3. MIEDO Y CÓLERA

Soledad como la que sufrimos mi hermana y yo cuando no éramos más que escolares sin escuela. Mi madre se acostó en la cama un día y ya no se volvió a levantar, al igual que mi abuela y otros tantos millares que contrajeron esa gripe homicida tan terrible que asoló la ciudad. Sin medicinas, y prácticamente sin comida, aquéllos que no tenían sus defensas preparadas fueron presa fácil. Otros simplemente tuvimos suerte, como mi abuelo y yo. Pero a diferencia de mí, él sí que terminó sucumbiendo. Se quedó sentado en su butaca sin ánimo de hacer otra cosa más que suspirar y esperar. Esperar a que sus pulmones, su corazón o lo que hiciera falta se detuviera de una vez; suspirar por que no llegase de inmediato. No reaccionó a mis palabras ni cuando éstas eran transportadas por gritos; ni a las órdenes que en ocasiones se transformaban en súplicas. Simplemente se quedó en el sitio dejando pasar las horas, inmóvil, observando un universo infinito que giraba en medio del salón. Murió unos meses después a causa de la inanición, el miedo, la pena, el asco, la desidia, o una nociva mezcla de todo un poco que le fue carcomiendo. Pero en realidad había muerto en vida inmediatamente después de que la abuela nos abandonara. Yo, sinceramente, sentí alivio cuando llegó el día en el que el abuelo dormía sin roncar y sin levantar el pecho. “Se acabó”, pensé, sin darle mayor importancia, insensibilizado por el sufrimiento.

No puedo decir que no me entristeciera, pues ése era mi estado general desde hacía demasiados meses, pero recuerdo haberme resentido bastante más por la muerte de otras personas que apenas si tenían algo que ver en mi vida. Incluso algo dentro de mí se alegró cuando dejé tirado su inerte cuerpo famélico junto al jardín del que había sido su portal los últimos treinta años. Y no se quedó ahí mi descastado comportamiento. Al ver que nadie acudía a recoger lo que quedaba de él, y que cada día me visitaba un agudo sentimiento de culpa, lo alejé un par de manzanas más allá. Pero aunque no era el suyo el único cadáver que se amontonaba al sol por las aceras, y cuyo insoportable hedor hacía irrespirable el aire de la calle, a mí me molestaba únicamente su olor; lo que yo pensaba que era su olor. Me acostumbré a la peste insalvable que vagaba por el barrio, pero a mí me parecía seguir oliéndole únicamente a él. Tenía metido su olor a presión entre la nariz y el cerebro; y eso me destrozaba por dentro, como si fuera yo y no él quien que se estuviera pudriendo. Así que cada vez que volvía a casa iba a buscarlo para descubrir que seguía donde lo dejé; y haciendo acopio de mis escasas fuerzas, lo arrastraba una o dos manzanas más allá. Seguí repitiendo la misma operación durante unos diez días hasta que una tarde me quedé con su brazo seco, inerte y antinaturalmente frío entre las manos. Comprendí que había sido suficiente.

En el futuro mi conciencia debía ser menos insolente y tenía que aprender a perdonar mis actos si quería seguir adelante sin volverme loco. Porque cada vez que subía por las escaleras hasta llegar a casa, me torturaba diciéndome a mí mismo que ya no era una buena persona, que era detestable, y que no habría infierno capaz de devorar mis condenados huesos. O incluso que tal vez ya había muerto y ése era el infierno que sin duda merecía.

¿Y qué iba a pensar yo, si no era más que un niño de once años? Si era débil y pequeño, y más pequeño que me hacía mientras la ciudad parecía ensancharse por días. ¿Y cómo iba a actuar si tenía que proteger a una hermana aún más pequeña, de casi ocho años? Porque Irene también sobrevivió a aquella fatídica epidemia. Las medicinas que conseguí llegaron tarde para mamá y la abuela, pero no para mi queridísima hermana. Salvé su vida aquel invierno y los siguientes, que no fueron precisamente benévolos. Y sin embargo, si me paro a pensar por un instante, no estoy satisfecho de haber logrado salvar su vida. De un tiempo para acá llevo maldiciendo el fatídico momento en el que conseguí aquella caja de paracetamol. Maldigo ahora cada año que logré que Irene siguiera viva, porque era lo mismo que obligarla a tener que soportar aquella tortura diaria, a que tuviera que atravesar aquel túnel sin luz al final. Yo era consciente de que estaba condenado, y que por alguna razón tenía que cargar con el fardo de estar vivo. Pero mantenerla viva a ella también era cruel, era condenarla a una muerte en vida. Y sin embargo seguía haciéndolo.

En un principio me consolaba pensando que estaba llevando a cabo una empresa pía y bondadosa; estaba entregando mi vida y mis energías por salvarla a ella. Un día asumí que no lo estaba haciendo por ella; en realidad lo hacía única y exclusivamente por mí, por no verme solo, por no ahondar en mi ya insoportable abandono. Era a mí mismo al que estaba intentando salvar, y mi desdicha se hizo insondable cuando fui consciente de ello. Y aún así, seguía en mis trece. Me maldije entonces, y continuamente me preguntaba en mi soledad si en realidad no era mejor actuar como el abuelo y dejarme llevar hasta que la muerte me alcanzase y me liberase de esa horrible carga. Pero no podía; un calor dentro de mí me obligaba a salir adelante, a luchar para ver salir un nuevo sol aunque no me trajera calor, o se ocultase tras nubes de tormenta. Me odié. Odié todo lo que me rodeaba, y hasta mi propio cuerpo, y si hubiera encontrado el valor y una forma de hacerlo, me hubiera automutilado. Pero no lo hice. Tal vez impulsado por otra falsa ilusión que me decía que cuanto más viviera más posibilidades tendría de ver el día en el que toda esa maldita situación pasase y pudiéramos vivir en armonía, y no como los sucios animales en los que nos habíamos convertido. En el fondo era un iluso más, nada me diferenciaba de aquellos que habían dejado que todo se echara a perder. Nada. Me odié por eso también.

Estaba almacenando tanto odio dentro de mí que ya nada me parecía ni bueno ni malo; simplemente era algo que estaba ahí, siempre conmigo, y era una putada tremenda. Las cosas pasaban por delante de mis narices sin dueño, y era yo quien decidía si tomarlas o no. Todo era susceptible de cambiar, o a mis manos o a manos de otros. Si se trataba de comida, más valía que fuera a mis manos que no a las de otro. Esa simple lección tan fácil de aprender me ayudó en el principio. Luego se fue complicando, quizá demasiado. Con el cadáver de mi abuelo aún caliente, entré a formar parte de una banda de cachorros callejeros: niños como yo, que con otros matices estaban en mi misma situación. Aunque básicamente todos contábamos la misma historia. Los cachorros de la calle no éramos mayoría, éramos el único tipo de menores de edad que quedaba. Aunque no hubiera sido correcto llamarnos niños; éramos otra cosa surgida de la pura necesidad. Sabíamos cuidar de nosotros mismos mejor que los presuntos adultos de tan sólo unos años atrás, pero desconocíamos con qué fin hacerlo. Comíamos porque teníamos hambre, no para llegar a conseguir algo en el futuro, ni siquiera al día siguiente. No teníamos valores, ni principios, ni reglas.

No era ésa la razón por la que nos molestaba tanto cuando los ciudadanos que aún quedaban susurraban a nuestras espaldas: “niños de la calle”. Era el modo que tenían de desplazarnos y excluirnos. Pero nosotros comenzamos a tomar ese nombre como nuestro distintivo, y con rabia y orgullo les devolvíamos escupitajos, insultos más grandes que nosotros mismos, y pedradas. Y si había suerte y podíamos, les atracábamos. Sólo pretendíamos sobrevivir, y en la medida de lo posible, hacer daño. Pensábamos que era ésa nuestra meta en el mundo. Ser dañinos, nocivos contra aquéllos que nos repudiaban. Nos daba igual cómo, cuándo, dónde, a quién, y por supuesto obviábamos el porqué. Vivíamos como atrapados por el espíritu de una absurda ley del Talión que nos empujaba a hacer pagar a los demás nuestras desgracias acumuladas. Éramos una jauría por domar, por encerrar, por erradicar. Éramos muchos, tantos que llegamos a creernos el poder que la violencia gratuita y aleatoria nos daba. Y así comenzamos a buscarnos la vida como nadie más parecía capaz. Me convertí, junto a mis camaradas, en un ladrón por defecto, y antes de darme cuenta, en un asesino por principios.

Apenas guardo recuerdos nítidos de aquella época en la que cualquier cosa comenzó a pasar por válida con tal de apagar las sacudidas de la tripa. Era demasiado joven y la mente olvida, y más cuando se bebía tanto alcohol como el que llegaba a pasar por nuestras manos. Pero jamás olvidaré el primer muerto que pesa sobre mis espaldas. Tendría ya los doce cumplidos, y me acuerdo que entre seis o siete como yo le tendimos una emboscada a aquel hombre que encontramos por casualidad. No podría decir su edad exacta, pero debía de rondar los cuarenta años. Justo igual que los que podría haber tenido mi propio padre en ese momento. Es algo que pienso ahora, y que del asco tan tremendo que me provoca me vienen arcadas.

Iba andando solo por la calle. Era un verdadero gorila para nosotros, pero nuestra habilidad callejera aumentaba día a día a base de recibir palizas y tener que salir huyendo cada poco. Antes de que se diera cuenta ya estaba en el suelo con nosotros encima. Caímos sobre él y tratamos de inmovilizarlo, pero los cálculos fallaron y de fuertes sacudidas nos hizo rodar por la acera. Cuando parecía todo perdido agarré mi destornillador y lo dejé caer con todas mis fuerzas; con los ojos cerrados y sin pensar. Se lo clavé en plena garganta, al menos tres o cuatro dedos hacia dentro. No gritó, supongo que no le saldría la voz. En vez de eso nos lanzó un chorro de sangre que parecía contenida a presión y deseando salir. Mientras su cuello nos regaba, él trataba de hacer algo con sus descontroladas manos. Sus movimientos se convirtieron pronto en espasmos. Lo dejamos así, tirado, tiñéndolo todo de sangre como un toro vencido en medio de la arena. Recuerdo que retiré el destornillador con mucho esfuerzo, pero al vérmelo en la mano goteando sangre en abundancia lo solté como si me hubiera dado una descarga. Me quedé absorto, obnubilado. Mis compañeros me llevaron con ellos, y yo corrí sin saber hacia dónde. El botín: una cadena de plata y una bolsa con algo de comida deshidratada. Esa noche mientras celebrábamos el golpe me sentí fatal. Pero mis camaradas no lo vieron igual, elevándome al Olimpo de los desarrapados, convirtiéndome en el héroe del momento. Entre las enhorabuenas y alabanzas que de todas partes me llegaban, y los grados del vodka que nunca faltaba, me olvidé de lo que había hecho y me sentí feliz y satisfecho.

Esa sensación de euforia se fue con los efectos de la borrachera. Me sentí repugnante, sucio, y desdichado, pero también esto se me pasó. Ví cómo mis compinches se envalentonaron y comenzaron a emular mi fechoría; ví que actuando así conseguíamos hacer lo que queríamos, más fácilmente y mejor; ví que en una ciudad abandonada por la gracia sólo primaban las desgracias, y que no existían hechos buenos ni malos. Y yo, perdido en medio de aquel mar tempestuoso, terminé por echar de menos aquel destornillador cuando volví a necesitarlo con mi siguiente víctima, muy poco tiempo después.

Pero no era todo alegría entre mis nuevos amigos de la calle. De los muchos que comenzamos fuimos cayendo de uno en uno, día tras día. Sin un líder firme, ni luz, ni guía, nuestras decisiones eran siempre caóticas y casi nunca llevaban a ningún puerto. Pronto nos dimos cuenta de que si no era para robar o para matar, era casi imposible ponernos de acuerdo. Y eso estaba acabando con nosotros. Muchos se erigieron como jefecillos, pero nunca duraban demasiado; o bien eran depuestos de inmediato por otro igual que ellos, o morían de forma estúpida tratando de demostrar su valor al resto. Los caídos iban siendo sustituidos por otros recién llegados que se nos fueron uniendo: grupos enteros de niños de la calle que como nosotros vagaban desperdigados por Madrid. Nuestro número era incalculable, pero ni así lográbamos detener nuestra tendencia autodestructiva. El principal motivo, además de las epidemias, el hambre y las peleas entre nosotros, era que el mundo comenzaba a estar harto de nuestra existencia. Ante la evidente ausencia de leyes, comenzó a ser algo lícito y muy recomendable el atacar para defenderse. Y si para ello era necesario dar una puñalada, o un martillazo, o un tiro a un niño, pues se hacía sin mayores problemas. “Un cabrito menos”, decían con aversión. La policía seguía existiendo, al menos los veíamos pasar de vez en cuando; pero su funcionamiento dejaba mucho que desear. Ya no defendían ni a ofensores ni a ofendidos. Los agentes se limitaban a luchar para defenderse ellos mismos primero, y para hacerse con el control de la ciudad después. Se habían convertido en una mafia que trabajaba para el Estado con una mano, y para ellos mismos con la otra. Nunca supimos si eso era por efecto del caos, o si realmente el Gobierno les pedía que actuaran así. De cualquier modo, la anarquía terminó sobrevolando nuestras cabezas, dejando libres los tentáculos de nuestra infinita maldad. Hasta que llegó un punto en el que todos éramos una misma cosa que luchaba de la misma forma por los mismos objetivos.

En un mundo concebido para que cualquier cosa brote de repente en una opulencia sin sentido, cuando del grifo no sale más que un goteo marrón y maloliente, todo se desquebraja. Lo duro se vuelve frágil, lo bonito feo, y lo que en alguna ocasión llegó muy alto se desmorona estruendosamente. Y eso a una velocidad despiadada. No había qué comer, por ningún sitio; y obviamente no podíamos comernos los coches ni los edificios. Los supermercados se fueron haciendo cada vez más escasos, pero también terminaron por desaparecer. Nadie podía comprar en ellos, o bien porque la gente no tenía con qué pagar, o porque los supermercados mismos eran víctimas del continuo pillaje, o porque los camiones con suministros no llegaban a su destino; puede que ni siquiera llegaran a su punto de origen, donde quiera que éste se encontrase. Pero la verdad era que desde que los alimentos de los almacenes se agotaron y ya no quedaba más de donde saquear, era casi imposible conseguir algo de comida industrial. Ante tan desesperante situación, muchos salieron huyendo de la ciudad buscando esos lugares de donde decían que la comida nacía de la tierra. Eran decenas, cientos de miles buscando el Dorado. Pero el país de Jauja no existe ni cuando el tiempo parece volverse irreal. No les quedó más remedio que morirse por el camino, o en una de las muchas batallas que tuvieron que librar contra los también hambrientos habitantes del campo.

Se decía por aquel entonces que el ejército tenía bajo su control unos almacenes subterráneos en el centro de la ciudad llenos de comida en latas y bolsas. Supuestamente a él sólo tenían acceso los miembros del Gobierno y era de ahí de donde salía lo poquito que como oro circulaba por las calles. Pero eran sólo habladurías, y además nadie podía asegurar siquiera que aún existiera realmente un ejército o un Gobierno propiamente dicho. Y mientras el número de habitantes se iba recortando drásticamente, el de los animales fue aumentando sin medida: perros, gatos, jabalíes, conejos, palomas, culebras, gorriones, ratas... todos eran salvajes, casi tanto como nosotros. Ellos estaban más capacitados para salir adelante en aquel yermo de cemento y ladrillo una vez que el peligro del hombre comenzaba a remitir. Y a ellos les debemos en gran parte nuestra supervivencia; por un tiempo al menos. Comenzaron a aparecer aves enormes que descendían del cielo a comerse a los miles de difuntos que había esparcidos por las aceras. De las alcantarillas también surgían en manadas ratas grandes como gatos. Y en definitiva, cualquier cosa no humana acudía a alimentarse a aquel cementerio inmenso que nosotros llamábamos hogar. Y nosotros, moribundos despojos de seres vivos, les abrimos los brazos, pues de su carne fuimos sacando el sustento que necesitábamos. Había de sobra para todos, y el Homo sapiens volvió asqueado pero gustoso a ser cazador.

La amplia oferta de cadáveres que ofrecíamos a nuestros huéspedes los carroñeros no pudo mantenerse por demasiado. Nuestros muertos terminaron por pudrirse, y tras una breve época dorada del reino animal, nuestra voracidad terminó por volver a diezmarlos. El hambre volvió a hacer mella en nosotros, y ni tan siquiera las docenas de huertos que se diseminaban clandestinos por las azoteas de los edificios podían ofrecernos suficiente alimento. Habíamos muerto o desaparecido hasta quedar la mitad de la mitad de la mitad, pero aún así seguíamos siendo demasiados. Seres humanos y maldad era lo único que no escaseaba, lo que hizo que la lógica de la supervivencia diese un paso más: el canibalismo comenzó a ser considerado como una alternativa factible.

Canibalismo, hombres devorando hombres. Además de al hambre, la sed, las enfermedades, el frío, y los desaprensivos, tuvimos que esquivar también a los hambrientos y cada vez más numerosos antropófagos. Y si la total falta de higiene del nuevo régimen alimentario nos proporcionaba nuevas molestias gástricas que hasta llegaban a matar, otras enfermedades surgieron por virus y bacterias hasta entonces desconocidos. Nuestras miserias estaban destruyendo por dentro nuestros cuerpos nacidos en el anterior y aséptico mundo de nuestros padres. Pero las enfermedades más destructivas que comenzaron a azotarnos fueron las mentales, porque por conservar el cuerpo estábamos perdiendo la cabeza. La peor vía de contagio: los ojos. Enloquecer era la única salida para la supervivencia. Porque sólo un loco podría estar lo suficientemente preparado en aquel mundo desquiciado. Y así, llegamos a la conclusión de que no existía mayor locura que conservar la vida.

La comida como tal había desaparecido, y hacerse con agua potable parecía misión imposible. Y sin embargo las armas proliferaban por doquier. Nadie sabía de dónde provenían, pero ver alguna se fue haciendo cada vez más frecuente, hasta que llegaron a ser tan comunes que pasaron a formar parte del mobiliario urbano. Unos decían que al desmembrarse los cuerpos de seguridad del Estado y el ejército, la gente entró a saquear también los cuarteles. Eso tal vez explicaría su difusión en un primer momento. Pero los años fueron pasando y cada vez había más y más; y la munición, como en las malas películas de Hollywood, jamás se agotaba. Poseer una pistola o un fusil en Madrid equivalía a tener un caballo y una espada en la Edad Media. Daban derechos que de otro modo serían imposibles. Si los chicos de mi edad anteriormente suspiraban por tener una moto, nosotros queríamos tener una beretta, o una colt; y si los adolescentes del mundo antes soñaban con pilotar un Ferrari, nosotros hubiéramos hecho cualquier cosa por apretar el gatillo de un M16. Las armas y toda su parafernalia comenzaron a entrar en nuestro vocabulario. Pero lo más cerca que podíamos estar de ellas era rodeados por su punto de mira. Por eso, cuanto más comunes se fueron haciendo las armas, más comunes fuimos como presas.

Pero no fuimos los niños de la calle los peor parados de toda esta historia. No éramos más que una pequeña parte de la cadena, de la espiral de violencia que se desató en nuestra sociedad. Anteriormente otros habían estado sufriendo el acoso del miedo y la cólera: aquéllos que ya eran pobres cuando comenzó todo fueron los primeros en notarlo. Sin posibilidad de llevarse algo a la boca se radicalizaron, y antes que ningún otro hicieron de los robos y saqueos su única forma de vida. Pero se encontraron con una clase media desposeída y despiadada a golpe de injusticias. Una clase media dispuesta a luchar entre ellos mismos y contra todo lo demás con una fiereza insospechada. Su ferocidad no conoció parangón, y al verse igualados con los más deprimidos decidieron eliminarlos. Se mataron a centenares de indigentes y demás personas pobres que no tenían nada y que entonces fueron considerados como competencia. Los siguientes en la lista de enemigos públicos fueron los inmigrantes. Unos pocos lograron huir cuando las cosas comenzaron a ponerse feas, pero la inmensa mayoría permaneció en lo que ya consideraban como su país. Nada más lejos de la realidad: los buenos sentimientos parecen sólo tener lugar en un mundo opulento y despreocupado. Se organizaron verdaderas batidas buscando extranjeros, dando lugar a interminables refriegas por las calles del propio centro de la ciudad, pues ellos también se hicieron con armas y presentaron una dura resistencia. Así, a la vez que llegaban noticias de guerras por toda la faz de la Tierra, éstas fueron las primeras batallas que tuvo que soportar Madrid en su mismo casco histórico; las primeras de tantas y tantas que posteriormente se desarrollaron.

La psicosis se desató en las calles; se cometieron auténticas tropelías en nombre de la justicia, que no era otra cosa que enmascarar el miedo a lo distinto. Una justicia que hacía mucho que brillaba por su ausencia. ¿Y qué hacían mientras tanto las fuerzas de orden público? Nada, mirar hacia otro lado condenando con la boca pequeña a los vándalos, pero animándoles tras las bambalinas a que continuasen, a que no dejasen con vida a ninguno que pudiera ser sospechoso de traer los males extranjeros. El Gobierno lo permitió todo, contento con que los ciudadanos encontrasen a los culpables de sus problemas en lugares distintos a los edificios oficiales, pero temiendo que llegase el momento en el que ni eso sirviera para contenerlos. Miles murieron durante esos días bajo el fuego de uno y otro bando. Pero finalmente los inmigrantes fueron exterminados como grupo, salvo algunos núcleos aislados de africanos que incluso duran a día de hoy. Entonces, los habitantes de la ciudad que se consideraban puros y verdaderos, los auténticos dueños de la capital, se quedaron por fin solos. Mirándose las caras. Habían luchado con todas sus menguantes energías para darse cuenta desdichados de que sus problemas seguían estando ahí; sólo que mayores que la última vez que les echaron un ojo. El miedo y la cólera no había desaparecido y las luchas prosiguieron sin verse un desenlace alejado del recrudecimiento de los combates de todos contra todos. Ya daba lo mismo.

Cada día que pasaba el final absoluto se vislumbraba más cercano, pero nuestros organismos se empeñaron en mantenernos un poco más con vida. Siempre un poco más, ni lo suficientemente sanos como para estar bien, ni lo suficientemente enfermos como para abandonar de una vez esta infame locura. Seguíamos adelante mi hermana y yo, solos, arropados precariamente por una banda de despojados que no poseían más que su sombra; y ni hacia ellos podíamos mostrar algo de confianza. Vivíamos atenazados por las necesidades y aterrorizados por lo todo demás. Únicamente nos teníamos el uno al otro, solos en ese apartamento de mis abuelos que ya no valía para nada.

Seguí tratando de protegerla de todo aquello. Era la parte ilusa de mí, que seguía con vida. Yo no permitía bajo ningún concepto que ella se involucrase demasiado en los tejemanejes de los demás chicos de la banda por considerarlos demasiado peligrosos para una niña tan pequeña. No me veía capaz de soportar que a ella le ocurriera algo malo como al resto de mi familia. La misma idea me hacía estremecerme. Ella era lo único que me importaba, y su bienestar estaba por encima de cualquier otra apreciación. Pero ésos eran sentimientos que importaban muy poco a los demás muchachos, quienes se negaban a compartir los botines que conseguíamos con ella si no aportaba nada al grupo. Entonces yo tenía que partir por la mitad la mísera parte que me correspondía para que ella pudiera comer. Eso supuso una carga extra realmente pesada de asumir. Aun así acepté resignado, impidiendo con todas mis fuerzas que ella fuera una más de la calle. Traté de impedir incluso que saliera de casa. Lógicamente, ella comenzó a salir en mis continuas ausencias, pues mi exceso de celo la estaba perjudicando y se sentía ahogada. Al fin y al cabo, ella era otra criatura más como yo y lo demás, por mucho que yo me empeñase en negarlo. Una noche, estando ella y yo ebrios de ginebra, finalizamos a voz en grito lo que en principio era una fiesta. Le dije que estaba harto de ella y de no poder comer como los demás por su culpa; que era una carga para mí y que no servía para nada. “Garrapata inútil” creo que fueron las palabras que utilicé para increparla. Ella, que siempre fue parca en palabras, salió por la puerta llorando para jamás volver a atravesarla. Yo tenía trece años, y ella nueve, casi diez. A la mañana siguiente volví a sentirme como la criatura de peor calaña del universo, pero habiendo descendido un grado más aún en la escala de criaturas de peor calaña. Salí de casa fuera de mí y la busqué en vano, alimentando así mi desgano vital, que era lo único que crecía seguro dentro de mí. Y lo peor fue que, días después, apoyado de nuevo en el falso ánimo que me daba el alcohol que no dejaba de consumir, terminé por verlo como algo natural de este mundo pasajero y maldito, y comencé a actuar como si ella no hubiera existido jamás. Me volví a engañar a mí mismo, pensando que tenía razón en eso que le dije y finalmente tomé el camino más fácil: cerrar los ojos, volcar la botella, y dejarme llevar. Estaba convencido de que era una pataleta y que al verse sola en la calle terminaría volviendo a mi lado; si no acababa antes en el estómago de los primeros plometas. Pero no supe nada más de ella, y como no volvió, pensé que efectivamente habría caído de una de las miles de formas que la ciudad de Madrid ofrecía a sus habitantes.

En las largas noches que pasé solo y sin dormir, estuve largos ratos pensando en algo para mí, para mis adentros más profundos si es que quedaba algo ahí. Fue lo más parecido a rezar que he hecho en mi vida. Y en esos pensamientos rogué por ella donde quiera que estuviera; viva o muerta. Al despertar, y por muchas mentiras que hubiera dejado crecer salvajes y al azar en el vertedero de mi mente, sabía lo mal que me estaba portando, y la horripilante bestia en la que me estaba convirtiendo. Pero la necesidad me obligó una vez más a salir adelante, y seguí dedicándome a lo único que se me daba bien: robar, matar, malvivir. Un tiempo después llegó a mis oídos que entre las docenas de niñas que surcaban las calles y que se dejaban hacer lo que uno quisiera a cambio de algo de comida, alcohol, o cualquier cosa que pudiera colocar, había una chica de unos diez años, de ojos verdes y pelo rizado rubio. Nadie me supo decir su nombre, y yo no quise saberlo.

Parecería redundante pensar que mi mundo se estaba derrumbando, pero así era. Con trece años no me quedaba nada, y eso era algo muy duro para alguien que ya lo había perdido todo previamente. Estaba consumido, sonado por el excesivo alcohol, cada vez más malnutrido. Era un zombi en plena pubertad, pero ni los granos encontraron sustento para aflorar en la piel de mi cara. Estaba perdido, aislado, obnubilado, sin saber dónde, ni quién, ni cuándo, ni cómo. No sabía, no entendía; y ya todo me daba igual.

*

Hasta que la solución a mis problemas llamó a mi puerta un buen día. Insistentemente. Era por la tarde, no recuerdo ni la hora; en aquella época mi único reloj eran los rayos de sol que se filtraban por entre los agujeros de las persianas. La noche anterior había estado bebiendo, de eso no me cabe ninguna duda. Me puse unos pantalones después de secarme la orina de mi sucísima piel, pues me meaba encima desde hacía unos meses sin poder decir con certeza por qué La costumbre y la desidia habían logrado matar la vergüenza tan grande que esto me producía. Abrí la puerta y tras ella encontré a un hombre con un pelo pringoso y cano que le hacía parecer mayor de lo que en realidad era. Justo delante de él había una niña de unos siete años que me miraba con ojos redondos, oscuros y tiernos. Él apoyaba sus nudosas manos sobre los estrechos hombros de ella, en una postal de forzada cordialidad. Ambos sonreían; no así como los tres o cuatro zagales que había repartidos a ambos lados en segundo plano. El hombre tenía la nariz afilada y unos ojos pequeños pero extremadamente vivos a los que no había detalle que se les escapara. Tuve que frotarme en la cara con fuerza para terminar de creerme la escena que se desarrollaba frente a mí.

-Hola, Alexánder -dijo el hombre sin perder la sonrisa.

Un escalofrío me surcó la espalda al escuchar mi nombre completo después de tanto tiempo de ser Álex, o como algunos ya me llamaban: el Mono.

-¿Quién eres? ¿Cómo sabes mi nombre? -contesté, tratando que mi voz no pareciera la de un recién despierto.

Si lo conseguí o no quedó de momento suspendido en el misterio, pues de la cara de mi interlocutor no se escapó ni una leve señal que lo indicase.

-Soy José Manuel de Zúñiga, pero puedes llamarme Zuñi -dijo tan ceremonioso como pudo-. Éstos son mis chicos. Venimos a ofrecerte un sitio mejor para ti: una cama, comida, bebida... todo lo que puedas desear.

Recuerdo haberme extrañado tanto con aquella visita que dudé por momentos si seguía durmiendo, o si el haber tomado algo en mal estado me estaba provocando alucinaciones. La desconfianza que se había instalado en mi forma de actuar desde hacía tanto que ni recordaba, se despertó también entonces.

-Ya tengo sitio donde estar, duermo sobre una cama, y como puedes ver me tengo sobre mis pies; y eso es porque como y bebo.

-Ya veo que sobre todo bebes -sonrió, arrancando las risas de todos menos la mía-. La cama que te ofrezco es mejor, Alexánder, más segura y caliente. Y sin olor a pis.

Volvieron a escucharse las risas recorrer el descansillo de la escalera. Más fuerte en esta ocasión. No me sentó nada bien, pero eso precisamente me hizo dudar de mí mismo, en todo lo que rodeaba mi incoherente forma de actuar. Y mientras yo había caído preso de mis propios pensamientos, él prosiguió hablando, enmarañándome aún más.

-Mira lo que te traemos, Alexánder -volvió a decir con voz suave-. Un regalo para ti.

“¿Un regalo?”, pensé. Hacía tanto que no escuchaba esa palabra que la creía extinta. Automáticamente al escucharle, y ajena a mis tribulaciones, la niña pequeña ensanchó aún más su sonrisa y alzó ambas manitas. Allí sostenía una hogaza de pan tan grande que hubiera sobresalido depositada sobre un plato mediano. Su corteza estaba tostada hasta alcanzar un tono marrón, y se veía apetitosa y crujiente. Mi estómago pareció contraerse de golpe, rozando sus paredes entre sí y emitiendo molestos ruidos y vibraciones. Llevé instintivamente una mano a la vacía barriga intentando aplacar así el hambre. Mi boca se saturó de saliva ipso facto. Mi cuerpo parecía sublevarse por momentos. Gracias a mi desconfianza natural me sostuve en el sitio en principio, pero nadie allí, comenzando por mí mismo, dudaba de que pudiera contenerme por mucho.

-Tómalo, Alexánder; es para ti -insistió él haciendo un gesto con su mano.

La vocecilla que en mi interior seguía repitiendo “no lo hagas, cierra la puerta y acuéstate de nuevo”, se fue viendo aplastada, anegada por una incontenible marea de saliva. Cada vez que tragaba sentía verdadero dolor cayendo esófago abajo. Extendí mi brazo lentamente, demasiado para lo muchísimo que deseaba tomar aquel pedazo de pan, y finalmente lo agarré. Su tacto era suave, y ya podía paladearlo. Pero en una demostración de fuerza de voluntad sin precedentes, me lo guardé tras la espalda. Zuñi arqueó una ceja en un gesto que pudo hacer pasar por sorprendido, pero que bien podría ser de cierta decepción.

-¿No piensas probarlo? -me preguntó canturreando.

-Sí, pero lo haré tranquilo en casa, sobre la mesa de la cocina -respondí-. Yo solo, a mi rollo.

-¡Vamos! -insistió-. ¿Vas a hacernos el feo de no comerte el trozo de pan que hemos venido a traerte? No me puedo creer que respondas a un gesto tan bonito con otro tan feo.

En ese momento estaba definitivamente convencido de que habían echado algo al pan para dejarme dormido o envenenarme, o no sé qué más.

-Sí, me lo tomaré -terminé respondiendo-. Pero cuando lo crea necesario. Ahora mismo no tengo hambre.

La ceja del hombre se volvió a arquear al escucharme, tanto que parecía que podría salírsele de la arrugada frente. No me creyó, evidentemente.

-Gracias -dije tras llevarme un rato buscando esa palabra que hacía tanto que no oía decir-. Si tus intenciones son tan buenas como dices, te marcharás de aquí en paz.

Los zagales que le escoltaban se removieron incrédulos e indignados por la osadía que acababan de oírme decir. Sus rostros eran tan hostiles como todos los de los chicos de esa edad que conocía, pero se volvieron aún más fieros ante mi negativa. Sin embargo, Zuñi permaneció sereno y con la vista muy fija en mí. Soltó media sonrisa levemente complacido y alzó una mano para tranquilizar a sus muchachos sin molestarse en volverse hacia ellos.

-Por supuesto que mis intenciones son buenas -dijo-. Eso es tan cierto como que eres un maleducado. Pero te comprendo. Lo has tenido que pasar muy mal hasta llegar a este día, y eso explica que no hayas tenido tiempo de aprender buenas formas. Te comprendo y te perdono. Por todo ello no sólo te permitiré comerte lo que te he traído, sino que también te dejaré la invitación de venir conmigo y mis chicos a mi casa. ¿Sabes leer?

Si hubiera existido algo de vergüenza en mi ser, me hubiera quedado callado por la flagrante falta de respeto que estaba mostrando hacia aquel desconocido. Hasta yo me di cuenta. Pero eso de la vergüenza se me debió de perder hace tiempo en algún callejón de los que frecuentaba, y hasta me permití indignarme por esa pregunta.

-¡Claro que sé!

-Estupendo -contestó sin inmutarse-. Toma este papel. Ahí viene escrita la dirección de nuestra casa y la forma de llegar desde la estación de Bambú. Allí serás bienvenido, y otra hogaza de pan como ésa que hay en tus manos te estará esperando.

Y tras tenderme un pequeño trozo de papel manuscrito se quedó inmóvil, mirándome altivo, esperando una reacción mía. Yo me quedé un poco descolocado, sin saber muy bien qué hacer. La verdad era que no esperaba que aquel hombre encajase de una forma tan caballerosa mi negativa y mi desfachatez. Mi teoría sobre que nadie que hablase podía ser bueno se venía abajo por momentos y en contra de mi voluntad.

-Gracias -terminé por repetir en un ridículo balbuceo.

Yo fui el primer sorprendido al hacerlo. Él arrugó las comisuras de la boca de la amplia sonrisa que me ofreció, la más espléndida que había mostrado hasta entonces.

-Muy bien, allí te esperamos. Y que te aproveche.

Y sin más se dio la vuelta y abandonó la planta con dirección a la calle. Los chicos que iban con él me dedicaron duras miradas de perdonavidas antes de retirarse. Pero no dijeron nada. Yo les devolví la mirada con desdén, como solía hacer con los chicos así, y me quedé un rato allí de pie hasta que me di cuenta de que estaba mejor dentro de la casa con la puerta cerrada. Recuerdo que tenía tanta hambre que no esperé a llegar a la cocina y poner el pan sobre un plato. Comencé a devorarlo desde el mismo momento en que cerré la puerta, regando con sus migas todo el suelo. Cuando hube terminado me ocupé en recolectar los restos y migajas y guardarlas en un recipiente de cristal que parecía estar más o menos limpio. Seguí temiendo por mi salud al meterme aquello en el cuerpo, pero no podía decir que no, sobre todo conociendo que ya lo único que me faltaba por comer era carne de ser humano. Era lo último que me quedaba por hacer.

Hice la feliz digestión en la cama, dejándome llevar por el roce de las plumas de las alas de Morfeo. No recuerdo haber dormido mejor desde entonces. Al despertar acudí sin dudarlo a ver a mis compinches y a contárselo todo. Yo estaba extasiado, pero no recibí mayor respuesta de ellos: no me prestaron demasiada atención, o bien porque no me creyeron, o porque no les importaba en absoluto, o porque simplemente al poco preferimos adormecer nuestras conciencias con nuevos tragos de alcohol sacado de un almacén abandonado que no parecía tener fin. Creo que esa vez fue tequila, como podía haber sido otra cosa. Y así me quedé, teniendo de nuevo la extraña sensación de haber soñado algo especial cuando la resaca volvió a despertarme la tarde siguiente. Tardé en comprobar que no había sido un sueño por la intriga que crecía en mí. Intriga por saber algo más de la misteriosa figura que me había visitado aquella tarde sin ser invitado. El papel con las señas lo demostraba, incitaba a mi mente a esforzarse para recobrar aquel recuerdo del vacío de mi memoria. Y así, poco después me encontré a mí mismo en las inmediaciones de la estación de Bambú, buscando un punto en el mapa que se correspondiera con la casa de Zuñi y sus muchachos. No estaba del todo convencido de lo que aquello podía...

-Hola, Mono.

Álex abre los ojos de sopetón, sobresaltado por la misteriosa voz que le habla desde algún punto perdido entre la penetrante oscuridad. Vuelve a estar en la celda, se teme.

-Despierta, muchacho -dice la voz.

Es la del comisario.

“Mierda.”

Vuelve a estar en la celda, ya es seguro. En realidad nunca ha dejado de estar ahí tirado. Palpa a oscuras todavía bajo los efectos del sueño.

-Llevas casi un día entero ahí metido tú solo. ¿No te alegras de escucharme? He venido para hacerte compañía -dice con una voz forzadamente aterciopelada.

Álex hace una invisible mueca de evidente asco mientras trata de vencer a la desorientación. De repente, una aguda punzada le atraviesa la médula de parte a parte, dejándole frío y casi sin respiración. Su instinto le ha enviado un aviso urgente. Álex recuerda la última conversación que tuvo con el comisario: no es algo alegre y casual el que esté ahí tratando de parecer la persona amable que no es. Se incorpora rápidamente. El comisario lo oye moverse y se percata de su nerviosismo.

-¡Vaya! Parece que por fin te has levantado. ¡Bravo!

-¿Qué quieres? -pregunta Álex distante.

-Hacerte una visita, Álex, ¿qué voy a querer? ¡Muchachos, luz!

Un casi imperceptible zumbido anticipa el breve parpadeo con el que la lámpara fluorescente se enciende. Están frente a frente, pero la macilenta luz no es aún soportada por las pupilas marrones de uno y la única pupila gris del otro, acostumbradas a la penumbra. De cualquier forma se buscan. El comisario está visiblemente cansado, pero el estado físico y anímico de Álex es bastante peor. Antúnez sonríe al comprobarlo.

-¿Cómo te encuentras, chico? ¿Has dormido bien? -pregunta irónico.

No recibe de Álex más que una mirada de profundo desprecio. Tampoco parece importarle ser ignorado, y sigue sonriendo satisfecho.

-¿Estás listo?

Rápido como un rayo, un escupitajo sale de la boca de Álex, atraviesa los barrotes, e impacta bajo el ojo sano del comisario.

-Sí -responde el chico desafiante.

Hasta seis agentes de policía uniformados con el traje antidisturbios hacen su aparición en el pasillo, tras las espaldas de Antúnez. Éste se seca la cara pacientemente, tratando que la ira, que sin duda siente, no se apodere de él.

-Bien, me alegro -dice con sorna mientras se seca la cara-. Me preocupaba haberme retrasado demasiado y haber dejado que te pudrieras aquí dentro más de la cuenta. Lo siento, no hemos podido llegar antes. ¿Sabes? Los días son largos, y este curro, acaparador: no es cualquier cosa el estar matando día tras día a hijos de puta como tú, te lo aseguro. Pero por muy cansado que me encuentre siempre consigo sacar fuerzas para venir a hacerte una visita, ¿no te parece un bonito detalle? Me quito de mi propio tiempo horas de sueño con tal de estar contigo.

Consigue arrancar las risas de sus recién llegados acompañantes. Está exultante. Álex sigue manteniendo la mirada dura y desafiante; es lo único que puede hacer, y hasta le cuesta trabajo conseguirlo.

-He estado hablando con los chicos -continúa Antúnez-. Hemos decidido que tener un huésped tan especial requiere una celebración también especial. Por eso mismo te hemos preparado una fiesta.

Risas a un lado, rejas en la mitad, desprecio al otro.

-Se nos acaba de ocurrir, no te creas, pero ello no le restará ni un ápice de emotividad. Queríamos que fueras el primero en enterarte. Y ni te imaginas nuestra sorpresa al descubrir que estás tan entero y dispuesto como para poder disfrutar de nuestra celebración.

Carcajadas tan fuertes que atraviesan las rejas, bordean a Álex, rebotan en la pared a sus espaldas, pasan de largo otra vez sobre el chico, cruzan el hueco de los mismos barrotes, y vuelven a los policías por sus oídos.

-¿Qué me dices?

Álex trata de no mostrar el horror que le está produciendo esta macabra escena. No sabe si lo está consiguiendo, por lo que termina de tragar la saliva que tenía en la garganta, y se aclara la voz como mejor puede sin que se entere nadie.

-Ven a por mí -se limita a decir.

El comisario hace un gesto con su mano, e inmediatamente uno de los agentes introduce la llave en la cerradura. La puerta se abre, y cinco policías entran en la celda. El chico se resiste como mejor puede, soltando al aire puñetazos y patadas. Pero son demasiados hasta para él. Lo inmovilizan con bastante facilidad contra el suelo. Lo esposan y se lo llevan en andas como si de un trofeo de caza se tratase. Álex se desespera al verse transportado de ese modo por entre los pasillos de esa sucia comisaría. Forcejea inútilmente. Entran en una habitación no demasiado lejana y relativamente grande, como unas cuatro o cinco veces mayor que su celda. La responsabilidad de la iluminación recae sobre una única lámpara de techo que cae por un cable hasta la altura de las cejas de un hombre de tamaño normal. La bombilla que se halla en medio focaliza un amplio círculo, pero no lo suficientemente amplio para toda la sala. Las esquinas quedan a oscuras, así como la inmensa mayor parte de las paredes. Lo sueltan justo en medio de la sala como a un fardo. No hay muebles ni nada más, a excepción de un palo pegado al suelo en el que hay atada y enrollada una cadena mohosa.

-Desnudadlo -ordena Antúnez.

No le quitan las esposas, por lo que tienen que rajarle la camiseta. Al poco está desnudo y boca abajo. Sus desesperados movimientos por liberarse de sus ataduras y sus captores resultan ahora más patéticos que nunca.

-Ponedle el collar.

Álex ve cómo uno de los agentes desenrolla la cadena y ata uno de sus extremos a un collar que parece de perro. El otro extremo continúa unido al palo. Le ponen el collar entre dos ante las desesperadas e impotentes sacudidas del muchacho. Uno de los agentes le da un sonoro bofetón en la cara cuando termina.

-Muy bien. Álex, te voy a explicar en qué consiste este pequeño juego que hemos preparado para inaugurar la fiesta. ¿Ves estas porras? -pregunta el comisario mostrándole una muy cerca de la cara-. Pues son unos artilugios muy especiales y caros. En esta comisaría sólo contamos con cinco, y las vamos a usar todas contigo en exclusiva, ¿no se te llena el pecho de orgullo? Las utilizamos para atizar a los indeseables como tú, y producen unas graciosas descargas eléctricas cuando golpean por una de sus puntas. Podrían llegar a dejarte inconsciente, pero ése no es nuestro propósito, por lo que las regularemos hasta dejarlas al mínimo de potencia. No te preocupes, aún así siguen siendo muy dolorosas.

“Luego está aquel palo, el del suelo, que si bien no produce ningún daño, también tiene una utilidad muy divertida. Estás atado a él como un sucio y asqueroso perro para que no des rienda suelta a esa repugnante costumbre tuya de darte a la fuga. Pero como nos gusta el movimiento, no te dejaremos quedarte quieto alrededor de él. Vamos a rociar las losetas inmediatamente contiguas al palo con brasas, brasas candentes, para que duermas caliente por primera vez en tu puta vida. ¿Te parece buena idea?”

Los agentes ríen con ganas, agitando las porras eléctricas por el aire, haciendo un ruido sordo y magnético que a Álex no le hace demasiada gracia. El chico hubiera escupido a la cara del comisario pero sigue tendido bocabajo. No sabe a qué sentimiento corresponde la horrible sensación que le invade, que le agita cada vello del cuerpo, que le sale del espinazo y se expande hasta abandonarle por los poros de la piel. ¿Es miedo? No lo sabe. O tal vez sí que lo sepa cuando ve a un policía llegar con una especie de espuerta metálica que humea exageradamente.

-Echadlo a un lado -ordena el comisario.

Un par de agentes toman a Álex por los brazos y lo alzan hasta llevarlo tan lejos como permite la cadena, a unos dos metros y medio del palo. Desde allí puede ver cómo el policía esparce por el suelo con extremo cuidado ciscos candentes.

-No la vacíes del todo -dice el comisario riendo sardónicamente-: deja algo para después.

El agente obedece, y dejando en un rincón la espuerta, comienza a dar forma más o menos circular a las brasas al rojo vivo que hay en el suelo.

-Muy bien, ponedlo de pie, no perdamos más tiempo.

Álex ya se sostiene sobre sus dos desnudas y temblorosas piernas. Trata de situarse, de calcular el espacio del que dispone: se maldice al comprobar que no es demasiado, y eso le pone aún más nervioso.

-¡Al mínimo, chicos!

Los agentes llevan sus manos a la base de las porras para regular una especie de control muy simple en forma de rueda. La luz que hay en las puntas centellea de un modo más débil, pero eso no impide que sigan zumbando cada vez que atraviesan el aire cargado de la sala. El baile está a punto de comenzar y Álex no está preparado en ningún caso. Ve claro que con las manos a la espalda ni siquiera tendrá opción de esquivar el primer golpe. De un acrobático salto encoge las rodillas en el aire y se las lleva al pecho, dejando vía libre a sus brazos para pasar hacia delante por debajo de los glúteos. El policía que tiene en frente le mira asombrado por semejante muestra de agilidad, pero pronto carga contra él. Éste lo esquiva sin problemas. Álex le hubiera dado una patada en el desprotegido costado, pero tiene que volver a realizar una finta para no recibir el golpe del siguiente policía que le ataca. Y una más con el siguiente, cuya porra ha pasado muy cerca. Cuando se prepara para esquivar el siguiente golpe, un agente le da una patada por la espalda, golpeándole en una pierna. Se desestabiliza, y recibe un porrazo por parte del comisario, aunque por suerte éste no iba acompañado por descarga alguna. Retrocede un par de pasos, pisando las brasas. Da un grito espeluznante, y sale al frente con un salto guiado más por la intuición que otra cosa. Queda a merced de otro agente, cuya embestida evade a duras penas. Otro policía consigue soltarle una descarga por la espalda. De nuevo Álex suelta un aullido desgarrador. Se vuelve, pero está en medio de los enemigos, que mueven las porras amenazantes hacia delante y hacia atrás. Sortea un golpe, el segundo también, pero siente el calambrazo del tercero. Se tambalea, pero sigue en pie. Sabe que si sigue en ese lugar va a terminar recibiendo indefectiblemente más y más. Retrocede dando uno, dos, y hasta tres pasos sobre las brasas. El dolor de sus pies es indescriptible. Esquiva el cachiporrazo del policía que le recibe y le suelta una patada en el estómago. Éste se dobla sobre sí mismo, y por mucho que intenta aguantar, no consigue evitar que el Mono le arrebate su arma. Recibe una estocada en el cuello que le hace soltar un alarido y caer sobre el fuego del suelo. Su uniforme prende inmediatamente por muchos puntos, y no es hasta que rueda sobre sí mismo cuando logra librarse de las incipientes llamas.

Álex lucha de tú a tú con su nueva arma en las manos, pero pronto es rodeado. Por muy rápidos que resultan sus movimientos, no consigue impedir que los policías le empujen hacia las brasas de nuevo. Se resiste a caer, pero no puede soportar el intenso dolor que las descargas expanden por su piel una y otra vez. Suelta su porra sobre las brasas, y ésta comienza a quemarse del mismo modo que las plantas de sus pies. Aprieta los dientes para salir de ahí, pero aunque toma mucho impulso, no puede resistir a las nuevas descargas que ahora le caen de frente y sin piedad. Le dan un golpe en el estómago que le hace rodar por los suelos sin respiración. No por mucho tiempo, pues necesita aire para expresar el terrible dolor que experimenta al entrar en contacto con los trozos de madera candentes. Sale como puede de ese pequeño infierno, recibiendo quemaduras por espalda, glúteos, ambos costados, palmas de las manos y rodillas. No se puede levantar, pues las porras de sus enemigos comienzan a aguijonearle ansiosas y sin piedad. Las descargas son tan múltiples y repetidas que Álex las siente como una sola que no para de hacerle temblar. Cree que los ojos se le van a salir de las cuencas y que la cabeza le va a estallar. Es tan intenso el dolor que siente, que pronto olvida las horripilantes quemaduras que cubren su piel.

-¡Basta! -ordena pronto el comisario-. Parad o nos lo vamos a cargar.

Los agentes consiguen dominar su furia asesina y cesan con el ensañamiento. Álex se levanta torpemente sobre sus brazos y vomita el poco líquido amarillo verdoso que puede salir de él: lleva demasiadas horas sin probar bocado. Sigue retorciéndose por un buen rato tratando de eliminar cualquier rastro de alimento de su interior, pero no consigue sacar nada más. Cae exhausto sobre su propio vómito. Respira con mucha dificultad. El comisario se le acerca jadeando sin quitarle el ojo de encima, expectante. Sonríe endiabladamente: aún no se da por satisfecho. Se agacha hincando la rodilla derecha sobre la espalda de Álex, justo en medio de sus omóplatos. El chico suelta un quejido que es pronto silenciado por la falta de aire y fuerzas.

-Todavía no hemos terminado contigo -le dice-.

Mete su mano en la espuerta que hay ahora mismo a su lado y, con los guantes del uniforme de antidisturbios que lleva puesto, agarra un cisco con los dedos. Busca una zona de la castigadísima espalda de Álex que no haya sufrido ningún ataque aún, y se la clava. La carne y el guante se queman a partes iguales, pero sólo es el grito del muchacho el que retumba entre las paredes. Repite la operación en otro punto con idéntico resultado.

-¿Qué te parece, Mono? ¿Te gusta?

Álex no responde. Simplemente no es capaz de hacerlo. Su cara está empapada por el sudor, las lágrimas y la bilis.

-Dele en las quemaduras, señor -opina un agente.

-No. Si le quemo en la quemadura sólo sentirá dolor brevemente. Le haré más daño, pero al quemarle las terminaciones nerviosas dejará de sufrir. Y yo quiero que se retuerza.

El chillido de Álex vuelve a desgarrar con fuerza el ambiente de la sala. Antúnez toma otro trozo ardiendo, y se lo lleva esta vez hasta la corva, justo por detrás de la rodilla. La reacción del chico es bastante más exagerada que la anterior y varios agentes tienen que sujetar sus extremidades. Esto llena de satisfacción al comisario que, lejos de parar, vuelve a aplicarle la brasa igualmente, pero en la otra pierna. Álex siente cómo deja de sentir, las fuerzas le abandonan, y la vista se le nubla. No soporta más semejante suplicio y pierde el conocimiento. Antúnez es consciente de ello, pero aún así sigue un rato más. Termina por aburrirse al recordar que sin los gritos del muchacho no tiene interés alguno: ya no obtiene placer. Se levanta pesadamente y se retira.

-Ya es suficiente por hoy. Llevadlo a la celda.

*

-¿Qué te pasa? Tú ya no tan seguro, ¿eh? Tú cagado de miedo cuando yo acerco UZI a tu cara de pijo comemierda.

No recibe palabra alguna como respuesta, aunque sí miradas nerviosas que no duran fijas en el mismo punto ni una milésima. Lejos de parar, Charlie continúa acosando a su presa, pues siente verdadero placer al ver cómo se retuerce de miedo.

-Todos pijos de mierda iguales, joder. No vale para nada. Y yo si ni puedo contenerme pegarte ti y tu cara de gilipollas.

Le da un sonoro tortazo con la palma abierta. El hombre, con las muñecas atadas a la espalda, no puede más que cerrar los ojos al ver llegar el golpe.

-¡Ah! -emite un quejido casi inaudible.

Casi.

-No te queje tú más, cojones -le dice, golpeándole de nuevo y con más fuerza en la cara-. Tú igual que nena hambrienta. Qué digo igual, peor. ¿Y esto mierda qué coño es?

Le señala al pecho, al interior de la camisa cerca del cuello. El hombre se queda mudo, ahogado por el pánico al ver el dedo indicándole. Sus dientes chocan entre sí a toda velocidad produciendo un molesto castañeo. Y aún es peor cuando Charlie le acerca la metralleta hasta tocarle los vellos. El hombre piensa que se le va a salir el corazón de un momento a otro cuando nota el frío metal rozarle. Pero el muchacho no pretende matarle, sólo joderle. Retira la metralleta, enganchando con la cortísima parte final del cañón una cadena plateada. Colgando de ella hay un modesto crucifijo.

-¿Qué puta basura es esto? -le pregunta con una risa despiadada-. ¿Te estaba guardándolo, eh? Querías quedártelo tu, ¿eh? ¿Creía tú que no me entera?

De improviso le propina un puñetazo en plena cara que resuena por las paredes de la habitación.

-¡Ah! -no puede evitar quejarse el hombre.

Todos los presentes se giran para ver qué ocurre, pese a estar escuchando y tratando de ignorarlo desde que empezó. El espacio es demasiado reducido como para que pase inadvertida la escena.

-Esta mierda tú no sirve de nada, ¿entiendes? -le sigue diciendo a sabiendas de que también está siendo observado por sus dos compañeros-. Puta mierda religiosa de Cristo y la puta madre que lo parió. Repite tú con yo: Cristo mamón, Cristo maricón...

-Bueno Negro, joder, déjalo ya, ¿no? -dice Tubo bastante incómodo.

Charlie se vuelve hacia él haciéndose pasar falsamente por sorprendido y ciertamente importunado por la interrupción.

-Tú calla, niñato capullo. Nadie te invita esta fiesta tú, ¿eh?

-Me suda la polla, tío -replica-. Ese viejo nos va a hacer falta después, y como sigas así le va a dar algo. Muerto no nos sirve.

-¡Mierda para tu boca! Puedo hacer con éste lo que me dé la gana a mí.

-Pero no así, cojones. Al final la terminarás jodiendo; como siempre, gilipollas de los huevos.

Charlie deja caer el crucifijo que hasta entonces seguía suspendido del cañón de su UZI para poner el arma entre ambos. Tubo, tendido justo a su lado, se queda inmóvil tratando de no mirar la metralleta que se le acerca. La expresión de Charlie es algo más que desafiante: es un gesto que roza la locura. Inspira temor a cualquiera que lo ve. Un gesto que nadie como él sabe hacer y al que, por muchas veces que lo hayas visto, jamás logras acostumbrarte. Sabe que Tubo es especialmente susceptible a esto, y lo explota al máximo.

-Este moro de mierda sólo sabe hablar bien cuando dice tacos -dice Tubo tratando de defenderse de su mirada.

No recibe una respuesta inmediata. Charlie parece estar pensándose la réplica sin apartar de él ni un momento sus oscurísimos ojos. Ese silencio augura que algo malo va a ocurrir. Tubo aguarda temeroso lo mejor que puede.

-Tú no sabe lo mucho que mata esta UZI; tú no tiene idea -le susurra amenazador mostrándole la metralleta a muy pocos centímetros de la cara.

-¿No os parece que ya está bien de hacer el imbécil? -dice Álex tratando de poner algo de paz-. Estamos a la espera de entrar en acción y vosotros os empeñáis en tontear como principiantes. No seáis críos, hostias.

El Mono, aunque se encuentra a pocos pasos de ellos, es el único que no está cuerpo a tierra. Se sostiene en cuclillas, observando tras los visillos de la ventana qué ocurre más allá del cristal. Los dos chicos enfrentados están completamente tumbados y continúan sosteniendo una férrea mirada de duelo. No añaden nada nuevo, tal vez a causa de la intervención de Álex: sus palabras llevan la razón. Por una décima, Charlie consigue atisbar un chispazo de temor en los ojos de su adversario, que aguanta a duras penas el desafío. La tensión se mantiene por unos instantes más, que a Tubo le parecen interminables. Charlie está disfrutando con la situación: se lo ha llevado a su terreno y no muestra reparos en jugar con ventaja.

-Tú muerto al final de día, juro ti por mi madre.

Y se golpea exageradamente con el puño en el pecho.

-¡Negro! -exclama Álex tan bajo como puede-. ¡Me cago en el General! Nos van a descubrir. ¿Quieres cerrar el puto pico de una vez?

-¡Eso! -corrobora Tubo un tanto aliviado por lo que considera el apoyo de Álex- Cierra esa bocaza antes de que pase algo feo.

-¡Y tú cállate también, joder!

-¿Yo? Pero si es él, ¿no lo estás escuchando? ¿No ves cómo trata al prisionero?

-¿Y a ti qué hostias te importa ahora el puto prisionero?

-Pues sí que me importa. No quiero que le diga esas cosas.

-¿Qué cosas? ¿Pero qué dices?

-Eso de Cristo.

-Pero si tú eres el primero que se caga en Dios a poco que se te caiga una cerilla al suelo.

-Ya, pero no quiero oírlo de su sucia boca. Él lo dice con mala intención: no es lo mismo.

Álex se queda boquiabierto. No se explica nada de lo que está pasando, aún cuando está acostumbrando a las estúpidas y continuas riñas entre ambos chicos. Ve como algo normal discutir, incluso es a veces divertido, pero lo de aquellos dos hacía mucho que no era sano. Era una situación que se estaba viciando peligrosamente.

-Bueno, ya he oído suficiente mierda. ¡O dejáis de discutir ahora mismo, u os mando a tomar por culo! Sois unos gilipollas los dos. Nos vais a costar muy caro. Os recuerdo que Ion y Aury están ahí fuera esperando que les cubramos. Cualquier fallo por nuestra parte puede costarles la vida, coño. Si no teníais bastantes cojones como para hacer este trabajo haberlo pensado mejor antes.

Se hace el silencio en aquella habitación de nuevo. La situación parece haberse solucionado por momentos, y Álex vuelve a asomarse cauteloso a la ventana. Mientras, los otros dos chicos procuran no cruzar sus miradas. Pero Tubo nota cómo aquellos ojos negros como la noche están clavados en su mejilla: y no se mueven de ahí ni por casualidad. No puede evitar contestarle. Se gira hacia él para quedar una vez más frente a frente. Lo que se encuentra no es halagador: el Negro tiene el ceño fruncido especialmente fuerte y la mirada tan fija en él que casi le hace daño. Pero su boca está sonriendo, haciendo el gesto más macabro aún. Por poco tiempo, ya que al momento saca la lengua doblada sobre sí misma como un rulo, y se la muerde enérgicamente. Da la impresión de que estuviera devorando una salchicha de las gordas. A la misma vez se pasa lentamente el dedo pulgar por el cuello de lado a lado. “Estás muerto”, viene queriendo decir. Tubo consigue contener el escalofrío que de sopetón le sacude la espalda al verlo. Hace un gesto de desprecio para ocultar su ya evidente miedo y se gira de inmediato hacia Álex para ignorarlo. “Paso de ti”, es lo que significa.

-Atentos, chicos -dice Álex sin dejar de mirar por la ventana-. Ya está ahí.

Tres pisos más abajo aparece Aury cruzando la calle sin mirar más que hacia su objetivo, en algún punto más adelante. No hay problema, pues pese a ser mediodía la calzada está huérfana de circulación, como siempre. De no saber que esa chica es la Dedos, resulta casi imposible de reconocer en la distancia. Su disfraz de niña de bien consiste en una sudadera azul oscura casi negra, y una falda vaquera desgastada y también oscura que le tapa las rodillas. Además de sus poderosos gemelos, completamente desnudos hasta las botas, se intuye un poco de sus piernas de velocista. Lleva el pelo humildemente recogido en una alta coleta que le cae hasta la mochila de su espalda, y donde guarda de estraperlo un fusil automático. Sus manos van pegadas a su estómago, guardadas inofensivamente en los bolsillos de la sudadera. Verdaderamente tiene poco de la plometa que todos en la calle saben que es, pero Álex la puede reconocer aunque sólo vea su sombra. Aquella falda que no es suya le aprieta los muslos y las caderas con cada paso que da, haciendo algo más sensual su ya de por sí insinuante contoneo. La coleta se menea de parte a parte como unas graciosas bambalinas. Eso también encandila a Álex. Se excita de tan sólo mirarla, preguntándose dónde esconderá esta vez su inseparable Colt Python. Su imaginación echa a volar, viéndose a sí mismo empujándola contra la pared, cacheándola de abajo a arriba para encontrar el revólver, levantándole la falda, palpando sus piernas, su cintura, su espalda, su culo... Se queda absorto entre sus fantasías, y de no ser por la molesta hinchazón que siente tras los botones de su bragueta, no hubiera vuelto a la realidad hasta pasado un buen rato.

Ya ha cruzado la calle y se dirige hasta la esquina. Mira a un lado y a otro y se queda quieta. “Mierda”, se dice Álex a la vez que se recoloca los pantalones.

-¿Qué pasa? ¿Qué hace? -pregunta Tubo desde el suelo.

-Parece que no ve nada todavía -responde sin despegarse de la ventana.

Tubo y Charlie se vuelven automáticamente hacia el rehén que les mira rígido por el renaciente temor. Tiene el párpado rojo e inflamado por el último golpe recibido. Como era de esperar, no dice nada.

-¿Dónde está puto comeollas? -pregunta el Negro.

Abre exageradamente los ojos como respuesta a las palabras de Charlie. Parece no haber comprendido la pregunta, y no mueve la boca más que para apretar entre sí los temblorosos labios.

-El furgón -le dice Tubo haciendo de una especie de intérprete de Charlie-. ¿Dónde coño está el puto furgón?

El hombre se remueve por el suelo vencido por los nervios. Consigue despegar los labios, pero sigue sin salir ningún sonido reconocible de ellos.

-Responde, mamón -exclama Charlie levantando de nuevo el brazo para golpearle.

El hombre cierra los ojos y se encoge esperando el impacto. Pero al ver que no llega comienza a hablar, o más bien, a tartamudear.

-No lo entiendo. Tenía que estar ya ahí. Se habrá retrasado por algún motivo.

-Más te vale ti que sea eso motivo, puto mamón baboso. Como yo y mis amigos míos aquí para nada yo te lleno ti la cabeza de plomo ¡pum, pum!, ¿entiendes? Puto maricón, qué entiende tú si sólo pijo de mierda. Abre la boca.

El hombre le mira con la cara descompuesta por el pánico. No da crédito ni a sus oídos ni a sus ojos, sobre todo cuando ve cómo el cañón de la mini metralleta de Charlie se va haciendo cada vez más grande hasta tocarle la boca.

-¡Abre la puta boca, joder! -le repite-. Te voy a enseñar ti a no mentir un plometa hijoputa como yo. ¡Que la abras, coño!

El hombre comienza a obedecer cediendo a las presiones de la mano de Charlie, que le empuja sin piedad ni miramientos. Ya tiene el breve pero mortífero cañón entre los dientes. Su organismo no encuentra mejor reacción que llorar, uniéndose sus lágrimas al sudor que ya empapa alarmantemente su cara.

-Yo ahora hago pum, pum y dejo seco tú, puto cabrón. Dejo seco. ¿Qué dice tú ahora, eh, EH?

Tubo está asqueado: hasta a un rebelde como él, acostumbrado a tratar con personajes de la peor calaña, le parece una escena dantesca y desproporcionada. Pero hoy ha aprendido que es mejor permanecer callado, al menos de momento. Mientras esto se desarrolla a ras de suelo, a tan sólo unos pasos, Álex sigue observando por la ventana, obsesionado con lo que pasa fuera. Aury continúa detenida en el mismo lugar, lanzando miradas que consiguen pasar por indiferentes a ambos lados de la esquina. Es una maestra cuando de pasar desapercibida se trata. “Sólo cuando quiere”, piensa Álex con cierta amargura. La calle San Bernardo comienza a estar bastante transitada de gente que viene y va con esa expresión de desánimo que suele ser tan frecuente aquí en el centro; en la ciudad oficial. A Álex no le gusta para nada tanta afluencia de viandantes. Hubiera preferido un lugar más tranquilo donde actuar. Sabe que va a haber lo que en su jerga se conoce como una “ensalada de tiros”, y es muy posible que haya muchos muertos y algún herido: es algo que forma parte de su trabajo. No es que a él le importe en absoluto, pero le resulta chocante cuando esto ocurre con gente desarmada que en principio no ha hecho nada para merecerlo. Y eso pese a que él considera como personas de segunda o tercera categoría a los habitantes del centro, que en su opinión no merecen nada de lo que poseen. Para él siguen siendo personas inocentes después de todo. Es una de las valiosas lecciones que aprendió en La Guerra.

Se muestra cada vez más intranquilo, y su limitado cupo de paciencia empieza a hacer aguas. De pronto, ve aparecer a lo lejos a una pareja de agentes de policía, que pasea altiva por la acera de enfrente. No se puede decir que vayan despreocupados, pues vestir el uniforme de la policía implica un riesgo bastante elevado en esta ciudad y en estos días. Pero sí que no se advierte en sus rostros esa fría tensión que llevan tras sus cascos cuando atraviesan los límites que separan ambos lados de la legalidad: cuando se adentran en el oscuro gueto. Álex se lleva lentamente con ambas manos a Santateresa hasta la barbilla. Inclina levemente la cabeza sobre ella sin perderlos de vista ni un segundo. Están cada vez más cerca; y lo que es peor, hace varios metros que no dejan de mirar a Aury. Ella hace como quien no los ha visto, pero por supuesto que sí.

“Sí, está buenísima”, se dice Álex. “Ahora seguid patrullando o lo que coño sea que estéis haciendo.” Se paran en la esquina opuesta a la chica. Miran a un lado y a otro como si esperasen a algo. Álex traga saliva mientras la yema de su dedo acaricia suavemente el gatillo. Siguen ahí quietos. Se dicen algo y vuelven a mirar ambos hacia ella. Él se pregunta a cuántos metros de distancia estarán. ¿Treinta? ¿Cuarenta? También duda si apuntar a la cabeza o al pecho. Sabe que no hay elección posible desde tan lejos, pero la excesiva confianza en sus posibilidades le suele traicionar de vez en cuando: apunta a la cabeza. Se está debatiendo sobre por cuál de los dos decantarse, cuando finalmente abandonan la esquina y prosiguen con su ruta hacia delante. Álex espera a que se hayan perdido de vista, y no baja el arma hasta que esto ocurre. Resopla aliviado. Mientras, Aury sigue a lo suyo como si nada de lo que hubiera pasado fuera con ella.

-Id bajando ya al portal -dice Álex a los chicos-. Confiaremos en la palabra de este viejo. Esperemos por su bien que todo lo que nos ha contado sea verdad, y el jodido comeollas esté a punto de aparecer. Si no es así, no lo soltéis; nos lo llevaremos con nosotros al barrio y allí le sacaremos la piel a tiras largas desde los padrastros hasta los párpados.

-Muy bien -responde Tubo-. ¿Y qué hacemos con ésos?

Está señalando a la otra pared del cuarto, la que no da a la calle. Allí yacen tendidos boca abajo, atados de pies y manos y debidamente amordazados, cuatro personas adultas, dos de ellas de bastante avanzada edad. Han pasado desapercibidas todo este rato por haber permanecido quietas como alfombras liadas. Pero lo han escuchado y presenciado todo, muertos de miedo.

-Esos cuatro -explica Álex en un tono lo suficientemente alto como para hacerse oír-, como se están portando muy bien, seguirán así de calladitos y quietecitos aún cuando nos hayamos ido. Y así les dejaremos la puerta de la casa abierta para que entre algún buen ciudadano a desatarles. Si no, los dejaremos aquí encerrados a su suerte para que sepan lo que es pasar sed y hambre de verdad. ¿Estamos de acuerdo?

Dos de ellos asienten patéticamente con la cabeza.

-Perfecto. En marcha, chicos. No la jodáis -dice mirando explícitamente a Charlie.

Éste le devuelve la mirada, pero no se da por aludido. Pasa de largo pegando un fuerte empujón al rehén que va delante. El pobre hombre lleva los pantalones empapados de orina. A la zaga va Tubo con gesto un tanto preocupado. Álex le retiene agarrándole por el brazo cuando ya le ha dejado atrás. Le mira fijamente a los ojos al hablarle.

-Niño, ¿qué te pasa, eh?

No recibe respuesta, o al menos no le da tiempo a decir nada antes de que Álex vuelva a tomar la palabra.

-Eres un plometa de la Cruz del Rayo, ¿recuerdas? Has sobrevivido a La Guerra, y a decenas de sangrientas batallas después. Y te aseguro que contarás en el futuro cómo terminó la Rebelión. No debes temer a nada ni a nadie, ¿entiendes? A nadie.

-Ya lo sé, Mono, pero es que este tío es un gilipollas de mierda. Me saca de mis casillas.

-Eso no importa, chaval. Tienes que estar por encima de esto. Somos guerreros, tenemos que estar preparados ante lo que sea.

Asiente con la cabeza ligeramente convencido.

-¿Por qué está con nosotros? -le pregunta-. Si es un jodido psicópata.

“Eso mismo me pregunto yo”, se dice Álex para sí haciendo un esfuerzo considerable por que no sea en voz alta.

-Da igual, tronco. Para bien o para mal el Negro es uno más como nosotros, y deberás aprender a convivir con él. Sus chuleos no son los enemigos más fieros que encontrarás en tu vida. ¿Es ésa la chata de Vico?

El chico mira hacia su regazo, donde acuna con cariño una imponente escopeta recortada y varias veces trucada.

-Sí.

-Pues haz honor a ella y compórtate como un verdadero rebelde. Haz que el Viejo se sienta orgulloso de ti, esté donde carajo quiera que esté. ¿De acuerdo?

-Sí -responde con una ruborosa sonrisa asomándole en la cara.

-Y ahora sal ahí fuera a comerte a esos cabrones, que yo os estaré cubriendo desde aquí arriba.

-Bien. Mono -llama.

-Dime -responde, atento ya a lo que pasa en la calle.

-Gracias, macho.

Álex se gira hacia él con expresión incrédula. Levanta una ceja y le dice.

-Tira ya, maldito capullo, o te mando yo mismo ahí abajo de una patada en el culo.

Tubo abandona el apartamento y alcanza al poco el portal. Allí se encuentra a Charlie sujetando al rehén, agachados ambos tras la barandilla de la escalera. Están demasiado lejos de la puerta como para ver algo de lo que ocurre fuera.

-¿Qué estás haciendo? -le pregunta extrañado.

-¿A ti qué te parece? -responde el Negro de malos modos, como siempre-. Sujeto a comemierda éste para que no salga corriendo.

-Pero desde ahí no haremos nada.

-Por eso mismo tú va a la puerta para ver qué coño pasa en puta calle mientras yo vigilo este prisionero maricón.

-¿Y por qué no te lo traes a la puerta y montamos guardia los dos? -propone.

-Sí, y hacemos foto de familia también. Tú gilipollas del culo. Tú hace caso a mí, y va a la puta puerta cagando leches ya.

Tubo nunca ha sido tan consciente de lo mucho que odia a Charlie como ahora. Sabe que no tienen tiempo que perder, por lo que accede y se coloca a un lado de la cancela metálica. A través de los cristales tiene bastante visibilidad, pero no la suficiente. Por mucho que se escore no consigue ver la esquina donde está Aury esperando.

-¡Joder! No veo un carajo desde aquí.

-Abre la puerta -le ordena Charlie.

Tubo le devuelve una mirada que aúna desprecio y desconfianza, pero termina haciéndole caso una vez más. Se baja la cremallera de la sudadera, y tras ocultar torpemente la escopeta debajo, abre la cancela con cuidado. Se asoma hasta que consigue ver a la chica de perfil. Ella aparenta ensimismamiento, pero ha captado con el rabillo del ojo que su compañero está ahí. Tubo comprende. Echa un rápido vistazo por los alrededores para comprobar que no está llamando la atención de los transeúntes. Él también opina que tal vez hay demasiados. Observa a los edificios que dan a la calle, a sus ventanas sobre todo, pero no parece encontrar lo que está buscando.

-¿Sabes en qué piso se ha metido Ion? -pregunta portal adentro.

-Yo no sé. Tú atento a puta calle y no dice más gilipolleces -responde agrio Charlie.

Tubo se vuelve hacia el exterior maldiciendo el momento en el que conoció la existencia de Charlie el Negro. Se arrepiente con todas sus energías de no haberle metido una bala en la cabeza cuando tuvo la oportunidad. “Bastardo de los cojones”, dice entre dientes. De buena gana se hubiera vuelto y hubiera descargado su escopeta contra él. Y mientras sigue dándole vueltas a su malestar, observa cómo Aury saca sus manos de los bolsillos y se las lleva a la coronilla. Se quita la goma elástica que sujeta su recia cola, y habilidosa vuelve a hacerse otra exactamente igual. Es la señal convenida.

-¡Ya está lista la candela! -expresa Tubo hacia dentro para volver a poner de inmediato sus cinco sentidos en la calle.

El Negro asiente desde su escondrijo sin decir nada. Por la dirección de la mirada de Aury, el chico ve que el comeollas proviene del lugar que el rehén les había indicado. Una sensación de satisfacción y alivio se desata en el interior de Tubo, pero se ve pronto solapada por otra más pesada y densa de incertidumbre: la acción está a punto de comenzar, y eso le produce intranquilidad, como casi siempre. Aury levanta el brazo hacia algo fuera del ángulo visual de Tubo: está haciendo señas. El objetivo no tarda en aparecer en escena. Es una furgoneta bastante simple y rechoncha, pintada de blanco con ondulantes franjas horizontales naranjas y azules. Unas letras redondeadas que pretenden pasar por simpáticas rezan en sus costados: “furgoneta de atención y apoyo al ciudadano”. Coronándolo hay dos megáfonos, uno apuntando al frente, y otro a las espaldas, por donde suelen salir las consignas a favor del Gobierno que tanto detestan los rebeldes. El comeollas sigue su camino y sin necesidad de poner intermitentes ni hacer otra señal, se para a la altura de Aury. Ella les recibe con una de sus radiantes sonrisas, engatusando rápidamente a los dos ocupantes de los asientos delanteros. No se sabe si hay alguien atrás, ni cuántos pueden llegar a ser en total. Pero lo que parece seguro es que irán fuertemente armados. Quienes sí están a la vista son hombres maduros, ataviados con uniformes que consisten en camisas azul celeste y pantalón oscuro. Ella les está diciendo algo que no puede escuchar, pero que les hace sonreír como bobos. Los tiene en el bolsillo. Todo marcha según lo planeado.

Charlie aún no se ha movido, ni ha hecho el más mínimo gesto de tener intenciones de hacerlo. Ve cómo Tubo sujeta la empuñadura de su recortada bajo la sudadera. Está visiblemente nervioso. El Negro deja entrever una sonrisa malévola y se gira hacia el rehén, que no ha cambiado ni un ápice su aterrado rictus.

-Ya puede irte tú -le susurra.

El hombre no se puede creer lo que oyen sus oídos. Pestañea repetidas veces como para comprobar de algún modo que lo que le dicen es cierto.

-Tú ya no hace ni puta falta aquí. Vete.

Sigue sin recibir respuesta. Charlie se desespera por momentos. Saca rápidamente una navaja multiusos de uno de sus bolsillos, y corta de un golpe la cinta de plástico que aprisiona las manos de aquel hombre.

-¡Vamos, hijo puta! ¡Corre!

El hombre se lleva las manos por fin libres a las doloridas muñecas. Comienza a creer que lo que le dice aquel rebelde es cierto. Se apoya en el suelo para ponerse en pie, y tras unos momentos en los que no sabe hacia dónde ir, se dirige cada vez más rápido y convencido hacia la puerta. Tubo, concentrado en cuerpo y alma en lo que pasa con el furgón, no se da cuenta de la presencia del hombre hasta que no le pasa por delante de las mismas narices. Fue visto y no visto. Nada más poner un pie en el asfalto emprende una frenética carrera como galgo al que le sueltan la correa. Ver a un hombre de mediana edad correr por la calle como un chiquillo sí que no es algo habitual, y aunque de momento no dice nada, comienza a llamar poderosamente la atención con cada paso que da. Tubo se queda paralizado, clavado en el sitio sin saber qué hacer. Duda entre permanecer en su posición ignorándole, ir a por él, o dispararle. No sabe cuál de las tres opciones es la acertada; sólo sabe que haga lo que haga aquello pinta muy mal. Se gira hacia Charlie buscando una explicación, pero se lo encuentra dirigiéndose a toda prisa hacia la puerta con la metralleta en la mano.

-¡Socorro! ¡Rebeldes! -exclama por fin el hombre a los cuatro vientos.

Ni siquiera se ha percatado de dónde está el furgón que significaría la salvación. Charlie apunta hacia el prófugo con su mini metralleta y sin bajarse del bordillo del portal le lanza una ráfaga, poniendo fin a su huida.

“¡Mierda!”, piensan al unísono cada uno de los chicos desde un punto distinto de la calle.

“¿Pero qué cojones haces? ¿Por qué disparas? ¿Por qué eres tan gilipollas?” Son algunas de las preguntas que se agolpan a la vez en la cabeza de Tubo al ver a Charlie con su arma en ristre. No pronuncia ninguna de ellas, pues han descubierto absurdamente su posición, y ahora están automáticamente en el punto de mira de las armas del enemigo. Y en su propia casa. El chillido instintivo de varias de las muchas mujeres que circulan por la hasta entonces apacible calle, termina por anunciar la presencia de los rebeldes en la ciudad oficial. Entonces todo se precipita. La primera en reaccionar es Aury, antes incluso que el propio Charlie. Se agacha de inmediato para facilitar los disparos que tienen que acudir irremediablemente hacia los policías. De no haber sido por sus centelleantes reflejos, podría haber caído bajo el fuego que el Negro comienza a descargar contra el furgón. Pero curiosamente no es ninguno de sus disparos el que hace blanco en el copiloto; una bala llegada desde las alturas atraviesa certera el corazón de aquel hombre, acabando con él casi al instante. Álex intenta repetir el acierto con el conductor, pero la chapa del techo lo impide por hasta tres veces: está completamente fuera de su campo visual. El conductor se saca una voluminosa pistola de la cartuchera, pero no logra hacer nada con ella. Aury ha sido de nuevo la más rápida, y se ha sacado su revólver de la espalda, escondido hábilmente entre la mochila y el cuerpo. Un disparo en el hombro y otro en la clavícula bastan para dejar fuera de combate a aquel tipo. Se levanta de un salto, abre la puerta y deja caer al alquitrán el cuerpo inerte del copiloto. Luego desarma al aturdido conductor y lo saca a patadas del vehículo.

Tubo acude corriendo hacia el comeollas, consciente de que su arma es más efectiva en distancias cortas. Pronto se ve frenado al ver que las puertas traseras del furgón se abren estrepitosamente y de par en par. Como todos temían, los comeollas llevan policías en su interior; y armados hasta los dientes. Cuatro hacen su aparición con los chalecos antibalas a medio poner, evidentemente sorprendidos. Sólo tres llegan al suelo en pie, pues uno de ellos cae bajo el fuego que escupe el fusil de asalto de Ion. El muchacho, oculto hasta ese momento, abre fuego desde la ventana del segundo piso del edificio de enfrente. Tubo se parapeta tras un árbol reseco. Los policías están sobresaltados, sin saber exactamente contra quién o qué están luchando. Al único que ven con claridad es a Charlie, que corre de lado a lado de la calle disparando hacia ellos como un poseso. Es tan rápido que no consiguen acertarle. Así, por las balas que salen de la UZI, es abatido otro de ellos. Otro más es abatido de nuevo por Ion. Y el último de ellos ni siquiera llega a conocer de dónde le ha llegado el balazo que destroza su cráneo. Álex se separa de la ventana inmediatamente después de haber efectuado ese último disparo y acude raudo a reunirse con sus compañeros. Charlie sonríe al ver a sus enemigos derramando su sangre sobre el asfalto, y luego comienza a desposeer a los caídos en combate de sus armas, botas, chalecos, y todo lo que considera de valor. Hay tanto donde elegir que no sabe por dónde empezar. Tubo sale de su escondite y se dirige hacia él exaltado.

-¡Negro! Deja eso y arranca el puto furgón.

No le presta la menor atención, y sin ni siquiera mirarle le dice:

-Tú gilipollas que no sabe qué dice. Yo llevo todo esto y luego yo viva como puto rey del barrio.

-¡Maldito tarado de los cojones! ¡Eres el único que sabe conducir de nosotros! ¡Ve a ese jodido comeollas y sácanos de aquí antes de que esto se llene de más madera!

Tampoco reacciona ante esto. Si algo hace que levante la cabeza es por unos disparos que vuelven a estallar de improviso en la calle; provienen del revólver de Aury. La chica está tratando de reventar las ruedas de uno de los dos furgones de atención y apoyo al ciudadano que se precipitan sobre ellos desde calle arriba.

-Dejad de pelearos y cubridme; esto aún no ha terminado -grita ella para seguir disparando sin parar.

La situación se comienza a tornar de un gris feo y oscuro. Cuando el primero de los furgones entra en la intersección, Aury hace por fin blanco, consiguiendo que pierda el control y acabe volcando aparatosamente sobre la acera. El otro furgón se detiene de forma menos aparatosa cubriendo a su compañero del fuego enemigo. No se hace esperar el tiroteo. Los policías, si bien parten de una posición más complicada, pronto superan en número y armamento al bando rebelde. Los chicos se atrincheran tras el comeollas conquistado: un refugio que pronto se muestra como demasiado precario. Para colmo han perdido los apoyos desde las alturas. Se dan cuenta de este último detalle cuando Ion y Álex ganan la acera y descubren que la situación ha sufrido un vuelco desde que ellos abandonasen sus posiciones de francotiradores. Quien peor lo tiene es Ion: el portal en el que se esconde está separado de sus compañeros por ambos furgones. Al menos pasa inadvertido para los policías. Charlie y Tubo pronto alcanzan el comeollas, parapetándose tras él. Buscan el modo de hacer algún blanco, pero esto se muestra del todo imposible. Pasan así varios minutos, intercambiándose balas sin conseguir nada ni unos ni otros. Es una situación preocupante, pues el tiempo juega en su contra. Álex no está en el furgón: se ha metido en el siguiente portal con la esperanza de que alguno de los apartamentos de éste le otorguen un nuevo punto elevado desde donde poder disparar. Lo comprueba pronto. Entra por la fuerza en uno de ellos, dejando inconsciente de un culatazo en la cara a su inquilino. Pero la ventana de ese segundo piso está tapada por un frondoso árbol que apenas si deja pasar el viento.

“¡Me cago en el Capitán!”, se dice enervado. Ahora piensa que está todo perdido, que en breve más policía y hasta el ejército harán su aparición y terminarán por aplastarles. Se siente incómodo y apesadumbrado, y sin poder evitarlo le asalta la tétrica duda de si huir o presentar inútilmente batalla junto a sus compañeros de fatigas. Las sombras se ciernen sobre él cuando de repente, por entre las ramas intuye unas ráfagas procedentes del otro lado de la calle, de un punto elevado; y están acompañadas por detonaciones. Tras unos segundos preguntándose qué podría ser eso, un nombre se le dibuja en la cabeza: “¡Ion!”

Efectivamente, Ion ha aprovechado su anonimato para ganar una nueva posición y masacrar al enemigo desde otra ventana. Esto cambia el panorama. En pocos segundos, los chicos tirotean sin piedad a los policías que intentan cubrirse del fuego que les llega por la retaguardia. Uno a uno, van cayendo sin oposición. Los rebeldes salen de sus escondrijos y toman el control del otro comeollas a tiro limpio. Cuando Álex vuelve a la calle, ya están todos ocupando su sitio en el vehículo. Esperan a que llegue Ion, que con el cañón todavía humeante corre a más no poder. Las sirenas de la policía resuenan en la distancia, pero parecen provenir de todas partes al mismo tiempo; el juego no se ha terminado todavía.

-¡Ya estamos todos, Negro! ¡Vámonos! -exclama Aury.

En los asientos delanteros están sentados ella y Tubo, con Charlie conduciendo. Atrás, Ion y Álex tratan de acomodarse. Sin haber recorrido ni cinco centímetros el vehículo se frena en seco. El motor está apagado.

-¿Qué coño pasa, pues, Negro? -dice Ion.

-¿No decías que sabías conducir? -dice Tubo.

-¡Cállate, coño! Yo nunca conduce camión tan grande, joder -se excusa.

Tras unos segundos de tensión arranca de nuevo, y con varios acelerones no muy bien controlados, consigue poner el comeollas en marcha. Ganan velocidad. Álex atenaza con los dedos cada saliente que encuentra: está aterrado ahí detrás. Hace mucho que no se monta en un vehículo, y apenas recordaba lo poquísimo que le gustan.

-¿Por dónde vamos? -pregunta Tubo.

-¿No es por todo recto? -pregunta Charlie.

-¡No, joder! -exclama Aury-. Toma la primera que encuentres a la derecha.

Charlie le hace caso, consciente de que ninguno más parece tener la más remota idea de cómo moverse por la ciudad oficial. Recorriendo sus calles a toda velocidad comprenden lo enorme que puede llegar a ser, y lo poco que en realidad la conocen. Las sirenas se van acercando más y más, hasta que inevitablemente, ven pasar como un cohete a un coche patrulla un par de cruces más adelante. Los están buscando a ciegas, pero saben que finalmente los encontrarán.

-Métete a la izquierda -dice Aury, algo que suena más a orden que a otra cosa-. Sigue ahora hacia delante y un poco más allá gira a la derecha.

Siguen así un rato más, pero unos disparos les alarman.

-¡Los tenemos detrás! -dice Tubo asomado a la ventanilla.

Es un solo coche de policía, con sus luces girando frenéticamente, y su sirena aullando insistentemente. El copiloto dispara por la ventanilla sin conseguir hacer blanco, pero pronto hará diana si siguen acercándose tan rápidamente.

-Tenemos que hacernos con un coche de ésos si queremos huir -dice Aury-. Un coche patrulla.

-¿Pero qué dice tú? -replica Charlie-. Misión era venimos a por comeollas y eso es lo que traemos. Si no, puta mierda de misión para nada, hostias.

-Con este pedazo de chatarra no conseguiremos llegar a ningún sitio.

“¡Pam, pam!” resuenan los disparos, aún distantes.

-Me da igual. Tú chica tonta y miedica que no sabe luchar. Seguimos adelante.

-¡Cabezota de los cojones! Nos matarán. Muertos no seguiremos hacia ninguna parte.

-Yo no tiene miedo. Lo conseguiremos.

“¡Pam, pam, pam!”

-No tienes ni puta idea de lo que estás diciendo. Vas a conseguir que nos maten a todos.

-Yo creo que Aury tiene razón -opina Tubo.

-Calla tú, maricón de mierda.

“¡Pam, pam, clanc, pam, pam!”

-¿Qué ha sido eso? -pregunta Aury.

-¡Nos han dado! -exclama Tubo.

-Eso es porque son más rápidos que nosotros. Y por radio llamarán a refuerzos para cortarnos el paso, y ése será nuestro fin.

“¡Pam, pam, pam, clanc, clanc!”

-Tenemos que bajarnos de aquí y tomar otro vehículo: ¡y ahora!

“¡PAM, PAM, PAM-PAM-PAM-PAM-PAM-PAM-PAM-PAM-PAM-PAM...!”

-¿Y eso? -pregunta ella-. ¿Qué coño es ahora?

-Creo que tendremos que tomar otro coche patrulla -dice Tubo tras asomarse por la ventanilla-. El que nos seguía acaba de estrellarse contra una esquina.

En la parte trasera, Ion ha abierto una de las puertas y, atrincherado tras la otra, ha descargado con furia su fusil contra sus perseguidores. Conductor y copiloto han muerto abrasados por sus disparos. Mientras, Álex sigue luchando contra los vaivenes y demás vibraciones del vehículo, con las piernas encogidas buscando torpemente la estabilidad.

-Para el furgón, Negro -ordena Aury.

-Vete a la mierda -contesta Charlie.

-Charlie, es nuestra oportunidad. Para el maldito furgón.

-¡No! Lo conseguiremos.

-¡Me cago en el Príncipe! ¡Negro, gilipollas, para el puto furgón ahora mismo que me quiero bajar, coño!

No recibe contestación alguna. Charlie sigue conduciendo con la mirada fija en el desquebrajado parabrisas. Parece que ha decidido que ya ha dicho suficiente.

-¿Qué pasa ahí delante, la hostia? -escuchan preguntar a la voz de Ion.

Pero no pueden responderle como quisieran, pues de golpe tienen que dar un brusco giro a la derecha: tres coches patrulla les estaban esperando atravesados en plena calle. Lo siguiente que se puede escuchar en el coche son palabras que se cruzan como balas entre Charlie y todos los demás. Charlie contra el mundo. Finalmente, y tras mantenerse por unos minutos una violenta conversación, el comeollas se detiene. Los chicos bajan buscando algún callejón o cualquier otro lugar donde esconderse. Álex comienza a sentirse un poco mejor cuando nota la solidez del asfalto bajo sus botas. Charlie continúa montado en su asiento. Está muy enfadado y no presta atención a nada más que lo que tiene delante. Las sirenas vuelven a sonar con insistencia, apremiándoles a moverse.

-¡Negro! -dice Ion-. ¡Vamos!

Pero Charlie no le hace caso y de improviso vuelve a salir disparado. El motor ruge con tanta rabia que parece que está a punto de salirse de la chapa que lo envuelve. Los chicos se quedan boquiabiertos viendo cómo el furgón se aleja. Pero no por mucho tiempo, puesto que antes de llegar demasiado lejos, Charlie abre la puerta y salta por ella. El comeollas no entiende qué hace su conductor y sigue su frenético camino hacia delante. Sin nadie que le guíe, y a una velocidad realmente alta, se sube a la acera que encuentra enfrente pegando un fuerte golpe en el bordillo. Y finalmente se estrella estruendosamente contra un local abierto. Lo único que queda en pie es el cartel de encima de su puerta, que dice “oficina de reclutamiento”. Charlie se levanta, y tras ver que su plan ha salido como esperaba, sale corriendo en la dirección de sus compañeros, que todavía estupefactos tratan de asimilar lo que ha ocurrido.

Tampoco hay tiempo para que puedan decirse nada. Casi a la misma vez aparecen tres coches patrulla a ambos lados de la calle, uno por un cruce, y los otros dos por otro. Derrapan y encaran a los chicos, quienes salen corriendo, cada uno hacia un lugar distinto, dispersándose en una instintiva coreografía. Desde ese momento todo parece precipitarse, entrando en una vorágine de fuego, de pólvora y de sangre: la destrucción ha tomado cuerpo. Se escuchan varios disparos salidos de la insaciable UZI de Charlie, la escopeta de Tubo, y los revólveres de dos policías desde el asiento de copiloto. Pero una vez más es de Santateresa de donde sale la bala más certera. En el mejor disparo que recuerda en mucho tiempo, Álex le vuela la cabeza al conductor del coche patrulla que iba solo, dejándolo correr a la deriva.

“Uno menos.”

Los chicos esquivan el fuego que se cierne sobre ellos como mejor pueden, ya que también tienen que regatear a los coches, que tratan de atropellarles. Uno de ellos se sube a la acera, obligándoles a quitarse de en medio por sus vidas. El otro coche con conductor todavía vivo trata de hacer lo propio, pero cuando va a darse cuenta ya tiene encima a su compañero, ingobernable desde que Álex terminara con la vida de su conductor. Se le acerca de frente a toda velocidad: imposible de esquivar. Chocan el uno contra el otro. Casi quedan detenidos, lo que aprovecha Tubo para descargar su recortada contra el conductor, que queda destrozado, esparcido por la tapicería. Sin embargo, el chico no toma suficientes precauciones, y recibe un balazo en el estómago por parte del copiloto, justo antes de que Ion acabe con él. Aury saca lo que queda del cuerpo del conductor, cubriéndose de los disparos que le llegan del otro lado. Uno de esos balazos alcanza también a Ion: en el mismísimo culo. Charlie sale desde atrás y fríe al policía a quemarropa y sin compasión.

Álex se cubre tras la esquina que forma un portal de los disparos del coche que aún queda intacto. Cuando sale de nuevo, vacía su cargador contra la parte trasera mientras trata de emprender la huida. La luna trasera cae con estrépito, y ambos agentes reciben en sus espaldas los balazos que atraviesan los asientos. El coche queda desbocado, estrellándose en la misma fachada donde el furgón alunizó unos metros más allá. El peligro parece haber pasado, pero nuevas sirenas transportadas por el eco de entre los altos edificios, se aproximan impasibles.

-¡Negro! -llama a gritos Aury señalando al único coche que parece en condiciones de servirles.

Ella se sube el brazo de Ion sobre su hombro, y agarrándolo con todas sus fuerzas lo guía hasta el asiento trasero.

-¡Esto lleno de mierda, coño! -se queja Charlie al comprobar que el asiento del conductor está completamente manchado por los coágulos de sangre pertenecientes a su anterior ocupante.

-¡No te quejes más y sácanos de aquí! -ordena Aury.

El muchacho no dice más y se sienta asqueado. Mueve las llaves y hace contacto, mientras la puerta del copiloto se abre más lentamente de lo que la situación requiere. Entra Tubo. Su cara es un verdadero poema: está más que pálido, amarillento. Se apoya con una mano en el marco metálico de la puerta, ya que la otra la tiene inutilizada por estar sujetándose la herida del balazo recibido en el abdomen. Dos nuevos coches patrulla irrumpen en la escena, tres o cuatro calles más allá. Charlie pone en marcha el vehículo con intención de recoger a Álex, que más adelante los espera. La velocidad es la justa para impedir que Tubo consiga sentarse. Se mantiene en un precario equilibrio con la puerta abierta aún, sujetándose a duras penas con medio cuerpo fuera. No dice nada por el terrible dolor que le atenaza. Charlie le mira extrañado, dándose cuenta al poco de la fea herida que le sangra en el estómago. De hecho es el único que parece haberlo notado. Una mueca indescifrable se refleja entonces en su cara. Aury suelta un momento la mano de Ion que sostiene para darle ánimos, y baja la ventanilla. Por allí, y con el coche en marcha, se introduce de un salto el Mono. Al momento él y ella dirigen sus miradas y sus armas hacia los perseguidores. Destrozan la luna trasera y comienzan a disparar. Charlie pisa a fondo.

Tubo aún no ha conseguido sentarse, de hecho le cuesta muchísimo reunir el equilibrio suficiente como para sostenerse. Está más fuera que dentro. Se aferra al marco de la ventanilla, que junto al resto de la puerta no para de balancearse, lo que le da aún mayor inestabilidad. Charlie conduce más mirando a su derecha que hacia delante. Vuelve a dar otro fuerte acelerón que está a punto de tirar por tierra a su compañero. Tubo no es consciente de lo que realmente está pasando hasta que sus ojos no se encuentran con los de Charlie: siente cómo esa mirada sádica le empuja hacia fuera. Nota una agudísima punzada en su estómago, como un nuevo balazo, pero más despiadado y nocivo. Como fondo, los disparos de Aury y Álex se intercalan casi rítmicamente, ajenos a la tragedia que está teniendo lugar a sus mismas espaldas. Charlie toma la primera curva descuidadamente, haciendo tambalearse a Tubo. La expresión de sufrimiento, miedo y cólera de la cara del chico no tiene símil aplicable. El Negro comprueba que por muy cerrada y casi suicida forma en que tome las curvas ninguno de los tres de atrás van a decirle nada. De modo que repite la operación, una, dos, tres, veces. Sonríe despiadado cada vez que Tubo consigue levantar la cabeza para mirarle. Su valiosa y amada escopeta recuerdo de Vico hace varias calles que ha salido despedida; premio gordo para quien la encuentre. No tiene fuerzas para hacerse oír por encima de los disparos y el rugido del motor, y casi no puede sostener la cada vez más rápida respiración. En la siguiente curva resbala, y sus piernas comienzan a arrastrarse por el asfalto. Tiene que separarse la mano de la herida del estómago para agarrarse y no caer, sufriendo dolores indecibles. Pero la fuerza que le tira hacia fuera es mayor de la que pueden soportar sus brazos en ese momento. Vuelve a mirar desesperado a su verdugo, que le muestra casi todos sus dientes en una despiadada sonrisa perruna. Da un nuevo golpe de volante que es aguantado milagrosamente por Tubo, pero sus dedos dejan de obedecer la imperiosa y única orden de resistir. Se termina soltando.

Su cuerpo queda desprendido de toda sujeción, y como está en su mayor parte debajo del coche, la rueda trasera le pasa por encima aplastándole la cintura y parte del pecho. Los tres ocupantes dan un bote inesperado, perdiendo temporalmente el control de sus armas y hasta de sus propios cuerpos. Ion se queda en el sitio, dolorido en el glúteo donde fue alcanzado. Pero Álex y Aury reaccionan de distintas formas que les llevan al mismo resultado. Ella se gira hacia la parte delantera para ver qué ocurre. Descubre que en lugar de estar allí Tubo, hay una puerta abierta que no para de ir y venir. Álex sigue empeñado en mirar hacia el único coche que les queda por derribar, pero al ver rodar un cuerpo en la calle se queda estupefacto primero, y después se le hiela la sangre. Se gira buscando una explicación delante, encontrándose la cara descompuesta de Aury por el camino. De sus fugaces miradas se desprende una interrogación cuya respuesta se temen. Uno y otro descubren al mismo tiempo la mitad que les falta.

-¿Qué coño ha pasado? -pregunta Álex- ¿Y Tubo?

Su grado de incredulidad supera los límites de lo calculable.

-Yo daba volantazo y él se cae -responde Charlie sin más, ahora sí completamente atento a lo que tiene delante.

Era una forma de decir la verdad.

-¿Cómo que él se cae? -pregunta Aury pasmada.

-Él no bien sujeto. Yo traté de agarrarlo, pero él estaba herido y no se soltaba la mano donde él tenía balazo.

-¡Pero no jodas! -exclama Álex que sigue sin salir de su asombro-. ¡Da la vuelta! ¡Vamos a por él!

-¿Pero qué dice tú? -responde Charlie-. Nos están persiguiendo y tú quiere volver atrás. Tú puto loco, tío.

Llegan balas dirigidas hacia ellos desde unos veinte metros más atrás, interrumpiendo momentáneamente la situación. Aury se pasa al asiento de delante, y tras cerrar la puerta empieza a guiar a Charlie. El Negro hace ahora lo que la chica le dice sin rechistar. Álex trata de sobreponerse al durísimo golpe sin todavía comprender: Tubo era como un hermano para él. Y ahora yace muerto o malherido en terreno enemigo sin que pueda hacer nada. Nuevos disparos que pasan silbando extremadamente cerca de su cabeza le devuelven a la realidad. Ya no le importa el horror que siente cuando viaja montado en un vehículo y que le atenaza su preciada puntería. Apunta con su AKM hacia atrás y colérico comienza a disparar.

Varias calles más adelante, han perdido a sus perseguidores y ya sólo la sombra persigue al coche. Se hace un silencio en el habitáculo, solamente interrumpido por las instrucciones de ella y el omnipresente ruido de las sirenas, pero éstas parecen lejanas y muy, muy atrás. Se adentran en una de las anchas avenidas que discurren por tierra de nadie, protegidas por muros. Nada más alcanzar un punto donde el ladrillo y cemento son sustituidos por una enclenque valla metálica, el coche da un frenazo y se detiene. Todos lo abandonan presurosos, incluido Ion, agarrado del cuello de Álex. Ponen un chaleco antibalas sobre la alambrada y lo utilizan para apoyarse en él y no pincharse cuando pasan de un lado a otro. Luego, nada más posar los pies en el suelo, corren hasta perderse entre los sucios rincones y oscuros recovecos que el suburbio ofrece. Álex ha quedado el último, poniendo sus manos para servir de apoyo al dolorido Ion. Cuando Charlie se dispone a subir, le toma del brazo enérgicamente. Sólo se miran, pero se lo están diciendo todo sin necesidad de más.

-¿Qué coño quiere tú?

-Ya lo sabes.

-No. Yo no lo sé, macho.

Álex respira con más fuerza de lo normal en él. Las sirenas se vuelven a escuchar muy cerca, cada vez más. Charlie trata de soltarse, pero el brazo de Álex ha hecho una presa prácticamente inamovible.

-¿Qué pasó dentro del coche?

-Ya te dije tú, tío.

-No. ¡Quiero que me digas la verdad!

Charlie se revuelve y de un enérgico tirón consigue zafarse por fin de la mano de Álex. No disminuye por eso la tensión sostenida a fuego por sus miradas. Podrían haber abrasado el breve espacio que queda entre ellos. Son dos colosos que se desafían.

-Ya te dije la verdad, tío. ¿Qué pasa? ¿Tú no confía en mí?

Álex se piensa por un segundo la respuesta.

-Claro que confío en ti -miente-. Pero a veces no entiendo de qué coño vas.

-¿Pues de qué hostia crees tú que yo voy? Yo quiere lo mismo que ti, ¿entiende?

Las sirenas amenazan desde un punto en el que aún no son visibles, pero que están a punto de serlo.

-No lo sé. Cada vez me cuesta más trabajo creerte.

-Pues tú no creas mí, pero yo digo ti la verdad. Y yo sí confío en ti. A lo mejor yo estoy equivocado. A lo mejor tú no tan tío de puta madre como yo crea que eres. A lo mejor tú sólo gilipollas de mierda como los demás.

Muy serio, casi podría decirse que indignado, Charlie se vuelve hacia la valla para escalarla. Eran lágrimas lo que hacían brillar a sus ojos un segundo antes de disponerse a saltar. No lo hace inmediatamente porque de nuevo la mano de Álex se lo impide agarrándolo por el cinturón.

-¡Samir!

El Negro se vuelve. Está más que serio. Sus miradas vuelven a encontrarse, duras y cortantes; tensas. No se dicen nada por unos instantes hasta que Álex le suelta definitivamente. Sin otro impedimento, Charlie concluye su escalada, y sale corriendo como alma que lleva el diablo. Es seguido de momento por el Álex más confundido que se recuerda. Atrás dejan aquel coche, tiroteado, y lleno de sangre sin dueño.

*

Yo tenía trece años y la sensación de no tener nada más por ver en este mundo. Y si lo había no me interesaba en absoluto. Mi gran experiencia de cortísimo recorrido me decía que los cambios que indefectiblemente ocurren, siempre pueden ir a peor o a mucho peor. Con esa sensación entré en aquel edificio abandonado. Hospital de la Paz, rezaban varios paneles indicativos por todas partes. Allí tenían su residencia casi cuarenta niños y niñas de todas las edades. Allí tenía su residencia José Manuel de Zúñiga: Zuñi. No comprendí qué era aquel lugar entonces, y ahora tampoco podría explicarlo con exactitud. Consistía en varias salas muy cercanas entre ellas, llenas de hileras de camas donde los chicos dormían. Y poco más, porque básicamente lo que se hacía allí era dormir. Pero no adelantemos acontecimientos.

Yo estaba solo, hambriento como casi siempre, y con una resaca que no se la desearía ni a mis peores enemigos -es una frase hecha: por supuesto que se las deseo, y mucho peores también-. Debido a tan horribles condiciones físicas, hubiera demorado un día más la visita, pero era tanta el hambre que arrastraba que me puse en marcha nada más reunir las fuerzas necesarias. Tomé mis posesiones más valiosas conmigo -a saber: las llaves de casa, una navaja, y un destornillador pasado de rosca- y salí por la puerta para nunca más volver. Mi intención era la de hacer una simple visita para ver cómo era aquello. Un paseo por un lugar que hacía mucho que no frecuentaba para saciar mi curiosidad, nada más. Pero me terminé quedando a dormir allí. La excusa fue la exquisita hospitalidad que me mostraron desde un principio. Zuñi me recibió en persona al poco de enterarse de mi llegada. Su sonrisa parecía sincera, pero no pude creerme que despertara tanta simpatía en aquel tipo que no me conocía de nada. No me llegó a convencer en un principio: era mi mecanismo de supervivencia funcionando a toda máquina, como siempre.

-Por fin has venido, Alexánder -dijo ofreciéndome asiento-. Tienes mal aspecto. ¿Estás bien?

Con sólo cruzar tres frases en el comienzo de nuestro segundo encuentro, ese hombre ya se había convertido de largo en la persona más atenta que había tenido ocasión de encontrar en mucho tiempo. Eso me tranquilizaba a la vez que me extrañaba. Lo que me incomodaba de veras en él era su facilidad para tocar: si se encontraba a poca distancia era inevitable el contacto con las palmas de sus manos. Deslizaba con cuidado sus afilados y pálidos dedos por los hombros y la espalda casi sin darme cuenta. No sé si era debido a que el único contacto físico al que estaba acostumbrado era el de los puños de los enemigos, pero no me gustaba que me tocase. Siempre me revolvía cuando notaba contacto con otra persona, pero la habilidad de Zuñi para palpar era tal, que cuando me quería dar cuenta ya había despegado las manos. Le odié de veras en un principio por ello.

-He tenido una mala noche -contesté.

-¿De veras? -preguntó riéndose antes de sentarse él también al otro lado de la ancha mesa.

Debió de pertenecer a un despacho de alguien importante, pues se veía hecha de una madera recia y oscura, aunque descascarillada por el paso del tiempo y la falta de cuidados.

-¿De qué se ríe? -pregunté descarado.

Él borró de inmediato cualquier rastro de jolgorio de su cara, y me miró fijamente tratando de averiguar qué se me estaba pasando en ese momento por la cabeza. De sus diminutos ojos que se movían vivos de arriba a abajo, salía un destello de inteligencia.

-Bueno, eso ha sonado muy adulto -contestó al fin-. Me ha sorprendido simplemente.

-¿Por qué sorprendido? Yo soy adulto.

-Por supuesto, Alexánder, por supuesto. Por eso mismo había pensado que encajarías de maravilla en mi casa.

Asentí sin darme cuenta de que acababa de mofarse de mí en mis propias narices.

-¿La has visto ya entera, por cierto? -volvió a preguntar acomodándose sobre el respaldo del sillón.

-Sí, me han llevado estos dos -contesté señalando a mis espaldas, justo donde se encontraban dos semiadolescentes desgarbados y sucios que me miraban con cierto aire de desprecio.

No me gustaba en absoluto tenerlos siempre encima. No se habían despegado de mí ni un segundo desde que me abrieron la puerta.

-Parece que eso te incomoda, Alexánder -adivinó.

-Un poco.

-Eso tiene fácil solución.

Y cambiando la expresión durante el poco tiempo que separó sus ojos de los míos, alzó la mano e hizo un gesto ni corto ni largo, ni rápido ni lento, hacia los muchachos. Éstos no necesitaron más para saber que debían marcharse. Eso me conquistó: fue la más perfecta demostración de poder que había tenido la ocasión de ver jamás. Además, lo hizo sólo para complacerme. Se estaba ganando mi admiración y confianza: hasta entonces jamás creí que pudiera llegar a venderla a tan bajo precio.

-¿Más cómodo ahora, Alexánder?

-Sí. Bueno, no del todo.

-Dime, pues.

-Me gustaría que dejaras, dejara, de llamarme Alexánder. No me gusta.

Él abrió muchísimo los ojos, que siguieron siendo pequeños pese a ello. Noté que hizo un amago de volver a reírse, pero supo contenerse esta vez.

-Sólo si tú dejas de hablarme de usted -dijo mirándome cómplice con media sonrisa.

-Claro, eso está hecho -contesté mucho más engatusado de lo que creía-. La verdad es que nunca consigo decir más de dos frases seguidas hablando de usted. Al poco ¡zas!, ya he dicho algo de tú de nuevo.

Él, cómo no, sonrió complaciente.

-¿Y cómo quieres que te llame ahora? ¿Álex te parece bien?

-Perfecto.

-Perfecto, pues. Y dime, ¿qué te ha parecido la visita?

-Me ha encantado.

Hacía tan sólo unos minutos hubiera dicho gustado en lugar de encantado.

-¿De veras? No sabes cuánto me alegro. Ciertamente los chicos son muy buenos; crean una atmósfera especial que hace que todo resulte más fácil. ¿No estás de acuerdo en que sacamos lo mejor de nosotros mismos así, cuando estamos rodeados de buena gente?

Vi la tremenda expresión de ignorancia de mi cara reflejada en sus ojos cuando me quedé sin respuesta que ofrecerle. Él no dijo nada, alargando de forma forzada aquel incómodo silencio.

-Bueno -me obligué a decir-. En realidad yo nunca he vivido nada así.

-¿Ah, no? -se interesó inclinándose hacia delante y arrugando enérgicamente el entrecejo-. ¿Cómo es eso posible, Álex?

Y sin darme cuenta comencé a cantar inocentemente como un periquito que cree ser libre en su jaula. Mis problemas, mis inquietudes, mis miedos, mis esperanzas, incluso sentimientos de los que jamás pensé que podría comentar con otra persona que no fuera yo mismo. Si no hubiera llegado una interrupción le habría contado de carrerilla todo sobre mi penosa vida. Me veía dispuesto a ello sin poder decir un porqué. Decidí echar un poco el freno cuando caí en lo que estaba pasando: mi desconfianza innata acudió en aquella ocasión in extremis en mi ayuda.

-¿Y te gusta cómo eres cuando bebes, o simplemente lo haces por aburrimiento? -me estaba preguntando.

-Un poco de las dos cosas, supongo. Pero lo que realmente no me gusta nada es que nadie me haya dado todavía aquel pan que me prometiste -volví a dejar sacar al informal niño de la calle que llevaba criando en mi interior desde hacía casi tres años.

Creo que él no supo en un principio cómo tomarse eso. Arqueó una ceja, la misma que aquella vez cuando vino a buscarme a la puerta de mi casa. Pero terminó soltando una carcajada.

-Bueno, seguramente se le olvidó dártela a alguno de los chicos. Como no sabía que ibas a venir hoy, no pude prepararlo. Ha sido culpa mía. ¿Tienes hambre? -preguntó de seguida.

Respiré aliviado.

-Un poco -respondí tras pensármelo por unos instantes.

Ciertamente estaba que me caía por los suelos, pero no quería que así se viera. Me temo que no lo conseguí, pues por mucho que yo me empeñase, era más que evidente que el hambre era entonces mi mayor problema.

-Tendrás tu hogaza de pan, no te preocupes. Tenemos una cocina inmensa donde las preparamos junto a un montón de cosas más. Pero te la daré cuando terminemos de hablar, ¿de acuerdo?

La cocina resultó no ser tan grande, pero el pan estaba igualmente delicioso.

-Muy bien, pero te advierto que eso hará que busque la forma más rápida de terminar con esta conversación.

Se volvió a callar para al poco romper en otra carcajada aún más fuerte. No sé por qué maldito motivo me sentía tan a gusto con aquel extraño. Desconozco cómo lo hacía, cómo lo conseguía, pero casi sin enterarme yo estaba sonriendo como un bobo cada vez que él abría la boca. Ahora me siento estúpido al recordarlo. Pasamos un rato más charlando en lo que a mí me pareció una conversación interesante pero informal. Pero no era realmente así. Él volvió a la carga sobre el único tema de mi persona. Consiguió sonsacarme sin demasiado esfuerzo más detalles de mi vida y ello sin decir ni un poquito de sí mismo. No sé si por habilidad suya, o por necesidad mía de contar lo muy jodida que había sido desde siempre mi existencia, pero yo no paraba de hablar y él de escuchar y asentir con la cabeza. No parecía importarle que lo que yo le dijera llegara a sonar descabellado: después de todo yo no era más que un crío. Él ponía atención igualmente en todas mis palabras como si fueran algo precioso. Incluso llegué a creer que en realidad así era. Su comportamiento estaba consiguiendo que me sintiera arropado por un manto de empatía tan cálido que no me lo quise quitar en tanto rato como estuvimos allí sentados. Por supuesto que no le hablé de mis más profundos sentimientos, pero conseguía acertar en la mayoría de ellos, cuando me los comentaba por encima, adivinándolos de una forma que me pareció simplemente extraordinaria. Y cuando no acertaba yo me convencía de que en realidad era eso lo que me pasaba. Algo distinto ocurrió cuando se me escapó un detalle que prefería guardar en el más profundo de los secretos.

-¿Cómo se llamaba? -me preguntó.

-Irene -contesté visiblemente incómodo.

-¿Era mayor o menor que tú?

-Menor. Tres años.

-¿Y dónde está ahora?

-Muerta -respondí de sopetón.

Él calló y así se recostó pensativo sobre el espaldar del mullido y descascarillado sillón. No me quitó el ojo de encima, como haciéndome una radiografía de ésas que hacían antes los médicos. Yo traté de evitar su inquisitiva mirada sin demasiado éxito. Me estaba escociendo, y eso provocaba que yo me agitase nervioso. Fue un cambio de actitud radical con respecto a lo que venía siendo normal en mí aquella tarde. Debió de notarlo de inmediato.

-Es una lástima -terminó por decir-. Si no es mucha indiscreción, ¿me dirías cómo fue?

Sus ojos chispearon.

Aproveché aquel hueco que dejó abierto en su pregunta, y decidí salir por él de aquella conversación que cada vez me ahogaba más.

-La verdad es que no me siento cómodo hablando de este tema. Lo tengo muy reciente -mentí.

Tenso silencio entre los dos mientras él asientía despacio. Sus ojos se quedaron fijos en mí, ajenos al movimiento de su cabeza. Apreté las sudorosas manos contra la silla.

-Entiendo -exclamó conciliador-. No te preocupes. Y lo siento.

No sé si fue porque pensé que se me notaba, o porque mi conciencia me instigaba a decirle siempre la verdad, pero entonces tuve la impresión de que no se creyó ni media palabra al respecto. Por suerte cambió de tema al seguir hablando.

-Como ya te he dicho antes, Álex: es una historia muy triste. Sin duda una de las más tristes que conozco. Siento mucho que haya sido así, y te aseguro que daría lo que fuera por cambiar eso. Lo que fuera. Del mismo modo que lo haría por todos los chicos que aquí viven, cuyas historias no son más bonitas, te lo aseguro. Incluso la mía propia es también muy triste.

-Cuéntamela -le interrumpí descarado.

Dudó un poco, mientras sus ojos barrieron de un lado a otro la habitación en una milésima de segundo. No tardó en volver a ofrecerme esa media sonrisa tan fantástica suya.

-Bueno, es un poco larga de contar. Yo soy un hombre muy ocupado, y el poco tiempo que me queda para estar aquí contigo prefiero aprovecharlo en la proposición que ahora iba a hacerte.

-¿Qué proposición? -pregunté curioso.

-Quería que te quedaras a vivir aquí, en mi casa, en el hogar con nosotros -dijo echándose hacia delante, apoyando la barbilla sobre los nudillos, y los codos sobre la mesa.

Mi desconfianza natural aún seguía operativa; había conseguido escapar de la sensación narcótica generalizada en todo mi organismo, y acudió presta en mi auxilio. La negativa era siempre la primera opción que manejaba.

-Pero yo ya tengo casa -me excusé.

-Bueno, no sé si es correcto llamar a eso casa. De cualquier modo no tienes allí lo que puedes encontrar aquí. Aquí no estarás solo.

-Yo no estoy solo. Es verdad que en mi casa no vive nadie más conmigo. Pero tengo a los chicos de la banda.

Me sorprendí a mí mismo sintiéndome mal por decirle que no. Aunque él no se rindió tan fácilmente.

-Sí que estás solo, Álex. Esos chicos sólo te hacen compañía; pero no llenan ese vacío tan grande que hay en tu interior.

-Yo no estoy vacío -respondí a la defensiva sin mucho sentido.

Recuerdo haber respirado profundamente para demostrarme a mí mismo que era verdad que había algo dentro de mí; aunque sólo fuera la sensación del aire.

-¿Tú crees? No, yo no lo veo así. Revisa dentro de ti, sabes que te falta algo que no sabes cómo reponer, ni dónde encontrar. Esa sensación que tienes cada mañana al despertarte; esa sensación que tienes justo antes de perder el control con la bebida, esa sensación que tienes cuando te quedas solo contigo mismo. Álex, tienes un gran vacío en tu interior que debes llenar urgentemente antes de que se haga tan grande que acabe por consumirte. Y te aseguro que no sirve llenarlo de miedo y cólera. No, tú necesitas sensaciones positivas, dejar definitivamente de lado todo ese halo de negatividad que te rodea. Y es exactamente eso lo que yo te ofrezco; de hecho, creo que es tu única alternativa.

-¿Y qué es eso tan milagroso que me ofreces? -pregunté en cierto modo desafiante-. ¿Con qué lo voy a llenar? ¿Con una cama, con comida, con amigos? Ya te digo que estoy bien servido de todo eso.

-No, con mucho más que eso. Álex, yo te ofrezco una familia. Una familia como la que te ha faltado durante estos años. Mi propia familia. Yo te la entrego, y te invito a que entres a formar parte de ella como uno más.

Esa palabra se hizo inmensa nada más salir de su boca. Familia. Penetró en mis oídos como un cuchillo caliente en mantequilla, y rebotó por las paredes de mi cráneo una y otra vez, sacudiéndome por dentro. Significaba mucho más que para otra persona. Su valor iba más allá. Y para mí podía llegar a serlo todo, y más cuando yo me encargué de destrozar el lazo que me quedaba con la única superviviente de mi auténtica y ya tan lejana familia. Me quedé simplemente mudo mientras iba asimilando sin oposición todo aquello que él me quería decir. Mi desconfianza innata había sido vencida definitivamente. Y él estaba contándome las infinitas ventajas y los casi nulos inconvenientes que tenía ser uno de sus chicos.

-No sólo te sentirás protegido -dijo-, sino que aprenderás aquello que la vida ha impedido que conozcas. Aquí te formarás. Es una oportunidad que no puedes dejar escapar tan a la ligera.

-¿Y qué aprenderé? -pregunté, incrédulo, pero menos.

-Todo, Álex. Todo lo necesario para ser el auténtico amo de la calle.

-Yo ya sé cuáles son las artes de la calle. Te recuerdo que me he criado en ella y es gracias a que sé desenvolverme en la calle por lo que estoy vivo todavía. No creo que me puedas enseñar nada más. Y ya te voy asegurando que no estoy dispuesto a aprender toda esa basura que nos hacían memorizar en el colegio y que no sirve una mierda. Si es ésa tu intención olvídalo.

Sonrió. No dejó de hacerlo mientras hablaba. Aspiró algo más profundamente que de costumbre, como cargando en su garganta un tono distinto y más efectivo con el que dispararme.

-¿Sabes? Los vertederos están llenos de cadáveres de niños que aprenden solos todo lo que saben, Álex -dijo pausadamente-. He visto miles de chicos destripados en las aceras, siendo comidos por perros, ratas y pájaros enormes. Estoy seguro de que tú también los has visto. Ése es el destino de aquéllos que no tienen la humildad suficiente como para admitir que necesitan un maestro; aquéllos que creen que pueden conocerlo todo por sí mismos y llegar a algo. Es un error muy común. Sin duda el haber vivido como tú te enseña cosas que es imposible conocer de otro modo; es indudable y en gran medida admirable. Pero son sólo conocimientos superficiales. Sin alguien que te guíe, que te aconseje, o te muestre cómo actuar, te será imposible profundizar en lo que ya sabes. Ni te imaginas la de cosas que podrías aprender aquí. No te haces una idea.

No me gustó nada que me dijera eso, y no ya solamente porque utilizara palabras que yo no comprendía del todo. El estar valiéndome por mí mismo en un mundo caótico y violento había conseguido que naciera en mí un inquebrantable orgullo de mercenario más grande que mi propia persona. No aceptaba por tanto que nadie se pusiera por encima de mí. Y sin embargo aquel discurso en su boca se convirtió automáticamente en verdad. Permití mansamente que ese hombre me arrebatase la razón que siempre creí poseer y se la colgase del cuello. La barrera había caído, y así pude ver aquella oferta tal cual era: demasiado tentadora. Hasta un inconsciente como yo podría darse cuenta de ello. Además me fascinaba conocer qué podrían ser aquellas tantas cosas que me faltaban por conocer.

-¿Y qué tendría que hacer? -fue lo más coherente que pregunté en toda la tarde.

Él debió de celebrar internamente que fuera tan directo. Soltó una breve pero sincera risilla antes de responder.

-Trabajar para mí. Traerás comida a esta casa además de la que consigas para ti. A diario. Todo lo demás corre a nuestra cuenta.

-¿Todos los días?

-Todos los días.

Me quedé pensativo. Era una tarea ciertamente complicada. Ya resultaba difícil conseguir algo cada cierto tiempo para alimentarse a uno mismo. Él leyó en mis pupilas las dudas que se me presentaban. Había encontrado el camino más corto para acceder a mis pensamientos, y yo ya no podía hacer nada para evitarlo. Quiso tensar un poco más la cuerda.

-¿Te ves capaz, o no podrás seguir el ritmo de mis chicos? -lanzó la pregunta cargada de intención.

-¿Los otros chicos lo hacen? -pregunté aturdido.

-Exacto.

-¿Todos los días?

-Todos los días.

Me sentí un tanto trastornado. Era un precio tan alto que había conseguido frenar en seco la euforia que me había producido momentáneamente el verme dentro de aquel grupo. Tampoco la habitual confianza en mis propias posibilidades parecía darme ánimos. Sin embargo, a la vez se había despertado en mí ese carácter competitivo y pendenciero que desde pequeño me empujaba a buscar ser siempre el mejor en cada cosa que hacía. Ahora me pregunto si él sabía que picándome de aquel modo conseguiría atraerme definitivamente. Y si así era, cómo diantres fue capaz ese tipo de saber desmontarme y montarme tan fácilmente y en tan poco tiempo. ¿Tan portentosamente inteligente era él, o tan insultantemente estúpido era yo?

-¿Qué me dices? -insistió-. ¿Te quedas o te vas?

*

Desde entonces fui uno más en aquella casa. Entré siendo el miembro número cuarenta y tres, aunque rápidamente comprobé que esa cifra iba aumentando y disminuyendo con el paso de los días como el tamaño de una goma. Los Ratones del Hospital nos hacíamos llamar, aunque nuestro hogar no era realmente el Hospital de la Paz, tal y como los carteles que aún colgaban de las paredes nos hacían pensar. Era un edificio no demasiado lejano que se utilizó como centro de salud durante los primeros y convulsos días de la Gran Depresión. Hubo tal cantidad de heridos por los enfrentamientos que muy pronto quedaron como insuficientes los centros de salud con los que contaba la ciudad. De un modo u otro, el susodicho hospital provisional no duró ni un año; fue asaltado y saqueado por unos manifestantes primero, y por una legión de muertos de hambre después. El edificio quedó desierto pero prácticamente en perfectas condiciones. La mayoría de elementos siguieron en su lugar original sin sufrir muchos cambios, convirtiéndolo en un hospital fantasma.

Zuñi y sus primeros chicos entraron a rehabilitar superficialmente el edificio, transformándolo en el lugar realmente confortable que yo me encontré. Fue una lástima, pero no llegué a habitar el hospital por mucho; al poco de yo ingresar, la estación de Bambú fue tomada por un nuevo clan del que sinceramente no recuerdo el nombre. No tardaron en presentarse por sorpresa una noche con sus rifles por delante. Buscaban saciar su apetito de alimentos y su sed de sangre. Consiguieron ambas cosas, destrozándolo todo, llevándose con ellos todas nuestras provisiones y a quince de nosotros. El destino de esos chicos es del todo desconocido desde entonces, aunque bien temo que terminaran condimentando el cocido de esos plometas desalmados y sin escrúpulos.

Tuvimos que trasladar nuestra casa a otro lugar más seguro, y alejado de aquéllos que suponían una amenaza para nosotros. No matábamos, no teníamos capacidad para ello. E incluso Zuñi nos castigaba si llegaba a sus oídos que uno de nosotros había hecho daño a alguien. Sólo los chicos más mayores tenían el permiso necesario, y tenían que justificar sus acciones debidamente. En un primer momento esto me extrañó sobremanera, pues no llegaba a entender por qué debíamos ser tan inofensivos, si la muerte había sido nuestra compañera desde que teníamos memoria. “No somos asesinos”, decía continuamente Zuñi señalándonos con el dedo. Realmente quería decir “ahora no somos asesinos”, conociendo que muchos de los presentes ya nos habíamos cobrado alguna vida.

Debíamos limitarnos sólo a robar, y si era de un modo sigiloso mucho mejor. Para ello fuimos convenientemente adiestrados. Zuñi no se quedó corto cuando me informó de lo mucho que me faltaba por aprender, y yo no me podía hacer una idea de lo mucho que realmente llegué a hacerlo: abrir cerraduras, acechar, esconderme, escapar, engañar, hablar fluida y convincentemente, preparar alimentos, sanear agua, cazar con y sin trampas, mentir, así como usar, ocultar, y modificar todo tipo de instrumentos según lo requiriera la situación. También hacíamos prácticas de puntería con piedras, tirachinas, o boleadoras, y nos ejercitábamos continuamente. También ayudaba el hecho de que comíamos con regularidad; en mi caso al menos, más que en los últimos años. Todas las artes de la calle que se tardan una vida en aprender y perfeccionar, y que en ese momento constituían la única carrera factible y razonable, estaban a mi alcance. Y no lo desaproveché.

El entrenamiento era diario y duro, de muchas horas con pocos descansos. No quedaba tiempo más que para dormir, que era una auténtica bendición. Iba siempre acompañado por otros chicos más experimentados que yo, que ponían en práctica lo que ellos ya sabían y yo iba aprendiendo. Pese a su ejemplo, me seguía costando demasiado conseguir los objetivos que me pedían con regularidad. Esto hacía que fuera castigado sin cenar o a dormir en el suelo la mayor parte de las primeras noches de mis primeros meses. Obviamente, lo pasé muy mal, y no fueron pocas las veces que se me pasó por la cabeza tirar la toalla y volver a casa de mis abuelos. Y no sé por qué no lo hice, si me hubiera sido muy fácil escapar. De hecho, sigo sin saberlo. Una extraña fuerza se despertó en mí, acorazó mi voluntad, y tomó el control de mis actos. Había recuperado las ganas de vivir, de luchar, de salir adelante, y la recién forjada voluntad de hierro me hizo buscar la superación día tras día. Me tomé muy en serio mis tareas, como hacía muchísimo que no hacía. El hambre, y el ansia de ser el mejor fueron los alisios que hincharon mis velas. Dejé de beber. Era una imposición de Zuñi que había que cumplir a rajatabla. Fue de las cosas que más trabajo me costó conseguir, y por lo que a punto estuve de rendirme, más que por no conseguir los objetivos. Cada vez que pienso lo mucho que había llegado a necesitar el estar borracho siendo aún tan pequeño, me siento como un verdadero animal.

En una ocasión nos descubrieron bebiendo mientras hacíamos un trabajo. Fue mi culpa. Estaba con dos de mis nuevos camaradas en una tienda de mala muerte donde había visto una botella de ginebra descuidada por algún incauto. Me decidí a ir a por ella sin que nadie así me lo hubiera pedido. Llevaba semanas sin probar una gota, y al verla casi perdí el sentido común. Hice uso de mis mejores reservas de sigilo y la tomé del mostrador por el cuello. No estaba tan descuidada como llegué a pensar, y los tres chicos que robábamos en aquella tienda de alimentación tuvimos que salir por piernas. Faltó muy poco para que nos pillaran. Fui castigado muy severamente cuando llegamos al hospital. Me pegaron y me encerraron varios días. Luego no me dejaban salir a ninguna parte sin vigilancia, y tuve que volver a ganarme la confianza de Zuñi y los demás. Me sentía fatal, y me juré no volver a probar una gota de alcohol... por un tiempo al menos. Era una caricatura de mí mismo, un ser despreciable y prescindible, que no tenía mayor valor que el de la más que humilde y destrozada ropa que llevaba encima. Pero Zuñi seguía viendo algo en aquel monigote desfigurado que era yo con trece años, y fue por eso en gran parte por lo que ahora sigo conservando la vida. Mejoré mucho como persona desde entonces. Podría decirse que en gran medida enderecé mi camino, y eso ha hecho que incluso llegue a olvidar cosas que pensé que serían imperdonables, como voy a contar a continuación.

Pasó el tiempo y poco a poco fui consiguiendo lo que me había propuesto: estaba destacando en aquel submundo de ladronzuelos de poca monta. Había algo de talento en mí, después de todo. Desperté simpatías y envidias a partes iguales entre mis compañeros, sobre todo después de que Zuñi decidiera asignarme un cargo superior dentro de nuestra humilde pero sólida jerarquía. En el grado más bajo estaban los mendigos, que solían ser los niños más pequeños, los recién llegados, o aquéllos que tuvieran alguna tara visible. Eran ésos que todavía no tenían la suficiente habilidad como para conseguir lo mínimo robando y tenían que encomendarse a la piedad de los transeúntes. Luego iban los raterillos, que era un grupo compuesto por unos siete u ocho chiquillos encargados de todo tipo de robos: oportunistas, por distracción, o incluso por intimidación en algunos casos puntuales. Un poco más arriba estaban los chorizos, que eran una especie de jefes y coordinadores de los raterillos. Siempre iban con ellos para darles apoyo en cada cosa que hicieran, pero su principal función era distraer a las víctimas para engañarlos, o intimidar a otros niños rivales para quitarles lo que habían robado anteriormente. A continuación ya estaban los merodeadores, que eran los mayores y mejor entrenados del hogar. Sus capacidades y obligaciones eran obviamente también superiores. Su trabajo era el más arriesgado de todos: se introducían en cualquier sitio para tomar directamente lo que buscasen. Además, podían hacer el trabajo de cualquiera de los otros grados inferiores cuando fuera necesario. Eran los líderes del hogar, y todos los demás les debían obediencia y respeto. Yo alcancé el rango de merodeador cuando tenía catorce y medio. Por aquel entonces ya habíamos sufrido el ataque de esos malditos villanos de la estación de metro de Bambú, y los giros del destino habían querido que yo me convirtiera en el séptimo chico más “viejo” del hogar. Con ese logro de ser merodeador, había tomado la delantera a tres chicos mayores que yo, que llevaban más tiempo entre las Ratas del Hospital, y que todavía eran chorizos. Yo fui el quinto merodeador, y los otros cuatro me comenzaron a odiar aún más de lo que ya era costumbre. Sus nombres: Tuercas, Ladrillo, Cabezas, y Bujía. Entonces tenían entre quince y dieciséis años, pero en sus interiores escondían una maldad rancia y vil, que rozaba la perversión.

Como ya dije antes, estos cuatro eran considerados como los jefes del hogar, directamente por debajo de Zuñi. Y como era normal, no querían compartir su poder con nadie, y menos con alguien como yo, al que todavía consideraban como un recién llegado. Me la tenían jurada. Me boicotearon desde el principio, poniéndome en situaciones en las que yo hiciera de algún modo el ridículo, o consiguiendo que los chicos me perdieran el respeto. Yo quería seguir adelante a toda costa, por lo que me tomé aquello como una prueba más, trabajando abnegadamente para poder superarla pese a las dificultades. Por ello nunca me quejé a Zuñi ni a nadie más. Quería demostrar a todos y a mí mismo que podía con lo que fuera, que la vida no me había arrastrado hasta allí por casualidad. Lo pasé fatal. Y fue mucho peor cuando Zuñi me comunicó que iba a recibir un nuevo tipo de clase adicional.

-¿Qué quieres decir?

-Que todo lo que sabes no te servirá de nada si no aprendes a dominar tu cuerpo al cien por cien.

-Yo ya sé cómo dominar mi cuerpo. Tú me enseñaste a hacerlo.

-Exacto. Pero aún te falta esto último, Álex. Necesitas conocer y dominar todos tus miedos. Necesitas superar el dolor. Para ello sólo tienes un camino posible: aprender a encajar los golpes.

Sus ojos centellearon como solían hacer cuando hablaba con especial énfasis. No me creía lo que escuchaban mis oídos, y por eso casi que no conseguía articular palabra.

-Ya he recibido demasiadas palizas durante mi vida -dije desafiante.

-¿Estás seguro? No es lo mismo pelearse con dos o tres matones de la calle que tener que soportar a diez chapas a la vez pateándote el lomo. ¿Crees que podrás soportar un interrogatorio de la policía? ¿Tal vez piensas que serás tan ágil cuando tengas una bala alojada en tu hombro? No, Álex. Y lo sabes.

Apreté los dientes furioso al comprobar que, aunque parecía una locura, sus palabras encerraban algo de razón, como siempre. Pero no sabía si eso bastaba como para dejar que los mayores me dieran palizas sistemáticas para ahuyentar así mi dolor, tal y como Zuñi pretendía.

-¿Y ellos? -pregunté disconforme -. ¿Han pasado ellos esta prueba?

-Los otros merodeadores no necesitan pasar esta prueba.

La indignación me subió a las mejillas en un torrente.

-¿Por qué? ¿Qué les hace a ellos tan especiales? -alcé la voz.

Sonrió pese a que yo me desgañitaba sin entender nada y cada vez más colérico. No le importó en absoluto.

-Parece que no has entendido nada, Álex. Los especiales no son ellos, eres tú. Este entrenamiento es exclusivo para ti. Eres distinto a todos los demás chicos del hogar, Álex. Por eso deberás superar esta prueba.

-No veo nada de positivo ni exclusivo en recibir palizas sistemáticamente -repliqué aún muy enfadado.

Zuñi chasqueó la lengua en gesto de desaprobación antes de volver a la carga.

-Pero yo sí, y soy yo quien dice qué normas han de cumplirse aquí. Y si no te parece bien puedes marcharte.

No era frecuente en él ordenar algo porque sí. Yo odiaba y sigo odiando las órdenes si no tienen una justificación verdaderamente de peso detrás. También odiaba y sigo odiando las amenazas. Tuve que aspirar muy hondo para no abrir la boca. En aquel momento, por mi mente se pasaron una detrás de otra las imágenes de cómo sería mi posible vida fuera del hogar. Había aprendido mucho, lo suficiente como para sobrevivir solo y sin ayudas de nadie. Pero sabía que no era más que una pequeña parte de lo que podía llegar a aprender. Por primera vez en mi vida pensé en esa cosa difusa, esquiva, y casi inexistente para mí, llamada futuro. Empaqueté mi orgullo y lo dejé en el mismo rincón donde dejo las cosas por hacer, aceptando resignado una vez más lo que aquel hombre me decía.

-Eso es, Álex. Ya verás cómo no te arrepientes en absoluto de haber tomado esta decisión. Cuando hayas superado esta prueba, creo que ya estarás lo suficientemente preparado: te enseñaré a disparar armas de fuego.

-¿En serio?

Y con la renovada ilusión que me dieron esas palabras, acudí a que aquellos cuatro desalmados adolescentes me hicieran papilla cíclicamente. Yo no me dejaba pegar sin más, les golpeaba con todas mis fuerzas, y siempre que comenzaba una sesión tardaban un buen rato en tenerme controlado. Eso provocaba que luego se empleasen más fuertemente conmigo, pero pronto dejó de importarme; sobre la cuarta o quinta paliza creo. Yo me conformaba con impactarles en la cara alguna vez, y si conseguía hacerles sangre era todo un logro. Pero lo que más me gustaba y hacía renacer mi orgullo, era dejarle a alguno de ellos la cara marcada durante unos días. No pasaba nada si mi propia faz estaba llena de abolladuras casi permanentemente si yo había conseguido cobrarme una de mis piezas: un ojo hinchado, un moratón, una ceja rota, un corte en el pómulo, me daba igual. Lo importante era que se notase que yo les había hecho eso siendo ellos cuatro y mayores que yo. A mí me valía con sólo saber que por un momento había reinado sobre ellos; por un miserable momento. Y los demás chicos también lo veían, y les señalaban a las espaldas cuando pasaban, riéndose. Gané en popularidad gracias a mi arrojo suicida, y así yo ascendí al Nirvana de los héroes, y ellos se precipitaron al abismo de los cobardes. Casi sin darme cuenta, el entrenamiento comenzó a dar los resultados esperados: la adrenalina de la pelea hacía que el dolor se fuera escurriendo por mi sistema nervioso hasta desaparecer por mis poros junto al sudor y la sangre.

Los chicos habían elegido la calle para pegarme y humillarme en una ocasión. De ese modo podían mostrar públicamente lo bajo que yo podía llegar a caer. Los demás se arremolinaron a nuestro alrededor, pugnando entre ellos por ver quién se ponía en primera fila para ver mejor. Sólo los imprevisibles movimientos de los cinco merodeadores que nos peleábamos en el centro del círculo, hacían que los otros chicos se echasen hacia atrás. Pero inmediatamente volvían a recuperar su lugar. Así una y otra vez hasta que fui a parar sobre un par de ellos a causa de un violento empujón. Pero resistí en pie, y no sólo eso, sino que lo primero que hice como respuesta fue contratacar: de un puñetazo en la nariz hice besar el suelo al Tuercas.

-¡Rodéalo! ¡Ahora!

-¡Dale, dale!

Me atacaron entonces de improviso, los otros tres a la vez, pegando patadas indiscriminadamente sobre mi cuerpo. Se desbordaron furiosos alrededor de mí, pero pese a ello pude ver el miedo en sus embrutecidas caras. Estaban temerosos de mis puños, y querían acabar conmigo antes de recibir algún golpe. Esto me dio fuerza y pude revolverme, no sin llevarme un par de pescozones y puntapiés antes. Me empujaron, yendo a caer con mi escaso peso, pero cargado de mis peores intenciones, sobre Bujía. Estábamos tumbados, pero yo estaba encima abofeteándole en la cara una y otra vez como si solamente estuviéramos allí nosotros dos. De una patada en el costado me sacaron de ahí sus compañeros.

-¡Toma, hijo de puta!

Rodé por el suelo, recibiendo los pisotones del Ladrillo hasta que acerté a agarrar uno de sus pies. Entonces fue él quien rodó por el suelo. No conseguí levantarme, Cabezas me había vuelto a tumbar cuando casi había conseguido ganar la vertical, esta vez de un violentísimo rodillazo en el pecho. Y desde ahí ya no hubo pelea, por mi parte quiero decir, pues ellos sí que continuaron golpeándome. Me levantaron y comenzaron a pasarse entre ellos mi cuerpo semiinconsciente, golpeándolo a placer.

-¿Qué te pasa, Mono? ¿Ya no te mueves tanto?

-¿Por qué no peleas ahora?

Agarran, golpean, empujan. Así uno tras otro, repartiéndose entre ellos el cuerpo indefenso. Se ríen, se burlan, y vuelven a golpear. Si el chico cae al suelo se le levanta de una patada en el costado, pero como esto casi nunca funciona, se le alza con los brazos para volver a pasarlo como una pelota. Y vuelta a empezar.

-¡Toma, maldito cabrón!

La sangre salpica en la cara y el uniforme del policía, lo que le sulfura en un principio, pero en el fondo le da placer. De un bofetón guía sus movimientos hacia su compañero a la derecha, quien lo recibe con la puntera metálica de sus botas de antidisturbios. Se limita a empujarlo, sabiendo que con tanto impulso lo va a hacer caer al suelo de la celda. Efectivamente, así ocurre. Lo vuelven a alzar, y de un ridículo pero sonoro golpe en la frente, se lo pasan a otro compañero, que espera sonriente. Ahora, como su estado es tan lamentable, lo importante es golpearle de un modo que no se le termine de dejar KO, pero que siga siendo divertido para ellos. Eso no se consigue demasiado bien, y Álex no es capaz de mantenerse ya en pie. La paliza dura un poco más entre risas, hasta que una voz se hace escuchar.

-Vamos, chicos, dejadlo ya, que no va a quedar nada para mañana. No querréis romper nuestro juguete favorito, ¿verdad?

Los agentes se ríen a carcajadas, y asienten jadeando a la voz del comisario. Dejan caer el cuerpo de Álex sobre el suelo de cualquier forma. Se arrastra dificultosamente y sin sentido sobre las partidas y grasientas losetas. No sabe qué, ni cómo, ni por qué. Los barrotes de la puerta de su celda vibran impetuosamente al ser cerrada con un metálico golpe. Las risas de sus verdugos se van alejando mientras él no encuentra ni cuándo, ni dónde, ni quién. Sólo quiere descansar, descansar mientras le llega el sueño que le libere y le deje en paz. Se queda quieto, quejumbroso, tan inmóvil que sólo su débil pero rítmica respiración hace ver que sigue vivo. Cierra los ojos por fin. Y está al borde de la inconsciencia, pero no siente dolor.

*

Hay una nebulosa varada en mitad del tempestuoso universo que hay ahora mismo en la cabeza de Álex. Está perdida dentro de un océano a su vez perdido, que mueve sus olas de un lado a otro sin sentido, como por diversión. Es la esencia de la misma confusión. Y él no es consciente de nada de lo que está ocurriendo ni allí dentro ni a su alrededor. Sólo se limita a dejarse llevar por la nebulosa de sus pensamientos, la misma que le lleva y le trae los recuerdos y los sueños. Y puede sentirse afortunado de que así sea; porque de este modo se libra de la angustia atenazadora, del daño temible, y del sufrimiento espantoso que le están esperando allá fuera. Prefiere que así sea, y bailar a su gusto por entre las imágenes que se abren en abanico a su disposición. El problema surge cuando es incapaz de controlar su propia mente. Se deja llevar, se deja llevar.

Sin saber por qué, ha aparecido una cara en medio de la nada. Una cara que le mira fijamente con unos ojos normes y marrones. Sólo le mira sin decir nada. Él se queda absorto, engatusándose a sí mismo por un buen rato, cuando esa cara se va transformando paulatinamente en la de Carito. Es posible que lo fuera desde un principio, pero es ahora cuando se ha dado cuenta. La joven Carito, que desde siempre ha conservado cierto aire infantil, pese a que guarda una sombra en los ojos que indica una edad muy superior incluso a la que ya tiene. Su risa es, aunque parezca arriesgado decirlo, fresca y pura, así como su ánimo. Podría ser eso mismo que tanto le faltaba a Álex lo que de verdad le atraía de ella. Podría.

Su cara, inanimada desde hacía un buen rato, va retornando a la vida, traída por un recuerdo de hacía pocos días. Pocos, al menos, antes de que le encerraran.

-¿Qué tal te fue, Mono? -le preguntó nada más verle-. ¿Has averiguado algo?

-Sí y no -contestó Álex.

-¿Qué quieres decir con eso?

-No lo sé.

Ella se le quedó mirando muy fijamente perdiendo de golpe la sonrisa, pero conservando un gracioso gesto de curiosidad.

-Dime algo más, tío. No me dejes así, joder.

-Pues eso. Pasé todo el día con Ion, como hacía ya algún tiempo que no ocurría. Hablamos de mil cosas distintas, como los dos buenos amigos que somos y que nos conocemos desde tanto tiempo.

-¿Y?

-Nada. No me contó absolutamente nada extraño sobre la policía, ni sobre esos amigos que me dijiste, ni ajustes de cuentas. Nada.

Ella se quedó muy quieta y callada esperando que añadiese algo más, aunque no tardó demasiado en volver a hablar.

-¿No le preguntaste?

-Sí, le dije: oye, tú por casualidad no serás el hijo de puta cabrón que quiere venderme a la pasma, ¿verdad?

-No me refiero a eso, burro. Hay muchas otras formas de sonsacarle la verdad.

-Pues a mí no me dio la gana de sonsacarle nada. Me bastó con escucharle para saber que él no tiene nada que ver. Ahora lo veo todo más claro. Es mi amigo desde hace años, confío en él y punto. No tiene ningún motivo para putearme de ese modo.

Ella volvió a guardar silencio, o por lo menos lo pretendió por un rato. No tenía mucha práctica y volvió a contestar casi al momento y de sopetón.

-¿Habías bebido?

-¿Qué? ¡No, coño!

-Álex, no me mientas, joder. Es más de mediodía, te acabas de despertar y apestas a alcohol.

El muchacho se quedó sin réplica que darle. Ella se había vuelto a dar cuenta y resultaba inútil ocultarlo.

-Anoche me bebí la última que me quedaba. Yo solo. Pero fue por la noche. Mientras estuve con Ion no probé ni una puta gota, te lo juro. Lo que pasó es que me hubiera gustado cerrar definitivamente el problema ese con Ion, pero al no decirme nada me sentí perdido y vacío -su voz se fue haciendo más débil conforme fue profundizando en sus sentimientos-. Entonces volví a acordarme de ella... y la botella fue mi única vía de escape. Pero no sólo no conseguí sacarla de mi cabeza, sino que se hizo presente y ya no me quiso abandonar hasta que me quedé dormido.

Carito se espantó al oírle. Estaba empeñada en hacérsela olvidar de una vez por todas, pues veía que aquellos resentimientos podían acabar con él; como así estaba sucediendo. El problema radicaba en que la joven no tenía ni idea de cómo ayudar a su amigo. Tenía una gran empatía y sabía cómo escuchar, pero le costaba un esfuerzo considerable aconsejar a alguien tomar el camino más adecuado. Reconociendo sus propias limitaciones le dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

-Pero olvídala ya, hombre. Eso no te va a llevar a ningún sitio. Tienes que centrarte en el presente y dejar el pasado atrás de una vez, coño.

-No puedo -dijo él con un hilillo de voz que se le escurría por entre los labios.

-Pues deja ya las tonterías y escúchame. Yo he averiguado más cosas por mi cuenta -siguió diciendo rápidamente para centrar la atención sobre sus palabras-. Esos amigos de Ion de los que te hablé, resulta que no hay amistad, que son sólo unos conocidos con los que tiene ciertos contactos.

-Ya decía yo...

-Pero es debido a que esos tíos tienen a su vez contactos con los del clan de Chamartín. Fuertes contactos.

Álex se quedó muy callado y pensativo. Desde que recuperase a Santateresa y se vengara de Mario el Muelle, todo lo que estuviera relacionado con ese clan era sinónimo de problemas para él.

-¿Crees que Ion hace tratos con los de la Catedral a través de esa gente de la que hablas? -preguntó Álex poco convencido.

-No te lo puedo asegurar, aunque sabiendo lo que ahora sé lo dudo. Esto va un poco más allá, porque esos tipos son cazarrecompensas.

-¿Cazarrecompensas? ¿Con Ion? ¿Estás segura?

Carito asintió con expresión tétrica, tan teatral como de costumbre.

-Pero eso no es todo -siguió diciendo-. Hay otra persona que les presentó esos tipos a Ion. Y tú la conoces.

-¿Quién? -preguntó ciertamente perdido.

-Aury la Dedos.

Escuchar aquel nombre de su boca, pronunciado con ese especial énfasis, entre el desprecio y el resentimiento, le sentó como un electroshock.

“Aury.”

-Pero eso no tiene demasiado sentido -reaccionó él al fin-. Quiero decir que para qué iba a ocurrir ese encuentro.

-Tiene más sentido del que tú crees. Piensa un poco, Álex, que sólo eres listo cuando te da la gana. La Dedos tiene muchísimos contactos por esta zona del norte, ya sean de un clan o de otro; eso parece importarle poco. Pero sobre todo tiene relación con uno en concreto. Y ése es el de Chamartín.

-¿Y qué? Ella es independiente y puede ir a donde le plazca.

-Y de hecho eso hace -comenta hiriendo de refilón a Álex sin habérselo propuesto-. Pero ella no tiene nada de independiente: ella pertenece al clan de la Catedral.

-¡Anda ya! Estás paranoica, Carito. Tienes que elegir mejor a tus clientes, porque parece que te han pegado algo serio que te hace decir tonterías -le devuelve el comentario pero con peores intenciones-. Ella pasa algún tiempo por allí, pero eso no demuestra nada.

-¿Ah, no? Eso es porque no lo quieres ver, Mono. Parece mentira con lo inteligente que eres para algunas cosas...

-Deja de decir eso, cojones.

-Piensa, chaval. Siempre ha rondado por allí, te tendió la trampa justo en ese lugar para robarte la metralleta, conoce a muchísima gente del clan... Además que nadie se traga que una chica pueda vivir sola en la calle como plometa por tanto tiempo sin que le pase nada.

-¿Qué quieres decir con eso?

-Que hay alguien que la está ayudando. Seguro.

-O sea, que una chica no puede valerse por sí misma viviendo sola y sin ayuda, ¿no es cierto?

Carito se tomó unos segundos para pensarse la respuesta, sabiendo del trasfondo que Álex le estaba dando al asunto. Se había quedado atascada en el barro de sus propias palabras. Sin embargo era eso exactamente lo que pensaba y terminó por asentir ante la indignación del muchacho.

-Tú te vales por ti misma y nadie te dice nada -le espetó él cada vez más irritado.

-Eso es distinto.

-Claro que lo es: ella tiene que abrir boquetes en las cabezas de sus enemigos para sobrevivir, mientras que tú sólo tienes que abrirte de piernas. Es muy distinto, ya lo creo.

Carito no contestó. Había sido un golpe demasiado bajo. Las lágrimas saltaron de sus enormes ojos, pero siguió mordiéndose la lengua pese a que se moría de ganas de contestar. De eso o de estampar la cabeza de Álex contra la pared. Él la miraba asqueado; asqueado con ella, consigo mismo, y con el mundo en general, que cada vez comprendía menos y que menos aún quería comprender. No había remordimiento en su interior.

La chica se aclaró la garganta antes de retomar la palabra. Había sido herida de mala manera, pero tuvo la delicadeza que a él le había faltado y escurrió el bulto. Dejó de llorar y aspiró fuerte por la nariz. Irguió la espalda para mantener esa pose orgullosa tan característica de ella y de la mayoría de los habitantes de las calles de la ciudad.

-Yo creo en la capacidad de las mujeres -dijo pausadamente pero imprimiéndole sentimiento-. Veo en nosotras cualidades que se os escapan a los hombres y que sois incapaces de alcanzar. Creo que esas cualidades son en realidad más prácticas y que servirían para acabar con los problemas que ahora tenemos. Pero en este entorno tan cabrón son vuestros músculos y vuestra mala hostia lo que sirve para seguir adelante. Y por mucho de eso que tenga esa malnacida de la Dedos, no puede codearse así como así con los demás plometas. Era a eso a lo que me refería. ¡Ah! Y la de puta es mi profesión, sí. Es una mierda enorme, y preferiría hacer cualquier otra cosa antes, pero por lo menos tengo algo que hacer. Y si no te gusta, no comas nada de lo que yo te traiga, pues lo he ganado abriéndome de piernas, como tú dices. Así que no vuelvas a despreciarme por ello, pues igual de despreciable o peor es lo que tú haces y no te digo nada.

Volvieron a surgir las lágrimas en sus ojos, al mismo tiempo que el calor le pintaba de rojo la cara. Inmediatamente después se hizo un silencio incomodísimo que sólo se podía romper de una forma.

-Lo siento, Carito -dijo Álex humilde-. De verdad, perdóname. Ya... ya sabes lo... lo de mi...

-¡Ya lo sé, coño! -cortó-. Pero eso no te da motivo para ensañarte conmigo, joder.

-Tienes razón. Lo siento.

Álex no estaba acostumbrado a que Carito sacara de paseo aquel coraje. Al menos con él. Pensó que de hacerlo más veces le gustaría más, y probablemente ambos tendrían una relación más seria. Probablemente. Mientras, ella tomó aire profundamente y continuó hablando intentando aparentar que no había ocurrido nada.

-La Dedos pertenece al clan de la Catedral, te guste o no. Eso podría asegurarlo casi al cien por cien. Pero aún hay más. Corre el rumor de que ni siquiera esto es cierto, que es una tapadera para su verdadera ocupación.

-¿Y cuál es esa ocupación?

-Ella también es una cazarrecompensas.

-¿Qué? Eso sí que no me lo puedo creer. No, ni hablar.

-Te estás dejando llevar por tus sentimientos, tío. ¿No lo ves? Fíjate en la cantidad de gente a su alrededor que desaparece, o que de repente se lleva la policía. ¿Te acuerdas de su amiga?

-Sí, Esther.

Una sonrisa que aparece de ninguna parte se dibuja de repente en el rostro del chico.

-Pues la vendió a la policía. Igual que muchos otros que desaparecen así por las buenas. Te vendió a ti mismo cuando el Muelle se encaprichó de tu arma. Y estoy convencida de que fue ella la que estuvo detrás de la caída de vuestro clan.

-¡Eso no lo digas ni en broma! -exclamó Álex en un arrebato.

Y sin embargo, mientras pronunciaba esas palabras él mismo caía en la cuenta de que tenían mucha lógica, y que incluso podían ser verdad. Él lo negaba con todas sus fuerzas, entrando en confrontación con su psique. Y desde fuera Carito continuaba bombardeándole.

-¿Por qué eres tan testarudo, joder? Esa perra no te ha dado más que disgustos. No le debes nada, y si por ella hubiera sido ahora mismo estarías muerto.

-Ella me quiere -dijo con cierta timidez.

-¡Y una mierda, tío! ¿Pero qué estás diciendo? Eso no es quererte, es utilizarte. Esa zorra no quiere a nadie más que a sí misma -dijo enfatizando especialmente-. Yo sí que te quiero, joder. Sigue detrás de sus faldas y acabarás comprobándolo de igual forma. Pero entonces será demasiado tarde.

Tantos datos estaba atribulando la mente del muchacho, que entre dudas, pros, contras, y una resaca a la que le faltaban varias horas todavía para marcharse, parecía a punto de estallar. Se llevó las manos a la cabeza en un intento de contener aquella aparatosa diarrea mental. No tuvo demasiado éxito, y se llevó así un buen rato. Carito lo miraba con la boca cerrada. Esta vez sabía que debía contenerse como fuera, dejando que el chico asimilase poco a poco lo que le estaba diciendo. Era una decisión acertada.

-¿Entonces eso significa que Aury me va a vender? ¿Cuándo? ¿Y a quién?

-No lo sé, tronco. De momento no hay nada seguro. Pero lo mejor que haces es estar alejado de esa hija de puta, y desde luego no confiar en ella jamás. Mientras tanto, yo seguiré informándome sobre el tema. No te preocupes, Mono; ya verás cómo conseguimos superar esto.

Y le acarició el brazo desnudo con suavidad. El muchacho se quedó sin palabras, cabizbajo, mirando a alguna parte entre las rajas intencionalmente descosidas de sus pantalones. Ella volvió a respetarle, mientras le seguía pasando la mano en círculos por el hombro, el cuello, la cabellera y la cara. Parecía que estaba demasiado hundido como para reaccionar, pero pronto le devolvió la caricia en el cuello y se inclinó hacia ella para besar sus labios. Al poco ya estaba Álex encima de ella sin casi haber separado sus lenguas. Los brazos pasaron a rodear espaldas, cinturas y caderas mientras la intensidad del beso se incrementaba. Entonces de improviso, el chico separó su cabeza y dijo:

-¿Es mi imaginación, o antes has dicho que me querías?

*

Si rápida y extraña fue mi forma de entrar en el hogar de Zuñi, más aún lo fue la forma de salir. Habían pasado los años y como siempre ni me había enterado. Yo estaba pendiente única y exclusivamente de mi día a día. Y como no había calendarios ni necesidad de ellos, no entraba en mi entendimiento el transcurso del tiempo. También influyó que mi vida era mucho más fácil desde que entrase en el hogar, sin duda. No necesitaba estar cuidando de mí mismo las veinticuatro horas, por lo que además de realizar actividades que me encantaban me fui ocupando de enseñar las cosas que sabía a los más pequeños: instruirles, aconsejarles, y sobre todo aprender yo; eso siempre. Incluso empecé a hacer tareas de las que hubiera renegado de raíz anteriormente: Zuñi me obligaba a leer lo que fuera. Libros o revistas, en español y en inglés también, hasta que por fin pude asimilar los textos sin necesidad de seguir las letras torpemente con el dedo. Y aunque no creo haber terminado más de cincuenta libros en total, descubrí que me encantaba tumbarme a leerlos y sumergirme entre sus líneas. Jamás hubiera sospechado la inmensidad del saber: siempre había algo nuevo que aprender. Y como yo quería saberlo todo, a veces se me encogía el pecho de pensar que esto no pudiera ser posible. Con mi esfuerzo, muy pronto había superado a los otros merodeadores aunque fueran mayores que yo y llevasen más tiempo allí; aunque me odiasen con todas sus ganas e hiciesen todo lo posible por librarse de mí. Les había vencido en su propio terreno, y todos lo sabían. Ellos eran cuatro y más fuertes, y yo uno. Pero había prevalecido.

El día en que cumplí los dieciséis años había dos pistolas conviviendo con nosotros bajo el techo del hogar. Una estaba guardada bajo llave, la otra pendía permanentemente del cinturón de Zuñi. La existencia de ambas era secreta, pero para las Ratas del Hospital no existían los secretos. La cuestión era que, sin saber si me lo merecía o no, yo tenía la exclusividad de usar esa otra pistola. Sólo para practicar, pues Zuñi se encargaba de mantenerla bajo llave en un lugar también “secreto”. Yo me había convertido en el número dos de aquella casa, o en el número uno después de Zuñi. Eso conllevaba muchas responsabilidades dentro de nuestro pequeño mundo. Como también conllevaba tener que cargar con el odio eterno por parte de los otros cuatro merodeadores. Hice todo lo que estuvo en mi mano para llevarme bien con ellos, pero su mezquindad era tal que jamás me perdonaron. Y aunque parecía no poder ir a más, siempre crecía.

Pese a todo yo me sentía lleno, y por primera vez en mucho tiempo, tenía momentos de verdadera felicidad. Disfrutaba con lo que hacía, y me sentía bien. No sé cuánto duró esta sensación, semanas, meses, años, no lo podría decir. Pero cambió. Era una de las máximas en la vida que Zuñi me enseñó.

“El mundo es movimiento constante, y todo cambia, tanto para lo bueno como para lo malo.”

Yo le daba la razón en lo de cambiar para lo malo. Fuera como fuese, cuando más despreocupado y contento estaba, una maldita duda me abordó. Y ésta me ensombreció por completo. Primero fue de forma pasajera, esporádica, pero se fue haciendo constante y recurrente. Hasta que hubo un momento en el que no me lo podía sacar de la cabeza. El motivo no era otro que Irene.

Durante mis misiones al centro, e incluso a los otros suburbios, siempre la había buscado. Yo sabía que ella debía de estar en algún sitio. Podía sentir que estaba viva: era la mayor certeza que tenía. Trataba de mantener mis sentimientos en secreto, pero cada vez se me hacía más y más complicado, hasta que un día mis crecientes inquietudes llegaron a oídos del Tuercas. En realidad él, así como todos los chicos del hogar, sabía que yo tenía una hermana pequeña y que la estaba buscando allá por donde iba. De hecho era una de las armas que utilizaban para insultarme. Yo hacía como que no me importaba, pero a veces les hubiera arrancado la cabeza con mis propias manos. En esta ocasión él supo leer la desesperación en mis ojos.

-No te creo -le dije lanzándole una mirada dura.

-Me da igual que no me creas, pero te estoy diciendo la verdad -me contestó-. Sé dónde está.

No supe reaccionar. Quise haberle atacado, rogado, interrogado e ignorado al mismo tiempo. Pero me quedé quieto.

-¿Dónde está? -pregunté más serio que nunca.

Él me devolvió su negra sonrisa de rufián como respuesta.

-¡Dímelo, hostias! -grité.

-No, no, no, amiguito. Esa información tiene un precio.

Di un paso hacia él, pero me detuve justo a tiempo. Los otros tres merodeadores que estaban con él, hicieron ademán de contenerme. Siempre estaban los cuatro juntos. En esta ocasión vi claro que la violencia no era la respuesta. Respiré hondo y volví a preguntar.

-¿Qué quieres? No tengo nada que ofrecerte. Bueno, puedo darte un besito, que seguro que te gusta.

Esa simple y estúpida broma sirvió para ofender a ese simple y estúpido muchacho. Cerró la boca por un momento, pero al recordar su posición de seguridad volvió a sonreír. Aunque un poco menos.

-Quiero la pipa -dijo.

Una luz roja se me encendió en la cabeza. Yo sabía que ellos querían deshacerse de Zuñi y liderar el hogar para convertirlo en un clan propio. Una idea descabellada que me habían propuesto varias veces, tantas como les había ignorado. Tenía múltiples motivos para no hacerles caso, siendo quizás el más poderoso el hecho de que nunca he soportado a ésos cuya inteligencia es desbordada continuamente por su ambición. Además, aquello sonaba a trampa.

-Ni de coña -le contesté -. No me fio un pelo de vosotros. Sé para qué queréis el revolver.

Sonrió.

-Es el precio por saber dónde está ella. Tú nos das la pipa, y nosotros te dejamos en libertad para que vayas a buscarla.

-Suena muy bien -dije-. Pero lo que pasa es que no me creo una mierda de lo que me decís, básicamente. Así que no hay trato.

-Tiene una mancha en el muslo.

Sentí una descarga traspasarme de lado a lado.

-¿Qué? -pregunté sin mucho sentido.

-Una mancha alargada y rosada, por dentro del muslo. Muy cerca del coño.

Los otros soltaron una risilla floja y estúpida, pero yo no hice caso. Aquel detalle era cierto. Por supuesto que en la descripción que yo hacía de ella jamás mencionaba eso. No me lo podía creer.

-¿Cómo sabéis eso? -fue la primera pregunta que se me vino.

Tuercas se pasó la lengua por los dientes negruzcos, como ya paladeando su venidera victoria.

-Bien, sabes que acabamos de llegar de una misión de cuatro días fuera, por los guetos del norte y el oeste. Han sido unos días muy difíciles, y los chicos y yo hemos necesitado distraernos. Así que un día decidimos darle a una putita hambrienta tres o cuatro latas de conserva de las que habíamos robado y así tener un poco de diversión.

Sentí estallar mis arterias por dentro, derramando mi sangre candente sobre el resto de órganos.

-Era una chica menuda pero alta, rubia, de ojos verdes, que al quedarse desnuda resultaba tener esa manchita. Usaba un estúpido nombre que no sé de dónde cojones habría sacado, pero cuando insistimos nos dijo que en realidad se llamaba Irene.

Mi imaginación me estaba traicionando. Me traía imágenes que no quería ver, que daría cualquier cosa por no ver. Mientras, las risas de los cuatro chicos iban creciendo más y más.

-Le preguntamos sin tenía familia. ¿Y sabes qué nos contestó? Que tenía un hermano mayor, pero que había muerto hace unos años. Tampoco quiso decirnos su nombre. Qué rica, ¿eh?

Apreté los dientes.

-Nos salió muy baratita para toda una noche. Debe de ser para compensar que no tiene ni tetas ni culo ni nada. Pero folla bien, ¿eh? Debes estar muy orgulloso de tu hermanita.

Sólo debía de tener doce años. Me lancé a por él con la mayor furia que recuerdo haber utilizado. Estaba esperando mi ataque, por lo que pudo esquivar el primer golpe, pero no fue así con el segundo, ni el tercero, que lo tiró al suelo. Los otros chicos acudieron en su ayuda, rememorando las palizas que me pegaban un año atrás. Cayeron sobre mí y me inmovilizaron contra el suelo. Gritaba, no recuerdo exactamente qué, pero gritaba. Tuercas se acercó a mí y me agarró del pelo para que le mirase a la cara. Pude ver que le había partido el labio y me enseñaba los dientes como si fuera un perro rabioso. No le importó y se acercó aún más, tanto que tenía que forzar la vista para mirarle a los ojos.

“Esos ojos de alimaña.”

-En realidad le dimos la comida por un polvo para cada uno de nosotros. Sí, como lo oyes, los cuatro nos la follamos. Y cuando habíamos terminado no la dejamos marchar. Estábamos solos, perdidos en una estación de metro solitaria donde no podía pedir ayuda. Así que no tuvo elección. No. Le seguimos dando caña a ese chochito rubio toda la noche hasta que nos aburrimos.

Recuerdo haber intentado morderle en la nariz, o en la cara. Recuerdo haber aullado.

-Ella pedía que parásemos con su vocecilla de niña buena que juega a ser mayor. Sollozaba cuando se la metíamos o cuando le obligábamos a que nos la chupara.

Las lágrimas brotaron de mis ojos sin que pudiera remediarlo.

-Sí, llora, marica. Llora. Igual que ella lloró cuando se la metí por su culito. Lo tenía muy estrechito, así que tuve que apretárselo bien hasta que me entrase entera. Creo que no le gustó, pero eso a mí me dio igual.

-Hijo de puta -conseguí decir-. Te mataré. Juro que te mataré.

-Así es la vida, Mono. Tu hermana es una puta y ahora nos debes a nosotros el haberla encontrado.

-Te mataré -repetí entre sollozos.

-Puede ser, pero somos los únicos que podemos decirte dónde está.

Sentí la impotencia en cada parte de mi cuerpo, pinzándome, abrasándome, ahogándome. Necesitaba espacio y tiempo para pensar, para dejar pasar esa cólera que estaba guardando y que deseaba hacer salir como un géiser. El aire me faltaba y mi propio pellejo se me hizo pequeño.

-¿Tenemos trato? -me preguntó.

No pude contestar. No sabía qué contestar. Sólo pensaba en vengarme como fuera, exterminarlos, borrarlos de allí. Y que sufrieran.

-Responde, capullo -insistió.

De repente comprendí que lo único que me importaba era mi hermana. Debía encontrarla ahora que sabía cómo llegar a ella. Y mi única oportunidad de hacerlo pasaba por negociar con esa panda de tarados. No tenía elección.

-Sí -dije.

-Muy bien. Ahora llévanos adonde está la pipa.

Lo habían previsto todo. Zuñi no se encontraba en el hogar. Era una de esas raras ocasiones en las que salía sin ser escoltado por los merodeadores, pero éstos acababan de llegar de esa maldita misión especial. Habían adelantado su llegada medio día por el mismo motivo. Me pusieron en pie y me dejaron libre de un empujón. Al ver mis manos y mis piernas disponibles, me planteé volver a atacarles. Pero no tenía ningún sentido. Volví a visualizar que mi objetivo final era Irene.

Mientras caminaba por aquel pasillo, guiando a aquellos miserables al arma, pensé en la jugarreta que le estaba haciendo a Zuñi. Pensé que ese hombre me lo había dado todo, y que ésa no era la mejor forma de pagárselo. Pero al otro lado de la balanza veía a mi hermana, a mi hermanita. No había otro camino. Tragué saliva, y con ella todas las lágrimas que no podía permitirme derramar en ese momento.

-Abre la puerta -me dijo Tuercas pasándome su ganzúa.

La tomé y me puse manos a la obra sin rechistar. Estábamos al otro lado de su despacho. Jamás se me había pasado por la cabeza reventar aquella cerradura, por fácil que me hubiera resultado. Y sin embargo así estaba ocurriendo. Un niño salió al pasillo para ver qué estábamos haciendo.

-Vete de aquí y cierra el pico -le amenazó Ladrillo.

El niño obedeció de inmediato.

-Ya está -dije.

Pasamos uno tras otro, cómplices y silenciosos como la Santa Compaña. Fui directo al mueble donde estaba el revólver. Podía parecer que la portezuela principal era la visible, pero yo sabía que había otra lateral escondida, que era la realmente importante. Moví el mueble de al lado con la ayuda de uno de los chicos, me puse en cuclillas y apliqué la ganzúa. El revólver salió de allí cubierto por un paño de terciopelo azul marino. Los chicos lo miraban con ansia. Los cuatro quisieron tomarlo, pero yo se lo impedí.

-Está descargado -dije.

-¿Dónde están las balas? -preguntó Tuercas.

-Dime primero dónde está Irene.

Sus ojos relucieron. Me dio una patada que me tiró de espaldas, aprovechando que todavía estaba agachado. Él y Cabezas se abalanzaron sobre mí y consiguieron quitarme el arma.

-No estás en condiciones de negociar -dijo Tuercas mientras comprobaba que el arma estaba descargada -. Y ahora dime dónde coño están las putas balas.

Me levanté y rodeé el enorme escritorio de madera. Forcé la cerradura de uno de los cajones ante la atenta mirada de Bujía. Lo abrí. Y saqué una caja de cartón en muy mal estado. La aprisioné con ambas manos.

-Aquí están las balas -dije -. Ahora dime dónde está.

Bujía las agarró también. Forcejeamos un rato hasta que la caja se terminó rompiendo. Las balas rodaron inofensivas por el suelo. Los cinco nos quedamos mirándonos las caras. Bujía y Ladrillo se agacharon y empezaron a recogerlas, mientras Tuercas no hacía más que pasar la mirada del arma a mí, y de mí al arma.

“Mierda.”

Estaba rodeado, al otro lado del despacho. A mis espaldas sólo había una ventana enrejada. Tragué saliva.

-He cumplido con mi parte del trato, Tuercas -dije-. Vamos, dime dónde está mi hermana.

Pretendí parecer duro, pero aquellas palabras tenían mucho de ruego. Mucho más de lo que me hubiera gustado. Tuercas sonrió, sabedor de que controlaba la situación.

-Pásamelas -ordenó a Ladrillo.

Ya tenía un puñado de balas en una mano, y la pistola en la otra. Su sonrisa se tornó más malévola que nunca. Fue metiendo las balas en el tambor torpemente, con los dedos temblorosos por la emoción de manejar un arma de fuego por primera vez.

-Bueno, Mono, debo reconocer que ha sido...

Ya sabía de sobra lo que iba a pasar. La necesidad me apremiaba, pero no me había dejado gilipollas. Así que pasé directamente a la acción y no le dejé terminar su frase. Fuera lo que fuese la mierda que me quisiera contar.

Di un salto y me apoyé con ambas manos en el escritorio ante la incrédula mirada de Bujía. Aproveché el impulso para pasar las dos piernas por delante y lanzarlas hacia Tuercas. Éste cayó al suelo por el impacto en el pecho, golpeándose también con una silla y con la pared. Pese a ello no soltó el revólver. Yo también caí, pero prevenido para ello me volví a levantar al instante. Ladrillo trató de venir a por mí, pero lo esquivé de una finta y golpeé con todas mis fuerzas contra su costado. Luego le di otro puñetazo en la cara que terminó de enviarle al suelo. Me hubiera ido de nuevo a por Tuercas, que trataba de levantarse, pero Cabezas y Bujía me hubieran impedido tomar el arma, terminar de cargarla, y mandarlos a todos ellos al infierno a balazos. De modo que esquivé a Cabezas, y salí raudo por la puerta. Permaneciendo vivo era la única forma de volver a por la información que necesitaba.

Atravesé el pasillo tan rápido como mis piernas me permitieron.

“¡PAM!”

La bala pasó muy cerca de mi hombro mientras corría. Iba a bajar a la calle para huir muy lejos, pero las escaleras estaban abarrotadas de los otros chiquillos, asomándose curiosos para ver qué estaba pasando. Me cerraban el paso, por lo que decidí seguir adelante. No sabía si iba a ser capaz de encontrar una salida o un escondite lo suficientemente adecuado, pero estaba seguro de que no quería poner en peligro a los demás.

“¡PAM!”

Ese balazo se estrelló contra la barandilla de la escalera, haciéndola saltar en mil pedazos.

“¡Mono!”, escuché gritar a Bujía a mis espaldas. No me detuve a ver qué quería.

“¡PAM!”

Volvió a retumbar el tiro en el pasillo, pero yo ya lo había abandonado con dirección a un cuarto cercano: ya sabía por dónde iba a huir. Salí por la ventana sin pensarlo, encaramándome a la vieja tubería que bajaba por la pared del patio hasta la planta baja. Tuve que andarme con cuidado, pues estaba llena de la escarcha propia de la nevada que empezó a caer la noche anterior. Tenía los miembros agarrotados por el frío y por la tensión de ser descubierto. Estuve a punto de resbalar varias veces, y tuve que arrojarme al suelo para esquivar el nuevo balazo que me llegaba desde la ventana por duplicado.

“¡PAM! ¡PAM!”

Por suerte Tuercas no había hecho prácticas de tiro como yo y falló estrepitosamente. La nieve acumulada amortiguó un poco el golpe, y pese a que caí de culo, pude ganar la puerta de la cocina antes de que pudiera hacer blanco sobre mí el nuevo disparo.

“¡PAM!”

Rodé por los suelos, deteniéndome por fin y tomando un poco del aire que se me escapaba de la nariz y la boca. Estaba sudando a chorros, pero me había librado de mi perseguidor; de momento al menos. Corrí como alma que lleva el diablo buscando la salida y dejar todo aquello detrás de mí. Pero cuando lo tenía más claro, me crucé con una de las niñas pequeñas, que asustada caminaba de un lado a otro llorando sin saber qué hacer para que los disparos cesaran. Entonces, al ver eso, Ella volvió a mí de repente.

“Irene.”

Lo vi claro. No podía irme sin más, sin saber dónde encontrar a mi hermana. Me frené en seco y volví a encarar a mi perseguidor.

-¡Tuercas! -grité hacia arriba.

Los demás chicos que atónitos aún seguían por allí, se apartaron cuando vieron que Tuercas bajaba las escaleras frenético hacia mí. Huí de nuevo, pero esta vez hacia las cocinas. Cerré la puerta que daba al patio y que dejaba pasar una brisa cortante. Me escondí entre unas cajas y bidones vacíos y mal apilados contra la pared. Él apareció al poco, jadeando como un perro, sosteniendo la pistola con la sudorosa mano. Casi lo podía oler. Husmeó un poco antes de detenerse por completo.

-Estás aquí, escondido como la rata que eres -exclamó-. Esa puerta sólo se puede cerrar por dentro, gilipollas.

-¡Vaya! -dije sin miedo-. Siempre destacaste por tu impresionante inteligencia, Tuercas.

Él se asustó al escuchar mi voz mucho más cerca de lo que esperaba. Se volvió y me vio levantándome. Estábamos a un par de pasos escasos el uno del otro. Se extrañó al verme tan decidido pese a que él sostuviera la pistola hacia mí.

-Cada vez me sorprendes más, Mono -dijo-. Ya no sé si eres un puto subnormal o es que estás loco. Vas a morir y hacerme feliz a la vez: ¡los dos en uno!

Y sin decir más apretó el gatillo apuntando contra mi pecho, con una mirada de frío depredador que echaba para atrás. Fue lo único, pues de la pistola sólo salió el “clic” que yo estaba esperando. Su gesto se torció rápidamente, más que la patada que dirigí a la boca de su estómago con todas mis fuerzas. No pudo reaccionar, y cayó al suelo doblado sobre sí mismo y sin respiración. Tomé el arma de su mano fácilmente y me lancé sobre él.

-Esta pistola sólo tiene un cargador de seis balas, pedazo de animal -fui diciendo remarcando cada palabra con cada golpe que le daba en la cabeza con la culata.

Aquello que quedó tumbado en el suelo envuelto en espasmos ya no se podía considerar como Tuercas. Había vuelto a matar y no me sentía culpable por ello. Me limpié la sangre y guardé el revolver en los pantalones. Debía ir a por más balas, pero éstas se guardaban en el despacho. Presumiblemente los otros tres merodeadores estarían allí, o habrían empezado a buscarme. De cualquier modo me estarían obstruyendo el camino. Decidí salir al patio y deshacer el camino andado. Trepé por la cañería, helada y resbaladiza a más no poder. Me llevó más rato de lo normal, pero finalmente gané la ventana del primer piso.

Me asomé al pasillo con sigilo. Allí el alboroto era tremendo, y nadie parecía comprender qué estaba pasando. Muchos chicos estaban escondidos bajo las camas o en los armarios, defendiéndose de los disparos. No había ni rastro de Ladrillo, o Cabezas, o Bujía. Me armé de valor y salí al pasillo, recorriéndolo pegado a la pared, tratando de no hacer ruido. Miré hacia el hueco de la escalera. Un niño delató mi posición sin pretenderlo. Pronto apareció Cabezas desde abajo. Su expresión era de sorpresa. No se imaginaba qué demonios hacía yo allí arriba, pero le daba ciertamente igual y corrió hacia mí a toda prisa.

Yo fui más rápido y me jugué todas mis cartas a que el despacho estaba vacío. Más o menos. Allí sorprendí a Bujía, que estaba agachado sobre la alfombra. Había encontrado un reloj brillante en alguna parte, y ahora lo observaba embobado. No tuve tiempo de preguntarle qué hacía. Como estaba en mi camino, le di un rodillazo en la cara que lo dejó inmediatamente fuera de juego. Las balas estaban esparcidas sobre el escritorio. Eran unas veinte, o tal vez más, pero sólo me dio tiempo de poner una en el tambor. La misma que en seguida atravesó el pecho de Cabezas.

Certifiqué su defunción y recargué el revolver por completo. Luego até a Bujía al radiador usando el cable de un flexo, asegurándome de que quedaba inmovilizado. Guardé las otras balas en mi bolsillo no agujereado y salí del despacho.

“Ladrillo se ha ido”, me dijo un pequeño. Otros lo corroboraron, y a decir verdad no me preocupé en perseguirle. No sé qué pudo ser de aquel pobre diablo. Nunca más volví a verlo, ni a oír hablar de él. La nieve pareció tragárselo.

Lancé un cubo de agua helada sobre Bujía, que se despertó sobresaltado. El rodillazo le había abierto una buena brecha en la ceja que le sangraba de un modo muy feo. Me senté a su lado con la pistola sobre mi regazo, dejándole verla.

-Empieza a hablar -le dije.

-Puto Mono -balbuceó-. Te juro que te arrepentirás de esto. Te juro que...

Le abofeteé sin contemplaciones y se golpeó en la cabeza con el radiador. Se quejó amargamente. No necesité más para que empezase a hablar.

-Hay una congregación muy importante en la estación de Islas Filipinas. Ella formaba parte de ese clan -dijo lastimosamente.

Debería estar satisfecho, pero la sensación que experimenté fue extraña, como si mi interior se encontrase cortado, en mal estado. De cualquier forma, ya tenía la información que necesitaba.

-Muy bien, amigo -dije-, eso era todo. ¿Ves cómo no era tan difícil? Ahora tengo que decidir qué hacer contigo. En agradecimiento a todos estos años de amor incondicional que me has dado, me encantaría poder hacerte algo especial. Pero no sé qué.

-Déjalo en paz -sonó la voz de Zuñi desde la entrada de su propio despacho.

Estaba mirando grave el cuerpo sin vida de Cabezas.

*

-¿No puedo hacer nada para que cambies de opinión? -me preguntó muy serio.

-No, lo siento -contesté.

Acababa de contarle todo lo ocurrido, lo de los chicos, los disparos, Irene, todo. Le dije que tenía que ir a buscarla, y que nada en el mundo me haría cambiar de opinión. Él asintió con la cabeza. Estaba triste.

-Sabes que el hogar te necesita. Ahora más que nunca.

-Lo sé. Pero ahora que conozco dónde está no puedo quedarme aquí de brazos cruzados.

Hizo un gesto de comprender y agachó de nuevo la mirada. Cuando la levantó tenía los ojos humedecidos.

-Llévate el revolver contigo.

Era un regalo extremadamente preciado. Dudé.

-No seas tonto y tómalo -insistió-. Esos clanes desde Barrio del Pilar hasta Argüelles están aún demasiado salvajes y sin dueño. Lo necesitarás.

Tomé el revolver de encima de la mesa y lo guardé dentro del abrigo que estaba preparando.

-Muchas gracias. Yo...

-Tráela contigo cuando la encuentres -me interrumpió.

Sonreí.

-Cuenta con ello. Mañana antes de que anochezca estaremos aquí los dos. Sanos y salvos.

-Eso espero -suspiró-. Ven aquí.

Me acerqué y de seguida me atrapó en un abrazo. Pude sentir cómo aquel gesto me transmitía cosas más allá del mero contacto. Hacía siglos que no sentía algo parecido. Los días en los que detestaba que me tocase habían caído en el olvido. Le devolví el apretón.

-Confío en ti, Álex. Cuídate.

Nos separamos. Le sonreí de nuevo, y sin decir nada me volví y crucé la puerta.

*

“Libertad, libertad sin ira libertad,

guárdate tu miedo y tu ira

porque hay libertad, sin ira libertad,

y si no la hay sin duda la habrá.

Libertad, libertad sin ira libertad,

guárdate tu miedo y tu ira

porque hay libertad, sin ira libertad,

y si no la hay sin duda la habrá.

Estás escuchando Sintonía Libertad, en el 96.0, 97.0, 98.0, 99.0, 100.0, y 101.0 de la FM, y en el 860, 900, y 1000 de la AM. Sintonía Libertad, la radio de todos los ciudadanos libres.

Hola camarada, nos dirigimos en este momento a ti, que eres uno de nuestros iguales, y que como nosotros quieres un mundo mejor. Un mundo sin guerras, sin desigualdades, sin hambre ni otras penurias. Ciudadano de bien y de paz, honrado y trabajador, que cansado de tanta miseria y destrucción, buscas la armonía y el bienestar que un día la desgracia nos arrebató. Ese día es ayer, camarada, pertenece ya al pasado. Y nosotros, al igual que tú y los tuyos, sólo podemos mirar hacia el frente, hacia el futuro. Y el futuro es hoy, compatriota; hoy es un día especial y grande. Especial porque nos hemos levantado después de habernos caído y haber sido pisoteados mientras yacíamos en el lodo. Grande porque hemos aprendido de nuestros propios errores y eso nos ha hecho crecer hasta convertirnos en mejores personas de las que llegamos a ser. Ha habido una selección, camarada, un proceso natural por el que sólo han quedado los mejores y más preparados, los más sabios e inteligentes que han sabido diferenciar entre el buen camino y la perdición. Todos nosotros somos lo mismo, el mismo fruto de la más pura supervivencia, el jugo puro y portentoso que ha quedado al pasar por el filtro de la evolución. Ha sido un momento duro, incluso cruel, pero era un paso necesario para alcanzar cotas superiores.

No te dejes engañar por quienes hablan de desgracias y maldad: tú mejor que nadie sabes que eso no es cierto, porque el ser humano es la criatura más grande que habita el planeta, y tú eres más grande aún por reinar justo donde los otros seres humanos han fracasado y muerto. No escuches a los pesimistas, pues ellos serán los siguientes en caer. Si el mensaje de esos personajes decadentes, supersticiosos y moribundos consigue calar entre la población de recios y virtuosos ciudadanos como tú, finalmente terminaremos por sucumbir. ¿Quieres eso, o quieres disfrutar de las maravillas del mundo que han quedado como privilegio de unos cuantos elegidos?

No conocemos tu nombre, camarada, pero sabemos que eres uno de esos elegidos y que ese buen juicio que te ha traído hasta aquí hará que escojas el camino correcto: el camino de los que miramos al frente esperanzados en ver un mañana mejor; un mañana que ya ha llegado. Te necesitamos, ciudadano; ahora más que nunca eres necesario para reconstruir nuestra preciosa ciudad, asolada tanto y tan de continuo por la desgracia y la barbarie. Nosotros, el nuevo Gobierno, te necesitamos para llevar a cabo esta gran obra, que va mucho más allá de levantar edificios o limpiar calles; va de reconstruir el mismo mundo desde sus raíces. Tenemos esa posibilidad y ese privilegio en nuestras manos, y no podemos dejar pasar la oportunidad. No ha habido pueblo ni civilización en la Historia capaz de verse en una situación siquiera parecida. No permitas dejar pasar este regalo que el destino te ha otorgado, camarada.

Nosotros, el nuevo Gobierno formado por ciudadanos honrados y de a pie como tú, rechazamos los falsos valores del antiguo sistema que tanto nos defraudó y que terminó por llevarnos a la miseria. Hemos aprendido de los errores del pasado, y ahora miramos hacia delante, trabajando con pasión y entusiasmo para que nuestros hijos puedan criarse en un mundo mejor, libre, igualitario, y justo. Nosotros, los ciudadanos que componemos el nuevo Gobierno, estamos elaborando unas leyes justas y equitativas, basadas en la igualdad y el respeto propios de un Nuevo Orden más evolucionado y ecuánime. Debemos vivir con leyes, compatriota, tal y como vienen diciendo Aristóteles y otros grandes sabios del pasado que fueron inoportunamente olvidados por la mezquindad de los anteriores y nefastos gobernantes. Eso es lo que nos diferencia de los animales, las leyes, y por eso te pedimos que dejes atrás tus miedos, y abraces la nueva ley, que encontrarás justa y equitativa, como hecha exclusivamente para ti y tus iguales. Porque te lo mereces.

Para ello deja atrás tu vieja pistola y fusil, pertenecientes a un pasado oscuro y arcaico, porque ya no los necesitarás. El nuevo Gobierno y sus sofisticadas leyes te protegerán de forma más eficaz. Ya no es necesario que seas tú quien tenga que preocuparse de la salud y el bienestar de los tuyos: el nuevo Gobierno está capacitado para proveerlo todo. Ya no hará falta que busques ropa o alimento entre la basura como un animal, pues el nuevo Gobierno tiene de sobra para ti y los que más quieres. Te daremos un hogar digno, limpio, seguro, confortable, como los que había antes, pero sin sus molestos inconvenientes. Te daremos un trabajo en una de las múltiples fábricas de producción y envasado de alimentos que ya estamos construyendo. Y gracias a él podrás contar con un sueldo con el que poder vivir cómodamente y sin preocupaciones. Sólo te pedimos que nos entregues tus armas ilegales, y te vengas a vivir al centro, el corazón del nuevo Madrid, bajo la luz y el amparo de nuestra ley.

Deja atrás los miedos e insatisfacciones del pasado, y mira hacia delante, hacia el brillante futuro que nos espera a todos juntos. El Gobierno te necesita, camarada, el Gobierno te quiere. Juntos podemos, juntos lo lograremos. En Madrid, invierno de dos mil dieciocho, año dos del nuevo Gobierno; año dos de la Nueva Era.

Libertad, libertad sin ira libertad,

guárdate tu miedo y tu ira

porque hay libertad, sin ira libertad,

y si no la hay sin duda la habrá.

Libertad, libertad sin ira libertad,

guárdate tu miedo y tu ira

porque hay libertad, sin ira libertad,

y si no la hay sin duda la habrá.

Estás escuchando Sintonía Libertad, en el 96.0, 97...”