CAPÍTULO III

«Se puede ser sabio con modestia, sin orgullo».

Séneca

Kei

Nada sabemos del día de mañana, del minuto siguiente, del momento que se avecina. Mañana un mal hado nos puede aplastar contra el suelo como si fuéramos hojas secas, o un poderoso viento empujarnos hasta las alturas para convertirnos en estrellas de los cielos helados. No importa que forjemos proyectos o que nuestras emociones teman el futuro o lo aguarden con ansiedad. Porque el mañana es como una virgen que nadie ha tocado y a menudo se sienta a esperarnos en un recodo del camino de la existencia con una sorpresa que nunca habríamos esperado. De ahí la hermosura de vivir.

Ésta fue la lección que aprendieron Gilgamesh y Enkidu en sus propias vidas. Destinados por un plan divino a destrozarse mutuamente, el azar quiso, sin embargo, que encontraran la manera de escapar de ese destino y convertirse en inseparables amigos, en almas gemelas que se apoyaban una a la otra en sus respectivas soledades, en guerreros cuya recíproca admiración hizo hermanos.

Y junto a esto, Gilgamesh experimentó la comprometedora experiencia de tener que explicar a Enkidu todo cuanto éste no entendía de la sociedad.

—¿Por qué tenéis reyes? En las manadas no son necesarios —preguntaba con candor.

Gilgamesh era puesto así en constantes aprietos.

—Los hombres… —titubeaba— son malos… A veces necesitan que alguien gobierne para asegurar que todos trabajen en la construcción de cosas comunes, como las murallas o los canales.

—¿Y por qué unas ciudades luchan contra otras? ¿Por qué un hombre se une a una mujer para toda la vida? En las colinas no es necesario —preguntaba una y otra vez.

Gilgamesh era un guerrero y no un polemista, por lo que precisaba ímprobos esfuerzos para seleccionar los argumentos adecuados. Pero no siempre los encontraba y a la postre hubo preguntas sin respuesta. Preguntas como el origen mismo de los hombres y hasta el de los dingir inmortales no podían ser contestadas satisfactoriamente. En Sumer se vivía al día, sin que nadie se detuviera a razonar sobre su propia existencia. El cosmos, los dioses, la ciudad, eran así y lo habían sido desde el principio de los tiempos. Y Enkidu pensó que aquélla era una extraña manera de vivir[42].

Pero los dioses lo obsesionaban. No había olvidado que, según todos le aseguraban, la vida le fue otorgada por ellos con el exclusivo fin de matar a Gilgamesh y ahora tenía miedo de su venganza.

—No te preocupes. —Lo calmaba el rey, confiado—, quizá solamente querían asustarme… y lo consiguieron. Pero si quieren intentar algo contra ti, que vengan si se atreven.

Los dos compartían una especie de indiferencia ante los dioses, pero respondiendo a distinto origen. Enkidu no había sido instruido en ningún tipo de culto, pues como una bestia de los campos nació y había vivido, sin preocuparse de lo eterno. Sólo un miedo reciente, instigado principalmente por Ubartutu, el sacerdote caído en desgracia, le inspiraba dudas respecto a su actitud con Gilgamesh. Pero, desde luego, la solidez de aquella creciente amistad tenía para él más valor que el respeto que supuestamente debía observar hacia aquellos misteriosos seres superiores, infinitamente misteriosos y lejanos, a los que no conocía.

Gilgamesh, en cambio, sentía un mal disimulado despecho por no haber nacido como su padre y por no haber sido arrebatado a los cielos para morar entre los dioses. Y era esta rebelión ante su propia naturaleza, ante sus propios límites, lo que le hacía a veces mantener actitudes hostiles o irreverentes.

Sin embargo, las cosas del cielo formaban parte de cuanto Enkidu debía saber, y por eso el mismo ishakku, junto a Ninsun, su madre, y Ni-Dada, la ramera, participó activamente en las prolijas explicaciones de las que el hombre de las colinas fue objeto en aquellos días.

Jornada a jornada, conforme Enkidu iba conociendo más y más detalles de la religión de los hombres, un temor reverencial, mucho más profundo que el inspirado inicialmente por el sacerdote, se le fue alojando en el corazón, provocándole las mismas angustias interiores que a un niño que cree que la vida consiste en jugar con los charcos y corretear bajo el sol y se entera un día que la Humanidad no es más que un rebaño de criaturas que fueron depositadas sobre el mundo con el único fin de trabajar para los dioses y alimentarlos, que sólo ésa es la tarea del hombre y que, en el momento de la muerte, cada uno viajará en soledad al terrible abismo del Kur, donde Nergal pronunciará sobre él las palabras de la muerte y Ereshkigal, señora del mundo subterráneo, colgará su cuerpo de un garfio, donde se secará en la penumbra por toda la eternidad[43].

Todas estas cosas contrariaban el espíritu de Enkidu, que nunca habría imaginado algo igual. Él solamente había visto gente ocupada en los campos de cebada, en las lecherías, en los talleres de ladrillos, pero, excepto a Aruru, no había visto a ningún dios: Contemplaba el sol levantarse y descender sin sospechar que se trataba del dios Utu, que caminaba con pies de fuego; miraba la luz vesperal en los atardeceres sin conseguir entrever en sus resplandores a la hermosa Inanna, la diosa del amor; veía los veneros por los que manaba el agua desde las entrañas de la tierra, aguardando infructuosamente en el suave murmullo una señal de Enki, el señor de la sabiduría y las aguas dulces; en el aire turbulento no encontraba la mirada terrible y escrutadora del Gran Padre Enlil, cuyos ojos llegan a todas partes y cuya palabra nadie puede transgredir.

Él solamente había visto los reflejos dorados de los estanques, las blancas nubes viajeras, la estrella de la tarde en la luz crepuscular y el brillo del sol en las colinas, sin sospechar que allí, en el cielo, en la luna, en los árboles y los ladrillos, habitaban dioses y diosecillos cuyas aventuras eran conocidas y cuya protección se invocaba constantemente[44]. Para él, todo aquello no eran más que objetos o fuerzas de la naturaleza cuya beneficiosa influencia había degustado y ahora no sabía que pensar del afán de los hombres por prever cada detalle de lo no visible y de su pretensión de que el cúmulo de nociones así reunido era intocable. Hasta Gilgamesh estaba convencido de todo ello. Pero Enkidu era un hombre sin fe. Su vínculo real con la divinidad se reducía al aliento de vida que la diosa Aruru, sin una palabra, sin mediar explicación ni mensaje alguno, le insufló en las colinas. Por lo demás, sólo creía en aquello que sus ojos podían ver.

Pero sobrellevaba su desorientación y sus temores a cambio de los dulces brazos de Ni-Dada, de la amistad entrañable de Gilgamesh y de la firme confianza de Ninsun. Y también de las maravillas que las comodidades de palacio ofrecían, de aquella abundancia de comida variada, de la leve inconsciencia que el vino le producía y de los prolongados baños de agua caliente que se acostumbró a tomar en amplias bañeras de cerámica, donde Ni-Dada intentó por todos los medios que dejara definitivamente su olor animal.

Solamente el recuerdo del misterioso rostro encapuchado ensombrecía el ánimo de Gilgamesh en aquellos días de victoria. Pero conforme la normalidad regresaba, su imagen se fue convirtiendo en humo y dejó de molestarle.

El pueblo de Uruk, por su parte, estaba desolado y temía más que nunca al ishakku, ahora que había conseguido redoblar su poder sumando al suyo el de la criatura de las colinas, que los atemorizaba con su sola presencia en los mercados cuando paseaba sosegadamente junto a Ni-Dada. Pero muchos otros festejaron el valor y la fuerza demostrada por el rey en el combate contra Enkidu, e incluso aprendieron a amar a este último tan pronto conocieron su propia nobleza y su enorme corazón.

Fue un tiempo de delicias para los dos amigos. Juntos salían borrachos del barrio de Zabalam y juntos lucharon contra los martu[45] y contra los hijos de Ur, Larsa y Kutalla. Una leyenda empezó a tejerse en torno a los dos personajes fabulosos, pero el ánimo de Gilgamesh se apagaba porque la serenidad lo mantenía desolado. Había gustado el sabor del riesgo y del éxito y ahora era insulso para su paladar acabar con una partida de nómadas o de soldados rivales, simples hombres. Podría haber construido un imperio en toda la tierra de Sumer, pero la empresa le parecía demasiado modesta.

En realidad Uruk no le importaba demasiado. Aún guardaba rencor hacia la población, que se congregó como una bandada de buitres ante el palacio aquella mañana en que la llegada de Enkidu sembró el terror en su corazón. Pero la verdadera razón radicaba en el ansia que sentía por engrandecer su propio nombre batiendo a enemigos de su talla. Y en esta tarea no quería arrastrar el peso muerto de un ejército regular, sino batallar como un guerrero solitario, para que ni siquiera Uruk pudiera robarle un ápice de gloria. Sólo Enkidu sería su compañero.

Fue una de aquellas llamadas a la responsabilidad de Alli-Ellati, el visir sobre cuyas espaldas recaía la administración de la ciudad, la que despertó en él una obsesión. Era necesario traer madera. La escasez de arbolado hacía imprescindible organizar costosas expediciones a las montañas[46].

—Escucha, visir —dijo Gilgamesh en una de las sesiones de trabajo que aborrecía—: dicen que hay un lugar, hacia occidente, donde la madera abunda. Un bosque donde los árboles son tan altos que alcanzan el cielo y tan numerosos que hasta el mismo Utu, el patrón de los caminantes, se perdería en sus senderos.

—¿El Bosque de los Cedros? —murmuró el confundido visir—. Pero esos árboles pertenecen a los dioses y nadie puede entrar allí, pues están celosamente guardados por el gigante Huwawa.

—¡Huwawa! —repitió extáticamente Gilgamesh—. He aquí un enemigo digno.

El invierno era tranquilo en Uruk, y el tedio perfecto. Enkidu, sin embargo, amaba aquella tranquilidad y no compartía el ánimo de su amigo. Desde el sitial que ocupaba en un rincón lo miró con inquietud, pues ya había aprendido a conocerlo.

—Hermano —dijo Gilgamesh animadamente, al tiempo que devolvía la mirada—. ¿Qué te parece…?

Enkidu contestó con un gruñido. El ishakku también lo conocía bien y sabía que tendría que luchar para convencerlo.

—¿No te aburre esta vida siempre igual? ——empezó a perorar—. En Uruk un día es igual a otro día y nos consumimos en los placeres. Pero la aventura es algo hermoso y el único destino posible para nosotros. Nuestra medida, hermano, no es la medida de las buenas gentes que se inclinan en los surcos de la tierra.

Pero Enkidu acababa de nacer a aquella vida de comodidades que aún estaba descubriendo y su talante pacífico no le impulsaba a retar a ningún gigante y mucho menos si estaba al servicio directo de los dingir inmortales.

Gilgamesh se levantó y se acercó al amigo, dando visibles muestras de impaciencia y sin dejar de sostener su copa de vino.

—Enkidu —continuó—, la vida es corta. En estos días se nos muestra placentera y fácil, pero la monotonía es como una prisión y para mí no hay nada más insoportable que el aburrimiento. En cambio, en la aventura está el sabor de la vida. Un día moriremos y nadie nos recordará. Pero si hacemos como Lugalbanda, mi padre divino, viviremos para siempre en la memoria de los hombres y seremos eternos en las canciones y en las leyendas.

—¿Y qué más te dará eso, si estarás muerto? —adujo Enkidu con desgana.

—¡No! —aulló Gilgamesh, agitando sus brazos como si quisiera golpear a un enemigo invisible—. ¡No aguantaré más estos días malgastados que debilitan mis músculos! Nada me ata a la ciudad… Ven conmigo, hermano —suplicó en última instancia, añadiendo—: seremos invencibles.

Enkidu alzó los ojos hacia su compañero, que estaba de pie junto a él, en actitud expectante.

—Pero ese enemigo… —Trató de objetar.

—¡La madera es necesaria para Uruk! —atajó Gilgamesh convertido en un vendaval de entusiasmo.

A estas palabras trató de contestar el visir, que se acercó hasta el rey y advirtió:

—Ishakku, te ruego respetuosamente que no utilices el nombre de Uruk para cometer un nuevo sacrilegio… —Hizo una pausa como temiendo haber usado palabras demasiado expresivas. Pero el rugido que esperaba no se dejó escuchar y continuó—. La ciudad no necesita robar los cedros de los dioses y nuestra penuria de madera no debería servirte de pretexto para tus ansias de aventura.

Gilgamesh lo miró penetrantemente, como miraría el mismo Nergal a punto de pronunciar sobre él la palabra de muerte. Pero contuvo su ira y se limitó a insistir:

—Debemos ir, sea como fuere. El sabor de este vino —añadió, refiriéndose a la copa que aún sostenía en su mano—, será distinto cuando hayamos derrotado a ese gigante. Piénsalo, hermano.

Enkidu luchaba contra un mar de indecisión, pero finalmente pesó más la devoción al amigo, a quien dirigió una nueva mirada de entendimiento, al tiempo que la sonrisa en sus labios anticipaba la respuesta.

—Está bien —musitó afablemente—… ¿cuándo marchamos?

Gilgamesh recibió con júbilo aquellas palabras, que le despejaban el camino hacia la gloria.

—Haremos los preparativos —exclamó ansiosamente—. Tengo que dejar el gobierno en manos de Alli-Ellati.

oooOooo

Una mañana los dos amigos partieron dejando atrás una ciudad aliviada. Portaban armas forjadas para la ocasión, especialmente dos pesadas hachas de bronce destinadas a talar los cedros sagrados. Sin embargo, nadie creía en la motivación de la madera, ni estaba agradecido al rey por esta empresa. Al contrario, todos temían las iras divinas si por una casualidad de la suerte los sacrílegos exploradores conseguían abatir al gigante Huwawa.

Pero el ishakku se había marchado al fin, partiendo hacia un destino incierto y era más de lo que se habían atrevido a esperar. En aquella mañana, muchos recordaron aún la profecía del anciano Kulla-Daba. Y, cuando los dos amigos se perdieron en el horizonte siguiendo el canal que venía directamente del Éufrates, los hombres y las mujeres de Uruk celebraron una fiesta de regocijo en su interior y acudieron de nuevo a sus quehaceres domésticos con la esperanza de que Gilgamesh nunca volviera y con el mismo sentimiento de un prisionero que acaba de recibir el beso de la libertad[47].

Y en el largo camino río arriba, el sol sacaba chispas de la llanura, y los dos hermanos caminaban con el espíritu inflamado. Siguiendo el curso fluvial se alejaban de las aglomeraciones humanas de Larsa, Kutalla y Lagash, que quedaban al este, tratando de dejar a salvo su anonimato y el secreto de su viaje.

Se adentraron en una zona poblada por colonos aislados que habitaban chozas de adobe junto a los afluentes, dedicados al cultivo estacional. No les agradaba ser identificados, pues los reyezuelos de los contornos podrían enviar patrullas a detenerlos o al menos intentarlo. Pero sus siluetas eran muy características y aquellos que no reconocían al terrible monarca de Uruk, el auténtico hijo de un dios, y a su amigo Enkidu, el hombre salvaje de las colinas, veían sin embargo algo singular y atemorizador en aquel gigante acompañado de una figura más bien rechoncha, pero increíblemente robusta, que trataban en todo momento de circular discretamente y de ocultar sus rostros.

A lo largo de los interminables días, siguieron ascendiendo y dejaron atrás al país de Sumer. En aquellas tierras altas el río circulaba con mayor rapidez y el paisaje era distinto, mucho más verde y más salvaje que en el sur.

Tuvieron que sortear campamentos de nómadas martu, propietarios de inmensos rebaños de ganado. No pudieron, sin embargo evitar algunas escaramuzas cuando los líderes de estos pueblos de pastores trataban ingenuamente de hacerlos prisioneros. En aquellas ocasiones dejaron los campos esparcidos de una macabra cosecha de cadáveres y las noticias de aquellas matanzas les abrieron el paso en lo sucesivo.

Así pues, no fueron molestados en los días que siguieron, ni cuando dejaron definitivamente el río para dirigirse, siguiendo corrientes menores, hacia las primeras estribaciones montañosas de occidente.

oooOooo

Pasaron los días y se internaron en una región solitaria. No sabían la distancia que los separaba del Bosque de los Cedros, ni podrían asegurar siquiera dónde se encontraban, porque aquello era una maraña de soledades y rocas, y hacía buen tiempo que no se cruzaban con ningún humano. Sólo ciervos y huidizos habitantes de las montañas les salían al paso. El horizonte no era visible, pues caminaban por profundos valles, y se escuchaba un silencio de cumbres solitarias entre los árboles tronchados que titubeaban en los barrancos y las sombras que se agazapaban en los roquedales. Era como una tierra muerta.

Ya no hablaban más de las aventuras de Lugalbanda, que les servía de modelo, ni Gilgamesh fanfarroneaba asegurando que el gigante, como Enkidu, se haría su amigo y se uniría a ellos como compañero de viajes. Porque hay un momento para soñar y un momento para enfrentarse a la realidad. Y en aquel profundo valle sin nombre, mientras palmo a palmo oscurecía, habían perdido el camino.

Pero el cielo resplandecía al oeste aún después de la puesta de sol, y se acercaron cautelosamente, luchando contra la oscuridad, hasta que llegaron al pie de una colina en cuya cumbre debía haber fuego encendido, pues de allí brotaba la claridad. Su situación era comprometida, estaban perdidos y hambrientos, y desearon que la luz fuera una fogata de pastores, aunque en lo más profundo recelaban de lo desconocido.

—¿Un pastor transhumante? —pensó en voz alta Gilgamesh.

—No huelo a ganado —respondió Enkidu con cautela—. Y además ¿qué puede hacer un pastor en lo alto de una colina a esta hora? Si piensa dormir ahí estará toda la noche expuesto al viento.

—Quizá el fondo del valle es demasiado húmedo ¿no te parece? —razonó Gilgamesh.

—Sí, es cierto —concedió Enkidu—, pero no me gusta…

—Quizá haya un bonito combate —admitió Gilgamesh—… para eso hemos venido. Pero mejor pensemos en una buena ración de leche y queso de cabra.

De esta manera se animaron a ascender a la enigmática cumbre. Fue una marcha dificultosa, debido a la oscuridad y tensa por la incertidumbre de lo que aguardaba en la cima. Pero lo cierto es que tenían tanta hambre y estaban tan desorientados que aunque el mismo Huwawa hubiera estado allí esperando para salirles al paso, no habrían rechazado el combate con tal de acabar con todas sus provisiones.

Conforme se acercaban, Enkidu iba sintiendo una especie de aprensión.

—Escucha, Gilgamesh —susurró como en un suspiro—: Será mejor que uno de los dos dé un rodeo y ascienda por el otro lado. Presiento un peligro.

Gilgamesh asintió y se perdió en las sombras. Enkidu aguardó un tiempo prudencial y después continuó la escalada. El resplandor de la cima era ahora mucho más brillante, y le pareció sobrenatural. Ningún fuego de pastores era tan grande. Quedaba la posibilidad de que se tratara de una torre vigía avanzada de algún ejército desconocido, pero en su fuero interno no le parecía muy probable. Siguió ascendiendo, en lucha abierta contra su instinto de conservación, que cada vez le apremiaba más para que se alejara de aquel lugar, y con un supremo esfuerzo brincó a la cumbre levemente amesetada.

Pero lo que vio allí era más sorprendente que todo lo que habría podido imaginar. Había un fuego, en efecto, pero como una gran bola ígnea muy pálida que flotaba inexplicablemente en el aire, a escasos codos de altura. A Enkidu no le gustó. No se aproximó, sino que dio un rodeo, agazapado en los bordes de la cima, para esperar a Gilgamesh.

Sólo entonces se dio cuenta de la figura que estaba de pie al otro lado del fuego, mirando hacia éste como en trance. Por fin el enemigo, el adorador de un dios infernal, o un mago solitario dominador de los elementos.

Enkidu se fijó mejor en su corpulencia, en su consistencia extraña y su color apagado. El hombre no se movía, ni siquiera lo había oído, ni le oyó cuando finalmente, con un salto de pantera, se plantó en plena claridad y corrió hacia él dispuesto a todo.

Pero la sangre se le heló en las venas cuando contempló el rostro del misterioso personaje y vio que no era otro que un Gilgamesh inmóvil y como en trance.

—¡Gilgamesh, hermano —gritó desesperadamente cuando advirtió sus ojos en blanco—… despierta!

Pero su amigo no se movió. Todo su cuerpo, lo mismo que sus vestiduras, eran de color pardo grisáceo y sus tonalidades iban y venían con el ritmo del fuego volante. Enkidu trató de zarandearlo, pero los hombros de su amigo tenían la consistencia de un bloque de piedra o de bronce. Se asomó insistentemente a sus ojos, pero éstos no veían nada, porque estaban muertos. Y cuando el rígido monolito que antes había sido el rey de Uruk cayó pesadamente al suelo, fue como la columna desprendida de un templo, o como una roca que cae de la montaña[48].

En el mismo instante se escuchó un alarido estremecedor y una forma se abalanzó sobre Enkidu, dando con él en tierra mientras afiladas garras se clavaban en su espalda y algo le mordía el cuello. Se revolvió como una fiera, lleno de pánico, para entrever un horrible rostro negro con pequeños ojos inyectados en sangre y dos cuernos retorcidos que brotaban de su cráneo. Intentó desesperadamente desasirse y a costa de un duro forcejeo lo consiguió, pero no sin que el repugnante ser le mordiera el cuello y la espalda como un lobo hambriento, haciendo manar la sangre de las profundas heridas.

Espantado, Enkidu corrió hasta el borde de la pequeña meseta y saltó hacia la pendiente para perderse en mitad de la noche. No dejó de correr durante mucho tiempo, a oscuras entre los peñascales y los barrancos, con la precisión de una gacela atormentada, porque eso es lo que había vuelto a ser.

Sólo pudo contemplar, como en una última visión fantasmal, seis luminarias que brillaban sobre otras seis colinas casi invisibles en la negrura. Una escena siniestra que no comprendía, pero al cabo significaba que los buscadores de la gloria se habían metido por error entre horribles enemigos que no esperaban.

Al cabo de trotar buena parte de la noche, se arrellanó en un rincón, como un fardo, y, maldiciendo la hora en que había abandonado las murallas de Uruk, lloró al amigo muerto.

oooOooo

Lo iluminó un sol extraño y la mañana le llevó una canción de venganza. En el cielo lúgubre la luz palidecía, y en su interior todo era una tormenta de pena, vergüenza y el intenso deseo de dejar la vida luchando con el monstruo de la colina. Se incorporó y trató de orientarse, pero estaba perdido.

Se recuperó pronto de sus heridas, pues sabía qué hierbas debía tomar para que cicatrizaran. Y, mientras buscaba el camino de regreso a la montaña, se preguntaba cuál sería la naturaleza de aquel ser horrendo, más horrendo que él mismo; de dónde habría podido salir; cuáles serían sus poderes. Quizá podría derrotarlo con la fuerza de sus brazos, pero si tenía que morir no le importaba, pues la memoria de Gilgamesh, el hermano, el compañero destruido antes de haber podido entrar en batalla, lo merecía.

Había sido fulminado sin forcejear siquiera, ensimismado seguramente por aquel fuego blanco y frío. Había perecido antes de encontrar siquiera el rastro de Huwawa y sin que las leyendas pudieran en el futuro cantar nada de aquel combate, como él ansiaba. Y, pensando en todas estas cosas, Enkidu puso todos sus sentidos de animal y de hombre a la tarea de recuperar el camino hacia el lugar de horror.

No tenía a quien consultar. Se alimentó de hierbas y raíces y se convirtió otra vez en un salvaje, pero no conseguía integrarse en aquel lugar porque algo maligno impregnaba cada roca, cada hoja seca de árbol caída en tierra.

Finalmente, aún de madrugada, encontró la colina. Era inconfundible y sintió que algo desde ella lo llamaba. El fuego blanco seguía brillando en la cima, pero esta vez iba prevenido y dispuesto a descargar un ataque sanguinario.

Como un león que se apresta a la caza, avanzó envuelto en un manto de oscuridad sin que un insignificante tallo se quebrara bajo sus pies. Y cuando se asomó nuevamente a la cumbre, no encontró ni rastro de aquel Gilgamesh petrificado y caído en tierra, pero allí estaba otra vez el fuego flotante, como si tuviera vida. Se quedó mirándolo durante un momento. Ahora caía en la cuenta de que no había sentido el más mínimo calor cuando se había acercado a él la noche anterior. Reparó en las extrañas volutas que formaban las llamas en su parte superior y vio cómo el viento las ondulaba suavemente y se las llevaba en el aire. No advirtió cómo su respiración se hacía más y más lenta, ni cayó en la cuenta de que el fuego lo estaba fascinando. No hasta que sintió un frío mortal taladrándole las extremidades y cuando quiso moverlas ya casi no le obedecieron. Pero reaccionó a tiempo y retiró la mirada de la luz.

Así pues, su instinto no lo había engañado. Era el fuego el que manaba una magia desconocida que mataba con sólo mirar. Parecía estar vivo, como un ser de etérea luz que vigilara siempre el horizonte. Pero ¿qué era? ¿Y qué tenía que vigilar en aquellas inmensas soledades?

Entonces tornó sus ojos, como buscando una respuesta, a las otras seis colinas, y lo que vio lo llenó nuevamente de terror. Los resplandores blancos que las coronaban habían descendido y avanzaban juntos por los valles adyacentes, como en una siniestra procesión de almas. Y el destino de aquel cortejo de otro mundo era la misma cima donde él se encontraba.

Aquello era algo nuevo con lo que no había contado, y sus ansias de sangre hubieron de remitir para esperar y comprobar qué ocurría. Todo en su interior eran preguntas sin respuesta ¿Qué debía hacer? ¿Cómo podría atacar a ese fuego?

De pronto, y como por encanto, apareció aquel oscuro engendro que lo había atacado y se dedicó a efectuar un complicado ritual ante el fuego flotante, pronunciando palabras en un lenguaje desconocido. El fuego osciló y crepitó de forma misteriosa, como respondiendo a la plegaria.

Las otras luces ya ascendían la colina y pronto llegarían a la cumbre. Enkidu sabía que entonces habría allí tanto fulgor que sería detectado fácilmente, pero se resistía a marcharse porque sabía que algo iba a ocurrir. Además, quería recuperar el cadáver de Gilgamesh.

Pensó en atacar por sorpresa al ser de los cuernos. Era sumamente fuerte, pero incluso así se consideraba capaz de derribarlo. Sin embargo, ignoraba qué comportamiento adoptaría aquella bola de fuego, y las demás ya se acercaban.

Cuando llegaron, Enkidu contempló una escena increíble. Silenciosos globos de luz ascendían la colina suspensos en el aire e iluminando los despeñaderos a su paso. El viento silbaba en las copas de los árboles, pero éste era el único sonido de la noche. Muy despacio, las bolas de fuego ascendieron una a una a la cumbre y, bajo ellas, repugnantes seres cornudos, de grandes orejas y tupida pelambrera negra, que caminaban encorvados con la pequeña cabeza hundida entre los hombros.

Los siete globos ígneos se fundieron en uno, y entonces nació un fanal de luz que arrojó cortinas de pálida claridad en todas direcciones, como si fuera el fragmento de una estrella. Enkidu se agazapó aún más en las rocas que lo escondían, sin atreverse a mirar.

Escuchó durante un buen rato palabras extrañas y algo que parecían plegarias. Alzó nuevamente los ojos y vio que las llamas habían tomado la forma de un rostro lejanamente humano, que hablaba a los siete monstruos negros, sentados en círculo en torno a él.

En aquella fantástica ceremonia, a los sonidos del rostro llameante sucedían monótonas salmodias de los demonios y Enkidu seguía maravillándose de cuanto veía e intentando, sin conseguirlo, unir las piezas de aquel rompecabezas.

Pero el día comenzó a levantar y consideró imprudente permanecer allí, así que tuvo que empezar a deslizarse silenciosamente, como sólo él sabía, de nuevo colina abajo, sin haber podido cuajar su venganza y con una sensación completa de fracaso. Ya no sabía qué hacer. Mientras avanzaba pensó en volver a Uruk para pedir ayuda, formar un pequeño ejército… pero nadie movería un dedo por vengar al rey muerto, ni el pueblo debía pagar por la osadía de Gilgamesh.

Durante la bajada atravesó un paraje de rocas que parecían talladas de forma singular, se aproximó a ellas, y cuando las examinó se quedó atónito, pues los peñascos estaban esculpidos con formas humanas. Con una sospecha en la mente, estudió todo el conjunto. Sobre todas aquellas rocas se amontonaban la tierra y la maleza, pero los rasgos eran demasiado reales. Era imposible que ningún cantero hubiera trabajado tanto sólo para esparcir la ladera con sus obras.

Buscó instintivamente una mucho más limpia que las demás y la encontró algo más arriba. Era Gilgamesh… con una apariencia diferente a los otros yacentes, como una roca joven que aún no ha sido erosionada por el viento. Una gran araña tejía indiferente en una tela entre la noble mejilla y unas ramas próximas. Nada hacía sospechar que de aquella garganta petrificada hubieran brotado palabras y que aquellos ojos de roca hubieran mirado al mundo. Enkidu, desorientado y lleno de amargura, apartó las impurezas del cuerpo y lo abrazó, tratando de reanimar al camarada. Pero fue inútil. No era más que un bloque de piedra fría.

Sintió un abatimiento que quebró sus iniciales deseos de venganza. Todo en él eran impotencia y llanto, y tuvo que admitir que él y su amigo habían abordado fuerzas muy superiores a su capacidad. Quiso transportar el cadáver, llevarlo hasta Uruk, pero era demasiado pesado. Pensó en brindarle una sepultura en condiciones, como había visto que unos hombres hacían con otros, pero se preguntó qué sentido tenía enterrar un bloque de piedra.

Y así fue como se marchó de aquel siniestro cementerio. Ni siquiera había podido tomar venganza y ahora, su propia existencia carecía de sentido ¿A dónde podría ir Enkidu, aquél que fue creado exclusivamente para doblegar el orgullo de Gilgamesh? Tenía la sensación de que su vida dependía de la de su compañero y en aquel instante, muertas las últimas esperanzas de revivirlo, se sintió tan desamparado como el recental extraviado, cuyos padres pastan ya en praderas lejanas.

No podía volver con los hombres, porque los asustaba y su único valedor había desaparecido. Tampoco con los rebaños, pues ya no era aceptado. No tenía ataduras, ni patria, ni afectos, excepto Ni-Dada. Pero sin Gilgamesh no se atrevía a ir a buscarla. Hubiera juzgado más justo haber sido él quien muriera, porque ahora no tenía a dónde ir. Su naturaleza era una tierra de nadie carente de identidad. Pero quizá lo que él se negó a hacer siguiendo el mandato de los dioses lo habían hecho aquellos demonios, y la soledad que ahora estaba obligado a acarrear era su propio castigo.

En todo esto pensaba mientras paseaba abiertamente en la mañana que nacía. Tomó el camino de regreso simplemente por rutina, pues tanto le daba ir a un sitio como a otro. No guardaba la más mínima cautela, ni evitaba los ruidos, ni el ser visto por posibles enemigos. Hasta una hormiga que se cruzara en su camino habría podido derrotarlo en aquella hora de debilidad.

Caminó durante horas, sin hacerse una idea del tiempo transcurrido ni del espacio avanzado, hasta que un poderoso cansancio lo abatió. Bebió las aguas de una fuente junto a un bosquecillo de chopos, se tendió sobre la suave hierba junto al manantial y durmió profundamente para renovar sus fuerzas y olvidar su aflicción.

oooOooo

Cuando despertó se encontraba en el interior de una jaula de gruesos barrotes y un anciano de extrañas vestiduras y ojos divertidos lo observaba con curiosidad. Su primera reacción fue revolverse y destrozar la jaula y al carcelero, pero un instante después recordó que Gilgamesh ya no estaba y le volvió aquel enfermizo pesar. Por ello, se limitó a sostener con orgullo la cargante mirada del hombrecillo. Éste vestía una estrafalaria y sucia túnica azul oscuro, con una capucha a la espalda, y de su pecho colgaban amuletos dorados. No se parecía a ninguno de los hombres que había visto antes. Era de una raza diferente a los cabezas negras y a los martu. Sus ojos eran azules y la desarreglada barba que poblaba su rostro arrugado era gris, aunque conservaba aún reflejos dorados como los de la melena de un león.

—Vaya, vaya —dijo el hombrecillo de pronto, en perfecto sumerio—, la cosa ha despertado… Veremos qué prefiere comer.

Se dio la vuelta, acercándose a una especie de despensa y tomó algunas cosas mientras murmuraba entre dientes. Enkidu pudo ver entonces dónde se encontraba. Era una cueva de arenisca amarilla que parecía haber sido excavada por la mano del hombre. El centro lo ocupaba un escaso mobiliario compuesto por una mesa de troncos y una única silla. Aparte de la alacena donde rebuscaba el viejo, nada más había en las ocres paredes excepto amuletos, colgantes y objetos absolutamente desconocidos para Enkidu.

El personaje se volvió, ofreciéndole una escudilla con un montón de hierbajos. Pero él no quería comer y no hizo ningún gesto. Tan sólo siguió mirando con indiferencia a su captor, que mostraba una decidida tendencia a la charlatanería.

—Vaya con la fiera —dijo para sí mismo, pues parecía pensar que Enkidu era un animal que no podía entenderle—. Ahora no quiere comer. Bueno, aquí te dejo el plato, por si acaso… —Hizo una pausa, pensativo, y luego continuó—. No sé, no sé… las crías de zorro y los pájaros volanderos rehúsan el alimento de la gente cuando están en cautividad. Pero… —murmuró, dirigiendo una mirada de sorpresa a Enkidu—, no, no pienso que esa cosa sea una cría, aunque por otro lado, bien pudiera ser. Y si lo fuera… ha de adquirir un buen tamaño de adulto, ya lo creo. —De pronto se detuvo, y volvió a mirarlo agitadamente—. ¡Por Enlil! —proclamó—. No te andarán buscando tus padres ¿verdad? Sería horrible que vinieran aquí y destrozaran mi cueva. Pero ahora que lo pienso —volvió a rezongar para sí—… ¿Y si no le gusta la comida vegetal? Hum, por su aspecto, debe ser carnívoro. Pero, desde luego, habrá que refinar sus hábitos si piensa quedarse aquí… Escucha, bruto —gritó, dirigiéndose de nuevo a Enkidu—: en la cueva de Kei no se comen animales superiores ¿Entendido? Olvídate de los conejos, jabalíes y cosas por el estilo. Será mejor que te metas esto en la cabeza desde el principio.

Enkidu se quedó completamente patidifuso ante semejante monólogo, y no supo qué pensar de aquel viejo gesticulante. Lo más probable es que hubiera perdido el juicio hacía ya tiempo y que se mantuviera vivo en aquellas soledades por estricta casualidad. Pero cuando el anciano se volvió para hurgar nuevamente en la alacena, el supuesto animal habló con voz grave y clara:

—Mi nombre es Enkidu —dijo simplemente.

Al viejo lo sacudió una especie de convulsión interior y los cuencos que tenía en las manos se le cayeron, haciéndose añicos contra el suelo. Parecía haber quedado petrificado igual que Gilgamesh, a juzgar por la súbita inmovilidad de su cuerpo y por su cabeza encogida entre los delgados hombros, como esperando un golpe de muerte.

Sólo después de unos momentos recobró el dominio de sus miembros y volvió muy despacio la cabeza. En su rostro se dibujaba una mueca de sorpresa e incomprensión.

—¿Cómo… cómo has dicho? —susurró.

—Enkidu —repitió éste.

El silencio del hombre contrastaba con su anterior charla sin fin. Miró insistentemente al prisionero con los ojos crispados y las cejas algo arqueadas. Parecía que todos los pelos de su barba se habían erizado a un tiempo.

—¿Enkidu…? —masculló incrédulo.

Éste asintió con la cabeza.

—Pero… —balbuceó al fin el atónito personaje—, pero si sabes hablar. Nunca oí que los animales hablaran excepto algunos pájaros que son capaces de repetir lo que se les dice. Pero tú no tienes alas, a menos que las hayas escondido o te las hayan cortado. Y además, no has repetido nada… sabes combinar palabras, puede que… Pero entonces ¿qué eres tú? —concluyó al fin.

—La diosa Aruru me formó del barro para combatir al rey de Uruk —contestó Enkidu, armándose de paciencia.

—¿Uruk?… —repitió el viejo— ¿qué es Uruk?

—Una ciudad que queda muy lejos, hacia el sur —explicó Enkidu.

—O sea —comentó irónicamente el anciano—, que la mismísima diosa de la vida bajó del cielo para crearte… del barro ¡qué historia! Para ser una bestia desconocida, tienes mucha fantasía. Pero dime ¿por qué viniste aquí desde tan lejos?

Enkidu intentó fijar la mirada en el viejo al notar que sus ojos comenzaban a enturbiarse de desesperación.

—Vine con el rey de Uruk, que te he nombrado, para luchar contra… —empezó a decir.

—¡Pero si era tu enemigo! —le interrumpió Kei jubilosamente— ¡tú mismo lo acabas de decir! Veo que eres un mentiroso, Enkidu o como te llames, pero a este viejo no se le engaña tan fácilmente.

La paciencia del hombre de las colinas se desbordó. Por primera vez, harto de tanta insolencia, sintió una oleada de coraje y se abalanzó sobre los barrotes, intentando sacudirlos, y tronando:

—¡Escucha, enano barbudo! ¡Vine hasta aquí con Gilgamesh para luchar contra Huwawa, el gigante que guarda el Bosque de los Cedros, pero una especie de bestia negra nos atacó, y una bola de fuego mató a mi amigo!

Una sombra cruzó el rostro del hombre, y todo tono de frivolidad cesó en su voz.

—¿Has… has estado en las colinas? —preguntó en susurros—… ¿En unas colinas donde brillan fuegos suspendidos del aire que no desprenden calor?

—¡Eso es! —exclamó Enkidu, satisfecho de ser comprendido al fin, y a continuación le refirió todo cuanto les había ocurrido.

Cuando acabó de escuchar la historia, el viejo se aclaró la garganta como para decir algo importante. Abrió desmesuradamente los ojos y declaró en tono lúgubre:

—Mal hado es el que os ha traído aquí. Has de saber que, al contrario de lo que pensabais, no habéis errado el camino. La única ruta practicable al País de los Cedros pasa por aquí… Hacia el oeste se abre una amplia depresión de montañas, surcada por nueve colinas. En el pasado sucedieron cosas… y los dioses, para defender su jardín, pusieron sobre cada una de esas colinas a un demonio negro sacado del mismísimo Kur. Día y noche vigilan el camino y cierran el paso a cualquiera tan ingenuo como para adentrarse en estos lugares. Para ello, además de su propia fuerza, cuentan con el fuego…

—¿Qué es ese fuego? —interrumpió ansiosamente Enkidu.

—Es… es el espíritu de Inanna, la diosa de la guerra. Todo su poder apoya a los demonios… así te harás una idea de la importancia que los dioses conceden a los bosques sagrados, cuya madera les es necesaria para sus mansiones en la Montaña del Cielo y la Tierra[49].

Enkidu se quedó pensativo, repasando el conjunto de sus errores desde que dejaron el río Éufrates y tomaron el nefasto camino del oeste. Pero de pronto, su mente dejó de divagar y preguntó:

—¿Cómo me has metido aquí? ¿Cómo me has traído desde la fuente? Y… ¿quién eres tú?

—¡Oh!… Soy Kei, una especie de anacoreta ¿sabes? Como ves soy mucho más humilde que tú. Podría haberte dicho que soy el mismo Lugalbanda, lo cual no es menos fantástico que lo que tú me has contado sobre tu origen —declaró el anciano.

—Pero ¿qué haces aquí? Pareces muy viejo ya… ¿cuántos años tienes? —insistió Enkidu.

—¡Años! —murmuró el otro, mirando al vacío—. Sí, no lo había pensado. No sé cuántos años tengo, ni los que llevo viviendo aquí, ni me importa. Medir el tiempo es una manía tonta ¿no te parece?

Mientras hablaba, y con la mayor indiferencia, se acercó a la jaula y la abrió. Luego se volvió y siguió hurgando en la alacena, buscando algo para recoger lo que había caído al suelo. Enkidu, nuevamente desconcertado ante este gesto de confianza, salió lentamente de la jaula. Kei, entretanto, no paraba de hablar.

—El caso es —decía, aún de espaldas— que te encontré tumbado en la fuente cuando fui a por agua esta mañana y quedé bastante sorprendido ¡Ah, ya estás fuera! —dijo al ver que Enkidu estaba de pie, a su lado, sin saber qué hacer—. Toma, ayúdame a recoger los trocitos, si no nos destrozarán los pies.

Le alargó un cuenco. Enkidu se agachó tontamente y comenzó a recolectar los trozos esparcidos. Era la situación más estúpida con la que se había encontrado nunca.

—Pues te encontré —continuó Kei— y me dije: «he aquí un animal bien extraño»… ¡Oh, perdona! —se interrumpió, sonrojándose levemente—. No debes ofenderte. Yo entonces no sabía… que hablabas y todo eso. —Enkidu respondió con un gruñido de condescendencia—. El caso es que volví rápidamente a la cueva y preparé un somnífero para evitar que te despertaras durante el traslado.

—Pero —objetó Enkidu— ¿cómo pudiste arrastrarme hasta aquí? Pareces un poco flojo… y tú tampoco te molestes.

—¡Oh, adoro la educación! —sentenció muy contento el anacoreta—. Descuida, no me molestaré… Bueno, la verdad es que utilicé… ejem, animales de tiro.

—Entonces —preguntó— ¿me arrastraste como un paquete por entre las piedras?

—Ten en cuenta —se defendió Kei— que yo creía que eras… En fin, lo siento mucho. Te ofrezco a cambio un poco de leche.

El excautivo aceptó, pero entonces el viejo le entregó una escudilla y le dijo alegremente:

—A la salida hay una cabra. Ya puedes ordeñarla.

Salió, pues, al exterior, donde un sol radiante iluminaba el claro del bosquecillo de chopos. No muy lejos, se escuchaba el agradable murmullo del agua y por los alrededores deambulaban una cabra y algunas gallinas. Pero ni rastro de caballos u otros animales de tiro.

Tomó la cabra y se puso a ordeñarla, mientras trataba de decidir qué debía pensar de aquel pintoresco anciano. Se había tomado demasiadas molestias metiéndolo en la jaula para ahora dejarlo salir con total naturalidad. A fin de cuentas, no parecía mala persona, sólo un poco loco. Quizás podría ser un compañero ideal para él, un regalo del destino para combatir la soledad y la pena. Por sus palabras, parecía como si hubiera decidido ya que se quedara.

Pero la estridente voz del viejo volvió a interrumpir sus pensamientos.

—¡Enkidu…! —Se escuchó desde el interior.

—¿Qué quieres? —contestó éste.

—Oye, a propósito de tu amigo, ese rey de no sé dónde…

—¿Qué…?

—No creo que esté muerto.

Lo primero que se oyó a continuación fue el alarido de la cabra, pues las manos de Enkidu, al crisparse en sus ubres, casi las estrangulan. Entonces se precipitó hacia la cueva, mientras el pobre animal corría espantado.

—¿Qué es lo que dices? —gritó con los ojos desencajados.

—Si no me equivoco —empezó Kei, con exasperante parsimonia—, debe estar en una especie de duermevela cercana a la catalepsia, y aunque su cuerpo está petrificado, su mente sigue discerniendo y, desde luego, vive.

Enkidu sintió que la ira le hacía perder los nervios, y de un tremendo puñetazo partió en dos la rústica mesita del anacoreta.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —rugió como un volcán.

—Pues porque no me lo habías preguntado, naturalmente —respondió Kei con voz airada—. Pero no te alegres. El castigo de los dioses por transgredir sus leyes es peor que la misma muerte. Ese estado es… una tortura permanente.

Enkidu escrutó los rasgos del anciano a la búsqueda de un gesto de optimismo, algo que le diera fuerzas para luchar, alguna esperanza. Por alguna razón, sospechaba que el viejo sabía mucho más de lo que decía.

—¿No se puede hacer nada? —preguntó al cabo.

—Pues… sí, aunque es prácticamente imposible. Te lo puedo explicar pero…

—¡Apresúrate! —bramó Enkidu, cercenando lo que temía se convirtiera en una nueva andanada de frases sin sentido.

Pero Kei lo miró severamente, como rechazando ser dominado, y respondió con adustez.

—No, no me puedo apresurar, y además no es tarea fácil… Por lo que me has contado —dijo, después de dejar pasar un desafiante silencio—, parece que ese fuego lo fascinó. Para reanimarlo hay que utilizar la magia.

—¿Conoces tú acaso algún conjuro que pueda ser útil? —inquirió el excitado Enkidu.

—Ningún conjuro sirve para eso… pero hay una manera —empezó a comentar el anciano, con tono de complicidad—… Escucha, de entre esos demonios negros, uno es más poderoso que los demás. Por lo que me has contado, creo que es el que te atacó. Su nombre es Krath y es el jefe de los demonios guardianes. —Hizo una pausa y luego continuó—. Tú no pudiste fijarte, pero las puntas de sus ondulados cuernos son dos pequeñas piedras negras. Estas piedras, llamadas en brujería Ythion, son en realidad huesecillos que se encuentran en la cabeza de ciertos reptiles que habitan bajo tierra, y tienen gran poder. Entre otros, el de desencantar a los hechizados por ese fuego[50].

Kei enmudeció y miró a Enkidu. Como si éste no acabara de darse cuenta de la situación, aclaró:

—Pero para conseguirlas tienes que matar a Krath y me parece una empresa demasiado aventurada para un mortal.

—¿Es eso todo? —preguntó Enkidu lacónicamente.

—Sí, desde luego —respondió Kei—. Sólo tendrías que cerrar en tu mano las dos piedras, de manera que se toquen, y aplicar el puño sobre la frente de ese Gilgamesh. Yo me puedo ocupar de todo lo demás desde aquí —añadió con una misteriosa sonrisa.

De pronto, Enkidu salió como una exhalación. Kei se asomó al exterior y lo vio internarse en el bosque de chopos mientras se colgaba a la espalda la pesada hacha de bronce que aún conservaba. Era como un espíritu de la guerra, como un viento vengador que pronto entonaría una canción de muerte entre sus enemigos, aunque esa muerte fuera la suya propia.

Mientras acariciaba el filo de su hacha, en camino de nuevo al funesto lugar, recordó Enkidu los hombres de piedra caídos junto a Gilgamesh, y consideró que quizá fuera llegado el momento de que un ficticio ejército tratase de burlar la vigilancia de los demonios.

oooOooo

Aguardó una vez más a que cayera la noche para acercarse a la colina, y sólo entonces abordó la ladera, amparado en las sombras. En primer lugar llegó hasta el vertedero de estatuas y las contó. Después se aproximó hasta la cima, donde los nueve demonios seguían reunidos. La siniestra figura de Krath, el portador de las piedras Ythion, se destacaba notoriamente de sus acólitos, y Enkidu sintió un escalofrío ancestral al recordar sus colmillos lacerando su espalda. Pero poseía un corazón valiente y, mientras clavaba su mirada en el terrible enemigo, cada fibra de su cuerpo se incorporaba pidiendo venganza y guerra.

Era imprescindible actuar con frialdad y preparar una buena tramoya. Bajó de nuevo hasta los hombres petrificados y comenzó a transportarlos, con enorme esfuerzo, colina abajo. Aún le desconcertaba la aparente facilidad con que podía desplazarse por la ladera sin ser detectado.

Le llevó casi toda la noche colocar cada estatua en su lugar. Cuando todo estuvo preparado se dirigió al núcleo principal de diez hombres de piedra, que había dispuesto en semicírculo en un lugar bien a la vista, y encendió un fuego entre ellos, de forma que pareciera que un grupo de exploradores hacía un alto en el camino. Le producía una extraña sensación pensar que tras la roca había mentes acaso despiertas. Hombres que, en una semiinsconciencia de siglos, lo verían afanarse y urdir sin comprender cuál era el plan. Y pensó que quizá, sólo quizá, un ímpetu de esperanza y de lucha se abriría paso, a través de la roca, en sus adormecidas conciencias.

Todo estaba dispuesto. El fuego ardía espectacularmente, y Enkidu, aún entre el círculo de falsos expedicionarios, comenzó a entonar una canción guerrera que aprendió en Uruk, mientras sus ojos estaban fijos en la cima de la colina. Pronto notó como la luz, allá en lo alto, oscilaba. Entonces corrió a esconderse en el refugio rocoso que había elegido cuidadosamente. Enseguida vio el temible glóbulo de luz fría elevarse algunos codos, como si creciera. Pero nunca hubiera sospechado la prodigiosa escena que siguió.

Mientras las fieras siluetas de los guardianes bajaban a toda prisa la pendiente, el fuego, multiplicado y terrible, cruzó el vacío en un silencioso instante, esclareciendo las tinieblas y transformando la noche en un escenario como soñado, con la misma luz que provoca el estallido de un rayo. Después, con un breve y espantoso rugido, el espíritu de Inanna dio una pasada mortal sobre el grupo de hombres de piedra, barriéndolos de claridad como si toda la furia de los dioses se volcara sobre ellos.

El fuego que brillaba en las nueve colinas rara vez descendía de las cumbres. Eran los demonios negros, por sí mismos, los que daban buena cuenta de los viajeros. Pero por alguna razón, los dingir inmortales parecían inquietos, como si la incursión de Gilgamesh los hubiera puesto en guardia, y por ello aquella ficticia expedición fue batida con ferocidad.

Después de su ataque, la luz osciló suavemente y ascendió. Su luminosidad remitió y todo pareció serenarse. Enkidu se había retrepado en su escondite y el corazón le galopaba en el pecho. Apenas podía reaccionar, pero alzó los ojos a la ladera, por donde saltaban velozmente, acercándose, los demonios negros.

En vanguardia corría Krath, y sus ojos eran dos gemas rojas que resplandecían de ira. Aún había una gran luminosidad en el cielo y por eso la acción de Enkidu tenía que ser desesperada. Se arrastró hasta unos arbustos situados en el camino de su enemigo, y esperó, con el hacha presta.

Krath ya estaba muy cerca. Enkidu tentó por última vez la empuñadura de su arma. Sabía que no podía concederse ni un milímetro de error. Todos sus sentidos estaban atentos, y hasta le parecía oír los latidos del corazón de su enemigo. Éste cruzó finalmente los matorrales y lo último que oyó fue un alarido desgarrador, el más fiero grito guerrero que pudiera escucharse. Y sus ojos de pronto ya no vieron más que una tiniebla permanente, porque el bronce reluciente de una hacha forjada en una ciudad lejana había cercenado su cuello en un solo instante.

El cuerpo decapitado aún siguió corriendo unos pasos, como poseído por una rabia sobrenatural, para caer finalmente de bruces a los pies mismos de los hombres de piedra. Del cuello seccionado manaba una sangre oscura y viscosa.

Enkidu suspiró. Había vencido, al menos de momento. Pero le urgía recuperar la cabeza. La buscó entre los peñascos y, tomándola en sus manos, de otro brutal golpe de hacha seccionó las dos piedras Ythion.

Quiso correr hacia Gilgamesh, pero dos de los demonios restantes se abalanzaron en el último instante sobre su espalda, buscándole como lobos la yugular. Instintivamente, apretó en su mano los dos talismanes y su fuerza se multiplicó prodigiosamente. Lanzó un rugido y se sacudió a los enemigos.

Sin embargo, tres demonios más volvieron a atacarlo por detrás, en tanto que un cuarto lo abordaba de frente y los otros dos, reponiéndose de su confusión, volvían furiosamente a la carga. Era como una manada de animales carniceros prendida de sus miembros, clavando sus garras y colmillos en cada espacio de su cuerpo. Una y otra vez, Enkidu los repelía, pero una y otra vez volvían sobre él, minando sus fuerzas poco a poco.

Se dio cuenta de que su única esperanza era Gilgamesh, y comenzó a caminar hacia él en un esfuerzo titánico. Su cuerpo de piedra estaba erguido a sólo unos metros, pero parecía inalcanzable. Enkidu estaba a punto de fracasar, y cada paso adelante le costaba un esfuerzo sobrehumano, arrastrando tras de sí aquella vorágine que lo sujetaba, lo empujaba contra el suelo y le abría millares de heridas por las que su vida se vaciaba. Sus miembros comenzaron a debilitarse y su mente se nubló.

En el fragor de la lucha, contempló fugazmente el rostro de granito de Gilgamesh, alumbrado por un fantasmagórico resplandor, insufriblemente estático, desvalido. Quizá percibía cuanto estaba ocurriendo y su alma estaba en tensión, esperando el momento en que la mano de Enkidu, investida del poder de las piedras Ythion, rozara al fin su frente.

Aquello le dio fuerzas para seguir forcejeando, para cubrir los últimos pasos y llegar, como un animal moribundo, hasta la figura impasible del compañero. Alargó su brazo sangrante, incesantemente mordido, lacerado por innumerables garras. Traspasó al fin el último vacío entre su mano y el rostro de Gilgamesh y, confiando en que el anciano Kei hubiera cumplido con su parte en el sortilegio, sus dedos abrazaron durante un breve instante el semblante de piedra. Una corriente de calor pareció trasladarse, a través de su mano, desde los amuletos negros a la roca.

Pero a continuación, Enkidu fue derribado. Había dado todo de sí en aquel último esfuerzo. Ya no poseía nada más. Los demonios multiplicaron sus rugidos en señal de victoria cuando el noble cuerpo cayó a tierra, y ya lo devoraban.

Entonces Gilgamesh abrió los ojos. Sus pupilas brillaron de vida, pero indicaban un tremendo distanciamiento, como si su mente aún hubiera de ser rescatada de profundos abismos. Enkidu tenía horribles heridas en el pecho, los costados y los brazos, y yacía a merced de un enemigo sanguinario. Se había preocupado demasiado de Krath, desconsiderando a los acólitos, y el error habría de costarle la vida si Gilgamesh no despertaba, si no recordaba.

Las mejillas del rey de Uruk tomaron color, sus brazos se movieron con desesperante lentitud. Pero su espíritu dormía aún en aquella mezcla de vigilia y sueño, y parecía luchar por recordar, por salir de la neblina.

—¡Gilgamesh…! ¡Despierta! —gritó Enkidu en un nuevo esfuerzo.

Su amigo lo miró, pero no acaba de entender. No comprendía aquella escena de violencia que se desarrollaba ante sus ojos, o bien aún no tenía el debido control de sus miembros.

—¡Gilgamesh… sálvame! ¡Soy Enkidu… recuerda!

—Enkidu… —murmuró Gilgamesh para sí.

Fue entonces cuando sus ojos se enrojecieron de ira y su espada se convirtió en un torbellino de muerte que dejó esparcir de pronto toda la cólera acumulada por su humillante captura y su prolongado cautiverio.

Cuando los seres negros volvieron la cabeza, estremecidos por el grito de guerra de Uruk, uno de ellos ya había muerto. La hoja de Gilgamesh le había destrozado el hombro, abriéndole limpiamente el pecho. De inmediato, los demás olvidaron a un Enkidu casi agonizante para atacar al nuevo enemigo, pero su intento fue inútil, porque el guerrero revivido era un incontenible torrente de mandobles que pronto cercenaron un par de brazos, cuyos dueños se desangraron rápidamente y murieron.

Pero un demonio atacó con inusitada rapidez, y de un zarpazo arrancó la espada de su mano. Fue el momento que aprovecharon los otros dos para abalanzarse sobre él como habían hecho con Enkidu.

Sólo entonces una voz nueva y fuerte se escuchó a sus espaldas.

—¡Venid! ¡Venid aquí, malditos! —gritó desafiante un joven guerrero, que empuñaba un arco apostado en las cercanas peñas.

Enkidu, incluso en su mal estado, no había perdido el tiempo. Cuando quedó libre, se arrastró hasta otra figura de piedra y utilizó la magia de las piedras negras. El joven arquero vuelto a la vida no cruzó palabras con él y supo instintivamente a quien combatir, corriendo a retar a los demonios, mientras su salvador desfallecía al fin.

La cautividad no había echado a perder su puntería. Cuando el primer demonio volvió la cabeza ante sus gritos, una flecha le atravesó certeramente el cuello. Fue suficiente para que Gilgamesh se incorporase y recuperase su espada.

Los dos enemigos que aún quedaban vivos se sintieron atrapados y, tras intercambiar una mirada de temor, huyeron despavoridos por el margen de la colina. El joven arquero, como Gilgamesh, los miró lleno de alivio y murmuró:

—No quisiera ser uno de ellos, jamás escaparán de Inanna y su hermana Ereshkigal, vayan donde vayan.

Se sonrieron. Habían renacido luchando, en plena venganza. Un poco más lejos, Enkidu sonrió también. Habían vencido. Gilgamesh se acercó, conmovido, para abrazar al hermano.

Pero de pronto éste notó una vibración en la luz y sintió que el terror paralizaba su corazón. La celosa diosa de la guerra aún no los había olvidado. Enkidu miró al cielo y vio cómo el fuego se disponía a descender sobre ellos. Era triste haber luchado tanto para morir de aquella manera, en completo desamparo ante la majestad de los dioses.

Olvidó sus heridas, lo olvidó todo. Se incorporó como un sonámbulo y corrió hacia los otros dos, al tiempo que el fuego se acercaba.

—¡No miréis! ¡No miréis a la luz! —gritó con voz fatigada.

Entonces, como la ira de todos los dioses reunidos, como una tormenta de odio universal, un relámpago de luz blanca los atravesó. Pero Enkidu había conseguido abatir en tierra a sus compañeros con los ojos pegados al suelo, protegiéndolos con su cuerpo mientras apretaba fuertemente en sus manos los dos talismanes unidos.

La claridad cesó y sus ojos se abrieron. Miraron al cielo, pero no descubrieron más luz que el límpido brillo de miles de constelaciones que resplandecían en los ámbitos celestes. Y en aquella amplia paz de espacios silenciosos, se regocijaron ante la maravilla de estar vivos[51].