7

En el pequeño puerto de San García, Günther estudiaba la compra de tres superpetroleros. Le costaba decidirse, por los colores. Pero en ese tema Michelle solía ayudarlo; las mujeres saben qué colores combinan bien en los petroleros. Como ella era muy perezosa, Günther pidió que los barcos pasaran por el río que bordeaba el hotel. Fue un complicadísimo operativo, dado el calado de los petroleros. Günther y Michelle los veían desfilar desde la suite, a través de las ventanas, mientras tomaban el desayuno: champagne francés, ostras, faisán, trufas blancas, pétalos de orquídeas y mermelada de cebollas rosadas. Desde las cubiertas de los barcos, los obreros del astillero podían ver a Michelle desvestida con un minúsculo baby-doll de seda transparente. También podían ver a Günther, ataviado con una imponente robe de chambre de terciopelo rojo y fumando un puro; pero no lo hacían, porque preferían ver a Michelle. Unos pocos esbirros de viaje, portátiles, vigilaban la zona. Terminado el engorroso desfile, y dado que Michelle no se decidía entre un verde patito y un rojo marino, Günther ordenó repetir la exhibición. Mientras los barcos pasaban por segunda vez, él dijo:

—Te noto rara, como distante.

—¿Yo? ¿Por qué? —preguntó, desde el otro extremo de la suite.

—Tienes un nuevo escritor, ¿no?

—¿Qué estás diciendo? ¿Otra vez tus celos?

—¿Mis celos? —sonrió, amenazador—. Veamos qué te dicen estos datos —y sacó un papel—: Lucas Modím de Bastos. 35 años. Soltero. Domiciliado en Cardenal Fatigatti 89, 2.º piso, apartamento heredado de un tío. Hasta el año pasado vivía en un pueblo del interior del país. Trabajó como electricista, taxista y ayudante de cocina. Actualmente desocupado.

Disimulando la decepción que le provocaban esos datos, ella replicó:

—¿Viste, querido, que es tu imaginación? ¡No es escritor!

—Espera a que termine: se encuentra… ¡escribiendo una novela!

—¿U-na no-ve-la?

—¡Sí, eso mismo!

—¿Y d-de qué tra-ta?

—¡No sé ni me importa! ¡Juraste corregirte!

—Günther, por Dios, que los obreros nos miran.

—¡Al cuerno con los obreros! ¡Sabes que odio a los escritores!

—Querido, ya te dijo el doctor Blumenthal que eso era un trauma por lo que te pasó de niño.

—No me recuerdes eso. ¡NUNCA me lo recuerdes, o lo lamentarás! ¿Entiendes?

—No. ¿Que no te recuerde qué cosa?

Michelle puso los ojos un poco bizcos y ladeó la cabeza. Cada vez que él se ponía violento, ella se bloqueaba intelectualmente:

—No entiendo, explícamelo de nuevo.

—Tú sabes que odio a los escritores, ¿sí? —retomó Günther, conteniendo su impaciencia.

—Sí.

—… Eso viene de un trauma que sufrí de niño, ¿de acuerdo?

—Sí.

—… Eso ya me lo explicó el doctor Blumenthal.

—¿Blumenthal?

—Sí.

—¿Pero él no es otorrinolaringólogo?

—¿¡Y QUÉ IMPORTA, POR MIL DEMONIOS!? ¡ÉL FUE QUIEN ME LO DIJO!… —comprendió que esos arrebatos la ponían peor; se calmó y continuó—… ¿de acuerdo?

—Sí.

—¿Me estás siguiendo?

—Sí.

—Bien, y yo te estaba pidiendo que eso no me lo recordaras nunca, ¿sí?

—… Ss sí.

—¿¡Qué pasa, Michelle!?

—Ahí es donde empiezo a perderme.

—¿Cómo a perderte? Es muy sencillo.

—¿Sí?

—Vamos a empezar de nuevo, ¡Fritz! Paper! Pencil!

—¿Quiénes son Paper y Pencil? —preguntó Michelle.

—No, mi amor, estoy pidiendo papel y lápiz a Fritz.

Éste se los alcanzó. Günther dibujó sobre un papel:

—Mira, éste soy yo ¿de acuerdo?

—Sí.

—… Éste es el doctor Blumenthal ¿sí?

—Sí.

—… Y éste es mi trauma.

—No entiendo el dibujo.

—Por eso, porque es un trauma.

—¿Y yo dónde estoy?

—Tú no estás.

—¿Por qué?

Günther suspiró, impaciente:

—¿Quieres que te dibuje?

—… —Michelle asintió.

—De acuerdo —comenzó a hacerlo.

—Más grande.

—¿Cómo?

—Quiero que me dibujes más grande.

Mientras tanto los superpetroleros habían terminado de pasar. Se acercó el jefe de los esbirros a preguntar a Günther qué debían hacer. Él odiaba que lo interrumpieran y le echó una mirada fulminante. Michelle intervino:

—Diles que queremos ver cómo lucen con marineros en cubierta, que distribuyan algunos con ropas de distintos colores y que vuelvan a pasar.

Dicho esto se tomó la cabeza con las manos:

—Gunther, es horrible… no soy capaz de recordar una palabra de lo que estabas diciendo, ayúdame.

—Estábamos hablando de mi trauma infantil que no quiero recordar.

—¿Cuál?

—El de cuando yo tenía cuatro años y vi a mi madre con un escritor.

—No recuerdo…

Günther suspiró, resignado, y se hundió pesadamente en sus recuerdos:

—Yo regresaba de una tarde en el Kampment Für Nazionalistchen Infantzgardenner y, al abrir la puerta de casa, encontré a mi madre haciendo el amor con un escritor, Michelle.

Ese relato la excitaba siempre de la misma manera. Dejaba deslizar su baby-doll por su hombro. Lo hacía resbalar quedamente.

—Lo que es la fuerza de gravedad —musitó Fritz.

Esta escena, del baby-doll escurriéndose con lascivia, excitaba a Günther. Y ni qué decir de los marineros. Un superpetrolero apostado a la altura de los ventanales se negaba a avanzar, a pesar de los empellones del barco que seguía y reclamaba su turno; y es que ya había corrido la voz entre los marineros.

—Cuéntamelo, Günther.

Rogaba Michelle, mientras le acariciaba la parte de atrás de las orejas. Ajenos los dos a todo lo que los rodeaba, a Fritz que trataba infructuosamente de impedir que los botones y empleados del hotel siguieran empujándose para mirar, y al ruido del choque de superpetroleros agolpándose en el río, a la entrada del hotel.

—No me ocultes nada —pedía Michelle—; no olvides ningún detalle.

—Esa tarde llegué a casa antes de lo previsto pues sentía náuseas…

—Ay, Günther, no necesitas entrar en detalles. —… toqué el timbre y nadie respondió. La puerta estaba abierta y entré…

—Sigue, mi vida.

—… aparentemente la casa estaba vacía, pero me pareció escuchar ruidos en la planta alta…

—Sí, Günther.

—… subí en silencio las escaleras: los ruidos venían del dormitorio…

—Ay, sigue, Günther.

—… apoyé mi cabeza contra la puerta, escuché gritos, murmullos, jadeos…

—Sí, Gunther, sigue por Dios.

—… abrí la puerta con sigilo, y ante mis ojos estaba ella, mi amada madre, acostada boca abajo, completamente desnuda…

—Günther, no te detengas, por favor.

—… e inclinado sobre ella, un señor con anteojos y una lapicera. Y la escribía. A ella.

—Ay, mi amor, sí.

—Mi querida mamá estaba toda escrita, llena de palabras en todo su cuerpo…

—Mi vida, no pares, mi amor, cómo te quiero.

—… escrita de pies a cabeza por ese asqueroso enfermizo pervertido escritor.

—Ay, Günther, qué bueno, sí mi vida, sí.

—¿Y a qué no sabes lo que estaba escribiendo?

—Sí… digo no, mi amor; no te detengas, oh… así, mi cielo.

—Inmundicias, porquerías: una novela, Michelle, ¡una novela!

—Ah sí… te amo, mi amor, mi vida, ay sí, te quiero.

—Salí corriendo, desesperado. Mi corazón estaba a punto de reventar de dolor, mi cabeza era un torbellino, las lágrimas brotaban de mis ojos. Y en ese momento juré venganza.

—Ay, sí, mi vida, te amo, sí, ahora, oh ahora ahora…

En ese momento Günther dejó de lado su trauma y se dio cuenta del enardecimiento de Michelle. Ansioso, le preguntó:

—¿Acaso ahora…?

—Oh, tal vez, sí, oh…

—¡Vamos, tú puedes, Michelle!

Ella se interrumpió de repente y pidió un cigarrillo. Intrigado, Günther la tomó de los hombros y la miró a los ojos mientras le preguntaba expectante:

—¿Sucedió, por fin?

—No —respondió con sequedad.

Él hizo una mueca de disgusto. Llevaba años esperando ese momento de culminación. Molesta, ella cambió de tema:

—Continúa con tu relato, ¿qué pasó después?

—Juré vengarme de los escritores. ¡Y tú te enloqueces por…!

Michelle miró al piso, avergonzada:

—Oh… no… hablas del pasado… he cambiado mucho…

—Espero que así sea —respondió Günther, furioso—. Fritz, ¡escoge tú, tres barcos y ya! Y que me los envíen a casa.

Michelle inquirió:

—Gunther ¿para qué compras superpetroleros si no trabajas con petróleo?

—Va a aumentar la gasolina.

—No, dime la verdad.

Insistió, con voz seductora, apoyando su pómulo en el hombro de él; mientras con una mano le acariciaba la cintura, con las largas uñas de la otra le rozaba las piernas. Sus pies se enroscaban dulcemente entre las piernas de él, como si fuera un niño pidiendo un caramelo. Sus labios lo besaban con ternura en el cuello, mientras que, con una mano entrelazada en las de Günther, acariciaba su propio pómulo, un terciopelo de melocotón, y sus pies descalzos subían mansamente por la cintura, rodeándolo en un abrazo suplicante; sus dedos jugaban entre los pelos del pecho de él, que seguía mirando lejos, como si no atendiera a que le apoyaba los senos en la espalda, y lo envolvía con sus caricias mientras le besaba las sienes. En ese momento se oyó un chirrido metálico: un superpetrolero estaba frotándose con el de delante.

—Dime, dime para qué los compras.

—Son negocios, no te interesaría.

—Sí me interesa —insistió con una voz de miel.

—Mejor deja que haga mis cosas.

—Eres malo, ¿qué quieres? ¿Que me entere de lo que haces por la prensa?

Günther se levantó con la fuerza de un oso, y ella se sobresaltó. Los botones del hotel se acercaron, pero Fritz los detuvo con un gesto seco. Günther caminaba de un lado a otro como una tromba:

—No metas a la prensa en esto… déjame en paz con mis asuntos y tú ocúpate de gastar dinero.