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Günther se marchaba furioso, salía del hotel pasando frente a los superpetroleros. Fritz y los guardaespaldas siguieron a su jefe a la carrera.

En el astillero, el gerente le agradeció la compra y le regaló un llavero de oro con forma de barco, que Günther recibió emocionado: por la rígida educación prusiana que le habían impartido, de niño nunca había recibido regalos, ni siquiera para sus cumpleaños o las navidades. Como siempre le ocurría en estos casos, se le nubló la vista y tuvo la desagradable sensación de que iba a emocionarse. ¡Günther von Bohlen und Reichenbach und Fassbinder sollozando como un mariquita delante de tanta gente! Se incorporó con violencia, contuvo sus ganas de pegarle al gerente, y se retiró, rodeado por sus esbirros. Subió a uno de los barcos y descendió por una escalera de metal hasta el fondo de su gigantesca bodega. Con una sonrisa mefistofélica pensó en la carga que disimularía bajo el petróleo, un negocio de muchos millones. Barcos enormes cargados de armas para África. Se matan entre ellos por un pedazo de tierra seca. Salvajes, incivilizados, andan en taparrabos, viven en la prehistoria pero compran armas, muchas armas. Allá ellos, que se maten. Por la noche ordenó:

—Fritz, la carga especial.

Las grúas comenzaron a bajar cajas de madera envueltas en plástico. De la operación se encargaba un grupo de estibadores sordos, ciegos y mudos. Eso aseguraba la confidencialidad aunque generaba algunos problemas: casi todas las cajas terminaban depositadas en la cubierta del barco o fuera de él, mientras la bodega comenzaba a llenarse de objetos insólitos: bicicletas, árboles, un buzón, gallinas, un banco de plaza, la señora del gerente del astillero. Fritz se vio obligado a participar activamente en la operación, hasta que logró poner en orden las cajas y arrojar por la borda los objetos extraños. Gunther, cuando estuvo seguro de que nadie podía verlo, abrió una de las cajas. La pesada tapa cayó, y pudo comprobar que las armas estaban en condiciones. Las contó, y confirmó que enviaba exactamente lo que le habían pedido: arcos, flechas, garrotes, lanzas, piedras. Cerró la tapa, aliviado. Al menos éste sería el primer uso de los petroleros. Luego había otro diferente; esto lo hizo acordarse del doctor Anastassi, y le preguntó a Fritz si estaba controlando ese proceso. Él contestó que llamaba diariamente.

Abandonó el barco y partió hacia el aeropuerto, donde lo esperaba Michelle en el Concorde. Regresaban. Durante el vuelo Günther llamó al Presidente para confirmar la cita en el Grand Hotel and Towers.

—Ahí le ofreceremos un pequeño ágape, señor Presidente, para que se distraiga de las pesadas tareas de gobierno.

Dijo, y colgó. En la Casa de Gobierno, el ministro Falfaro le acercaba al Presidente unas encuestas con un estudio de imagen. El doctor Smárbekta tenía el 87 por ciento de aprobación, él un magro 3 por ciento. Tiró las hojas con disgusto.

—Es que Smárbekta visita colegios, saluda niños —trató de justificar Falfaro.

—¡Hagamos lo mismo, imbécil! ¡Que traigan colegios a conocer la Casa de Gobierno! —rugió el Presidente.