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En los días siguientes, Marés dedicó las mañanas a tocar el acordeón en las Ramblas. A media tarde se iba a casa y al anochecer Faneca aparecía pulcro y resalado en la pensión Ynes, dedicando carantoñas a la señora Lola y a Carmen. Vestía siempre su traje marrón a rayas y exhibía el parche negro en el ojo con altanería no exenta de chunga. Al cabo de una semana, el personaje empezó a comerle el terreno a la persona: Faneca se dejaba caer por la pensión cada vez más temprano, primero a media tarde y luego, poco a poco, adelantó el horario y finalmente aparecía ya después de comer.

Marés sentía desintegrarse día a día su personalidad. Puesto que el astroso músico callejero era también, en el fondo, un personaje inventado, empezó a ser expoliado: algunas mañanas no era capaz de articular una palabra en catalán, tocaba el acordeón con el parche en el ojo y con patillas, y parecía ausente. Le dijo a Cuxot que así inspiraba más compasión a los transeúntes y que, además, veía mejor. A veces Cuxot le oía referirse a sí mismo como si se tratara de otro, como si no estuviera allí, y siempre con tristeza: «Este capullo de Marés me da pena, le van a poner los cuernos otra vez…». Fumaba cigarrillos negros emboquillados y bebía a morro de una botella de Tío Pepe. Dejó de vérsele encogido y su cuello se estiró y caminaba envarado, y una extraña parsimonia se adueñó definitivamente de sus manos y de su voz, una gestualidad ceremoniosa y altanera. Pese a ello, en términos generales parecía más conformado consigo mismo, aguantando más el tipo, con un comportamiento más barroco y extrovertido. Su repertorio musical también se alteró: ahora tocaba pasodobles y coplas andaluzas que años atrás hicieron populares Imperio Argentina y Estrellita Castro, y solía colgarse en el pecho un cartón que llevaba escrito con rotulador rojo:

EX SECRETARIO DE POMPEU FABRA

CHARNEGO Y TUERTO Y SORDOMUDO

SUPLICA AYUDA

Cuxot terminó el retrato de Faneca al carbón y Marés se lo llevó a Walden 7, donde ya empezaba a vivir como un fantasma. Se veía con el rabillo del ojo flotando en los espejos, silencioso y remoto, improbable. Sentía que la máscara de Faneca le iba devorando, que los rasgos del charnego le estaban acuchillando el rostro, que la tiniebla del ojo derecho se afirmaba.

Por la tarde, en la pensión, se encontraba plenamente a sí mismo y desplegaba una gran actividad. Lo primero que hacía al llegar era preguntar a la señora Lola y a su nieta si le había llamado una tal Norma Valentí. La respuesta siempre era no. Solía encontrar a Carmen en la cocina, lavando platos o pelando patatas con sus ojos de ceniza fijos en el vacío, y a veces la ayudaba a secar los platos y bromeaba con ella. Desde hacía algún tiempo cenaba en la pensión y frecuentaba el bar de enfrente, donde solía jugar unas partidas de dominó con viejos jubilados que recordaban sus correrías de niño por el barrio con la pandilla. En su pensamiento, el Marés enamorado locamente de Norma era un espectro cada vez más lastimoso y Norma era una dulce fatalidad: estaba escrito que tenía que seducirla alguna noche, probablemente en su cuarto de la pensión, pero a menudo Faneca no recordaba cuándo ni por qué había decidido acometer semejante empresa. Entonces convenía consigo mismo en que lo único que podía hacer era esperar.

Sin apenas darse cuenta, su vida empezó a organizarse en torno a la muchacha ciega y su mundo de sombras. Cuando no tenía nada que hacer, Carmen le buscaba en su cuarto o en el bar El Farol, le cogía de la mano y con mimos y arrumacos le conducía a la sala, se sentaba ella en la mecedora y le pedía que le contara la película de la tele, y si no había película, los anuncios publicitarios, lo que fuera. Aquel mundo atrafagado y artificioso lleno de voces y melodías sugestivas, aquella otra vida en colores de la que ella sólo podía captar su rumor, intuir su pálida fugacidad, le llegaba a través de la voz impostada y persuasiva de Faneca, que se lucía especialmente con las películas: a Carmen era lo que más le gustaba que le explicaran, y, según ella, el señor Faneca sabía contárselas maravillosamente; le hacía ver la película, porque no se limitaba a explicar las imágenes, no sólo describía para ella los decorados y los personajes, narrando lo que hacían en todo momento y cómo vestían, también comentaba sus emociones y sus pensamientos más ocultos. Según el señor Tomás y el señor Alfredo, los dos huéspedes jubilados que solían asistir a estas sesiones, las películas ganaban tanto explicadas por el señor Faneca, que era mejor oírlas que verlas —aunque esa amable opinión, según entendió él, tenía por finalidad confortar el ánimo de la ciega—. En cualquier caso, era tanta la afición de la muchacha a estas películas explicadas, que alguna vez Faneca intentó zafarse de lo que ya empezaba a ser una obligación. Pero si cometía el error de asomarse a la sala y veía a Carmen sentada frente al televisor y bebiendo su luz, sola y esforzándose en imaginar lo que no veía, o manejando el mando a distancia compulsivamente, cambiando de canal en busca de una voz que la subyugara, le embargaba un sentimiento que no podía controlar y acababa por sentarse junto a ella y explicarle las imágenes. De noche, hallándose en el bar de enfrente jugando al dominó, después de cenar, veía entrar al señor Tomás o al señor Alfredo y buscarle con los ojos: que la niña había preguntado por él, que si no pensaba ir a ver la película, que quién se la iba a contar…

—Tiene usted mucha paciencia conmigo, señor Faneca —le dijo Carmen una noche—. No crea que no me doy cuenta.

—Llámame siempre que me necesites.

—Es que soy muy peliculera, ¿sabe?

—Digo.

—Me gustaría mucho hacer una cosa… ¿Me deja usted hacerla?

—¿Qué cosa, niña?

—Tocarle la cara. Ver cómo es.

—¿Cómo me imaginas tú?

—Le veo con cara de buena persona. Alto, flaco, moreno… Pero quiero comprobarlo.

Alzó la mano y con las yemas de los dedos, como si tanteara algo muy frágil o quemante, recorrió suavemente sus facciones, demorándose brevemente en la fina nariz aguileña, en los pómulos altos, en las patillas, en los párpados y finalmente en el parche negro que le tapaba el ojo. Inmóvil, conteniendo el aliento, él la dejó hacer como si de un ritual se tratara, mirándose en sus ojos grises. Al tantear el parche del ojo, la mano se sobresaltó levemente.

—¡Tranquila! Soy yo —dijo él con la voz suave—, Faneca, Fanequilla.

—¿Sólo ve por un ojo?

—Pa lo que hay que ver, con un ojo nos basta y sobra a los dos.

A través de la ventana llegaron desde la calle unos ladridos de perro y griterío de niños. Carmen se acercó a la ventana y apoyó la frente en el cristal.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Por qué gritan los niños?

—Hay una paloma en la acera que no puede volar —le explicó Faneca—. Un perro le está ladrando y un corro de niños achucha al perro…

—Volvamos a la tele —le interrumpió ella, y fue hasta la mecedora—. Por favor.

La soledad se inventa espejos, pensó él al verla sentada nuevamente frente al televisor.

—Por favor, señor Faneca… ¿Dónde está?

—Aquí estoy, niña.