12
Carmen entró en la sala con las manos en la cintura y sorteando hábilmente los muebles que no veía, sin necesidad de tantearlos y sonriendo a la nada. El sol maduro de la tarde encendía la ventana abierta y sus ojos ciegos se orientaron hacia la luz.
—¿Dónde está, señor Faneca?
—Aquí, niña, en la ventana.
—¿Qué hace?
—Estoy mirando la calle.
Ella se sentó en la mecedora, frente al televisor apagado, y no dijo nada. Desde la cocina llegaba la voz de su abuela discutiendo con el señor Tomás. Al cabo de un rato Carmen dijo:
—¿En qué piensa, señor Faneca?
—¡Bah! En tonterías. Pensaba en cómo era esta calle hace cuarenta años, cuando yo era un chaval…
—¿Cómo era?
—Pasaban más cosas… Lo único seguro es que no había coches aparcados día y noche ni semáforos. Lo demás se me olvidó.
La muchacha suspiró y dijo:
—A mí se me están olvidando los colores. Sé que el mar es azul y el árbol es verde y la sangre es roja, pero esos colores ya casi no los recuerdo… A veces me confundo y me imagino el mar de color negro. Y es horrible.
—Bueno, qué más da —dijo Faneca queriendo animarla—. Figúrate una paloma de color rosa. ¡Qué bonita!…
—Dentro de poco olvidaré el color de las flores. —Pensativa, añadió—: Olvidaré el arco iris, señor Faneca.
Él la miró con tristeza, pero reaccionó en seguida:
—Bien, en tal caso también olvidarás la sangre y las banderas… No hay mal que por bien no venga, niña.
—Estoy empezando a olvidar las caras de las personas —dijo Carmen—. Eso es lo más terrible. Apenas me acuerdo de la cara de mi abuela. Pasan los años y las facciones de la gente que he conocido se borran de mi memoria…
—Pues tanto mejor, criatura. Anda por ahí mucho feo.
—Por favor, no se lo diga a mi abuela, no quiero entristecerla.
—Claro, niña.
Carmen se balanceaba en la mecedora. Sus ojos grises parpadeaban ahora mucho, como si quisieran apresar la luz.
—Pero no todo lo tengo tan negro, ¿sabe? —sonrió animosa—. Por ejemplo, yo siempre sueño en tecnicolor.
—¡Ajá! Eso es fabulozo.
—Por eso me gusta tanto dormir. Y las películas de la tele que usted me explica también las veo en maravillosos colores… ¿Todavía está en la ventana, señor Faneca?
—Aquí estoy.
—¿Y qué se ve ahora en la calle? ¿Sería tan amable de contarme lo que ve?
Él se quedó pensativo. La calle que siempre le había parecido un alegre tobogán sobre la ciudad, la calle trampolín de sus sueños juveniles, estaba desierta. Ni un niño jugando en el arroyo.
—Un gato verde está cruzando la calle —dijo por fin en tono pensativo—. S’ha parao en la acera contraria, frente al bar, y se lame una pata. Y una paloma rosa s’ha posao aquí en la ventana, y no se va, y te mira a ti, niña…
—Mentiroso —se rió la ciega.