31

Fritz estaba con decenas de esbirros, rodeando el edificio de Lucas. Todos vestidos para combate. La vida de Modím de Bastos se contaba por segundos. Y peligraba por terceros.

—¡Uy! Un desfile militar —exclamó Amparo.

—Qué raro, ¿no? No es fecha patria.

—Nunca los había visto de tan cerca.

—¿Harán desfiles a domicilio? Porque los militares, con tal de ganarse el afecto de los civiles, son capaces de cualquier cosa.

—No nos distraigamos, Lucas, que falta esta sola página.

Zeus venía por el jardín de los senderos que se bifurcan y casi pisa una cucaracha. El insecto, que traía una canastita colgando del brazo, iba en dirección de lo de su abuelita, que vivía en una casa de chocolate en medio del bosque, en la Mancha. «¿Qué le llevas?» preguntó Aureliano. «El anillo de los Nibelungos, a ella le gusta mucho la bijouterie. ¿Quieren jugar conmigo a la Rayuela?» «A mí me gusta el Juego de Abalorios», propuso Zeus, «Pero vamos afuera del bosque porque acá hay un lobo estepario». «¡Que lo pário!»

Ellos terminaban de copiar esa página y los esbirros terminaban de tomar posiciones. Armas infrarrojas. Fusiles, revólveres, lanzamisiles portátiles. Fritz se sentía exultante, siempre lo emocionaba esta clase de acción. Volver a los buenos viejos tiempos. Yo no tendría que alejarme de la guerra, me hace mal a la presión. Podrían haber disparado ya, y la eliminación estaría concluida; pero la operación no era sencilla, el poder de fuego era tan alto y concentrado que los cálculos debían evitar una masacre en sus propias filas. Llegaba un camión con un caballo, estas acciones le gustaba dirigirlas montado. Desde que había visto Apocalypse Now se había vuelto un enamorado de la tradición.

Amparo y Lucas teclearon las últimas palabras cuando observaron una extraña luz escarlata.

—¡Mira, llegó uno de caballería!

—¿Y esta luz rojiza?, ¿ya atardece? —observó Lucas.

En realidad era la concentración de miras infrarrojas y proyectiles guiados por láser, que también producía un aumento del calor. Todos los disparos ya estaban guiados al blanco. Fritz daría la orden de fuego; hizo levantar a su caballo sobre sus patas traseras, pulsó la tecla PLAY y en su walkman comenzó a rodar el casete con La cabalgata de los Nibelungos, de Sankt Pólten, en la famosa versión para tres orquestas sinfónicas, con arreglo para cañones solistas. Saboreaba cada instante previo a esa destrucción que no iba a dejar rastros, cada gota de adrenalina. El calor de tantos rayos infrarrojos descascaraba la pintura del edificio, el efecto de los disparos sería devastador. Esto habría que filmarlo para ponerlo en una página en Internet, es una lástima que se pierda, se decía Fritz, pero ya no quiso demorar ese punto de placer.

—¡Preparen!

Gritó, a punto de orgasmo bélico, y se escuchó un murmullo de seguros que se corrían, códigos de destrabe, cañones haciendo foco.

—Mira, Lucas, van a hacer una demostración de algo —comentó Amparo.

—¡Apunten!

Bramó Fritz, y cuando estaba por dar la orden, cuando las glándulas salivales de su instinto asesino estaban babeando a pleno, por una de las esquinas asomó la punta de una de las limusinas de Gunther.

—Alten!

Gritó Fritz a tiempo, aunque mezclando los idiomas. La limusina comenzaba a llegar y en este momento se interponía en la línea de tiro. Rodeando el vehículo, los guardias motociclistas miraban hacia los costados, como lobos en acecho. El detector de infrarrojos de uno de ellos captó la guía láser de las armas que apuntaban en dirección a la limusina y dio la voz de alerta:

—¡¡¡Aaaaaaaaaahhhhhhhh!!! ¡Alerta! ¡Cuidado! ¡Atención! ¡Preparados! ¡Stop! ¡Ojo al piojo!

Los esbirros que acompañaban a Fritz abrieron fuego, por reflejo. El motociclista quedó convertido en una montañita de cenizas. Inmediatamente varios de sus compañeros rodearon la limusina, para defenderla, aun cuando ésta no había acabado de llegar. Otros abrieron fuego hacia el lugar de donde había provenido el ataque. Podría decirse que todo fue una conjura del entrenamiento y de los reflejos. No advirtieron que eran esbirros del mismo bando, y se desató una masacre. Afortunadamente, la parte de la limusina en la que iba Michelle no había llegado todavía a esa zona donde comenzaba una batalla con un poder de fuego pocas veces visto.

—¡Qué realismo! ¿Qué hermoso, no? —comentó Amparo.

—Ya no saben qué hacer para estimular a que la juventud se reclute.

—¿No estarán filmando una película?

—Supongo que sí… son buenísimos los efectos.

—Mira cómo vuela ese grupo de los de allá.

—Impresionante… mira el de la bazuca que corre.

—¡Ay! No llegó… pobre, lo mataron cuando faltaba tan poco.

—Es sólo una película, Amparo.

—¡Ay! Yo siempre me engancho igual, después me enojo. ¿Y eso que está pasando enfrente? ¿Es un tren?

—No, debe ser una limus… —y ahí cayó en la cuenta—. ¡Una limusina! ¡Michelle! ¡Amparo, debo imprimir la novela ahora mismo!

Se abalanzaron sobre la computadora y dieron la orden de PRINT. La máquina comenzó a procesar el comando como si para resolverse a ejecutarlo necesitara una asamblea, una reunión de copropietarios. Por fortuna su exasperante lentitud se veía compensada con que, en la calle, por momentos la lucha se resolvía a favor de un bando o del otro. Fritz ya se había dado cuenta del error y cabalgaba dando órdenes de alto el fuego en ambas direcciones; pero eso sólo hacía que los de un bando, para detener a los de su propio lado, dispararan contra ellos, con lo que aumentaba el caos. Las bajas eran altas.

Finalmente la limusina terminó de llegar, bajaron algunos lacayos y, ajenos a la batalla, extendieron la alfombra roja. Lucas observaba y sabía que en esta oportunidad Michelle venía decidida a todo.

La máquina empezó a imprimir. Lucas le pidió a Amparo que por favor se fuera, porque él quería ver el nacimiento de su obra en soledad. Amparo simuló creerle, pero bastó que cerrara la puerta de su apartamento para romper en un llanto amargo. Sabía perfectamente qué iba a ocurrir ahí al lado. En realidad lo sabía desde el momento en que empezó a ayudarlo a pasar en limpio la novela, y desde antes, y desde siempre; pero no podía evitarlo, quería estar cerca de él, a toda costa. Demasiado tarde le quedaba claro el precio de esta evidencia. El llanto fue creciendo con hipos y suaves lamentos. Olvidada de los ruidos de la batalla que seguía afuera del edificio, no quería que Lucas la oyera llorar. ¿Por orgullo? ¿Por no entorpecer su encuentro amoroso? ¿Hasta ese punto llegaba su sacrificio? Quién podía saberlo. Y a quién le importaba, en todo caso. A quién le importaba nada. Encendió el televisor para tapar su llanto.