3
Cerca del mediodía empezó a tocar melodías de Edith Piaf y su tristeza se remansó, se conformó con algunas furtivas sombras tambaleantes que poblaban las Ramblas y su memoria. Con la cabeza recostada sobre el acordeón y los ojos cerrados, interpretó C’est à Hambourg, evocando las sirenas de los buques y la bruma en los muelles envolviendo a la melancólica prostituta que llama a los marineros apoyada en una farola, y esa evocación portuaria y canalla le trajo el punzante recuerdo de su ex mujer, Norma Valentí, treinta y ocho años, sociolingüista, gafas de culo de vaso y espléndidas piernas, sentada ahora detrás de alguna mesa en las oficinas del Plan de Normalización Lingüística. La vio hablando por teléfono y cruzando las rodillas, emputecida y libre, una falda de satén negro y medias negras de red. Pensando en ella, interpretó la melodía tres veces seguidas, hundiendo mentalmente a su ex mujer en la depravación y el vicio de los bajos fondos de Hamburgo, mientras oía el lamento de los buques y el tintineo de las monedas rebotando entre sus piernas.
Desde hacía diez años, Norma no quería saber nada de él, y mucho menos hablarle o verle. Marés se había hundido en la mendicidad y el anonimato, pero seguía locamente enamorado y había ideado una estratagema que le permitía hablar con ella de vez en cuando, oír su voz, sin darse a conocer. Dejó el acordeón en el suelo, cogió unas monedas, se levantó y echó a correr hacia la cabina de teléfono más próxima.