10

Cuando despedía a Lucas en la puerta de su apartamento, Amparo era la imagen misma del desánimo, porque seguía debatiéndose entre lo que le indicaba su amor, ayudar a Lucas, y saber que con esa ayuda lo alejaba de sí misma. Le dijo:

—Ella no tendría que ser tan exigente contigo, si te ama no puede pedirte una prueba.

—En el amor uno se convierte en tirano o esclavo de la otra persona.

A Amparo le dolió que esa frase proviniera justamente de la boca de Lucas. En realidad provenía de un calendario que estaba en la pared hacia donde él estaba mirando.

—No digas eso, el amor es el sentimiento más puro y sublime.

—El amor, el amor —la frenó Lucas apoyando su mano en un hombro de ella, con gesto paternalista—, ¿qué puedes saber tú del amor, querida amiga?

Y se retiró a su apartamento. Amparo sintió que su corazón se partía. Se encerró a llorar, desconsolada.

Sumida en una lánguida tristeza, faltó a su trabajo en la editorial, no dormía, no comía. Cuando se cruzaba con Lucas o le llevaba algo de comida preparada, trataba de regresar a la persona jovial y despreocupada de siempre, al menos en apariencia, ya que no quería que Lucas descubriera su melancolía ni se preocupara por su estado. Sus amigas de la editorial fueron a visitarla:

—Amparo, ¡ayer no viniste al lanzamiento del premio de novela!

—¿Telechea preguntó por mí?

—No, ya sabes cómo es él, se babeaba atendiendo a Filgis y a los críticos.

—¡Filgis! ¡Lo amo!

Exclamó Amparo, evocando los libros de su novelista favorito, y por un instante se preguntó si no sería bueno que Lucas tomara unas clases con él, pero ese pensamiento acrecentó su angustia.

—Pero, Amparo, qué te pasa, esto no es normal.

—Lo que menos preciso ahora es un diagnóstico.

Decía entre gemidos, y continuaba su llanto. Otra amiga le preparó un té que ella se empeñaba en rechazar:

—Ven, vamos a distraernos un poco, vayamos al cine.

Tanto insistieron, y con tan buenos sentimientos, que la convencieron. Fueron a ver Crónica de un amor imposible, pero fue para peor. Yo creí que salir la iba a reanimar un poco, decía la amiga que había tenido la idea, mientras entre todas iban sosteniendo y sacaban de la sala a la pobre Amparo, que lloraba en un solo grito mientras el resto de los espectadores la chistaban. Ya de regreso en el apartamento, la más decidida de sus compañeras, en un impulso la tomó de los hombros, la sacudió y le dijo:

—¡Basta, querida, esto no es justo! ¡Este hombre no te merece! ¡Debes conocer a otros! ¡Lucas es un animal insensible!

—¡No le digas insensible!

Quiso defenderlo; pero ya todas se sumaban al coro de súplicas de que lo olvidara e intentara, por ejemplo, con Ismael, el asistente de la secretaria de Telechea.

—¿No estaba casado? —preguntó una.

—Sí, pero ya se divorció.

—Se divorció porque le pegaba a la mujer —agregó otra.

—Bueno, entonces Ismael no.

—¿Y Daniel?

—¿Qué Daniel?

—El de la moto.

—¡Podrías salir a pasear en moto con él, mientras entrega algún mensaje!

Se oyó un gemido que provenía de un rincón. Todas miraron hacia donde estaba Paula, una de las compañeras.

—Daniel no, por favor.

Suplicó. Amparo la abrazó:

—Jamás te haría eso, Paula, no te preocupes.

—¿Y Vicente? —preguntó otra—, ¿alguien está saliendo con Vicente?

—Sí, Javier, ese rubio de contaduría.

Contestó Amparo, y se puso a llorar a moco tendido. Sus compañeras se miraron y decidieron dejarla sola para que se calmase. Amparo, aliviada por la partida de sus bienintencionadas amigas, hizo lo que más deseaba: tocó el timbre del apartamento de Lucas, quien la atendió con cara de que la novela no avanzaba.

—¿Cómo estás?

—Estancado, debo haber hecho diez páginas, como mucho.

—Es tu primera novela, no puedes ser tan exigente.

—¡¿Por qué no le dije que escribía coplas?!

—Relájate, ¿quieres que te prepare algo de comer?

—Se me antoja una pizza.

—Yo la pido por teléfono, así sigues escribiendo.

Amparo fue hasta la mesita donde, en medio del desorden descomunal, estaba la agenda de Lucas. Cuando la hojeaba buscando la P pasó por la M. Tuvo una idea. Michelle. Debe estar aquí. Sí, allí estaba. Fue fácil encontrarla, sobre todo por los corazoncitos dibujados al lado. Buscó su propio nombre en la «A». No estaba. Sintió celos y más dolor. Regresó a la página de Michelle. Copió el número en un papel que escondió en un bolsillo de su blusa y llamó a la pizzería:

—¿Hola, pizzería Michelle, digo La Mamma Offuscata?

Hizo el pedido, dejó dinero sobre la mesa y se despidió de Lucas. Llegó volando a su apartamento, levantó temblorosa el tubo del teléfono y se quedó paralizada. ¿Hago bien? ¿Qué puedo decirle? ¿Y si empeoro todo? No, no puedo seguir así, nada puede ser peor a esto. Sacó el papelito y marcó el número. Escuchó una voz masculina que la tomó por sorpresa y sólo pudo decir:

—¿Michelle?

—Nein, Fritz, ¿quién habla?

—Es para Michelle.

—La señora está ocupada, ¿de parte de quién?

—De… una periodista.

—… Su nombre.

—Am… ¡Amalia!

—¿Y por qué asunto es?

—Un… reportaje… para una revista…

—¿Cuál?

—… Moda y Elegancia… estamos entrevistando a… mujeres de empresarios.

—Espere un momento, señora.

Amparo se quedó escuchando Para Elisa en una versión electrónica que se repetía cada diez segundos. Pasados los quince minutos, y cuando ya estaba mordiendo el cable telefónico, oyó un clic y tuvo la impresión que del auricular salía un olor a perfume francés:

—Aló, aló, ¿no hay nadie?

—Sí señora, es para un reportaje.

—Bien, la espero mañana a las doce en el Grand Hotel and Towers, hasta mañana.

Amparo cortó la comunicación y, agotada por el esfuerzo, se derrumbó en el sillón. Mañana, mañana. No pudo dormir en toda la noche.