cadáver no se posaba ni un solo insecto. Gilgamesh supo que ningún animal comería de su carne, que cada criatura del bosque respetaría el último cabello gris de su cabeza atormentada, porque había sido una parte más de aquel lugar, un cedro milagrosamente facultado para caminar y cuidar de los otros cedros, alguien que saltaba por las laderas sin quebrar ni un delgado tallo.

Era como la personificación del bosque mismo, de su vitalidad y su fuerza. Y ahora, todo el paisaje parecía hechizado por una tristeza insondable. Él había detenido durante centurias a quienes pretendieron robar en el bosque y de no ser por su fidelidad, los reyezuelos de los contornos lo habrían esquilmado largo tiempo atrás.

Pero Gilgamesh, el rey errante y aventurero, el que había venido de lejos para matarlo, veía ahora el enemigo yacer a sus pies con una congoja inexplicable. Porque de repente supo que habían matado al amigo de cada pájaro, al hermano de cada abeja, al compañero de cada criatura de las que pululaban por el bosque. Pero sólo en aquella hora de duelo nació este pesar en su corazón, porque la juventud impetuosa es mala consejera y el sufrimiento de aquellas jornadas había obrado un cambio en el que fuera el déspota de Uruk.

Se dio la vuelta en medio de estos pensamientos melancólicos, para buscar al indolente compañero. Aún se sentía débil por el ayuno, aunque no tenía hambre. Cuando llegó hasta Enkidu, éste ya había despertado y contemplaba la triste mañana con ojos vacíos.

—¿Cómo estás? —preguntó lacónicamente Gilgamesh.

—Mareado aún —contestó Enkidu—. Y me duele mucho la herida. No podré caminar bien ahora que se ha enfriado ¿y tú?

—Bien… sólo un poco cansado —murmuró con desgana.

—¿Qué vamos a hacer? —inquirió Enkidu.

—Nada… hemos vencido —respondió secamente Gilgamesh.

—¿Cómo…?

—Huwawa ha muerto esta mañana. —Acabó de explicar.

Enkidu se sintió aliviado, pero no dio muestras de alegría. Ahora sus ojos eran tan fúnebres como los de su compañero de aventuras, como la niebla misma, que crecía y se extendía a las partes bajas, condensándose aún más.

—Vámonos de aquí —exclamó Gilgamesh—. Si quieres verlo está ahí abajo.

Enkidu se incorporó dificultosamente y juntos comenzaron a caminar hacia donde yacía el gigante muerto. Pero cuando llegaron, el claro estaba vacío. En el lugar que había ocupado el cuerpo de Huwawa, la hierba aparecía aplastada, y en el aire, a escasa altura, brillaba una pequeña bola de fuego blanco del tamaño de un puño, que prestaba al ambiente una dimensión sobrenatural. Era un pequeño haz de estrella, el homenaje póstumo de los dioses al guerrero muerto por ellos.

—¿Dónde está? —preguntó Enkidu como en susurros.

—No lo sé —respondió Gilgamesh—. Quizá haya ido a morar con Enlil y sea convertido en un dios menor. O quizá haya sido transformado en un cedro más… quién sabe.

Por primera vez, Enkidu miró a su amigo con rencor.

—¿Por qué estás triste? —preguntó.

—No sé… creo que hemos actuado precipitadamente… que hemos hecho mal —musitó Gilgamesh, sin apartar los ojos del globo de fuego.

Los rasgos del hombre de las colinas se transformaron en una mueca de asombro.

—¿Ahora? —exclamó con voz vibrante— ¿es ahora cuando llega tu arrepentimiento? Enakalli está muerto… mírate, fijase en mí, en nuestro estado. Y piensa en Huwawa… ¿Es ahora cuando reparas en lo absurdo de tus sueños?

—Enkidu… —susurró Gilgamesh.

—Alégrate ahora con tu victoria y no hablemos más. Espero que tus ansias de gloria estén repletas.

Con esta agria conversación dejaron el lugar y tomaron el camino de la montaña del Cedro Sagrado, donde aún les aguardaba el penoso deber de encontrar y dar tierra al cuerpo del joven Enakalli.

La marcha fue pausada y se guiaron exclusivamente por la ladera que ascendía, ya que nada se veía más allá de la bruma. Innumerables veces erraron el camino, y rodearon mucho antes de llegar a la cumbre. Y cuando desde allí divisaron el panorama, un nuevo miedo los sobrecogió, pues ni en aquella altura se disipaba la niebla. Al contrario, a cualquier punto que se mirase sólo se veía la cortina de luz pálida. Ni el cielo, ni las montañas parecían existir. Por un momento, Gilgamesh pensó que toda la Tierra estaba cubierta por la bruma y recordó con horror el castigo del gran Diluvio que los dioses, enemistados con el género humano, habían arrojado sobre el mundo mucho tiempo atrás. Y se estremeció ante la idea de haber sido el causante de un mal comparable[57].

Pero una voz lo sacó de sus pensamientos. Un gemido lejano, que procedía de la misma cima. Los dos amigos avanzaron casi a ciegas en la agobiante blancura y pronto encontraron los restos del Cedro Sagrado, con la copa caída en tierra y las ramas agitándose en el aire a semejanza de las garras de un ser fabuloso.

Rodearon en silencio, y al pie del árbol yacente encontraron el cuerpo destrozado de Enakalli que, inexplicablemente, aún vivía.

—Enakalli… ¡Enakalli…! —exclamaron, prorrumpiendo a continuación en lamentaciones, llorando de alegría.

El joven los miró con regocijo, y mostró su cuchillo mientras sonreía en silencio.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Enkidu.

—He… he estado arañando toda la noche… las últimas fibras… —explicó con gran esfuerzo.

Gilgamesh y Enkidu cruzaron una mirada de inteligencia y admiración. Entre grandes dolores, con una voluntad de hierro y una inquebrantable fe, el muchacho se había arrastrado hasta el tronco vencido y había terminado con la vida del gigante. Él, Enakalli, un jovenzuelo que se añadió por casualidad a la expedición, había sido el artífice de la victoria. Así se lo hicieron saber, y el orgullo se reflejó en sus ojos.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Gilgamesh— ¿puedes andar?

—No… tengo las dos piernas rotas… todo dentro de mí se ha quebrado, yo… —murmuró con un hilo de voz, pero se desmayó antes de terminar la frase.

Aunque no duraría mucho, no lo podían dejar allí. Aún había un largo camino hasta la cueva de Kei, pero quizás éste lo podría sanar con su magia. Para empezar, Enkidu se despojó de las piedras Ythion y, sin dar muestras exteriores del desfallecimiento que esto le produjo, las colgó del cuello del moribundo, en la esperanza de que al menos lo mantuvieran con vida algunos días. Para llegar hasta la cueva del hechicero no necesitaban más.

—¡Vámonos! —dijo Gilgamesh, cargando a la espalda el fardo que era Enakalli.

—¡Sí, tengo ganas de ver a Kei! —repuso Enkidu, tratando de sonreír al tiempo que iniciaban la marcha.

Sin saber por qué, su mente evocó a Ni-Dada, la bella prostituta que lo había metido en todo aquello, y este pensamiento descargó la tensión de los últimos acontecimientos. Quizá el saber que en última instancia había sido Enakalli y no él el verdugo de Huwawa, también lo confortaba. Sea como fuere, experimentó por fin la sensación de que la aventura había terminado y consideró por primera vez la idea de regresar y ver otra vez a los que habían quedado en el hogar.

Tardaron tiempo en admitirlo, pero al fin hubieron de reconocer que se habían perdido. Anduvieron y anduvieron por el bosque sin fin, pero el Río del Sueño no aparecía y ni tan siquiera pudieron encontrar un hueco en la niebla. Ni en las cumbres ni en el fondo de los valles se veía un poco más. Ninguno de ellos recordaba una niebla tan espesa.

Y así estuvieron vagando, tropezando continuamente y cayendo en los terraplenes hasta que llegó la noche. Pero hubo más días iguales y, cuando Gilgamesh se dio cuenta de que el bosque mismo se estaba vengando, decidió que tendrían que emplear a fondo su paciencia. Para poder comer, dispusieron trampas por los alrededores, pero los animales parecían estar extrañamente apercibidos y daban la impresión de ayudarse entre sí. Los pájaros avisaban a los ciervos y venados, éstos a aquéllos y los insectos, incluso, a todos. Hasta se diría que cada rama de cedro o de arbusto transmitía mensajes de alerta.

Por todo ello, les fue extremadamente difícil conseguir una pieza, y para entonces ya estaban desfallecidos. Sólo Enkidu sabía que hierbas eran buenas para comer, pero hasta los vegetales se portaban de una forma extraña, pudriéndose rápidamente una vez cortados. Tenían que consumirlos recién arrancados de la tierra y, aún, así, se agriaban rápidamente en sus estómagos. Todo aquello los mantuvo enfermos y débiles.

Los veneros no manaban agua ni los cauces la transportaban. Tenían que beber de los charcos corrompidos que quedaban en los lechos secos, entre las piedras. Ni las gotas de lluvia se dignaban tocarlos. Toda la naturaleza estaba contra ellos, y aquella suerte de lucha pasiva era mucho más mortífera que el ataque decidido de todo un ejército. El bosque estaba tratando de matarlos.

Así anduvieron perdidos durante nueve meses, vagando en completa desorientación, haciendo de cada momento una lucha por la supervivencia, cargando a sus espaldas el cuerpo destrozado de Enakalli. Nunca hubo un momento en que se consideraran a salvo, siempre rozando la muerte.

Un día pasaron cerca de un cauce desecado y Gilgamesh vio una piedra roja de diseño caprichoso. La cogió y se la colgó al cuello, como recuerdo. Aquella tarde acamparon muy cerca y durante la noche nada ocurrió, o al menos nada perturbó a Gilgamesh. Pero a la mañana siguiente la piedra había desaparecido.

Nadie se la había quitado.

—Ven, Enkidu —dijo entonces—, acompáñame a donde la encontramos.

Los dos desaparecieron en la niebla, y cuando llegaron junto al lecho seco, la piedra estaba allí, exactamente en el mismo lugar de donde el ishakku la tomara.

—¡Maldito bosque! —gritó éste sin poderse contener—. ¡Maldito bosque y malditos dioses!

Y, diciendo esto, tomó otra vez la piedra y, con ella en la mano fuertemente aferrada, se dispuso a volver.

—Creo que sería mejor… —empezó a decir el prudente Enkidu.

—¡No! —exclamó nerviosamente Gilgamesh—. La llevaba cogida con un cordel de esparto trenzado, pero ahora la sujetaré con hilo de cobre y ya no se irá.

Enkidu sabía que semejante actitud no era recomendable, pero nada dijo. A1 fin y al cabo, la crispación de Gilgamesh era comprensible porque todos estaban muy alterados.

Transcurrió un nuevo día, igual por completo a todos los anteriores. Se echaron a dormir, muy fatigados y de madrugada los sobresaltó un alarido. Era Gilgamesh, que se ahogaba. Boca abajo, se asía como un loco el cuello intentando desembarazarse del hilo de cobre. La piedra roja quería volver a su lugar, y tiraba hacia arriba impulsada por una fuerza desconocida.

Consiguió abrir el enganche y así evitó su muerte. La piedra flotó inexplicablemente en el aire y se perdió en la negrura, buscando de nuevo el lecho reseco[58].

Al día siguiente, Gilgamesh quiso hacer una comprobación. Se dirigió hacia un cedro y cortó una rama mientras con su mano libre rozaba el tronco. Diría que un difuso estremecimiento lo recorrió. Entonces tomó la rama cortada y la devolvió a su lugar. Ante la maravilla de los tres hombres, quedó perfectamente adherida y las señales del corte desaparecieron. El sobresalto del árbol, a su vez, había cesado.

Así aprendieron que cada piedra, cada rama, cada hoja de hierba tenía su lugar asignado, como parte de un plan divino que nunca entenderían. Y al mismo tiempo descubrieron que no habían podido encontrar leña por la sencilla razón de que los cedros nunca se secaban. Sólo el jardinero Huwawa podía contar con el tronco desfallecido de algún ejemplar milenario, cuya ubicación exacta en aquellas inmensidades sin duda conocía… o quizá los dioses habrían regalado al gigante un fuego eterno para cuidar que ni un solo cedro sagrado tuviera que enfermar o morir desde el principio de la creación.

Así fueron sus días de penosa retirada. La humedad, el frío y el cansancio los iban reduciendo a sombras de lo que habían sido, y el silencio constante los enloquecía. Parecían desenvolverse en una infinita caja de resonancia donde solamente se escuchaba el sonido multiplicado de sus pasos y de sus jadeantes respiraciones.

Mil veces desearon quedar tendidos y que todo terminara, pero sin duda eso habría resultado clemente y probablemente el bosque no habría querido acoger sus restos impuros.

Un día, por fin, escucharon un rumor de agua. Pensaron en el Río del Sueño y se precipitaron hacia la fuente del sonido, llegando al poco tiempo a una mansa superficie.

—El Río… el Río del Sueño —murmuró Enkidu.

Pisaban un suelo de arena muy fina. Ya no había arbustos ni cedros, y a pesar de que no alcanzaban a ver la otra orilla, a todos les pareció que era el río.

—¿Cruzamos? —preguntó Enkidu.

—Creo que sí. Quizá al otro lado ya no haya niebla —asintió Gilgamesh.

—Pasaré primero otra vez —repuso el aliviado Enkidu y se adentró cerrando los ojos en las aguas, que más que fluir, parecían yacer como las de un lago.

Entonces se escucharon unos graznidos extraños y se detuvo. No sabía qué hacer, ni tampoco Gilgamesh. Pero Enakalli conocía aquel sonido.

—Espera, Enkidu, —ordenó.

En aquel momento ocurrió algo milagroso. La niebla comenzó a levantarse con pasmosa rapidez. Gilgamesh y Enakalli quedaron boquiabiertos ante lo que vieron, pero Enkidu aún tenía los ojos cerrados.

—¿Qué ocurre? —preguntó sin saber qué actitud tomar.

—Abre los ojos, Enkidu —dijo Enakalli, lleno de gozo—. No es el Río del Sueño, Es… el mar.