17

Mientras Michelle paseaba por la Via Veneto, Günther y su comitiva dejaron atrás las Termas de Caracalla, pasaron velozmente a un costado del Coliseo, cruzaron el Tíber y se detuvieron con estrépito en la plaza San Pedro. Aturdido por el tañido de las campanas, Günther fue escoltado por sus esbirros hasta la Basílica, repleta ya de turistas. A fuerza de empellones, los guardaespaldas atravesaron la masa humana y trasladaron a su patrón hasta el asiento más cercano al altar. Por medio de amenazas desalojaron al público que ocupaba ese banco, y se sentaron en el momento en que comenzaba la misa. Mientras los indignados feligreses se reacomodaban, Günther se levantó, se dirigió hacia los confesionarios y se arrodilló ante uno de los experimentados confesores del Vaticano. A medida que Von Bohlen hablaba, el cura comenzó a sentir escalofríos, sufrió un mareo, su vista se nubló y cayó con estrépito al piso. Günther se puso en la fila para recibir la Comunión. Se sentía más bueno.

Partió antes del final de la misa para poder llegar al Palacio Pontifical a la hora prevista. Sabía que no lo esperaba una tarea sencilla. En el palacio, un secretario de ceremonial lo guio a través de las suntuosas dependencias. Llegaron a la sala Ducal, donde sería recibido por el Sumo Pontífice. La audiencia privada le había sido facilitada por el cardenal Poletti, que mantenía excelentes relaciones con la mafia siciliana.

Los soldados de la Guardia Suiza, en su uniforme de gala (jubón y calzones en terciopelo compose de rayas verticales negras y amarillas, casco con simpático penacho rojo, botitas al tono), flanqueaban la puerta por la que haría su aparición el Santo Padre, mientras miraban de reojo a los esbirros de Günther. La puerta se abrió, apareció el Papa rodeado de su séquito y, majestuoso, se acercó atravesando la alfombra roja. De pronto, uno de los esbirros se adelantó y comenzó a cachearlo; el Papa, sorprendido, levantó los brazos para facilitar la operación. Los cardenales se persignaron. Los guardias se abalanzaron sobre el guardaespaldas, que, a una seña de Günther, regresó a su sitio. Günther se disculpó ante el Santo Padre; éste sonrió y lo invitó a pasar a su estudio. Los esbirros quedaron afuera, controlando a los guardias suizos.

El Papa invitó a Günther a sentarse frente a él. En un extremo de la sala dos monjas ordenaban documentos. Después de las primeras formalidades de la conversación, Günther comenzó:

—Su Santidad, me trae aquí un asunto muy delicado. Sabrá el Beatísimo Padre que el tráfico de armas responde a necesidades concretas de la sociedad…

El Papa frunció el entrecejo. Günther continuó:

—… los traficantes actúan movidos por un espíritu altruista, ya que, en el fondo, prestan un servicio a sus semejantes más necesitados…

El Pontífice se revolvió en su asiento y carraspeó. Sin darle tiempo a responder, Günther miró de reojo a las monjas y continuó, en un susurro:

—Pero las leyes son rigurosas y los controles cada vez mayores, Santo Padre. Lo mismo ocurre con las drogas. No alcanzamos a brindar a la gente lo que necesita: poder armarse en legítima defensa, evadirse de sus preocupaciones.

Günther continuaba hablando con aplomo, a pesar de que el Sumo Pontífice parecía Sumamente fastidiado.

—Estamos convencidos de que esa incómoda persecución debe cesar, Su Santidad. Para eso necesitamos de Su ayuda. Una pequeña señal, un mínimo gesto de buena voluntad del Vaticano aliviaría la difícil situación del traficante honesto. Si el Santo Padre tuviera la enorme amabilidad de publicar una pequeña encíclica al respecto, tal vez podría incluir los siguientes puntos…

Le alargó un papel, que el Papa leyó con los ojos abiertos por el asombro, mientras Günther explicaba:

—Se trata de recomendar un poco de tolerancia hacia los traficantes de armas y drogas. Si Su Santidad no le encuentra un título mejor, creemos que se la podría titular Mundus Beligerandii, Populorum Drogarum.

—¿Está usted loco? —explotó el Pontífice, poniéndose de pie enrojecido y haciendo sobresaltar a las monjas, que arrojaron al piso sus papeles y lo miraron boquiabiertas—. ¡Usted delira! ¡Satanás habla por su boca! —miró hacia arriba—. ¡Señor, perdónalo! —y agregó, serio, conteniéndose con visible esfuerzo—. Rezaré por usted.

Palmeó. Se abrieron las puertas e ingresaron los guardias, que acompañaron a Günther hasta la salida, mientras el Vicario meneaba la cabeza, presa de una santa indignación.

Cuando su limusina se puso en marcha, Günther sonreía. La reacción del Pontífice era previsible. Un giro así no sería fácil para el Vaticano: ellos tenían muchos siglos de tradición y mucho público al que satisfacer. Se podrían meter en negocios turbios, por supuesto, pero siempre lo harían con discreción. Sería necesario pasar a la segunda fase del proyecto.

Esa misma noche, el Papa revisaba su correspondencia cuando Sor Guglielmina, su secretaria, le alcanzó un vídeo que había recibido; tenía las palabras «Terriblemente confidencial» escritas en grandes caracteres. Más abajo decía «Su Santidad, ¿podemos llamarlo SuSan?». El Papa, con desconfianza, colocó la cinta en el reproductor. Ante las primeras imágenes palideció, pidió a las religiosas que se retiraran y se derrumbó en un sillón. ¿Cómo habrían filmado eso, ocurrido tantos años atrás, cuando todavía era obispo? Ese vídeo no debía conocerse. Se arrodilló y rezó largamente. Luego se dirigió a su escritorio y levantó el tubo del teléfono.

Günther se sentía pleno. La «Operación San Pedro», como él la denominaba, consolidaría su prestigio. Cuando recibió la llamada de un secretario del Vaticano, en un primer momento creyó estar entrando en el paraíso; sin embargo su semblante fue cambiando cuando esa voz pausada le fue enumerando una lista de horribles muertes. «Es un menú del destino», le dijo con ironía, «el Señor decide, no todos pueden elegir su final».

Al día siguiente, un atemorizado Günther depositaba en el Banco Vaticano una millonaria suma de dólares «para obras de caridad» y, junto a Michelle, abandonaba presuroso Roma.

Lucas se despertó con ese típico sopor que deja una siesta a deshoras. Había dormido más de un día. Tal era el agotamiento creador. Fue a darse un baño refrescante, se vistió y salió a desayunar a un café cercano.

—Lo de siempre —ordenó al camarero—, ¿usted es nuevo aquí?

—Llevo veinte años.

Lucas se dio cuenta de que su agotada musa lo había confundido de sitio.

—De acuerdo —corrigió—, tráigame un café con leche con croissants, y un vodka tonic.

—No vendemos bebidas alcohólicas.

—Suspenda el café con leche.

—No, eso sí hay.

—Suspenda los croissants.

—También tenemos.

—Entonces un vodka tonic con croissants.

—Señor, café con leche es lo que tenemos.

—De acuerdo, un vodka tonic con croissants y agréguele el café con leche.

—Señor… —suspiró el mesero.

—¿¡Quiere dejar de preguntarme cosas!? —lo interrumpió Lucas—, ¡traiga lo que quiera… y ya!

El mesero se retiró, discreto. Lucas tomó un periódico que alguien había abandonado sobre la silla. Lo abrió, y sin querer fue a dar a las páginas culturales; su vista se clavó en un anuncio que parecía dirigido a él:

«Talleres de creación literaria. Organizados por la Alcaldía Municipal. Inscripción gratuita». Eso es lo que yo necesito, he ahí mi salvación —pensó—, mientras el mesero se acercaba con una bandeja cargada de tenedores, pan viejo, dos gaseosas, una lata de atún, tres botellas de yogur, mermelada, frutas tropicales, un destapador, dos ceniceros llenos, masas vienesas, jamón cortado grueso y mantequilla.