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Casi cada mañana, Faneca acudía al apartamento de Walden 7 y cumplía el trámite cada vez más penoso de volver a ser el músico callejero y zarrapastroso que tocaba el acordeón en compañía de Cuxot o de Serafín el chepa.
Un día de principios de junio, el músico callejero dejó de acudir a las Ramblas como cada mañana y Faneca pasó a ocupar una esquina en la plaza Lesseps tocando el acordeón vestido de luces y con antifaz negro. No volvió a ver a Cuxot ni a Serafín. Había adquirido un maltrecho traje de torero esmeralda y oro en una tienda de disfraces del Raval y decidió tomar prestado el acordeón de Marés y ganarse la vida más cerca de la pensión. Tocaba de pie vibrantes sardanas y el Cant dels ocells con un cartel en el pecho que decía:
EL TORERO ENMASCARADO
AGRADECE A LOS CATALANES
SU PROVERBIAL HOSPITALIDAD
Contra todo pronóstico, la combinación traje de luces/música catalana, el contraste entre la torería y la sardana atrajo la atención y las simpatías de los viandantes y la recaudación era buena, aunque no tanto como antes.
Fue por esas fechas, al mediodía de un domingo que no trabajó, y después de haber llevado a Carmen a pasear por el parque Güell, cuando Faneca efectuó una visita a Walden 7, que sería la última, aunque entonces no lo sabía. Su intención era hacerse con algunas prendas de ropa interior que habían pertenecido a Marés y luego visitar a la señora Griselda y regalarle el retrato al carbón que le había hecho Cuxot. Quería tener un detalle con ella antes de desaparecer de su vida para siempre.
El apartamento de Marés estaba limpio y ordenado, pero ya era una casa ajena, misteriosa y fría. Se le antojó la guarida de un solitario abandonada hacía mucho tiempo, y en la que aún se podían rastrear los espejismos de la pasión que un día albergó junto con las pesadillas recurrentes del desencanto. En el exterior las losetas seguían desprendiéndose y el singular y camaleónico edificio mostraba los muros descarnados, el cemento leproso de la falacia. Había sobre la mesa de la cocina un mensaje urgente de la mujer de la limpieza pidiéndole al señor Marés que diera la cara. Faneca se verificó en los espejos, a hurtadillas, y sintió nuevamente y con mayor intensidad que profanaba el reducto de un solitario, de alguien que no era feliz. Al entrar en el dormitorio vio extendida sobre la cama la camisa de seda rosa y, sobre ella, cinco talones bancarios en blanco con la firma de Marés, acompañados de una nota:
«Querido Fanequilla: ahí te dejo mi camisa favorita; sé que te gusta mucho y que siempre te hizo ilusión llevarla. También te dejo algunos talones firmados porque supongo que no andarás muy bien de dinero, con los gastos que últimamente has tenido. Y puedes llevarte lo que quieras de este agujero, a mí ya todo me da igual… Desde hace algún tiempo no me encuentro bien, creo que tengo la enfermedad del olvido. Temo que pueda ocurrirme algo malo de un momento a otro. Pero me acuerdo mucho de ti. Recibe un abrazo de tu amigo de siempre, que te desea suerte en la vida. Marés».
Se quedó pensativo al pie del lecho. Cogió los talones, los dobló cuidadosamente y se los guardó en el bolsillo, luego cogió la camisa rosa y, sin poder contenerse, ocultó la cara en ella y se echó a llorar.