CAPÍTULO VIII
«De la propia suerte que saber, también dudar es meritorio».
Dante
Los hijos de Egione
Hacia el oeste el desierto cambiaba de aspecto continuamente. Atravesó distintas regiones y, en algunas de ellas, pequeñas colinas oscuras despuntaban sobre la arena ocre como cúpulas de templos enterrados. Después, todo el suelo se oscureció y en las cimas de las dunas sobresalían escarpes agudos como agujas que apuntaran al cielo. A veces dejó atrás pequeñas cordilleras pizarrosas donde todo era gris y recorrió también angostos desfiladeros en cuyo fondo yacían miles de esquirlas de roca desnuda que durante siglos se habían ido desprendiendo de las paredes. Finalmente, los espinos y otros arbustos volvieron a aparecer. El desierto se humanizaba poco a poco.
Aquella mañana circulaba por un paisaje singular. Sobre una llanura de arena blanquecina descansaban algunos peñascos diseminados. El sol parecía volcarse sobre ellos y la negrura de sus sombras sobre la tierra era impenetrable. El lugar era bien extraño, pues los gálayos desnudos parecían haber sido abandonados allí de forma intencionada. No eran afloramientos de colinas enterradas ni había escarpaduras cercanas de las que pudieran haber caído. Eran como gigantescas e informes piezas de ajedrez dispersas en la llanura.
Al pasar junto a uno de estos riscos, algo lo sobresaltó. Amparado en su sombra había un hombre. Estaba inmóvil, sentado en la arena y con la espalda reclinada en la roca. La repentina visión hizo a Gilgamesh dar un salto atrás y ponerse en guardia.
El hombre no se movió. Parecía un fantasma en su quietud y en su silencio. Su cabeza estaba casi completamente cubierta por un turbante negro. Vestía una túnica blanca hasta los pies pero no había armas en su cintura ni a su alrededor. El sol arrancó un destello mortal en la espada de plata, que Gilgamesh seguía blandiendo en un gesto defensivo, en tanto el hombre se limitaba a contemplarlo con sus ojos enrojecidos por las tormentas de arena.
—¿Quién eres? —clamó el ishakku con voz más bien asustada. El extraño no entendía el sumerio, pero comprendió el significado de la pregunta.
—Soy un poeta —respondió con voz juvenil.
Su lengua era extraña, pero el hijo de Lugalbanda comprendió al instante, maravillándose una vez más del don que los dioses le hablan entregado a su nacimiento.
El hombre le alargó una cantimplora y sus ojos expresaron una ráfaga de repentina cordialidad. No sin cautela, Gilgamesh se acercó a él, tomó el recipiente y bajó la guardia. Después bebió. Era la primera vez en mucho tiempo que bebía agua sin barro disuelto.
—Soy un viajero —manifestó entonces en la propia lengua de su interlocutor—… mi nombre es Gilgamesh.
Los ojos del hombre mostraron ahora un profundo asombro.
—El mío es Sib… Pero dime ¿Cómo conoces mi lengua? ¿Has vivido en Egione? —preguntó frunciendo el ceño.
—No. —Respondió Gilgamesh—. Un… un viejo maestro me enseñó tu idioma…
—¿De dónde vienes, entonces? —volvió a interrogar Sib, con más curiosidad que desconfianza.
—Vengo del lejano oeste.
—¿Del oeste…? ¿De la Muerte Blanca? ¡No es posible! ¡Ése es el fin del mundo! —exclamó desconcertado el poeta.
Sin saber por qué, Gilgamesh sintió una repentina tranquilidad. Se sorprendió de conservar aún la espada en su mano. La envainó y buscó un lugar en la sombra junto al habitante del desierto. Apoyó la espalda en la fresca piedra, como él, y dijo:
—Debes creerme.
Sib le dedicó una larga mirada, al cabo de la cual murmuró:
—Te creo.
Gilgamesh evocó el tiempo, no muy lejano, en que él mismo había considerado que el fin del mundo se encontraba en aquel estrecho de aguas negras. Ahora una distancia infinita lo separaba de Uruk y de sus gentes y nada había tan real como aquel joven de ojos enrojecidos que desconocía la existencia de la bendita tierra de Kalam.
Los dos quedaron en silencio, codo a codo, dejando sus miradas vagar libremente por el paisaje mineral y agrio. Su entendimiento parecía perfecto y su encuentro había sido tan natural como el de dos somnolientos pastores del país de Sumer en una tarde cualquiera. Por un instante, la tragedia se desvaneció del corazón de Gilgamesh y se vio a sí mismo y a su compañero igual que a dos hombres sencillos que mutuamente se consuelan ante la inclemencia del universo.
Al cabo de un buen rato se dirigió otra vez a su nuevo amigo.
—¿Qué hace un poeta en este desierto? —preguntó.
Sib dejó pasar un tiempo antes de contestar. La respuesta no parecía demasiado evidente. Después dijo con vehemencia, sin apartar los ojos de un punto indeterminado del firmamento:
—Es mi patria.
El sumerio no acabó de comprender. Tomó un puñado de arena en su mano y la esparció en el viento.
—¿Esto es tu patria? —preguntó, señalando al polvo que huía.
El poeta lo miró como si contemplara a un espectro. Estaba claro que la pregunta había tenido poco tacto. Hundió los dedos en la arena como acariciándola y declaró:
—Esto… es sagrado. —Calló y aguardó una respuesta, pero ésta no vino. Gilgamesh aún estaba haciendo un esfuerzo por comprender, así que el poeta continuó—: No comparto la fiebre guerrera de Ketra ni me importan gran cosa las fronteras, pero comparto con él y todos los demás la devoción por estas arenas donde nuestras madres nos dieron a luz. Quizá tu propia cuna fue un vergel y esto te parece hostil… pero los hijos de Egione amamos nuestro país aunque su paisaje sea de rocas desnudas y su suelo estéril.
—Pero ¿de qué país hablas? ¿Dónde está la gente? —preguntó Gilgamesh, desorientado.
—Los ojos que ven peor son los que no están adiestrados para mirar —respondió el poeta—. Por la ruta que traes aseguraría que has pasado por el centro mismo de una ciudad.
Gilgamesh negó con una sonrisa insinuada. Por supuesto que no había atravesado más que paisajes vacíos y abandonados.
—Tendría que ser una ciudad invisible… —comentó.
—Sí —añadió el otro—, invisible para los extranjeros.
Gilgamesh no lo creyó. No estaba tan afectado por el calor como para haber dejado de advertir una ciudad en su camino, aunque estuviera lejana. Tampoco creía que existieran ciudades invisibles, aunque no había entendido del todo la última frase de Sib. Éste, advirtiendo su desorientación, hizo un gesto expresivo y dijo:
—Lo comprobarás. Hay más ciudades parecidas.
Entonces se levantó y silbó. Gilgamesh se levantó también y pudo ver que de la sombra de una de las rocas vecinas se alzaba un enorme camello. Juntos montaron en la gran cabalgadura y siguieron viaje hacia las misteriosas urbes invisibles, que aguardaban a la sombra de la impresionante cordillera que había empezado a divisarse a lo lejos.
Al cabo de dos días llegaron a un lugar donde la tierra era más oscura. A lo lejos resplandecía la nieve de las montañas Shaar, que yacían heladas hacia el norte, como el cadáver petrificado de un gigante cubierto de escarcha que aislaba el desierto y cerraba el paso a las comarcas septentrionales.
Pero en primer término, terriblemente nítido contra el fondo de lejana blancura, se elevaba un humilde promontorio coronado por una especie de atrio circular, ruinoso y solemne. Era como un mirador instalado en la cima y estaba construido con grandes bloques de piedra tallada del mismo color grisáceo que la colina misma, de manera que parecía formar parte en ella.
El lugar parecía desolado. Por la ladera surcada de cárcavas discurría pesadamente un camino apenas marcado que a media altura enlazaba con las escalinatas que le salían al paso.
Gilgamesh sintió una repentina congoja y como para corroborar sus sentimientos, una ráfaga de viento, que le pareció majestuosa y llena de misterio, barrió de repente la llanura.
—¿Qué es eso? —preguntó.
El poeta tenía la mirada prendida en el lugar y, sin apartarla, contestó:
—Es una torre de silencio.
Gilgamesh lo miró inquisitivamente, aguardando una ampliación de la respuesta. Sib lo advirtió y añadió:
—Allí dejamos descansar a nuestros muertos. Los sacerdotes de Egione aseguran que nos aguarda otra vida después de morir. Esta vida discurre en un lugar indeterminado del cielo, entre los grandes dioses. Y para que el alma ascienda hasta allá es necesario que sea transportada por los buitres… Cuando alguien muere, su cuerpo es trasladado a una de estas torres, siempre situadas en lugares apartados, y al cabo de un tiempo los familiares vuelven para enterrar los huesos ya descarnados. Entonces se sabe con certeza que su espíritu está morando junto a Shelon, el dueño del rayo[69].
—¿Quién… quién es…?
—El padre de los dioses… el señor de la vida y de la muerte. —Explicó Sib con voz rutinaria.
El rey de Uruk dudó un instante.
—¿No habéis oído hablar de… Enlil? —titubeó.
—¿Enlil? —repitió Sib, tratando de hacer memoria—. No, nunca. ¿Quién es?
—No importa… ¿Y del Kur? ¿No creéis en una mansión bajo la tierra en donde viven los muertos…?
—¡Claro que no! ¡Qué idea más absurda! Ya te he dicho que nuestros sacerdotes hablan de un paraíso en el cielo.
Gilgamesh no hizo más comentarios, pero las conclusiones que iba obteniendo no hacían más que embrollar su mente. En Sumer había trabado contacto con gentes de distintas religiones, como los nómadas del norte o los habitantes de las montañas de Ashan, en el oeste. Pero las diferencias entre los credos de todas ellas eran moderadas y en muchas ocasiones sus divinidades sólo se diferenciaban en el nombre, como Utu, el dios solar, llamado Shamash por los pastores nómadas. En cambio ¿quién podía ser ese misterioso Shelon, dueño del rayo, que recibía las almas de sus fieles en una morada celestial? ¿Qué tendría que decir Anu, el dios sumerio del cielo, de todo ello?
Ocasionalmente, algunas ráfagas de viento volvían a soplar y se dispersaban por lugares remotos. Arbustos arrancados por ventiscas más poderosas rodaban por la llanura. Pero el susurro de aquel aire cálido no hacía más que resaltar, cuando cesaba, el silencio oceánico que parecía manar del suelo y envolver cada rama de espino, cada piedra del desierto.
—¿Qué hacéis con vuestros muertos? —pregunto Sib de improviso.
Gilgamesh se sobresaltó.
—Los… los enterramos —musitó.
El poeta pareció sonreír bajo su turbante y contestó con una voz sin inflexiones:
—Quizá entregarlos a los buitres sea ofensivo para ti, pero para los hijos de Egione es más ofensivo contaminar la tierra. El fuego, la tierra y el agua son sagrados y no deben ser ensuciados por las impurezas de los cadáveres. Traemos a los muertos a esas torres y en poco tiempo desaparecen. Los huesos están limpios y ya no ofenden a la tierra.
La tranquilidad huyó de Gilgamesh. Trató de imaginar los insólitos rituales funerarios que se habrían celebrado en aquel promontorio gris y fijó nuevamente sus ojos en la piedra toscamente labrada y en los escalones que conducían a la torre. Después los pasó por la abrumadora cordillera y por el llano desolado que acababan de recorrer. Y se sintió perdido en un laberinto interior. Tan perdido que de pronto necesitó arroparse en alguien, y buscó cobijo en aquellos ojos enrojecidos y aquella voz sincera y sentimental.
—Escucha Sib —dijo con el rostro convulso—. No me siento con fuerzas para ocultarte mis intenciones y el motivo de mi viaje. Soy el rey de una ciudad lejana que prospera tras sus murallas, llamada Uruk… Me exilié de allí cuando me transformé en enemigo de los dioses.
El hombre del desierto lo miró sorprendido.
—¿Por qué?
—Porque busco la inmortalidad.
Silencio. Ráfagas de viento a ras de tierra.
—Es lo más extraordinario que había escuchado nunca —contestó al fin el poeta, con inesperado sosiego, con encantadora comprensión—. Y sin embargo, no creo que estés loco. Solamente angustiado.
Gilgamesh asintió con la cabeza, incapaz de hablar. Le parecía maravilloso ser comprendido por aquel hijo de un desierto ardiente del que apenas conocía otra cosa que sus ojos, pues el resto de rostro seguía oculto bajo el turbante.
Pero ahora aquellos ojos se ensombrecían y expresaban desconcierto.
—¿Qué ocurre? —preguntó el sumerio.
—Creo que eres sincero —respondió el poeta con un tono más bien amargo—, pero creo al mismo tiempo que luchas contra espectros y que persigues una quimera inexistente.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
Sib suspiró profundamente y respondió en un lamento:
—No creo en ellos.
Evidentemente se refería a los dioses. Las facciones del rey sumerio adquirieron de pronto una expresión de dureza.
—¿Cómo es eso posible? —interrogó.
—Te he hablado de Shelon, el padre de los dioses de Egione, y de la vida eterna. Pero es el dios del que hablan sin parar los sacerdotes y la vida en la que creen mis compatriotas, sin que yo pueda compartir esa fe. La misma inmortalidad que tú persigues en vida me parece una idea poco consistente, aunque hermosa… Creo en la pureza del aire, del fuego y del agua, pero por sí, y no por la imposición de unos diosecillos o las palabras de un sacerdote que murió hace siglos. Creo en la bondad y en la belleza, pero ésta es una virtud terrena que no necesita sanción de los que están más allá, porque más allá no hay nada en absoluto… Si soy bueno no es porque espere un premio al morir, sino porque los seres humanos me inspiran compasión.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué no crees en los dioses? —insistió Gilgamesh.
—Nunca he visto ninguno —respondió el poeta con una llaneza que recordaba al mismo Enkidu.
—¿Y el mundo? Ellos lo crearon… —protestó el ishakku.
—Eso dicen —repuso el otro escuetamente, como si no quisiera tomarse la molestia de rebatir una vez más argumentos que demasiado a menudo le hubieran sido opuestos.
Avanzaron un poco más y el paisaje volvió a cambiar. La arena escaseaba, el suelo se hacía más firme y la temperatura algo más soportable. Los dos viajeros conversaban incesantemente, disfrutando de su mutua compañía. El rey de Uruk habló de su ciudad de amplios mercados y de la entrañable amistad de Enkidu, omitiendo la discreción que Kei le había aconsejado. Sib, el poeta del desierto, explicó la forma de vivir de los hijos de Egione, cómo gustaban en llamarse los nómadas de aquella tierra, y de las convulsiones políticas que la sacudían. Pero la referencia a una persona era constante en sus narraciones: Ketra, el monarca de las arenas, el rey de los orgullosos pastores del desierto.
—Mi pueblo se ha vuelto loco en manos de ese hombre —decía Sib—. En el transcurso de unos años ha conseguido que las tribus dispersas se agrupen y ha introducido el fervor nacional en el corazón de cada uno. Ha transformado a los pastores en soldados, les ha impuesto una disciplina fiera en contra de sus costumbres individualistas y les ha hecho perder la cabeza hablándoles siempre de guerra.
—¿Guerra? ¿Contra quién? —preguntó Gilgamesh.
—Contra Magoor, el imperio que se extiende tras las montañas Shaar —respondió el poeta y añadió melancólicamente—: Ellos tienen lo que nosotros nunca hemos tenido. Ellos son ricos, nosotros pobres. Ellos tienen una tierra hermosa, nosotros sólo arena. Ellos gobiernan un extenso imperio y nosotros no sabemos más que de cabras y ovejas.
—Entonces ¿cómo espera ese hombre triunfar? —comentó Gilgamesh.
—Magoor lo tiene todo —explicó Sib— menos la juventud. Es un imperio muy antiguo y parece estar en plena decadencia. El lujo aflojó hace ya tiempo los músculos de sus soldados y los nuestros son aguerridos e intrépidos. Derribar su portentoso poder parece posible, pero inútil y costoso. Ketra piensa en la victoria pero yo imagino el llanto de las madres a las que nada podrá devolverles sus hijos muertos. Él sueña con regalar a los hijos de Egione las fértiles praderas y los bosques umbríos del norte y yo en cambio desconozco qué puede hacer allá un hombre del desierto y sospecho que los que se instalen en Magoor siempre añorarán las llanuras doradas.
Sib detuvo su cabalgadura y miró a su alrededor. Después esbozó un gesto como para que Gilgamesh mirara también. Éste lo hizo, sin comprender, pues en el entorno no había nada digno de mención.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Estamos en Parnu —respondió el poeta con un gesto de triunfo—. Es una ciudad.
El contrariado Gilgamesh volvió a escrutar el paisaje sin encontrar rastro alguno que aseverase las palabras de su compañero, e hizo un ademán de desconcierto.
—Vamos —declaró Sib al fin, dirigiendo su camello hacia un punto indeterminado.
Cabalgaron hasta una fosa cuadrada de grandes dimensiones. Cuando se asomó, Gilgamesh quedó atónito. A escasa profundidad y unido a la superficie por escaleras talladas en la arenisca, discurría el piso de una especie de patio donde los niños jugaban. La escena era tan hogareña que apenas lo podía creer.
—Hay decenas de fosas como ésta —aclaró orgullosamente el poeta—. No son visibles excepto cuando se pasa muy cerca y, naturalmente, cuando el humo denuncia que se está usando la cocina.
—¿Por qué las construís así? —preguntó Gilgamesh.
—Son muy útiles contra el calor, las tormentas de arena y los enemigos —replicó Sib, y añadió—: ven, bajemos.
Cuando se encontró propiamente en el interior, Gilgamesh pudo dar rienda suelta a su admiración contemplando los detalles de la curiosa estancia. En ella se abrían tres puertas, que sin duda conducían a dependencias interiores. Las tres estaban marcadas por franjas de cal blanca rematadas de guirnaldas, espirales y cruces. El blanco resplandecía sobre la roca rojiza y le decoración denotaba gusto y alegría de vivir.
También había hornacinas pintadas de igual manera y sobre ellas una maraña de pequeños útiles domésticos, sobre todo cuencos de cerámica muy usados. En vasijas mayores se almacenaba el agua potable. En el centro había una mesa con un poco de mijo a medio cortar y en uno de los rincones a la sombra dormitaba una anciana echada sobre un jergón cubierto de esteras.
Era la abuela de los niños, según explicó Sib. Todos los brazos útiles se hallaban en las estribaciones montañosas buscando algo de pasto para el ganado y recolectando vegetales.
La mujer se alegró mucho de recibir al poeta, quien le dirigió frases familiares y presentó a Gilgamesh como un viajero ordinario, solicitando para los dos un pequeño refrigerio. Pero no era necesario pues para los pastores de Egione representaba un título de orgullo halagar al huésped, aún a despecho de la misma economía familiar.
Cuando la mujer desapareció para prepararlo todo, Sib se dirigió a Gilgamesh con un tono de lejana complicidad.
—Comeremos y pasaremos la noche aquí —dijo—… Hay una historia que deberías conocer, porque en cierto sentido se parece a la tuya. Esta noche, cuando todos hayan regresado, animaré a la abuela para que la cuente…, quizá te sirva de algo.
Gilgamesh quedó intrigado, pero no preguntó más. Comieron bajo la dulce mirada de la anciana y después visitaron el interior de la casa, donde la temperatura era agradable, y recorrieron las calles subterráneas que, a escasa distancia de la superficie, unían unas viviendas con otras. En la techumbre figuraban a espacios regulares oquedades que aseguraban la iluminación, y había lámparas de aceite preparadas para la noche. A través de estas galerías se podía establecer una cómoda comunicación sin necesidad de salir al tórrido exterior y, según explicaciones de Sib, en ciudades mayores había un permanente discurrir de gentes e incluso alegres mercados llenos de bullicio.
Al atardecer llegaron los hombres y las mujeres de la casa. Eran gente vital y trabajadora y saludaron con efusión al poeta, que parecía ser un personaje popular en Parnu. Se encendieron las lámparas y disfrutaron de una agradable velada en la que unos y otros contaron anécdotas y comentaron la tensa situación política y los preparativos militares. Pronto muchos de ellos serían llamados a servir en el ejército. La invasión de Magoor era un hecho y aquello era una idea que los entristecía pero al mismo tiempo los excitaba, porque al parecer la propaganda belicista propiciada desde el poder había conquistado sus corazones.
Cuando llegó el momento oportuno, Sib tomó la palabra y, después de adular un poco a la abuela, le explicó que a Gilgamesh seguramente le gustaría oír la historia de la Piedra Resplandeciente. Dijo que en Parnu solamente ella sabía contarla bien y que, más aún, sólo ella la podía recitar tal y como estaba escrita en una de las paredes del templo principal de Saane, la capital. Parece que el redactor había sido el primer bardo que llegó del norte narrándola en los campamentos y que la historia se hizo tan popular que de esta manera los sacerdotes le dieron una especie de sanción religiosa. Por todas las apariencias, su importancia rebasaba con mucho la de un simple cuento, aunque en su origen había sido algo parecido.
La abuela agradeció la amabilidad de Sib, y se aclaró la garganta. Después comenzó diciendo:
—Se trata de una historia muy antigua, sobre hechos que ocurrieron hace unos mil o dos mil años, al decir de la gente que se ocupa de contar el tiempo. En aquella época, Magoor todavía estaba gobernada por la dinastía antigua, pero los hijos de Egione vivían igual que ahora, arrancando del desierto lo poco que éste les podía dar. Ocurrió que Sytna, una mujer de cincuenta años que vivía en la aldea de Pakhoi, hacia el este, decidió dejar su familia para hacer un viaje… He aquí lo que escribió aquel bardo sobre la piedra del templo:
Cuando las sombras oscurecieron el aire, Sytna, la hija de Tavoy Sakti, se hizo del manto azul de la noche y se marchó, buscando el horizonte, a recorrer los caminos con los pies desnudos, la mirada vehemente y la frente clara. Nadie en Pakhoi, la aldea durmiente, lo supo. Sólo los perros nocturnos que ladraban infinitamente a la luna. De las cumbres descendía la acostumbrada niebla mortecina y en el ambiente espectral avanzó su rostro de pálida tristeza.
Se hizo de los caminos que cruzaban como flechas las llanuras, se hizo del sol y del paisaje y su piel tomó el color del bronce. Cruzó las montañas Shaar y se internó en la tierra de Magoor. Como el rayo quebrado de una bandada de pájaros dejó atrás las estepas donde la mies crecía y el aroma de muchas tierras quedó prendido en su vestido.
Sus pies sangraban y su rostro era una muralla cerrada cuando llegó al refugio de Math, la hechicera que años atrás había sido expulsada de Egione y ahora vivía en las playas de la región de Bork. Un suave resplandor de llamas azules iluminaba el interior de la choza y se desprendía de sus toscas ventanucas. Más allá de toda duda, avanzó unos metros más entre la arena mojada y gritó:
—Math… Math…
Las luces oscilaron en la cabaña y algo se movió silenciosamente. Un bulto encorvado y macilento apareció en el umbral.
—¿Quién eres? —preguntó hoscamente la vieja—. Soy Sytna, la nieta de Sakti…
El rostro de la hechicera se conmovió, pues durante largo tiempo no había tenido noticia alguna de Egione.
—¡Sytna! —repitió—. ¿Qué te pasa, hija mía?
—No soy feliz —dijo en un lamento.
Los ojos de la bruja se quedaron fijos en los de la mujer viajera mientras el viento azotaba los rostros de las dos.
—Pasa y toma algo caliente —dijo con inicial desconcierto.
Una vez en el interior, Math le ofreció un tazón de leche y la interrogó:.
—Dime ¿qué crees que puedo hacer por ti?
—Puedes ayudarme a encontrar la felicidad —replicó Sytna resueltamente, sin la menor sombra de duda o debilidad.
—No, no… ¿Cómo podría ayudarte yo? Sólo soy una vieja.
—Sí, Math —la interrumpió Sytna—, por la amistad que te unió con mis abuelos… He oído hablar de un talismán.
—¿Un talismán? —repitió la bruja fingiendo no entender.
—Sí, la Piedra de Aradawc, la Piedra Resplandeciente.
Una sombra de temor atravesó el envejecido rostro. Ni recordaba siquiera la última vez que alguien se había atrevido a pronunciar semejante nombre en su presencia.
—¿Qué sabes tú de eso? ¡Contesta! —exigió con voz imperiosa.
—Nada —repuso Sytna—, sólo que tiene poderes… que quien la toca es feliz para siempre, pero nada más. Y quiero que tú me expliques…
—¿Y por qué habría de hacerlo? —objetó la irritada hechicera.
—Porque he abandonado a mi familia y buscaré el talismán por toda la tierra hasta encontrarlo o hasta caer muerta en el camino.
Math, la hechicera, tuvo aún un momento de duda. Pero la mirada suplicante de Sytna apelaba a sus últimos restos de benevolencia y su resolución la conmovió. Por eso, mientras la luz de la luna centelleaba sobre las olas del reflujo, su rostro ajado y convulso se acercó al de ella y le habló con voz susurrante del dragón, del Acertijo, de la búsqueda de los grandes héroes, como secretos que fue desgranando en la alta noche.
En la hora del alba, Sytna se marchó. Ya no caminaba errante, pues para llegar a la región montañosa de Garm Pesek, donde vivía el dragón Kull, le bastaba seguir a la gaviota que Math había dispuesto para que la guiara desde el aire. Y en esta seguridad pensó una vez más en sus hijos, a quienes había abandonado cuando consideró que estaban criados y en Rumnu, su esposo, al que durante treinta años había sido fiel y que en la madrugada de su fuga habría encontrado el lecho vacío. Aquellos seres a los que había entregado los mejores años de su vida, negándose a sí misma para satisfacerlos, cifrando su propia alegría en el bienestar de ellos. Treinta años era mucho tiempo. Siempre había estado aplazando su propia felicidad, esa chispa especial de alegría radiante, de humana plenitud, que huía siempre. Casi había olvidado que una vez fue una adolescente rebelde.
Pero todo aquello brotó de pronto, simple y poderosamente, como un manantial que devuelve el agua que la tierra ha retenido durante largo tiempo. Y en aquella noche vistió su alma de una juventud que ya no le correspondía para recuperar los años perdidos. La felicidad, la que no había encontrado en su matrimonio, estaba en alguna parte. En algún lugar del mundo se encontraba la Piedra Resplandeciente.
Al fin, la gaviota encantada se posó sobre un roquedal frente a la cueva de Kull, el dragón milenario que conocía el secreto de la Piedra. Sytna penetró en el sombrío túnel y, antes de que sus ojos se acostumbraran a la penumbra, apareció una forma rugiente. Todo su espíritu se estremeció de terror, y su alma de inquebrantable fe quizá dudó por primera vez.
—¿Qué busca una mujer aquí? ¿Qué quieres? —aulló el dragón.
Su voz consiguió hacerse audible en la densa atmósfera.
—Soy Sytna, hija de Tavoy Sakti, de la tierra de Egione, y me ha mandado aquí Math, la hechicera.
—Y ¿qué es lo que buscas? —insistió el dragón.
—La Piedra Resplandeciente.
Kull rió desagradablemente. Luego tronó:.
—Mujer ¿sabes lo que dices? Muchos han buscado ese tesoro y han perecido. Pero eran hombres… ¿Te das cuenta? Guerreros. Todos, todos se perdieron allí… Korb, el saltador de Escutari; Hag Dogav, que podía respirar nueve días y nueve noches bajo el agua; Elk y Elst, los nietos del rey de Magoor, a quienes ningún enemigo se podía oponer… Todos ellos desfallecieron y murieron, y ésta fue su última empresa.
—Sin embargo yo lo he de conseguir —insistió obstinadamente la mujer.
Entonces el dragón se irritó mucho más, porque desde tiempo inmemorial estaba obligado a dar una oportunidad a los arrojados y a someterlos al Acertijo. Así que tuvo que tragarse su ira y dijo:
—Adivina qué criatura es ésta:
En la pradera es más veloz que las gacelas y que el viento
y en la vida descalabra sin armas a los hombres.
Es un guerrero invisible anterior al Diluvio
y aún cuando los dioses desfallezcan, él permanecerá erguido.
El silencio recayó sobre la cueva, y Sytna meditó despacio. Sabía que su vida dependía de la respuesta, que el dragón devoraba a los que eran incapaces de resolver el Acertijo. Transcurrió una eternidad y ninguno de los dos habló ni se movió. Kull deseaba atacar de una vez, pero le estaba prohibido hasta que ella dieta una respuesta equivocada o se rindiera expresamente.
La estrellas giraron en el cielo antes de que los labios de la mujer se movieran para pronunciar una sola palabra:.
—El tiempo.
Los ojos del dragón se encendieron de ira, y se removió lleno de frustración. Pero aceptó su deber para quienes resolvían el Acertijo y cumplió una vez más lo que había sido ordenado.
—Está bien, mujer —dijo al cabo de un momento—. Entrarás en las Siete Estancias de la cueva y te enseñaré cómo luchar contra el Poseedor de la Piedra Resplandeciente. Aunque después, seguramente preferirías que nunca te hubiera instruido.
Sytna penetró en las profundidades y permaneció durante siete días y siete noches en las Estancias, escuchando las enseñanzas de Kull, que le otorgó el don de la sabiduría, transmitiéndole las enseñanzas de maestros tan antiguos que su nombre se perdió hace tiempo. Porque la batalla que había de librar contra el Poseedor no era a espada, sino a base de palabras y de saber, de igual manera que el mundo no era gobernado por los guerreros, aunque éstos, en su vanidad, así lo creían, sino por el conocimiento oculto de unos cuantos. A esto se debía que héroes endurecidos en todas las contiendas hubieran perecido en la lucha contra el Poseedor.
La última noche, Sytna preguntó al dragón:.
—Ya me has dicho todo cuanto me es necesario excepto la última cosa ¿quién es el Poseedor? ¿Es ese Aradawc del que oí hablar? ¿Y dónde podré encontrarlo?
—Has de buscar el norte —respondió el dragón—. En el último norte está la comarca de Aveth, donde la tierra acaba. En su último confín se alza, sobre una colina, la Ciudad Blanca, tallada en una sola pieza sobre una vera de mármol. Allí se levanta la Casa del Tiempo, donde vive el Poseedor, el mismo Aradawc, de quien nadie sabe gran cosa… ni siquiera yo, la Piedra Resplandeciente está guardada en esa casa. Ve y pídesela.
Al día siguiente, Sytna reanudó su peregrinar y entró en la comarca de Oudh, que era como un mar de pastizales en lo alto de los páramos, desde donde se divisaban las tierras resecas de los vallecillos, bordeados de extrañas formaciones de rocas, cruzó el Gran Mar y ganó los llanos de Ulaid, atravesando dificultosamente sus ciénagas hasta las selvas de la región de Ham, que recorrió también para ganar otros países cuyo nombre ni conocía ni conoció jamás. Y conforme ganaba el norte, ya no había grillos cantores ni las ranas croaban en los estanques. Sólo se escuchaba el apenado ulular del viento en los árboles cargados de lluvia. Las noches eran heladas, los días grises, el paisaje desamparado. A veces se cruzaba con el vuelo lento de algún ave misteriosa que le anunciaba que estaba entrando en un país de magia y sueño.
Finalmente divisó la Ciudad Blanca despuntando de la bruma. Sus luces parpadeaban a lo lejos, en medio de la fría luz de la aurora y a sus pies bullía el Mar Tenebroso.
Llegó a la colina y ascendió hasta las puertas de la ciudad. Era un lugar bien extraño. Los lagartos deslumbrados que buscaban el sol de algún día lúcido y las ratas que circulaban por los hogares abandonados eran la única compañía de los locos, los vagabundos y los magos que aún habitaban por entre aquellas callejas. Y sobre todos ellos gobernaba Aradawc, el Poseedor.
La Casa del Tiempo se alzó finalmente ante ella. Cruzó el umbral y respiró una atmósfera cargada que parecía robarle el sentido. Ascendió por una escalera central. Nadie salió a recibirla… nada se oía. Sus dedos se crispaban al abrir las puertas y apoyarse sobre los dinteles fríos. Comprobó que en las paredes de mármol no había juntas ni fisuras. En las habitaciones y en los largos pasillos colgaban lámparas de aceite que proyectaban una luz ambarina y enfermiza. El ambiente estaba lleno de algo parecido a niebla, pero que no era más que la misma pesadez del aire.
Al entrar en una estancia, el horror y el asco parecieron detenerle el corazón. Varios hombres de aspecto cadavérico estaban apilados a lo largo de las paredes. Algunos, muertos, llenando la habitación de un olor nauseabundo; otros parecían en un estado indeterminado entre la vida y la muerte. Sus ojos abiertos miraban al infinito, muy quietos, sin brillo ni expresión. Pero algo en sus rostros delataba un punto final de vida. Sus cuerpos yacían contra la pared, unos de pie, otros sentados, todos transportados como por un dulce sueño.
¿Qué extraño espectáculo era aquél? ¿Qué horrenda enfermedad había transformado a aquellos hombres hasta hacerles esperar así, en aquel estado de postración vegetal, la más inmunda y desesperante de las muertes?… ¿Qué maldad gobernaba aquel lugar?.
Sytna huyó como un animal asustado, pero nuevos cuerpos yacentes figuraban aquí y allá por todo el lugar. Y aquella figura de guerrero ¿no era la del mismo Korb, el saltador de Escutari?… ¿Y aquél otro de más allá, no era el famoso Hag Dogav, el héroe de tantas leyendas? Sus espadas, sus armas de guerra, yacían cerca de ellos y sus ojos denotaban el mismo sueño de enterrados en vida. No habían muerto buscando la Piedra Resplandeciente. Vivían, aunque de aquella manera. Allí estaban sus rostros, antaño de rasgos puros, juveniles y decidida marcialidad, cubiertos de cabellos blanquecinos, enflaquecidos y avejentados.
Continuó adelante, con el alma en vilo, hasta llegar a una dependencia lateral y humilde, cubierta de polvo y sin mobiliario. Un hombre meditaba sentado en el suelo, en el centro de un círculo blanco. A sus dos lados había sendos cirios encendidos.
Sytna entró y el hombre alzó levemente los ojos.
—Te esperaba —dijo brevemente, clavando su mirada en la de ella.
Sytna pareció dudar un momento. Aquél era el Poseedor. Tenía a un paso lo que tanto había buscado. Respiró anhelosamente y se sentó frente a él, a prudente distancia.
—Me llamo Sytna, y he venido de muy lejos y he recorrido muchas tierras hasta llegar a tu casa.
—¿Y qué es lo que buscas? —preguntó el Poseedor, cuyo semblante estaba permanentemente entristecido.
La mujer escuchó el zumbido de su corazón.
—Busco la felicidad —dijo secamente.
Las facciones de Aradawc se contrajeron en un leve y casi imperceptible movimiento de crispación y una centella de ira contenida se asomó a sus ojos. Había oído aquello demasiadas veces. Demasiados jóvenes habían malgastado su juventud en buscar la Piedra Resplandeciente.
—¿No eres feliz?… ¿No existe la felicidad en el mundo? —preguntó.
—No, nadie es feliz en la tierra —replicó ella con decisión—. Las vidas de los hombres son como un rosario de horas que los llevan a la muerte, un manojo de momentos de vigilia y sueño. Pero nadie se atreve a abandonar la mediocridad para buscar, como yo, la felicidad perfecta… Todos esperan… esperan siempre a que algo ocurra.
El Poseedor se dio cuenta de que la mujer había recibido las enseñanzas del dragón de Kull.
—Tú no has encontrado casualmente la Ciudad Blanca —dijo—, ni te han indicado este lugar los campesinos ni los salteadores de caminos.
—No —respondió Sytna—, Kull, el dragón de Garm Pesek, me indicó el camino.
Hubo un momento de silencio. El hombre sabía que Kull la había instruido en la Sabiduría Antigua y que le resultaría difícil convencerla de que renunciara a aquello que buscaba.
—En verdad —declaró parsimoniosamente— han girado innumerables veces las estrellas desde que contemplé un espíritu feliz. Era como un destello de luz en medio de los campos, como un águila que se remontara hacia el sol.
—Yo quiero ser como él —insistió la mujer—. Para eso dejé atrás a mi familia, a mis hijos, y me eché a los caminos hace mucho tiempo.
La luz de los cirios parpadeó, y la voz de hombre brotó suavemente.
—Te has echado a los caminos —dijo—, pero ignoras que todos los caminos conducen a tu interior… Te has empeñado en escuchar una dulce melodía en un jardín lejano y lo buscas por toda la tierra, sin darte cuenta de que la única música es la que fluye como un río dentro de ti… Escucha en tu interior… vete a tu aldea y encuentra a tu gente. Besa a tus hijos y olvídate de este mal sueño.
Sytna sintió una punzada de frustración, pues, a pesar de la dulzura de aquellas palabras, había en ellas un fondo de firmeza.
—Estás hablando de una ilusión —protestó airada—. La verdadera felicidad se esconde en esta casa…
Aradawc no pudo reprimir un gesto de impaciencia. Calló, miró al exterior por una especie de tragaluz y por primera vez se movió al pasarse una mano por la barbilla, como si discurriera o estuviera tomando en su interior una importante decisión. Después volvió el rostro a la mujer y manifestó:.
—No te das cuenta de lo que pides, mujer. Si conocieras el secreto de la Piedra Resplandeciente renunciarías a ella… Tú eres una hija de los hombres y fuiste creada para llevar una vida de tristeza y alegría… La pura felicidad sería para ti desalentadora.
Sytna calló. No la convencían sus argumentos.
—Lo que buscas es demasiado potente —insistió el Poseedor—. Los hijos de los hombres no pueden gozar de su plenitud. El poder de la Piedra Resplandeciente…
—¿Da la felicidad? —interrumpió ansiosamente la mujer.
—Otorga una suerte de felicidad… de felicidad absoluta, es cierto —admitió el Poseedor.
—¿Y cómo puedes reprocharme que te la pida? ¿Por qué me atemorizas? Tú, que eres sabio, sabes que nadie puede renunciar a buscar la felicidad total, que modela su vida entera persiguiendo esa luz lejana… Y si yo estoy ahora aquí es porque mi destino final era alcanzarla.
—Verdaderamente tu anhelo es grande, mujer —concedió Aradawc con voz benevolente—, pero… ¿Con qué derecho te crees a la Piedra Resplandeciente?
—Con el derecho que me dan mis pies desnudos sangrantes por toda la Tierra —respondió Sytna con aplastante resolución.
El Poseedor inclinó la cabeza hacia el suelo cubierto de polvo. La mujer estaba poseída por un instinto como educado en la persecución desmesurada de aquel estado de gracia y alegría. Al fin, hizo un gesto de asentimiento, y un hombre vestido de oscuro llevó la Piedra Resplandeciente a su presencia. Muchos de los personajes moribundos esparcidos por los pasillos, al advertir su resplandor, cobraron movimiento y quisieron frenéticamente tocarla, pero otros sirvientes vestidos con túnicas negras salieron de la oscuridad y los sujetaron sin contemplaciones.
La Piedra Resplandeciente fue depositada en el suelo, a los pies de Aradawc. La luz que emanaba de ella eclipsó la de los dos cirios y prestó apariencia sobrenatural a los rostros de los dos personajes.
—Si quieres puedes tocarla —musitó el hombre—. Eso será bastante.
Sytna, emocionada, avanzó su trémulo dedo índice hasta el talismán, y sin decir nada, lo rozó. Todo se disolvió entonces a su alrededor. Aquel universo de dolor ya no existía, ni estaba sobre el mundo Aradawc, ni la Casa del Tiempo, ni supo nunca más de su búsqueda ancestral, de su familia o de su aldea. La pena se fue haciendo paz en su interior, como un atardecer entre árboles corpulentos. Toda angustia, al fin, había desaparecido y ella era un ser eterno e inmortal, hecho de juventud radiante y sangre nueva, una niña que jugaba siempre, siempre, en una dulce paz de espacios silenciosos, bajo un sol que doraba sus cabellos.
Pero en algún otro universo, el miedo seguía existiendo. Y en un rincón al norte de aquel ancho lugar de pasiones había una mansión tenebrosa donde el rostro de Sytna de Pakhoi languideció para siempre en un éxtasis de eterna agonía, los ojos fijos en un ángulo del techo, entre las figuras arruinadas de Korb y Hag Dogav, los héroes de las leyendas y las canciones.
Al concluir el cuento, Gilgamesh permaneció silencioso. Después preguntó a la abuela:
—¿Qué significa?
La mujer habló con la seguridad del que no tiene dudas.
—Que la felicidad está en el interior, lo mismo que la infelicidad. Y que puedes llevar el infierno contigo allá donde vayas, incluso a la mansión divina.
oooOooo
A la mañana siguiente, Gilgamesh y Sib partieron muy temprano y en pocas jornadas, después de atravesar y descansar en otras ciudades invisibles, avistaron la increíble Saane, la capital del desierto. Parecía haber brotado espontáneamente de un pasado de milenios, como un jardín de piedras y arenisca que crece de las entrañas de la tierra. Tan sólo la cúpula de su templo principal, de un azul desvaído, destacaba a semejanza de una joya cubierta de polvo del tono siena que lo llenaba todo. Las arenas, los muros y los edificios de la ciudad estaban como teñidos por una lluvia ocre. Al fondo, las montañas eran violáceas.
Pero fue el interior lo que más sorprendió a Gilgamesh. Nunca hubiera sospechado tal derroche de vida en aquella urbe apegada humildemente a la tierra, como aplastada por la majestad del desierto. Se trataba de una ciudad bulliciosa donde el paseante era continuamente asaltado por vendedores ambulantes de té que ofrecían una y otra vez sus servicios. El té era una bebida más segura que el agua sin hervir y calmaba mejor la sed, por lo que los hombres del desierto lo consumían en grandes cantidades.
A la entrada de las viviendas y también en las escasas zonas abiertas, las mujeres tejían laboriosamente mantas, gualdrapas, alfombras y todo tipo de prendas. Trabajaban en silencio, con sus grandes ojos negros fijos en su labor y la cabeza siempre inclinada sobre el telar. Sus manos inquietas continuamente desenredaban y ordenaban el hilo. Su imagen transmitía paz y sabor de hogar.
Pero el alma de Saane era su mercado, que hizo a Gilgamesh evocar con nostalgia los mercados de Uruk. Las calles que ocupaba estaban normalmente cubiertas con bóvedas de arcilla y bajo su agradable sombra se discutía incesantemente, se comparaban unos productos con otros y se cerraban tratos, en cuyo caso el comerciante expresaba su alegría tomando una cítara y cantando.
Allí se podía encontrar pulseras de plata y bronce, anillos, joyas, racimos de vidrios azules que servían como amuletos, botellas, vasijas y hasta pájaros exóticos traídos de los bosques de Magoor. Continuamente entraban y salían del mercado caravanas de camellos portando las alforjas repletas de productos y muy frecuentemente de hielo, que se arrancaba de las montañas Shaar y se transportaba envuelto en paja.
Las casas estaban construidas a escasa altura y apiñadas unas contra otras. Sus muros eran muy espesos y sus aberturas las indispensables. Las de los ricos estaban equipadas con unas torres, especie de chimeneas que funcionaban en sentido inverso, captando el menor soplo de la brisa y enviándolo a refrescar las estancias del interior. A veces se podía encontrar en recónditas plazas la maravilla de una acacia, pero la madera era tan escasa que se habían visto obligados a construir las techumbres a base de las bóvedas y cúpulas, idénticas a las dunas del desierto, que modelaban la extraña apariencia de lo que llamaban la segunda ciudad.
La segunda ciudad discurría sobre aquellas cúpulas que se sucedían en hileras y parecían extenderse entre un bosque de chimeneas. La ropa multicolor estaba allí tendida y los perros ociosos dormitaban. La gente subía cuando la fuerza del sol empezaba a remitir, para charlar o simplemente para gozar con un poco de espacio abierto.
Ésta era Saane, la capital de los pastores que conquistó el corazón de Gilgamesh. Éste gozó de la hospitalidad de sus gentes, que siempre le ofrecían lo mejor de sus casas, y pudo recorrer todos los rincones de la ciudad a su antojo, pero no le fue permitido entrar en los templos, en especial en el gran templo consagrado a la majestad del dios Shelon. Hubiera querido leer con sus propios ojos la inscripción que contenía aquella extraña historia de Sytna y la Piedra Resplandeciente, en la que aún no había dejado de pensar ¿Quién era Aradawc, del que nunca había oído palabra alguna? ¿Qué talismán era aquél, que sumía de por vida a los hombres en dulces sueños? Quizá todo aquello tuviera algo que ver con sus propias pesquisas.
—¿Qué sabes de esa leyenda que oímos en Parnu? —preguntó a Sib en las mismas puertas del templo prohibido.
—Poca cosa —respondió—… Parece que esa Ciudad Blanca de mármol lleva ardiendo mucho tiempo.
—¿Arde…? ¿Una ciudad de mármol? —repitió incrédulamente el sumerio.
—Dicen que no ha dejado de consumirse en el fuego desde hace cientos de años y que está encantada por los dioses, que tomaron a mal las prácticas que allí se llevaban a cabo —declaró el poeta—. Yo no lo creo, pero cuentan que repentinamente cayeron sobre ella y nunca más se volvió a saber del Poseedor ni de la Piedra Resplandeciente. —De pronto se interrumpió y miró a Gilgamesh con expresión de angustia, diciendo—: No vayas a ese lugar… Sea como sea, la ciudad está maldita y quienes se han acercado a ese fuego se arrojaron a él como hipnotizados o perdieron el juicio.
Sin embargo Gilgamesh, el rey rebelde, no pudo dejar de pensar en la ciudad castigada con el fuego eterno, ni librarse de la obsesión de que la historia de la Piedra Resplandeciente contenía un enigma que necesitaba resolver.
—¿Podré ver al rey? —preguntó de pronto, azuzado por la admiración que las continuas referencias de Sib habían depositado en su corazón.
—Sí, desde luego —contestó el poeta—, pero no aquí. Sólo viene de vez en cuando a la capital… La mayor parte de su tiempo la pasa en medio del desierto.
—¿Por qué hace eso? —preguntó Gilgamesh con ademán de asombro.
—Ketra mantiene una fuerza escogida llamada Lobos Grises —aclaró Sib—. Son especie de ascetas que rechazan las comodidades… y él es el más extremado asceta de todos. Ama las arenas, el calor ardiente y la soledad.
—Como tú… —murmuró Gilgamesh sin pensarlo.
El poeta de Egione sonrió tristemente y añadió:
—Sí… Igual que yo.
oooOooo
Durante el nuevo trayecto, Sib habló largamente acerca de la personalidad y las ambiciones del rey, pero sus palabras no eran nunca favorables, y pronunciaba su nombre con un lejano eco de rencor.
—Mi país era un país de hombres libres —decía—, pero la disciplina militar ha arruinado su libertad. En el pasado, los hijos de Egione iban y venían a placer por su tierra y ese rey los ha obligado a que obedezcan los gritos de los instructores militares. —Miró a Gilgamesh, como si estuviera hablando demasiado, pero le agradaba confiarse a él y continuó—: ¿Sabes? No hace mucho tiempo que existe la monarquía… y antes de su advenimiento todos éramos felices…
—¿Qué quieres insinuar con eso? —preguntó Gilgamesh, levantando de pronto la cabeza.
—Quiero decir —continuó el poeta con voz aplomada— que la monarquía no es necesaria, que el poder sólo sirve para aplastar a los hombres y aprovecharse de ellos, que los ideales de la guerra son mentira, y que la libertad ya nunca volverá a Egione. —Hizo una pausa, pero el sumerio estaba demasiado aturdido para responder, así que añadió, en un tono algo más suave—: Yo no odio a Magoor, no puedo odiarlo… en Eesti, la capital del imperio, muy cerca del palacio, hay un cementerio… es un cementerio de poetas. Ese pueblo es sensible, rinde culto a la belleza, no hay ningún otro cementerio en el centro de la ciudad. Pero Ketra me ordena odiarlos porque son ricos y nosotros no. Me gustaría visitar ese lugar y conversar en silencio con las almas de los difuntos, pero él seguramente lo destruirá por constituir un lugar de culto de nuestra religión.
—Sin embargo —protestó Gilgamesh con voz vacilante— la monarquía es necesaria para protegeros de los bandidos y de las invasiones.
Sib lo miró como a un espectro que se acaba de levantar de la tumba. Después dirigió una mirada a su alrededor y dijo irónicamente:
—Dime amigo ¿quién crees que querría conquistar esta tierra? Hasta el Imperio la rechazó como un baldío. En cuanto a los bandidos, todos somos miserablemente pobres.
Gilgamesh quedó pensativo. Después de un momento preguntó:
—¿Crees que algún día se suprimirá la monarquía?
—Nunca —respondió fulminantemente el poeta—. No hay camino de vuelta, porque el poder engolfa a los hombres… ¡Oh, no me refiero a Ketra! Él es honrado a su manera. Quiero decir que cree en las ideas que defiende y lleva adelante sus proyectos con honestidad, aunque esté equivocado. Pero no todos son como él, cualquiera de sus sucesores puede usar ese poder en su beneficio y sentir la tentación de tiranizar a su pueblo.
Estas palabras agriaron el corazón de Gilgamesh y le transportaron al tiempo en que él mismo, como algo sumamente natural, había convertido a Uruk de amplios mercados en una especie de propiedad particular y a sus gentes en muñecos con los que jugaba sin reparar ni remotamente en su dignidad. Aunque en su interior ya había condenado esa actitud, le resultó brutal escuchar las crudas palabras del poeta. Y sus ideas de honor y libertad individual le parecieron hermosas pero frágiles y nunca llegó a acabar de entenderlas.
—Hay muchas cosas en las que no crees —dijo después de un rato de silencio.
—Te escandalizarías de mí si llegaras hasta el fondo de mi conciencia y descubrieras todo aquello en lo que no creo —replicó el otro con aire meditativo.
—Entonces, si no crees en nada de lo que cree la gente común ¿No te sientes desgraciado?
—Dices bien —respondió el poeta, y en su voz había una expresión de trágico desaliento—. Mis convicciones producen soledad y me apena la angustia de no poseer dioses a los que confiarme. Es muy preferible la felicidad de quienes se sienten arropados y castigados por ellos, porque eso es abandonarse a una dulce infancia que dura toda la vida, y en cambio darse cuenta de que se está solo, aterra. Los hombres piadosos creen que cuando las nubes retumban el Dueño del Rayo está de mal humor y ha dado un puñetazo en su celestial mesa, quizá porque una de sus concubinas se ha acostado con otro dios… Yo miro al cielo y todo eso me parece tonto y no puedo hacer nada por creer. No puedo regresar a ese rebaño feliz del que me marché cuando tuve uso de razón… No es que no crea en nada. Puede que haya una presencia invisible y magnífica detrás de todo esto, algo digno de ser llamado padre. Pero es tan lejano, tan incierto… quizá si este espíritu puro se manifestara, si me hiciera una señal…
Gilgamesh no entendió. Muchas veces le acontecía que encontraba el pensamiento de su amigo demasiado sutil. Para devolver la conversación a su primitivo cauce, preguntó:
—En ese caso ¿qué esperas de la vida? ¿De qué obtienes satisfacción?
A Sib pareció encantarle la pregunta. Sus facciones se relajaron y su voz adquirió una inflexión imperiosa.
—La vida —dijo— es en sí misma bastante excitante. Ocurren cosas, se tienen experiencias, se sufre, se crece por dentro… No hay nada en la tierra comparable a la delicia de aprender… Por lo demás, de igual manera que la mayoría de los hombres ve dioses por todas partes, yo veo cosas invisibles a sus ojos. Es una especie de compensación. El color de las dunas donde el desierto se hace más áspero, hacia el sur, es de una pureza comparable a la majestad de todos sus dioses y hasta las tormentas de arena resultan hermosas si se las contempla con los ojos adecuados. También veo y extraigo todo lo que de bueno tiene el corazón de un hombre, y dejo que hasta los niños de pecho me enseñen a vivir. Todo esto es el pan de mi espíritu.
Gilgamesh meneó la cabeza y reflexionó durante otro momento. Después tomó la palabra y declaró:
—No es suficiente, Un hombre necesita el sueño de toda una vida, algo en lo que creer para mantenerse en pie, una meta a la que llegar. Lo he experimentado en mí. Yo tampoco soy religioso, no tengo ese consuelo, como tú lo llamarías, pero la búsqueda de la inmortalidad tensa mi persona cada día.
El poeta volvió a sonreír bajo el turbante negro y su mirada se hizo soñadora.
—Eso existe —murmuró simplemente.
El desorientado Gilgamesh reclamó con un expresivo gesto de sus ojos una ampliación de la respuesta.
—La gente piadosa tiene su devoción —empezó a decir el hombre del desierto, muy despacio, con un ligero temblor en la voz—, tú tienes esa inquietud extraordinaria por la inmortalidad… pero Sib, el poeta, posee también su sueño. —Se detuvo, impulsado por un repentino pudor, y al cabo de un momento continuó—: Algo que quisiera alcanzar y que algún día quizá me lance a los caminos como a ti, como a Sytna. Se trata del mar y de una mujer… Tú quizás hayas visto el mar. Yo nunca he tenido esa suerte pero a veces algún viajero extraviado me ha hablado de él y para mí se convirtió en un sueño hace ya mucho tiempo. Pero lo más extraordinario de todo es la doncella que habita en sus profundidades, Sirkka, que significa «Voz que canta». Ella es toda la poesía, una mujer de belleza sobrehumana cuya voz es igual que la música y que canta siempre, en soledad, la canción que habla de su origen y acerca de cómo se convirtió en un ser submarino. Dicen que la canción la compuso su primer y único amante, un poeta afortunado que cayó de la embarcación en la que navegaba y al que ella salvó de morir ahogado. Vivió junto a la prodigiosa mujer unos años, en la mayor felicidad, hasta que murió y su testamento fue esa larguísima canción que Sirkka repite tristemente una y otra vez… Quizá algún día pueda ir a buscarla.
Gilgamesh lo miró sin entenderlo, sumamente contrariado.
—¿Y cómo es que derramas toda tu fe en la existencia improbable de esa mujer y en cambio no te queda nada para los dioses? ¿Qué te indica que toda esa historia no es una fábula?
—Es una excelente pregunta, amigo —admitió el poeta y, después de dudar un instante, añadió—: Creo que lo más honesto es decirte, que lo ignoro… Sólo sé que siento esta fe en mis venas. No sé quién la puso ahí.
Gilgamesh se maravilló de las contradicciones de aquel personaje y aún habiéndose convertido en su amigo sincero, se convenció de que de él jamás podría salir nada coherente.
—¿Por qué no vas a buscarla? —preguntó intrépidamente.
—Hay deberes que me atan —respondió con expresión de reserva el poeta, dirigiendo su mirada al infinito.
oooOooo
Cuando el día se estaba consumiendo, se internaron en profundas gargantas que desembocan en un paraje aislado. Al fondo, en medio de la inmensidad de arena, divisaron a cuatro hombres que cazaban con halcones. Sostenían las aves sobre sus puños y hacían comentarios entre sí. La luz del sol tenía la propiedad rojiza de las últimas horas de la tarde y parecía quedarse prendada de sus túnicas blancas, prestándoles consistencia sanguinolenta. La luz alumbraba también los rostros cetrinos de los cuatro hombres, cuyos ojos parecían expresar una incontenible pasión al hablar de los halcones. Sib hizo un ademán expresivo señalando al grupo.
Gilgamesh nunca olvidaría, con el transcurso de los años, aquella imagen que resumía para él toda el alma de los hombres del desierto, y las flameantes vestiduras que el viento ondulaba en aquella hora serían uno de sus recuerdos más bellos.
Ya se aproximaban… ¿Cuál de ellos sería el rey? Todos vestían en forma igualmente austera y hundían en la arena sus pies descalzos. Todos tenía un porte elegante… pero sólo los enérgicos gestos del monarca de Egione delataban en él la armadura invisible de la aristocracia.
Cuando llegaron hasta el grupo, el poeta los saludó como si los conociera de mucho tiempo.
—Ketra el Fuerte —dijo fríamente—, yo te saludo. He traído a tu presencia a un hombre notable: Gilgamesh, el rey de un país lejano situado al sur.
Ketra, un hombre de unos cuarenta años, de facciones nobles y angulosas, frunció el entrecejo y examinó con cuidado a Gilgamesh. Desde luego no parecía haber nacido en el desierto.
—¿Al sur? —repitió bruscamente—. Al sur sólo existe la Muerte Blanca… el desierto sin fin.
Antes de que Gilgamesh pudiera contestar, Sib respondió con vigor en la voz y sin un pestañeo.
—No dudes de mí —dijo—… es un rey, aunque está cubierto de polvo como cualquier viajero. Le he hablado mucho de ti y quería conocerte… Espero que no olvidarás la hospitalidad de nuestro pueblo.
Ketra le dedicó una dura mirada y después se dirigió a Gilgamesh y le presentó a sus tres visires y después a sí mismo.
—Extranjero, —dijo al cabo— yo te saludo. Que la tienda de Ketra, el rey de los pastores, sea tu hogar.
Le alargó la mano izquierda y Gilgamesh, algo sorprendido, la entrechocó. Pensó que se trataría de una simple costumbre pero un momento después se sobresaltó al ver que de la holgada manga derecha de su túnica sólo sobresalía un muñón desnudo.
En este instante hizo su aparición un nuevo personaje por completo diferente a los demás. Se presentó como un fantasma, sin que nadie lo hubiere visto llegar. Vestía una amplia túnica completamente negra y su cabeza estaba rapada a semejanza de los sacerdotes de Sumer. Pero su apariencia era siniestra. Se acercó al monarca y le susurró algo al oído. Éste asintió y presentó al extranjero. El extraño lo miró con ojos de hielo y le dirigió unas palabras amables y rutinarias. Sólo un imperceptible movimiento de sus pupilas denunció su interés por la espada de plata. Volvió a mirar escrutadoramente al rostro de Gilgamesh y se despidió. Se marchó caminando y en las arenas su túnica negra resaltaba igual que el plumaje de un cuervo contra el cielo azul.
—Yo también he de marcharme —manifestó Sib de improviso.
Gilgamesh no esperaba tal cosa. La mirada que le dirigió contenía una pregunta muda, pero no hubo respuesta.
—Creía que te quedarías —dijo entonces.
—El rey y yo no somos buenos amigos y los mares de arena me esperan —dijo con melancolía y añadió—: Hasta la vista, Gilgamesh. Ojalá encuentres lo que busques… Quizá volvamos a encontrarnos, pues el mundo es pequeño y el destino caprichoso.
—Adiós amigo —respondió Gilgamesh con resignación—. Si encuentro a esa joven le hablaré de ti.
El poeta sonrió tristemente y se retiró. Ketra tenía clavada en él su mirada y bajo la dureza de sus rasgos se deslizaba un hilo de pena y decepción.
—Es una lástima perderlo así —murmuró Gilgamesh como hablando sólo—. Creo que es una persona singular.
—Lo sé —replicó el rey amargamente—. Es mi hijo.
En los días siguientes el rey Ketra llenó el pequeño vacío que el poeta había dejado en el corazón de Gilgamesh, y uno y otro llegaron en poco tiempo a prodigarse mutua admiración como guerreros. El sumerio revivió con alegría el ambiente de los campamentos militares y peleó repetida y victoriosamente contra los Lobos Grises en sus entrenamientos. En última instancia, llegó a sentirse más cómodo con Ketra que junto a su extravagante hijo y prefirió su franqueza a las sutilezas del poeta.
El rey era un hombre sobrio, preocupado escasamente por lo que no fuera la rehabilitación de su pueblo y la guerra. No necesitaba mucha comida o mucha bebida, no le atraía la molicie. Era místico por naturaleza y buscaba la soledad y la aspereza del desierto por vocación, aunque su vida alejada trataba también de sortear a los espías de Magoor, de los que sabía infectada la capital.
Magoor era su obsesión y en aquellos días preparaba el asalto definitivo. Amaba el desierto como ningún otro, pero luchaba por dar otra patria a su pueblo, para que los que siempre fueron sedientos huérfanos de la fortuna pudieran regalarse en los valles repletos de agua del país de los lagos.
Gilgamesh no pudo evitar admirarlo desde que lo vio aquella tarde en la luz crepuscular. Era un hombre enérgico que había encontrado una empresa hacedera y a su medida, y era feliz tramando su éxito. Era fatalista, como todos los de su raza, como Sytna, que desde el principio se creyó con derecho a la Piedra Resplandeciente, como su mismo hijo, que sin duda esperaba encontrarse algún día con Sirkka. Estaba convencido de su misión y no permitiría que nada humano la interrumpiera. No dudaba, con la ciega certeza del instinto, que la caída del Impero era inevitable, y se sabía el caudillo de un pueblo sin raíces maduro para la conquista.
No tenía moral y sin embargo su trato era encantador. Pensaba que lo natural no es la benevolencia con el prójimo, sino la rapacería instintiva. Que el altruismo es un invento de filósofos debilitados y que la única ley que debía guiar a los hombres es la del poder y la fuerza. Hablaba, gesticulaba y actuaba con energía y podía llegar fácilmente a la crueldad.
Su aristocracia y orgullo le impedían cualquier blandura o descanso. No podía relajar la tensión de su ánimo ni tampoco quejarse o rogar. Jamás Gilgamesh escuchó de su boca una protesta contra el calor o la sed, ni siquiera contra el dolor físico. Cuando una flecha le atravesó un brazo en los entrenamientos, él mismo se la arrancó en silencio. Hablaba poco, y de sí mismo menos que de cualquier otra cosa.
Y cuando Gilgamesh le opuso el argumento del tremendo potencial bélico de Magoor, le contestó, con aquel continuo estallido de vida en sus ojos:
—No es lo importante la fuerza, sino el coraje. El Imperio tiene poder, pero carece de hombres valientes y por lo tanto sufrirá el destino de los débiles. En cambio mi pueblo tiene la fuerza de su ímpetu natural y disfrutará del destino de los poderosos. Recuerda esto, Gilgamesh: Las torres de Magoor son altas y las armaduras de sus soldados brillantes, pero es como una serpiente sin veneno que despliega su caperuza: Es ésta lo que aterra, haya veneno o no. Las armaduras bruñidas y los escudos cincelados ya no asustarán por más tiempo a los hombres del desierto, y Magoor caerá como los dátiles que maduran y se pudren.
Los Lobos Grises le impresionaron por su capacidad combativa, su valentía y su ciega disciplina. Podían humillar a cualquier enemigo y todos eran como el mismo Ketra, aguerridos y sobrios, vehementes y místicos. Sólo quinientos formaban la fuerza de élite. El resto del ejército de Egione estaba formado por simples soldados, aunque llenos de fe y bien preparados.
Sin embargo el hombre de la túnica negra no le gustaba. Nunca tuvo un mal gesto hacia él, pero había algo incómodo en su cara, y su persona estaba rodeada de misterio. Era el instructor militar de los Lobos Grises, pero aparte de esto se sabía poco de él. Ni siquiera su nombre. Cuando Gilgamesh se lo preguntó al rey, éste contestó lacónicamente:
—Llámalo «instructor».
—¿Por qué no quiere revelar su nombre? —insistió el sumerio.
—Ese hombre es el sacerdote de un culto extraño y no quiere ser dominado por sus enemigos… de cierta manera. —Explicó el monarca, añadiendo más misterio al ya existente.
El instructor se llevó una noche a cincuenta Lobos Grises. Ketra fue con ellos y Gilgamesh fue invitado a quedarse en el campamento. Aquella ocasión fue la única en la que éste faltó a la fidelidad que debía a su anfitrión, escabulléndose de su tienda y siguiendo al grupo amparado en la oscuridad.
Pudo ver que se detenían en un lugar sin aparente significación y se sentaban en círculos concéntricos. El instructor estaba de pie en el centro, más hierático que nunca, y decía algo que Gilgamesh no alcanzaba a oír. Pero a continuación se desarrolló una extraña ceremonia en la que cada uno de los Lobos Grises se cortó un mechón de sus cabellos y lo entregó al individuo. Éste los recolectó en una capa y después le hizo un nudo y se marchó con ella. Gilgamesh hubiera querido averiguar lo que hacía con las ofrendas, pero en ese momento la asamblea se levantó y los reunidos comenzaron su retorno al campamento caminando hacia donde él estaba.
Tuvo que retirarse apresuradamente y después no hizo preguntas sobre el asunto, pero desde entonces le daba vueltas a la cabeza tratando de imaginar el significado del ritual. Y pensó en la mano ausente en el brazo derecho de Ketra… ¿Era disparatado pensar en una relación?
Cuando al cabo de unos días lo interrogó, con aparente descuido, el rey respondió con laconismo que había perdido la mano en combate, y acabó por olvidar el asunto.
Este misterio no turbó su amistad y los dos se entregaron a largas y agradables veladas en las noches del desierto, bebiendo té y conversando frente al fuego, hablando de combates y de mujeres como dos soldados cualesquiera.
Pero el recuerdo del poeta del desierto todavía permanecía en la memoria de Gilgamesh y cuando le pareció más adecuado habló de él con suma cautela, para no herir los sentimientos de Ketra y con la secreta esperanza de que éste le desentrañara las razones de su enemistad.
—Es un asunto amargo, pero bien simple —explicó por fin—. No sé de quién puede haber heredado sus tontas manías. Desde que aprendió a leer mostró una tendencia enfermiza a encerrarse en la pequeña biblioteca de Saane y pasar el día estudiando a los poetas y los filósofos antiguos. Yo no supe impedírselo a tiempo. Después frecuentó amistades extrañas y tampoco me di cuenta del daño que le hacían. Hablaba mucho con algunos viejos visionarios que hacía tiempo estaban considerados fuera de sus cabales. El resultado es que acabó como ellos…
—La locura mueve el mundo. —Se escuchó inopinadamente en la oscuridad.
Los dos amigos intentaron penetrar las sombras y quedaron en silencio. El que había hablado se aproximó y enseguida se hizo visible. Era Sib en persona.
—La locura —siguió su discurso con voz vibrante— nos lanza afuera de nuestros propios cuerpos y nos impide ser tan estériles como una espada arruinada por el óxido. Si no fuera por los actos irreflexivos, nuestra cobardía aún nos tendría encorvados y recluidos en el vientre de nuestra madre. Pero por suerte hay locos que transforman la historia y locos que cambian a los hombres… Tú eres uno —concluyó refiriéndose a Ketra.
En sus palabras no había asomo de desprecio y el rey, por su parte, no podía evitar un emocionado ahogo ante la repentina aparición de Sib.
—Hijo ¿qué haces aquí? —dijo con un ligero temblor en la voz.
—El viento aúlla en la Ciudad de los Murmullos… he venido a decírtelo —replicó.
—La victoria está cerca… —murmuró el monarca por toda respuesta.
Gilgamesh, que había permanecido callado, no entendió el mensaje oculto que parecían llevar las palabras del poeta.
—¿Qué ciudad es ésa que nombráis? —se atrevió a preguntar, temiendo violar otro tabú.
Padre e hijo lo miraron con solemnidad.
—Es la razón del resurgir de Egione —respondió el primero de ellos.
oooOooo
A la mañana siguiente los tres iniciaron un pequeño viaje hacia la Ciudad de los Murmullos, que sólo distaba media jornada. Se trataba de las ruinas de una antigua urbe que había sido, milenios atrás, la capital de un mítico imperio tan poderoso como el de Magoor, y que gobernó el mundo cuando en Egione aún había ríos y el paisaje era verde.
Pero Gilgamesh experimentó una profunda decepción, pues todo lo que quedaba en pie de la Ciudad de los Murmullos era una triste pared de piedra. Se hallaba en una llanura cubierta de suaves dunas y guarecida hacia el norte por un desfiladero montañoso. El muro se alzaba como perdido en esta extensión, desamparado ante los restos de dos torres, y en su centro se abría una gran puerta con arco de medio punto.
—Aquí está —murmuró el rey, emocionado.
Gilgamesh abarcó con la vista toda la extensión posible, pero por más que buscó no halló otra cosa más que aquella ruina aislada.
—Ésta es Ispahan, la ciudad de las doce puertas desde la cual nuestros antepasados gobernaron el mundo —exclamó el rey, y añadió—: Mira la Gran Puerta, cómo ha soportado hasta hoy los ataques del desierto… Ella es el símbolo de nuestra lucha.
Gilgamesh miró a Sib y ninguno se atrevió a hablar. Los dos respetaron los profundos sentimientos del monarca, a despecho de parecerles fanáticos.
Había esperado ver siquiera una ciudadela de muros derruidos, pero no había nada más. Sólo un exiguo racimo de bastiones cubiertos de arena y de pilares sin forma. Su aspecto era sobrecogedor, alzándose como el mástil de un barco hundido entre océanos de arena. Entre los escarpes de piedra y ladrillo silbaba el viento.
Se acercaron al umbral. Todo se reducía a un muro renegrido, sombrío, abrumado por el transcurso de las generaciones, un harapo de la historia que los siglos habían ennoblecido, la ruina que un día dio entrada a una metrópoli pululante y ahora no era más que el último jinete de un ejército aniquilado, un canto a lo efímero.
—¿No hay más? —se atrevió a preguntar Gilgamesh, tratando de respetar los sentimientos de Ketra.
—No —respondió éste pausadamente—. El resto de la ciudad fue destruido por las invasiones y por el paso de los años o está sepultado bajo la arena. Pero aunque no queda ya nada de lo que fue, mi pueblo sentirá espíritu de emulación mientras la puerta de Ispahan esté en pie. Es el único hilo de unión con nuestro pasado glorioso.
Gloria… aquella palabra volvió a la mente de Gilgamesh después de mucho tiempo. Le recordó su impaciencia por convencer a Enkidu para que le acompañara en busca de aventuras, y por fin sus ojos se abrieron y advirtió que Ketra era un buscador de fama semejante al que él mismo había sido, aunque tratara de implicar en ella a todo su pueblo. Y supo también que llegaría el día en que su amigo comprendería que aquélla era una búsqueda vacía.
El viento volvió a silbar. Gilgamesh y Sib se asomaron tras la puerta. Nada delataba allí el más mínimo indicio de vida, presente ni pasada. Hasta el borde del desfiladero rocoso sólo se podía contemplar una llanura de arena estéril y dorada. La fama y el renombre, los mismos de los que hablaba el rey, los mismos que perseguía en vida, estaban para siempre sepultados por el olvido y por el tiempo.
—Escucha el silbido del viento —susurró Sib con expresión soñadora.
Gilgamesh dejó muerta la mirada y aguzó el oído.
—Dicen —añadió el poeta— que este viento son las voces de los guerreros muertos, que de día y de noche claman venganza.
—Aquí el viento nunca se calla —replicó a su vez, vehementemente, el rey—. La voz de los antepasados nos llama permanentemente a la lucha. Como mi hijo decía anoche, su grito es más fuerte… casi un aullido, y este grito que no cesa profetiza una gran victoria y el definitivo resurgir de nuestra gente.
Gilgamesh quedó pensativo y después preguntó:
—¿Cómo podéis saberlo? ¿Quién lee en el viento…?
Ketra titubeó un instante y después sonrió con una risa cansada.
—Hay gente experta… mujeres hábiles que mascan ciertas hierbas y acuden aquí de noche, cuando están en trance.
Gilgamesh enmudeció mientras Ketra seguía hablando de algo a lo que ya no prestó atención. Sus oídos estaban pendientes del zumbido del aire entre las torres. De pronto, su rostro se puso lívido. Se quedó con la boca abierta y los ojos perdidos en un punto del espacio. Sintió un vahído de emoción y lágrimas furtivas rodaron por sus ojos.
—¿Qué te ocurre? —gimió el poeta, lo mismo que su desconcertado padre.
Pero el rey de la lejana Uruk, el enemigo de los dioses, no les escuchaba. Sólo tenía oídos para el mensaje que una voz misteriosa traía en el viento y su corazón estaba conmovido porque el don del entendimiento sobre todas las lenguas que le había sido concedido, incluía también los murmullos de aquella brisa en la que cabalgaban de nuevo los guerreros de Ispahan y en la que sus gargantas inmateriales cantaban una y otra vez la caía de Magoor.
—¡Gilgamesh!… ¿Qué te ocurre? —urgió Ketra.
El sumerio lo miró con ojos atribulados.
—Nada —murmuró—, quizá el calor…
—Entonces será mejor que nos marchemos —replicó el rey con voz autoritaria—. Este lugar es inhóspito.
Los tres hombres montaron en sus cabalgaduras y se alejaron parsimoniosamente. Ketra nunca olvidaría la extraña manera en que su amigo lo había mirado en aquella hora, ni consiguió librarse jamás de la sospecha de que había escuchado algo que no quiso revelar. Pero Gilgamesh no diría nada, pues junto a la noticia del victorioso alzamiento de los hijos de Egione, el viento le había revelado el destino personal que aguardaba a su heroico caudillo. Y éste era tan terrible que él prefirió callar, al menos hasta que la profecía se hubiera cumplido.