Todos los sargentos allí reunidos habían hablado ya, y era el turno de que tomase la palabra cualquiera de los demás combatientes que quisiera intentar lo que parecía imposible: poner de acuerdo a aquella asamblea. Él no tenía pensamiento de hacerlo, pero entre su hermano y los demás chicos de su compañía le habían estado insistiendo. No sabía si eso era porque le apreciaban, porque de verdad pensaban que lo haría muy bien, o porque querían que se quedase satisfecho y no volviese a referirse más al tema. La verdad era que él no había cesado de tratar sobre este asunto desde que la radio anunciase la retirada del enemigo. Dejó que su metralleta le colgase por la espalda y apoyado por los suyos se subió al chamuscado cubo de basura que habían estado usando como atril. Los asistentes no guardaron silencio al verle aparecer. Estaban realmente hartos de pasar calor y de escuchar a gente hablar en alto sin ofrecer una explicación que les convenciera. Pero sí que callaron al poco de que empezase a hablar.

-Combatientes y civiles de Madrid, camaradas que habéis luchado codo con codo durante toda la Guerra hasta salir victoriosos. Hemos vencido gracias a vosotros, y es por vosotros por los que a día de hoy somos libres; ¡gracias, hermanos! -esperó a que terminasen los tímidos aplausos-. Pero os pregunto una cosa: ¿de verdad somos tan libres como nos merecemos? Es verdad que la Guerra ha terminado y ya no hay un enemigo externo que nos pretenda esclavizar. Pero ninguno de vosotros puede asegurarme a ciencia cierta que es totalmente libre. Seguimos siendo dependientes del ejército, o del Estado, o de quien quiera que en realidad sea.

-El ejército somos todos -exclamó un plometa, repitiendo el recurrente dicho de los sistemas de propaganda.

-No -aseveró él sin dudar-. El ejército es el ejército, y nosotros somos nosotros. Nunca tuvimos nada que ver con los militares, en ningún momento de nuestra vida. Sólo fue una unión temporal que nos interesaba a ambos. Nada más. El ejército no quiere que seamos parte de él como iguales, quiere tenernos bajo su control ¿Por qué no se ha retirado al terminar la guerra? ¿Por qué sigue controlando los suministros? Y si los tienen ellos y nos tienen tanto aprecio, ¿por qué han cesado los repartos? En definitiva, ¿por qué siguen ahí haciendo y deshaciendo como les place? Nos han prometido la libertad y nos han ayudado a conseguirla. Pero ahora pretenden seguir manejando nuestras vidas a su gusto. Y eso es inaceptable, compañeros. Yo creo que en ningún momento les hemos otorgado ese poder. Hemos demostrado que podemos luchar por nuestros propios intereses; y además hacerlo bien. Somos autosuficientes. Es algo que hemos aprendido después de lo que pasó antes de la Depresión. Recordadlo. Los corruptos líderes que teníamos nos llevaron a la perdición. ¿Dejaremos que esto vuelva a suceder?

-Pero no son los mismos que entonces -exclamó alguien entre los presentes.

-¿No lo son? ¿De verdad? -contestó Gon apasionado-. ¿Estás seguro? Es verdad que ellos pretenden desmarcarse de aquéllos que nos enviaron a la desgracia, pero es sólo porque saben que fueron nefastos para todos. Pero son sus más directos herederos, ocultos tras una máscara; utilizan sus mismos medios y buscan alcanzar sus mismos logros. Pensad un poco en el modelo que tanto defienden: es lo mismo. Quieren hacerse con el control de las armas para decidir cómo y cuándo hacer las cosas. Quieren que todos trabajemos en la reconstrucción y en las fábricas de hacer pan, pero no para darnos sustento, sino para aumentar su poder y hacernos dependientes de ellos. Antes nos lo hicieron con los bancos, y ahora que no hay dinero nos lo harán con la comida. Volverán a extender sus tentáculos por todos aquellos rincones donde puedan, obligándonos a retroceder, asfixiando nuestros derechos más básicos. Todos los adultos aquí presentes lo habéis vivido ya una vez, no es necesario que os explique en qué consiste lo que estoy diciendo. La cuestión es si vosotros queréis que se repita.

Un murmullo se apoderó de la plaza.

-¿Y qué hacemos? -preguntaron de entre la masa.

Fue en ese momento cuando comenzaron a hacer acto de presencia los militares. No dijeron nada; ellos nunca decían nada. Sólo se limitaron a ir aparcando brusca y estruendosamente sus vehículos verdes cacería a un lado y a otro de la plaza. La mayoría de ellos eran furgonetas y rancheras con las que todos unidos habían tomado al enemigo unos días antes. Se quedaron mirando al gentío sin tratar de ocultar sus armas lo más mínimo. Los civiles se impresionaron ante su realmente amenazadora presencia pero los plometas, más altivos todavía, los ignoraron como si no fueran más que brisa y siguieron el debate con mayor atención si cabe. Gonzalo retomó la palabra sin vacilar.

-Alguien dijo una vez que cada pueblo tiene el gobierno que se merece. Nosotros que hemos luchado tanto no nos merecemos volver a ser gobernados por unos patanes incompetentes que sólo saben mirarse al ombligo. Nosotros tenemos que negarnos a aceptar ese modelo que nos tratan de imponer por la fuerza. Tenemos que exigir un sistema realmente justo e igualitario donde el ejército sea el pueblo, donde los jueces sean el pueblo, donde la ley sea el pueblo, donde el poder sea el pueblo. Porque realmente es así; no puede ser de otro modo. Rechazar cualquier sistema en el que unos pocos tengan todo el acceso al poder, y donde la mayoría no represente más que la forma de afianzar a esos pocos en la cumbre. Luchar por la defensa de nuestros derechos y libertades con tanto o más ardor que por nuestras propias vidas. Porque si bien se ha demostrado que nuestras vidas es lo único que tenemos, si no conservamos la dignidad como ciudadanos de pleno derecho, la vida que quedará en el futuro será siempre estéril. Pensad en lo realmente inútil que resulta entregar nuestro esfuerzo a una causa que ni nos va ni nos viene; de la que serán otros los que disfruten los beneficios. Todo por pensar que estamos haciendo lo correcto, creyéndonos una sarta de proverbios baratos sacados de una falsa filosofía. Pero eso no es otra cosa que las mentiras mascadas y filtradas por quienes pretenden ser nuestros jefes, nuestros amos. Mentiras metidas a presión en nuestras cabezas, listas para ser digeridas.

Vuelven los murmullos. Hay palabras y gesto de aprobación.

-Pero ellos tienen el armamento del enemigo y los medios -replicó todavía alguien.

-Pero nosotros somos más, y lo que es mejor: sabemos que nuestro coraje no tiene límites cuando de luchar por alcanzar la libertad se trata.

-¿Y qué pasará si de todas formas se empeñan en presentar batalla? ¿Qué tendremos? ¿Otra guerra?

-No. Una Rebelión. Nos rebelaremos contra el poder establecido por aquellos interesados en tenernos bajo su control. Nos rebelaremos contra aquéllos que no nos quieren más que como a animales de carga. Nos rebelaremos contra la opresión hasta que comprendan que somos libres y que queremos seguir adelante por nuestros propios medios, sin necesidad de que nos engañen y nos manejen otros. Ya somos lo suficientemente adultos, y hemos vivido suficientes calamidades como para saber cuidar nuestros intereses por nosotros mismos.

-Eso es descabellado -insistió el mismo, pero sin tanto apoyo por parte de los demás.

-No es así del todo, compañero. En otros puntos de la ciudad ya se han formado clanes independientes que le están plantando cara a Onagro y su ultimátum. No nos quieren dar otra salida, nos hacen ver que es o con ellos o en el cementerio. Pero se puede. Si entre todos los hombres y mujeres libres de la ciudad nos unimos y luchamos por una misma causa, la Rebelión que os propongo triunfará. Sólo tenemos que querer, compañeros. Hermanos, tenemos que...

-Esta reunión es ilegal -interrumpió el megáfono del ejército-. Repito, esta reunión es ilegal. Según la ley marcial decretada por el general Onagro, y aún vigente, no se autorizan reuniones de más de cuatro personas ni en terreno público ni en terreno privado. Deben despejar la zona inmediatamente. Todos aquellos ciudadanos que porten armas de fuego deberán hacer entrega de ellas en las furgonetas. Háganlo de forma escalonada.

La mayor parte de los desarmados comenzaron a abandonar el lugar a toda prisa, mientras los plometas les decían que siguieran allí sin temor alguno. Les plantaban cara directamente, e incluso había alguno que les insultaba. Gonzalo alzó las manos para continuar hablando.

-Compañeros, no caigáis en sus provocaciones. Demostradles que estáis por encima de ellos y...

Fue interrumpido inmediatamente. Volvieron a dar la misma orden de desalojo y entrega de armas, crispando los ánimos de los presentes.

-Tened calma, compañeros, sólo quieren provocaros...

-Tú cállate de una vez y entrega tu arma como es tu deber -le volvieron a interrumpir.

Él siguió replicando desde su atril improvisado, pero la voz del megáfono apagaba con facilidad la suya. De cualquier forma, el revuelo que se había formado en cada uno de los rincones de la plaza era ya tan enorme que no se le hubiera entendido gran cosa. Pese a ello, los militares siguieron insistiendo.

-Quien no entregue inmediatamente sus armas obtendrá la consideración de terrorista rebelde, y será un enemigo del nuevo Estado, un apátrida sin derechos.

Si lo que aquel hombre del megáfono pretendía era calentar aún más el ambiente lo estaba consiguiendo con creces. Pero poco más. Ante este panorama, volvió a dirigir su frustración contra Gonzalo, que se desgañitaba por hacerse oír.

-Te repito que te calles, civil.

-No me callo porque tengo derecho a hablar -contestó-. ¿Veis, compañeros? A esto me refería cuando hablaba de la represión, cuando decía que...

-Te lo advierto, civil, si sigues con esa actitud serás considerado como un terrorista rebelde -volvieron a interrumpirle por enésima vez-. Si es así no valdrás más que uno de los invasores.

-¡Me importa una mierda lo que valga yo para ti! -contestó a voz en grito-. Si me quieres considerar como un rebelde eso seré. Apoyaré una rebelión con tal de sacaros de nuestra presencia. Sois una plaga inmunda que sólo merecéis nuestro desprecio. No pienso hacer lo que me dices, ¿me oyes?

Fue justo al terminar de decir eso cuando la primera ráfaga tronó. Ya no siguió diciendo más: sentía una presión tan inmensa en el abdomen que le resultó del todo imposible. No supo de dónde le vino. Apenas si supo dónde fue a caer. Lo sujetaron entre tres de sus compañeros, de los que le habían llevado y aupado al atril. Inmediatamente lo sacaron de allí, pues el tiroteo no se hizo esperar. Unos y otros lo estaban deseando, y las balas salieron con especial ímpetu y virulencia. Encontraron un hueco entre los escombros de una casa y allí lo dejaron para ir a combatir al enemigo. Sólo uno se quedó con él, demasiado aturdido como para poder reaccionar: el joven Álex de diecisiete años. El chico que tanto aprecio le tenía, pese a lo mal que se llevaban las tres cuartas partes del tiempo que pasaban juntos.

“Álex...”

Un par de lágrimas se le escurren por las mejillas, que pese a todo siguen sonrientes. Tiene la mirada perdida, pero a poco que enfoca ve al soldado que se sigue afanando en acabar con todos sus rivales. Permanece distante al géiser de emociones que Gonzalo está sintiendo, como si los cinco metros escasos que les separan fueran una frontera entre dos mundos. Esa dualidad se termina pronto, en lo que tarda una ráfaga traicionera en impactar contra el cuerpo de aquel militar. Lo cose de abajo a arriba y en diagonal, por el abdomen, pecho, garganta, y parte de la cara. Cae de espaldas entre espasmos incontrolables, roto, tratando de controlar una respiración que se le escapa sin que pueda hacer nada por evitarlo. Gonzalo desde el suelo intenta sosegarle, enviarle algo de la poca energía que aún conserva, pero resulta inútil. Termina expirando al poco.

Unos diez segundos después aparecen por el hueco del muro Álex, Vico, Ion, Samuel y Rubén. A Gon se le llena el pecho al ver por fin a su hermano, quien no tarda en acudir a abrazarle. No se dicen nada. No es necesario. Sólo comparten el poco espacio y el aire que se dan el uno al otro. Se abrazan, se besan, se tocan. Y lloran. Ya nada de lo demás importa. Ni los balazos, ni las explosiones, ni la voz exaltada de Vico que trata de hacerse oír entre el tiroteo. Nada. Los hermanos están reunidos de nuevo. Reunidos por última vez. Pueden despedirse, y aunque nunca gusta ver cómo los seres queridos lo pasan mal, él, Gonzalo, no puede ser más feliz.

*

Luz. ¿Dónde? Aquí, ahora. ¿Mucha? ¿Poca? ¿Son ellos? ¿Han vuelto? No, no, no. No hay ruido. ¿Dónde están? No. Luz. Sale de la ventana y entra por el ojo. Es el alba de nuevo. No es la misma de ayer, es otra, es la de hoy. Qué más da. Duele. No más dolor. No, por favor. Despierto. Desnudo. Contra el suelo. Duele. No. Es un colchón, no es el suelo. No. Áspero. No es el suelo. No quiero. Quiero que se vayan. Por favor. Frío. Temblor. Duele. Disparos y explosiones entran por la ventana. Salen de la ventana y entran por los oídos. ¿Entran? ¿Salen? Sólo retumban. Están cerca. Se acercan. ¿Desde cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué? Los oídos, no los siento. No los tengo. Pero duelen. Tengo hambre. Hambre. No, no, ¡NO! Dolor. Fastidio. No, no quiero. Quiero que se vayan. Se vayan ya. ¡Ya! A la batalla. Santateresa está conmigo. Santateresa está a punto de disparar. Fuego, estruendo, sangre, disparos. Nuevos tiros, más explosiones que vienen con el frío, frío, frío. Duele. Dolor. No, por favor.

Quiero que se vayan. No quiero más. No quiero más comida. No quiero más hambre. Hambre. Temblor. Fiebre. Desolación. No, no, no. Un trago. Sí. Un trago para pasar esto, para salir de aquí. Sí. El trago entra por la ventana, junto con la luz, la mañana, el frío, los disparos, las explosiones, el dolor. Y duele. No, por favor. ¿Son ellos? ¿Han vuelto ya? Pensamientos. Recuerdos. Sí. Venid vosotros a mí. Venid y sacadme de aquí. Sí, por favor, alejadme de este dolor. Dolor que da fiebre. Fiebre que hace temblar. Temblor provocado por el frío. Frío que provoca dolor. Dolor otra vez. No, por favor. No más. No más torturas, ni golpes, ni quemaduras, ni calambrazos. No más luz. No más tiros ni explosiones. ¿De dónde vienen? ¿Entran o salen? ¿Traen comida? ¿TRAEN COMIDA? ¿MÁS COMIDA? No, por favor. Más no. Quiero que se vayan. No. ¿Dónde está Santateresa? Quiero disparar, quiero romper con todo. ¡Cuidado! Pensamientos. Recuerdos. Ya están aquí. Imágenes. Sí. Me gustan las imágenes. Ya vienen a por mí. Vuelven. Dolor. No, por favor. Un trago. Sí. Un trago. ¿Qué trago? Recuerdos. ¿De qué color? Imágenes. ¿Qué sabor? ¿Sabor? Hambre. Dolor. Temblor. Dolor. ¡Mierda! Dolor. Quiero que se vayan. No los quiero. No más disparos. No más explosiones. No más dolor, dolor, dolor. Luz. ¿Qué luz? Es el alba de nuevo. Ha vuelto. Viene a por mí una nueva mañana. ¿Una nueva mañana? ¿Hay más mañanas? Sí. Imágenes. Sí.

Me encantan las imágenes. Es el nuevo día. Está amaneciendo. Sí, ya lo veo. Como también la veo a ella. Es ella que viene con la alborada y que se deja iluminar por la ventana. Ella está ahí mismo, agachada, desnuda. Desnuda. Me está mirando. Ve cómo la miro a ella. A ella. ¡Oh, sí, es ella! Me sonríe. Es preciosa. ¡Oh, no, es ella! Dolor. ¿Por qué dolor si son sólo pensamientos? Me gustan los pensamientos. Me encanta ella. Sí, es ella. ¡Oh, sí!

Aury estaba con una rodilla hincada en el suelo, a unos pocos pasos de los pies de la cama. Hablaba y gesticulaba con ambas manos sin parar. Le dirigía miradas felinas de vez en cuando, cada vez que levantaba la cabeza del plano que garabateaba en el suelo. Había tanta tierra y polvo sobre las losetas que podía utilizarse como pizarra. Los dos estaban en aquel aparcamiento ruinoso y abandonado de la mano de la humedad y sus criaturas subterráneas. Era uno de sus escondrijos preferidos. Álex lo sabía, pero nunca la encontraba allí cuando la buscaba. Eso le frustraba enormemente, pero en el fondo le aliviaba. Sólo la veía cuando ella quería mostrarse, y esto sucedía exclusivamente cuando ella iba buscando algo. Era una cruda realidad que Álex había tenido que aceptar; con mucho esfuerzo, con demasiados sinsabores a través de demasiado tiempo.

Habían pasado casi cinco semanas desde la última vez que se vieron, y ahora ella acudía a él con un nuevo plan genial para dar un golpe en la ciudad oficial. En ese tiempo, Álex había creído enloquecer. Con ella todo siempre era demasiado, y él la recordaba demasiadas veces, y demasiado bien. Cuando se despertaba, cuando pasaba un rato solo, cuando se acostaba con otra chica. No era algo normal, o por lo menos no le ocurría con nadie más. Sólo con ella. Eso le asustaba y preocupaba al mismo tiempo. Y ahora estaba allí tumbado, sobre el deterioradísimo somier donde habían estado toda la noche haciendo el amor. Aury tenía todavía los hombros y la espalda empapados en sudor, y le brillaban contra la luz tintineante de las dos velas que había sobre una silla huérfana de mesa. Ella se afanaba en explicarle los entresijos de su plan, pero él no le estaba prestando apenas atención. Su cabeza sólo sabía decirle que quería más. Tenía esa idea fija entre las cejas. Sin embargo, por más lascivas que eran las miradas que le lanzaba, no conseguía que ella variase ni un ápice su discurso. Eso no le agradaba. Y no era lo único.

-¿Qué te ha pasado ahí? -le preguntó interrumpiéndola.

Ella se le quedó mirando con la boca medio abierta, a punto de soltar una nueva palabra.

-¿Qué? ¿Dónde? -preguntó extrañada.

-Ahí, en la pierna. ¿Qué te ha pasado?

La chica se observó y descubrió que efectivamente había un informe cardenal en la parte interior de su muslo izquierdo. Tenía el tamaño de una fresa, aunque bastante peor color. Se pasó un dedo por la sucia pero suave piel, manchándola un poco más. A Álex no le importó en absoluto ese último detalle.

-Me caí el otro día huyendo de los maderos -respondió despreocupada.

-¿Y lo de la espalda? -interrogó al instante.

-¿Qué me pasa en la espalda?

-La tienes toda llena de arañazos.

Ella le sostuvo la mirada por un segundo sin decir “esta boca es mía”. Sus enormes ojos le estudiaban al detalle, mientras su ágil cerebro calibraba la respuesta.

-Me lo habrás hecho tú esta noche -respondió con media sonrisa pícara.

-Yo no te he hecho nada -repuso él quizás demasiado serio-. Ni una cosa ni otra.

La chica levantó una ceja incrédula y desafiante a la vez. Este gesto tan descarado incluso excitó algo más a Álex. Se sintió estúpido por ello.

-¿Qué quieres saber, cómo me lo hice o quién me lo hizo? -fue su respuesta.

Mientras hacía salir esas últimas palabras, Álex se fue dando cuenta de lo poco productivo de su comportamiento. No sabía por qué se ponía así de vez en cuando con ella. Era un ímpetu que brotaba solo de su pecho y que no podía controlar. Sabía de sobra que Aury hacía y deshacía lo que quería, cuánto quería, y cómo quería. Exactamente igual que él. Pero en ocasiones se le escapaba ese coletazo furioso, y era entonces cuando se daba cuenta de lo mucho que le importaba realmente. Y ya peor no se podía sentir.

-No quiero saber nada -respondió fingiendo indiferencia-. Me suda la polla lo que hagas por ahí con tu vida, tía. Era simple curiosidad. No te pienses que eres tan importante.

De seguida se tumbó de espaldas y se quedó mirando al techo con las manos entrelazadas tras la nuca. Ella se le quedó mirando fijamente, manteniendo la misma expresión de incredulidad pero con un brillo en las pupilas que venía a significar “comprendo”. Volvió a aflorar su media sonrisa, inteligente y ciertamente maliciosa. Él se la perdió.

-Vale, tipo duro -dijo ella-. ¿Quieres ahora prestar un poquito de atención a lo que trato de explicarte? Me dijiste que te interesaba. ¿O era la única idea que salió de tu cabecita para que nos metiéramos antes en la cama?

Si no estaba ya bastante ofendido por sí mismo y su pueril comportamiento, ese comentario le terminó de escocer. Se volvió hacia ella enojado, pero no hizo referencias al respecto ni a cualquier otra cosa. Sabía que llevaba las de perder, así que se tragó su orgullo y prefirió dejar la conversación ahí.

-Continúa -se limitó a decir con cara de póker.

Se lo explicó todo de nuevo desde el principio. Todo. Era un plan bastante bien elaborado, a diferencia de las chapuzas que solían llevar a cabo, que si salían bien era de puro milagro. Ella manejaba información exacta sobre puntos cruciales como horarios, posición de cámaras de seguridad, cambios de guardia, y número de vigilantes. Demasiada precisión para ellos, pensó Álex extrañado. El objetivo, el Hotel Eurostars Madrid Tower: una de las cuatro torres inmensas que nacían junto al Paseo de la Castellana. Lo único que no estaba del todo claro era el botín. Estaban de acuerdo en que cualquiera de las cuatro torres debía de estar a rebosar de cosas de valor, pero lo que no sabían era a por qué iban, y en el caso de encontrar algo de su gusto, cómo iban a llevárselo. Además la zona debía de estar poderosamente defendida, ya no sólo en su interior, sino en su perímetro. Pero justamente eso era el punto caótico y suicida que terminó por convencer a Álex. Ion y Charlie serían los otros dos componentes de este comando kamikaze.

Esperaron a que la noche estuviera bien entrada para iniciar el acercamiento. El plan consistía en actuar por la mañana, pero era necesario amanecer en el lado enemigo del muro. Iban ataviados con esas vestimentas y pinturas negras que tanto gustaban a Álex, y que tan bien les confundían con la noche. Avanzaron hasta la primera parada de su recorrido sin encontrar oposición alguna, sin más peligro que pasar por una esquina donde quedase funcionando alguna farola. Apenas quedaban, pues los rebeldes las apedreaban con saña para evitar ser vistos por los francotiradores de las torres cuando el sol caía. Los cuatro chicos tomaron posiciones en un bloque de viviendas que ya era viejo cuando se inició la Guerra. Sus ventanas daban directamente a la avenida, y estaban prácticamente encima del muro. Un gran telón negro se extendía frente a ellas, pero los cuatro rascacielos eran tan enormes que su presencia se podía sentir. Aury, Charlie, y Álex saltaron el primer y el segundo muro por el sitio indicado en el momento preciso. Nadie dio alarma alguna; parecía que la información manejada por la chica era de fiar. Debían volver tres horas justas después, no por ese mismo lugar, sino por uno al otro lado de las torres. Allí, en un bloque cercano, les estaría esperando Ion, con la mira telescópica de su recién estrenado rifle siempre dispuesta.

En el otro lado las farolas sí que funcionaban. No había tantas como antes de la Depresión, pero bastaban para convertir la noche en día en ciertos puntos estratégicos. Por allí su camuflaje negro perdía casi toda su eficacia. Por ello, nada más poner el pie en tierra salieron corriendo buscando las sombras como las arañas buscan los rincones. Cualquier saliente se convertía automáticamente en un escondite perfecto. Y así, de escondite en escondite fueron siguiendo furtivamente una ruta que les llevó más allá, alejándose momentáneamente de aquellos cuatro colosos. Buscaban acceder por el subsuelo, por la intrincada red de carreteras que en su día debía de conducir a los coches hacia sus respectivos aparcamientos subterráneos. Ahora no eran más que alargados y sinuosos túneles fantasma por donde correteaban las ratas.

Había una mal fijada pero efectiva cancela al inicio del túnel. Encontraron allí vigilándola a dos guardias. Los mataron sin ruido ni remordimientos. Nada les impidió seguir el camino hasta la misma entrada del garaje. Sólo tuvieron que sortear los rincones iluminados para no ser vistos por las omnipresentes cámaras. Aury sabía dónde se encontraban situadas, pero les reconoció que no podía asegurar cuáles funcionaban realmente. Por si acaso las esquivaron todas. Encontraron una nueva cancela custodiada por otros guardias, tan jóvenes como ellos, pero que habían caído del bando equivocado. Ésa era al menos la opinión de los cuchillos carniceros que Charlie y Álex blandían. Los guardias no llegaron a saber quiénes acabaron con sus vidas. Era el último escollo para entrar en el parking. Allí encontraron bastantes coches estacionados, más numerosos y mejor conservados de lo que podrían haber imaginado, acostumbrados como estaban a verlos pasar de vez en cuando o a verlos tirados en las calles. Por la suciedad y el polvo acumulados, algunos debían de estar allí desde cuando había paz, al menos en la ciudad. Pero los más cercanos a la puerta que daba acceso a las escaleras sí presentaban signos de reciente movimiento. Estaban limpios y relucientes, y al acercar la mano a la chapa se podía sentir inquietantemente algo de calor.

-Esto es porque aquí no paran de entrar y salir coches -explicó Aury para tranquilizarles-. Tenemos encima importantes oficinas, y casi todos los jefes gordos tienen sus despachos aquí. Por eso están tratando de cargarse siempre al clan de la Catedral, que por cercanía son los que más les incordian.

-Se podrían pudrir unos y otros -masculló Álex entre dientes.

La luz en el garaje también era austera, por no decir inexistente. Apenas servía para diferenciar las columnas del techo y el suelo. Se ocultaron sigilosamente tras una furgoneta oscura que estaba aparcada junto a una pared gris. Fueron tragados por su sombra. “Veinticuatro E” se podía leer pintado en grande en el muro contiguo. Álex sacó su cuchillo, y apretando la lengua en la comisura de los labios se afanó en raspar allí mismo la leyenda: Rebelión 20/6/19. A su lado, Aury trató de disuadirle de ello, pero pronto comprendió que no pararía hasta saciar su vandalismo. Ambos estaban esperando a que Charlie regresara. El joven estaba encargado de dejar fuera de juego cuatro cámaras de seguridad que, según Aury, debían de encontrarse cerca. Utilizó para ello su inseparable escopeta de aire comprimido con la que solía cazar pájaros y otras alimañas para comer. En el momento en el que llegó había transcurrido una hora justa desde que saltasen el primer muro en la Castellana. Traía consigo un olor que tanto Álex como Aury reconocieron en seguida en la oscuridad.

-Ya está -dijo Charlie.

-¿Qué ha pasado? -inquirió Álex al momento.

-¿Qué?

-Me cago en el Teniente, vienes apestando a casquería -respondió Álex mientras le palpaba en la camiseta a la altura del abdomen y los antebrazos-. Estás empapado en sangre, y seguro que no hay ni una gota tuya.

-Tú no preocupa más salud mía, tú preocupa sólo tuya, ¿eh?

-Te dije que nada de muertes innecesarias.

-No. Tú dijiste no tiros. Yo no pega tiros. ¿Escuchaste tú alguno? No pum, pum. Nada. Yo silencioso como puto viento.

-Esto no es un juego, Samir, estamos arriesgando muchísimo aquí abajo y no quiero que me abrasen el culo porque tú la cagues otra vez.

-Yo no la caga. No, nunca la caga. Si gente muere es porque siempre peligro hay. Yo no tengo culpa por cada niñato marica que no sabe qué hace palme.

Los ojos de Álex parecieron querer salirse de sus cuencas al escuchar eso. Ambos sabían perfectamente que estaban hablando de la todavía reciente misión del robo del comeollas. Sabían que estaban hablando de Tubo. Álex estaba convencido de que Charlie había tenido algo que ver en su muerte, pero no lo podía demostrar. Por su parte, Charlie sabía de las desconfianzas de Álex, y cuidaba de estar siempre a la defensiva cada vez que discutían. Desde entonces la confianza mutua se había agrietado y tanto el uno como el otro habían comenzado a distanciarse irremediablemente.

-Sabes perfectamente lo que te estoy diciendo, Samir. No voy a soportar ni media de otra de tus estupideces. Antes te meto un tiro.

-Inténtalo -respondió Charlie desafiante poniendo su cara a un palmo de la de Álex-. Qué va a hacer tú si no eres capaz decir mi nombre. ¿Se te ha olvidado, o es que tú ya no quieres amistad bastante para dice Charlie?

Aury, que hasta el momento observaba la escena en silencio, decidió poner paz temiéndose que llegasen a mayores. Se interpuso entre ellos.

-Callaros de una puta vez, joder. Parecéis dos malditos críos.

Estaban separados físicamente por el cuerpo de la chica, pero para ellos no existía. Ninguno de los dos hizo el mínimo esfuerzo para apartar esa mirada canina y lesiva de quienes están esperando tener un motivo para saltar a por el cuello del otro.

-Te voy a estar vigilando -dijo Álex.

-Vete a la mierda -respondió Charlie.

-¡Bueno vale ya, me cago en el General! -exclamó Aury-. Estamos pringados hasta las cejas en lo más peligroso del terreno enemigo y lo que nos faltaba para completarlo era montar un numerito para llamar la atención. No quiero que me den un balazo por vuestras gilipolleces. Así que dejadlo de una puñetera vez.

Hubo silencio, tenso, pero silencio al fin y al cabo. Dejaron de mirarse, aunque sabían que la confrontación no había terminado y estaban deseando reanudarla. Sólo la habían pospuesto por el interés de la misión y de sus propias vidas. Se calmaron por unos instantes, pero la situación no invitaba a la relajación. Seguían jugándose la vida por estar allí, y sólo Aury parecía controlar lo que estaba ocurriendo.

-¿A qué estamos esperando? -terminó por preguntar Álex.

-A que llegue un coche -respondió sin dejar de vigilar lo que pasaba más allá de la furgoneta.

-¿Un coche? ¿Para qué?

-¡Para hacer una carrera, no te jode! -replicó ella-. Vamos a tomar como rehén a su ocupante para entrar con él en el edificio.

A Álex no le hacía demasiada gracia eso de tomar rehenes. Nunca le había gustado. Pero viendo lo claro que lo tenía, y lo muy elaborado que estaba el plan, se dejó llevar por lo que ella dispusiera. Llevaba el frondoso pelo recogido tras la coronilla, mostrando un pedazo de la suave piel blanca de su nuca. Ahí no había llegado la pintura negra, o tal vez se le olvidó cubrírsela, lo que Álex agradeció al contemplarla. Se hubiera lanzado a darle un mordisco sin dudarlo. A punto estaba de hacerlo, cuando de improviso escucharon un coche acercarse. Era de tamaño mediano, de un color parduzco claro. Ninguno de los tres era un especialista, pero aquel vehículo hacía bastante más ruido de lo que debería. Una nube negrísima no dejó de salir por su tubo de escape hasta que no se hubo detenido completamente. De él se bajó un hombre alto, trajeado pero sin corbata, que llevaba colgando de su hombro izquierdo una bolsa rectangular y azul que a Álex le recordó vagamente a la funda del ordenador portátil de su madre. Estaba a unos pocos metros de la puerta que daba acceso al edificio. Los recorrió a grandes zancadas, despreocupado, sin temerse que estaba rodeado de cámaras de seguridad destrozadas, de vigilantes muertos, y de los tres responsables acechándole. Sin embargo, Aury no movió ni un pelo.

-¡Vamos! -le expresó Álex al oído.

-No -respondió ella seca.

-¿Qué?

No tuvo respuesta. El hombre ya había alcanzado la puerta.

-¡Vamos! -le repitió.

-No. Deja que se vaya.

-¿Pero por qué? Si es perfecto.

-No me convencía -replicó tras pensárselo varios segundos.

Álex se la quedó mirando con un signo de interrogación dibujado en la cara. Por más que lo intentaba, no podía evitar que aquellas palabras le sonasen a excusa barata. Iba a contraatacar, cuando un nuevo coche hizo su aparición. Éste era bastante más robusto y limpio. Su motor sí daba señales de un buen funcionamiento. Se deslizaba grácilmente por entre las columnas. Su brillante chapa debía de tener algún color, pero la oscuridad le hacía confundirse con el negro. Aury no lo perdía de vista, como si le estuviera haciendo fotos con sus retinas.

-Ése es -se limitó a decir.

A Álex esto le sonó raro. Creyó comprender por unos instantes lo que quería decir, pero al momento volvió a preguntarse por qué éste sí y el otro no. Ella no dudaba, sólo actuaba. Apresó su Colt Python contra su cadera con el cinto, y sacó de un bolsillo una pistola como las de la policía que Álex ya le había visto en un par de ocasiones anteriormente. De otro bolsillo sacó un pequeño cilindro que también le resultó familiar al muchacho. Lo enroscó con prisas en el cañón de la pistola sin dejar de mirar ni un segundo al coche todavía en movimiento.

-¿Qué es eso? -preguntó Álex.

-Un silenciador.

-Se parece bastante a tu pintalabios.

-¿Qué? -respondió ella sin comprender ni una sola palabra-. Deja de decir tonterías y vamos a por ellos. Saca el cuchillo y deja la metralleta tranquilita. Dentro del coche puede haber gente armada, y junto a los ascensores hay otro guardia más. Hay que acabar con todos a cuchillo; no podemos permitirnos hacer demasiado ruido.

Charlie sacó el cuchillo de su funda haciendo sonar su metálico filo. Le encantaba hacer eso. Mientras, Álex seguía sumamente extrañado por la asombrosa precisión que mostraba la chica en cada cosa que decía. Tal vez por ello no se asombró tanto como debiera al comprobar que del vehículo salían efectivamente dos hombres vestidos de paisano, pero portando fusiles de asalto como los del ejército. Caminaron los dos pasos escasos que había entre la puerta del coche y la de los accesos para perderse de vista al momento.

-A por ellos -exclamó Aury-. Negro, tú a por el conductor. ¡Ya!

Los chicos salieron disparados de su escondite. Había bastante trecho hasta alcanzar su objetivo, pero las sombras les ayudaron a atravesar la mayor parte antes de ser vistos por los tres que aún quedaban sentados dentro del coche. Éstos gritaron alarmados para avisar al vigilante que había entre las dos puertas. Antes de que se enterase de qué ocurría, Álex cayó encima de él con el cuchillo por delante. Se lo hundió en la garganta tan fuerte y despiadadamente como pudo, sin darle más opción que la de rodar por los suelos. Aury entró disparando en la sala de los ascensores, dejando secos al momento a los otros dos hombres armados. Charlie, habiendo desenfundado su UZI, se encargó de que los otros tres no se pusieran más nerviosos de la cuenta, y de que el conductor no intentase cometer ninguna heroicidad. Le obligó a bajar la ventanilla y quitó el contacto. Mientras Álex introducía a marchas forzadas los cuerpos sin vida dentro del maletero del propio vehículo, Aury se sentó en el espacioso asiento trasero con los dos hombres. Estaban horrorizados. Ella utilizó esto en su favor y no dudó en encañonarlos con cara de psicópata. Cerró la puerta. Miró fugazmente a uno y a otro, y tras estudiarlos un poco comenzó a hacerles preguntas. Álex no se enteró de ninguna de ellas, afanado en dejar el mínimo rastro posible de su paso por allí.

Cuando ya había retirado los cadáveres, dos golpes secos de distinta intensidad llegaron del interior del coche. Álex miró alertado, encontrando una mancha roja viscosa desparramándose por la luna trasera que hacía un segundo estaba limpia. Se abrió la puerta y salió ella apuntando a la cabeza del único que había quedado con vida. Éste, muerto de terror, abandonó el coche tras ella apenas consiguiendo poner un pie delante del otro.

-Negro, aparca el coche cerca de la puerta y espera ahí a que lleguemos -ordenó ella.

-Mí quiere subir también la torre -espetó Charlie.

-Éste es mi plan y tú vas a hacer lo que yo diga. Necesitamos el puto coche, así que aguarda a que lleguemos y no hagas nada más. Te traeremos algo bonito.

Charlie dio un chasquido con la lengua y maldijo para sí en su lengua natal, pero terminó obedeciendo. Apartó el cuerpo inerte del conductor y se montó en el coche. Álex estaba boquiabierto, escamado. No comprendía nada de lo que estaba pasando a su alrededor. Se sentía, más que como un actor activo de la representación, como un figurante o alguien del público que se limita a mirar sin hacer nada. Charlie nunca había recibido órdenes de nadie de esa forma. Pero lo realmente extraño era el comportamiento de Aury. Ella jamás había destacado por ser especialmente sanguinaria, y sin embargo en lo que iba de noche había acabado con la vida de seis personas, las dos últimas desarmadas. Nada parecía tener demasiado sentido allí, pero estaba funcionando; y era eso lo que importaba.

*

-Vamos -dijo ella dándole una patada al hombre para que marchase hacia delante.

Álex la siguió y ella siguió al hombre, que parecía conocer el camino. Subieron por las escaleras, pues según explicó ella cortaban la mayor parte del suministro de luz por la noche para ahorrar energía. Ascendieron así más de treinta plantas, dejando muertos por el camino a cuatro vigilantes más y a un civil que intentó darse a la fuga al verlos. El rehén, un hombre que estaba más bien entrado en carnes y años, se encontraba exhausto, pero el amenazante silenciador de la pistola de la chica le obligaba a seguir adelante. Por fin salieron de la zona de escaleras para dar a un solitario recibidor. Desde ahí se podía acceder a tres pasillos, que parecían interminables por permanecer encendidas solamente las luces de emergencia. Un aire tétrico y silencioso sobrevolaba el ambiente de aquel lugar. Podían escuchar hasta el leve sonido de sus pisadas sobre la mullida moqueta.

-El despacho del señor Arístegui se encuentra... -comenzó a decir el rehén con media voz atenazada por el miedo.

Aury lo había interrumpido de un coscorrón con la culata de su pistola. Se le acercó al oído, y con un colérico susurro le dijo:

-Tú cierra la puta boca y no dejes de caminar, joder. Guíame y lo demás ya me lo imagino yo, ¿de acuerdo?

Álex seguía sin comprender absolutamente nada. Cada paso que daba Aury, cada cosa que hacía, cada palabra que le escuchaba decir; todo le chirriaba cada vez más. No se pudo aguantar por un instante, y acercándose a su compañera le murmuró.

-Oye, Gata, ¿qué coño estamos haciendo? Creí que habíamos venido a desvalijar esto, no a dar un paseo a oscuras.

-Y a eso hemos venido -respondió ella sin disminuir el paso-. No querrás que venga una azafata en bragas a darnos en la manita las llaves de un helicóptero lleno de lanzagranadas, ¿no?

-Ya. Pero lo más parecido a un botín que tenemos hasta ahora es el tío este. Si lo que pretendes es que me lo lleve a mi casa estás muy equivocada.

Por vez primera en toda la noche, la chica pareció dudar, aunque sólo fuera por unos instantes. Miró hacia delante y hacia atrás, como buscando algo que no existía en medio de tan persistente oscuridad.

-Está bien -dijo finalmente-. Rebusca por las habitaciones a ver qué puedes encontrar. Pero no te vayas muy lejos por si acaso. Y no llames la atención.

Y siguió con su camino sin dar señas de preocupación. Álex se quedó clavado en el sitio, mirándola incrédulo y ofuscado. Hubiera esperado cualquier respuesta menos ésa. Ella, que parecía tener todo planificado y bajo control, le mandaba ahora a “rebuscar por las habitaciones a ver qué podía encontrar”.

“Tócate los cojones.”

Se sintió más que estúpido, por debajo de un nivel que se pudiera considerar como normal. Lo peor de todo era que no le quedaba más remedio que hacerle caso y buscarse el beneficio por su parte. Agarró con fuerza a Santateresa y lleno de enojo intentó abrir la primera puerta que tuvo a mano. Cerrada. Se vio tentado de reventar la cerradura a balazos, pero en vez de eso probó con la siguiente. Cerrada también. Así una a una hasta que por fin un pomo quiso ceder a la presión de su muñeca. Abrió una pequeña rendija y asomó por ella la cabeza cuidadosamente. No vio nada. Únicamente la luz de emergencia sobre el quicio permanecía encendida con la palabra exit. Las persianas estaban a medio bajar, y por sus agujeros se colaba una tonalidad ligeramente más pálida que la oscuridad reinante. Debía de estar comenzado a amanecer, lo que no era suficiente para ver más allá de las narices. Trató de accionar las luces, pero no hubo suerte. Se sacó del bolsillo una diminuta linterna, la agitó enérgicamente para cargar la pila y la encendió. Vio entonces una habitación enorme, con cuadros, lámparas, sofás, sillones, varias mesas con sus sillas alrededor, un televisor casi tan extenso como las ventanas, una cama para cuatro, y un cuarto de baño impresionante.

El chico no necesitó hacer grandes piruetas mentales para dilucidar que aquello era una habitación de hotel. Resopló defraudado. Allí no había nada que le sirviera ni a él ni a los suyos, y dudaba que pudiera despertar algo de interés en los mercaderes. Estaba rodeado de lujos que en el mundo del que procedía no tenían valor alguno. Aquella habitación era un trozo del inútil pasado, una cápsula del tiempo que recordaba cómo funcionaban antes las cosas. Y si bien muchos hubieran invertido sus ahorros por pasar allí unos días, a Álex no le entraban más que ganas de arrojar un cóctel Molotov en medio de la alfombra. Se volvió decepcionado y rabioso hacia el pasillo, convencido de que no podía tener tan mala suerte; que en un lugar tan enorme aún tenía alguna oportunidad de encontrar algo que le fuera de utilidad. Se dirigió hacia el otro extremo del recibidor, hacia un nuevo pasillo plagado de puertas. Cerradas en su mayoría. Pero más adelante, por tres rendijas contiguas, se colaba tímidamente una lucecita mansa y clara. Esas puertas daban a otra cara del edificio, al lugar contrario que la habitación en la que había entrado antes. Su curiosidad decidió unilateralmente que él tenía que comprobar qué había allí detrás. El resto de su raciocinio le dio el visto bueno, y comenzó a girar los pomos. Sólo el último que probó cedió. La puerta se fue abriendo suavemente y sin hacer ruido, dejando pasar la lucecilla hasta alumbrar casi sin querer el trozo de pasillo que le correspondía. Álex se metió dentro sibilino, tirando del picaporte hasta dejar de nuevo a oscuras el corredor. No necesitó accionar las luces ni encender la linterna. Sus ojos bien acostumbrados a las tinieblas podían diferenciar las formas allí dentro mucho mejor que antes. Las persianas estaban bajadas en su mayoría, pero por una ventana abierta pudo ver las luces del alba que pugnaban por apagar las estrellas. Aquella habitación era también inmensa, pero a diferencia de la otra no parecía tener fin. El chico avanzaba sin hacer ruido, apretando su valiosa metralleta contra sí mismo, sobre todo cuando procedente de algún punto del fondo comenzó a escuchar los ecos de una voz.

Sólo se oía hablar a una persona, pero no entendía qué podía estar diciendo. Extremó la precaución y se puso en modo acecho; caminando agachado, desconfiando cada vez que torcía una esquina o pasaba por delante de algún marco, esperando encontrar hostilidad en cada palmo de pared. Con cada paso se aproximaba más a aquel hombre que, o bien hablaba solo, o su interlocutor lo hacía tan bajo que él no lo podía escuchar. Era inglés lo que salía de su boca. Álex lo reconoció en seguida, aunque estaba demasiado ocupado pasando inadvertido como para saber qué era lo que decía. Sintió un pellizco en el interior del estómago que no sabía cómo interpretar, pero que le impelía a seguir y seguir. La suite no se terminaba nunca, apareciendo un nuevo salón o distribuidor cuando ya parecía imposible que hubiera nada más allá. Por fin llegó a una estancia con una forma que recordaba vagamente a una gruesa L. Al otro lado, donde él no podía ver, debía de estar la fuente de aquella misteriosa voz que hablaba sola. Por los amplios ventanales se colaba -esta vez sí- la lucecita inocente del amanecer, dejando entrever los edificios de la vieja ciudad que desde allí arriba se hacían insignificantes. Álex se quedó embobado mirando al exterior, pero pronto se tuvo que agachar y quedarse muy quieto tras un sillón. Un fornido hombre vestido de chaqueta apareció sin previo aviso y se dirigió hacia donde él estaba.

Pasó de largo, pero se quedó cerca, de espaldas. No era él quien hablaba. Sólo se limitaba a manipular algo de encima de una bandeja metálica. Eran tazas que emitían la fragancia del café recién hecho; el verdadero café, y no la porquería a la que Álex estaba acostumbrado. Sabía que no podía utilizar su metralleta a no ser que no le quedase más remedio, por lo que se sintió acorralado. No se lo pensó dos veces, y como el animal ansioso y salvaje en el que se había convertido, se abalanzó contra la ancha espalda clavándole el puñal hasta el mango en las cervicales. El cuerpo del hombre cayó cuan grande era sobre el bonito juego de café, armando gran estruendo en medio de la relativa paz de la habitación. Había sido una dentellada perfecta y su presa murió en el acto, pero Álex se arrepintió instantáneamente de la torpeza cometida. Había descubierto su posición, y ya sólo le quedaba huir o seguir adelante con todo. Su cerebro le informó de la ardua huida que de seguro le esperaba. Así que volvió a empuñar a Santateresa y se dirigió a ver qué había al otro lado de la esquina que no conocía. Lógicamente la voz se había callado de golpe al escuchar tanto ruido. Pronto vio a quién pertenecía.

Tras una mesa enorme de finísima madera pulida, se encontraba un hombre trajeado con un minúsculo teléfono pegado a la oreja. Le miró sorprendido, casi tanto como otro hombre que había a su lado, que por vestimenta y pose le recordaba al que acababa de acuchillar. Éste último se dirigía a grandes zancadas hacia su posición para ver qué estaba pasando. Se detuvo en seco al encontrarle. Su primera reacción fue llevarse las manos al interior de la americana, pero el “¡quieto!” de Álex le disuadió. Santateresa le apuntaba. El muchacho fue avanzando cauto, midiendo cada paso que daba. Lanzaba miradas furtivas hacia todas partes, buscando algo que le apoyase o que al menos no significase una amenaza.

-Tranquilo, Alfredo -dijo el hombre de la mesa sin dejar de mirar a Álex-. No pasa nada.

Álex siguió tomando posiciones lentamente, aún sobresaltado.

-Eso es, Alfredo, hazle caso -aconsejó el chico templando la voz-. Y tú tira el puto teléfono lejos. Muy bien. Ábrete la chaqueta, Alfredo. Lentamente y con una sola mano. Y cuidadito con lo que haces, que me pica muchísimo el dedo y estoy deseando rascármelo con el gatillo.

El hombre dudó por unos instantes, sabiéndose en inferioridad contra la metralleta que le apuntaba.

-Haz lo que te dice, Alfredo -volvió a recomendar serenamente el hombre de la mesa.

Obedeció, tomando con dos dedos un pesado revólver y lanzándolo al suelo lejos.

-¿Qué has hecho con Lucas? -preguntó el hombre de la mesa.

-Lo he enviado a por más café abajo -contestó Álex sin dejar de apuntar-. A lo mejor tarda un poco en volver.

Pese a quedar como único hombre armado de la sala, algo en el interior del chico hacía que estuviera en permanente guardia. No bajó ni por instante el cañón de Santateresa del ojo con el que apuntaba. El hombre de la mesa, que había comprendido lo que Álex le quiso decir, volvió a tomar la palabra.

-Bueno, dinos quién eres y a qué debemos tu visita.

Estaba tan calmado que incluso abrumaba. Eso desconcertaba sobremanera al muchacho.

-Aquí las preguntas las hago yo, coño -respondió-. Y tú, pégate las manos tras la nuca y túmbate boca abajo. ¡Ya!

Alfredo obedeció sin más.

-Yo creo que te conozco -retomó tranquilamente la palabra el hombre de la mesa.

-Cierra el pico, bocazas de mierda -respondió Álex rudo.

-Sí -siguió diciendo sin importarle el tono hostil del chico-. Un muchacho joven que porta una AKM, con el pelo rizado, una velocidad endiablada, y fuego brotando por sus ojos. Más que osado, un temerario a quien parece que las balas no saben cómo alcanzar. Te esperaba con la piel un poco más clara, pero encajas perfectamente con la descripción.

El chico se miró los dedos de la mano izquierda que sujetaban la metralleta y que quedaban justo delante de él. Estaban tiznados aún por su camuflaje nocturno. Se había quedado sin palabras al escucharle, a medio camino entre la incredulidad y el orgullo. Lo hubiera mandado a callar de una nueva bravuconada, pero por alguna razón que se le escapaba dejó que siguiera hablando.

-Tú eres el Mono, ¿verdad?

Eso sí que lo tomó desprevenido. No era un simple adulador, eso parecía claro. Álex fue centrando su vista en el rostro de aquel hombre. Debía de rondar la quinta década de su vida, pero se conservaba realmente bien. Tenía el pelo oscuro y entrecano, escrupulosamente peinado, y un afeitado de no hacía más de un par de horas. Era elegante, y en cierto modo atractivo, lo que transmitía e intensificaba con su templada voz y la forma que tenía de utilizar sus palabras. Irradiaba una confianza apabullante que lograba frenar en seco el ímpetu del chico. Tal vez ese carisma le posibilitó granjearse mayor atención que cualquier otro en su misma situación.

-Sí: tú eres el famoso Mono, sí, estoy convencido -prosiguió, ignorando el ojo mortífero de Santateresa que apuntaba contra su pecho-. El que calla otorga. ¡Vaya! No esperaba encontrarme contigo, Álex el Mono. Es todo un placer, créeme.

-¿Y tú quién cojones eres?

-¡Oh, sí! Qué maleducado, ¿verdad? Yo soy José Arístegui, uno de los dirigentes de la ciudad -dijo, mostrando con la mano abierta lo que había más allá de los ventanales.

Álex no pudo evitar mirar, volviendo hacia su objetivo rápidamente. Le estaba engatusando como un prestidigitador a un grupo de colegiales.

-¿Son ciertas las cosas que dicen de ti? -preguntó José guardando las formas, pero sin evitar cierto tono de entusiasmo.

-No lo sé -respondió Álex-. La gente habla mucho y sabe poco.

-Qué gran verdad. Pero insisto: ¿sabes que dicen que organizaste tú solo una matanza en la Casa de Campo, dejando secos a más de doce de los plometas de Chamartín? ¿Y que sólo hiciste eso para recuperar tu preciada metralleta?

-Nunca se pudo demostrar que fuera yo.

El hombre asintió sonriendo.

-¿Quieres sentarte? -le ofreció.

-No. Pero tú quieres levantarte y poner las manos donde yo pueda verlas, ¿a que sí?

José obedeció sin perder la compostura ni la sonrisa. Se mostró alto, de hombros rectos y cuidada figura.

-En una complicadísima operación de la policía salvaste a más de la mitad de los componentes del clan de la Cruz del Rayo -prosiguió.

-No estaba yo solo.

-Y te atribuyen la muerte de más de cien militares y policías desde aquel veinte de junio del dos mil diecinueve hasta hoy. Casi cinco años: no es poco, amigo.

El chico no contestó, abrumado por tal dato. No sabía que habían sido tantos. Tampoco había pensado que habían pasado ya tantos años del estallido de la Rebelión. Volvió a levantar el fusil al caer en la cuenta de que estaba bajando la guardia.

-Si hubiera un par más como tú la Rebelión habría triunfado hace ya bastante tiempo. En realidad te digo que soy un gran admirador tuyo. No es para menos.

Álex entrecerró los ojos tratando de asimilar lo que estaba escuchando, y para calcular qué pretendía aquel personaje tan singular. Se sentía extrañado e incómodo al estar hablando con un desconocido que parecía conocerle muy bien a él. La desconfianza acudió una vez más en su ayuda.

-Tú no eres un dirigente de la ciudad, ¿verdad? -preguntó-. ¿Quién cojones eres entonces?

Volvió a aflorar su fascinante y amplia sonrisa.

-Así que no me crees. Haces bien. Efectivamente, no se me puede considerar como uno de los que están al frente del gobierno de la ciudad. Cuando te hablen de los mandamases no apareceré yo por ninguna parte. Pero sin embargo soy yo quien ostenta el verdadero poder, y sin mí y unos pocos más como yo, nada de lo que ves sería posible.

-Eso es muy bonito, pero no me has contestado.

Una nueva sonrisa, tal vez más espléndida que la anterior. Parecía disfrutar con aquella conversación lo mismo que a Álex le incomodaba. Se tomó unos segundos más antes de volver a contestar.

-Se podría decir, Álex, que yo soy tu padre.

Esto le cayó como un jarro de agua helada sobre la cabeza, pero pronto le hizo gracia y ahora era el chico quien daba una carcajada.

-Eso ya lo he oído antes en otro sitio. Como comprenderás tampoco me vale como respuesta.

Sonrieron cómplices el uno del otro.

-Volviendo al tema de tu AKM, un fusil de asalto no es típico de aquí. Lo ganaste durante la Guerra, ¿verdad? -preguntó de sopetón.

En condiciones normales el chico le hubiera instado a no salirse de los cauces que él había fijado para la conversación, pero le siguió la corriente. No era consciente de lo muy encandilado que estaba.

-Sí -contestó-. Se lo quité a uno de los invasores y luego me lo cargué.

-Todo un héroe de guerra, desde luego. Esa AKM es una verdadera obra de arte que no hemos podido igualar en nuestras fábricas. Hemos avanzado mucho en los últimos años, pero ningún fusil se acomoda mejor a las condiciones de la lucha que se estila hoy en día como los Kalashnikov.

-¿El Estado fabrica armas?

-No exactamente. Mi familia las fabrica desde hace ya más de cien años. El Estado es nuestro cliente; uno de ellos.

-Un momento. ¿A día de hoy sigue habiendo fábricas que no sean de alimentos?

-Por supuesto. De hecho en el norte del país sólo están las nuestras. Y funcionan a pleno rendimiento.

-¿Entonces las armas que hay circulando por las calles no han salido de los antiguos cuarteles?

-Sí, pero sólo una parte. Las que tiene ahora el ejército son casi todas nuevas. Y muchas de las de los rebeldes también; bastante más de lo que podrías pensar. Pero nuestro mayor negocio no es la venta de armas, explosivos, o minas antipersona. Nuestros mayores beneficios provienen de la venta de munición. ¿Nunca te has preguntado por qué las balas nunca escasean en un mundo donde no hay de nada?

El muchacho encogió los hombros como primera respuesta, pero pronto extrajo de sus recuerdos la vívida imagen de tantas y tantas ocasiones en las que llegó a cambiar un paquete entero de balas por algo de comida. Se quedó boquiabierto pensando el profundo trasfondo que podía llegar a tener esto.

-Entonces tu familia debe de estar haciendo un gran negocio -dijo serio al cabo de un rato.

-Sí, gracias a Dios no está mal -contestó mostrando su blanquísima dentadura como si nada.

-Pero la ciudad es una mierda. Aquí no hay absolutamente nada, y casi no queda un edificio en pie. ¿Con qué os pagan las armas y la munición? ¿Con dinero acaso?

-Mejor aún: con poder -sus ojos fulguraron-. Mira ahí abajo. Todo lo que puedes ver le pertenece a mi familia.

-¡Y una mierda! La ciudad es sola y únicamente de los plometas.

-De acuerdo. Pero cuando termine la Rebelión, que espero que sea dentro de muchos años, todo pasará a nuestras manos, y nadie podrá impedírnoslo.

-Eso será en el improbable caso de que gane el ejército.

-Y si triunfa la Rebelión también, Álex. No te engañes a ti mismo, estáis liderados por hombres, y los hombres ambicionan poder, ¿qué diferencia hay? Yo hago negocio con uno y otro bando como quiero, no me faltan clientes. Y cuando vuelva la paz, entregaré una ínfima parte de mi poder a unos pocos de vuestros caudillos, dejando a mi familia con el resto, que será la mayor parte. No tendremos el poder nominal de la ciudad, pero nuestras posesiones serán tan vastas que nadie moverá un dedo sin nuestro permiso. Así ha funcionado siempre, y así ha de seguir.

-¿Me estás diciendo que tú y tu familia sois los responsables de los enfrentamientos?

-No somos los únicos que nos beneficiamos de este negocio, pero si te vas a quedar más tranquilo puedes culparme sólo a mí -sonrió sarcástico-. Nosotros no nos inventamos nada. No pedimos a los invasores que vinieran. Ni siquiera tuvimos algo que ver con el estallido de la Rebelión. Sólo nos quedamos en nuestro puesto y nos aprovechamos de la situación haciendo todo el negocio posible. Y ojalá esto se mantenga por muchos años más.

-¿También hiciste tratos con los invasores?

-Por supuesto. Estaban necesitados de nuestros servicios y pagaban muy bien. No encontramos motivos para no hacerlo.

-Pero eso es una canallada; una putada gordísima. La gente ha sufrido, está sufriendo y pasando penalidades indecibles por culpa de los interminables enfrentamientos. ¡Nos estamos matando entre nosotros, joder!

-Si tan involucrado estás con la causa pacifista, arroja tu arma por la ventana y sal a las calles incitando a los demás a hacer lo mismo. Recuerda que nadie ha pedido una guerra o una Rebelión, son cosas que van surgiendo. Es verdad que la gente está muriendo, pero es algo que está dentro de las leyes de la vida. ¿O no?

Álex apretó los ojos con fuerza mientras negaba con la cabeza, tratando de sacarse la nefasta idea que ese hombre le transmitía. No podía creérselo, no quería. Aquel tipo debía de ser la encarnación del mismísimo diablo: totalmente insensible, frío, calculador, ausente de sentimientos, un psicópata para quien los escrúpulos no son más que una tara a eliminar. Si alguna vez pensó que él mismo era una criatura detestable y que nadie podría ser peor, acababa de darse cuenta de que estaba muy equivocado. La palabra monstruo le venía a la mente tan clara que no se la podía sacar de ninguna forma. Volvió a levantar el arma hacia él, pues la había bajado otra vez sin darse cuenta mientras hablaban. No lo hizo con la intención de disparar, sino por el acto reflejo de defenderse de un posible ataque de aquella bestia. Tampoco era consciente de lo acelerado de su pulso y su respiración. Apretó los dientes antes de retomar la palabra.

-¿Y tanto poder para qué? ¿Para qué ser tan grande si al final terminarás con tus huesos en una tumba?

El hombre se pensó la respuesta por unos instantes, aunque su mirada no perdió ni un ápice de seguridad e inteligencia.

-Es una buena pregunta -dijo al fin-. Tan buena que deberías hacértela a ti mismo. ¿Para qué tantas muertes y tanta sangre si al final terminarás tú también mordiendo el polvo? Por desgracia las mejores preguntas suelen serlo por ausencia de buenas respuestas. Humildemente, creo que cada uno hemos nacido con unas capacidades para conseguir ciertos objetivos. Lo tuyo es matar y sobrevivir, y lo mío es acumular grandeza y poder.

-Tú no eres mejor que yo -replicó Álex-. Sólo eres un gilipollas presuntuoso que lleva años mereciéndose un balazo.

Ni esa amenaza tan explícita consiguió cambiar el semblante sonriente de José Arístegui. Se hacía enorme frente al muchacho incluso en esa situación.

-No conseguirás nada acabando conmigo. Otro igual que yo vendrá a ocupar mi lugar y a continuar mi trabajo. Y que no te quepa duda de que sabrá cómo vengarme: contigo y con todos los que más quieres.

-¿Los que más quiero, dices? Ya no me queda nadie. Todos murieron a causa de las guerras y los enfrentamientos. Enfrentamientos ocasionados por gente como tú.

Por un momento, un chispazo de contrariedad ensombrece la cara de José.

-Vaya, muchacho. Hablas como un héroe. Eso sí que no lo esperaba de ti. No sabía que todo lo que haces es por el bien de los demás. No, no intentes hacerme pensar eso porque no me lo creo. Tú sólo buscas tus propios intereses; es tu egoísmo lo único que te mueve. Por eso no me vas a matar. Porque puedo ofrecerte tanto poder que hará que tu vida mejore definitivamente; que hará que no tengas que volver a jugarte el cuello por sobrevivir. Porque en realidad te importa una mierda qué pase con tus iguales. Nada vale ni una colilla mientras tú estés bien. ¿Me equivoco?

Sus palabras golpearon el cuerpo del chico por toda su anatomía, dejando sus músculos exhaustos y sus neuronas doloridas. Le estaba poniendo nervioso por segundos. Le apuntó de nuevo, sin darse cuenta de que no había dejado de hacerlo ni un instante desde hacía un rato. Sin embargo tenía la sensación de que no podría acertarle jamás pese a ser un blanco más que fácil.

“Yo no soy así”, repetía por un lado su consciencia, mientras que por el otro se preguntaba: “¿de qué estará hablando?”. Y por cada vez que pronunciaba algo para sus adentros, una voz salida de su subconsciente respondía: “él tiene razón”. Las gotas de sudor que le caían desde el cabello por la frente tintada de negro, se hacían cada vez más gruesas y se agolpaban en sus cejas. Se secó en el bíceps, destapando un buen trozo de su auténtica piel.

-Yo no soy como tú -espetó sin apenas mover los labios, conteniendo malamente la furia que se le acumulaba por todas y cada una de sus células.

-¿No lo eres? Puede que no del todo, pero sí lo suficiente como para ambicionar el poder que puedo ofrecerte. ¿Querrás escuchar lo que tengo que decirte?

“Sí, sí”, decía su mente.

-¡Cállate!

-No, Álex. Quieres escucharme. Deja de pensar que las vidas perdidas de quienes has conocido en tu corta existencia te importan de verdad. Son pasado, y el pasado no vale nada. El presente, el ahora, eso es lo que realmente vale la pena y lo sabes. El ahora, Álex. Este momento puede ser el inicio de una nueva etapa para ti. Una nueva etapa donde no te faltará de nada, y en la que podrás hacer lo que realmente desees. ¡Escúchame, Álex!

El muchacho continuaba luchando contra sí mismo, incapaz de concentrarse ni siquiera un poquito para saber qué movimiento hacer. La ansiedad que sufría le atenazaba sin piedad, haciendo de cada sorbo de aire una odisea. En verdad las palabras de aquel hombre herían más que las balas de cualquiera de las armas que pudieran haber salido de sus fábricas. Álex sintió cómo se le nublaba la vista, y a punto estuvo de caer por un mareo, pero se recompuso al momento. Esa situación estaba acabando con él, y lo peor era que él no se veía capacitado para reaccionar. En su rescate, por fin acudió un pensamiento de entre las brumas de su psique. Estuvo a punto de decir algo: una respuesta no demasiado elaborada, pero que le servía para salir de ese atolladero mental. Iba a responder a las propuestas de aquel hombre, esta vez con algo distinto a un “cierra el pico” o similar. Pero no llegó a decir nada. Ni siquiera llegó a saber qué era exactamente lo que iba a decir, pues alguien irrumpió a toda prisa en la sala, espantando sus pensamientos. Era el rehén de Aury, que, cojeando ostentosamente, avanzaba sin importarle que la metralleta de Álex le apuntase directamente al cuello. Sus ojos desencajados parecieron pasar por alto tal detalle.

-Señor Arístegui, está usted en...

-¡Quieto! -gritó Álex.

El hombre se detuvo al instante, pálido como si nunca hubiera visto el sol, y sudando a chorro por todos sus poros. Le costaba un esfuerzo indecible respirar. Álex ya no sabía a quién apuntar, ya que estaba posicionado justo en el centro del triángulo formado por los tres hombres. Eso se resolvió antes de que llegase a ser un problema. A toda prisa, y casi sin aliento, apareció Aury pistola en ristre. Traía una ceja rota, por la que le manaba abundantemente la sangre.

-¡Así que estás aquí, maldito hijo de la gran puta! -exclamó a su perseguido apuntándole con el brazo muy recto y tenso.

El hombre salió despavorido al verla llegar, como quien ve a un espectro. Se dirigió hacia la mesa del fondo lo mejor que la herida de la pierna le dejaba. Estaba tan aterrado que ignoró los requerimientos de Álex, que no lo perdía de vista tras el cañón de Santateresa.

-Señor Arístegui -dijo un par de veces más con el poco aire de sus agitados pulmones.

Ni pudo decir otra cosa. Se desplomó ya sin vida sobre la alfombra que había a unos pocos pasos de la enorme mesa. Un silencioso disparo de Aury en la nuca bastó para terminar con su carrera. Sin perder ni un segundo, la chica avanzó a grandes zancadas hacia José, en cuya mirada se dejó ver por fin el miedo. Miedo justificado, pues de súbito, y sin opción a mediar palabra, recibió un disparo en la frente. No contenta con eso, la chica lo remató una vez en el suelo con un par de disparos más. Seguidamente y sin temblarle el pulso, hizo lo propio con Alfredo, quien ni siquiera llegó a verle la cara a su ejecutora. Hasta hacía unos seis segundos había cinco personas vivas en aquella sala. Ya sólo quedaban dos.

El Mono la miraba atónito. Si no había sido capaz de comprenderla desde que entrasen en el garaje, ahora ni siquiera la reconocía al verla. Parecía ella, pero poseída por una bestia sedienta de sangre. Él ya la había visto antes actuar como una fría asesina, pero en una simple operación de asalto en la ciudad oficial aquello estaba fuera de lugar. Álex se vio frenado al reprenderla porque no se sentía capacitado para reprocharle su actitud. Él había demostrado desde siempre tener menos remordimientos a la hora de apretar el gatillo, pero sin embargo no podía dejar de hacerse preguntas. Mientras le seguía mirando patidifuso, la chica recargaba el arma. Se secó la sangre que seguía brotando abundante de su ceja con una muñequera de tenis que llevaba en el brazo izquierdo, y de seguida le dirigió al muchacho una de sus miradas de soslayo.

-¿Has mangado algo de tu gusto? -le preguntó sin despeinarse-. Espero que sí porque nos vamos de aquí echando leches ya.

Un millón de preguntas ya se agolpaban violentamente en la cabeza de Álex mientras la observaba. De todo aquel vórtice mental, las dos únicas certezas que tenía eran que no iba a recibir respuesta en el caso de que llegase a formular alguna, y que ésta había sido una nueva y decepcionante misión fallida. Pero sin duda la más espeluznante en la que había tenido ocasión de actuar. No respiró tranquilo hasta que salió a la calle y pudo ver la luz de la mañana aún sin sol.

*

Disparos. Explosiones. Todo muy cercano. Despierto. ¡Oh, no! Despierto de nuevo. Luz. Luz blanca del amanecer. Otro amanecer, ya es seguro. ¿Cuántos van ya? No lo sé, pero puedo verlo y sentirlo del mismo modo que oigo y siento las explosiones. El suelo vibra con cada detonación y éstas me hacen vibrar a mí. Muy cercano todo. Movimiento. Dolor. Sí, dolor, pero se puede soportar. Puedo con él. Por fin me libro de él. Ya estoy listo para marchar. Estoy tumbado sobre un colchón, no me puedo levantar, pero me siento vencedor y mi figura se agiganta. Ya están aquí. Ya vienen a por mí. ¿Vienen a por mí? Los oigo, los siento hablar, moverse, respirar. Están asustados. Eso les impulsa a disparar por todo y contra todo. Disparan por sus vidas, contra los que ahora vienen a por mí. ¿Vienen a por mí? Sí, pero ahora son otros. Lo veo claramente con el resplandor de la alborada, lo siento en mi pecho cada vez que los cimientos retumban. Ya no hay hambre. Se ha ido lejos a la misma vez que ha llegado un regusto a comida en mi destrozada boca. Algo he comido, aunque mis errantes recuerdos no consigan mostrármelo. Alguien me ha alimentado mientras yo era preso de mis propios delirios.

Y ya no siento dolor. Ya lo he superado, y mi figura se agiganta a la espera de que ellos lleguen y me saquen de aquí. Ya están aquí. ¿Ya están aquí? No. Tendré que ir yo mismo a buscarlos. Es una sensación extraña. Tanto como el vacio de mi mente, la hinchazón de mis extremidades, el dolor que me envuelve pero que ya no duele; no tanto al menos. La ventana grita y el suelo se mueve, transformándome a mí mismo en parte de los disparos y las explosiones. Están cerca. Han venido a por mí pero yo no puedo ir. Aún no. Ya no tengo miedo. Sé que estoy aquí y lo que hago. Mi figura se agiganta tanto que ya no cabe en la sucia, sucia celda. Y si no me pongo en pie es porque no lo necesito. Prefiero asentarme y esperar en mi posición, sintiendo cómo ellos corren y pasan miedo. Escuchando cómo unos gritan, y otros patalean. Me dan pena. Sí, pena. Les perdono porque estoy por encima de ellos y hace mucho que los dejé atrás.

Vienen a por mí pero aquí les estoy esperando. Mi figura se agiganta al mismo tiempo que la de ellos empequeñece hasta desaparecer. Sólo me haría falta un trago. Oh, sí, un trago que me hiciese verlo todo con mayor claridad. Un trago que disparase mis movimientos como las balas que ellos no paran de enviarnos. Ellos están aquí. Han venido a por mí. ¿A por mí? Sí, ya no cabe la menor duda. Aprovecharon la salida del sol para pillarles desprevenidos. Sus rayos dorados golpean las retinas de los defensores y se convierten en la más mortífera arma que puedan utilizar. A ese viejo truco lo llaman la alborada. Y es letal. Pero yo no tengo miedo. Eso lo tengo ya superado. Mi figura se agiganta cuantos más sean ellos y peores sean sus intenciones. Vienen a por mí, pero yo sólo me veo con ánimos de recibir a mis propios recuerdos.

Me encantan mis recuerdos, bañarme en ellos, aunque a veces sean déspotas y poco considerados. Aunque a veces me traigan malas sensaciones y me hagan llorar cuando intentan hacer todo lo contrario. Como ahora. Cierro los ojos y no veo a otra persona sino a ella. ¡Ella! ¿No es la criatura más preciosa que has tenido la ocasión de contemplar? Mi figura mengua cada vez que sus pestañas mecen sus ojos. ¡Dios, cómo la amo! Siento morir si la pierdo de vista aunque sólo sea por un instante. Pero me da igual. No tengo miedo. Ya lo tengo superado.

El corazón de Álex se detuvo por unos instantes.

Luego volvió a funcionar a todo trapo, tanto que hasta incluso llegó a ser preocupante. O debería haberle preocupado. Pero ella estaba enfrente de él, y eso bastaba para que todo lo demás empezando por sí mismo, importase menos que cero sobre cero. Estaba viva, aunque por su lamentable imagen decir eso podría considerarse, como poco, arriesgado. De cualquier modo lo importante era que había sobrevivido. Sobrevivido a las plagas, las hambrunas, la violencia, las dificultades, las balas. Ella estaba allí mismo, delante de él, en persona. Por fin. Su mirada se encontraba en paradero desconocido. Lo lógico era dudar que de aquellos ojos vacíos y de lágrimas resecas saliera algo que se pudiera considerar mirada. Y sin embargo esta vez sí que le había reconocido.

Su tez era preocupantemente pálida, más enfermiza que aquella última vez que la vio. Y sin embargo, a sus ojos seguía siendo preciosa. La delgadez era tan extrema que las harapientas ropas que vestía, que podían haber servido a una niña de trece años, le quedaban anchas. Y sin embargo a él la alegría le subía irremediablemente desde el vientre al verla. Ella casi no conseguía articular palabra, y cuando lo hacía, la voz no se correspondía con la de una chica de su edad; era tan débil que parecía imposible captar lo que decía a la primera. Y sin embargo, si había un sentimiento que hiciera funcionar el motor de las lágrimas de Álex, ése era el amor y no la lástima. La abrazó con todas sus fuerzas al principio, pero al ver que podría causarle algún daño, se conformó con rodear su menudo y famélico cuerpo. La besó, la olió, la acarició. Disfrutó de ella tanto como pudo, todo lo que no había podido hacer desde la última ocasión que estuvieron juntos.

-Álex, qué feliz soy al verte -dijo entrecortada, como censurándose a sí misma.

La expresión que mostraba en sus agrietados labios era una paradoja en toda regla. Aquella mueca no podía considerarse como una verdadera sonrisa. Había algo, sí, pero estaba vacío. Al chico no le importó en absoluto. Algo se le inflaba en el pecho tanto que no podía contener la emoción.

-¿Esto significa que me has perdonado? -preguntó temeroso de recibir una respuesta negativa.

-Sí -murmuró ella mostrando las picaduras y caries que recubrían los amarillentos dientes que le quedaban.

La volvió a estrechar entre sus brazos, reprimiendo sus músculos como mejor pudo para no aplastarla.

-Perdóname tú a mí, hermano -volvió a susurrarle, esta vez al cercano oído-. Perdóname por no haber sabido aceptar tus disculpas cuando pude.

-No tienes que pedir perdón, Irene. Tú no tienes culpa de nada.

-Oh, sí. Fui una imbécil comportándome de esa forma, dejándome llevar por el orgullo. Y lo peor es que lo hice sólo buscando hacerte daño; por devolverte el daño que creía que me habías causado. He sido tan injusta contigo, Álex. Tan injusta que ya no tengo perdón posible.

Rompió a llorar, desaguando sus ojos en el hombro del chico, que pese a su titánico esfuerzo también se descompuso en sollozos.

-Cállate, tontorrona -le dijo suavemente entre beso y beso-. Tus fallos no son tantos como dices, no para mí. Tienes todo perdonado, si así te quedas más tranquila.

-Gracias, Álex. Qué bueno eres. Soy tan feliz.

El abrazo se extendió en el tiempo indefinidamente. A ninguno de los dos le importó, y hubieran seguido así por todo lo que durase la eternidad. Pero tenían tanto que decirse, tanto que disfrutar el uno del otro, que al rato volvieron a separarse para mirar sus respectivos y casi idénticos ojos.

-Ya no hay nada que temer, mi niña -dijo el chico-. Ahora volvemos a estar unidos y es lo único que importa. Viviremos el uno con el otro, y dejaremos que el mundo se desmorone si eso es lo que quiere. Fuera de nosotros ya nada importará un carajo. Viviremos el uno para el otro mientras nos corra la vida por las venas.

-Sí -dijo ella casi sin voz-. Aunque nos quede poca vida en las venas.

-No digas eso. Ahora que estamos unidos ya verás cómo todo marcha bien. Vayámonos, lejos de aquí. Dejemos esta puta ciudad de locos y busquémonos la vida en el campo. Un buen amigo mío al que mataron los militares, Gon, me dijo que existía una pequeña aldea autosuficiente que sobrevivía al margen de las miserias de la ciudad. Podríamos salir a buscarla. Empecemos una nueva vida en el campo. Tú y yo.

Ella mostró un gesto que pudo considerar como de complacencia, pero alzó débilmente la raquítica y venosa mano para interponerla entre ambos. Él aguardó a lo que ella tenía que decirle.

-No, Álex. Eso ya no va a poder ser. Yo no puedo hacer eso.

-¿Por qué? ¿Es por tu estado de salud? No tienes por qué preocuparte, yo te conseguiré medicinas y comida. Eso no es ningún problema para mí. Viviremos por un tiempo aquí. Tengo un escondite donde no nos molestará nadie. Podrás quedarte conmigo hasta que te sientas fuerte, y luego nos marcharemos.

-Eso tampoco va a poder ser -dijo esta vez más grave-. Álex, no lo entiendes.

El chico se quedó sin palabras. Era verdad que no comprendía lo que empujaba a su hermana a decir eso.

-Estoy enferma, hermano. Me muero.

Si el cielo hubiera descargado de golpe y con toda su furia exclusivamente sobre el muchacho, no lo habría conseguido aplastar más de lo que estaba. Su corazón volvió a detenerse, y por su nariz no circulaba aire ni a la entrada ni a la salida. Una insana incredulidad se despertó dentro de él, y sólo la necesidad de saber más consiguió hacerle reaccionar.

-No -fue lo único que consiguió decir.

Ella movió la cabeza de arriba a abajo con mucho cuidado para decir que sí. El chico se hundió un poco más con cada balanceo. El gesto que se quedó en la cara de Álex mientras la miraba era desesperado, patético, ausente de cualquier rastro de esperanza. Parecía preguntar “por qué”, pero sin pronunciar nada. Irene comprendió las tribulaciones que debían de estar desarrollándose en la cabeza de su hermano. Se aclaró la voz con el poquito aliento que tenía y comenzó a hablar.

-Ocurrieron muchas cosas desde aquella última vez que nos vimos, Álex. Yo no quería estar contigo, ahora me arrepiento de ello, pero entonces era así. Por eso no me importó cuando aquellos salvajes asaltaron el cuartel y me tomaron prisionera. Incluso me alegré. Estúpidamente me sentí libre: fíjate qué tontería. Me llevaron a un sótano lejos de allí, y me encerraron en una habitación junto a otras chicas más. A todas nos utilizaban para lo mismo: nos violaban todos aquellos que así lo querían, tantas veces como deseaban.

-No, Irene, no sigas, por favor, no quiero saberlo -rogó Álex llorando a cántaros.

-Te lo tengo que contar, hermano. Escúchame.

El chico tragó saliva, que le supo amarga como un hueso de limón, y le prestó sus oídos.

-Nos violaban sistemáticamente -prosiguió-. Sin importarles nuestra salud, o si estábamos cansadas, o si dormíamos o no. Nos hacían sentir peor que animales, peor que carnaza. Consiguieron que me alegrara de haber trabajado como puta, aunque me repugnara hasta el hastío, porque por lo menos pude sobrellevar aquel martirio de una forma mejor. Fue así durante meses, no recuerdo cuántos: no teníamos forma posible de calcular el tiempo. Hasta que un día nuestros captores salieron huyendo y nos dejaron por fin en paz. Encerradas pero en paz. No conocíamos sus intenciones, pero la verdad es que nos dejaron abandonadas sin comida ni bebida. De no ser porque llegaron los militares y nos rescataron, hubiéramos muerto de hambre en aquel sucio sótano.

-¿Y qué pasó después? -intentó hacer oír Álex su murmullo entre mocos y lágrimas.

-La Guerra había terminado ya cuando volvimos a ver la luz del sol. Los militares nos trataron muy bien en un principio. Nos llevaron al centro de la ciudad, a un edificio donde había más gente como nosotras, de todas las edades y condición. Nos dijeron que estaban esperando a que todo se normalizase para enviarnos a nuestros respectivos hogares. Pero ese momento nunca llegó. La Rebelión estalló y nos prohibieron salir de la ciudad oficial por nuestra propia seguridad. Volvíamos a estar encerradas, pero esta vez era por nuestro bien. Nos prometieron un trabajo, y vaya que si nos lo dieron. Nos tenían limpiando sin descanso en los numerosos cuarteles y edificios comunales durante el día. Pero por las noches las violaciones prosiguieron, sólo que esta vez venían por parte de quienes eran nuestros supuestos protectores. Nos decían que era parte de nuestras funciones, que éramos niñas de los suburbios y que no servíamos para otra cosa. Después de todo, debíamos estar agradecidas. Y todo por un asqueroso colchón y un mísero plato tibio. Una de nuestras compañeras fue a quejarse a un superior que apenas le escuchó. A la semana, cuando los soldados descubrieron que había sido ella la que se quejó, la mataron a golpes. Ellos estuvieron diez días en el calabozo, incluso menos, para después salir de rositas y volver a seguir haciéndonos las mismas putadas. Y nos tuvimos que callar y seguir adelante, con miedo además. Y todo por un asqueroso colchón y un mísero... un mísero plato tibio.

Irene lloraba desconsolada, con una pena que le salía de tan profundo que parecía correr el riesgo de desarmarse con cada gemido. No parecía posible que de un cuerpo tan endeble pudiera salir aquel quejido tan profundo y poderoso. Ni los cariñosos abrazos con los que se prodigaba su hermano servían para mitigar su aflicción. El chico tampoco estaba mucho mejor. Él también estaba sufriendo indeciblemente. No quedaba ni rastro de la alegría con que le inundaba hasta hacía sólo unos minutos.

-Los años pasaban -continuó diciendo ella sobreponiéndose casi milagrosamente-, la ley marcial se mantenía en toda la ciudad por la Rebelión y nuestra situación no variaba. Al menos teníamos techo, algo que comer, y salud, era lo que se comentaba entre nosotras para darnos consuelo y animarnos para no desfallecer. Era lo único que teníamos. Pero eso también acabó pronto. Un brote de hepatitis surgió como de la nada. Al principio fueron unos casos aislados, en policías y militares que trabajaban sobre todo al otro lado del muro. Pero pronto comenzó a padecerlo gente de la calle, alcanzando la dimensión de epidemia. La reacción del Gobierno llegó tarde y mal, protegiendo especialmente a los más jóvenes, los hijos de los trabajadores de las fábricas y los funcionarios. Pero con nosotras no tuvieron tal deferencia. Siguieron utilizándonos, e incluso los abusos aumentaron en número y frecuencia. Fue así cómo enfermé. Me expulsaron nada más saber que me había contagiado, despojándome de lo poco que había logrado poseer en esos años. Me echaron a la calle, y no conformes con eso, me empujaron hacia las afueras, como la paria sin derechos que siempre me dijeron que era. Al menos no me sentí engañada -dijo con una fugaz, leve, e impotente sonrisa-. Esto ocurrió hace unos dos meses, el tiempo que llevo buscándote. Desde entonces mi salud ha ido empeorando hasta llegar a como estoy ahora.

Tosió. Álex apretaba ambos ojos contra el dorso de la mano. Las lágrimas se desbordaban sin oposición posible. Se derrumbaba por dentro al ver las imágenes que se formaban en su cabeza con los episodios que Irene le relataba. Hubiera deseado morirse, y más cuando comenzó a pensar que en cierto modo todo aquello estaba causado por él mismo. Se hubiera cambiado por ella sin pensarlo, pero no tenía posibilidad de hacerlo. Ni siquiera podía hacer nada por ella en ese mismo momento. Sólo podía llorar y mascullar repetida y penosamente:

-Mi niña. Lo siento. Hijos de puta.

-No es culpa tuya -dijo ella al fin-. No seas tan duro contigo mismo.

El muchacho se la separó de inmediato al escucharla. La miró a la cara. Detrás de la catarata en la que se habían convertido sus pupilas, creyó verla sonreír de una forma más pura y convincente que anteriormente, como cuando era aquella niña callada pero vivaracha. Su belleza le sobrecogía el corazón y le apretaba en la boca del estómago hasta ahogarle. No le salían las palabras.

-Pero no estás tan mal -consiguió decirle-. No te veo tan mal, quiero decir. Creo que con un poco de comida y descanso te sentirás mucho mejor y se te levantará el ánimo. Y con respecto a la enfermedad, seguro que puedo encontrar medicinas que te sienten bien. Tiene que haberlas. Además, no te fíes de la palabra de los médicos: fallan más que aciertan. A lo mejor sólo tienes una enfermedad que no conocen, y por eso te han dicho que es hepatitis. Yo no me fiaría.

-No, Álex. Me encuentro cada día más débil. Vomito lo que como, me mareo con frecuencia, y hasta me desmayo, tengo fiebres continuas, y me duele todo el cuerpo como si el viento me diera una paliza al rozarme.

-Pero eso no significa que te vayas a morir, joder. Puedes tener cualquier cosa. Mira, un colega mío...

-No, Álex. Escúchame. ¡Escúchame! Me muero. Lo sé; lo siento dentro de mí. Yo lo sé; y ya lo he aceptado. Acéptalo tú o no, pero respétame y déjame morir en paz.

-¿Cómo puedes decirme eso? Justo ahora que te acabo de recuperar.

-Por lo menos nos hemos vuelto a ver y hemos solucionado nuestros problemas. A mí me basta con saber eso. Estamos en paz y eso me hace muy feliz. No te imaginas cuánto. Ya me puedo morir tranquila.

Álex se encontraba a años luz de ese lugar que dicen que se llama felicidad. Estaba en el otro punto de la galaxia, y continuaba alejándose a toda velocidad. La pena que le embargaba era tan profunda que ni toda una vida plagada de desgracias le servía para poder sondearla. No se hacía a la idea de que tenía que deshacerse de ella; otra vez. No era posible, no podía ser, no se lo podía creer. Sólo era capaz de llorar y llorar. Eso y darle besos por las mejillas, la frente, el cuello, e incluso los labios; todos aquellos besos que no pudo darle durante estos últimos años. Años en los que había sido atormentado por su propia culpa. Quería atrapar el momento, guardarlo en su memoria, sus ojos y su piel. Pero cuanto más lo intentaba, mayor era la sensación de que se le escurría por entre los dedos.

-Déjame descansar, por favor -susurró ella.

El chico asintió, la tomó en brazos como a una niña pequeña y la acostó en su cama. Pesaba tan poco que no le costó apenas esfuerzo. Se sentó junto a ella y no se separó de allí ni para orinar. Y cuando no la estaba contemplando embobado, le estaba dando más y más besos. Ella no dormía, pese a tener los ojos cerrados la mayor parte del tiempo. Le costaba mantenerlos abiertos, como si ni siquiera tuviera fuerzas para sostener los párpados. De vez en cuando giraba la cabeza hacia su hermano, que esperaba atento a cualquier cosa que tuviese que decir.

-Oí hablar de ti en el cuartel -dijo-. Los soldados te tenían muy presente en sus conversaciones.

-No te canses, mi niña -respondió Álex modesto-. Guarda energías, que te van a hacer falta.

-Decían cosas increíbles sobre ti -continuó, haciendo caso omiso a su hermano-. Decían que nunca fallabas un disparo, y que sabías esquivar las balas. Decían que te habían matado, y que habías vuelto de entre los muertos para vengarte de tus enemigos y recuperar tu metralleta. Que desde entonces habías matado a cientos de hombres tú solo. Seguidamente comenzaban a maldecir tu nombre. Y yo mientras les escuchaba sabía que eras tú, y cuanta mayor era la ira con la que te insultaban, más crecía mi orgullo. Me decía: “mi hermano está jodiendo a estos cabrones: que les den por el culo”.

Álex no dijo nada; apenas estaba prestando atención a lo que decía. Sólo se limitaba a acariciar el descuidado y estropajoso cabello de su hermana. Recordaba lo muy cuidado y brillante que lo tenía cuando era pequeña, pero ahora era una maraña informe y sucia. A él eso no le importaba. Incluso hubiera jurado que era la cosa más bonita que había tenido la ocasión de tener entre las manos. Estaba encantado de tenerla allí, acostada en su cama, pero la certeza de volver a perderla le seguía atormentando hasta hacerle rozar la locura. Pasaba del llanto desconsolado a la sonrisa estúpida y vacía demasiado rápidamente. Demasiado para lo que las emociones de un hombre sano pueden soportar. Mientras, ella seguía yendo y viniendo, abriendo los ojos de vez en cuando para mirar al vacío. En ocasiones decía unas pocas frases antes de volver a callarse, y en otras se limitaba a sonreír sin decir nada.

-Sólo me da pena una cosa -murmuró ella.

-¿Qué cosa, pequeña? -correspondió Álex cariñoso.

-Me da muchísima pena irme sin llegar a ver el mar. Nunca lo he visto.

Dos nuevas lágrimas surcaron veloces las entonces secas mejillas del muchacho.

-Sí que lo has visto, mi niña. Estuvimos dos veranos seguidos en Cabo de Gata. Mamá, papá, tú y yo, los cuatro, antes de que todo se fuera a tomar por culo. Lo que pasa es que eras demasiado pequeña y no lo recuerdas.

Ella se queda absorta con la inesperada respuesta, como buscando algo que no existe en el techo.

-No lo recuerdo, es verdad. ¿Y cómo fue?

Las lágrimas volvieron a aflorar con mayor fuerza por los ojos del muchacho. La tez se le puso de un rojo vivo, y aparecieron gruesas venas donde antes sólo había piel tersa. Carraspeó antes de poder entonar.

-No me acuerdo muy bien. Sólo tengo vagas sensaciones. Recuerdo playas inmensas de fina arena, rodeadas de enormes rocas tostadas que tenían formas muy peculiares. La mar estaba siempre tranquila, y en la lejanía se veía de un azul turquesa que cortaba la respiración. Pero eso de lejos, porque cuando te metías en el agua era tan clara que siempre te podías ver los pies. Y podías caminar y caminar que nunca llegaba a taparte del todo. El aire soplaba cálido desde el mar hasta el interior, arrastrando la arena que se colaba por todas partes y que si te golpeaba en las piernas picaba un poco, aunque no llegaba a ser demasiado molesta. Y esa arena volaba de vuelta al desierto.

-¿Un desierto?

-Sí. Allí mismo había un desierto parduzco donde no crecían más que matojos. No había nada más; ni árboles, ni jardines, ni casas. Nada. Y era hermoso.

-Álex, tengo una extraña impresión, como si con tus palabras estuviera reviviendo algo que se me ha borrado por completo. Sigue contándome, por favor.

Y el chico, haciendo un esfuerzo insufrible por dominar el llanto, continuó narrando como pudo lo que iba extrayendo de sus recuerdos. La nostalgia que manaba de ellos acrecentaba todavía más su dolor, pero a fuerza de tragárselo, poco a poco se fue contagiando de la paz que quería transmitir. Y sin darse cuenta se fue sintiendo ciertamente mejor. Fue asimilando la pérdida próxima de su hermana; sólo una migaja. Ella se quedó callada y complacida, con una leve sonrisa que se iba haciendo cada vez más esbelta y bella.

-¿Me llevarás a ver el mar, Álex? -le preguntó de sopetón.

El chico se la quedó mirando sin respuesta, contrariado. Sabía que eso iba a resultar imposible por su salud. Ella misma se lo había estado diciendo un rato antes. Pero ésa era una contradicción asumible para alguien asediado por la fiebre. Él no se podía negar a nada que le dijera, y contestó afirmativamente con la cabeza.

-En cuanto estés bien, mi niña -dijo piadosamente atusándole una vez más el pelo.

-Muchas gracias, Álex.

Emitió la mejor de las sonrisas mostradas hasta el momento. La debía de tener reservada para una ocasión especial. Cerró los ojos serenamente, y ya nunca los volvió a abrir.

*

Sueño roto, interrumpido por un ruido ensordecedor. La calle palpita, y su fragor llega vibrando por el aire y por el suelo. Tiros, tiros, tiros, gritos, tiros, tiros, carreras, tiros, tiros, explosiones. Más sufrimiento, más dolor. No para mí, por supuesto. Yo aguardo mi momento sin moverme, sin gastar la energía que necesitaré muy pronto, en breve. Soy una roca, un monolito de piel, carne y hueso que resiste la tempestad con la tranquilidad de saber que luego vendrán otras más. Y las superaré también. No me muevo. Sigo tumbado boca abajo, con el moflete pegado a este colchón en el que ahora me encuentro. Se ha materializado bajo mi cuerpo, no recuerdo cuándo, y ahora me alza varios centímetros sobre las baldosas. Quiero abrir los ojos para descubrir qué está pasando, a qué se debe este exceso de comodidad, si no será ésta una nueva forma de tortura. Sin embargo, cada vez que lo consigo, el sueño vuelve a mí y caigo, caigo tan profundo que ni siquiera intuyo dónde. O cuándo.

Mi boca guarda un regusto a algo. Algo diferente a sangre. No sé qué puede significar pero el hambre ha desaparecido. Mi estómago no ruge, y mi cabeza no me da mil vueltas suplicándome pensar en otra cosa para desviar el hambre. Si he estado comiendo no lo consigo recordar y tampoco me lo puedo explicar. Pero así es. Y ahora toda esa sangre que se agolpaba en mi boca y que se había estado derramando por el suelo comienza a fluir poderosa por mis brazos, mis rodillas, mis dedos. La noto correr cálida, en plena combustión. Ya no más para el suelo o las paredes, ahora es toda para mí. Y me siento renacer. No me sobresalto por esa última explosión que ha hecho retumbar la pared. Ya estoy acostumbrado, igual que a la oscuridad, la mugre, el frío, el miedo y el dolor. ¿Dolor, qué dolor? La vida es dolor, y cuanto más vivo estoy menos me importa. Yo no siento dolor, y si eso que trata de atenazar mis miembros y de inmovilizar mi corazón es dolor, ya lo he superado. Estoy por encima de ello y de ellos, pobres infelices que corren de arriba abajo buscando salvarse. Y no tienen nada que salvar, todo está perdido, pues si consiguen sobrevivir a lo que les viene de fuera, jamás podrán escapar del infierno que estoy a punto de desatar aquí dentro. Pero requiero tiempo, un poco al menos, mientras voy guardando esa energía que ahora renace en mí y que me sobra. La quiero toda, ¡toda!, para después entregársela a mis enemigos en forma de muerte y destrucción. La quiero toda, y lo quiero todo. No voy a renunciar a nada. Pienso cobrarme cada uno de los daños que me han causado y que me corresponden por derecho. Pero no ahora. Ahora derrocho la paciencia que he aprendido a tener y que he estado amasando desde mi infancia a razón de no usarla. Porque sólo con paciencia he logrado sobrevivir y salir airoso de los tormentos de esta celda, más allá de las explosiones y de los tiros, tiros, y más tiros. Estoy acostumbrado y espero, siendo ya uno con este maldito entorno del que soy hijo adoptivo. Me quedo quieto, y espero a que los recuerdos regresen a mí. Los llamo y aquí están; han venido a por mí del mismo modo que vienen aquéllos de fuera con sus tiros y explosiones, y tiros, y tiros, y tiros. Ya están aquí. No me gustan, pero es lo que tengo y así los acepto. Venid a mí que os estoy esperando.

Álex llena sus pulmones completamente sin temer al dolor que le azota. Suelta el aire despacio, muy despacio. Traga saliva.

A veces necesitaba hacerlo, aunque últimamente con mayor frecuencia. Se quedaba paralizado por una extraña fuerza gravitatoria exclusiva de su pecho. Y le presionaba de tal forma que ya no le dejaba hacer nada más. Le habían aconsejado contar hasta diez y respirar hondo. En esas situaciones resultaba desagradable pero funcionaba. Nunca había sentido nada parecido, y tenía miedo. Pensaba que esta pasajera falta de aire podía estar ocasionada por el consumo excesivo de alcohol, o por el tabaco que ahora tan insistentemente buscaba. No lo podía saber, y eso le angustiaba todavía más. Estaba convencido de que la fuente de aquella dolencia estaba en su propia cabeza, y por eso no quería pensar, quería ausentarse, entretenerse con cualquier cosa. Pero no podía sacársela de encima. Irene había vuelto, sí, había vuelto a verla como tanto deseaba. Pero fue un contacto tan breve como doloroso, que más que para aliviar sus carencias, sirvió para acrecentarlas. No podía desprenderse de su recuerdo, que caminaba junto a él como una triste sombra sin sol ni dueño. La tenía siempre con él, y la llevaba a todas partes sin importarle nada de lo que pudiera estar ocurriendo más allá de sus pensamientos.

Por otro lado, había vuelto a hablar con Carito esa misma mañana. Las noticias que le traía no eran halagüeñas, como ya venía siendo habitual. Él casi había descartado ya la opción de que fuera a ser traicionado. Había hablado con dos de los sospechosos potenciales y ninguna de las conclusiones que hubo sacado le indicaban que eso fuera a ocurrir. Y sin embargo la joven insistía en que esa misma noche, durante la fiesta que con tanta parafernalia iban a celebrar, él iba a ser apresado por la policía. No la creyó, incluso la mandó a la mierda varias veces antes de darle la espalda e irse. Pero las dudas acudieron a él nada más abandonarla. No confiaba en sí mismo, y paradójicamente esto hacía que confiase más en los demás. Era consciente de ello, y pensaba que tal vez eso fuera una muestra de debilidad que debía eliminar. Tenía que hacer que su casi proverbial autoconfianza volviera a tomar las riendas, y así la desconfianza instintiva en lo de fuera resurgiría. Pero mientras lo conseguía y no, su mente seguía siendo un campo sembrado de vacilaciones. Y el tiempo se le echaba encima.

Completamente confundido, decidió ir a buscar a Rubén y escuchar qué tenía él que decirle al respecto. Su nombre no había salido a la palestra desde que comenzase a preocuparse por el tema de la traición, y sabía que iba a asistir también a la fiesta. Rubén vivía en un bloque de seis pisos situado muy cerca de la antigua calle Velázquez. Como solía ocurrir con los plometas que no tenían clan, tanto el edificio como los portales de alrededor estaban deshabitados. Llevaba ocupando aquel lugar unos meses, cuando desalojó a punta de pistola a sus anteriores dueños. Era la cuarta vivienda que ocupaba desde que la policía les despojase de la estación de metro de Cruz del Rayo y quedara desmembrado el clan. Álex conocía bastante bien la zona. Tal vez por eso evitase caminar él solo por sus calles. Se subía a los tejados e iba pasando así de finca a finca. Era algo bastante incómodo, pues a veces era casi imposible y tenía que jugarse el tipo. Y además, para cruzar las calles tenía que bajar y luego volver a subir. Pero él no tenía prisa. Lo positivo era que encontraba magníficos puestos de francotirador desde los cuales podía poner a prueba su puntería.

Al rato entró en el nivel superior del bloque de Rubén por una ventana rota. Sabía que era peligroso entrar en la vivienda de un plometa sin avisar antes, por lo que extremó la cautela y se deslizó sin hacer ruido escaleras abajo. El fusil siempre por delante. Tenía pensado llamarle cuando estuviera cerca de la planta donde él solía dormir, pues tampoco se sabe nunca qué se puede encontrar en la casa de un plometa. Al poco de entrar comenzó a escuchar las voces de dos personas que hablaban vivamente entre sí. Era algo insospechado. De hecho, cuando entró estaba seguro de que no iba a encontrar ni al mismo Rubén en casa. Siguió avanzando hacia el foco de donde procedían esas voces, con la gran sorpresa de reconocer una y después la otra. Eran Aury y Charlie.

No se lo creyó en un principio, y por ello se siguió acercando. Cuando ya no le quedaron dudas, buscó un escondite y aguzó el oído. Entre ellos habría un par de tabiques como mucho. Estaba intrigado con la presencia de sus dos amigos, y fue entonces cuando las agoreras palabras de Carito se sumaron a la recién reaparecida desconfianza del muchacho. Decidió que esperaría un poco antes de anunciar su presencia.

-No me lo puedo creer -exclamó Aury.

-Pues créelo tú, mujer -contestó Charlie-. Todo listo para fiesta esta noche ya. No falta detalle.

-Entonces finalmente lo vais a hacer.

-Claro. No llevamos mareando perdiz tanto tiempo para nada. Va en serio esta vez.

-No me lo puedo creer.

-¿Por qué tú extraña tanto? Tú sabe que esto iba ocurrir. Tú enterada de todo desde principio.

-Eso no es verdad, Negro.

-¿No? No te haga tú la tonta ahora, Gata. Tú primera interesada en fiesta y lo de después.

-Eres un gilipollas, Charlie. No tienes ni puta idea de lo que estás diciendo.

Carcajadas del chico un poco forzadas. Sobreactuaba.

-Deja tú ya -contestó-. Conozco tu secretito, Aury la Dedos.

Entonces fue la chica la que soltó una risotada.

-¿Cuál de ellos?

-El que tú no confesaría nunca nadie -dijo remarcando las palabras detenidamente.

Silencio.

-¿Quién te lo ha contado? -preguntó ella seria.

-Yo estoy informado bien. Que yo aquí no casualidad, recuerda. Ya te dije ti.

-Entiendo. Estamos empatados a secretos inconfesables entonces.

-Exacto. Por eso mismo tú calla boca igual que yo. Tú mueve culo con música en la fiesta como si nada y no trata de joder la marrana, ¿vale?

No recibió respuesta por su parte.

-Vamos, guapa. Tú sabe lo que interesa ti, tú sabe lo que tiene que hacer. Las cosas van a cambiar y tú sabe qué hace para no quedarte tiesa en camino como rata. O si prefiere tú yo pueda darte refugio hasta que todo en calma otra vez.

-¡Aparta esas asquerosas manos! No me iba contigo ni ardiendo.

-Jijijiji. Tú lo pierdes. Yo sólo quiero de ti que tengas todo en su sitio sin cagarla. ¿Lo sabe Ion y Rubén?

-Sí. Bueno, no. Voy a decírselo a Rubén justo ahora. Pero estaremos allí los tres.

-¿Y dos amiguitos de ti? ¿También lo sabe?

-Ellos también asistirán.

-Eso es fundamental. Recuerda que es hasta más importante que Mono. Sin ellos no hay negocio.

-No seas tan exagerado. Y no te preocupes que allí los tendrás.

-Perfecto.

Siguieron hablando largo y tendido, pero o bien la conversación no le ofrecía nada nuevo a Álex, o ya no se sentía con más ánimos de seguir escuchando. Su reacción no fue colérica ni violenta, ni siquiera nerviosa. Simplemente encajó los múltiples golpes que se le vinieron encima sin quejarse. Se puso en pie, y lastimosamente inició el camino de vuelta a casa. No se preocupó por marchar sin hacer ruido, aunque por lo penoso de su paso le hubiera sido imposible hacer volar a un diente de león. No estaba, sólo iba como transportado por una tenue fuerza invisible. Iba tan obnubilado que varias veces estuvo a punto de caer edificio abajo. Sin embargo no dejó de caminar por las alturas. Le daba ya igual lo que le ocurriera, incluso prefería terminar en el fondo de un patio de luz. Estaba deshecho, descuartizado, sin una pizca de moral que alimentase su ánimo. Así llegó a su escondite, que encontró inmensamente solitario y triste. Carito también se había marchado; era lo lógico después del último desaire que le había hecho. La chica le había dejado solamente una lata de conservas del montón que le había traído en un principio. Eso para ella era estar enfadada con Álex; la pobre seguía perdidamente enamorada de él pese a todo.

Aunque Álex parecía ya no existir, era un pelele gobernado por un reducto de su propia personalidad. Apenas recordaba a aquel manojo de nervios y dechado de vitalidad que siempre fue. Se sentó en el suelo, abrió la lata con su cuchillo y la colocó encima de la parrilla que coronaba la hoguera apagada que había en mitad de la terraza. Encendió el fuego tan trabajosamente como siempre y esperó. Ni se preocupó de qué era lo que estaba calentando. Sólo esperó. Volvió a faltarle el aire, luego otra vez, y otra, y otra. Y mientras contaba hasta diez y respiraba profundamente, se pensaba si asistir o no a esa fiesta. Su ánimo estaba desaparecido, y realmente, por miserable que pueda sonar, lo único que le motivaba era beber. Lo demás ya le importaba una mierda, incluso su propia vida, que era lo único que le quedaba.

Había sido vendido.

*

Ya están aquí. Ya vienen a por mí.

La puerta de la celda se abre con un chirrido. Entran en ella dos policías con el atuendo de antidisturbios puesto, sucio, semiquemado, y roto por varios puntos. Sólo les falta el casco. Alzan a Álex por las axilas sin que éste oponga ninguna resistencia. Entreabre los ojos y balbucea algo sin sentido mientras lo sacan de allí en volandas. Va arrastrando los pies por el pasillo, las escaleras, un nuevo pasillo, el atrio, unas escaleras, y otros puntos de la comisaría por donde va pasando. Dependiendo de dónde se encuentren, el ruido del combate se hace más o menos intenso, pero nunca llega a desaparecer del todo. Incluso hay momentos en los que no se podría asegurar si la batalla sigue fuera o ya ha atravesado las puertas del edificio. Los policías llevan a Álex a otra habitación una planta por debajo. Allí no hay nadie más que ellos tres.

-¿Y Antúnez? -le pregunta uno al otro-. Nos dijo que estaría aquí.

-Ni idea.

-¿Y qué hacemos? ¿Nos lo cargamos nosotros?

-No seas bestia. Déjalo en el suelo y sal fuera a preguntar.

-¿No escapará?

-¿Estás hablando en serio? Pero si casi no puede respirar. Está tan enfermo que hasta ha conseguido darme pena. Si me lo dicen hace dos semanas no me lo hubiera creído.

Sueltan a Álex en el suelo dejándolo sentado, apoyado contra la pared. No tarda demasiado en desplomarse, pero eso importa poco a sus captores.

-Pero se ha recuperado bastante. Estaba mucho peor hace poco. Yo no me fio.

-Te digo yo que éste ya no es capaz de hacer nada. Sal a echar un vistazo a ver si encuentras al comisario.

Le hace caso y sale al pasillo, mientras el otro se estira despreocupadamente. Lleva en la cara el cansancio acumulado de muchos días. Álex está despierto. Abre los ojos y ve a su único guardián de espaldas justo donde esperaba. Empieza a enviar órdenes a todos sus músculos, recibiendo respuestas de todo tipo. La mayoría de ellas son de dolor, pesadumbre, incluso entumecimiento, pero se siente fuerte. El odio con el que mira a aquel guardia es el combustible que le mueve. Se incorpora lentamente sin atender a las agudas punzadas que aún le asedian por toda su anatomía. Estira el brazo y sin pensarlo toma de la cartuchera del desprevenido policía su pistola. Éste se vuelve sin comprender qué está ocurriendo. Demasiado tarde. Lo que se encuentra es al prisionero apuntándole medio de pie, medio recostado contra la pared. Es una visión fantasmagórica y a duras penas consigue ahogar un grito. Álex tiene toda la cara magullada, con restos de heridas por cicatrizar aquí y allí. Lo único que se puede encontrar dentro de lo normal son sus ojos, que medianamente obstruidos por inflamaciones ennegrecidas, brillan con un fulgor volcánico.

Le hace una seña con la pistola sin decir nada. El policía comprende y se echa al suelo. Al poco, la puerta vuelve a abrirse.

-Me han dicho que ha tenido que acudir al recibidor porque... -va diciendo despreocupadamente hasta que ve que en la sala hay un inesperado cambio de orden.

Se queda petrificado al comprobar que está siendo apuntado por el que hasta hacía unos segundos era su prisionero.

-Cierra la puerta -dice Álex con mucha dificultad.

Le obedece lentamente sin rechistar.

-Buen chico, ahora dime dónde puedo encontrar al comisario.

Habla tan trabajosamente que resulta verdaderamente difícil seguir sus palabras. El policía hace un gesto de no comprender, pero al poco cae en lo que le ha dicho.

-En el recibidor -responde.

-Perfecto.

Y acto seguido aloja una bala de la pistola en su cráneo con estruendo. No le importa demasiado, pues pasa inadvertido entre tantos disparos y estallidos que se oyen y sienten por todas partes. Antes de que el cuerpo sin vida encuentre su inanimada posición definitiva en el suelo, Álex ya está apuntando al otro policía, que tumbado aún boca abajo espera aterrado.

-Tú -le dice-. Quítate la ropa y dámela.

El chico se termina de poner en pie muy lentamente, como si su agilidad no se correspondiera con su edad. Las postillas enmascaran bien la leve mueca de dolor que no consigue reprimir, aunque aguanta bien y no emite quejido alguno. El policía lo mira cada vez más asustado. Tiene la apariencia de haber estado combatiendo sin parar los últimos días, pero la fantasmagórica presencia de Álex le sobrepasa.

-¡Vamos!

El policía tarda un poco en reaccionar, pero se pone manos a la obra. Aparta el cuerpo de su compañero con el mayor respeto que la situación le permite, y se levanta.

-Sentado -indica Álex-. Y despacio. A la primera cosa rara que vea te peino como a él.

No entiende demasiado bien eso que le ha dicho, pero no necesita mucha imaginación para descifrar su significado. Álex se va poniendo lo que le va pasando, cubriendo de una vez su desnudez. Se pone incluso el chaleco antibalas sin importarle que nada se libre de salpicaduras de sangre. Todo le queda grande, lo que ayuda a darle una imagen aún más ridícula: el uniforme policial le sienta como a un esquimal un sombrero mexicano.

“Menos mal que no hay espejo donde mirarme.”

A continuación acude cojeando a registrar las mesas de la sala buscando algo para cubrir la pistola. No ve nada que le pueda servir, por lo que se conforma con una endeble carpeta de cartón azul.

-Ahora llévame al recibidor -ordena-. Y ve con cuidado.

-¡Estoy desnudo! -contesta el policía.

Álex piensa por un momento la respuesta. La fiebre se aferra a sus pensamientos haciéndolos lentos y pesados. La idea de sacar al policía desnudo por el edificio le resulta una venganza divertida, pero es posible que no sea la opción más discreta.

-Está bien, ponte la ropa de tu compañero -le dice.

El policía le mira con cara de asombro. No concibe lo que sus oídos acaban de escuchar.

-No voy a ponerme su ropa -dice titubeando.

-Muy bien. Dime cómo llegar al recibidor, que ya voy yo solito -responde Álex acercándole la punta de la pistola amenazante.

El policía comienza a desvestir a su malogrado compañero. En unos minutos ambos salen al pasillo, uno al lado del otro, muy cerca, tanto que es imposible ver la pistola que apunta en todo momento al policía real. Álex, apoyado levemente en su rehén, no pasa por policía ni para un ciego, pero las prisas de los pocos con los que se cruzan obran el milagro. Al poco alcanzan el nivel superior del recibidor, que se abre como una especie de patio muy ancho y de varias alturas, cerrado en lo alto por una cristalera. El chico descubre que es de allí de donde provienen los disparos que tan insistentemente lleva oyendo desde que saliera de la celda. El combate está dentro. Ordena a su rehén que vuelva a dejar caer su cuerpo sobre el suelo para luego asomarse abajo por la barandilla.

Hay una auténtica batalla campal por entre las columnas, las mesas, tabiques, y demás elementos que se puedan encontrar allí. Diferencia bien a los policías, pero no tanto a los plometas contra los que luchan. Hay algo en ellos que no termina de encajar, que no termina de convencerle. Se queda tan absorto en sus propias cavilaciones que sigue avanzando hacia las escaleras que descienden al siguiente nivel sin dejar de mirar abajo. Se ha olvidado por completo de su prisionero, quien aún quieto respira aliviado. Vuelve a asomarse una vez más, y cuanto mejor lo ve menos puede creerse lo que sus ojos le muestran. Quienes luchan contra los policías visten ropas de camuflaje mimético y pinturas oscuras por brazos y cara. Pero lo que más le sorprende es que muchos de ellos porten fusiles de asalto como Santateresa. Eso sí que no es algo frecuente. Pero hay algo más allí que se sale de lo normal y que Álex no acierta a descifrar. Se queda absorto por momentos. Vuelve por sus pasos y encadena al rehén con sus propias esposas a un radiador.

-Quédate quietecito y calladito y puede que puedas contarle esto a tus nietos -le dice-. Dame todas las balas que tengas.

Una vez atado este cabo, baja el siguiente tramo de escaleras y vuelve a asomarse. Ya sólo hay un nivel entre su posición y lo más crudo del combate. Se oculta tras una columna para no ser detectado, pues su recién adquirido uniforme policial es un imán para las balas enemigas. Saca la cabeza con cuidado, quedando completamente anonadado al mirar uno a uno a los plometas.

“Ésos no son plometas.”

Sigue fijándose desde su escondite, tratando de poner en orden sus pensamientos. Lo siguiente que ve tiene un efecto aún más desestabilizador: de entre el enjambre de asaltantes consigue diferenciar a Charlie.

“¿Significa eso que viene a rescatarme?”

No sabe cómo reaccionar, y al mismo tiempo siente tanta alegría como una oleada de odio y rechazo. La sed de venganza se impone al resto. Como siempre que tiene la oportunidad, duda de si vengarse por la vía rápida volándole la cabeza desde allí, o esperar un poco. Mira a su alrededor para situarse mejor, evaluar los pros y los contras. Es entonces cuando se fija en el compañero que el Negro tiene a su lado. Sorprendido se fija en otro, y luego en otro, y en otro más.

“¡En realidad son todos como Charlie!”

No lo comprende. Desde los días de la Guerra apenas había visto a media docena de africanos, y ahora tiene frente a sí a un auténtico batallón. El chico trata de descifrar qué significa todo eso, mientras los policías están cada vez más acosados. Los asaltantes están abatiendo a demasiados de ellos, y les están empujando contra las escaleras. Ya no sabe si esto es algo bueno o malo. Viéndoles defenderse, Álex cae en la cuenta de que no todos los policías llevan el uniforme de rigor. Hay alguien distinto, que además es una chica, que viste como una más del gueto. El pulso se le detiene al comprobar que esa chica es Aury. Ahora sí que no comprende nada.

-¡Eh, tú! -escucha una voz a sus espaldas que le tira de la nube de incertidumbre en la que viaja.

Se vuelve y descubre a uno de los varios policías que suben las escaleras a toda prisa. El agente se queda un poco extrañado al verle, pero continúa hablándole; él también tiene heridas en la cara que le sangran.

-El comisario ha ordenado que busquemos refuerzos por el edificio para contenerles o si no perderemos la posición ahí abajo -dice.

-Yo me quedo disparándoles desde aquí -responde Álex haciendo ridículamente ronca su voz, intentando así imitar la voz que se espera de un policía.

De seguida se vuelve y da un par de disparos, esperando que sea suficiente para que aquel tipo le deje en paz con su batalla. Éste se encoje de hombros y prosigue su camino a toda prisa. Nada más desaparecer, Álex pone fin a su carrera como actor. Ahora tiene un claro objetivo en mente. Se asoma a la primera planta por el hueco de la escalera que baja. Observa desde allí a Aury, que escondida tras una columna, dispara como loca contra su enemigo. Álex desearía tomarla desprevenida, pero está rodeada de al menos cinco agentes a los que no haría mucha gracia verle por allí. Se queda esperando su oportunidad, ocultándose cuando algún otro policía pasa corriendo cerca de él. Y por fin se le presenta.

Ella, tan arrojada y pionera como siempre, había decidido subir un nivel más para encontrar nuevos ángulos de tiro. Se presenta allí sola, portando una metralleta que a Álex le es muy familiar. Con los cinco sentidos en el combate, se agacha ocultándose tras la barandilla. El chico extrema el poco sigilo que le queda para acercarse a sus espaldas sin ser oído. El fragor de la batalla es ahora su mejor aliado. Se agacha dolorido y coloca el cañón en la misma nuca de la chica. Ésta se queda paralizada al sentir el metal contra su piel.

-Suelta a Santateresa lentamente -le ordena.

Ella muestra su contrariedad con un gesto nervioso de sus hombros. Obedece sin más.

-Ahora levántate la cinta del fusil y pásatela por encima de la cabeza.

Vuelve a obedecer. Álex se queda mirando el arma que pende de su cinta oscura. Su querida metralleta, que vuelva a sus manos una vez más.

-¡La tenías tú, hija de puta! -expresa sorprendido mientras la toma con la otra mano.

-¿Álex? -pregunta ella.

Sin decir nada, él retrocede un poco portando un arma en cada mano. Ella se vuelve lentamente para encontrarse con el chico.

-¡Álex! -exclama contenta-. ¡No había reconocido tu voz!

El Mono no deja de apuntarle pese a la expresión de júbilo que ella le envía.

-Veo que te has recuperado muy bien -dice-. No sabes cuánto me alegro.

No recibe respuesta del muchacho, que le sigue apuntando sin que parezca escuchar lo que le dice. Lleva un gesto pétreo, y no ya por las múltiples brechas que surcan su cara.

-¿Qué pasa, Álex? ¿Por qué me miras así? -pregunta extrañada.

-Tenías a Santateresa -respondió seco.

-¡Claro! Me la quedé el día de la fiesta. La habías dejado tirada entre los almohadones de un sofá y yo la salvé de que los maderos se la llevaran. Irías muy borracho, seguramente.

El chico piensa que pudo haber ocurrido así realmente, pero algo dentro de él le empuja a desconfiar.

-¿A ti no te pillaron? -preguntó.

-Escapé por los pelos.

-Y Charlie también. ¡Qué casualidad!

Las balas silban cercanas, estallando a sus espaldas o sobre sus cabezas.

-Sí, ¿qué pasa? ¿Acaso no me crees?

-No.

Un gesto de contrariedad se le queda marcado a la chica en la cara. Parece no saber qué es lo siguiente que tiene que decir; o sí que lo sabe, pero no cómo.

-No seas injusto conmigo, Álex -pronuncia finalmente-. Yo lo he dado todo por ti. Incluso te cuidé mientras estabas preso en la celda.

Eso último no entra en los esquemas mentales que hay colgados en las paredes del cráneo del chico. Se la queda mirando con una mueca de incredulidad.

-¿Qué?

-Así es. He estado cuidando de ti durante estas últimas dos semanas. Por eso tus heridas han podido cerrarse, y tú has recuperado algo de fuerzas. De no ser así te aseguro que ahora no podrías mantenerte en pie ni con dos pares de piernas más.

-Un momento -pide Álex, intentando concentrarse-. ¿Has estado estas últimas semanas entrando en la comisaría así por las buenas? Eso no es muy normal, ¿no crees?

-Puede que hace un mes no lo fuera, pero ahora sí -dice mirándole compasiva-. Han ocurrido cosas importantes desde que estás aquí encerrado.

-¿Qué? ¿Llevo aquí dentro un mes?

-Cuarenta y dos días para ser exactos.

Eso sí que no se lo hubiera esperado. Comienza a hilvanar los recuerdos que le vienen desde que le encerraron, pero sigue teniendo la sensación de no haber pasado allí más de una noche. Pronto su curiosidad le llama la atención y le devuelve a la consciencia.

-¿Y cuáles son esas cosas tan importantes que han ocurrido? -pregunta.

-Los invasores han regresado a Madrid. Y esta vez parece que va en serio.

-¿Qué? -es algo más que una pregunta.

-Lo que oyes. Llegaron en tromba y sin avisar. Fue hace algo más de quince días, pero ahora estamos desbordados.

Álex intenta asimilar lo mejor que puede el torrente de información que le llega tan de sopetón, mientras ella le sigue relatando qué ocurrió durante su ausencia.

-La situación es desesperada. Tanto que tuvimos que volver a unirnos con el Gobierno para frenarles. Por eso mismo yo he tenido acceso a la comisaría. Me enteré de que te tenían aquí preso, y me las arreglé para que me destinasen a este distrito. Rogué por ti, para que te sacaran, alegando que ibas a ser una gran ayuda para la resistencia. Pero el comisario se negó en redondo.

-Por fin has dicho algo que me parece lógico en todo esto -ironiza Álex.

-Sí. Incluso querían seguir adelante con tu ejecución. Pero tuviste la suerte de que se agolpase el trabajo con la nueva guerra que se nos venía encima, y al menos las torturas terminaron. Pobre Álex, has debido de pasarlo fatal.

Le lleva la mano a la dañada mejilla sin más intención que acariciarla, pero el muchacho no consigue reprimir el amago de esquivarlo instintivamente. Es la primera vez en los últimos días que una mano se le acerca con intenciones distintas a hacerle daño. Incluso se le encoge un poco el corazón al sentir el suave tacto de la chica. No responde más que con la mirada.

-Con el comisario tan ocupado dirigiendo la lucha contra los invasores, pude colarme en la celda, alimentarte y curar tus heridas. Llegué a pensar que no saldrías de ésta.

-Ya ves -contesta con algo que recuerda vagamente a una sonrisa-. Ni así soy capaz de morirme.

Ya no le está apuntando con la pistola.

-¿Y Charlie? -pregunta-. Me pareció verle entre los invasores.

-Ese cabrón sin escrúpulos. No me hables de él. El muy hijo de puta conocía de antemano todo lo que iba a ocurrir. Había estado todos estos años en permanente contacto con paisanos suyos que lo tenían al tanto de los movimientos de su puto ejército.

-Mierda. ¿Pero cómo es eso posible?

-Al parecer los invasores que se quedaron en Madrid nunca dejaron de pertenecer a su ejército. Nos estaban espiando para organizar una nueva oleada.

Álex se queda pensativo por unos instantes. Quiere decirle que la escuchó hablar con Charlie antes de la fiesta, que escuchó cómo le vendía. Pero no dice nada al respecto.

-¡Qué callado se lo tenía el cabronazo! -masculla al fin entre dientes.

-Sí. Y hay más. Sospechamos que fue él quien te tendió la trampa la noche de la fiesta.

“Ajá.”

-En realidad nos la tendió a todos -continúa ella diciendo-, procurando eliminar efectivos para la lucha que estaba por venir. Es un hijo de perra muy sucio y rastrero.

Álex comienza a comprender, pero en lo profundo de sus cerebro hay algo que no termina de encajar en el rompecabezas que esta conversación ha formado en su mente.

-¿Tú sabías algo de eso antes de que ocurriera? -le pregunta.

La chica arquea una ceja en una expresión de incredulidad muy típica en ella. Comienza a hacer un gesto con la boca como si estuviera a punto de decir algo, pero de repente el edificio se estremece violentamente con tres o cuatro explosiones que reverberan de forma salvaje. Proceden de más abajo, del fondo del patio, pero han sonado con tanta fuerza que parecen haber ocurrido allí mismo, en el escaso espacio que hay entre la chica y el chico. Ambos se miran con cara de no saber qué ha ocurrido, alarmados. Al poco, comienzan a subir gritos y una espesa humareda negra, de la que salen tosiendo varios agentes despavoridos.

-¡Abandonad la comisaría! -gritan-. ¡Poneos a salvo!

No parece que estén bromeando.

-¡Vamos! -dice ella.

-¡No! Contesta a la pregunta.

Le lanza una mirada fulminante, pero que en realidad está obstruyendo un destello de miedo.

-Me cago en el Comandante, Álex. ¿Te parece éste el mejor momento? -dice-. ¿No podemos hablar más tranquilamente cuando nuestras existencias no corran peligro?

El chico se lo piensa por una milésima antes de darle la respuesta.

-Está bien. Ayúdame a levantarme.

La chica tira de él sin pensárselo, dándose toda la prisa que los castigados miembros del muchacho permiten.

-Dame la pistola -dice ella una vez que están los dos en pie-. No querrás ir tú con dos y yo desarmada con la que está cayendo, ¿verdad?

Una duda ensombrece momentáneamente la mente del muchacho, pero pronto reacciona y le alarga el arma. Ella la toma con una mano, y con la otra echa el brazo derecho del muchacho sobre sus hombros. Sin más dilación se encaminan escaleras arriba. Marchan bastante rápido, aunque no lo suficiente para quienes están emprendiendo una huída por salvar su propia vida. Álex mira a Aury consciente de ello, pero la chica no le hace ningún caso, concentrada en alcanzar un punto más adelante que sólo ella parece capaz de ver.

-¿Adónde me llevas, Gata?

-El edificio está comunicado con otros tres a los que se puede acceder por la azotea, en el nivel superior de la sexta planta -dice jadeando-. Pero en tu estado vamos a tratar de salir por un patio de luz que hay un poco más adelante.

No añade nada más, y él se da por conforme. A sus espaldas y cada vez más cercanos, se escuchan los gritos en esa lengua incomprensible para ellos. No es la primera vez que el muchacho la escucha. Casi automáticamente acuden a su mente recuerdos de aquella Gran Oleada que tuvo que combatir siendo prácticamente un niño. Pero su estado físico está ahora tan mermado en comparación con aquel entonces, que parecen haber transcurrido cuarenta años en vez de cinco. Los policías ya se han perdido de vista, y tras ellos sólo quedan sus enemigos. Están solos pero, de seguir a ese ritmo, será por poco tiempo.

-Aury, vamos a parar un rato que no puedo más.

-No, ya casi estamos.

-Pero los tenemos encima.

-Ya no queda casi nada.

-Aury, que los estoy escuchando, joder; que están ahí detrás.

-Es la siguiente puerta, aguanta un poco más.

-¡Aury, cojones!

Álex se saca el brazo de encima de ella, y tan rápido como puede, se gira hacia atrás agarrando a Santateresa con ambas manos. No ve a nadie, pero por los insistentes ecos, la aparición del enemigo es inminente. Sin hacer caso de las recriminaciones de la chica, retrocede apuntando atentamente a la esquina por donde tienen que aparecer. A su vez, busca el siguiente recodo donde poder esconderse, unos cuantos pasos más allá. Ella y él están en un pasillo que se abre en ambos extremos hacia izquierda y derecha, formando dos letras T consecutivas. Antes de alcanzar dicha intersección, Álex se ve obligado a disparar: ya están ahí. Mientras intercambian balas con los oponentes, él saca tiempo para dirigirle a Aury una mirada que viene a decir “¿ves?”. Ella hace caso omiso y dedica toda su concentración en acertar en el cuerpo de alguno de los enemigos.

-La ventana que buscamos está en un despacho a poquísimos metros de aquí -dice entre disparo y disparo.

-No sé si podré alcanzarla antes de que ellos nos alcancen a nosotros.

-Tendrás que intentarlo por cojones: están pasando al otro lado del pasillo. Si se dan cuenta de que por ahí pueden rodearnos sí que estaremos perdidos.

-Me cago en el Ministro -maldice Álex.

-Yo también, pero es lo que hay. Puedo dirigirme yo sola allí y prepararlo todo para que cuando tú llegues sólo tengas que saltar.

-¿Saltar? -se extraña él-. No me dijiste nada de saltar.

-No es exactamente un salto... De todas formas no tienes elección. ¿Puedes aguantar aquí tú solo o no?

-Sí.

-Muy bien -dice levantándose-. Resiste, que en seguida vuelvo.

-Vete ya.

La chica se da la vuelta y sale corriendo con su agilidad habitual. Mucho antes de darse cuenta, Álex ya está a solas con un número indefinido de invasores que a unos quince metros de él tratan de acabar con su vida. Por supuesto, aquello no es lo que hubiera elegido de haber tenido tal opción. Para colmo, tanto ajetreo le ha hecho subir una aguda punzada a la cabeza que le atenaza las sienes.

“Casi que estaba mejor en la celda.”

Tiene que doblar el esfuerzo al disparar y al ocultarse, tanto que cuando un agente de policía se coloca a su lado y comienza a darle apoyo, él lo confunde con Aury y ni siquiera lo mira. Tanto es así que no se da cuenta de que éste procede del lado del pasillo opuesto a aquél por el que se ha marchado ella. Tanto que tampoco cae en la cuenta de que aquel policía no es un agente más de la comisaría.

-¿Sabes cuántos son? -se dirige a Álex, atento al frente.

Álex se impresiona al escuchar esa voz tan inesperada. De haber estado en plenitud de facultades se hubiera puesto en pie de un salto. Aguanta en el sitio, pese a que una desagradable descarga le ha recorrido frenéticamente la espalda. Es la voz de alguien conocido. Mira a su lado con el rabillo del ojo, que es de lo poco de la cara que está al descubierto tras Santateresa. Y allí lo ve, al mismísimo comisario Antúnez, con el parche surcándole en diagonal el rostro, luchando contra el enemigo codo con codo junto a él.

-Muchos, señor -contesta lo mejor que puede.

El comisario parece extrañarse al escucharle. Le mira un segundo, y después de no encontrar el porqué de esa sensación tan peculiar, continúa con la batalla. No le ha reconocido, o al menos eso parece.

“¿No me dice nada porque no me ha reconocido, o porque ahora somos aliados? No, es imposible: el odio que este hijo de puta siente hacia mí es casi tan inmenso como el que siento yo hacia él. Ni aunque le salvase la vida a su padre me perdonaría. Pero más lejos de perdonarlo a él estoy yo.”

Álex suspira aliviado de cualquier forma, pero no por ello consigue controlar el temblor que le abate de punta a cabo y que no le deja disparar bien.

-Está la cosa muy jodida -vuelve a decir Antúnez.

Álex asiente con medio aliento. Trata de concentrarse en el peligro de más adelante, pero no puede dejar de lanzarle al comisario continuas y furtivas miradas de soslayo. Éste no duda que el rival está enfrente y no a su lado. No tiene ni la más remota idea del caudal de odio que está generando con su sola presencia. Álex aprieta el mango como si quisiera arrancarlo del resto de la metralleta. Trata de controlarse pero cada vez se encuentra más furioso. Lleva casi un minuto sin pulsar el gatillo, conteniéndose para que la siguiente bala que salga de aquel cañón no vaya al que le cree su aliado. De repente, la pistola del comisario se queda sin munición. Se esconde echando la espalda contra la pared y llevándose la mano al bolsillo. Un chispazo arranca todos los motores en el cerebro del muchacho.

-Comisario -dice con la voz lo más clara que le es posible.

-¿Sí? -responde Antúnez concentrado en introducir bien las balas.

-En una ocasión me dijo que usted aprendía cosas sin parar, incluso de mí. ¿Quiere aprender algo nuevo?

El comisario se queda paralizado al oírle. La voz que escucha es muy rara, pero al pronunciar esas palabras le recuerda a una bastante más cercana. Piensa que no puede ser él, y con esa sensación alza la cabeza. A escasos centímetros a su lado encuentra al chico que dejó tirado en una celda con la cara y el cuerpo destrozados para que se muriera de hambre y de olvido. Le está mirando ahora con la metralleta bajada y la cara al descubierto. Las heridas hacen que sea algo difícil de reconocer, pero sus ojos proyectan un fulgor que abrasa. Antúnez siente asco y terror por partes iguales. Álex sonríe pese al dolor que esto le ocasiona y apunta lentamente con su fusil hacia él. El hombre, al saberse sin escapatoria posible, decide lanzarse a la desesperada a por el chico para evitar el inminente disparo. Tiene la suficiente velocidad -y Álex la falta de ella- para agarrar el cañón de Santateresa e inmovilizarlo. Forcejea con el muchacho, pero al mirarle a los ojos se da cuenta de que éste no pretende dispararle. Sólo quiere mantenerle justo ahí, en la nueva situación en la que ha quedado por el forcejeo: en medio del pasillo a la vista de todos.

Una ráfaga salida del otro lado impacta en el costado del comisario, abatiéndolo. Se queda en el suelo tirado, agonizando, pugnando consigo mismo por hacer entrar algo de aire en sus pulmones. Mira a Álex con el ojo saliéndose de su cuenca y con espuma brotándole por el hueco que abre la desencajada mandíbula. El chico mientras tanto, vuelve a disparar a sus enemigos como si nada. Balas para ellos e insultos llenos de desprecio para el comisario. Esos dos sonidos son los últimos que ese hombre se lleva al Más Allá.

La lucha continúa pero se vuelve cada vez más pesada de soportar para Álex. Le están haciendo retroceder, y en breve ya no podrá ni asomarse al hueco del pasillo. Entonces escucha un silbido salvador procedente de aquellos labios. Su significado: mueve el culo hasta aquí, ya. Álex se incorpora con gran esfuerzo para sus dañadas rodillas, lanza una última y acentuada ráfaga a ciegas, y sale corriendo tan rápido como puede. Aury le empuja hacia dentro nada más alcanzar el umbral. Accede a un despacho lleno de papeles y demás objetos de oficina tirados por el suelo, como si por la ventana hubiera entrado un tornado. Álex ni siquiera tiene tiempo de conocer los detalles del angosto patio. Pasa una pierna por encima y luego la otra sin saber con cuál ha sentido mayor dolor. Se queda exhausto mirando hacia abajo, sentado en el alféizar. Hay una pequeña terraza a sus pies, pero con una caída de al menos tres metros.

-No voy a poder -le dice a la chica, que ya está con un pie apoyado junto a él.

-Cállate y adelante -le contesta-. Yo te ayudo.

Álex se agarra como puede a la parte baja del marco con los pocos dedos que le quedan medianamente sanos. Apenas tiene fuerzas para sujetarse a pulso. Aury le agarra por los brazos, liberándole de parte de la carga. Pese a ello, el chico termina soltándose prematuramente, aterrizando con los pies, y luego con el culo, la espalda, y cualquier otra parte de su cuerpo, que rueda por el suelo. No puede evitar quejarse abiertamente. La chica cae liviana a su lado, casi sin levantar el polvo que se acumula bajo ellos. Le ayuda a levantarse haciendo caso omiso de sus quejidos, y lo conduce al interior del apartamento.

*

Tras las cortinas aparece un salón perfectamente equipado, como si la Guerra y las desgracias hubieran pasado de largo por allí. Álex se tira contra el sofá y grita con la cabeza metida entre los almohadones. Mientras, ella se asoma con cuidado por la puerta corredera de la terraza. De improviso, una ráfaga destroza en mil pedazos el cristal, atravesándolo e impactando contra la chica. Cae por tierra, con al menos tres balazos repartidos por su hombro y brazo izquierdos. Álex se levanta sobresaltado. Su primera intención es sacarla de ahí, pero al escuchar que al otro lado de la cristalera dos tipos han accedido también a la terraza, decide ocultarse. Su limitado estado físico le hace comportarse como el cobarde que no es. Eso le irrita más que las punzadas y los dolores, pero sabe que está en inferioridad de condiciones y es su única oportunidad. Aury trata de ponerse en pie para hacer frente a los enemigos, pero éstos ya están encima de ella. Álex se arrepiente enormemente de haberse escondido, pero al ver que no le siguen disparando aguarda al acecho.

-Pero mira tú quién aquí -dice uno de ellos apuntándole con su mini metralleta-. Tenemos con nosotros a puta la Gata.

Álex se siente desfallecer cuando escucha la voz de Charlie. Algo parecido le ocurre a Aury, quien en una arriesgada maniobra trata de apuntarle con la pistola. El Negro es más rápido y de una patada en el brazo la desarma.

-No trate tú de putear mí -le dice.

A continuación añade algo más en su propio idioma, que su compañero recibe con una sonrisa que a Álex le resulta maléfica.

-¿Qué ha hecho tú con Mono, ah?

-No lo sé -responde llevándose la mano a las sangrantes heridas.

Ninguna de ellas parece mortal.

-¿Me cree tú gilipollas? Yo sabe que tú aquí por él. ¿Dónde está?

Desde su escondite, Álex no soporta esperar ni un segundo más. El odio que ha desarrollado hacia su otrora amigo es demencial. Intenta contenerse, pero cada sílaba que sale de su boca es un aguijón que se le clava en las retinas, en la nuca, tras las rodillas, en los testículos, en las uñas. No puede existir una sensación más molesta para él. Además, no han llegado nuevos enemigos a la terraza. Eso no significa realmente nada, lo sabe, pero decide actuar. En condiciones normales, hubiera dejado fuera de juego primero a su acompañante y luego dispararía a Charlie. Pero conociendo la velocidad endiablada del Negro, decide cambiar el orden. Un primer balazo en plena UZI destroza el arma y el dedo índice de la mano que lo sostiene. Su alarmado compañero no tiene tiempo ni de empuñar su metralleta contra Álex. Sólo puede cambiar la estúpida sonrisa que lucía una milésima antes por un gesto de contrariedad. Ni siquiera llega a saber exactamente de dónde provienen las balas que atraviesan su pecho una, dos, y hasta tres veces. Los quejidos de Charlie se apagan cuando ve aparecer tras una pesada librería a Álex. Abre mucho los ojos en un principio, pero luego sonríe.

-¡Mono, maldito cabrón, me cago en el General! -dice-. Mira qué has hecho tú en mi mano y mi UZI, joder.

-Perdona, Charlie, fue sin querer -contesta tranquilamente-. Lo que yo quería era darle a ese puto grillo que tienes por arma. Ya hacía algún tiempo que tenía ganas de que se callase para siempre. Pero ahora que lo pienso, no me arrepiento en absoluto, y hasta tengo ganas de seguir metiéndote plomo en el cuerpo.

-¿Meterme plomo tú a mí? Tú puto loco. ¿Por qué carajo tú quiere hacerme eso a mí?

-Porque creo que es lo mejor para ti, amigo.

Charlie le envía una mirada de estupefacción.

-¿Tal vez porque eres el responsable de que me pillaran los maderos? -apuntilla Álex.

-¿Qué? ¿Qué dice tú, tío? ¿Quién contó ti eso? ¿Fue puta esta? -pregunta señalando nerviosamente a la chica que todavía sigue en el suelo tumbada.

-¡Cállate, perro mentiroso! -exclama ella tratando de levantarse.

Charlie la devuelve al suelo de un empujón con la suela de su bota militar. Justo en ese momento hay una enorme explosión en el patio procedente de la comisaría, a menos metros de lo que podrían esperar. Un montón de cristales y cascotes caen con estruendo patio abajo, mientras ellos tres intentan no parecer sorprendidos. La humareda siguiente eclipsa la luz parcialmente, llenando el salón de sombras menguantes y crecientes que van y vienen sin mucho orden.

-¿Va a creerte tú lo que dice puta Gata? Si ella traicionarte ti mil veces.

-¡Eres un hijo de puta! -chilla Aury lanzándose hacia él-. ¡Te voy a sacar los ojos!

Pero no consigue ni rozarle, pues de nuevo se topa con la bota que le da una patada en el estómago. La chica se queda tumbada retorciéndose de dolor.

-¡Ya vale! -ordena Álex apuntando a Charlie.

Está ciertamente indeciso. También está agotado física y mentalmente, tanto por las preocupaciones, como por las tensiones, como por las mentiras y las verdades. Como por la fiebre que aún le azota y le tiene obnubilado. Pero aunque sigue sintiendo la poderosa tentación de apretar el gatillo contra Charlie, se queda en silencio esperando a que continúe explicándose. Éste no pierde la oportunidad.

-Esta puta es lo peor, Mono. Ella maldita traidora de cualquiera aquel al lado suyo. Yo también engañado por ella, pero hermanos revolucionarios míos me advierten y me ponen tanto de todo. Ella puta muy peligrosa y malvada. Ella traicionó tu clan. Aprovechó amistad con ti para conseguir información y venderos todos a maderos.

-¡Eso es mentira! -consigue ella el suficiente aire para gritarlo-. ¡Fuiste tú, igual que la noche de la fiesta!

-¿Yo? ¿Yo avisa pasma? Si nada más ver ellos mi piel me pega dos tiros pum, pum. No, tú avisa pasma porque tú eres pasma.

Álex siente cómo una falla se abre desde su coronilla hasta sus pies, partiéndole en dos, tres, o un millón de partes.

-¿Qué? -pregunta.

-¡Eso es mentira, Álex! -exclama Aury-. No te vayas a creer semejante patraña.

-Que esta puta está con maderos: es una de ellos.

No se lo puede creer de ningún modo.

-No te lo creas, Álex. Es un bastardo mentiroso. ¿Cómo puedes creer a alguien que ha estado ocultando la invasión, y cuyo único objetivo es eliminarnos a todos?

-Tú puta traidora, chivata de la pasma -dice arreándole una nueva patada de la que la chica no puede defenderse.

-¡Quédate quieto de una jodida vez! -le ordena Álex-. Mira, Negro, llevo mucho tiempo sin creerme ni media palabra de lo que dices. Tampoco creo mucho en ella, pero por lo menos no ha planeado ningún ataque global contra ninguno de nosotros. Además, me ha estado ayudando últimamente mientras tú te dedicabas a matar a muchos de los nuestros. Me ha ayudado a huir, y también se ha encargado de hacerme sanar estas últimas dos semanas.

-¿Últimas dos semanas dice tú? Pero si no lleva tú aquí ni diez días. Invasión comienza hace sólo una semana. Te ha vuelto engaña ti. ¿No lo ves? No, Mono, ella aquí porque ella policía, puta madero como los demás, pero no uniforme ni hostia.

Una tempestad se desata en la cabeza de Álex, que si ya de por sí le estaba causando problemas, ahora no le deja ni concentrarse lo suficiente como para tragar saliva y escuchar a la vez. Demasiados datos, demasiadas acusaciones, demasiadas malas experiencias que no le llevan a ninguna parte. Necesita descansar, y piensa en apretar el gatillo y largarse corriendo de ahí.

-Mira, Mono, yo explica ti qué ocurrido ha, ¿eh? -comienza a decirle cambiando el tono-. Yo preparado secreto invasión. Es verdad. Yo tenga orden de eliminar plometas y cazarrecompensas peligrosos para nuestra misión. También es verdad. Pero por suerte tú en cárcel, no muerto como demás. Ella llamó a pasma a la fiesta a mi espalda y engañó mí otra vez. Al menos maderos no matan ti. A cambio de no decir secreto de mí, mí ofrece a puta Gata zorra una salida a la nueva guerra para ella, para ti, y para demás plometas amigos. Yo ofrece salir de ciudad y huir hacia terreno que pertenece mí por invasión. Yo sabe dónde conseguir transporte y nada malo ocurre ti ni nadie, yo juro. Ella acepta pero traiciona ti porque de verdad quiere meterte en cárcel. Yo traiciona ti también. Yo pide perdón ti por esto, pero yo solo cumple orden por bien de mi país. Yo sólo quiera matar cazarrecompensas y otros plometas. Yo juro.

Esto empieza a sonarle a Álex cada vez más descabellado y siniestro. Pero ninguna explicación le parece ya mala. Ni tan mala ni tan buena. Todo se va convirtiendo en una fuente de donde brotan continuamente las desgracias. No tiene ni idea de qué hacer.

-De verdad, Mono, mí sabe que esta historia suena raro, pero tiene que creerme. Gata, puta traidora peligrosa. Sólo merece morir.

-¡Cállate ya, hijo de puta! -vuelve a gritar Aury-. ¡Álex, no le creas!

Hubiera seguido de no recibir una nueva patada por parte de Charlie. Y otra, y otra más.

-¡Negro! -exclama Álex-. ¡Si la vuelves a tocar te juro por mis huevos que te meto un tiro entre los dientes!

-¡Vamos, Mono! ¡Deja tú que yo mate de una vez esta puta traidora!

-¡No! No le toques ni un pelo. ¡Apártate de ella!

Y sin embargo, algo le dice que debería dejarle acabar con ella como quisiera.

-Mono, joder. ¿Va a volver escuchar sus mentiras? Así sólo consigue engañarte. Siguiente que hace es abrirse piernas para convencerte. La muy puta siempre hace mismo. Conmigo también hace una vez. Llega a decir hasta te quiero, la zorra esta.

-¡Eso es mentira! -chilla ella con las venas del cuello ensanchadas al máximo-. ¡Yo jamás me acercaría a ti, sucio perro asqueroso!

Siguen lanzándose acusaciones a voz en grito, sazonadas con ristras de insultos. Mientras tanto la cabeza de Álex está a punto de implosionar. Él no confía en Charlie, lo ve rastrero y capaz de todo. Y más ahora que sabe que había estado planeando una nueva invasión. Por lo tanto quiere creer la versión de Aury; desea hacerlo de veras. Sin embargo esto no entra dentro de sus esquemas mentales, no desde que escuchara esa conversación entre la chica y el Negro en el piso de Rubén. Ella estaba al tanto de todo. El chico está dispuesto a mandar a callar a los dos para decirlo, para preguntarles por esa conversación. Pero de su boca no llega a salir ningún sonido.

Una ráfaga procedente de la entrada, al otro lado del salón, impacta íntegra en el cuerpo del Negro. Éste se golpea contra el borde metálico de la puerta corredera de la terraza, y cubierto de sangre cae al piso como un pesado fardo. No se mueve. Aturdido, Álex intenta reaccionar, pero una única bala le alcanza a él también en el estómago. El impacto es fulminante. Suelta el arma, pierde el poco equilibrio que conserva, y se escurre hasta los pies del sofá sin remisión. El dolor es intenso, pero nada especial en comparación con lo que lleva ya sufrido. Su agresor se acerca rápidamente a él y le despoja de Santateresa. Tirado en el suelo, Álex sólo puede ver sus botas militares en un principio, pero con mucho esfuerzo va levantando la cabeza hasta descubrir su identidad. Efectivamente, y aunque preferiría que no fuera así, conoce a esa persona.

-¡Rubén! -exclama Aury sentándose trabajosamente-. ¿Pero qué coño haces, tío?

-Quitarte a éstos de encima -responde ayudándola a incorporarse-. ¿Estás bien?

La chica le aparta a empujones las manos que pretendían servirle de apoyo.

-¡Estoy bien, quita! -exclama-. Por el Negro puede valer, pero por Álex no. Él no me estaba haciendo nada.

-Sí, ese maldito Negro por fin ha pagado lo que le hizo a Tubo y a Ion. Llevaba mucho tiempo deseando ajustar cuentas con él. Pero también con el Mono: él es peor aún.

-¿Qué estás diciendo? -pregunta Aury.

-Lo que oyes. El Mono pertenece a la peor calaña que pueda existir en esta ciudad y en todo este puto mundo. Siempre con su afán de protagonismo y sus ansias de gloria, de ser el centro. No le importa una mierda qué les ocurra a los demás con tal de llevarse el mérito, de aparecer por delante. Hace quedar entre las sombras a los demás, exagerando sus cualidades hasta el infinito. Haría cualquier cosa con tal de aumentar en un poquito su fama; esa fama inmerecida que tiene.

-¿Estás hablando en serio? -pregunta Aury sorprendida.

-Vaya que si lo estoy. Pero esto se acaba ahora. Por fin obtengo resultados de mi espera. Porque llevo planeando esto desde hace mucho tiempo. En principio era un juego, un simple entretenimiento en mis cada vez más prolongados momentos de soledad, mientras él se quedaba con las chicas y mis amigos preferían su compañía; haciendo que todos me dejasen de lado, mientras él se divertía y emborrachaba irresponsablemente. Pero cada vez iba a más el odio que sentía. Y llegué a un punto en el que no podía ni tan siquiera estar junto a él sin desearle la peor de las muertes.

Las caras de Aury y Álex no pueden mostrar tanta sorpresa y rechazo como realmente sienten. Mientras, Rubén prosigue, dejando arrastrar sus palabras por un énfasis enfermizo, como pronunciando un discurso a un auditorio repleto que le adora. Un discurso que parece tener ensayado.

-La oportunidad tardó en llegar, pero por fin se me presentó. Con sigilo y una paciencia increíble, fui enterándome de todos los secretos que guardabais por si alguno podía servirme. Y así fue. Sólo necesitaba un motivo para que le metieran en la cárcel sin que sospechasen de mí. Porque yo quería que te encarcelasen, Mono, quería que te torturasen, que te destrozasen poco a poco hasta dejarte en el lamentable estado en el que estás ahora. Debo admitir que esperaba que lo hicieran un poco mejor, aunque no terminaran el trabajo. Pero eso es lo de menos, porque seré yo quien acabe contigo -interrumpe su alocución con una leve risa de satisfacción-. Así que no culpes a ninguno de estos dos. Ellos pueden creerse culpables, pero en realidad sólo eran una pieza más de mi plan maestro.

-No entiendo nada. ¿Qué secretos? -pregunta Álex casi sin voz-. ¿De qué estás hablando?

-Vamos, Mono. No te hagas el sorprendido ahora: todos tenéis vuestros asuntos ocultos que no queréis que los demás sepan. Supe lo de las amistades del Negro mucho antes de lo que pensáis. También estaba al tanto de lo de la nueva invasión, y debería haberlo dicho, pero preferí utilizarlo a mi favor. Como comprenderás, no iba a permitir que volvieras a ser un héroe, así que no dudé en ayudar a planear la fiesta con Charlie, aún a sabiendas de que él lo que en realidad pretendía era acabar allí mismo con los demás. Lo que él no se esperaba era que yo avisase a la policía. Me sorprendió muchísimo que acudiesen de la forma en que lo hicieron, pero todo salió a pedir de boca. Por otra parte, también conocía que tú guardabas lo de tu hermana, y que Aury tenía sus asuntos turbios con los cazarrecompensas.

-¿Y también que es de la pasma? -interrumpió Álex.

El chico dirige la mirada a Aury justo después de decirlo. Ella no parece comprender a qué viene esa pregunta. Rubén mira a una y a otro, captando los mensajes que se lanzan sin palabras.

-No. Ella está limpia. Es la única que merece la pena de todos vosotros. Si estuviera implicada con ellos nos habría engañado como a colegiales, y ya te digo que lo tengo todo tan bien planeado que es imposible que se me escape algo así. Es muy lista, pero ni siquiera ha podido evitar que yo la utilizase para mis propósitos. Fíjate que hasta pude enterarme de la existencia de este piso en el que estamos ahora. Llevo una semana entera aquí metido esperando a que ella te sacase, y te trajera a mí.

Aprieta los dientes y lanza una sonrisa de perro.

-Rubén, no me lo puedo creer -dice Aury tapándose la boca con la mano que le queda sana-. Tengo ganas de vomitar.

-No te molestes, Aury -sonríe Álex con un hilillo de voz, aún tirado en el mismo sitio-. Es un puto envidioso. No razona, sólo quiere parecerse a la gente que ama y odia al mismo tiempo.

-¡Cállate, bastardo! -grita colérico Rubén con todas sus fuerzas-. Ahora soy yo quien dice qué hay que hacer aquí. Yo mando. ¿Qué pasa ahora? ¿Qué se siente cuando hay alguien mejor y más listo que tú, que no sólo te lo demuestra, sino que se regodea de ello? Tú que siempre haces lo que quieres, que todo te sale bien, que si los méritos de los demás no valen nada, que si has vuelto de entre los muertos, que si puedes esquivar las balas... ¡Pero esta bala no la has podido esquivar, capullo! Ni ésta ni ninguna otra que dentro de poco te dispare. Ahora me alegra que esos policías estuvieran tan torpes y que pueda ser yo quien acabe finalmente contigo.

Álex tose sin poder hacer nada para que Rubén deje de apuntarle cada vez más amenazantemente con su metralleta. Sólo la estremecida voz de Aury es capaz de detener sus malvadas intenciones.

-Rubén. No me puedo creer que lo hayas hecho todo porque le tienes celos.

Él se vuelve iracundo, como si fuera a ser ella la primera en caer bajo el fuego de su arma. Pero se calma de pronto cuando empieza a hablar.

-¿Celos? No es sólo eso. ¡Es todo! Me cago en el General, todo. Llevamos años viviendo como ratas en estaciones de metro sucias y repugnantes. Años luchando a diario contra la policía. Pero no, nosotros tenemos que luchar contra los únicos que pueden ayudarnos y llevarnos a una ciudad y una casa decente. Tenemos que dejarnos guiar por los peores gilipollas que puedan existir. Por gente como el Mono. Sí, tenemos que mantener una batalla sin fin, ¿para conseguir qué? ¿Más miseria? ¿Más muerte? ¿Más ratas? ¿Por qué no puede entenderme nadie? No es tan difícil de entender, hostias.

-¿Entonces fuiste tú quien avisó a la policía el día de la caída del clan de Cruz del Rayo?

Álex traga saliva al escuchar.

-Sí, fui yo. No me enorgullezco de ello, pero les dije cómo y cuándo atacar. No sabía que iban a atacar de esa manera. Yo sólo quería que capturasen al Mono... yo..., Entiende que mi principal deseo es que esta estúpida Rebelión de mierda termine. Y si es terminando con los clanes uno por uno, pues que así sea. Sí.

Aury se enjuga las lágrimas y el sudor con el antebrazo.

-Álex no es el culpable de esta situación, Rubén. No es más que una víctima. Como tú o como yo.

-Y una mierda. Es por culpa de gente ansiosa por hacer valer su propia ley por lo que estamos así. Es por culpa de gente como él.

Aury trata de acomodarse de nuevo, pero los balazos del brazo le causan un gran dolor.

-Yo creía que éramos amigos, Rubén -dice ella templando la voz.

Se nota que le cuesta cada vez más hablar.

-Y lo somos -responde él esperanzado-. Nuestra relación sigue intacta.

-No. Yo no puedo ser amiga de alguien que se comporta de ese modo.

-¿De ese modo, dices? ¿Y qué diferencia mi actitud de la suya? Él es un puto despreciable. Y cuando acabe con él, tú y yo podremos seguir siendo amigos. Ya lo verás. Huiremos de la ciudad, huiremos hacia donde dijo el Negro y dejaremos la guerra atrás. La guerra y toda esta mierda. Viviremos juntos... Los dos. Por fin en paz. ¿Qué me dices?

-Rubén -se limita ella a contestar.

El chico no responde, se queda mirándola con los ojos enternecidos y con ambas manos mirando al techo rogando por una respuesta. Ella comprende.

-¿Por qué no me has dicho todo esto antes? -le pregunta.

-Eso da igual ahora -responde Rubén con cierta timidez-. Lo importante es que ya lo sabes y que ahora nadie se va a interponer entre nosotros. ¿Qué me dices?

Ella cierra los ojos desolada. No contesta.

-¿Qué me dices? -insiste él perdiendo por momentos la tenue seguridad que mostraba.

-Lo que quiere decirte, gilipollas, es que ella antes tenía una pistola en las manos, pero que por una patada fue a parar debajo del sofá -dice Álex-. Y que ahora ella sabe que yo tengo esa pistola apuntándote al melón que tienes por cabeza.

En un primer momento, Rubén no quiere hacer caso de lo que está diciendo Álex. No le interesa otra cosa que se salga un poco más allá del círculo que hay entre la chica y él. Pero al seguir escuchando lo que le está diciendo, un escalofrío comienza a trotar salvajemente por su sistema nervioso, pinzándole en la nuca sin piedad. Se vuelve con la incertidumbre de conocer si lo que oye es verdadero o falso. Se encuentra tirado en el suelo a un bulto malherido que sigue siendo Álex. Por una milmillonésima de segundo, ve el ojo del cañón de la pistola de la mano del muchacho. Y ya no ve otra cosa más que el estallido que impulsa la bala que termina por destrozar su cráneo. Su cuerpo se desploma como un títere al que de repente han cortado los hilos.

Pasa exactamente lo mismo con el brazo de Álex. Está agotado. Este último episodio que ha contemplado le ha dejado tan exhausto que ya no tiene fuerzas ni para seguir tumbado. Ni siquiera para pensar en otra cosa que no sea el aguardar que la muerte acuda finalmente a llevárselo. El balazo de su estómago tiene una pinta horrible y no le para de manar una sangre negruzca. Cierra los ojos intentando tranquilizarse, pero siente un molesto mareo provocado por el profundo asco que le inunda. Francamente, había esperado que el momento de su muerte le trajese esa paz de la que hablaban muchos, pero parece haber llegado el momento y él sigue sintiendo cómo un demonio continúa removiéndose en su interior. Aury se acerca a él casi a rastras. Tiene la cara descompuesta, pero desde luego está en bastante mejor estado.

-Vamos, Mono -dice tirando de su brazo-. Estamos todavía en peligro. Tenemos que salir de aquí. Estamos rodeados por los combates todavía.

-Déjame en paz -parece querer decir Álex en un murmullo.

-Ni hablar -insiste ella-. Podemos salir de ésta.

Se pone en pie y le da un tirón de la manga. Éste abre los ojos y vuelve milagrosamente a la consciencia, impulsado por el resurgir de su innato e inagotable sentido de la supervivencia. Aún le queda algo de energía. Se agarra del brazo sano que la chica le ofrece, y muy lentamente se incorpora.

-¿Qué tal vas? -pregunta ella, consciente de que le están temblando las piernas.

-Creo que puedo aguantar.

-Adelante, entonces.

El muchacho hace el último esfuerzo de rescatar a Santateresa de las aún calientes manos de Rubén. Aury le ayuda pacientemente. Y tras esto los dos jóvenes reanudan la marcha agarrados el uno del otro, como si de una pareja de ancianos se tratase. Salen al descansillo y comienzan a bajar por la escalera. Los disparos y explosiones que nunca se han dejado de escuchar, pero que habían perdido su importancia en medio de la cascada de verdades y desmentidos, ahora vuelven a tomar protagonismo.

-Vamos a salir de aquí -repite Aury tratando de infundir ánimos en su malherido acompañante.

-Sí -contesta trabajosamente Álex mientras va bajando los escalones-. Y nos iremos a vivir juntos a la montaña, a orillas de un lago.

-Tendremos una casita de madera en una islita en medio de ese lago -contesta ella siguiéndole el juego.

-Sí, yo la pintaré de azul.

-Y tendremos un jardín.

-Sí, y un montón de hijos también.

-Ni muerta.

Los dos sonríen.

-Aury.

-Dime.

-Muchas gracias por todo.

-Vamos, tío, no me toques el coño ahora con tonterías.

-Te lo digo en serio. Después de tanto baile de traiciones y putadas, consuela saber que puedes contar con la amistad de alguien. No quiero morirme sin decírtelo.

-No te vas a morir, tonto del culo.

-Aury -le dice con la única intención de llamarle la atención.

Ella se le queda mirando muy fijamente a menos de un palmo de distancia. Aunque el dolor atenaza crudamente a ambos, él la sigue viendo arrebatadora; como siempre.

-No hay de qué -responde finalmente la Gata.

Se besan.

*

-Sigamos adelante que todavía nos queda mucho -dice ella.

-Sí.

Cuanto más cerca están de la calle, mayor resulta la impresión de estar acercándose a un campo de batalla. Los disparos resuenan aquí y allá, y las explosiones están presentes por todas partes. Incluso empiezan a oírse los primeros gritos.

-Ya queda menos -comenta Álex.

Aury se le queda mirando fijamente, sobreentendiendo lo que su amigo quiere decir con esas palabras. Prefiere seguir adelante que contestarle. Entonces, una voz inesperada les sorprende por la espalda.

-¿Teniente López?

Ambos se quedan clavados en el sitio. Se dan la vuelta muy despacio. Álex comprende en seguida que esa voz de hombre joven corresponde a uno de los policías huidos de la comisaría que le ha confundido el ver su robado uniforme. Le dura poco el sobresalto, no como a Aury, que aún sigue tensa. Cuando por fin lo ven se demuestra que la suposición de Álex es acertada.

“Aún me funciona la cabeza. Sólo espero que no nos guarde ninguna nueva sorpresa.”

-Teniente López, ¿le han disparado? -vuelve a decir el agente-. Está sangrando abundantemente.

Álex no se lo explica. Están frente a frente, y aunque un poco lejos, no hay tanta distancia para que siga pensando que le conoce. Mira a Aury, que sigue muy callada y nerviosa.

-¿Quien le acompaña es un aliado? -pregunta.

“Yo no soy el teniente López.”

Es lo que está a punto de decir Álex de no ser porque Aury toma la palabra primero.

-Yo no soy la teniente López. Me estás confundiendo, tío.

Álex se la queda mirando extrañado. Ella tiene la cara pálida, bastante más que hace tan sólo un minuto. Mientras calla aprieta las mandíbulas. El agente tuerce el gesto en señal de que tampoco está entendiendo qué ocurre.

-¿Pero qué dice, mi teniente? -vuelve a intervenir-. He estado sirviendo a su lado esta misma noche mientras aguantábamos el ataque. Usted misma me dijo que saliera por aquí en el caso de que la cosa se pusiera fea, pero debo decirle que es imposible llegar a la calle. Hay tantos invasores ahí fuera que...

-¡Silencio! -exclama ella-. Te digo que yo no soy quien tú crees, así que deja de llamarme así de una puta vez.

El hombre se queda callado de golpe, manteniendo una expresión de ignorancia más acentuada todavía. Álex sigue observando la escena, boquiabierto, tratando de entender. Incrédulo pasa rápidamente de la cara del policía a la de ella, y de la de ella a la del policía. Sin añadir nada más, abate al hombre joven de una ráfaga casi a bocajarro. La reacción de Aury es soltarse de su compañero y empujarlo con todas sus fuerzas. Él está prevenido, y haciendo un esfuerzo titánico, consigue sostenerse sobre sus dos piernas. Ella trata de ganar las escaleras, pero un disparo en la pared, un palmo delante de su cuerpo, le hace detenerse.

Sabe que no ha sido más que un aviso, y que aunque se encuentra malherido, la siguiente bala hará blanco en alguna parte de su cuerpo. Se queda muy quieta, de espaldas a él. Le mira de soslayo con las venas de los ojos a punto de reventar. Parece cada vez más nerviosa, y él más tranquilo. Pero sólo lo parece. El chico resopla tratando de mantener el tipo, aguantando la respiración hasta contar diez. Pero de seguro que no lo va a conseguir ni contando hasta mil; ni con un dardo cargado de narcóticos lo conseguiría.

-Vuélvete -le indica.

-¿Por qué me has disparado? -pregunta ella.

-¿Por qué me has empujado tú?

-Acababas de matar a aquel tipo por las buenas. Pensé que se te había ido la olla y me diste miedo.

-¿Ah, sí, teniente López? -pregunta sarcástico.

-No seas capullo. Ese tío se confundió conmigo. ¿No me escuchaste?

-Alto y claro. Igual que te escuchó él. Y te obedeció. ¿Obedecen ahora los policías a los gritos de los plometas? ¿Tanto ha cambiado todo desde que entré en esa puta celda?

Ella parece quedarse sin palabras, lo que unido a la falta de aire que le llega a los pulmones, hace que se trabe al hablar.

-De acuerdo, yo soy la teniente López. Pero tiene una explicación. Al unirnos de nuevo con el Gobierno, a lo plometas más experimentados nos dieron puestos dentro de la jerarquía para así encontrar líderes preparados y combatir al enemigo de forma más efectiva.

-Claro, y a ti te dieron uno alto. ¡Y teniente nada menos!

-Sí. Es verdad.

-Un poco raro que tú hayas alcanzado el cargo de teniente en diez días y en toda la anterior guerra unos pocos plometas sólo consiguieron llegar a sargento.

-Pero esta vez es distinto. Las cosas han cambiado.

-Ya.

-Sí. Puede parecer una locura, pero en estos diez días las cosas han ocurrido muy precipitadamente.

Antes de contestar, Álex toma aire pesadamente, tratando de no expulsarlo todo de golpe.

-Me dijiste que estuve cuarenta y dos, no diez. Lo de diez lo dijo Charlie.

-Claro, cuarenta y dos. Me he confundido, joder. Es que con tanta pregunta me estás liando. Pero quise decir cuarenta y dos, eso es.

El chico frunce el ceño tanto que podrían salirle agujetas. No hace falta ser un genio para darse cuenta de que no le está creyendo ni una palabra.

-Por favor, Álex. Tienes que creerme. Lo que te digo es cierto.

-No, Aury. Lo que decían todos era lo cierto. Y yo, como un imbécil, me he estado negando a verlo.

-¿Pero qué dices? No, Álex, te han aconsejado mal. Las cosas siempre han ido bien cuando hemos trabajado juntos, unidos. Hacemos un equipo perfecto. Los demás tienen envidia de eso. Como pasaba con Rubén.

-No. Hasta Charlie ha sido capaz de decir más verdades que tú, lo que me parecía algo imposible.

-No te dejes llevar por pensamientos equivocados, Álex. Yo te he contado siempre la verdad. Siempre. Yo nunca he querido hacerte daño, pero lo hacía por tu bien, porque... porque yo... yo... ¡yo te quiero!

El chico, lejos de conmoverse, agacha la cabeza.

-Sí, Álex, te quiero -continúa-. Quiero estar contigo. Nunca he encontrado el momento de decírtelo porque siempre había alguien que me lo impedía. Pero tú has sido la persona con quien siempre he deseado estar. Tenemos una química tan buena entre nosotros que me jode que no lo hayamos hablado antes.

Silencio por parte de ella porque espera una contestación. Silencio por parte de él porque no le salen las palabras. Dos lágrimas llueven sobre Santateresa.

-Charlie también dijo que dirías eso -contesta Álex con voz grave.

-Ese hijo de puta ha dicho muchas cosas falsas buscando envenenarte, Álex. No debes escuchar a ésos que no saben nada. Sólo a quienes de verdad te aprecian. Como yo.

-Ésta es la última mentira que me cuentas, Aury.

-¿Qué? ¿Qué dices?

Álex no responde. Tiene los ojos fijos en ella, pero su mirada está completamente perdida.

Silencio y más silencio.

-Tienes razón -termina diciendo ella-. Soy policía. Lo he sido desde el principio.

Álex sigue sin dar respuesta.

-Trabajé de cazarrecompensas en las calles, y hacía de agente doble para la policía. Nadie se percató de esto, ni siquiera Rubén fue capaz.

-¿Por qué? -pregunta Álex en un susurro.

-Supervivencia, Álex: ¿qué otra cosa iba a ser? Era la única forma para alguien en mi situación. De las pocas oportunidades que me daba la calle, elegí la que pensé que era mejor. Así me mantuve siempre sana y protegida de toda la mierda que inunda nuestro mundo.

Una explosión demasiado cercana hace que el edificio retumbe y se tambalee. Ambos tratan de mantener el equilibrio, pero no dejan de mirarse ni por un segundo. El chico se deja caer sobre la pared más cercana, cediendo poco a poco su peso sobre sus piernas hasta terminar sentándose.

-Siempre me ocupé de trabajar tan al margen de mis superiores como pude, Álex, puedes estar seguro. Me tomaba días de descanso por mi cuenta y sin avisar. Acuérdate de aquella vez que estuvimos solos más de una semana en el Palacio de Cristal. Sabes que es verdad. Tampoco cumplía las misiones tal y como me ordenaban. No hacía todo lo que me pedían queriendo, porque sólo pretendía hacer mi trabajo, no condenar a aquéllos a quienes sentía que pertenecía.

-Y sin embargo era eso lo que hacías.

-No, Álex. Sé que no me vas a creer, pero muchas misiones las he fallado a posta. Te lo puedo asegurar. De no ser así, te habrían pillado hace mucho tiempo. Te lo juro.

-¿Y tus superiores no te decían nada? -pregunta Álex con cada vez menos voz.

-¿Qué me podían decir? Yo sabía que no les gustaba que fuera tan independiente, pero, ¿qué podían hacer? Yo era la única infiltrada en los clanes capaz de sobrevivir. ¿Me iban a despedir?

Silencio de nuevo.

-Escuché tu conversación con Charlie en el piso de Rubén -le comenta pausadamente.

Ella muestra una mueca de ignorar de qué le está hablando, pero pronto comprende.

-¿Qué escuchaste? -pregunta.

-Suficiente para saber que me ibas a traicionar.

-No, Álex, eso no es cierto. No sé qué escuchaste en concreto, pero te lo puedo explicar. Charlie me pidió el contacto de los cazarrecompensas con la excusa de querer librarse de un par de plometas de Chamartín. Yo no lo vi mal y les puse en contacto, pero al poco descubrí que en realidad lo que pretendía era venderte a ti, a Ion y a todos los demás. Fui a preguntarle aquel día en casa de Rubén y entonces me lo confesó.

-Ya, y tú no hiciste nada para evitarlo.

-¡No pude! Él había descubierto mi secreto: sabía que era policía. No sé cómo pero el muy hijo de perra lo sabía. Si eso salía a la luz mi vida en las calles pasaría a valer menos que una pistola de agua.

-¿Y por qué no trataste de librarte de él? -inquiere Álex-. Conociéndote es lo primero que harías.

-Y eso intenté. Ese mismo día traté de matarle. Te lo juro. Pero me fue imposible, siempre estaba acompañado.

Álex hace una mueca que muestra incomodidad. No sabe si es debido al balazo del estómago o a las noticias que le da la chica.

-¿Y por qué no me avisaste? -le pregunta conteniendo las lágrimas.

-Lo quise hacer, Álex. Créeme. Pero estuve concentrando mis energías en encontrar la forma de acabar con Charlie. Y luego, cuando traté de localizarte estabas desaparecido.

-Estaba en la terraza de Carito -dice él como para sí mismo.

-Pues eso. Yo no lo sabía. Ése es el motivo por el que esperé a que llegase la fiesta. Quise avisarte entonces, pero Charlie me tuvo vigilada en todo momento. Se había traído a otras hienas como él, y me tenían controlada. Decidí jugármela a una y tratar de cargármelo cuando la acción empezase. Confiaba en tu reacción, pero estabas en un estado lamentable...

El muchacho asiente, recordando, sufriendo.

-Lo hubiera hecho, Álex, me lo hubiera cargado allí mismo. Pero entonces llegó la policía y lo desbarató todo.

-Rubén dijo que no esperaba que acudiese de la manera en la que acudió. ¿Seguro que no la avisaste tú?

-No, Álex, te lo juro. No quería arriesgarme a que te arrestaran a ti y a Ion. No me lo hubiera permitido.

El chico se retuerce de dolor. Tose, lo que le causa aún más dolor.

-¿Avisaste tú a la policía el día que cayó el clan de la Cruz del Rayo? -pregunta él abruptamente.

-No -reponde ella tajante -. Ya oíste a Rubén: fue él.

Álex asiente pero en realidad no comprende. Sólo quiere acostarse. Deja caer el arma hasta que ésta termina descansando mansamente sobre su regazo. Ya no apunta más que a algún punto perdido de la pared que hay al otro lado. Se acomoda como puede, aunque ya nada le parece que pueda llevar el adjetivo de cómodo. Aury respira aliviada al ver que ya no está siendo encañonada, pero pronto se le sube un nudo a la garganta al comprobar que dos lágrimas surcan la cara del muchacho sin que nada lo pueda impedir.

-Ya no creo nada que pueda venir de ti, de Rubén, de Charlie, ni siquiera de mí mismo, Aury.

Ella se queda muy quieta observándole. No quiere ni respirar. Duda.

-Puedes irte, Aury -le dice finalmente con un hilo de voz.

La joven ahoga las palabras que se le agolpan en la garganta y que claman por poder salir a gritos. Aprieta los dientes y abre los ojos tanto como puede; hasta hacerlos grandes, enormes, desmesurados. Por fin consigue articular palabra.

-¿Qué vas a hacer?

-¿Tú qué crees? -le responde enseñándole la palma de la mano.

Le brilla roja, goteándole en las piernas como si fuera pintura fresca. Una nueva explosión se siente profunda en el interior del descansillo. Pero eso a ellos les suena lejano, como propio de otro tiempo. Ella traga saliva, se lleva la mano al balazo del hombro, y se gira hacia el hueco de la escalera. Lo encuentra libre. Vuelve a mirar a Álex, y sin soltarse la herida, sus ojos siguen de nuevo el mismo recorrido. No sabe qué hacer, pero eso al chico ya le da ciertamente igual. Tiene la cabeza gacha, y no la está mirando. Por lo que puede comprobar, él ya no representa una amenaza para su vida. Por momentos, Aury parece que va a decirle algo a Álex, pero se lo piensa mejor. En vez de eso cierra la boca, se gira y se pierde por aquel hueco. El sonido de sus rápidos pasos escaleras abajo es su despedida.

Álex sigue en la misma posición, cabizbajo, sin realizar ni un solo movimiento. No reacciona a la huida de la chica. Para él hace ya un buen rato que ella ha abandonado la escena. Su mundo. Tampoco hace nada cuando oye unos nuevos y más cercanos disparos procedentes de abajo. Disparos que bien podrían tener a Aury como blanco. No, eso ya pertenece al pasado, como las explosiones, los gritos, las carreras, los insultos, las amenazas, las bravuconerías. El mal furioso y sin límite que ha acompañado la vida de Álex desde que le apetece recordar. Su cabeza continúa agachada, tal vez hundiendo su mirada en su metralleta, tal vez en ningún sitio en particular. El edificio tiembla, retumbando el sonido de la explosión por paredes, suelo y techo. Los vellos del chico se estremecen, pero él no se mueve provocado por las sensaciones que le ofrecen. Sólo permanece tanto como puede, tanto como el transcurso del tiempo le permite. Un olor negruzco se apodera del descansillo, inundándolo todo a su antojo. A saber si no hace lo mismo con el resto del edificio, o quizá con la calle entera. Algo se está quemando en algún sitio cercano, pero ni siquiera eso consigue sacar un reflejo del muchacho, que sigue estando sin más. Seguiría así incluso si fueran sus propias botas las que se estuvieran quemando con él dentro. Una voces suben desde el portal, dos plantas más abajo. Hablan un idioma imposible de entender. Son nuevos milicianos, o militares, u hombres armados. Están buscando algo, es eso lo que dicen sus ojos cuando alcanzan el descansillo del segundo. Allí encuentran paredes recubiertas de sangre y de disparos, un techo que parece a punto de caer, y un suelo donde hay desperdigados dos cuerpos inertes vestidos de policía, uno que es y otro que no. Y también encuentran allí el olvido, la soledad, la desesperanza, la derrota, y la muerte. Pero ni rastro de Álex.

*

Desolación. Es tal vez ésa la única palabra que puede definir lo que siente Sara cuando mira atrás y ve una Madrid sumida en la destrucción. Desolación. Aunque no sepa qué significa esa palabra. Incontables columnas de humo negro como el odio se elevan desde diversos puntos. Surgen desde allí y allá, perdiéndose en ningún sitio en las alturas, lejos del campo de batalla. Ella entrecierra los ojos para tratar de enfocar, pero su maltrecha vista no le permite tener una imagen nítida de lo que ocurre. Tal vez sea mejor así. Sus pasos la han llevado varios kilómetros más allá de la última urbanización de la interminable ciudad, pero aun así es capaz de oír el estruendo de alguna explosión furtiva. El combate se estaba recrudeciendo cuando ella tuvo que dejar lo poco que tenía y salir huyendo. Ángel, quien ahora la toma de la mano, la guía hacia delante. Él no quiere, no puede, mirar atrás. Tira de su compañera. No ha parado de llorar ni un solo instante desde que abandonara la estación de metro de Antonio Machado, su último hogar.

Ambos avanzan por un sendero rupestre, una antigua vía verde por donde, no hace tanto, los antiguos madrileños salían los domingos a caminar o a montar en sus bicicletas. Ángel tomó la decisión de adentrarse en la sierra usando estas vías, aunque se hallen en desuso y casi intransitables por la vegetación que se abre paso por doquier. Tenía muy claro que debía huir de las autovías: su instinto de supervivencia le había advertido seriamente sobre los peligros de caminar junto a los otros refugiados por un lugar donde quizá haya alguien esperando a que pasen. “Mejor solo que mal acompañado”, se repite; algo que ya ha oído decir antes en algún sitio.

De su espalda cuelga una mochila nueva, procedente de esa asaltada cueva de las maravillas sin fin llamada Plaza Norte. En su interior sólo comida y agua, lo suficiente para que Sara y él se alimenten los siguientes cuatro días. Sin lujos. En la mochila de ella sólo hay un par de sacos de dormir, éstos sí, viejos y rotos. Bajo aquélla, una capa de sudor empapa a la chica a pesar del fino vestido blanco con diminutas flores que lleva. Es muy fresco y le deja al descubierto los hombros y las delgadas pero fuertes piernas. Pero es lo mismo, ya que bajo el sofocante sol de julio nada es suficientemente refrescante.

Sara vuelve a mirar atrás, adicta a la desolación que de allá no para de emanar. Entrecierra los ojos tratando de enfocar sin éxito. Ni siquiera diferencia las cuatro torres, aún altas y prominentes. Muy a su pesar, no guarda ningún tipo de cariño hacia aquel lugar que ahora, a toda prisa, abandonan. No, pese a intentarlo, pese a ser lo único que ha conocido en sus jóvenes trece años recién cumplidos. No tiene conocimiento de este último dato.

-Vamos, Sara -le pide Ángel desde un par de pasos adelante, tirando de su brazo-. Vamos adelante.

El chico aspira profundamente la mucosidad que se le acumula en la nariz por efecto del llanto que se resiste a abandonarle. Tiene los ojos enrojecidos y un surco de suciedad le corre cara abajo hasta perderse en algún lugar de su cuello. Sara le hace caso, por un momento al menos, pero se vuelve de nuevo al cabo de un par de minutos.

-Adiós, Madrid -dice pese a todo.

Ambos prosiguen con su marcha, forzada marcha huyendo hacia ningún sitio. Ella no le ha preguntado adónde les lleva su huida, cosa que él agradece profundamente. La chica simplemente ha hecho lo que suele hacer a la hora de tomar una decisión: confiar en su compañero. Esto es algo que él sabe y que le hace sentirse especialmente culpable. Esta vez no hay plan, ni principio, ni final. Sólo caminan, tal vez hacia ningún sitio.

Con cada paso que dan el sendero empieza a hacerse intransitable, mucho más intransitable de lo que ya era. Las discontinuidades se empiezan a hacer más frecuentes, y por mayor trecho cada vez. A veces se hace verdaderamente difícil saber por dónde sigue, y deben detenerse para investigar.

“¿Qué más da?”, se pregunta Ángel.

El chico siente una profunda presión en el pecho que desde hace rato no le para de crecer. Es un nudo del tamaño de un puño que se le atora en algún lugar entre sus pulmones. Pesa y arde al mismo tiempo, como si fuera de acero fundido. Su respiración se ha vuelto pesada; le cuesta hacer que el aire entre o salga. Se desespera, no sólo no encuentra el camino, sino que cada vez le parece menos importante encontrarlo. Ya todo ha perdido su sentido.

“Si alguna vez llegó a tenerlo”, se sorprende a sí mismo diciéndose.

Se para por un momento para tratar de clarificar sus ideas, pero éstas se encuentran estancadas en una negra ciénaga, y poco a poco se van emponzoñando en su interior. Quiere gritar, soltar un amargo quejido que rasgue las entrañas del campo y del cielo. Sin embargo en su cara sólo se aparece una extraña sonrisa perruna que no dice nada. Nada.

Mientras tanto, Sara está sentada sin abrir la boca. Ya se han perdido en otras ocasiones en las últimas horas, por lo que espera paciente a que su compañero encuentre el sendero y vuelvan a retomar su viaje. Inocentemente se entretiene mirando lo que queda de las amapolas. Es su flor favorita y ama cuando cada primavera los parques y descampados de la ciudad se inundan de ellas. Esto le trae las calles de Madrid a la cabeza. Mira en dirección a la urbe que fue su hogar, pero no ve más que árboles y sombras. Suspira. Levanta la mirada para encontrarse a un Ángel de extraño comportamiento. Entrecierra los ojos para enfocar la cara del chico. Éste está muy nervioso, mucho más de lo que debería. Ella se pone en pie y se le acerca con intención de asirle suavemente por los hombros, como suele hacer, aunque percibe una mala vibración que le hace detenerse.

-¿Ángel?

El chico vuelve en sí al oír su nombre. Está empapado en un sudor mucho más frío que la temperatura ambiente. Se le queda mirando fijamente, con los ojos temblorosos y la boca muy cerrada.

-¿Estás bien? -pregunta ella.

Está muy lejos de sentirse bien. La mirada de la chica consigue tranquilizarle un poco, pero las más funestas ideas vuelven a nublar rápidamente su mente.

“Estamos perdidos.”

“No hay camino.”

“La ciudad está siendo destruida.”

“Esta huida no lleva a ningún sitio.”

“Va a anochecer pronto.”

“El bosque a oscuras.”

Esta última idea lleva torturando especialmente al muchacho en los últimos minutos: va a empezar a anochecer pronto, y él nunca ha estado fuera de la ciudad de noche. La sola idea de verse a oscuras en medio de aquel paraje tan extraño le hace sentirse como sumido en una cruel pesadilla. Resopla tratando de soltar un aire que se resiste a salir de su interior.

Sara capta el malestar del chico, una parte al menos. Consciente de que algo no va bien, ahora sí le lleva ambas manos a los respectivos hombros. Los acaricia. Se limita a acariciarle sin decir nada. Ella va comprendiendo mientras él se va relajando. No es la primera vez que se ven en una situación difícil.

-Esta no va a ser nuestra última aventura -le susurra ella-. Ya lo verás. Saldremos adelante.

Él abre tanto como puede sus ojos. Y rompe a llorar de nuevo. La abraza, cubriéndose de su propia vergüenza.

-No estamos perdidos, Ángel.

-Sí lo estamos -responde él entre sollozos.

Le siguen unas cuantas palabras inconexas y frases que se ahogan en el hombro de la chica. Ella le sigue acariciando, esta vez por la espalda y la nuca. Él va relajándose hasta que finalmente la presión que ejercer contra ella se queda en nada. El nudo ha desaparecido, pero la pesadumbre no se quiere marchar.

Ella le besa en el pelo, en el cuello, y en cada parte de la cara que el muchacho deja visible. Sigue llorando pero al menos su respiración y su pulso no son los de un corredor en plena carrera.

-Vamos a salir adelante -le dice ella entre susurros.

Ángel separa al fin su cara del cuerpo de ella. Está colorado, y sus pequeños ojos están hinchados.

-No -responde titubeando.

Ella le acaricia en las mejillas, limpiando suavemente los restos de sus lágrimas mezclados con la suciedad.

-Sí -le dice-. Saldremos adelante, como siempre que todo se nos ha torcido y parecía que ya no podía empeorar. Como cuando acabamos con aquel poli, o como cuando tuvimos que salir corriendo de la estación de la Cruz del Rayo, o como otras tantas veces. ¿Lo recuerdas?

-Sí -responde débilmente él.

Pero el gesto de su cara dice no. Mueve la cabeza de un lado a otro muy levemente.

-Pero ahora esos, esos... salvajes han tomado la ciudad -dice Ángel-. Van a destrozarlo todo y ya no habrá nada.

-No, eso no es verdad -replica ella-. Habrá esperanza, siempre la habrá.

Ángel tiene un gesto de no comprender.

-Sí -continúa ella-. Esperanza era lo único que quedaba en Madrid. La guerra, el hambre y los enfrentamientos ya habían terminado con todo. Y sin embargo ahí seguíamos nosotros. La esperanza de seguir adelante era lo que nos mantenía vivos.

-Y ahora...

-Y ahora igual, Ángel. El mundo no se acaba porque haya venido gente de fuera a hacerse con lo que era antes nuestro. Fíjate que quienes mandaban aquí antes de que llegaran los invasores era esa gente codiciosa y sin escrúpulos que nos llevó a la perdición. Ahora nos han invadido y nos han expulsado de nuestra ciudad. Eso es una mierda, sí. Pero, ¿es peor que lo que habíamos tenido antes? Yo no lo creo.

Se hace el silencio entre ellos. Ángel ya no está llorando, sino siguiendo muy atentamente las palabras de su pequeña compañera. Una vez más, cuando la situación lo ha requerido, Sara se ha crecido por encima de su propio ser para acudir en rescate de Ángel.

-¿Y qué será de nosotros? -pregunta él con algo de ánimo recuperado.

-Seguiremos adelante, ya te lo he dicho. Encontraremos una de esas cabañas adonde dicen que huyó la gente al comienzo de todo. Lo conseguiremos.

Ni él ni ella saben qué significa exactamente la palabra cabaña, de hecho ni siquiera saben que de lo que en realidad están hablando es de una aldea, o de un pueblo, o de algún sitio donde refugiarse.

-Nadie ha visto nunca ninguna de esas cabañas.

-Pues seremos nosotros los primeros.

Se quedan mirándose muy fijamente. Ángel comprende que no hay nada en el mundo que pueda hacer cambiar de opinión a su amiga. Traga saliva, se endereza, y toma aire. El nudo ha desaparecido. Ya casi está listo.

-Mira, Ángel. ¿No es eso detrás de aquel árbol el camino que estamos buscando?

Ángel se da la vuelta y mira hacia donde el dedo de la niña señala. Por supuesto que el camino no está allí, pero es justo el empujoncito que él necesita para ponerse en movimiento.

-Sí, ése es -le dice a ella-. Lo has encontrado.

La toma por ambos lado de la cara y le planta un profundo beso en la frente. Cuando se separan ella muestra una sonrisa de quien todavía es una niña. Se dan la mano y siguen adelante con la esperanza de encontrar el camino perdido en medio de un mundo perdido.