Capítulo 9

—¿En serio piensas así? —preguntó Maddie, ajustándose los auriculares sobre los oídos. —Por supuesto —respondió el hombre que había llamado—. Créeme, los hombres son unos cerdos.

—Richard, tú eres un hombre —dijo ella con una risita.

—¿Y qué? ¿Quién mejor que un hombre para saber cómo son? Mi mujer dice que es por culpa del cromosoma masculino.

Patrick estaba sentado fuera de la cabina de emisión, observando cómo Maddie reía y desplegaba su encanto en la Hora del Corazón. Parecía olvidar que estaba en el aire cuando respondía a las llamadas de los oyentes.

—Es maravillosa —comentó Dixie—. No parece ser consciente de que está en la radio. Y los oyentes la adoran.

—¿Y cómo no iban a adorarla? —murmuró él, incapaz de apartar la mirada de ella.

Tenía una voz preciosa que transmitía sinceridad y confianza, y era un encanto, dulce y comprensiva. En un principio habían pensando emitir baladas románticas y que Maddie atendiera una llamada entre dos canciones, pero las llamadas eran tan numerosas que hubo que dedicarles más tiempo que a la música.

Para una mujer que tenía buenas razones para desconfiar de los hombres, Maddie era igual de abierta con los hombres que llamaban que con las mujeres. En esos momentos estaba tratando de convencer a Richard y a la esposa de este que ser un hombre no significaba la condena automática de todo el género masculino.

Patrick se recostó en la silla y sacudió la cabeza. Había temido que el programa de Maddie se convirtiera en una de esas horribles y empalagosas tertulias que a él lo sacaban de sus casillas, pero la verdad era que Dixie le había dado un formato que era tan sencillo e impredecible como la propia Maddie.

—¿No te dije que sería un éxito? —le preguntó Dixie, frotándose las manos de satisfacción. No en vano era la productora de dos exitosos programas.

—Yo nunca dije que no lo fuera —le recordó él.

—Pero no querías ofrecerle un programa.

—Maddie tiene una lengua desatada —le dijo con una mirada fulminante—. Nunca se puede estar seguro de lo que va a decir.

La productora inclinó la cabeza para responder a otra llamada, pero no antes de que Patrick viera su sonrisa. No la culpaba, pero ahora todo el mundo en la emisora pensaba que Maddie y él tenían algún tipo de relación. Por los pasillos circulaban toda clase de rumores y cotillees, aunque ninguno de ellos había llegado a oídos de Maddie.

Gracias a Dios.

Crockett era un pueblo pequeño, pero estaba lo bastante cerca de Seattie como para que sus habitantes se vieran contagiados por la sofisticación urbana. Los empleados de Patrick parecían comprender que Maddie era diferente, y por eso guardaban los comentarios y las bromas para él solo.

Al menos no sabían nada del episodio del armario.

Había temido que pondría una mueca de desagrado cada vez que recordara cómo los pillaron, pero no había sido así. La verdad era que había sido una situación bastante divertida. Dos adultos a los que habían sorprendido como a un par de jóvenes. Ninguno había tenido la menor duda acerca de lo que estaban haciendo, no cuando Patrick tenía la camisa por fuera y la cara de Maddie estaba más roja que un tomate.

Ahora Patrick comprendía por qué Kane había empezado a afeitarse tan a menudo. No quería irritar la delicada piel de su esposa... una piel similar a la de Maddie.

Al cabo de unos minutos Dixie le hizo un gesto a Maddie indicándole que el programa estaba llegando a su fin. Habían accedido en alargarlo unos minutos, ya que a Maddie le parecía muy grosero cortar una llamada a la mitad.

Mack, ya recuperado de su gastroenteritis, esperaba dentro de la cabina para darle el relevo. Miraba a Maddie con una expresión paternal, mientras la ayudaba a poner una canción. Nunca lo habían visto tan amable y solícito.

—No solo la audiencia piensa que Maddie es genial —dijo Dixie con una sonrisa.

—Agradece que no haya pedido tu cabeza porque hayas acortado su programa.

—Qué va, su audiencia ha aumentado, porque todos esperan volver a oír a Maddie.

Maddie salió de la cabina un minuto más tarde.

—¿Ha ido todo bien? —le preguntó a Dixie con una pizca de ansiedad en la voz, pero sin apenas mirar a Patrick. A él le dolió, aunque pensó que tendría que estar agradecido de que Maddie quisiera mantener una relación estrictamente profesional.

—Lo has hecho genial —respondió Dixie—. No olvides que esta noche tenemos que devolver tu coche de alquiler y pedirle el suyo a tu hermana.

—¿Qué? —preguntó Patrick frunciendo el ceño.

—Beth me ha prestado su Honda para ahorrarme el dinero del alquiler —explicó Maddie—. Pero el coche hay que devolverlo en el aeropuerto de Seatac, y necesito un transporte para volver de allí. Beth quería venir conmigo, pero está agotada por el embarazo y Kane no quería dejarla sola, de modo que Dixie se ha ofrecido a ayudarme.

—Podrías habérmelo pedido.

—No quería molestarte —dijo ella cambiando el peso de un pie a otro, incómoda.

—No es ninguna molestia —dijo él entre dientes—. Yo te llevaré.

—Pero ¿no estás...?

—Lo que tú digas, jefe —interrumpió Dixie, haciéndole un divertido guiño a Maddie. Pero Patrick no le veía la gracia a que Maddie no le hubiera pedido un simple favor.

No le suponía mucho esfuerzo acompañarla al aeropuerto y traerla de vuelta. No quería complicar la situación, pero eso no significaba que fuera a vivir en una isla desierta.

Se pasó la mano por la cabeza, que de repente le dolía un poco. Maddie lo había acusado de levantar una barrera entre su familia y él. Él lo había negado pero, ¿y si ella tenía razón? No estaba dispuesto a enfrentarse al dolor y la confusión, por lo que era mejor mantenerse apartado de todo y de todos.

—Será mejor que vuelva a mi mesa —dijo Maddie, haciendo ademán de alejarse.

—No. Nos vamos a dejar el coche ahora mismo.

—Tengo trabajo.

—Ahora eres una pinchadiscos, y tu programa ha terminado.

—Pero Stephen necesita...

—Stephen tiene en Candy toda la ayuda que necesita —la interrumpió secamente.

Dios, tenía razón cuando pensaba que Maddie lo había puesto todo patas arriba. Había alterado el orden normal de la emisora, había revolucionado a la audiencia con su propio programa, había planeado un romance entre la severa recepcionista y el director de publicidad, y a él le había hecho cuestionarse su relación con el mundo entero.

—Nos vamos en ese mismo instante —dijo él, agarrándola de la mano y tirando de ella hacia la puerta. Por suerte, el trayecto hasta el aeropuerto lo harían cada uno en un coche; eso le daría tiempo para controlar sus nervios. Y si además iban a través de Tacoma, en vez de tomar el ferry, tendría más tiempo aún.

—Estás loco —le dijo ella, sacudiéndose para soltarse.

—No, no lo estoy.

—No pasa nada. Me quedaré con el coche de alquiler hasta que Beth se sienta mejor.

Patrick se detuvo y suspiró.

—No me importa echarte una mano. Tengo demasiado en que pensar, eso es todo.

Maddie también tenía mucho en que pensar. Sobre todo en Patrick. Era el hombre más irritante, insufrible y... maravillo que pudiera imaginar, y no importaba lo mucho que se repitiera a sí misma que no tendrían un futuro en común; en los últimos días no paraba de soñar despierta.

«Estúpida», volvió a espetarse. Patrick era el dueño de una emisora country, pero no iba a enamorarse de una chica country.

—Necesito mi bolso y las llaves si vamos a ir a la ciudad —dijo, poniéndose un mechón tras la oreja—. Las tengo en la oficina.

—Es un poco difícil conducir sin las llaves del coche ——dijo él con una risita—. Ve por ellas. Te espero fuera.

Maddie corrió hacia su mesa, con el corazón latiéndole frenéticamente. La sonrisa de Patrick bastaba para acelerarle el pulso, y aquel día no era una excepción. Obligándose a sí misma a calmarse, agarró el teléfono y llamó a su hermana.

—¿Beth? Soy yo —dijo cuando su hermana respondió—. Estaremos ahí antes de lo previsto. Patrick quiere acompañarme ahora mismo al aeropuerto a devolver el coche, en vez de esperar hasta esta noche.

—Creía que iba a acompañarte otra persona.

—No —Maddie estiró el cuello para ver si Stephen estaba en su mesa. Había estado tan distraída que no se había preocupado de comprobarlo antes. Por suerte, no estaba allí—. Patrick ha insistido.

—Qué interesante...

—Eh, Beth, acerca de lo que pasó en el armario... Sabes que... bueno, que no estamos saliendo ni nada por el estilo. Pero Patrick ha sido muy... eh, no sé cómo describirlo.

—¿Atento?

—No exactamente. Es más bien como intentar familiarizarse con un yoyó.

—Patrick es muy duro a veces, pero en el fondo es una buena persona —dijo Beth sinceramente—. Kane está muy orgulloso de él. Y aunque le gustaría ayudarlo, respeta su deseo de independencia.

—Es algo más que independencia.

—Lo sé, pero ya entrará en razón. No lo dejes por imposible.

—No hay nada que dejar —replicó Maddie tragando saliva—. Patrick tiene muy claro que no quiere saber nada del matrimonio ni de los hijos. No deja de prevenirme para que no me haga ideas equivocadas sobre nosotros. Y además no soy su tipo.

Su hermana guardó silencio durante unos segundos.

—Yo tampoco era el tipo de Kane. Y ahora cree que soy perfecta.

—Tú has tenido a dos hombres enamorados de ti — dijo Maddie—. Mi novio me engañó y luego reconoció que nunca me había amado de verdad. Y en cuanto a Patrick, le gustan las morenas esbeltas.

—Apuesto a que podrías hacerlo olvidarse de esas morenas.

—Yo de ti no apostaría. Oye, me está esperando, así que tengo que irme. Hasta luego.

Colgó y presionó las palmas contra los ojos. Su viaje a Washington no había salido como ella esperaba. Era muy gratificante saber que era buena en su trabajo; era estupendo tener una hermana; era encantador estar con los O’Rourke y recibir los mimos de Pegeen como si fuera su propia madre.

Pero Patrick...

La frustraba tanto que con frecuencia sentía ganar de gritar. Dentro de él se escondía un hombre maravilloso, perfecto para ser marido y padre. Pero no, él quería ser libre y soltero, valerse solo por sí mismo y no depender de nadie.

La verdad era que nunca había conocido a un hombre tan atractivo. Todos sus hermanos lo eran, pero él tenía una mezcla especial de sensualidad y dureza que lo convertían en alguien irresistible. Maddie sabía que no podía culparlo por desear a una mujer más bonita y experimentada que ella, pero lo que no aceptaba era que Patrick no la deseara.

El tacto de una mano en la nuca le hizo dar un respingo. Se volvió y vio a Patrick.

—Lo siento —balbuceó ella—. Iba a salir en este momento.

—Tal vez deberíamos esperar, si te duele la cabeza —dijo él apoyándose en la mesa.

—No es nada. Me he retrasado porque he llamado a Beth para decirle que llegaríamos antes.

—Tendría que habérmelo figurado.

—Era responsabilidad mía —agarró el bolso y sacó las llaves—. Estoy lista.

—Maddie —hizo una pausa y pareció buscar las palabras adecuadas—, aprecio que te hayas hecho cargo del nuevo programa. Tiene mucho éxito, y eso no ocurre muy a menudo.

—Me gusta hablar con la gente.

—Por eso funciona. Te limitas a hablar sin aprovecharte de los sentimientos de la gente. Los oyentes saben que te importan.

Ella abrió la boca, pero la cerró rápidamente. No quería empezar otra discusión sobre lo mismo. Ella se preocupaba por la gente, mientras que él creía ser inmune a los sentimientos de los demás. Patrick quería estar solo, y le bastaba con su emisora. Ella, en cambio, quería... lo quería todo.

El amor con la persona adecuada no era un mito imposible de conseguir. Valía la pena correr el riesgo. Al fin lo había comprendido, pero era inútil lamentarse porque Patrick no lo entendiera. No servía de nada hablar de ello.

—Estoy lista —repitió al tiempo que se levantaba. Automáticamente alargó el brazo para agarrar la chaqueta, y automáticamente Patrick se le adelantó y la ayudó a ponérsela.

Sus modales anticuados estaban profundamente arraigados en él. Lástima que en esos modales no se incluyera la anticuada idea del compromiso. Patrick era como un lobo que cada noche iba en busca de una presa. Aunque en esos momentos no estaba saliendo con nadie, siendo su principal objetivo el éxito de su emisora.

—¿Te importa seguirme tú a mí? —murmuró él mientras salían. Hacía un día precioso, y las hojas rojizas y amarillas lo llenaban todo de color—. No dejaré que te pierdas.

—Claro.

Maddie se dirigió hacia su coche y esperó. Seguramente Patrick conocía mejor que ella el camino al aeropuerto, y sabría entenderse mejor en el ferry y en los peajes de las autopistas.

Lo hacía todo bien.

Todo, excepto permitir que alguien lo amara.

 

La semana siguiente, Patrick decidió que no hacía falta que se sentara fuera de la cabina para controlar a Maddie, sobre todo porque le resultaba muy doloroso escucharla.

Era extraño, pero parecía que se estaba apartando de él. La veía tanto como podía, incluso más, pero tenía la sensación de que se mostraba cauta con sus palabras y sus sonrisas. Veía que con él se comportaba de forma distinta, mientras que con todo el mundo seguía siendo tan locuaz y risueña como siempre..

Oyó unos golpes en la puerta y soltó un suspiro. Nunca le dejaban ni un momento libre.

—Adelante —gritó.

Stephen empujó la puerta y entró con su silla de ruedas en el minúsculo despacho.

—Necesitas un despacho más grande.

—Igual que todos —replicó Patrick haciendo un gesto de rechazo con las manos. Había escogido la habitación más pequeña de la emisora, porque no quena que sus empleados se conformaran con menos que él.

—Mi oficina es mucho más espaciosa ahora que Maddie lo ha ordenado todo —dijo Stephen con una sonrisa—. Esa jovencita tiene muchos talentos.

Maddie.

Patrick intentó mantener el rostro impasible. Maddie se había metido en todos los rincones de la emisora...y en su propia vida y pensamientos. Y encima lo había hecho sin darse cuenta, ya que era la persona menos calculadora que conocía.

—Sé que no es muy oportuno tenerla en un programa. Intentaré conseguirte más ayuda para la publicidad.

—No hace falta. Maddie lo está haciendo todo muy bien. Tiene un extraño don con las personas... Estamos vendiendo más publicidad que nunca.

Oh, sí. Entre el programa de Maddie y su habilidad para hablar con los oyentes, se habían visto en la inesperada situación de tener que rechazar varios anunciantes. Las tarifas aumentaban, sobre todo durante su programa, contribuyendo a engrosar las cuentas de la KMLS.

—Ya sé que el contrato de Maddie era supuestamente temporal —dijo Stephen—. Pero, ¿no has pensado en renovarlo? Sería una lástima dejar que volviera a Nuevo México la semana que viene... cuando Jeff regrese.

Patrick se quedó mirando en silencio a su amigo. El tiempo había pasado tan rápido que se había olvidado de que Maddie solo estaba allí temporalmente. Demonios, se habían embarcado en un nuevo programa sin pensar siquiera en lo que pasaría cuando acabase su contrato. Y era del todo impensable que la Hora del Corazón fracasara, ya que todo el mundo, incluido él, encontraba irresistible a la presentadora.

—Pensaré en ello —murmuró—. Pero no tiene por qué irse enseguida. Puede quedarse a ayudar en lo que haga falta.

—Estupendo. Mientras tanto, quería hablar contigo... —Stephen hizo una pausa, como si estuviera indeciso.

—¿Sí?

—Bueno, últimamente he pensado mucho en Candace Finney. Siempre he sabido que era una mujer muy especial, y... al final le he pedido que se case conmigo.

—¿En serio? —era lo último que Patrick esperaba oír.

—Sí —afirmó Stephen con una sonrisa—. Debí haberlo hecho hace años, pero sabía que estaba cuidando a su madre inválida y no creí que estuviera interesada en un hombre en silla de ruedas.

—Ella se lo perdió —repuso Patrick.

Lo decía en serio. Stephen Travis era un hombre fuerte y en forma que, a pesar del accidente que lo había postrado a una silla de ruedas a los veinte años, jamás había sido un inútil. Cortejar a la Temible Finn era, probablemente, la única cosa que no había hecho.

Stephen era la prueba viviente de que las desgracias no tenían por qué arruinar la vida.

—Espero que seáis felices —le dijo Patrick—. Os lo merecéis.

—Y tú también.

Patrick le echó una dura mirada, pero no pudo ver nada en la expresión del viejo.

—Esa es una opinión —murmuró.

—Tu opinión, tu vida... tu decisión.

—Hace mucho que tomé esa decisión. Stephen negó con la cabeza. Su expresión se había vuelto grave.

—¿Y qué pasa con Maddie?

—Maddie... —Patrick tensó la mandíbula. Todos creían que Maddie y él tenían una aventura, y sería inútil explicar lo contrario—. No soy como mi padre. No puedo serlo todo para todos.

—Él no era así. De hecho, sigues enfadado porque él fracasó.

Patrick se apartó furioso de la mesa.

—Mi padre jamás fracasó en nada.

—Fracasó de la peor manera en que un padre puede fracasar —dijo Stephen—: muriendo. Cuando más lo necesitabas, se fue para siempre. Y nunca has podido perdonárselo. ¿No crees que ya es hora de pasar página?

—No sabes de qué estás hablando —espetó Patrick de mala manera.

Por supuesto que había estado furioso por la muerte de su padre. Pero eso no había sido culpa de Keenan O’Rourke. Había sido un accidente, nada más.

En ese momento sonó la alarma azul de su mesa, sobresaltándolos a ambos. Patrick la había instalado como medida de precaución días después de haberle comprado la emisora a C.D. Dugan. De ese modo la Temible Finn podría avisarle si había problemas en el mostrador de la entrada. Y hasta ese momento nunca se había usado...

Con una agilidad que ponía de manifiesto su buena forma física, Stephen se apartó con su silla de ruedas para que Patrick pudiera salir por la puerta.

Patrick corrió por el pasillo sin saber lo que se encontraría en el vestíbulo. Tal vez un cliente preocupado, o un oyente, o un ladrón que no sabía que allí no se guardaba el dinero. Las posibilidades eran ilimitadas, pero no sería nada bueno irrumpir de golpe en la escena, de modo que aminoró el paso cuando estaba a escasos metros de la esquina.

—¡Caray! Debe de gustarte mucho cantar.

Era la voz de Maddie. A Patrick se le detuvo el corazón por un instante.

—Sí... sí, bueno, pero no habéis puesto la maqueta del single que os he enviado.

¿Maqueta?

Patrick pensó en las cientos de maquetas que mandaban a la KLMS los aspirantes a cantantes. Casi todas eran una bazofia, el pobre producto de unos soñadores incompetentes. Muy raramente le daban un voto de confianza a alguien para emitir sus canciones.

Entró lenta y silenciosamente en el vestíbulo y lo que vio lo golpeó como un mazo: un joven con trenzas y perfil adusto agarraba a Maddie del brazo.

—¿Qué tipo de canciones compones? —le preguntó ella. Hablaba en tono amistoso e interesado, igual que en la radio, pero Patrick pudo ver su mueca de dolor mientras el otro le tiraba del brazo.

—Rock and roll. Rock and roll del bueno, aunque esta maldita emisora no sepa apreciar la diferencia —al hablar, el joven parecía incluso más joven de lo que Patrick había pensado.

—Oh. Entonces no me extraña que no hayamos emitido tus canciones —dijo ella, como si la respuesta fuera tan lógica que hasta un maníaco pudiera entenderla.

Un maníaco... A Patrick se le formó un nudo en el pecho que le dificultó la respiración. Una cosa era un oyente enfadado, pero otra muy distinta era un artista fracasado que demandaba una oportunidad. Avanzó con decisión, dispuesto a echarlo a patadas. Lo bueno era que al acercarse por detrás aquel tipo no podía verlo. Lo malo, que no podía ver si había algún cuchillo o pistola por medio.

La idea de que estuviera amenazando a Maddie con un arma le congeló la sangre.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó el intruso de mala manera.

—Somos una emisora de música country. Antes emitíamos también rock and roll, pero cambiamos de programación. ¿No has oído nuestro lema? «KLMS, tu música country».

—Maddie, el lema es: «KLMS, tu emisora de música country» —corrigió Candace. Había visto a Patrick con el rabillo del ojo, pero el intruso no se había dado cuenta.

—Siempre me confundo —dijo Maddie en tono confidencial—. La verdad es que tenemos muchos lemas, como «En la radio lo peor es el silencio», o «La mejor emisora es la más premiada»... No sé, seguramente pasa lo mismo en todas las emisoras. ¿Tú qué opinas?

—¿Sobre qué? —preguntó el joven, aparentemente sorprendido.

—Sobre la radio. Yo no sé mucho del tema. Me llamo Maddie, y tú eres...

El joven parpadeó y sacudió la cabeza.

—Scott Dell, pero el nombre de mi grupo es Los Puget Busters. Tú eres esa muchacha que habla por las tardes, en algo no sé qué del corazón, ¿verdad?

Patrick no vio si le había aflojado el agarre del brazo, pero el joven no parecía dispuesto a dejarla marchar. Debía de tener unos quince años, tan solo. Era larguirucho y desgarbado, con unos pies demasiado grandes y unos vaqueros caídos.

—Eh, no soy una muchacha —protestó Maddie en tono irritado.

—Sí, sí lo eres —intervino Patrick, dando un paso adelante.

—¡Patrick!

—¡Maddie! —exclamó él, imitando su tono de voz—. Eres una muchacha, nosotros somos muchachos, y no sé por qué tiene que ser un problema.

—Mi novia dice que suena muy paternalista —dijo el adolescente.

—La diferencia está en ser un crío y ser un adulto —replicó ella, mirándolos con ojos entornados—. ¿Cómo te sentaría a ti que te llamara «niño»?

A Patrick no le hacía ninguna gracia discutir con aquel joven agarrando a Maddie, pero su mirada se cruzó con la del chico y ambos se encogieron de hombros.

—Hombres... —masculló ella—. ¿Y si dijera que eres «amable»? Eso ya es otra historia, ¿verdad?

—Se puede ser amable y amable —dijo Patrick.

—Sí —asintió el chico—. Amable está bien.

—Si eres un perro faldero, sí, está bien —aclaró Patrick.

Scott se echó a reír y soltó a Maddie. En cuanto Patrick vio que no llevaba ningún arma se puso inmediatamente entre los dos.

—Vuelve al trabajo —le ordenó a Maddie por encima del hombro.

—Pero. Patr...

—Ahora, Maddie.

—Eh... ha sido un placer conocerte, Scott —dijo mientras se giraba y se dirigía hacia el pasillo—. El jefe dice que tengo que volver al trabajo. La verdad es que el trabajo es un fastidio. Te quita toda la diversión.

—Es mejor que no tener ninguno —murmuró Scott, entre apenado y enfadado.

Patrick esperó a que Maddie desapareciera, y entonces clavó su severa mirada en el joven. Su primer impulso fue estrangularlo, pero sabía lo que era ser joven y estar a disgusto con el mundo... y lo importantes que podían ser las segundas oportunidades.

—¿Qué demonios creías estar haciendo, jovencito? —cielos, se comportaba como C.D. Dugan la noche en que lo pilló intentando hacerle un puente a su camioneta.

Scott pateó el suelo, malhumorado.

—Nadie quiere emitir mis canciones.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecinueve —Patrick lo miró con una ceja arqueada y esperó—. Está bien, catorce —reconoció el chico—. Pero son buenas canciones y yo necesito dinero. Mi madre está enferma y mi padre... —la voz se le quebró.

A través de las puertas de cristal Patrick vio un coche patrulla del que salían dos agentes. Se apresuró a levantar una mano y los dos hombres asintieron y esperaron.

—Tu padre está sin trabajo —dijo.

—Tío, todo el mundo dice que la economía va bien, pero él no puede ni conseguir una entrevista.

—Sé que es muy duro, pero tú has infringido la ley al irrumpir aquí de esta manera. Lo sabes, ¿verdad, Scott?

—Sí, supongo.

Al otro lado de la esquina, Maddie aguardaba junto al resto de empleados. Sabía, por Stephen, que Patrick se ocupaba a veces de los jóvenes con problemas; algo que podría haber supuesto al oír el tono de su voz, comprensivo pero firme.

Al cabo de unos minutos Scott estaba sentado en el coche patrulla, y uno de los agentes estaba asegurando que llamaría a sus padres. Dadas las circunstancias y la edad del muchacho, no sería difícil llegar a un acuerdo con el juez.

Y Patrick, quien jamás aceptaría un centavo de su hermano para él mismo, prometió llamar a Kane y conseguirle un trabajo al padre de Scott.

A Maddie se le hizo un nudo en la garganta y se le llenaron los ojos de lágrimas.

Había intentado con todas sus fuerzas no enamorarse de él, pero no podía seguir negándolo. Su corazón estaba en manos de Patrick O’Rourke, y él no lo quería.