2. DESPIERTA

La vieja ciudad cuando era joven. Cuando lo único que no sobraba era el tiempo; cuando yo no era más que un crío alegre y despreocupado, rodeado de críos alegres y despreocupados de cero a cien años. Cuando aún había alternativas y posibilidades de todo y para todo. Cuando yo no albergaba más temor que a las tormentas que de vez en cuando caían. Cuando la gente no era feliz únicamente porque prefería ser idiota. Cuando yo tenía un hogar seguro, limpio y cálido. Cuando la paz era un estado natural del ser humano y no un deseo inalcanzable. Cuando el que yo hiciera cuatro comidas al día era un hecho tan sólido y demostrable, como que el sol saliera por el Este y se pusiera por el Oeste. Cuando pensábamos que seríamos jóvenes y guapos por los siglos de los siglos... La vieja Madrid cuando era joven; quién lo diría viéndola ahora. Y sólo han pasado 15 años desde que aquella mañana yo mirara el mundo a través de la ventanilla del coche de mi madre. Aquella mañana tan normal y corriente, que ahora representaría una auténtica utopía.

La ciudad era tal y como se ve ahora, sólo que nada estaba arrumbado. Todo estaba nuevo y era utilizado para lo que desde un primer momento se construyó; ni más ni menos. Las avenidas eran enormes vías de paso para miles y miles de vehículos al día, y servían para comunicar, no para separar y excluir. Bajo el suelo, el sistema de metro era una kilométrica red que conectaba cualquiera de los múltiples rincones de la ciudad por recónditos que éstos fueran; y no era el hogar de nadie, como una madriguera antinatural. Los edificios estaban enteros y no corrían el riesgo de caer derrumbados en cualquier momento, heridos mortalmente por impactos de obuses. Si había algún agujero en las aceras, era protegido de modo temporal con vallas metálicas de un vistoso amarillo; no como ahora que si hay alguna calle sin agujeros en su acera es por casualidad. Los jardines y los parques rezumaban paz y vida durante las cuatro estaciones del año; y ahora cualquier hueco es un descontrolado criadero de hierbajos, nido de ratas grandes como perros. Existía la posibilidad de ser atracado, o incluso asesinado; pero no como ahora, que con mucha suerte tal vez tengas alguna oportunidad de encontrar a alguien dispuesto a ayudarte. Existía un orden marcado por la ley que todos aceptaban, que tal vez estuviera repleta de fallos y en ocasiones fuera injusta; pero no era necesario estar en perpetua rebelión contra un gobierno que no oculta su criminalidad.

Tal vez no fuera el paraíso en la Tierra, como suelen repetirnos los que por aquel entonces ya eran adultos. Tal vez. Y sin embargo todos soñamos con despertarnos una mañana en nuestro cómodo hogar, en un mullido colchón, y con un frigorífico repleto esperándonos al cruzar la esquina. Y aquél que ahora viva entre cartones y diga lo contrario, miente descaradamente.

*

Los niños forman un estruendo ensordecedor dentro del recinto de la piscina. El arquitecto se ha encargado de que allí dentro la iluminación sea natural y abundante, que la temperatura sea fácilmente regulable, que los accesos sean cómodos y estén bien señalizados, que haya suficiente espacio para un tránsito correcto por los alrededores del vaso... Pero se ha olvidado del sonido; debe faltar o sobrar algún elemento que hace que el eco rebote alocadamente en las alturas y baje amplificado hasta llegar a retumbar en los oídos.

Y el griterío de al menos ochenta niños saltando y jugando en una piscina no es un concierto de Bach. Ahora es el momento de baño libre en la parte poco profunda, donde los pequeños disfrutan de un poco de esparcimiento después de casi una hora de natación.

“Menos mal que después de cenar está tan cansado que se duerme en seguida”, piensa ella aliviada mientras observa a su hijo entrar y salir del agua como un poseso. De repente, el chico hace una pausa en su afán por demostrar a los demás quién salta más alto y más lejos, y levanta la cabeza en dirección al recibidor, unos treinta metros más allá. Allí encuentra a la encandilada madre junto a un numeroso grupo de adultos que miran al mismo tiempo y con la misma expresión de idílico enternecimiento hacia la piscina. Parecen sedados, o bajo los efectos de alguna sustancia ilegal. Álex levanta la mano y la agita veloz. Recibe la respuesta inmediata de su mamá, pero casi ni la ve, pues de inmediato vuelve a zambullirse en el agua. Ella se muerde el labio inferior y mueve la cabeza suavemente de un lado a otro como negando; se le llena el pecho de amor sólo con verle tan feliz. Lleva bajo el brazo derecho el albornoz tamaño infantil con el que le secará, y con la otra mano se esfuerza por que la pequeña Irene no se escape de su control. La niña trata de librarse de la custodia de su mamá para lanzarse hacia el agua y unirse a la fiesta. De momento pierde en el forcejeo.

De pronto suenan los silbatos de los monitores, indicando que la hora de juegos ha llegado a su fin. Poco a poco, la que hace unos segundos era una abarrotada piscina, comienza a calmar sus aguas transparentes. Pero no del todo, pues algunos se hacen los remolones porque no quieren parar de jugar. Como todos los días, Álex es uno de ellos. Finalmente, y tras haberse llevado la reprimenda de un monitor, llega hasta el recibidor dando brincos, con las chanclas puestas del revés y haciendo girar frenéticamente el gorro con la mano. Ella lo recibe con una de sus mejores y cálidas sonrisas.

-¿Qué tal ha ido hoy? -le pregunta mientras se afana en ponerle el albornoz.

-¡Muy bien! -responde él tan inquieto que no acierta en meter la mano por la manga-. ¡He aprendido a tirarme de cabeza!

-¡Vaya! Eso es justo lo que te faltaba -suspira ella.

-¿Qué?

-Que muy bien, cariño. Eres todo un campeón.

-¡Sí!

Le ata el cinturón y lo conduce hacia los vestuarios. Milagrosamente, ha conseguido que Irene no se escape demasiado lejos mientras abrigaba al empapado hermano mayor.

-Eso es -dice ella-. Ahora que ya estás seco ve vistiéndote mientras yo voy a hablar con tu monitor, ¿de acuerdo?

El niño se la queda mirando muy fijamente, tan paralizado que parecía imposible tras verlo antes en el agua.

-Yo no he hecho nada, ¿eh?

-No, cariño, voy a...

-Empezó él -le interrumpe torpemente.

-¿Cómo?

-Antonio. Él empezó. Yo no he sido. Si le pegué fue por su culpa.

-¡Alexánder! -exclama ella seria.

-¿Qué? -pregunta él con un hilillo de voz.

-Voy a hablar con tu monitor sobre otro tema. Pero luego tú y yo tendremos una conversación cara a cara para que me aclares eso. Pegar está muy feo. Yo no te he enseñado eso.

El niño se queda enmudecido y avergonzado. La madre sale del vestuario con dirección al cuarto de monitores; una pequeña estancia donde se supone que los muchachos que allí trabajan pueden tomarse un descanso entre clases, guardar sus cosas, y vigilar la piscina, pero que en realidad no sirve ni para contener a la mitad de ellos en unas condiciones aceptables. Se asoma a la puerta del cuarto, atrayendo las miradas de casi todos los chicos. Ella se siente un poco incómoda en principio, pero en el fondo se alegra de ser capaz de hacer callar todavía con su sola presencia a muchachos bastante más jóvenes. No se hace esperar uno de ellos que acude con su camiseta amarilla.

-Hola qué tal, Sergio, soy Silvia, la madre de Alexánder. Estuve hablando contigo la semana pasada, ¿recuerdas?

-Ah, sí, Álex, por supuesto -responde él -, dígame.

Mientras ellos hablan, la juguetona Irene escurre sus deditos de la mano de la madre y se cuela dentro del cuarto. La mujer trata de impedirlo, pero la deja libre al ver que rodeada de tantos monitores no corre peligro alguno. Varios chicos y chicas comienzan a jugar con la pequeña, que sonríe divertida y también les hace sonreír a ellos.

-¿Qué tal va? ¿Cómo lo ves? -pregunta ella.

-Yo lo veo muy bien. Mejor que eso. Su hijo es uno de los mejores del grupo, si no el mejor; con diferencia.

-Por favor, tutéame, no soy mucho mayor que tú.

-Bueno, yo tengo veinticuatro años... -dice con una media sonrisa que resulta un tanto boba.

-Ya... Pero, ¿crees que ya está listo para nadar por sí solo en verano, por ejemplo?

-Ya lo creo -responde el monitor tras aclararse un poco la voz-. Creo que incluso está listo para nadar con los chicos del grupo siguiente, aunque son un año mayor que él. Ha dejado atrás a sus compañeros, y tiene tendencia a hacer travesuras. Es posible que se aburra.

-¡Porque se aburre y porque es un trasto! -exclama ella-. Pero es estupendo lo que me dices.

-Y eso no es todo: en mi opinión, si sigue en esta progresión creo que podría apuntarlo al equipo de natación del club.

-¿El equipo de natación? ¿No te parece que es todavía un poco pequeño, Sergio?

-Es bastante pequeño, pero estoy convencido de que le iría bien. Le... te explico. Tu hijo tiene una coordinación fuera de lo común. Realiza maniobras complejas casi instintivamente, mientras que a la mayoría le cuesta semanas o meses aprender lo mismo. Yo le recomiendo la natación porque es mi especialidad, pero realmente Álex podría destacar en cualquier deporte.

Ella parece contrariada. Las noticias son mejores que magníficas, pero tiene otros planes en mente. En estas se acerca una delgada muchacha de piel morena y pelo lacio que en su camiseta amarilla de monitora, además se puede leer en verde la palabra coordinador. Con bolígrafo azul, ella misma ha pintado una A justo al final.

-Hola Inma, ¿qué tal? -saluda la madre amistosamente.

-Muy bien Silvia, gracias. ¿Vienes a ver los progresos de tu campeón?

-Sí, bueno, de eso hablaba con Sergio. Pero no le he comentado una cosa: creo que voy a dejar de traer a Álex a la piscina. Era ésa la razón por la que quería hablar con vosotros.

-Pensaba que era por el tema de apuntar a la peque -dice Sergio sorprendido.

-También de eso quería hablarte. Tampoco voy a apuntar a Irene.

-Vaya, Silvia, me has dejado sin palabras. ¿Ha ocurrido algo? El chico está encantado con las clases. Y lleva tanto tiempo aquí que es casi uno más de nosotros.

Se queda encogida de hombros como esperando algo más de la mujer. Ésta se ve obligada en cierto modo a dar una explicación.

-Verás, hace tres meses que me quedé sin trabajo, y aunque ahora dispongo de más tiempo, paradójicamente me viene peor traer a los nenes a la piscina. Yo tenía planeado el itinerario, de tal modo que salir del trabajo, recoger a mis hijos, uno del colegio y la otra de la guardería, y venir aquí era un mismo camino. Ahora me es mucho más difícil.

-Pero pueden traerlos sus abuelos. Los he visto en alguna ocasión -expone el monitor sin mucho convencimiento.

-Sí, pero esas eran ocasiones especiales. Perderían muchas clases porque los abuelos no podrían venir todos los días. Sería una pérdida de dinero; y ahora debo mirar más por eso.

Inma guarda silencio. Es normal en ella criticar a Álex por lo pesado que a veces llega a ser, pero en el fondo le tiene un aprecio enorme. No en vano le conoce desde que le enseñó a nadar siendo muy pequeño.

-Es una auténtica lástima -dice finalmente -. Bueno, gracias al menos por avisarnos.

Tapa su visible y contrariada tristeza con una sonrisa.

-No hay de qué. Lo siento; a mí me duele más que a ninguno, os lo aseguro.

-¿Y vas a apuntarlo a otra piscina, o a otra actividad? -insiste cuando parece que ya sólo queda despedirse-. Tu hijo es un atleta nato. Estarías desaprovechando su energía y su enorme potencial si no hiciera algún deporte.

A Silvia le duele que le diga eso, pues de sobra sabe que de momento no va a ser posible. No hay felicidad en sus ojos negros cuando habla en esta ocasión.

-Sí, sí. Hay un centro junto a casa donde puedo apuntarle a Taekwondo y otras cosas más -miente-. Muchas gracias por todo, Inma, Sergio. Hasta pronto.

Cuando llega al vestuario infantil aún hay gente cambiando a los niños. Encuentra la bolsa abierta y desordenada justo donde la dejó, pero no hay rastro de Álex por ninguna parte. Una sensación de angustia la aborda de golpe, sintiendo un calor trepándole estómago arriba. Levanta la cabeza pero no consigue verlo. Tratando de conservar la calma lo llama una y dos veces, pero sólo consigue atraer la curiosidad de alguno de los que por allí quedan. Se desespera por momentos. Deja la bolsa donde la encontró y recorre a grandes zancadas el vestuario cuan largo es. Tampoco así da con él. Irene empieza a preocuparse por la actitud de su madre, que lleva una mueca de disgusto poco común en ella. De pronto, parece escuchar la voz de su niño proveniente de las duchas. Sin pensárselo dos veces acude allí. Pierde el rastro del sonido, tapada entre el griterío de los chicos que aún resuena en el vestuario. En las duchas no hay nadie que ella conozca. Se vuelve sobre sus pasos desesperada, dispuesta a salir al pasillo a llamar a alguien, a los guardias de seguridad, a la policía, los bomberos, o lo que hiciera falta. Cuando de súbito una de las puertas de las duchas individuales se abre. De dentro sale Álex persiguiendo a otro niño utilizando su gorro como si fuera un mayal. Ambos continúan con el bañador mojado y aún puesto. Ella respira aliviada viendo cómo el pequeño se aleja de nuevo en pos de su amigo, que es llamado a gritos por su madre desde la otra punta del vestuario. Al ver a su madre, Álex recuerda que tenía que estar vestido ya. Pone cara de niño aplicado y obediente y se dirige a toda prisa hacia la bolsa, donde comienza a ponerse los calcetines sin quitarse el bañador y con el gorro aún en una de las manos. La madre se sienta frente a él sin decir nada, esperando paciente que éste termine. Entretanto, Inma aparece por allí.

-Hola Álex, ¡choca esos cinco! -le dice mostrándole la palma de la mano.

El niño se gira y le da una palmada con todas sus fuerzas, como si quisiera desintegrarle la mano a la muchacha.

-Muy bien, muchachote, así se hace. Me ha dicho Sergio que hoy has nadado genial.

-¡Sí! -contesta mientras trata de meter la cabeza por el cuello del suéter.

Inma le ayuda y le remueve suavemente el pelo cuando lo consigue, intentando poner los húmedos rizos en su sitio. No ha sido del todo posible.

-Eso está de diez -le sigue diciendo-. Sigue así, que estoy convencida de que algún día te veré por la tele.

Álex sonríe de oreja a oreja, mostrando sin rubor los huecos donde en breve deberán crecer sus nuevos dientes.

-¿Me das un beso? -le vuelve a preguntar mientras le ayuda con las zapatillas deportivas.

El niño le devuelve una expresión de extrañeza.

-Pero si no es verano y no me voy de vacaciones -le contesta.

-Ya. Pero somos amigos, ¿no?

-Sí.

-Pues entonces dame un beso de amigo.

Álex se lo da sin reparos. Inma lo toma a continuación por ambos lados de la cara y se lo devuelve mucho más ruidoso y multiplicado por dos.

-Adiós, pequeño hombre mono.

-Adiós, Inma -responde el niño sin entender y sin preguntarse por qué.

*

Todo era muy distinto: rápido, limpio, cómodo, fácil, seguro, bonito... Ésas eran las señas de identidad de un mundo que se fue escurrió por el sumidero. Poco a poco, sin necesidad de ayuda, se fue marchando sin que nadie supiera cómo o qué hacer para evitarlo. Se le fue escapando la vida por entre los dedos, como si fuera el agua que sale de un grifo y que busca el sumidero, como el anciano que pierde las ganas de vivir y que de un mes para otro pasa de la salud a la tumba. Nadie sabía por qué, pero todos contribuyeron a su caída sin ser los verdaderos culpables. Todos, para luego ninguno admitir su contribución, ya fuera de forma activa o pasiva, al desastre. Incluso eran muchos los que presumían de haber visto venir la catástrofe desde hacía tiempo y sin embargo no haber tomado cartas en el asunto, limitándose a ver cómo ocurría cuando era evitable, esperando que de algún modo no les afectase a ellos. Ilusos.

Pero aquellos habitantes de la ciudad, que vivían rodeados de lujo y esplendor, derrochando lo que se les antojaba sin miramientos, creyendo merecer aquello que pasaba por sus manos como si fuera a durar eternamente; aquéllos que eran unos infelices aun cuando disfrutaban de lo que para otros no era más que una quimera; aquéllos que se limitaban a ser insignificantes obreros en un tremendo hormiguero; esos mismos habían dejado de ser hombres o mujeres; habían vendido sus almas, renegando de cualquier fe que alimentase sus espíritus, y encomendándose única y exclusivamente al dinero.

El dinero: nombre corto para un concepto demasiado amplio y complicado, pero de trasfondo simple y yermo. El dinero: una idea inmaterial y ficticia que escapaba de las materiales tiras de papel pintado o los botones de níquel. Pasó a convertirse, sin que nadie protestase por ello, en la única religión razonable y recomendable. Un dinero que viajaba de un lugar a otro, sin pertenecer realmente a nadie, siempre de paso por los bolsillos de todos. Sólo parecía obedecer las reglas del banco que lo fabricaba y que se encargaba de firmar billetes y monedas como si fueran obras de arte. El banco era el único capaz de comprender su naturaleza, y por ello pasó a ser el Profeta del Dios dinero; el elegido para portar las tablas de la ley. Y el Profeta les decía a sus fieles que gastasen, tuvieran o no disponible, pero que gastasen sin parar. Y ellos gastaban, haciendo desfilar uno tras otro los billetes, haciéndolos cambiar de manos; cuantas más veces mejor; cuanto más rápido, mucho mejor. El Profeta iluminado repetía sin parar: “el objetivo de la vida es tener mucho dinero para emplearlo en tener muchas posesiones, tantas que se alcance la completa felicidad del consumo”. Y sus feligreses asintieron. Y el Profeta volvió a decir: “rechazad todo aquello que os aleje del dinero, pues es obra del diablo”. Y los feligreses preguntaron: “¿pero hay algo que esté fuera del poder del dinero?”. Entonces el Profeta sonrió.

Por momentos la felicidad pareció volverse generalizada, y sin oposición se apoderó del mundo, anestesiando las heridas que por doquier se iban abriendo. El ser humano había encontrado la fórmula ideal que le llevaría irremisiblemente a la cúspide de la evolución. Había dejado atrás a aquellos filósofos redichos de la antigüedad, que con sus incomprensibles ideas no habían conseguido más que confundir a los líderes del pasado, y éstos a las masas a su vez: creando pensamientos nocivos que sólo conducen a una segura infelicidad. Fueron apartados por resultar inútiles; mantenidos con vida pero enjaulados en libros de texto, como extravagantes piezas de museo; como ejemplo de un saber absurdo y obsoleto. Habían sido rebatidos y superados por los nuevos planteamientos que constituían el único camino para llegar a la perfección y la razón pura.

La ciencia había triunfado definitivamente, y los hombres y mujeres se regocijaban en ello. Constituían el pueblo elegido del nuevo y único Dios, guiados por las palabras del Profeta. Habían superado ya la infancia, alcanzando definitivamente la madurez plena. Pero no una madurez cualquiera; una beneficiosa mezcla de lo mejor de la experiencia, y también lo mejor del ímpetu y la belleza juveniles; pues el pueblo elegido estaba destinado a vivir por siempre, eternamente bello y fresco. El mundo era feliz, y todo se lo debían al buen Dios y a su único Profeta que interpretaba sus designios para el bien y el regocijo comunes. No obstante, pese a llevar a la Humanidad a lo más alto, hubo algunas pocas voces que se alzaron en contra de Él. El Profeta les dio voz, pues su sabiduría y bondad no tenía límites conocidos, y los expuso ante los creyentes en pleno. Y éstos, conocedores de la única verdad del mundo y de los misterios del universo, que habían sido mostrados abiertamente por la ciencia, los abuchearon. Les lanzaron objetos para que cerrasen la boca y se marchasen; no querían escuchar sus sandeces. Fue el pueblo elegido quien decidió desprenderse de las voces disonantes que clamaban contra el Dios único y verdadero, y que sembraban dudas en medio del jardín del Edén. Los llamaron locos, inadaptados, y se rieron de ellos, pues es propio de la gente feliz el reír mucho y muy alto.

*

Es de noche en el salón. Los tres miembros de la familia reposan la cena tumbados en el sofá. Están viendo la televisión, que refleja en sus rostros adormilados unos destellos parpadeantes. La madre no está tranquila; mira su reloj y su teléfono móvil al menos una vez al minuto, incluso más. Algo la preocupa y hace que se muerda el labio inferior constantemente. Los niños miran la pantalla ajenos a las tribulaciones interiores de la mamá. De pronto, el teléfono que ella aprieta en su mano vibra, causándole un leve sobresalto. Lo mira y de seguida se lo lleva al oído.

-Óscar, por Dios, no sabes el rato que estoy pasando. ¿Dónde estás? ¿Por qué me llamas al móvil? -dice de corrido en un nervioso susurro mientras se pone en pie y sale del salón hacia la cocina.

Cierra la puerta a sus espaldas. Los niños continúan viendo la tele sin prestar mayor atención a lo que ocurre fuera de ella. Apenas si han movido un pelo cuando la madre vuelve al salón al cabo de un rato. Enciende la luz. Los niños no despegan la vista del televisor, por lo que pasan por alto la expresión seria y preocupada que trae consigo.

-Chicos, ¿no os parece que se ha hecho un poco tarde ya? -dice-. ¿Por qué no nos vamos a cama? Mañana hay que madrugar.

-¡Jo, mamá! Si todavía va por la mitad. Déjanos un ratito más, porfa -ruega Álex.

La madre parece pensárselo, más de la cuenta quizá para una decisión tan aparentemente sencilla.

-Está bien -termina diciendo-. Pero acabad de verlo en tu cuarto, Álex.

-Vale, mamá. Ahora vamos, cuando lleguen los anuncios, ¿vale?

-No -responde seca-. Tiene que ser ya. Vamos.

Los chicos se levantan de mala gana y abandonan el salón. Álex atraviesa corriendo el pasillo y pone su televisor intentando perder el mínimo de tiempo posible. Se tira en su cama, y se queda tendido a lo largo. Irene llega después, quedándose quieta junto al marco. Está muy seria, sin que tampoco Álex se percate.

-Cierra la puerta, enana, y vente aquí que te he guardado un sitio -le dice el niño despreocupadamente con el control a distancia en la mano.

Ella sigue quieta, con la boca muy cerrada y los ojos muy abiertos; sus redondos ojos que miran hacia otro lugar fuera de allí, como si pudieran atravesar las paredes. Álex se queda también quieto, esperando como un bobo una respuesta que no llega.

-Muy bien, si no quieres el sitio lo ocupo yo entero, ¿eh? -le dice-. Y tendrás que quedarte en la alfombra con las zapatillas.

-¡Chist! -manda callar ella-. ¿Lo has oído? La puerta de la calle: alguien ha entrado o salido de casa.

El niño mira a su hermana sin entender ni una palabra. Está a punto de preguntar qué es exactamente lo que se está perdiendo, cuando la pequeña vuelve a hablar con un tono de remarcado misterio.

-Algo está pasando.

-¿Qué quieres decir?

-¡Chist! -vuelve a hacer con mayor energía.

En la cocina, varios metros más allá con sus tabiques y puertas cerradas de por medio, los dos padres hablan entre murmullos. Él tiene la cara ensangrentada a causa de una brecha que le nace en mitad de un abultado bollo en la frente. Sus manos se han convertido en una brocha que lo pintan todo de rojo. Ella lo mira tapándose la boca con la mano izquierda como intentando no dejar escapar un grito; no acierta a limpiarle las heridas con los utensilios del pequeño botiquín que guarda en la cocina.

-Pásame el agua oxigenada -pide él.

Hace caso sin articular palabra alguna. Sólo se limita a mirarle con expresión de desconcierto; desconcierto y cierto alivio.

-Óscar, dime que te ha atropellado un camión cuando venías de vuelta a casa -dice, sabiendo de sobra que no es así.

Él le devuelve la mirada de soslayo mientras sigue tratando de secarse las heridas con un trozo de algodón. Al quitarse la camisa han quedado al descubierto nuevas raspaduras y restos de golpes en su pecho y abdomen. Se ha llevado una buena paliza, pero una brizna de satisfacción brilla en sus ojos cuando habla.

-Ha sido espeluznante -empieza a decir-. Estábamos allí reunidos muchísimos; cientos de miles. Y si no llegábamos a ser el millón debía de faltarnos poco.

Ella lo mira ahora con expresión severa.

-¿Quieres decir que has estado esta tarde en la Plaza de España? -le pregunta.

Él baja la cabeza en dirección a su magullado torso sin responder. Sabe perfectamente que ella jamás aprobaría eso. Trata de volver a pasarse el algodón impregnado en agua oxigenada por las heridas, pero la pálida mano de su esposa se lo impide.

-Óscar...

Él levanta la cara tímidamente y se topa con aquellos enormes ojos que le miran muy preocupados. Asiente.

-¡Óscar, por todos los santos!

-Era una manifestación pacífica.

-¿Pacífica? Sabías de sobra lo que iba a ocurrir: ¡todos lo sabíamos!

-No tenía por qué ser así esta vez.

-Siempre es así, Óscar. ¿Por qué piensas que te pedí que no fueras?

-¿Y qué querías que hiciera? ¿Me quedo sentado en el sofá con los brazos cruzados esperando a que esto se solucione por sí solo?

-Tienes una familia...

-¡Por eso mismo he ido, porque tengo una familia! ¡Una familia que tiene sus derechos y que me niego a ver cómo los pisotean sin que pase nada! Nos hemos quedado sin nada, Silvia. Nos lo quitarán todo: ¡TODO! Y tendremos que vivir en la calle como perros. ¿Quieres eso?

Ella antepone sus manos entre los dos pidiendo calma y que bajara la voz. Él guarda silencio, toma aire profundamente y trata de relajarse. Sabe que ella está sufriendo con esa situación tanto como él. Deja que ella le quite el algodón de las manos y que le limpie. Comienza a hacerlo suavemente.

-Te pedí que no fueras -le susurra con la voz quebrada-. Me prometiste que no lo harías.

-Lo siento, mi vida. De verdad...

-Mira cómo has vuelto: ¡estás hecho un asco! ¿Qué ha pasado?

-Todo iba bien, te lo aseguro. Yo llegué de los primeros. En el correo decía que había que estar allí a partir de las siete, pero a esa hora no éramos aún demasiados. Aunque del metro no paraba de salir gente. Había muchos policías, eso sí, pero se limitaban a ver pasar a los transeúntes. No eran, ni por asomo, suficientes para poder controlar lo que estaba a punto de formarse allí, aunque luego llegaron más, seguramente alertados por sus compañeros. Ni siquiera ellos se dieron cuenta que la plaza se estaba convirtiendo en un hervidero con cada minuto que pasaba. Llegó un momento en el que fue necesario cortar el tráfico de las calles aledañas. Los policías trataron de impedirlo, pero éramos tantos que los desbordábamos sin control.

-¿Y quién convocaba la manifestación esta vez?

-No había convocantes. Nadie la encabezaba ni lideraba; había surgido espontáneamente de entre la gente. No se sabía qué hacíamos allí ni lo que debíamos hacer: sólo conocíamos el porqué. Pronto aparecieron las primeras pancartas y banderas, y los cánticos no se hicieron esperar. La mayoría de los allí presentes era gente como yo, que nunca había asistido a nada parecido ni siquiera cuando estaban en la universidad, y que esperaban alguna señal para saber qué hacer. Estábamos un poco fríos, pero pronto entramos en calor. La policía comenzó a anunciar por sus megáfonos que ésa era una manifestación ilegal y que debíamos circular con normalidad para despejar la zona. No consiguieron más que encender los ánimos de la gente. Entre nosotros también había megáfonos, y éstos respondían que no debíamos hacer caso bajo ningún concepto. De pronto, una canción se fue elevando por nuestras cabezas, tímida al principio, pero poderosa con cada verso.

“No, no, no nos moverán...”

“En un periquete la plaza entera con todas sus almas estaba cantando con una misma voz. Estábamos desafiando abiertamente las órdenes de los agentes; y descubrimos que eso les acobardaba. Y nos hacía sentir mejor. Comenzamos a seguir las proclamas y consignas que de un lado y otro nos comenzaron a llover. Los megáfonos se habían multiplicado, así como otras personas subidas a árboles o a farolas, hablando a voz en grito, proclamando sus ideas a las cuatro esquinas de la plaza. Cada vez éramos más y más. Y de nuevo la canción:”

“No, no, no nos moverán...”

“La policía volvió a pedir la disolución de la manifestación, pero ésta era ya una criatura ingobernable. Todos los diferentes líderes improvisados decían en el fondo lo mismo, y ninguno de ellos decía ya nada que no supiéramos, que no estuviéramos viviendo en nuestras propias carnes día tras día. Tal vez por eso nuestro enojo fue aumentando progresivamente cada vez que escuchábamos una orden de la policía. Y nuestras voces se fueron expandiendo, sobre todo al entonar otra vez la canción.”

“No, no, no nos moverán...”

“Entonces, cuando ya la habíamos cantado tantas veces que ni lo recuerdo, los megáfonos de la policía cambiaron el tono y comenzaron a exigirnos que nos marchásemos con amenazas. Habían llegado muchos policías, cientos, ataviados con equipos antidisturbios, decenas de furgonetas, e incluso tanquetas blindadas con esos disparadores de agua a presión. Y lo que era más preocupante, el ejército también hizo acto de presencia. Fue cuando comenzó la locura. De entre la cada vez más numerosa masa comenzaron a alzarse voces anónimas animándonos a responder con la fuerza a la policía. Decían que aquéllos eran nuestros opresores, que no eran más que instrumentos de los poderosos, y que eran tan culpables como ellos de nuestra situación. Esos desafíos fueron electrizando el aire, haciendo que perdiéramos el miedo a sus armas y sus amenazas. No sé cómo, pero al estar allí te dejas llevar por el ánimo de la masa, sintiéndote como parte de ella, como si dejaras momentáneamente en manos de una criatura superior el control tus pensamientos. Creo que aquellos megáfonos hubieran conseguido de mí cualquier cosa que se les hubiera ocurrido pedir.”

-Menuda locura -no deja de expresar ella sin llegar a interrumpir su relato.

-Ya no hacía falta que nadie nos azuzase más. La gente comenzó a insultar directamente al ejército y la policía. Surgieron cánticos de aquí y allá contra ellos, moviéndonos ya no sólo a perderles el respeto, sino a responder a su actitud agresiva.

Silvia se lleva las manos a la cara y mueve la cabeza de un lado a otro horrorizada. Pese a que está claro que está a punto de oírlo, no puede evitar preguntar:

-¿Y qué pasó?

-Por varias zonas las fuerzas de seguridad ya tocaban directamente a los manifestantes, que seguían aumentando en número. Comenzaron a empujarnos, no sé con qué propósito. Los ánimos se crisparon hasta límites insospechados. Parecía imposible que eso llegase a solucionarse de otra forma que no fuera con golpes de por medio. Y efectivamente, no tardaron en caer los primeros objetos desde el interior de la masa manifestante hacia la policía. Respondieron de inmediato, cargando brutalmente, pero se encontraron con una muchedumbre enfurecida que quería pelear. Se formó una batalla campal en un abrir y cerrar de ojos, que se fue extendiendo por todo el perímetro hasta hacerse generalizada. Yo no estaba en el centro mismo de la plaza, pero me encontraba lejos de la acción. La mayoría retrocedía intentando evitar los golpes de las porras y los pelotazos de goma, pero muchos otros acudían prestos hacia donde intuían que podrían encontrar pelea. Yo me quedé quieto, tratando de no dejarme llevar ni por unos ni por otros. Lo peor fue cuando comenzaron los disparos. Ése fue el detonante de las carreras, los empujones; la demencia.

-¿Y qué hiciste?

-Antes de que todo se precipitase definitivamente, vi que se habría un hueco entre el gentío, dejando una de las fuentes del centro casi vacías. Una de esas fuentes con grandes esculturas que están justo entre Princesa y la Gran Vía, ¿sabes?

-Sí.

-Algún tipo de sentido de la supervivencia me dijo que debía dirigirme hacia allí, y eso hice. Eso me salvó de no ser arrollado por la marea humana que se abalanzó sobre mí. Me subí a una de las estatuas empapándome de pies a cabeza, y desde allí vi cómo la gente se pisoteaba tratando de ponerse a salvo. La cifra de heridos debe ser de órdago, por no hablar de los muertos, que de seguro habrá a decenas.

-Óscar... -exclama Silvia alargando en exceso el final de la palabra-. Podrían haberte hecho mucho daño. Estás vivo de milagro.

-Y eso que aún no te he contado lo peor.

-¡No lo hagas! No quiero saberlo. Ya he escuchado suficiente.

Ella se gira hacia el ordenador portátil que tiene justo a sus espaldas. Reprime como mejor puede un gemido. Suspira profundamente. Pasea el dedo cuidadosamente por la superficie de la consola táctil mientras no despega la vista de la pantalla. Él se queda con la palabra en la boca, pero ve en el estado que se encuentra su mujer. Y calla. Seguramente tenga razón.

-No dicen nada en las noticias -dice con voz entrecortada.

-Y así se quedará. Hijos de puta; como si nada hubiera ocurrido. Dirán que éramos cuatro infelices desorganizados y violentos, que la situación en el país es normal, que no ha habido ningún incidente, que...

-No vuelvas a ir a otra manifestación -le interrumpe ella sin volverse.

Él calla de nuevo. No soporta que le digan qué tiene o no tiene que hacer, pero esas palabras de Silvia significan algo más. Le pone las manos sobre los hombros y le acaricia suavemente hasta los brazos para tranquilizarla. Se acerca más para abrazarla, pero vuelve a oír su voz; su voz rota.

-No vuelvas a ir a otra manifestación -repite, volviéndose esta vez-. Por favor.

Están cara a cara. Arruga el ceño tembloroso y le mira fijamente. De sus ojos huyen las lágrimas despavoridas. A Óscar se le cae el alma a los pies al verla así. La abraza con fuerza y la besa. Uno y otro rompen a llorar.

-No vuelvas a ir a otra manifestación -su voz quebrada casi no es comprensible pese a estar tan cerca el uno de la otra.

-No volveré, te lo juro.

Y así se quedan los dos, abrazados y en silencio, emocionados. Sabiendo él en el fondo de su corazón que pese al peligro le costaría un mundo cumplir aquel juramento; temiéndose ella lo mismo; desconociendo ambos que detrás de la puerta hay dos niños de ocho y cuatro años estremecidos que se preguntan por qué de repente se han quedado callados sus papás.

*

Y así siguieron, siempre adelante, en constante crecimiento. Los hombres y las mujeres comenzaron a multiplicarse sin cesar, poblando los lugares donde antes no había más que estériles parajes naturales, abarrotando sin mesura ciudades que engordaban año por año. El planeta Tierra, lugar elegido por el buen Dios para su amado pueblo, estaba rebosante de riquezas sin explotar que debían ser aprovechadas. De ese modo, cualquier cosa al alcance de los seguidores del buen Profeta era susceptible de ser transformada en otra cosa; otra cosa que generase más dinero, como no podía ser de otra forma. Por ejemplo, un trozo de bosque que no contuviera más que vida salvaje, se podía convertir en un campo de cultivo racionado que produjera ganancias; y ganancias era una de las palabras sagradas de la religión verdadera. ¡Qué mayor muestra de devoción y amor por Dios Todopoderoso que hacerlo crecer sin parar! Y así constantemente, buscando siempre la ganancia superior, el incremento, el superávit, el crecimiento, la plusvalía. Pues restar los recursos del planeta para sumar dinero era considerado desarrollo, nunca transformación, y en ningún caso, pérdida.

-¿Cambiar riqueza por trozos de papel pintado es desarrollo? -preguntaban las molestas voces disonantes.

-Si con eso Dios se ve aumentado en nuestras cuentas, sí -respondían los fieles tras ir a los múltiples templos a orar y comprobar que Dios seguía acompañándolos.

-¿Y qué pasará cuando ya no queden más recursos que explotar e intercambiar por dinero? ¿Seguirá habiendo desarrollo?

-Sí, por supuesto, el desarrollo es el estado natural del mundo civilizado y jamás se detendrá. Además, ese momento del que habláis nunca llegará; es un invento de mentes desviadas y catastrofistas. Y si algún día se hace realidad tan descabellada hipótesis, la ciencia encontrará la forma de solucionarlo.

-¿Y si para seguir el ritmo es necesario que millones sufran o mueran de hambre? ¿Seguirá habiendo desarrollo?

-Sí. Nuestra religión no es responsable de países que no han sabido elegir bien sus creencias. Si la devoción de esos países fuera tan ferviente como la nuestra saldrían adelante; garantizado.

La fe en el nuevo Dios había penetrado tan profundamente en cada uno de los miembros del pueblo elegido, que por cada pregunta malintencionada y mezquina de las pocas voces ateas e insensatas, surgía de inmediato una respuesta proporcionada y justa. Una fe alimentada e iluminada por las enseñanzas de su Profeta y agasajada por las bondades de su buen Dios que siempre, siempre provee.

*

Un murmullo leve pero constante se levanta sobre las cabezas de los congregados en la explanada frente al pabellón cubierto. Se pueden contar por centenares, de todas las edades y tamaños, pero cada uno de ellos porta la misma expresión de tensa seriedad. A los más jóvenes esa reunión podría parecerles un botellón, pero sólo en las formas. Muchas frases cortas, muchas ojeras, muchas barbas por afeitar, algunas nubes de humo de cigarro, ninguna alegría. No hay razón para que la alegría aparezca ahora; lleva meses sin saberse nada de ella, y nadie la espera a las puertas de este enorme e improvisado velatorio. Por los accesos del pabellón entran y salen continuamente muchas de esas personas, generalmente llorando. Se podría hacer esta noche un catálogo de los diferentes modos de llorar, pero todos repiten una tras otra una misma cosa: ninguno tiene prisa. ¿Para qué? El dolor está presente, y eso es lo único que importa; se puede intuir, palpar, paladear, y es tan profundo que desgarra.

Por entre los numerosos corrillos de unos cuatro o cinco individuos, la figura de un niño vaga errante sin rumbo determinado. No se detiene en ninguna parte, sólo se limita a seguir y seguir, esquivando con apatía a la gente, como si estuviera esperando que alguien le tome de la mano y lo lleve a su destino. Ni siquiera él mismo sabe desde cuándo lleva deambulando así. No habla, no mueve más que lo justo sus piernas de colegial. Parece ser reconocido por alguien, pero no lo saluda; sólo camina hasta volver a perderse de la vista como un fuego fatuo. Se cruza con otros niños, pero le recuerdan tanto a sí mismo que simplemente huye; lo que menos desea Álex en este momento es recordar que está aquí. Y el porqué.

Ya no le quedan lágrimas, y la aflicción busca otras vías para escapar de su cuerpecillo, pero no las encuentra y se enquista muy adentro. Por eso él es ahora mismo el abatimiento hecho persona; persona de nueve años. Finalmente algo le lleva a detenerse junto a una de las paredes del generador de luz que hay a la entrada del pabellón. No es una meta, tampoco un buen lugar, es solamente una esquina anónima donde apoyar la espalda. Se desliza hasta quedar sentado en el suelo. Si hubiera sido por él hubiera seguido bajando hasta hundirse en las profundidades de la Tierra para nunca más salir. Con los ojos abiertos nada ve, rodeado de gente no escucha, balbucea sin decir nada, siente frío y sólo frío, y por su nariz todo el aire que pasa le sabe a ceniza. Se queda inmóvil en su proceso de convertirse en un espectro, de modo que nadie sería después capaz de asegurar si realmente anduvo por allí un niño llamado Álex. Pero sí está; se materializa cuando un par de hombres se detienen muy cerca de donde él se consume, a poco de doblar la esquina. Llevan un rato hablando, pero no es hasta entonces que sus voces cobran sentido para sus oídos. Y escucha.

-Está siendo una noche muy larga -dice uno-. Y lo que aún nos queda.

-Y fría -responde la otra voz.

-¿Se sabe ya a qué hora es el entierro?

-Nada. Nadie dice nada, nadie tiene ni puta idea. Incluso dudo que esos tíos de la Cruz Roja sepan qué coño están haciendo aquí.

-No seas bruto, hombre. Esos chicos son los únicos que están haciendo algo. Si no fuera por ellos tendríamos que habernos ocupado de todo nosotros, los familiares. ¿Ves por alguna parte a médicos? ¿Funcionarios de algún tipo? ¿Policías?

-No me hables de policía. Esos hijos de puta sólo saben dar palos... Y pegar tiros. Mejor que ni se acerquen.

Guardan silencio por un rato, mascando lo que están pensando y no diciendo.

-¿Tienes fuego? -vuelve a cruzar palabras uno.

-Es de lo poco que tengo en los bolsillos -dice buscando a tientas-. ¿Me das tú un cigarro?

-Sólo me quedan dos para toda la noche -dice tras pensárselo un poco.

-Luego compras más, macho. Tú por lo menos aún conservas tu trabajo.

-Ya, pero eso no me convierte en millonario. Además, no sé de dónde los voy a sacar. Están todas las tiendas vacías. Esta maldita huelga está durando demasiado, y ya tengo el depósito por la reserva.

-Vamos, Juan; que somos cuñados, joder -insiste.

-Está bien -refunfuña -. Gorrón.

El sonido de un mechero suena un par de veces, seguido una vez más del silencio. Se mantiene por unos instantes.

-¿Cómo está tu hermana?

-Destrozada. Ya no es ella. La he dejado con Ana allí sentada frente al féretro con la mirada perdida; completamente ida. Ni siquiera es capaz de reunir la suficiente energía como para hacer caso a sus hijos, mis sobrinos, que son su delirio. Precisamente hace un rato que no veo por ninguna parte al mayor. Pobre chaval, tan pequeño y ya huérfano de padre.

No hay respuesta a esas palabras. Por lo que tras una larga calada se escucha hablar al otro hombre.

-¿Y cómo fue?

-Lo peor -y da una calada.

-Una avalancha, ¿verdad? -insiste-. Es de lo más normal en estos tiempos que corren. No es el primero que conozco al que le ocurre.

-No, no. Fue algo peor. Estaba en una manifestación, una de tantas que buscan entrar por sorpresa en el centro para formar jaleo y destrozar todo lo que encuentren por delante. Iba con un grupo de anarquistas y otros tipos antisistema de esos. Serían unos cien o ciento cincuenta.

-¡Buf! Menudos angelitos están hechos ésos.

-Ya ves. Frecuentaba esos grupos desde hacía algún tiempo, porque según él los sindicatos convencionales no servían para nada.

-¿Y acaso es mentira? Dime tú dónde cojones se meten esos comemierda cuando más se los necesita.

Juan asiente con la cabeza mientras pega una nueva calada.

-El caso es que iban armados con palos, navajas, y según creo, alguna pistola y escopeta -continúa explicando.

-O sea: que iban a liarla mogollón.

-Exactamente, aunque sé de buena tinta que él sólo estaba usando esa manifestación como pretexto para saquear los supermercados del centro. Ya sabes.

-Sí, pero eso es una locura. El centro está prácticamente tomado por el ejército. Además, con la huelga no sé si quedaría algo que llevarse a la boca en los supermercados, por muy en el centro que estuvieran.

-Ya. Pero no era tanta locura. Al parecer sus compinches se habían dividido por varios puntos del centro para organizar decenas de manifestaciones simultáneas. Lo tenían todo planeado; como si fuera un maldito juego, me cago en la leche -chasquea la lengua-. Hay tanta gente dispuesta a salir a la calle con ánimo de luchar que ya nada parece imposible.

-¡Vamos Juan, no me jodas! Hay mucha necesidad. La gente está pasando hambre, hostias. Hemos descendido a niveles del tercer mundo así -y chasca los dedos vistosamente-. Y nadie ha hecho nada para evitarlo.

-Vale que estamos pasando por dificultades, de acuerdo. Pero saltarse las leyes no es la mejor forma de afrontar el problema.

-¡Anda ya! ¿Y cuál es la jodida solución al problema? Ésta es una mierda que tenemos que comernos entre todos, y la sensación en la calle es que estamos solos: puteados y solos. No puedes juzgar a nadie hoy por sus actos, por muy fuera de la ley que estén. ¡Por Dios, Juan! Todos hemos cometido delitos que ni se nos hubieran pasado por la cabeza hace poco más de un año. ¡Pero es que hay necesidad, coño!

-No sé -se limita a decir desviando la conversación de los derroteros que su interlocutor está llevando-. La cuestión es que, con manifestación previa o sin ella, llegaron a la plaza de Jacinto Benavente y se liaron a palos con la policía y los militares. Se armó un importante revuelo, como podrás imaginarte. Él aprovechó la confusión y entró por las bravas en una tienda de alimentación que han abierto junto al antiguo teatro, justo donde antes había una cafetería. Agredió al dueño y al guardia de seguridad que allí trabajaban, y se dio rápidamente a la fuga. Su botín: cuatro latas de cocido y fabada, y una botella de dos litros de Coca-cola. Salió de la tienda como alma que lleva el diablo, y después de conseguir esquivar los golpes de la trifulca que se había montado, corrió la calle Atocha abajo. Le dieron el alto, pero no hizo caso. Y le dispararon.

-¿Qué? ¿Por haber robado esa porquería? Pero si por ley eso no es ni siquiera considerado delito, me cago en la hostia.

-Ya. Pero según dicen los periódicos...

-Querrás decir EL ÚNICO periódico -le interrumpe.

-Sí, eso. Según las noticias, en caso de producirse algún altercado por parte civil se pasará automáticamente a proclamarse la ley marcial a todos sus efectos.

-¡Que pueden hacer lo que les salga de la polla, vamos!

-Sólo cuando hay altercados.

-¡Sí, y si no los monta alguien los montan ellos! -replica y le da una enorme calada al cigarro que casi deja la llama a la altura de la boquilla-. ¡Qué tontos somos, joder! ¡Cómo nos dejamos engañar! ¡Así nos luce el pelo!

-Y eso no es todo -prosigue Juan-. Lo llevaron al hospital aún con vida. El disparo tenía una pinta muy fea, pero había esperanzas.

-¿Y qué pasó?

-Nada.

-¿Qué? ¿Cómo que nada?

-Nada. Había tanta cantidad de gente en el hospital que no pudo ser atendido. Por lo que me dicen éste ha sido el más negro de los lunes negros que ha habido en esta ciudad desde que se iniciara la depresión. Por eso estamos tú y yo a las tres y media de la madrugada a las puertas de un pabellón deportivo atestado de cadáveres -da una última y profunda calada-. Murió desangrado en el suelo de un pasillo de urgencias dos horas después de haber llegado.

Su contertulio no tiene esta vez ninguna expresión que añadir, y se queda cabizbajo y en silencio. Así permanecen ambos durante un buen rato. Sobran las palabras.

-Pobre. Quién le iba a decir a él, que no había roto un plato en su vida, que terminaría muriendo por un balazo mientras huía de la policía.

-Sí. Pobrecillo. Es una puta lástima.

Y continúan callados tras lanzar sus cigarros al cemento del suelo y espachurrarlos con la planta del pie. Los miran con expresión de pena, sin fuerzas para levantar las cabezas, como si se sintieran identificados con semejantes colillas. Se vayan o se queden ya da igual: Álex está congelado, clavado a la pared como si fuera un dibujo más estampado en ella. No tiene expresión en su rostro, no tiene reacción en su cabeza, y si no fuera porque sigue con vida se podría asegurar que no le late el corazón. No puede estar ya peor, sobre todo al terminar de escuchar esa conversación. Pues aquella pudo ser la historia de cómo terminó su padre dentro de uno de esos fríos féretros de plástico duro sobre la pista de aquel pabellón sin nombre.

*

Pero un buen día el sólido y benevolente buen Dios se mostró como una criatura voluble y de naturaleza errante. Comenzó a tambalearse, como aquejado por algún mal que nadie entendía cómo podía haber aparecido. No era la primera vez que le ocurría, pero se había servido hábilmente de las muchísimas manos de su mañoso Profeta para borrarlo de la mente de sus fieles seguidores. Sin embargo esta vez era un hecho tan evidente que resultó imposible de enmascarar. Los fieles comprobaron con espanto que su Dios estaba enfermo, herido por algo que le había debido de golpear sin que ninguno de ellos se hubiera percatado, demasiado ocupados en ser rematadamente felices. Todos lo miraron temerosos de que cayera, o algo peor; pero esperanzados también, pues las múltiples bocas por las que les hablaba el Profeta decían que saldría de ésta. Y el Profeta nunca tenía motivos para dejar de decir la verdad. “Dios es eterno, sigamos con mayor entusiasmo nuestro trabajo y lancemos con mayor ímpetu nuestras plegarias”, exclamó. Y así, aun viendo que se debilitaba día tras día, los feligreses hicieron caso una vez más de las instrucciones del Profeta. Muchas cosas ocurrieron desde entonces. El mundo entero pareció ponerse de acuerdo en estremecerse y vacilar. Hubo una guerra, y luego otra, y otra, y otra. Y a cada cual más cruenta. Todas estuvieron localizadas fuera, en otros países alejados, pero cada vez era más común ver sus reflejos cerca, inquietantemente cerca. Y mientras el buen Dios seguía moribundo y sin visos de recuperación, el pueblo elegido moría también, pero de miedo por los enfrentamientos y los desastres que por doquier se iban extendiendo. Llegó un momento en el que nadie comprendía el porqué de nada de lo que ocurría, pero el miedo fue motivo suficiente para no pensar en más que seguir adelante. Y estar agradecidos.

Fue pasando el tiempo y resultó que, presagiándolo o no, el buen Dios terminó por derrumbarse con todo su peso, desapareciendo de la noche a la mañana para jamás regresar. Su fiel pueblo elegido, que le había confiado su alma y su vida, había quedado abandonado en medio del desierto. No dejó rastros de siquiera haber estado antes, lo que parecía imposible, pues era por todos sabido que el buen Dios es omnipresente. Se había ido, y nadie parecía saber adónde. Los fieles miraron al Profeta contrariados, buscando una explicación. Y éste les contestó que la culpa no era más que de ellos, que no habían cumplido correctamente con sus leyes y por eso lo habían ofendido. Incluso les instigó a que siguieran alabándolo con mayor vehemencia aún. Los fieles se sintieron defraudados, tristes y estúpidos; y muy, muy enojados. Habían dedicado generaciones a alabar al todopoderoso Dios, para terminar enterándose de que todo había sido una farsa, que habían sido engañados con un vil truco de feria. Tardaron en comprender que su Dios no había existido nunca, y que habían estado entregando sus vidas a una fantasía. Y ahora se encontraban desamparados y hundidos, sin saber qué hacer ni adónde ir, conscientes de que habían elegido un camino erróneo; un camino por el que llevaban andando demasiado como para volver atrás. El Profeta también desapareció. Lo hizo tan repentinamente como su falso Dios, dejando las respuestas a las preguntas flotando en el aire para quien las quisiera ver o no. Pero eso ya no importaba, el daño estaba hecho; y la herida infligida era mortal. El abandonado pueblo elegido comenzó el linchamiento, tratando de, si no hacer reaparecer al falso ídolo, sí al menos recuperar algo de su esplendor. Pero el mundo que ellos mismos habían luchado por construir no tenía ya sentido. Tal vez por eso decidieron demolerlo todo con furia, tratando de olvidar.

Su nombre pasó a estar maldito y perseguido. Y entre el caos y la desesperación renacieron las antiguas creencias, pues los feligreses recordaron que tenían alma, y que dentro de sus pechos seguía latiendo un corazón. Pero para desgracia para ellos, también tenían estómago. Y el estómago les dijo claramente que si tenían que pisarle el cuello al prójimo por una rebanada de pan de molde, se lo habrían de pisar tantas veces como fuera necesario. Por eso la fe en el alma y lo supremo volvió a caer de golpe, sustituida esta vez por la tiranía de la supervivencia. Y así, aquéllos que por tanto tiempo se consideraron la cima de la evolución, fueron retrocediendo a grandes saltos, hasta tener que mirar muy alto para ver a aquellos pensadores y filósofos de épocas pasadas; pero éstos habían desaparecido entre las brumas, y ya sólo quedaban de ellos vagos restos en panfletos de mal impresa propaganda.

*

-¿Qué tal está? -le pregunta sin darle tiempo a salir de la habitación.

La mujer lleva una bandeja con un par de vasos a medio vaciar; uno de zumo de naranja y el otro de agua. Cierra la puerta a sus espaldas cuidadosamente, haciendo gestos en silencio al hombre para que le deje un poco del escaso espacio que hay en el angosto pasillo. Éste retrocede torpemente, tropezando contra la pared. Decenas de caras les observan congeladas desde diminutos cuadros colgados en las paredes. Casi todos ellos, niños.

-Dime -insiste.

-¡Chist! -responde llevándose a la boca el dedo de la mano con la que sujetaba el pomo-. Está descansando.

Comienzan a avanzar uno seguido del otro por el corredor hasta alcanzar la cocina. Ella suelta la bandeja sin derramar ni una gota y enciende la radio que cuelga de un cordón amarrado a una alcayata. Ésta resuena con ganas pero no muy alto. Cierra la puerta, dejando allí atrapada una sensación de angustia moderada pero palpable.

-Está muy débil. Pobrecilla.

-¿Se ha tomado la pastilla esa que te di?

-No daba señales de estar consciente, pero la he forzado un poco y parece que le ha entrado con algo de agua. Pero de todas formas eso no sirve para rebajarle la fiebre. Y le ha subido bastante de ayer para hoy.

-No he encontrado otra cosa. No hay medicinas en la calle ni en ningún sitio. Nadie tiene, y si tiene las vende a precio de oro -se defiende.

-Tranquilo, José Luis, no te sofoques -le pide ella-. No te estoy culpando por ello.

-Pues eso parece. Hago lo que puedo, ¿sabes?

-Está bien. Ya lo sé. Cálmate, que vas a despertar a la niña.

-¿Todavía está Irene acostada? -se extraña.

Ella asiente mirándole seria con los ojos muy abiertos. No cruzan palabras.

-¿No estará...? -pregunta José Luis llevándose la mano a la boca-. ¿Ella también? No puede ser.

-No lo sé aún. Se levantó con mala cara y diciendo que no se encontraba bien. Le di un poco de leche caliente y la mandé de nuevo a la cama.

Ella se tapa la boca y tose mientras toquetea la radio repentinamente. Él la mira fijamente. No parece estar bromeando; está muy lejos de estar bromeando.

-¿Qué ha sido eso? -le pregunta.

-Alguna interferencia, hace un par de días que no cojo bien la emisora.

-No, me refiero al ruido que has hecho tú. Has tosido.

-Ah, bueno -quita importancia ella-. Sí, un poco. Tengo la garganta algo seca: no he bebido nada en toda la mañana.

-Pues tómate algo calentito. Un cacao, por ejemplo. Cuídate, que no tenemos edad para sustos, y menos ahora con esa mierda flotando por ahí.

-No, no. Prefiero reservar la leche para la enferma. Yo estoy fuerte, y ella la necesita más que yo. Además, seguro que pronto llegan las medicinas y las vacunas.

-Yo ya no sé qué pensar. El invierno ha pasado ya y no nos ha llegado nada más que alguna asquerosa lata de conservas y leche en polvo. Está muriendo mucha gente, pero parece no importarle a nadie. Tengo la sensación de que se han olvidado de que estamos aquí.

-No seas fatalista. Es verdad que estamos ya en mayo, pero sigue haciendo algo de frío todavía, así que no se puede decir tan alegremente que el invierno haya terminado.

Él no responde. En el fondo sabe que ella tampoco cree que vaya a llegar un camión salvador lleno de la ayuda que tanta falta les hace.

-¿Y qué tal por la calle? ¿Alguna novedad? -pregunta ella.

-Nada: está totalmente vacía -sentencia-. Sólo alrededor de la fuente he visto a un grupo con sus garrafas. Pero eran doce, no más. Parece que todo el mundo se está refugiando en sus casas, y eso que hoy han subido algo las temperaturas; casi se podía quitar uno el abrigo.

-Es una buena noticia; por fin una.

-Sí, pero eso también significa que pronto la calle volverá a estar llena de esos salvajes desalmados, y ya no se podrá salir ni para ir a por agua.

-No es para tanto. No son más que chiquilladas.

-¿Que no? Esos malditos van armados con palos y cuchillos, y no les tiembla el pulso a la hora de usarlos para hacer daño. Además, dicen que el número de pistolas no para de aumentar. Eso es un verdadero peligro. O si no, mira lo que le pasó al Rey.

-Pero eso no fue culpa de los gamberros. Fue la gente que salió a la calle a por él. Pobre hombre, que en paz descanse.

-Pagaron con ese pobre hombre y su familia todas sus frustraciones. Un hombre que lo ha dado siempre todo por España. Pero la culpa es de la televisión, que encendió los ya cargados ánimos de la gente, con informaciones y datos irresponsables. De verdad que no merecía terminar así.

-Bueno, ahora lo único que debería importarnos a nosotros es seguir adelante como sea. Te recuerdo que somos de nuevo cinco en casa.

La mujer saca una garrafa de plástico blanco del mueble que hay a sus pies y la vacía con mucho esfuerzo en un cazo. Él la ayuda como puede. Introduce a continuación tres patatas muy oscuras y no demasiado grandes y lo pone al fuego.

-No nos queda sal, y el gas se va a acabar de un momento a otro -suspira ella-. Tendremos que salir a por más.

-Pues no sé de dónde lo vamos a sacar. En el dudoso caso de que encontremos lo que necesitamos, tendríamos que dar algo a cambio. Y a nosotros ya no nos quedan más joyas, que es lo único que nos aceptaban. Cada vez que pienso en el pasador de pelo de mi madre me entran ganas de ponerme a llorar.

-¿Y por qué no llevas otra cosa? Esta casa está llena de objetos que tienen bastante valor y de los que podemos prescindir. Podrías entregar el televisor, por ejemplo, que costó un buen dinero.

-No lo quieren, Felisa. Hay muchísimas casas vacías, cada vez más, y la gente se está encargando de saquearlas. Pueden encontrar lo que quieran mejor y más fácilmente. Nos hemos quedado sin nada que pueda interesar a alguien. Yo podría ofrecerme para trabajar en algo, ¿pero en qué? Si al menos fuera veinte años más joven...

-Deja de pensar en esas cosas ahora -dice ella lavando con un trapo seco una triste cebolla llena de tierra-. ¿Y tantas casas vacías hay?

-Sí, por todas partes. La gente se muere o se marcha.

-¿Y adónde se van?

-Muchos han salido de la ciudad huyendo de la miseria. No sé hacia dónde; dudo que ni siquiera que ellos mismos lo sepan. Creo que buscando alimentos en el campo. Esperan encontrar allí su salvación, pero si encuentran algo serán plantas silvestres. ¿Sabrán sobrevivir con eso?

-Qué locura. Yo viví de pequeña en el pueblo de mis padres, pero pronto me vine a Madrid. Sería incapaz de valerme por mí misma, y eso que algo de experiencia tengo, aunque sea remota. Pero los niños de ciudad no sé qué esperan encontrarse allí.

-Les mueve la desesperación, Felisa. Muchos otros se han desplazado al centro de la ciudad. Dicen que buscan lugares al amparo del ejército para conseguir algo de ayuda contra el hambre y la violencia.

-Lo veo fuera de lugar.

-No tanto. Ya te dije que esos vándalos hijos de mala madre han tomado las calles. Han formado bandas que luchan contra el ejército y entre ellas mismas. Controlan cualquier cosa que se pueda comprar o vender. Y las armas de fuego proliferan por las esquinas sin control. Las bandas provocan ya tantas muertes casi como la maldita gripe.

Felisa agacha la cabeza y niega sin dejar de suspirar. Consigue reprimir de mala manera la tos que le viene de repente, y exclama en voz baja:

-No sé dónde vamos a parar. Y mi pobre Álex en la calle. ¿Lo has visto cuando bajaste?

-No -responde-. Me preocupa muchísimo lo que pueda ser de este chico, todo el día en la calle como un vagabundo. Con la cantidad de peligros que acechan en estos días. Y esa horrible enfermedad...

-Sí, es una lástima. Pero, ¿qué va a hacer? No hay colegio, y con todo lo que tengo entre manos me resulta imposible retenerlo aquí dentro. Ya no tengo la energía de cuando criamos a nuestros niños, José Luis. Ya no puedo. Y aquí en casa corre tanto o más riesgo de enfermar. Te recuerdo que su madre lleva tres días en la cama. A ver si sale de ésta...

José Luis se la queda mirando con gesto duro, como reprendiéndole sin palabras por lo que acaba de decir. Piensa que es potencialmente peligroso frivolizar con un tema tan delicado. Silvia es la viuda de su hijo menor, y la madre de dos de sus nietos. Ella se da cuenta de lo que quiere decirle su marido con la mirada y guarda silencio. Por unos instantes sólo se escucha el sonido entrecortado de la radio entre los azulejos de la cocina.

-Ya, pero vete a saber las compañías que estará frecuentando -insiste él-. Por el amor de Dios, sólo tiene doce años.

-Once.

-Bueno, es lo mismo. Es demasiado pequeño todavía.

-Pues, ¿cuáles van a ser las compañías con los días que corren? Las que hay José Luis, ni más ni menos.

-¿Y te parece normal que un simple niño viva de esa manera, como un perro?

-Pues cuando trae comida no te quejas tanto.

-Sí, pero, ¿cómo la consigue?

-Pues cómo va a ser; de la única forma que se puede. No hay dinero, no hay tiendas, sólo hay escasez. Tú mismo me lo estás diciendo. ¿Qué quieres que haga?

José Luis tuerce el gesto. Aprieta con fuerza los labios en señal de desagrado, como si estuviera dando un trago de gasolina. Él había luchado toda su vida por ser una persona recta y honrada. Incluso no había hecho nada malo cuando pasó necesidades en su juventud, cuando vivía en Alicante con sus ocho hermanos. “Pero en aquel entonces era distinto”, se dice apesadumbrado. “Había pobreza en las calles, pero también había formas de salir adelante; no como ahora que no hay más que miseria”.

-¿No temes que al niño le pase algo? -le pregunta muy serio-. ¿No te preocupa que le haga daño a alguien para conseguir eso que nos trae? ¿No piensas en ello?

-Pues claro que me preocupa y pienso en ello. ¡Pero qué puñetas quieres que haga! Sólo puedo confiar en él y en esa portentosa inteligencia que Dios le ha dado.

-Pero eso es mucho confiar, sólo tiene doce años.

-¡Once!

-¡Pues peor todavía!

-No me atormentes más de lo que estoy, ¿quieres, José Luis? Ya sólo sé rezar por él, por su madre y su hermana, por nosotros. Rezo por que Dios nos acompañe y nos ayude a saber llevar esta situación que nos ha tocado vivir.

Tose abiertamente, doblando un poco el espinazo, agachándose sobre sí misma. Su marido le da unas suaves palmaditas en la espalda mientras intenta calmarla. La abraza al ver que pequeñas convulsiones se apoderan de ella. Él lo interpreta como llanto, pero en realidad es que la tos no la quiere abandonar tan fácilmente esta vez. Se incorpora con la mayor dignidad que puede. Tiene los ojos salpicados en lágrimas. José Luis le seca con los dedos la arrugada piel. La besa en la frente con delicadeza.

-Cómo eres, Felisa -comienza a decir sonriendo-. Con tal de defender al niño eres capaz de saltarte tu confianza en que todo esto se arreglará. No sé si es porque en el fondo piensas como yo, o es sólo por llevarme la contraria.

A ella le ha hecho gracia el comentario, pero no quiere reconocérselo a su marido. Por eso hace una forzada mueca y se vuelve hacia donde la cazuela se va calentando poco a poco.

-Cállate, ¿quieres? ¡Ejem, ejem! -dice entrecortadamente.

La radio sigue sonando, con una musiquilla instrumental y pausada que recuerda a otra época; una época mejor. De pronto el pomo de la puerta se baja con un desagradable chirrido, tomando totalmente desprevenidos a los dos abuelos. Aparece Irene con los ojos medio cerrados. Es evidente que acaba de salir de la cama. Tiene el pelo alborotado y sucio, y las marcas de las sábanas garabateadas en la mejilla. Se frota toscamente con ambas manos y a continuación se les queda mirando sin decir nada.

-¡Pero mira quién está aquí! -exclama el abuelo-. Lo más bonito de la casa. Qué digo de la casa: ¡del barrio!

-Hola, tesoro. ¿Qué tal estás? -pregunta la abuela-. ¿Tienes hambre?

Le lleva instintivamente la mano a la frente para comprobar su temperatura. Felisa lanza una mirada de sincero alivio a su marido.

-Quiero una galletita -dice ella.

-Muy bien, pero antes tápate si no quieres tener frío. Ponte la bata, vamos.

La niña se da media vuelta y sin demasiadas ganas sale por la puerta, dejándola entreabierta.

-No tiene fiebre -susurra a su marido-. Si acaso estará un poco destemplada. Necesitamos urgentemente algo de medicina si no queremos que le suba como a su madre.

-Ya te dije que yo hago lo que...

-No, cariño -interrumpe-. No eres tú quien debe encargarse: es un trabajo para Álex.

Vuelve a ponerse muy serio, con esa expresión severa que suele utilizar para reprender sin palabras y que tan buen resultado le ha dado siempre. Pero cesa en su empeño al ver que su esposa está completamente segura y convencida de lo que está diciendo. Cede.

-Si tuviéramos teléfono alguno de los dos lo llamaría ahora mismo -dice.

-Nunca derrochaste en llamadas del móvil, precisamente -responde ella sonriendo.

-Porque es un artilugio del todo innecesario. Hemos vivido toda la vida sin él y éramos tanto o más felices.

-¿Recuerdas cuando decíamos que estos niños de ciudad no sabrían vivir veinte años atrás, cuando no había ni móviles, ni ordenadores, ni cacharritos por el estilo? -sigue sonriendo abiertamente-. Y mira ahora, somos precisamente nosotros los que estamos echando eso de menos.

Ambos ríen distendidos, haciendo retroceder a la angustia que reinaba sobre ellos hasta hacía apenas unos instantes. Pero no consiguen hacerla huir por la ventana.

“¡ATCHÍS!”

El estornudo de Felisa ha sido tan fuerte y repentino que incluso parece que la música que sonaba antes en la radio y la de ahora es distinta. La angustia cae de nuevo sobre los dos con todas sus fuerzas, ensombreciéndolos junto a un nuevo aliado: el pánico. El pánico que se refleja en la expresión de José Luis, que no sabe si creer lo que está viendo. Ella disimula y se limpia la nariz y la boca con la punta del delantal. No puede esconder un estornudo tan evidente por mucha imaginación que tenga. Él la mira con el rostro desencajado. De sus grisáceos ojos brotan las lágrimas, y emocionado dice:

-Felisa, no me dejes solo, por favor.

*

“¡Pst! ¡Eh, Mono!”, escucha Álex ajeno todavía a la consciencia. Tiene los párpados pegados fuertemente entre sí, como si las pestañas se hubieran vuelto de plomo mientras dormía. No puede evitar despertarse. Todo está oscuro de repente; las luces que iluminaban sus coloridos sueños hasta hacía un instante se han apagado. El proverbial silencio se ha reinstaurado de forma absolutista. Él no recuerda todavía qué mundo habita; sólo sabe que está tumbado en el suelo y que tiene un frío atroz. Trata de incorporarse lentamente desatando sin querer un auténtico bombardeo en el interior de su cabeza. A su alrededor todo da un vuelco frenético: la celda se pone patas arriba en la penetrante oscuridad. Se encoge sobre su propio estómago y vomita sin evitar salpicarse. Pronto sale por su boca lo poco que le quedaba dentro. Cuando por fin logra vencer las náuseas, se gira con mucho esfuerzo para colocarse del lado contrario, como si al cambiar de postura cambiase en algo su complicada situación. Sigue sufriendo nuevos y repentinos mareos, pero van retrocediendo en intensidad. Se lleva el dorso de su mano derecha a la boca para retirar los restos de saliva y bilis de sus labios, pero deja de hacerlo al sentir un agudo pinchazo: tiene la boca partida arriba y abajo. Un escozor le recorre el cuerpo desde las encías hacia los pies. Se queja casi en silencio, recordando los golpes que recibió por parte de los guardias; no sabiendo exactamente cuánto tiempo atrás. Poco a poco se va dando cuenta de que le habían dejado muy perjudicado, sobre todo en la zona de la cara y el estómago.

Tose. Es precisamente ahora cuando se percata de un repetitivo y macabro sonido que repica entrecortado a sus espaldas. No sabe desde cuándo lleva produciéndose; podría haber acabado de empezar, o podría llevar así horas. Se queda muy quieto para averiguar qué es y de dónde procede, pero le es difícil, pues ni siquiera es capaz de atisbar dónde está la reja. Palpa un poco en la oscuridad, y mientras se va haciendo una idea de su situación, descubre que lo que oyen sus oídos es una malévola e insistente risa. Proviene de alguien que está muy cerca, tanto que de no ser por la reja que les separa se podrían tocar. Un escalofrío recorre la superficie de su espalda cuando escucha una voz hablarle en medio de la nada. Se sobresalta.

-Despierta, chaval -dice el comisario Antúnez-. Ahora que por fin puedo disfrutar de ti no malgastes el tiempo durmiendo.

Y puede decirse que Álex está definitivamente despierto. No sabe reaccionar de otro modo que quedarse quieto.

-Ya no tienes tantas ganas de hablar, ¿verdad? -prosigue el comisario-. Ya no eres ese orgulloso guerrero que no tiene miedo a nada. Si es que una buena paliza no le viene mal a nadie de vez en cuando, sobre todo a niñatos como tú. Deberían haberte dado alguna hace mucho tiempo.

“Si tú supieras”, piensa Álex mientras trata de incorporarse con bastante dificultad.

Le duele muchísimo el brazo derecho desde el codo hasta la punta de los dedos, y le cuesta bastante respirar sin toser. Al menos los mareos han remitido. El comisario vuelve a reír plácidamente. Parece ser el único que está allí.

-Vamos chico, di algo: no seas tímido. ¿Acaso ya hemos alcanzado el límite de tu resistencia? ¿Con sólo un par de cachetes ya estás rendido? ¡Qué desilusión más grande! Yo que pensaba que nada sería capaz de acabar con el invencible Mono.

Álex se sienta mirando hacia donde sus oídos le indican que se encuentra su enemigo. No ve más que un bulto sin apenas silueta. Traga expectante y asqueado, pues su saliva tiene un desagradable regusto a sangre y vómito. Se aclara un poco la voz, y con mucho esfuerzo habla.

-Estaba esperando a que llegaras con otro papelito, pero me aburrí y me quedé dormido.

Ese comentario debe de ser el primero de Álex que hace gracia al comisario, quien ríe apoyado en la atroz sed de venganza que siente.

-No sabes cuánto me alegro de escuchar eso -dice-. Y te voy a explicar por qué. Creo que te has hecho una idea equivocada de mí. Es lógico, viendo que nos hemos tenido que conocer en una situación tan adversa. Quién sabe, a lo mejor en otra época hubiéramos podido convivir sin problemas, o incluso llegar a ser amigos.

-Y hasta novios, no te jode. Ahora quieres darme por el culo, ¿es eso? Has montado todo este tinglado porque eres un puto maricón de mierda, ¿verdad?

-¿Ves como tienes un mal concepto de mí? -continúa Antúnez-. Para ti no represento más que la parte más retrógrada de la sociedad. Piensas que soy un carca obstinado, incapaz de dar mi brazo a torcer por nada, cerrado a cualquier nueva idea. Y nada más lejos de la realidad. También aprendo mucho en mi trabajo, ¿sabes? Constantemente. Esta noche, por ejemplo, he aprendido algo de ti. He estado pensando en lo que me dijiste, pienso que tal vez tengas razón: creo que no nos vendría mal saltarnos las reglas un poco. Y ya que te has ofrecido desinteresadamente, haremos tal excepción contigo. Sólo por probar.

Su tono va pasando de una falsa y forzada amabilidad, al acento iracundo y rebosante de maldad más habitual en todos sus actos.

-Total, por una rata más o una menos en el vertedero nadie va a protestar. Haremos como quien no ha visto la orden del ministro, y cerraremos este calabozo sólo para ti. Para ti y para los chicos que vengamos a hacerte visitas de vez en cuando, por supuesto. Pero tú no le digas nada a nadie: será nuestro secreto.

Su voz vuelve a quebrarse para transformarse en una creciente carcajada que rebota por las paredes y el techo. Álex sigue sin saber cómo reaccionar mientras comprueba que el comisario disfruta de cada bocanada de aire que pasa por sus pulmones. Aguarda expectante a tener la ocasión de decir algo; pero esas palabras que siempre acuden a su cabeza en el momento justo para tomar desprevenido a sus rivales, ahora están ausentes. Parece que no pueden atravesar los barrotes de esa celda y terminan pasando de largo.

-Finalmente no vas a morir cuando salga el sol, por lo menos el próximo. No. Será más divertido hacerte morir lentamente. Vamos a joderte, Álex, a torturarte, a hacer que lo que te quede de vida se convierta en un calvario insoportable. Vamos a hacer que mueras poco a poco, como sólo los cabrones como tú se merecen. Vas a ser nuestro juguete, y el juego que practicaremos contigo será mantenerte vivo lo suficiente como para que podamos someterte al mayor número de suplicios imaginables. Tendrás tiempo de arrepentirte de lo que has estado haciendo estos últimos años. Y rogarás por que pongamos fin a tu vida; pero no te complaceremos. Seguiremos día tras día hasta que nos cansemos. Y créeme que con el enorme daño que has causado a esta comisaría y sus familias nadie se cansará de joderte.

“Tu única escapatoria será el suicidio; pero tampoco te lo permitiremos. No te será tan fácil. Seguiremos machacándote sin contemplaciones, llegando cada día un poco más lejos en estirar tu sufrimiento. Y sólo cuando tu cuerpo ya no pueda soportar más dolor, en el momento justo antes de que exhale su última gota de vida, entonces te sacaremos de aquí y te llevaremos a tu barrio. Así todos verán, por una parte, la bondad de nuestro glorioso Estado que deja morir en libertad a sus presos; y por otro lado, también lo que ocurre con los que se atreven a desafiar nuestras leyes. Así que ve descansando ahora que puedes, que nada más que mis chicos y yo saquemos algo de tiempo vendremos a hacerte una visita. No tenemos prisa, y espero que tú tampoco. Nos veremos pronto.”

No espera ninguna reacción de Álex, y como si tuviera prisa, abandona la escena de seguido, acompañado por esa risa que no ha dejado de lucir. El silencio y la oscuridad vuelven a ser los únicos compañeros de Álex después del sonoro ¡PLAM! de la puerta del pasillo al cerrarse. El chico no sabe cómo tomarse lo que acaba de escuchar. En el fondo le hace gracia la forma de expresarse del comisario: trata de parecer fiero y temible, pero su voz emite un eco que a los oídos de Álex recuerda a algo semejante a un temblor. Puede sentir el miedo en sus palabras; cada vez está más convencido de ello. Y por alguna razón que se le escapa, algo le dice que no tiene por qué temer de sus amenazas. Aunque todo indica que va a pasarlo muy mal.

Se deja caer sobre su espalda con mucho cuidado. El suelo sigue congelado y su cabeza emite de vez en cuando punzadas tan fuertes que hasta los rizos que hay sobre ésta le resultan molestos. Una vez reposando sobre las losetas parece calmarse poco a poco. Cierra los ojos lentamente; algo en el izquierdo le palpita sin parar, ejerciendo cierta presión contra el párpado, teniéndolo constantemente bañado en lágrimas. Esquiva un par de veces los puñetazos que sigue viendo venir cada vez que tiene los ojos cerrados, y por fin consigue concentrarse un poco. Hay un recuerdo en su cabeza que está deseando salir; Aury es la protagonista, cómo no.

Toma aire y lo suelta con ciertas molestias. Vuelve a toser. Retrocede en el tiempo, a comienzos del año dos de la Rebelión. Él contaba dieciocho, camino de los diecinueve, pero su experiencia y prestigio iban más allá de su edad y no se podían cifrar de forma alguna. Llevaba dos meses destinado en el estadio Santiago Bernabéu junto a otros veinte chicos del clan de la Cruz del Rayo. El Bernabéu. Durante décadas fue uno de los templos del deporte mundial, y en ese momento era el más activo campo de batalla de la ciudad. Tal vez por su valor como reliquia fue uno de los pocos edificios respetados por los bombardeos durante la Guerra. Tal vez. Pero ese mimo por parte de los invasores no se vio correspondido por los ciudadanos desde el estallido de la Rebelión. Desde el principio fue lugar de enfrentamientos, como se podía ver en sus muros. No le quedaban cristales enteros, había varios boquetes abiertos aquí y allá -algunos del tamaño de un camión-, el fuego había tiznado la parte superior de varias de las ventanas, y los balazos se podían encontrar en sus paredes sin necesidad de buscarlos. Y por dentro no estaba mejor: sus estancias y pasillos habían sido modificadas en infinidad de ocasiones, unas por capricho de sus habitantes, y otras por exigencias de la lucha.

Había cambiado tantas veces de manos que ya no se podía considerar posesión de nadie, pero si hubiera que decir quién lo había dominado más, esto recaería sobre el bando rebelde. Era todo un símbolo de la Rebelión. Tanta importancia estratégica tenía que consiguió lo que parecía del todo imposible: que los clanes se unieran para lograr su control. Era el centro, el punto donde los caminos iban a cruzarse. El Gobierno lo quería para vigilar el muro que había levantado en el Paseo de la Castellana y así tener aislados y controlados a los rebeldes del norte y del este. Los rebeldes lo querían para romper precisamente ese muro y poder moverse con libertad hacia el otro lado de la ciudad, o hacia el mismo centro para cubrir a los saqueadores. Por eso la lucha se extendía también a ambos lados de la avenida: desde la misma torre Picasso hasta el centro comercial de la esquina del estadio, pasando por la estación de metro que yace bajo el asfalto. El muro era una y otra vez levantado y derruido, y las balas no cesaban de intercambiarse de lado a lado, siendo aquel kilómetro cuadrado escaso el paraíso de los francotiradores. A veces avanzaban más unos, y otras veces más los otros, pero ninguno había logrado asestar el golpe definitivo.

En un principio el estadio fue ocupado por un importante clan que tomó su nombre como propio. No duraron demasiado, y terminaron cayendo bajo el empuje del ejército. Al convertirlo el Gobierno en centro de operaciones militares y levantar el muro, los rebeldes se sintieron estrangulados, y por primera vez vieron peligrar su causa. Esto llevó a que los incipientes clanes dejaran de lado las rencillas entre ellos y se terminasen de unir contra el enemigo común. Fue así como nació el Consejo de Clanes, auténtico azote del Nuevo Gobierno. El punto número uno era recuperar el control del Bernabéu. Para ello se formó una milicia compuesta por la mitad de los plometas de cada clan. Desde los días de la Guerra no se había visto una fuerza militar tan poderosa. De ese modo, la batalla empezó un martes y el jueves ya ondeaba una bandera blanca del Real Madrid en lo alto con la palabra Rebelión escrita en pintura roja. El muro fue echado abajo por primera vez y comenzaron las más serias hostilidades. Desde ese momento, se acordó que cada clan debía dejar allí aproximadamente un tercio de sus efectivos mientras durasen las luchas por el control de esa zona. Pero un clan se tomó todo aquello más en serio que los demás, enviando casi trescientos guerrilleros al combate. Provenía del otro lado de la ciudad, de la estación de Príncipe Pío. Era al menos tan poderoso como el de Chamartín, y no paraba de crecer. Pronto reclamó la propiedad del estadio, desafiando los deseos del Consejo. Éste accedió con reticencias a sus presiones, con tal permanecer unidos y tener la frontera bien defendida. Triunfantes, los hijos de Príncipe Pío ocuparon el Bernabéu y lo hicieron su sede definitiva, ganando así más prestigio, poder, y seguidores.

Cambiaron de nombre casi instantáneamente, bautizándose como su líder, un loco mesiánico que decía ser la última y más perfecta reencarnación de Buda. Se hacía llamar Ananda. Poco después, Samuel se rió muchísimo al enterarse de esto, pues decía que eso era un flagrante contrasentido. De cualquier modo, Álex no entendió su explicación. El día que Ananda entró en el estadio se realizó una fastuosa ceremonia triunfal que no tenía nada que envidiar a las de la Roma imperial. “Demasiado fastuosa para los tiempos que corren”, fue el pensamiento que se cruzó por la mente de Álex y de muchos otros más. Ananda apareció subido a un trono y llevado en andas por ocho penosos prisioneros vestidos con el atuendo policial y del ejército. Con la cabeza tan alta que le resultaba más sencillo mirar arriba que adelante, abría continuamente los brazos en todas direcciones. Lanzaba miradas y gestos de forzada concordia hacia la gente que se agolpaba para verlo pasar por el interior de los pasillos del estadio. Y a juzgar por lo entregadas que estaban las masas al verle, funcionaba. Su imagen no se correspondía con la moda obligatoria de las calles. Él estaba visiblemente aseado, llevaba el pelo largo y de un rubio mal teñido, y su barba estaba pulcramente afeitada. Aparentaba ser bastante joven, de unos tempranos veinte, aunque había algo que indicaba que no era así. Vestía unas túnicas de colores vivos que a simple vista parecían limpias y sedosas. Bajo una de las amplias mangas que cubrían sus brazos, se podía intuir una mini metralleta negra lista para ser disparada.

La comitiva que le agasajaba se paró en mitad del desusado terreno de juego, desde donde hizo una señal para hablar. El silencio cayó con toda su inmensidad sobre los millares de cabezas allí congregadas. Lo que a continuación dijo no tenía ni pies ni cabeza. Era un discurso insulso, sin jugo, donde lo más destacable era el especial énfasis que ponía en los gestos mientras agasajaba a los plometas. Demostró que tenía un don fuera de lo normal para hacer llegar sus palabras a las conciencias de quienes le escuchaban. De modo que sin despeinar ni un pelo de su brillante melena amarillenta, se autoproclamó hijo de Dios, campeón de la Rebelión, y anunció la victoria próxima para aquellos que sirvieran bajo su mando. Era un verdadero disparate pero, o bien porque eran partidarios suyos, o bien porque se dejaron encandilar por sus palabras, casi todos explotaron en vítores de apoyo y júbilo. Incluso varios chicos del clan de la Cruz del Rayo lo hicieron, sorprendiendo sobremanera a Álex.

Tras ese día sus seguidores comenzaron a multiplicarse a toda prisa, renegando muchos plometas de sus propios clanes para poner sus armas y sus vidas al servicio del recien proclamado dios. Pasaron las primeras semanas, y la situación se mantenía estable en lo que al combate se refería, pero el Consejo comenzaba a temer el creciente poder que estaba amasando Ananda. Nadie sabía adónde les llevarían sus cada vez más extravagantes pretensiones.

-Sigo sin entenderlo -dijo Tubo sin apartar la mirada de su metralleta.

-Pues es muy simple -contestó Rubén, que empezaba a perder la paciencia-. El Consejo es quien manda ahora, y el Consejo ha decidido que nosotros tenemos que estar aquí luchando por vencer la resistencia del ejército: nuestro enemigo común.

-Pero nosotros no necesitamos ningún Consejo ni mierdas de ésas -replicó-. Ya tenemos nuestras propias leyes; y son mucho mejores, y más sabias.

-Qué sí, melón; que ya lo sé. Pero los clanes se han reunido entre ellos y han formado ese Consejo, que está por encima de los clanes. Es como una especie de clan de clanes.

-Pero no veo por qué tenemos que obedecer órdenes de otros que no sean de los nuestros. No quiero formar parte de otro clan, por muy importante que sea.

-¡Y dale! -exclamó Rubén haciendo un exagerado gesto de desesperación con ambas manos-. Explícaselo tú, Álex.

-A mí no trates de atraerme a tu causa: yo estoy con el niño.

Rubén se quedó mudo mirando a Álex. El Mono contestó sin moverse ni siquiera; siguió recostado con la cara tapada por el ala de un cascado sombrero de tela gris. Y así siguió después, como si no le interesase demasiado la conversación y prefiriera descansar. Sabía que no estaría tan fresco cuando fueran pasando las doce semanas que aún debían permanecer allí por orden de Vico. Mientras, Tubo se mostraba triunfante tras el apoyo recién recibido. Rubén sacudió la cabeza y se volvió de nuevo hacia el chico para continuar convenciéndole, esta vez agravando el tono.

-Mira, canijo. No llevas más que un par de días aquí y no te enteras de nada. Si no quieres estar en este puto estadio devuelve tu fusil, que seguro que habrá otro chico deseando empuñarlo y luchar por la Rebelión.

-¡Y una mierda! -respondió Tubo exacerbado-. Esta metralleta es mía. Me la gané poniendo en riesgo mi vida y no pienso renunciar a ella por nada del mundo, ¿vale?

-Entonces deja de tocar los cojones, que algunos llevamos pegando tiros aquí desde hace un montón de semanas y no nos quejamos. ¡Hostias!

Se hizo un silencio incómodo en la sala. Rubén, que sabía que Tubo no era más que un adolescente todavía y que le costaba centrarse en lo que tuviera entre manos, volvió a tomar la palabra con un tono más diplomático.

-No es un clan propiamente dicho. Digamos que es una unión de clanes; una unión por conveniencia. El único objetivo es plantarle cara al enemigo común. Sólo eso. Una vez hayamos acabado con ellos, ya podremos seguir por nuestra cuenta.

Tubo no consiguió permanecer callado tampoco en esta ocasión.

-Pero nosotros ya le plantamos cara al enemigo desde nuestra estación. No necesitamos para nada la ayuda de esos cabrones -dijo esto último más bajo mientras señalaba con el dedo pulgar por encima de su hombro-. Además, el ejército rival no está tan fuerte como para ser tan temido.

-¿No lo está? ¿Entonces por qué consiguieron expulsar al clan que habitaba este asqueroso lugar? No llega a ser por la creación del Consejo, y habrían dejado la Rebelión partida por la mitad, pudiendo ahora entrar y salir de nuestro barrio tranquilamente. Te recuerdo que nuestra querida estación está a unos pocos pasos de aquí.

Tubo seguía sin ver claro lo que su compañero le decía, pero poco a poco le iba comiendo terreno la incómoda sensación de que lo que él mismo defendía tal vez no fuera del todo acertado. Así, fue aceptando mejor las palabras de Rubén.

-¿Y también tenemos que estar de acuerdo con su religión, o lo que sea? -preguntó de repente Tubo.

Rubén dudó por un momento: no sabía si su joven amigo quería cambiar de tema porque seguía sin entender lo que le explicaba, o si de verdad lo había entendido pero quería buscar otro punto distinto para llevarle la contraria.

-Eso nunca -terminó por responder.

Se sonrieron entre todos los allí presentes, menos Alberto, otro chico de más o menos la misma edad de Tubo.

-Pues yo no lo veo así -dijo éste cortando las risas de raíz.

-¿Qué? -preguntó Rubén sin dar crédito a lo que acababa de escuchar.

-Que por qué no va a ser él hijo de Dios; ha tomado éste estadio mucho más rápido que ningún otro antes, y si le sigue tanta gente por algo será.

-¡Anda ya! -exclama Rubén-. Cómo va ser ese tío hijo de Dios. No es más que un pirado. Además, Dios no existe, sólo la Gran Madre. ¿Acaso no escuchas a las ancianas del clan?

-Sí, pero las ancianas nos dicen que en nuestro alrededor está la Gran Madre. ¿Y si fuera él su hijo que ha venido a estar con nosotros y llevarnos a la consecución de un mundo mejor?

-¿Y si no dejases tú de ser tan tonto del culo?

Ambos jóvenes se enzarzaron en una discusión teológica bastante superficial y poco documentada. Tubo le daba la razón a veces a uno, y otras veces a otro, convencido fácilmente por los argumentos que iban exponiendo. Álex se levantó el sombrero que le protegía de la poca luz para comprobar si era cierto lo que escuchaban sus oídos. Permaneció así quieto y callado por unos instantes. Tubo se percató de esto y avisó con un gesto a ambos para que se callaran por precaución. Desde hacía tan sólo una semana Álex formaba parte de la guardia personal de Ananda y por lo tanto había tenido que abrazar su religión; falsamente, ni que decir tiene. Los chicos sabían de la forma de pensar del Mono, pero la devoción de quienes estaban a su alrededor y sus nuevos compañeros hacían que no se sintieran del todo cómodos al tratar estos temas. Álex se percató del forzado silencio, rompiéndolo él mismo.

-Alberto, deja de decir gilipolleces -dijo-. No existe ninguna religión que diga ni media verdad y que no sea un completo engañabobos. Y si la hubiera no sería una guiada por un payaso como el tipo ese, ¿no crees?

Una brisa de alivio recorrió los rostros de los muchachos; a excepción de Alberto, que se sentía aludido por el comentario; y de Rubén, que no parecía estar conforme

-Ya saltó el extremista -exclamó Rubén-. ¿Sabes que a muchos del clan les molesta esa actitud tuya?

-¿Sabes que me importa tres cojones? -respondió imitando el tono usado por su interlocutor-. Mira chaval, aquí no existe más Dios Todopoderoso que el fuego que sale disparado de nuestras armas. Tanto si estamos vivos como si dejamos de estarlo es únicamente debido a esa puta verdad. Así que ya sabes: si quieres adorar algo, empieza por tu puta metralleta.

Rieron con ganas, y hasta el contrariado Alberto se vio obligado a sonreír. Rubén permaneció serio.

-¿No te da miedo que te escuchen diciendo eso, Mono? -le preguntó Tubo.

-Para nada -respondió Álex tranquilo-. Sé de sobra que ninguno de ellos anda por aquí. De hecho, estoy convencido de que ni siquiera se acercan a las inmediaciones de esta torre.

-¿Cómo estás tan seguro? -inquirió Rubén arqueando una ceja.

Álex sacó una bolsita de tela brillante y la volcó sobre el papel que sujetaba en la palma de su mano izquierda, dejando caer un poco de tabaco mezclado con algo más.

-Pues porque esta torre es la más peligrosa de las cuatro del estadio -respondió.

-Eso no es verdad -replicó Rubén-. Aquí nunca pasa nada. Cuando hay acción ni nos enteramos, y además estamos a cubierto de los francotiratas. Nos basta con tener a sólo la mitad de nosotros haciendo guardia. Mira la hora que es y lo tranquilos que estamos. Así que no vengas contando fantasmadas.

-Puede ser -contestó Álex sonriendo-. Pero lo que no sabes es que los espías de Ananda han descubierto que los militares tienen un cañón nuevecito; y parece que no es ningún juguete. ¿Te he comentado ya que lo están apuntando ahora mismo hacia esta torre?

Rubén tragó saliva mientras buscaba una respuesta.

-No te creo -terminó por decir.

Álex movió suave y afirmativamente la cabeza de arriba abajo, mientras pasaba su lengua por el papel.

-Eso no es verdad -volvió a decir Rubén.

-Pues créetelo, chaval. Y, ¿sabes por qué estáis vosotros aquí y no otros? Pues porque los miembros del clan de la Cruz del Rayo no son bien recibidos. Temas de religión, ya sabéis. Y eso significa que aquí valemos menos que una mierda seca.

-¡Vaya! Te crees mejor que nosotros porque formas parte de la guardia personal de ese subnormal -dijo Rubén ciertamente muy molesto.

-Álex no tiene la culpa -intervino Tubo-. Fue seleccionado entre todos los rebeldes por ser buen tirador.

-No -dijo Álex expulsando el humo de la primera calada-. Fui seleccionado porque mi nombre empieza por A. Ese tío está más flipado que una puta sirena de la policía.

-¿Y qué haces entre nosotros arriesgándote tanto si nuestra vida corre peligro? -volvió a interrogar Rubén sin ocultar su enfado.

-Yo no temo a nada. Y además hago lo que me sale de los huevos.

Se dirigieron miradas desafiantes, pero no añadieron nada más. No tenían energías que desperdiciar, y menos con discusiones que no llevaban a ninguna parte. Hasta con la juventud que atesoraban eran conscientes de ello. Álex dio una calada más y alargó el cigarro a Tubo, ignorando a Rubén, que estaba a su lado. El joven se estiró para tomarlo y lo recibió con una sonrisa.

-Voy a cargarme a ese maricón -dijo de repente Álex entre humos.

-¿Qué? -preguntaron los otros tres al unísono.

-Estoy hasta los cojones de él y de toda esa panda de gilipollas -respondió.

-Pero si no llevas aquí ni una semana -dijo Alberto.

-Me da igual, ya he visto suficiente. De verdad que no sabéis qué clase de mierda se cuece en sus aposentos. No tenéis ni idea.

Los muchachos se le quedaron mirando muy fijamente sin abrir la boca ni para tomar aire, pidiendo de ese modo que les sacase de su ignorancia.

-Es un obseso, un demente. Se ama a sí mismo por encima de todas las cosas, y de una forma desmedida y sin límite. Adora su propia imagen con mucha mayor pasión que los colgados de sus seguidores. Pasa horas mirándose a los espejos que continuamente hace que le traigan de todos los puntos de la ciudad. También le llevan muebles y objetos caros que sólo tienen sentido para él y su repugnante ego. Pero no es lo único que entra por esas puertas. Van muchas chicas atractivas, que pasan de dos en dos o hasta de tres en tres. Y cuanto más jovencitas mejor. El muy cabrón... Le gusta la carne fresca.

-¡Toma! ¡Como a todos! -respondió Tubo.

-Sí, pero a él le gustan bastante más jóvenes de lo que te estás imaginando: niñas pequeñas, vamos; y niños también.

-Bueno, no es algo tan grave. De aquí dudo que alguno no se haya tirado al menos una vez a la putilla de la Bea, y tiene catorce años -intervino Rubén.

-Bueno, eso es distinto -se defiende Álex-. La Bea es ya toda una mujer, y está buenísima además. Las niñas de las que hablo son niñas de verdad, las mires por donde las mires: ni tetas, ni culo, ni nada. Y el tío asqueroso tiene al menos cuarenta años.

Todos quedaron sorprendidos con los ojos como platillos.

-¿Qué dices?

-¿Sí?

-Sí, macho: es una puta antigualla. Se aprecia mejor cuando lo tienes al lado.

-¡Puag! -exclamó Tubo asqueado-. Y se lo monta con niños también.

-Sí. Es repugnante. Por eso me lo voy a cargar. Por eso y por gilipollas. No es fácil soportar la presencia de un loco como él ¿sabes? El muy pirado no hace más que hablar de lo increíblemente bueno que es, de la importante misión que tiene que llevar a cabo en el mundo, de la lucha y del futuro prometedor que nos espera. Pero el hijo de puta nunca empuña un arma. Me da puto asco sólo de pensar en su cara de maricón.

-Bueno, te lo cargarás si Vico te da su consentimiento -apuntó Rubén.

-Me la suda el consentimiento de Vico -contestó.

-¿De verdad? Te recuerdo que esto no es otro de tus jueguecitos, que estás en una misión ordenada por el mismo Consejo. Deberás esperar órdenes.

-Ya he recibido la orden de matarlo. Por eso estoy infiltrado, ¿no?

-Sí, pero tienes que esperar al momento preciso que ellos te digan. Lo sabes perfectamente.

-También me la sudan las órdenes del puto Consejo.

-No seas tan chulo y piénsatelo un poquito, a ver si te van a pillar intentando cargarte al capullo ese y nos vas a joder a los demás -siguió replicando Rubén.

-No es chulería, son principios. Además, ya tengo un plan. Esta misma noche le mandaré con Dios y con la madre que lo parió. Está decidido.

Rubén hizo una mueca de desagrado. Pero se quedó en silencio.

-¿Podemos ayudarte en algo? -preguntó Tubo.

-Sólo manteniendo el pico bien cerradito -contestó sonriendo y guiñándole un ojo a Alberto, que le devolvió la complicidad con una sonrisa.

*

Álex se recostó aliviado contra la superficie del pilar que le servía de pantalla. Tenía aún el corazón algo acelerado, y sudaba abundantemente desde la coronilla hasta el cinturón; pero finalmente había conseguido lo que se había propuesto: estaba dentro de los aposentos de Ananda y nadie parecía haberse percatado de ello. Aprovechó el cambio de guardia de media noche para colarse por la puerta sin levantar sospechas; ventajas de pertenecer a la guardia personal. Acababa de meterse en el bolsillo el brazalete dorado y negro que le identificaba como tal. “Ya no lo volveré a necesitar”, se dijo. La habitación era diáfana y verdaderamente inmensa. Se habían tirado abajo varios tabiques, y se habían levantado otros para que él pudiera tener aquellos aposentos dignos de un rey. Seis pilares suponían los únicos elementos que rompían un poco aquel espacio. En realidad no se llegaba a apreciar completamente su magnitud, pues había allí tal cantidad de objetos que parecía un almacén. Algunos eran de gran tamaño y todos estaban ordenados aleatoriamente, formando laberínticas callejuelas. Había estatuas de todo tipo y tamaño, hombres y mujeres desnudos, sobre todo. También había muebles: sillas, mesas, butacas, armarios, arcones, biombos, sillones... y una aparatosa cama con dosel más o menos en el epicentro justo. Todos ellos estaban elaborados en una madera que se veía oscura y recia. El suelo estaba cubierto casi en su totalidad por alfombras de colores, muy parecidas a los tapices que tapaban los desconchones de las paredes. Había lámparas metálicas y doradas que sujetaban bombillas que posiblemente nunca fueran utilizadas, o que lo hubieran sido hace ya tanto que nadie lo recuerde. Y espejos, cientos de espejos repartidos por doquier, algunos tan grandes que podrían haber servido para vestir a un elefante.

Álex resopló tratando de contener los nervios que aún portaba consigo. Se hallaba bien oculto, subido a uno de los más recios armarios que encontró. Frente a él, franco, se encontraba el vasto trono en el que Ananda había hecho su aparición el día que hizo suyo el estadio. Y girando un poco a la derecha, cubierto a medias por una escultura y un aparador con el inevitable espejo, la gran cama. Tanto una cosa como la otra estaban sin ocupante: Ananda no se encontraba allí en ese momento. No era la razón del nerviosismo de Álex, pues él sabía que a esa hora el líder nunca se encontraba en su habitación. Su inquietud venía de que era consciente del peligro que entrañaba aquella operación. Tenía ciertos indicios de que estaba siendo espiado por sicarios de Ananda, quien pese a contarlo entre sus guardianes personales, no debía de fiarse demasiado de él.

“Y con razón.”

La cuestión era que había bastantes posibilidades de que alguien hubiera caído en la cuenta de que él no se encontraba donde se suponía que estaba en ese momento.

Se le pasaron por la mente mil veces las palabras que le dijo Rubén, y temió verdaderamente por su seguridad y la de sus compañeros del clan. Reconoció para sí que tal vez no había planeado con suficiente detenimiento todo aquello. Tal vez había sido todo un poco demasiado precipitado, como siempre que su impulsividad se hacía con las riendas. Y eso contando con que, en el momento en el que atravesó las puertas de aquella estancia, no tenía muy claro de qué modo iba a huir. Era muy posible que se hubiera dejado llevar excesivamente por su traicionero exceso de confianza.

“Otra vez.”

Los minutos fueron dando paso lentamente a la primera hora, y todavía nadie aparecía por allí. Eso empezaba a no ser normal. Miró a un lado y a otro, tantas veces que podría haber captado cualquier diferencia por minúscula que fuese. Abrazó a Santateresa con energía, y cuando comenzaba a pensar en abortar la misión, las puertas se abrieron chirriando escandalosamente sobre sus goznes. Estaba bastante entrada la madrugada y Ananda apareció solo, arrastrando sus lacios y pomposos ropajes de vivos colores. Las puertas se cerraron a sus espaldas como si fueran automáticas, pero el chico sabía que habían sido los dos guardias que la custodiaba quienes las habían movido. Asomó un ojo y siguió los movimientos por el cuarto de su presa que parecía disfrutar haciendo volar la tela que le cubría. Tras mirarse desde todas las posturas y ángulos vestido, siguió haciéndolo mientras se desnudaba. Se quedó sólo con unos calzones que estaban maravillosamente limpios; y fue entonces cuando más pareció apreciar su propio reflejo. Llevaba una metralleta enfundada en una cartuchera marrón amarrada a su pecho. Se la quitó y la dejó despreocupadamente encima de la cama, volviendo una vez más a contemplarse. Los ojos de Álex centellearon.

Cuando Ananda se hartó de contemplar su propia imagen, acudió a una cómoda y se vistió con el batín blanco, sedoso y translúcido que sacó de un cajón. El muchacho se fue llevando felinamente el fusil hacia delante. Se enrolló lentamente con la otra mano un fular azul marino a la altura de la boca, tapándose media cara para no ser reconocido. No estaba aún apuntando cuando llamaron a la puerta con cierto respeto reverencial. Álex retiró el cañón de en medio mientras Ananda terminaba de atarse el batín y decir: “adelante”. Algo dijeron desde el otro lado que Álex no consiguió distinguir.

-Hacedlos pasar -contestó Ananda.

Acto seguido, hicieron su aparición en escena una niña y un niño, que con paso dubitativo se fueron adentrando en el inmenso salón. Se les veía sanos y bastante aseados. Tanto que fue lo que más llamó la atención de Álex, acostumbrado como estaba a ver a los niños arrastrase por el barro sin pisar jamás una bañera o algo parecido. Entre los dos no debían sumar ni quince años. El terror de sus caras se reflejaba evidente en cada uno de los espejos que les rodeaban, sin embargo siguieron avanzando hasta alcanzar la posición del anfitrión. Éste, brazos abiertos y sonrisa luciferina, los recibió, más que gustoso, encantado. Álex se metió la mano por dentro del fular para taparse la boca y contener así las arcadas que traía su frugal cena esófago arriba.

-Hola, mis pequeños amigos -dijo mientras posaba las manos en los hombros de los niños.

Éstos se sintieron visiblemente incómodos, pero permitieron el contacto.

-No estéis nerviosos. ¿Por qué estarlo? -dijo Ananda edulcorando su voz al máximo-. Todo aquello que más os guste está aquí y no en otro lugar; a vuestra disposición. Y si no me creéis id a mirar en el interior de aquel arcón.

Los chiquillos se miraron entre sí, dudando si hacerle caso o permanecer quietos. Estaban paralizados de miedo, así que optaron a la fuerza por lo segundo. Ananda no se inmutó al verlos allí de pie, y sin desesperarse fue él quien acudió a abrir el arcón. Sacó de él una muñeca y un robot nuevos, casi sin estrenar. Los mostró sonriendo, tratando de parecer divertido y entrañable. Los niños lo observaron todavía con el susto metido en el cuerpo, pero ya había cambiado algo. Estaban asomándose al umbral de la trampa que les tendía. Ananda extendió todavía más su sonrisa. Álex volvió a sacar el cañón de su fusil y no tardó en apuntar, jurándose que apretaría el gatillo antes de permitir que les pusiera la mano encima.

“Aunque les hiera por equivocación.”

Llenó los pulmones enérgicamente. De pronto, irrumpió en la escena un ruido procedente de la otra punta de la habitación, precisamente a espaldas de Álex. Era el sonido de una puerta; otra puerta cuya existencia desconocía el muchacho.

“¿Cómo puedo pertenecer a la guardia personal de este tipo y no saber que hay otra entrada a su habitación?”, se preguntó conmocionado.

Ahora que estaba abierta se percató de que estaba al descubierto por aquel flanco. Sin pensárselo se tiró cuerpo a tierra, como si en vez de losetas ahí abajo hubiera arena de playa. La goma de sus botas militares amortiguó el sonido. Como un rayo se apartó de la vista lanzándose tras lo primero que encontró que podía darle cobijo: un jarrón del tamaño de un tonel. Por unos instantes fue uno tras él. Estaba a cubierto, pero había perdido contacto visual. Aguzó el oído. Escuchó que la puerta se cerró poco después. Se oyeron unos pasos apagados y cadenciosos recorrer las callejuelas de la estancia.

-¿Qué pasa? -oyó preguntar a Ananda algo contrariado-. ¿Quién eres?

Álex se interesó por la nueva situación y se asomó cauteloso. Desde su posición no veía más que por una estrecha rendija entre muebles: prácticamente nada.

-Soy una seguidora de Su Excelencia -respondió.

“Esa voz.”

Álex sintió un escalofrío que le heló la respiración de golpe. No se podía creer que esa voz perteneciera a quien él creía. No podía ser. Calculó que ella ya debía de haber llegado a la altura de Ananda, por lo que salió de su escondrijo y volvió a encaramarse con sigilo al armario. Se quedó muy quieto tras el pilar, asomando temeroso una pizca del ojo izquierdo. Vio al dios menor vuelto hacia la posición de la chica, que estaba aún fuera de su vista. La miraba de arriba abajo con rostro serio. Pero pronto pareció complacido, y con una voz más segura que antes le contestó:

-Hija mía, éstas son unas estancias sagradas. Debes pedir audiencia para entrar aquí. Y te aseguro que serás bienvenida, pero deberás esperar a más adelante. Como ves, ahora mismo estoy... ocupado bendiciendo a estos dos pequeños; y creo que por lo menos me llevará hasta el amanecer.

Álex volvió a escuchar la voz anónima contestarle.

-Ya lo sé, Su Excelencia, pero estos niños se van ya a su cama, que están agotados y mañana tienen mucho que trabajar.

Los niños acudieron al lado de ella sin dudarlo, abandonando los juguetes que estaban a punto de tomar. Ananda se quedó estupefacto.

-No creerás de verdad que te los vas a llevar contigo -dijo firme.

Ella se acercó con los pequeños a la puerta como si no lo escuchase, y de espaldas le respondió.

-Por supuesto, Excelencia.

Abrió la puerta y los empujó fuera. Había entrado por fin en el espacio visual de Álex: esa espalda, ese andar, ese culo... Todo concordaba menos un detalle importante: su pelo. Llevaba unas largas rastas amarradas en la coronilla. Un guardia al verla se acercó alarmado.

-¿Todo bien, maestro? -preguntó desde fuera, fusil en mano y cara de pocos amigos.

Ella se volvió y lo miró muy fijamente sin decir nada y con expresión pícara. Ananda estaba del todo descolocado, pero en cierto modo complacido con la osadía de aquella joven.

-Todo bien, Alfonso. Encárgate de que esos niños lleguen a salvo a sus hogares y vuelve a tu puesto de inmediato.

El guardia hizo una respetuosa reverencia con la cabeza, y de seguida cerró la puerta tras echar una mirada un tanto despectiva a la chica.

-¿Cómo te llamas, muchacha?

-Aury la Gata, Excelencia.

-¿Aury? Me gusta.

-Gracias. A mí también.

-¿Y nunca te han dicho, Aury, que eres una maleducada?

-Continuamente, Excelencia, continuamente.

-Acércate, hija mía.

Álex había dejado de mirar. Se encontraba de espaldas, apoyado en el pilar, golpeándose la nuca contra él desde que comprobó que efectivamente era ella, con otro peinado pero ella al fin y al cabo. Llevaba buscándola desde hacía casi un año, justo desde que sabía de su existencia; pero era tan esquiva que no dejaba pistas allá por donde pasaba. Todo el mundo parecía conocerla, pero le resultaba imposible rastrear sus pasos. Y ahora se había presentado allí por sorpresa. La tenía tan cerca que tuvo que reprimirse para no saltar de aquel armario para ir a su encuentro.

-¿Sabes quién es tu único Dios, hija mía? -preguntó Ananda cada vez más excitado.

-Vos, Excelencia -contestó ella con voz sensual.

-En efecto, así es. Mira lo que tengo aquí.

Ananda acudió a la cama con su cursi forma de caminar, balanceando a un lado y a otro el batín. Abrió un cajón de la mesita junto al cabecero, y sacó de él una bolsita negra. Se sentó en el mullido colchón, vertiendo el contenido de la bolsita sobre una pequeña bandeja que perfectamente podía ser de plata. Álex, que estaba prácticamente del todo tapado por los excesivos muebles y los visillos del dosel, creyó ver cómo caía allí un polvo blancuzco. Ananda se sentó en el borde del colchón. Con la afilada y bien cuidada uña de su dedo meñique tomó un poco y lo aspiró ruidosamente por su nariz.

-Acércate, hija mía -invitó apoyado con un gesto de su mano-. ¿Quieres un poquito?

-Por supuesto -contestó ella, que ya estaba a su lado.

Se sentó también y repitió lo mismo que su anfitrión. Éste sonrió complacido, y tras tomar más de aquel polvo a la nariz, retiró cuidadosamente la bandeja. Le dirigió de nuevo la mirada, acompañada de su mano. Le acarició la mejilla, recibiendo una sonrisa como respuesta. Álex se removió en su escondite, no sabía si porque estaba buscando un hueco para ver mejor, o porque le escocía de forma especial contemplar aquella escena. Fuera lo que fuese no podía retirar sus ojos de lo que pasaba bajo aquel dosel.

-¿Y por qué te llaman la Gata? -preguntó Ananda muy cerca.

-Porque soy muy cariñosa -respondió ella sin complejos, frotando su cuello por la mano que acariciaba su nuca.

Álex podía sentir asqueado la excitación de aquel hombre.

“Seguro que ya se le ha puesto dura.”

Ya no podía dirigirle mayor desprecio con la mirada, por lo que se puso en pie y levantó el arma con él. Mejoró en algo la visibilidad, lo suficiente como para ver que Ananda se entretenía acariciándole el pecho a Aury, quien sonreía con una más que pretendida inocencia. Ella a su vez comenzó a deslizar su mano izquierda por el muslo desnudo de él. Eso sí que lo podía ver a la perfección Álex. Iba a explotar de pura rabia tras el visor de Santateresa.

“¡Vamos, dispara!”, le clamaba una voz desde su interior.

“¡Espera un poco!”, le pedía otra.

“¡No dispares!”, otra más.

Ananda exhaló un suspiro de placer mientras se centraba en acariciar los pechos de ella, ahora con ambas manos.

“¡Venga, métele un tiro de una vez!”

“¡No! Están demasiado cerca.”

“Acaba con él.”

“Cárgatelos a los dos.”

“¡Huye ahora que estás a tiempo!”

Ananda se acercó y la besó, sujetándola fuertemente por la nuca. Ella abrió la boca recibiéndole sin oposición; más bien al contrario.

“¡Mierda, joder, hostia puta!”

“¡No esperes más y mátalo, mátalo, mátalo!”

“Aprieta el gatillo y cárgatelos de una vez.”

“¡No lo hagas! Podrías matarla a ella.”

“Esto no va a salir bien, estás rodeado; no podrás escapar.”

“Mátala sólo a ella.”

“¡Acaba con esto ya!”

“¡No!”

“¡Sí!”

“Vete ya.”

“¡Mátalos!”

“¡Queréis callaros de una puta vez!”

Álex apretó el arma contra sí. Entrecerró los ojos por un instante, y nada más abrirlos su cerebro envió una orden a su mano derecha. Su dedo índice hizo lo que se le ordenó. La detonación espantó a aquellas voces en una milésima de segundo. La bala salió escupida del cañón envuelta en llamas, furiosa y desbocada, pero con un objetivo claramente marcado. Trazó una diagonal perfecta sobrevolando el inocuo aire del salón, describiendo frenéticas vueltas sobre sí misma; desprendiéndose del hedor con que las partículas de pólvora evaporada la habían impregnado. Hizo levantarse la tela del dosel mientras cortaba el viento a su paso. Aury pudo oír el silbido por una fracción casi inapreciable de tiempo, justo entre la explosión y el brutal impacto contra la sien de Ananda. El proyectil le destrozó el cráneo, abriendo un boquete a la entrada y otro enorme a la salida, removiendo con fiereza el contenido, que salió despedido prácticamente por completo en todas direcciones. Y mientras la bala se estampaba en algún lugar del suelo con la satisfacción de haber visto cumplido su trabajo, el cuerpo inerte de Ananda cayó de la cama arrastrado por la violencia del impacto. Aury, que conservaba la misma expresión de cuando no esperaba ni por asomo semejante desenlace, se quedó besando al aire, como la mitad que queda de una foto arrancada. Estaba salpicada de sangre de pies a cabeza. Se echó hacia atrás de un salto repentino con la cara desencajada y los ojos a punto de salirse de sus órbitas. También cayó de la cama, pero se levantó de un salto angustiada. El corazón pretendía salírsele del pecho, y miraba hacia todas partes buscando el origen de aquel disparo.

Álex alejó la cabeza de su fusil para comprobar orgulloso que su puntería no había perdido ni un ápice de eficiencia. Sonrió más por ver la expresión de terror que había conseguido infundir en la chica, que por la muerte en sí del odiado Ananda. O tal vez por ambas cosas. No pudo recrearse en aquello tanto como le hubiera gustado, pues las puertas se abrieron inmediatamente. Dos guardias entraron como una exhalación, portando sus metralletas amenazantes, esperando encontrar cualquier cosa allí; y lo que encontraron fue a la consternada Aury de pie junto al cadáver de su líder. Levantaron sus armas sin dudarlo. Álex se sintió estúpido y preocupado. Había conseguido poner en peligro a la chica, lo que en principio no le importaba, e incluso venía bien a sus propósitos. Pero no podía detener esa sensación agónica que le ocupaba el pecho.

-¡Cuidado! -avisó el muchacho desde lo alto.

Ella se giró en su dirección, viéndolo subido al armario, pero de inmediato rodó por el suelo realizando una vertiginosa y complicada pirueta. Por milésimas se libró de la doble ráfaga que se le vino encima. Se escondió tras un mueble, cuyas astillas saltaron por los aires al recibir las balas de los guardias. Éstos tomaron posiciones torpemente, sin saber muy bien de dónde provenía aquel grito que advirtió a la chica. Álex volvió a apuntar, y de su metralleta salió una nueva bala que derribó a uno de ellos. El otro respondió ocultándose y disparando hacia su posición: se había descubierto. Afortunadamente no lo alcanzó, pero por poco. Otros dos guardias hicieron aparición en la estancia. Ya no tenía sentido continuar ahí subido. Abandonó su puesto tratando de no ser visto, y tras el corpulento armario divisó a Aury, que seguía atrapada tras un cada vez más descascarillado mueble. Pero sorprendentemente, ella no iba desarmada: en una de sus manos sostenía una diminuta pistola negra de la que no tenía noticias hasta entonces.

Cruzaron sus miradas. Ella tenía una expresión de no entender absolutamente nada de lo que estaba pasando. Álex le hizo una seña para decirle que fuera con él, a lo que ella respondió levantando el puño hasta la altura de su cara como para echar un pulso: pedía que la cubriera. Álex comprendió, sorprendiéndose de que ella dominase las señas militares que él aprendió durante la Guerra. Asomó a Santateresa y lanzó una ráfaga que difícilmente alcanzara a sus enemigos, pero que hizo que cesaran un momento de disparar. Momento que aprovechó ella para emprender una carrera al descubierto. En un periquete llegó a la cama, que la sorteó dando un prodigioso salto sobre el colchón, ganando un nuevo escondite al salir impulsada hacia delante. Álex acudió a reunirse con ella. Parapetado tras una cómoda le sonrió, sin saber muy bien si su reacción al verle sería la de alegrarse o la de volarle los sesos. Finalmente se le quedó mirando dando un resoplido. También podía valer. Pero no estaban del todo a salvo: las balas continuaban silbando sobre sus cabezas y por la puerta habían llegado al menos cinco guardias más con sus fusiles correspondientes.

-¿Se puede saber qué coño estás haciendo, tío? -le preguntó ella con el ceño fruncido-. Mira en el puto berenjenal que me has metido.

Álex sonrió al escuchar su enfado. Hasta entonces el único recuerdo que conservaba de ella era el de una chica arrogante que presumía de controlarlo todo y de ir siempre por delante. Él se sintió satisfecho de sí mismo, y pensó que tal vez no estaba tan mal lo que acababa de hacer.

-Te he estado siguiendo este tiempo. Y esa bala iba destinada a ti -le respondió guiñándole el ojo.

-Muy gracioso. Eres un capullo, ¿sabes? Dime por qué razón no te lleno de plomo ahora mismo.

Álex respondió tras levantarse y disparar:

-Hazlo.

Ella dio un par de tiros también.

-Lo haré; pero después. Ahora salgamos de este puto agujero.

-Muy bien. ¿Alguna sugerencia?

-La puerta por la que yo entré: debemos alcanzarla.

-No sé cómo entraste ni dónde está esa puerta, pero debe estar custodiada al menos por dos guardias.

-No, está libre -dice ella mirándole seriamente.

-¿Cómo lo sabes?

-Tú ayúdame a llegar allí y deja de hacer preguntas, joder.

Parecía que había recuperado la confianza en sí misma. No era un camino fácil; tenían que salir al descubierto, y los disparos de los guardias silbaban por todas partes. Además estaban empezando a estar rodeados. Álex recordó que durante el tiempo que estuvo encaramado encima de aquel armario vio un pasaje libre de muebles por el cual podrían acceder hasta la pared donde suponía que se encontraba la puerta. Pero si podían alcanzarla desde allí o no lo desconocía.

-De acuerdo -dijo el chico -. Sígueme.

Se levantó y retrocedió unos cuantos pasos mientras disparaba a sus enemigos. Aury fue tras él disparando también. Doblaron una gigantesca estatua dorada de Buda y se propusieron encaminarse por donde Álex decía, pero un guardia que no esperaban les vio pasar y ambos quedaron francos para su disparo. El Mono reaccionó antes que Aury, y tuvo tiempo de empujarla a un lado antes de esconderse él hacia el otro. Tal vez por no saber sobre quién disparar escaparon de una muerte segura: los proyectiles pasaron demasiado cerca esta vez. Y tal vez por no aprovechar su oportunidad aquel guardia perdió su vida, pues Álex salió de inmediato en respuesta y no dudó en alojar tres balas en su pecho. Aury le miró con una expresión entre sorprendida y resignada.

-Gracias -dijo finalmente sin mucha convicción.

-Dámelas después. ¡Vamos aprisa! Ya estamos prácticamente rodeados.

Corrieron como gamos, llegando rápidamente a la pared, muy cerca de la esquina. Ni rastro de la puerta.

-¿Y bien? -preguntó ella alterada.

-Aquí está la pared -explicó él.

-¿De verdad? No me había dado cuenta. ¿Y ahora qué, genio? ¿Vas a sacarnos de aquí o con ver la puta pared ya te das por satisfecho?

El chico pareció no hacer caso de sus burlas, mientras buscaba un modo de salir de allí. Al ver la esquina comprendió que se habían escorado demasiado, y que tal vez la puerta se encontrara al otro lado de la fila de muebles que les tapaba. Sin pensárselo, golpeó con la culata de Santateresa contra un espejo del tamaño de una manta tendida al sol. El desagradable ruido predominó por momentos sobre aquel ambiente cargado de gritos y disparos. Allí detrás estaba la puerta, pero la veían a través de los huecos vacíos de una estantería enorme y recia que debían superar; y esta vez necesitarían algo más que un golpe. No llegaba al techo, pero era bastante alta.

-Tú primero -le dijo a ella.

La chica ni se lo pensó, y sin esperar a nada más se aupó a las baldas. A los pocos segundos estaba encima. Tuvo que agacharse para esquivar las balas que la buscaban desde varios puntos. Mientras abajo, Álex abatió a un guardia disparando al otro lado de la estantería. Aury, ya en el suelo, dio un par de disparos, pero tuvo que detenerse a rellenar de munición su pistola. Le hizo un gesto a Álex indicándole que no esperase a que terminara y que pasase al otro lado inmediatamente. Eso hizo de un salto, escalando ágilmente, dándole la razón a quienes le pusieron el apodo de el Mono. Se lanzó al suelo sin pensar, pues acababa de ver a uno de los guardias doblar una esquina y apuntarle. Se quitó así de su alcance momentáneamente. Pero el guardia estaba muy cerca, y continuó avanzando sin saber que Aury estaba al torcer la esquina: agachada y oculta a su vista.

-¡Cuidado! -dijo Álex mientras aún rodaba por el suelo.

Ella se giró repentinamente lanzando hábilmente su pierna contra el tobillo del enemigo, que atónito perdió el equilibrio sin opción. Como un relámpago, ella se levantó y dejó caer su bota enérgicamente contra la cara del guardia, destrozándole la nariz y dejándolo fuera de combate al instante. La puerta estaba justo al lado del cuerpo inconsciente, que allí tirado parecía su felpudo. Aury tomó la metralleta que había quedado tirada en el suelo, y mientras dejaba atrapada la pistola entre pelvis y cinturón, tomó el pomo. La atravesaron los dos casi a la vez, volviéndola a cerrar con la esperanza de que eso fuera a frenar algo la persecución. Aparecieron en una especie de pequeño y estrecho recibidor; estaba muy oscuro. En uno de sus rincones, amontonados uno encima del otro se encontraban los cadáveres de dos guardias. Tenían las cabezas agujereadas por un único y certero disparo. Álex no pudo evitar detenerse a observarlo, intrigado. Eran también de la guardia personal.

-¡Vamos! -le exhortó Aury.

El chico comprendió que no era momento de entretenerse y volvió de inmediato a la acción. Ella se había quedado muy quieta delante de la puerta que cerraba el angosto cuartillo por el otro lado. La abrió con mucho cuidado, ojeando lo que había más allá por una ínfima rendija. Abrió con la metralleta prestada apuntando hacia delante, pero no tuvo que utilizarla: no había nadie en la siguiente sala, vivo al menos. Era bastante más grande y algo mejor iluminada. Un superficial charquito de sangre manchaba el suelo en su misma mitad, dejando un par de rastros rojizos hasta mezclarse a la altura de la puerta que acababan de atravesar. Álex comprendió de inmediato qué había pasado allí, sólo que no sabía ni el quién ni el porqué.

-Deberías bajarte el fular ése y ponerte el brazalete de uno de esos dos guardias muertos -le comentó ella-. Nos están buscando y puede que así logremos salir de aquí.

-Ya tengo uno -contestó él sacando su propio brazalete del bolsillo.

Ella asintió un tanto sorprendida y se dirigió sin perder más tiempo hacia la escalera. Él volvió a hacerle caso y la siguió. Guardaron silencio y bajaron sigilosamente por la única salida de aquella sala; herencia del pasado del que un día fue un recinto deportivo. Sólo tenían la posibilidad de bajar, aunque si hubieran podido subir no lo habrían ni considerado; necesitaban alcanzar la calle lo antes posible. Un murmullo de voces y carreras provenía de los pisos inferiores, aumentando mediante iban dejando atrás escalones: se había montado gran revuelo en aquella ala del estadio. Las pulsaciones no sólo se mantenían, sino que iban acelerándose poco a poco, tanto por no saber con qué se iban a encontrar allá abajo como por estar en plena huida. Pasaron el descansillo y siguieron bajando sin pausa; no había nadie de momento, pero pudieron escuchar unos pasos acercarse rápidamente. Álex hizo el amago de volver escaleras arriba, pero Aury se lo impidió agarrándole del brazo. Incluso le empujó para que él fuera delante.

-No seas idiota -le susurró con los labios muy apretados-. Utiliza el puto brazalete, hostias.

Álex accedió sin saber muy bien qué hacer. Les faltaba aún un tercio de tramo de escaleras cuando cuatro o cinco hombres provistos de fusiles hicieron su aparición. Venían corriendo, pero se detuvieron al verles. Por fortuna no pertenecían a la guardia personal de Ananda, pero sí que formaban parte de su clan. Se les veía nerviosos, lo que no era buena señal tratándose de hombres armados. Se quedaron expectantes, como queriendo saber todo sobre Aury y Álex pero sin encontrar las palabras adecuadas para preguntarlo. Ella le dio un golpecito en el codo a él para que reaccionase. Ya casi habían ganado el suelo.

-¡Eh! ¡Vosotros! -exclamó Álex-. Han disparado al líder.

-Lo sabemos -contestó uno de ellos.

-Venimos siguiendo a los culpables: son dos. Han tenido que pasar por aquí. ¿Los habéis visto? -preguntó el Mono.

-No, acabamos de llegar -respondió uno de ellos-. Nos han mandado cubrir esta escalera. Nos han despertado hace un momento y...

-¡Mierda! -interrumpió Álex sobreactuando un poco-. Han debido de separarse en su huida. ¡Rápido! Id vosotros a buscarlos por allí y nosotros dos iremos por aquella otra dirección. No deben de andar muy lejos.

En todo momento, tanto Aury como Álex mantenían una oreja pendiente de lo que ocurría escaleras arriba, pues sabían que no tardarían en perseguirles. Y justo entonces escucharon cómo una puerta se abría de golpe. Un sudor frío comenzó a brotar de sus cuerpos al mismo tiempo, mientras trataban de librarse de aquellos plometas y simulaban tranquilidad.

-Pero si nosotros venimos de esa misma dirección a la que nos mandas y no nos hemos cruzado con nadie -respondió uno de ellos extrañado.

Álex tragó saliva.

-Son muy escurridizos y pueden haberse escondido en cualquier sitio -explicó Aury intentando no mostrarse tal y como estaba: cardiaca.

-Pero es un pasillo lo que hay ahí: no hemos visto nada donde esconderse.

Los primeros pasos comenzaron a oírse justo encima de sus cabezas. Estaban ya muy cerca.

-¡No pongáis más impedimentos y obedeced! ¡Seguro que han pasado ante vuestras narices y ni os habéis enterado! ¡Si es así informaré de vuestra ineptitud a quien haga falta!

Los plometas no necesitaron más argumentos, y tras dirigirse unas tímidas miradas se volvieron sobre sus pasos y corrieron tras la pista de los asesinos fantasma.

-¡La integridad de nuestro maestro está en peligro, y vosotros no sois capaces de hacer nada para evitarlo! -siguió diciendo Álex a sus espaldas.

-Para ya, tío -le interrumpió ella-. Y ahora, ¡corre, por lo que más quieras!

Y salieron volando de allí, internándose por un pasillo que se extendía largo y más largo hasta una nueva escalera que les debería llevar al piso inferior. Pero una pareja de hombres que montaban guardia con sus metralletas en ristre les cortaron el paso.

-Por orden del capitán se ha declarado el código rojo: nadie puede entrar ni salir mientras se les da caza a los enemigos infiltrados -fue la respuesta que les dieron.

-Soy de la guardia personal del líder -dijo Álex mostrando el brazalete-. Venimos persiguiendo a los enemigos.

-Nos han dejado muy claro que no puede pasar nadie. ¡Y nadie es nadie! Además por aquí no hemos visto pasar a ningún sospechoso. Ni siquiera de largo.

No hubo más diálogo. Aprovechándose de la confianza que depositaron en ellos por el brazalete de Álex, se acercaron lo suficiente: Aury desarmó a uno con una rapidísima patada, y a continuación levantó acrobáticamente la otra pierna hasta su cara para tirarlo de espaldas con un golpe seco. Álex hizo lo propio con su par aplicándole la culata de madera de Santateresa contra el mentón. Quedaron fuera de combate al instante, dejando libre el paso hacia las escaleras. Bajaron el primer tramo, y se quedaron quietos en el descansillo, agachados al amparo de la barandilla.

-¿Qué pasa ahí? ¿Quién va? -dijo un hombre joven que vigilaba la puerta de chapa azul que parecía dar el ansiado acceso a la calle.

Eran dos. Les habían escuchado pese a no utilizar sus armas. El que no habló acudió presto a echar el candado; muy torpemente, a juzgar por el ruido que hizo.

“Son unos aficionados”, parecieron decirse a la misma vez Álex y Aury cuando cruzaron sus miradas. Ella salió de improviso portando la metralleta a la altura de la cintura, lanzando ráfagas hacia su objetivo, que estaba abajo, a unos quince metros de distancia. El chico que trataba de cerrar la puerta murió abrasado por los disparos antes de conseguir atinar con la llave. El otro se quitó instintivamente de en medio, pero tampoco pudo completar su huída con éxito, pues fue alcanzado en el costado por el tercer disparo que realizó Álex nada más incorporarse. Bajaron los peldaños de cuatro en cuatro, y tras darle una patada al portón consiguieron abandonar finalmente el estadio. Todavía tuvieron que esquivar y protegerse de los proyectiles que les disparaban desde las ventanas, pero la falta de luz fue el mejor chaleco antibalas que pudieron llevar puesto. Solamente fueron alcanzados por los insultos, males de ojo, amenazas, y demás maldiciones que les enviaron desde las alturas; pero eso no fue suficiente para detener su carrera. La cacería humana que se organizó después para dar con ellos terminó siendo infructuosa.

*

Tras haber recorrido a todo trapo al menos diez manzanas, los jóvenes entraron en un portal que, como todos, estaba abandonado y semiderruido. Por dentro estaba hecho un auténtico asco, y eso que prácticamente no había luz para confirmarlo. El suelo estaba sembrado de imperfecciones, y bien o por boquetes o por tabiques y techos derrumbados, no estaba liso por ningún sitio. Más que andar, por allí se trepaba. También había charcos aquí y allá. Álex comprobó al pisar uno hasta el tobillo que era de ellos de donde salía ese hedor putrefacto que lo inundaba todo.

-Son las cañerías y los desagües -explicaba ella mientras le guiaba en la penumbra-. Las tuberías quedaron a la vista al venirse el techo abajo, y por ellas sale este mal olor. También sale agua a borbotones. Los depósitos y demás conductos que surtían a la ciudad antiguamente aún funcionan, aunque sin control. En la ciudad protegida tienen agua, y también electricidad; los muy cabrones. Y nosotros también podríamos, sólo que nos han cortado el suministro, y tenemos que conformarnos con lo que a ellos se les escapa.

-¿Has estado muchas veces en la ciudad pija? -preguntó Álex desde atrás.

-Psé -respondió ella-. Hace tiempo que no paso por allí. Antes iba más.

-¿Y desde cuando vives aquí?

-Ésta no es mi casa. Tengo varias, chaval, repartidas por un lado y otro. Pero aún así, como se te ocurra decirle a alguien donde estamos ahora, te rajo el cuello. El estar aquí es un privilegio del que no goza cualquiera.

-Ya me imagino... De todos modos no sería capaz de colocarlo en el mapa; el camino estaba demasiado oscuro -mintió Álex.

-Bien. Ahora agacha la cabeza: ya casi estamos.

-¿Y vives sola?

-Sí. Y así quiero seguir.

-¿Y tu amiguita?

-¿Qué amiguita? ¿Esther? La pilló hace unos meses la pasma -comentó, tratando de no darle la menor importancia-. Esos hijos de puta. Desde entonces no sé nada de ella. Ya hemos llegado: puedes ponerte de pie.

Álex le hizo caso, golpeándose y raspándose en plena cabeza con algo muy duro.

-¡Ay! ¡Joder! -exclamó dolorido.

-¡Ah! ¿Todavía estabas ahí atrás? Perdona, no lo sabía -dijo con un tono de divertida malicia.

Álex escuchó su risilla en la oscuridad mientras se rascaba con ambas manos.

-A mí no me hace ni puta gracia -dijo él enfadado.

-Vamos, no te piques. Era una pequeña bromita sin importancia. Ahora atento.

Y tras escucharse un leve “clic”, se hizo de día. Una bombilla incandescente como las de cuando era pequeño emitió su luz colgada de un cable. Una cadenita que salía del casquillo hacía un movimiento pendular a su lado. Álex se quedó boquiabierto al ver sin esperarlo el interior de un salón.

-Pero, ¡tienes luz!

-En efecto -contestó orgullosa-. Ya te he dicho que sigue habiendo suministros en la ciudad, y que los que lo manejan no lo controlan del todo por haber tanto descontrol. Con ciertos conocimientos se puede hacer un par de empalmes y: ¡tachán tachán, hágase la luz!

El chico no podía salir de su asombro. Estaba cada vez más impresionado por aquella muchachita.

-¿Y tú sabes hacer esas cosas con los cables? -preguntó Álex.

-Conozco a quien sabe.

-¿Me lo presentarás?

-Por supuesto que no -contestó tan tranquila-. Pero no te quedes ahí quieto y toma asiento; matar cansa.

Se sentaron a ambos lados del desgastado sofá que había en medio de aquel salón, huérfano de otros muebles.

-Siento no tener nada que ofrecerte -se excusó ella.

-Con lo que aquí tienes me basta -contestó él mirándola sin vergüenza.

Ella condescendió con una sonrisa, y cuando parecía a punto de decir algo, Álex, o mejor dicho, la impaciente curiosidad de Álex le interrumpió.

-¿Qué hacías en el estadio, en aquella habitación?

Ella torció el gesto.

-¿Y tú? -contestó.

-Yo servía en la guardia personal de Ananda.

-Una forma muy curiosa y eficiente de servirle, ya veo.

-Ésa es otra historia que ya te contaré.

Ella se le quedó mirando muy fijamente con sus ojos de gata y levantando una ceja. Estaba esperando una explicación y el chico no encontró la forma de rehuir.

-Estaba infiltrado allí por orden del Consejo -dijo sin meditar demasiado en lo que estaba haciendo-. Tenía orden de matar a ese capullo.

-¿El Consejo de clanes? -preguntó intrigada Aury haciendo aún más curvo el arco de su ceja.

Un agudo pinchazo en el estómago advirtió a Álex de que había metido la pata y que debía subsanar ese error lo antes posible.

-El consejo de mi clan, el de la Cruz del Rayo, ya sabes.

-Ah -expresó ella un poco desilusionada.

-¿Y tú? No me has contestado. ¿Qué hacías tú allí?

- Lo que yo hiciera allí eso es algo que a ti te importa un carajo.

-Vamos, no jodas. Yo te he contado lo que estaba haciendo, incluso faltando a mi promesa de no revelárselo a nadie -comentó dándose importancia-. Es alto secreto, ¿sabes?

Ella se sintió un poco incómoda, y más ante la mirada expectante que ahora él proyectaba sobre su cara.

-¿Qué pregunta de mierda es ésa? ¿Tú qué crees que hacía, o estaba a punto de hacer?

-¿Querías tirártelo? ¿A ese patán? ¡Venga ya!

-¿Y por qué no? -contestó ofendida.

-Tenía un concepto más elevado de tu persona, la verdad.

-Pero si no me conoces de nada, capullo. Además, no se folla con un dios todos los días, ¿sabes?

-Pues para ser un dios sangró como un cerdo más cuando reventé la puta cabeza -replicó él.

-No hace falta que me lo jures. Todavía casi me tiemblan las piernas por aquel balazo que le pegaste. Tienes una puntería acojonante, tío.

Dicho esto ella pareció acordarse de algo y se dirigió hacia un barreño que tenía lleno de agua limpia. Se agachó y se lavó los restos de sangre que le quedaban en la cara y los brazos. Trató de hacer lo mismo con la camiseta, pero se dio por vencida y terminó quitándosela. Álex se quedó mirándola sin evitar dirigir los ojos a su sujetador.

-Gracias, tía -siguió él con la conversación-. Pero no cambies de tema. Sigo pensando que no estabas allí para follar con el imbécil ese.

-¿Ah, no? ¿Y para qué entonces?

-Me estoy haciendo una idea. Para empezar, había dos guardias fritos en la puerta por la que tú entraste. Por los balazos que les vi en la cabeza, fueron disparados desde muy cerca.

-Estaban así cuando yo llegué. Lo juro. No sé desde cuándo estarían muertos.

-Eso no tiene ningún sentido.

-Ya lo sé, y fui la primera sorprendida. ¿Pero acaso oíste los disparos antes de entrar yo?

-La verdad es que no -dijo Álex convenciéndose de que tal vez fuese verdad que ella se los encontrase así-. Bueno, pero sí que es cierto que entraste armada, y ocultando hábilmente la pistola, por cierto.

-Es que de otro modo no me hubieran dejado pasar. Ese tío está obsesionado con la seguridad. Lo estaba hasta esta noche al menos.

-Déjame verla.

-Ver el qué.

-Tu pipa.

-¿No te parece que vas un poco rápido? -contestó pícara.

Álex sonrió, pero no cesó en sus intenciones.

-Venga, vamos.

Con cara de disgustada complacencia se llevó una mano a la espalda y de su pelvis y sacó la pequeña pistola que relució bajo la luz de la bombilla. La descargó y se la dio. Éste la observó con detenimiento.

-Es como las que usa la policía -dice finalmente.

-Sí. Se la quité a uno que me cargué hace unos años. Era un subnormal que se lo tenía merecido. Y devuélvemela ya, joder. Deja de darle tanto manoseo.

Se la quitó de las manos con muy malos modales y volvió a atraparla contra sí misma en el cinturón, pero esta vez en la cadera izquierda. Al hacerlo, de allí mismo cayó otro objeto que olvidó haber guardado. Era un cilindro pequeño, de aspecto metálico, que sonó duro al caer, y que rodó hasta colarse por debajo del sofá. Álex se agachó rápidamente al verlo y después de rebuscar un poco lo tomó con la mano. Tenía un tacto frío.

-¿Y esto qué es? -preguntó mostrándolo.

-Es un lápiz de labios -dijo ella al momento.

-¿Un qué?

-Un pintalabios. Se usa para dar color a los labios y así darles una apariencia más sensual.

Álex se teletransportó inmediatamente a su infancia, y recordó a su madre pasando horas delante del espejo del cuarto de baño, pintándose la cara con distintos productos. Y uno de ellos era una barrita como la que ahora sujetaba entre las manos. Aunque no se imaginaba que pudiera ser tan pesada si lo que había dentro era pintura en barra.

-Parece un silenciador -dijo él.

-Pues es un pintalabios. ¿No se me nota que lo uso? -preguntó ella poniendo morritos.

Álex se quedó mirándola pasmado. Esos labios carnosos y redondos le parecieron tan apetecibles que en ese momento le parecía una estupidez dejar de mirarlos; y más aún no intentar besarlos. Acababa de recordar una de las más importantes razones por las que había estado tan interesado por esa chica desde que se cruzara con ella. Se quedó embobado sin decir nada. Ella se apresuró a quitarle el tubito de la mano, y mientras lo sacaba de su vista le acercó la cara, despacio. Sus labios fueron haciéndose más y más esponjosos.

-La verdad es que sí -respondió despacio sin apartar de ella la vista-. Lo consigue muy bien.

Ella continuó acercándose hasta que el contacto visual se hizo imposible. Sólo quedó opción al contacto físico, desencadenando una tormenta que llevaba amenazando demasiado. Los labios de ambos se encontraron y ya no quisieron separarse, rozándose entre sí, creando una húmeda fricción capaz de generar chispas. Sus bocas compartieron saliva, olor y sabor, y se dejaron guiar por sus lenguas, por el baile que éstas habían decidido dar. Se agarraron del cuello, con los dedos, las palmas de las manos. Con las uñas. No encontraron otro modo de darse la bienvenida después de haberlo deseado tanto. Gimieron.

Sus cuerpos no tardaron en entrar en colisión. Fue algo inevitable, que se veía venir como se ven llegar las olas que van a morir contra el malecón. Una tras otra. Sin parar.

Entraron en contacto desde la cabeza hasta los pies, cubriéndose el uno al otro, dándose calor. Iban y venían. Sin orden, sin sentido. Ella aprovechó su menor tamaño, y zafándose de unas manos que pugnaban por agarrarse a su ropa, por aferrarse a la piel que debajo había, trepó por el cuerpo de él hasta quedar sentada en su regazo. Abrió las piernas y le rodeó con ellas. Fuerte.

Álex no se había percatado, pero era la presa y estaba quedando inmovilizado por la depredadora. Desde su nueva posición, Aury se fue balanceando hacia adelante y hacia atrás poco a poco, tratando de controlar un movimiento que se hacía más y más indomable. Se agarró al cuello de él, buscando aquel olor que anhelaba, encontrando puntos de apoyo para hacer que sus caderas siguieran yendo y viniendo. Bailando. Provocando un placer que compartían en ese interminable beso.

Momentáneamente sus cabezas se separaron, y sus labios no besaron más que el cálido y húmedo aire que salía entrecortadamente de sus bocas. Respiraron. Se miraron. Sonrieron tanto como pudieron, aprovechando cada segundo de ese instante de tregua que terminó muriendo con sus lenguas luchando de nuevo. Celebraron el nuevo beso con un gemido surgido de las profundidades de sus cuerpos.

Las cuatro manos, entretenidas hasta el momento en explorar los nuevos rincones que habían ido encontrando, comenzaron a trepar hasta el cuello y la cara, acariciando el pelo, palpando la piel de la nuca. El sudor estaba haciendo acto de presencia por doquier. Y era cálido, dulce. Narcotizándoles, volviéndoles salvajes. Más aún. Sus movimientos se estaban convirtiendo en una danza frenética, cuya bravura hubiera bastado para que las ropas se terminaran desprendiendo. Pero ellos no tenían intención de esperar a que eso ocurriera.

Sus brazos se cruzaron, arañando la piel del otro mientras agarraban la telas para librarse de ellas de una vez por todas. Álex fue el primero en perder su camiseta. Luchó como pudo para dejarla a ella en igualdad de condiciones, pero la chica no paraba de moverse y se entretenía mordiéndole los pectorales, los hombros, y cualquier otra cosa que quedara a su alcance. Por fin la camiseta de ella se terminó desprendiendo, mostrando la sudorosa y pálida piel que la recubría. Sólo le quedaba un viejo y desgastadísimo sujetador que un día fue negro. Álex lo quería muy lejos de allí. Tirado en cualquier sitio. Vacío de ella.

Es posible que Aury ni siquiera reparase en que estaba siendo desnudada. Ella sólo quería recorrer aquel torso y aquel cuello con la lengua y con los labios. Con los dientes. Arañar aquella espalda fibrosa y en tensión que había decidido que le pertenecía por completo. Siguieron pugnando de esta manera por unos momentos, el uno contra la otra, pero esto pronto se mostró como algo a todas luces insuficiente.

Sedienta de más, ella deshizo el nudo de sus piernas alrededor de él y se puso de pie. Se llevó la mano al cinturón y casi de un golpe lo aflojó. Sin pretender especialmente mostrar sensualidad, dejó caer los pantalones, que se arrugaron hasta tocar el suelo, dejando al descubierto sus esculturales piernas. Quiso pasar los pies para deshacerse de ellos, pero Álex estaba fuera de sí. Se abalanzó sobre ella poseído, agarrándola firmemente por los glúteos, levantándola en el aire y mordiéndola. No le importó hacerle daño con las manos o con los dientes. A ella tampoco, al menos hasta el momento en el que su espalda tocó fortuitamente la bombilla, que quedó meneándose alocadamente en el aire. Ella gritó de dolor por la quemadura. El grito se tornó rugido, y el rugido pasó a ser un gemido de placer mientras era devorada: el chico había conseguido librarse por fin del sujetador y ahora daba rienda suelta a sus labios para que jugasen con los pezones de ella. Turnándose entre uno y otro mientras la chica era llevada en volandas.

Era su forma de pedirle perdón por la torpeza cometida.

Aury volvió a tomar tierra, aunque esto no hizo que Álex dejase de repasar la piel de aquellos turgentes pechos. Deliciosos para él, delicioso para ella. La chica se lo permitió un rato más, no sabría decir cuánto, hasta que de un empujón mandó al joven al sofá. Una nube de polvo se levantó a su alrededor, haciendo que el tiempo se detuviera mágicamente. Una tregua. Mínima.

Se quedaron mirándose, jadeando. Se estaban acechando y el nuevo ataque no tardaría en llegar. Sus pieles relucían por la mezcla de saliva y sudor. Ella acentuó el ángulo de su mirada, sacó la lengua para relamerse los labios. Estaba tan extasiada que terminó mordiéndose a sí misma. Embriagada. Álex la miraba expectante, en una mueca que se podría, tal vez, catalogar como una sonrisa. Aury lo agarró por los pantalones y los arrancó de un fuerte tirón. Estaba completamente desnudo. A su merced. Ella le miraba desde arriba paladeando con detenimiento cuál iba a ser su próximo movimiento. Un raudo fulgor en sus ojos indicó que ya lo había decidido.

Se arrodilló y lentamente recorrió a gatas el corto trecho que le separaba de él. Muy despacio. A Álex, al que el corazón le iba pasado de revoluciones, le encantó que ella hubiera cambiado el ritmo tan drásticamente. Y cuanto más despacio iba, más aumentaba su deseo. Iba a explotar cuando la chica comenzó a besarle el borde de las rodillas. No estaba utilizando las manos, sólo aquellos labios carnosos y cálidos. Alternaba suaves lamidas y besos de gata, con dentelladas y lametones de pantera. Muy, muy despacio. Cuando traspasó la frontera de sus muslos sus mordiscos hicieron estremecerse al muchacho. Ignorando las reacciones que éste padecía, ella fue ascendiendo, deteniéndose especialmente en el interior de sus piernas. Fue entonces cuando él comenzó a sentir un escalofrío que llegaba a doler.

Cada vez más placer. Cada vez más cerca.

Aury alcanzó el pubis mordiendo, y en lugar de prestar atención a los genitales, los rodeó una, dos, tres veces, acariciándolos únicamente con la barbilla, con los pómulos, con las cejas, y con el aire húmedo y cálido que salía de su nariz. Álex se vio tentado de agarrarla por las rastas y llevarla hasta el objetivo que parecía esquivar. Ella sonreía complacida, gustosa al saber que lo tenía justo donde lo quería tener, y que era ella la que dictaba las normas. Finalmente, y sin dejar de juguetear, posó sus labios suavemente sobre el sexo de Álex. Tan suave como si se hubiera posado allí una mariposa.

El chico abrió la boca y echó la cabeza hacia atrás. Realizó varios movimientos más, a veces pausadamente, a veces más deprisa, pero procurando no molestar en absoluto la labor que su compañera realizaba entre sus piernas. En realidad había perdido la capacidad de decidir qué hacer, cómo moverse, dónde colocar las manos, hacia dónde mirar.

Aury había empezado muy despacio, repasando detenidamente cada milímetro de palpitante piel que fue encontrando entre sus labios y su lengua, como si le fuera la vida en que todo allí quedase cubierto por su saliva. Poco a poco fue subiendo el ritmo, incrementando al mismo tiempo la intensidad, preocupándose de hacer sentir a Álex cada movimiento que realizaba.

Ella dirigió sus ojos hacia la cara del chico, como si acaso no conociera ya por sus gemidos lo mucho que estaba disfrutando. Cruzaron las miradas y le gustó verlo allí indefenso, entregado al placer. Esto también la excitó a ella. Y continuó. Más fuerte, más rápido, más intenso. Se descubrió a sí misma ronroneando de gozo, extasiada de deseo, arrastrada por una marea que se estaba volviendo más fuerte que ella misma. Por su parte, Álex emitía un gimoteo que pronunciaba palabras sin sentido, que maldecían y glorificaban al mismo tiempo. Si hubiera escuchado su voz en ese momento jamás se hubiera reconocido. Pero no se conseguía escuchar: no conseguía hacer nada que sacase su atención de aquel lugar localizado en su pelvis; que estaba quieto y se movía sin cesar.

Aury ya no se quiso detener. Tal vez no pudo. Su lujuria estaba desatada y quiso llegar hasta el final, hasta el punto en el que los alaridos de Álex se estamparon contra las paredes y reverberaron salvajemente. Ella se separó de él y le miró a la cara sin perder detalle. Le encantó lo que allí se encontró, y sonrió con la dulce maldad de una ninfa. Estaba satisfecha de haber provocado el estallido de aquel orgasmo, de haber conseguido que ese cuerpo tuviera ahora todos sus músculos en tensión, con las venas sobresaliendo descontroladas, arrebatado por mil espasmos. Tomó del suelo la prenda que le había caído más cercana y se limpió la cara, el cuello y el pecho. Escupió en el suelo y volvió a sacar su lengua a pasear por el sexo del muchacho. Parecía que iba a empezar de nuevo, pero Álex le pidió que, por favor, parase.

Ella volvió a sonreír, más pícara aún si cabe, mirándole directamente a los ojos. Álex se llevó ambas manos a la cabeza, sin parar de mirar a aquella chica. Tenía la boca abierta, pero por allí no acertaba a salir ninguna palabra. Pasaron unos instantes así, mirándose hasta que él volvió en sí. Se incorporó, la tomó por el cuello y besó aquellos labios que encontró hinchados y calientes. Dulces.

Aury estaba aún de rodillas, pero Álex la animó a que se fuera poniendo en pie. Ella fue estirando lentamente las piernas sin perder la unión con la boca de su compañero. Álex se separó finalmente de ella y fue bajando con la lengua en dirección a su ombligo. Al menos en principio. Empezó a besar aquella minúscula barriguita mientras sus manos la acariciaban en la espalda, pechos, glúteos, piernas. Agarró las bragas que aún seguían ahí y las fue bajando, despacio, rozando milímetro a milímetro su piel, hasta llegar a los tobillos.

Ya no existía ningún pedazo de tela que cubriese aquel cuerpo. Por fin. Álex siguió jugando con las palmas de las manos y con los labios. Fue acariciándola despacio, formando círculos aleatorios allá donde tenía ocasión, produciendo estremecimientos en ella. Su boca no permanecía estática, sino que también iba bajando, despacio, pasando de aquella preciosa barriguita al vientre y de ahí al pubis. No siguió en línea recta, sino que dio un rodeo por allí abajo. Ella lanzó un suspiro y subió una de las piernas al sofá. Mientras, Álex cayó arrodillado al suelo, buscando un mejor ángulo desde el que poder realizar lo que se proponía. Ahora era él quien repasaba con la boca las inmediaciones de aquella entrepierna. Aury le puso la mano en la cabeza, poseída por la excitación, en una forma de pedirle que de una vez por todas fuera al grano. Pero Álex quería devolverle la jugada, y se lo tomó como una dulce venganza. Despacio. Con calma.

El muchacho había pasado de ser un guiñapo a las órdenes de los deseos de Aury, a convertirse en amo y señor del tiempo. No tenía ninguna prisa en explorar el sexo de su compañera. Avanzaba muy lentamente, a veces con la punta de la lengua, a veces sólo con los labios, humedeciendo absolutamente todo. Cerró los ojos y se dejó guiar por las señales que ella emitía: un suspiro huidizo, un gemido entrecortado, algún movimiento espasmódico e incontrolado procedente de lo más profundo de su sistema nervioso. Las señales que ella le mandaba eran el compás y la brújula con los que él iba dibujando el mapa del gozo. Él sonrió encendido, sabiendo que podría perderse mil y una veces por allí abajo, y en tantas otras ocasiones encontrarse de nuevo con el único objetivo de hacerla suya.

Aury comenzó a verse invadida por temblores que la sacudían sin miramientos. Su mano derecha no podía evitar aferrar con fuerza los rizos del muchacho, que se movían de arriba abajo, de lado a lado, en círculos. Y con su otra mano ella se iba palpando los pezones, presa de una excitación sin límites que no le dejaba pensar con claridad. Sólo quería dejarse llevar mientras sentía que se derretía por dentro, que se deshacía en un líquido liviano que se iba evaporando hasta perderse lejos de allí. Lejos del sofá donde ella tenía subida la pierna, del salón donde estaba encerrada con aquel chico. Aquel chico que no paraba de someterla a ese juego del diablo que la estaba enloqueciendo.

Ella seguía siendo asaltada por persistentes temblores que le erizaban el vello en cada rincón de su anatomía. Su respiración también se había vuelto del todo ingobernable, y sólo esperaba aguantar ahí de pie hasta el momento en el que ese cabrón se agotase. O ella se derrumbase, lo que ocurriera primero. Pero el chico no parecía ponerse más fin que llevarla al límite del gozo. Había incrementado el ritmo y nada parecía hacerle parar. Nada. Tampoco funcionaron los grititos que se fueron escapando de la boca de Aury y que poco a poco se fueron convirtiendo en un sonido que ya no era su propia voz.

Ella tenía un gesto dibujado en la cara que parecía una sonrisa. Si lo era o no, sencillamente daba igual. De pronto, una sensación de efervescencia empezó a crecerle en el vientre. Se fue desatando furiosamente por su interior, como una reacción en cadena que azotaba hasta la más remota punta de las células de su organismo. Quiso tomar aire, pero el grito que le surgió de las entrañas no se lo permitió. Apretó el puño que sujetaba la cabeza de Álex, tirándole fuertemente del pelo mientras dejaba que su voz chillase como si la estuvieran matando. Y así era.

Ella se alejó de él, pidiendo que parase. Se dobló sobre sí misma, y temblando cayó al suelo. Estaba completamente empapada en sudor. Miró a la cara del chico, encontrándole sonriente y con la cara bañada en su flujo. La chica también quiso sonreír, pero nada más reunir unas pocas fuerzas, se lanzó a por él y le volvió a besar apasionadamente. Mientras sus lenguas reanudaron el baile, Álex trató de ponerse en pie, pero de nuevo fue empujado hacia atrás, cayendo de espaldas al sofá. Y otra vez, la nube de polvo presagiando más tormenta.

La mirada de Aury había evolucionado: había pasado de ser un animal hambriento que acaba de encontrar a su presa, y que no la puede perder de vista ni por un segundo, a convertirse en algo mucho más brutal. Álex no pudo evitar sentirse divertidamente atemorizado. Ella saltó sobre él, besándole al mismo tiempo que clavaba sus uñas en la carne del muchacho. Éste gimió sin pretender quejarse, ni siquiera cuando ella le agarró de nuevo su sexo. Se quedaron mirando fijamente, sabiendo sin necesidad de decirse nada qué quería cada uno del otro. Se sonrieron. Ella le acariciaba suave e insistentemente.

-No sé si voy a poder... -comentó él en un susurro.

-Vas a poder -contestó ella al instante.

Sin soltarle se colocó encima, pasando sus piernas a un lado y a otro. Se apoyó en su hombro y con destreza consumó la unión. Ambos abrieron la boca como dejando escapar algo que era invisible y no hacía ruido. Tardaron unos instantes que les sirvieron para recrearse en el placer que el acoplamiento les estaba dando a ambos. Muy pronto comenzó la acción, con las bridas en manos de una Aury suicida. Ella pasó sus brazos por alrededor del cuello del chico y empezó a moverse de adelante a atrás, de arriba abajo, en un ciclo continuo y constante, como cabalgando un potro salvaje. Ambos se gimieron al oído, mientras se mordían el cuello, el lóbulo de las orejas, los hombros. Álex dio permiso a sus manos y agarró fuertemente a la chica por los glúteos, teniéndola bien sujeta, pero acompañando las acometidas de ésta. Una y otra vez, una y otra vez.

Más rápido, más fuerte, con un ritmo frenético que no parecía encontrar un lugar ni un momento en el que morir. Las gotas de sudor que salían de ella llovían sobre él, cálidas. Mientras, la chica gritaba con la boca completamente abierta. Esto no la detuvo, sino que la animó a seguir, poseída por una música mística y sensual que sólo ellos parecían escuchar. Él la acompañaba, mostrando los dientes apretados con furia, en una sonrisa indescifrable. Por entre el poco espacio que dejaban sus dientes, salió de nuevo un grito, mucho más fuerte y prolongado que el anterior, desgarrando el cargado aire que empañaba aquella habitación de aquel edificio en medio de ninguna parte. Aquella habitación donde ahora había dos cuerpos tumbados, fulminados, pero con mucha más vida que cualquier otra cosa.

*

Álex suelta una carcajada que resuena en el interior de la celda. No sabe si será ése el primer síntoma de la locura que acude a él por estar privado de libertad. Pero no le importa y al poco vuelve a soltar otra. Son curiosos esos recuerdos que ahora vive intensamente. Le duele todo el cuerpo, pero tiene una erección propia del más saludable de los seres humanos. Tiene una rara sensación de deseo y satisfacción al mismo tiempo que no consigue comprender. Al menos ha alejado las sombras que se cernían sobre él al verse preso. Porque si algo ha marcado cada una de las etapas de la corta vida de Álex, eso ha sido la más absoluta libertad. La ha estado exprimiendo al máximo desde que tiene uso de razón. En realidad es algo mutuo. Su amigo Gon le solía decir de él que era uno de los instrumentos de la libertad. No cree que sea para tanto, pero es verdad que no concibe la vida de otra forma, e incluso se agobia si tiene que estar metido en una estación de metro y no puede salir a la calle a estirar las piernas.

Fuera lo que fuese, Álex tiene que volver a encomendarse a su memoria y su imaginación para escapar de la terrible desidia que le provoca su encarcelamiento. Por suerte, no le cuesta demasiado. Pronto comienza a ver, a oír, en la oscuridad. Tarda un poco en situar la escena y los personajes; sólo un poco. Esta vez una mala reminiscencia acude a él. Se percata en un instante de que la aflautada voz que oye pertenece a Carito, la putita de catorce años que suele patrullar impenitentemente por las calles del barrio. Recuerda una conversación que habían tenido tan sólo hacía unos días atrás.

-Despierta, Álex.

El chico no dio contestación, aunque era muy evidente que ya estaba despierto.

-Te he traído algo de comer -le dijo ella acercándole una ajada y sucia bolsa de deporte.

-Vete a la mierda -contestó Álex dándose la vuelta en el áspero colchón.

Se estaba haciendo el remolón. El sol debía de haber recorrido ya gran parte del firmamento, pero él seguía teniendo sueño porque la noche anterior la había pasado entera despierto; poco consciente pero despierto. Había estado bebiendo muchísimo, como venía siendo costumbre desde las últimas semanas. Abrió y cerró la boca un par de veces, saboreando el amargor que había dejado el alcohol en sus papilas gustativas. Sabía que iba a ser un día pesado, largo y horrible. Era el momento en el que se arrepentía de haber abusado tanto de las botellas que una a una fueron cayendo a su lado. Siempre le ocurría: se prometía a sí mismo que iba a ser la última vez, aunque no quedó demasiado claro si alguna vez se lo llegó a creer.

-¡Anda! Yo aquí preocupándome por cómo te encuentras y trayéndote comida, y así me lo pagas -le recriminó Carito.

-Déjame en paz, coño -fue su respuesta.

Álex acostumbraba a tratarla siempre así de mal, y ya no conocía otro modo de actuar cuando la tenía cerca. Le daba exactamente igual, y ella había aceptado que esto fuera así. Lo peor era que Álex sabía que ella andaba loca por sus huesos, y que hiciese lo que hiciese no iba a parar de complacerle, o al menos de intentarlo por todos los medios. Posiblemente fuera esto lo que hacía que él no le diera valor alguno a su persona ni a sus actos. Por no hablar de sus pensamientos. Álex desconocía que, en esta etapa tan oscura y autodestructiva que estaba atravesando, necesitaba de su compañía más de lo que podía llegar a pensar. Era una etapa pesarosa, ardua, cansina, que parecía no llevar a ninguna meta que no fuera el hastío y el desgano vital. Vivía continuamente deprimido, hundido en lo más farragoso de sus pensamientos, y su actitud estaba cada vez dominada con mayor fuerza por sus instintos más básicos y subterráneos.

-Vaya con el señorito, se ha despertado exigente esta mañana. ¡Bueno! De mañana nada, que el sol está empezando a bajar.

-No me he despertado: has sido tú. Y no grites tanto, joder, que cada vez que me hablas con esa voz de pito me matas las neuronas.

-Las neuronas esas te las matas tú solito todas las noches bebiendo. Porque anoche volviste a beber.

-No -refunfuñó él huraño.

-No me mientas, Mono.

-¡Bueno, vale ya! No me des más la brasa. Yo hago lo que me da la gana, ¿vale? Y además, tú no eres nadie para decirme si lo que hago está mejor o peor. Que sólo nos hemos acostado un par de veces, recuérdalo.

Álex se incorporó muy trabajosamente al momento de haber dicho eso, ignorando la mueca de despecho que la chica tuvo que contener. No se hubiera dado cuenta aunque le importase. Él tenía la cara tremendamente blanca, más aún al compararla con las ojeras que le habían surgido y que parecían unos anteojos. Su expresión era de tristeza, fruto de un agotamiento prolongado. La cabeza le dio un vuelco al levantarse, como si de repente su cráneo se hubiera ensanchado y el cerebro bailase en su interior. Se llevó una mano a la sien con la vana intención de contener la tremenda punzada que le azotaba repetidamente. O quizá para evitar que sus ojos saltaran de sus cuencas. Aquel suplicio se extendió durante varios segundos más. Volvió a prometerse que nunca más volvería a probar el alcohol.

-Eres un gilipollas -le espetó Carito-. Tú sí que no tienes ningún derecho a tratarme así.

La chica le estaba mirando consternada; primero porque le dolía muchísimo que aquel muchacho por el que ella sentía verdadero delirio la denigrase de aquel modo; y segundo porque no podía evitar que le doliera aún más verle en tan lamentable estado. Afloraron tímidamente lágrimas en sus ojos. Álex la miró de refilón, y si bien su primera intención fue ignorarla, después reaccionó.

-Lo siento, Carito, de verdad. Anoche pillamos un pedal enorme del que no me acuerdo de nada, y ahora tengo una puta resaca como un vagón de metro.

A veces era necesario que la chica se hiciera valer ante él. Álex, aun aquejado por tan atroz resaca, podía darse cuenta de que hasta Carito merecía unas palabras amables. Seguía quedando algo del buen chico que un día fue dentro de ese cuerpo que el alcohol marchitaba día a día. Ella contestó manteniéndose callada y mirándole muy fijamente. Estaba dolida, pero su orgullo, que asomaba cada vez que tenía ocasión, le impedía mostrarse tan mal como en realidad estaba. No le estaba saliendo demasiado bien, como siempre.

-No pasa nada -dijo finalmente templando la voz.

Álex se dio cuenta de su disgusto sólo con mantener la mirada sobre ella un par de segundos. Era una chica muy guapa; tenía unos ojos marrones enormes y expresivos, alargados y almendrados. Su nariz era chata y diminuta, en contraste también con su boca, que aunque un poco doblada hacia el lado derecho, era grande y sensual. Pero sin duda lo mejor de ella era su pelo tupido y rizado, castaño, y que de vez en cuando se permitía tener un brillo especial bajo el sol. Podría resultar incluso más guapa si no estuviera tan estropeada pese a su edad; había envejecido unos veinte años en los últimos dos o tres. La vida de la calle le había hecho saltarse varias etapas de su vida de un plumazo, casi como a los demás; aunque a ella tal vez le afectase más que a nadie. Puede que eso fuera debido a su profesión, puede que fuera porque tenía una hija que mantener, o quizás se debiera a que en esa ciudad era requisito indispensable ser un muerto viviente para seguir adelante. Aspiró profundamente y de seguida vació los pulmones en algo semejante a un suspiro.

-¿No quieres probar mi mercancía? -le propuso.

-Ya me gustaría, nena, pero no tengo el cuerpo para muchos alardes -contestó él.

Ella se quedó muda desconociendo si le había contestado en serio o en broma. Esa actitud en Álex la solía dejar descolocada y con cara de idiota.

-No te entiendo -le dijo finalmente-. Me refiero a que si quieres comer algo de lo que te he traído.

-Ya lo sé, tontorrona -contestó Álex sonriendo-. A ver, ¿qué tienes por ahí?

Carito comenzó a sacar latas de una abultada bolsa de deporte. Las tenía de fabada, lentejas y garbanzos. Era un buen botín, un verdadero tesoro para los tiempos que corrían. No en vano, era una de las cosas buenas de trabajar de prostituta; de hecho era lo único bueno. Eso y el estar al corriente de casi todo lo que pasaba o dejaba de pasar en el barrio, que no era poca cosa.

“Información es poder”, dijo alguien alguna vez. El chico no pudo evitar relamerse al ver lo que salía de aquella despensa portátil. Tenía el cuerpo deshecho por dentro, pero el hambre se abrió paso abruptamente, quitando lo demás de en medio, imponiendo su jerarquía. Esto le hizo centrarse por unos momentos, aunque no mitigó la tristeza que flotaba en sus hundidos ojos, y que se captaba a poco de fijarse un segundo más de la cuenta. La chica, que llevaba visitándole desde hacía casi un mes, el tiempo que había transcurrido desde que él entró en esa depresión, se dio cuenta en seguida. No pudo contenerse más y le preguntó.

-¿Todavía piensas en ella?

Álex estuvo a punto de enviarla a la mierda, como hacía con todo aquello que le desagradaba; últimamente más veces de la cuenta quizá. Pero en esta ocasión prefirió callar, y al comprobar que el silencio sostenido le corroía aún más, terminó por contestar.

-¿Tú qué crees?

-Lo veo normal. Es alguien a quien querías mucho, y es lógico que la recuerdes. Pero la vida sigue adelante, muchacho.

-Lo sé. Eso es algo que forma parte de mi vida desde hace mucho. Demasiado.

-Entiendo. Lo tienes muy reciente aún. Todavía no hace un mes.

-No, Carito, tú no lo entiendes.

-Sí que te entiendo, Álex. Yo también he perdido a seres queridos, como todo el mundo. Lo raro es que nos quede alguien vivo. Pero te repito que la vida sigue. El mundo no se acabó para ti cuando perdiste a todos aquellos que se han ido quedando en el camino. Y tampoco se acabará ahora.

-Es distinto, Carito, en serio. Tú no lo puedes entender.

Ella no respondió. Sólo lo miraba consternada.

-A mí ya no me queda más que perder. Me importa un carajo lo que sea del mundo. Estoy harto.

-Yo creo que te estás dejando llevar por el mal momento, pero que con el paso del tiempo esta herida se cerrará como las demás. Y más te vale que sea así, porque el motivo de mi visita no es sólo el traerte comida.

Álex se la quedó mirando muy serio, medio encerrado aún en sus pensamientos. No dijo nada, pero eso no pareció importarle a ella, que continuó hablando como si nada.

-Bueno, sí, quería traerte la comida porque te estás quedando cada vez más delgado. Pero lo otro que tengo que contarte es un chismorreo de primera; y te afecta directamente.

El chico ni se inmutó. Prefirió agachar la cabeza y seguir restregándose en el dolor que le traían los recién desenterrados pensamientos que había tirados en los suelos de su cabeza. Ninguno de los dos dijo nada, como esperando alguna señal. Sólo se lanzaban miradas de vez en cuando, pero con distinto motivo. Finalmente, las palabras de Carito terminaron por horadar la paciencia del muchacho, que no supo aguantar más sin saber qué era lo que aquella mujercita de lengua endiablada tenía que contarle.

-Bueno, ¿no piensas contármelo?

-Estoy muy preocupada, Álex -le dijo abriendo los ojos como bocas de metro.

Álex se vio sorprendido, pero sólo por unos instantes. Ya conocía la forma tan exagerada que la chica tenía de hablar. En ocasiones, sobre todo cuando tenía que contar algo, ponía demasiado énfasis en las palabras. Eso le restaba bastante credibilidad.

-A ver, ¿por qué? -le preguntó Álex paciente.

-Escúchame; te estoy hablando muy en serio. He oído cosas: cosas horribles sobre ajustes de cuentas, venganzas, policías, encarcelamientos y muertes.

-Bienvenida a mi mundo, cariño. Vete acostumbrando porque eso será lo que te encuentres si sigues a mi lado.

-Eso ya lo sé, no soy imbécil -exclamó ofendida-. Pero te lo digo porque esos rumores hablan sobre ti.

Álex se la quedó mirando, más que sorprendido, extrañado, pero pronto bajó su interés junto a sus ojos de nuevo.

-¡Bah! Si cada vez que escuchara eso me bañase, ahora sería la reina de Inglaterra -dijo restándole importancia.

-¿Pero quieres dejar de comportarte como un niñato y escucharme? Lo que te digo es serio. No lo he escuchado una única vez, sino varias.

-¿Y eso cuando fue?

-Ayer mismo.

Silencio.

-¿Me puedes decir quiénes están diciendo eso que dices y que todavía no me has contado, o te vas a hacer la interesante todo el rato?

-Ha sido siempre gente distinta. Y tú no los conoces.

-Si los conozco o no, es algo que tú no sabes.

Ella negó con la cabeza muy seria. Le comenzó a dar indicaciones sobre quiénes eran los que estaban difundiendo el rumor, clientes de ella en su mayoría, y efectivamente, Álex no los conocía.

-Te buscas clientes de muy lejos por lo que veo -le dijo tratando de aliviar la tensión.

-No tanto, idiota. Pero se te pasa algo por alto.

-¿Qué?

-Son conocidos de Ion.

-¿Ion? ¿Lo dices en serio?

-Te lo juro por mi madre que en gloria esté.

Álex se quedó muy pensativo, pero pronto reaccionó. Lo hizo como se espera siempre de él: quitándole importancia, como si nada pudiera afectarle.

-Bueno, mañana iré a buscarle, a ver qué me cuenta -dijo tapando un halo de preocupación y estupor que le recorría inquietantemente.

No se lo esperaba: Ion era un buen amigo suyo. Lo había sido desde los días de la Guerra. No tenía sentido. Él achacó eso a una mala información de la chica mezclada con su afán de magnificarlo todo. Ella quiso seguir hablando sobre el tema, pero él decidió no darle más vueltas, y quitárselo de la cabeza hasta que no hablase con Ion y aclarase ese malentendido.

“Es un error, seguro”, se repitió a sí mismo mientras esquivaba como podía los labios de Carito.

*

Todo ocurrió muy deprisa, de repente; y eso que lo veíamos venir. Vimos cómo aquel enorme nubarrón se cernía sobre nuestras cabezas. Y nosotros, lejos de cubrirnos, le sonreímos. Jamás hubiéramos esperado que todo se precipitara de aquella forma. Creo que en el fondo teníamos la esperanza de que llegase una solución milagrosa de algún sitio, como ocurría en las películas. Una esperanza que al final resultó infundada y traicionera. Nadie vino a rescatarnos de aquel maremoto infame; y nos ahogamos en el naufragio con nuestros propios deshechos. No aparecieron esos grandes héroes de los que hablan las grandes historias, ni siquiera aquellos menos grandes de las historias corrientes.

Por primera vez en nuestra vida nos habíamos quedado solos. Solos ante el mundo, solos con nosotros mismos, solos con nuestros miedos y pesadillas, solos con la infinita soledad. Y esa situación no iba a cambiar; cuanto antes fuéramos conscientes de ello más preparados estaríamos. Pero, ¿preparados para qué? Aquello que se extendía frente a nuestros ojos no había existido anteriormente; era tan tremendamente distinto a cualquier otra cosa que resultaba del todo insospechado. No hubo imaginación capaz de concebir una idea tan descabelladamente posible y real como la de aquel mundo que nos asfixiaba. Porque era frecuente oír “esto se veía venir”, o “ya lo decía yo”, pero la situación de desamparo en la que quedamos no tenía parangón en la historia. Habían existido momentos críticos, de acuerdo; había habido pueblos más castigados, seguro; pero ninguno sufrió aquel frenazo de mil a cero en un visto y no visto; nadie había pasado del todo a la nada de ese modo tan brutal.

Viajábamos a la velocidad del sonido pensando que no habría obstáculo capaz de detenernos, de modo que al intentar cruzar aquel muro nos estampamos contra él. Del todo a la nada en un segundo. Descubrimos con amargura que lo que nosotros veíamos como todo, en realidad era lo mismo que nada; que nuestro sólido mundo era en verdad débil y que su caída era tan sólo una cuestión de tiempo; que nuestros temores, ilusiones, proyectos, construcciones, eran basura trasnochada y traspapelada que se desvanecía al mostrarla a la luz de la realidad. Una realidad sinónimo de la más completa soledad. Una soledad que daba miedo.