CAPITULO V ARMAS DE MUJER
Avergonzados por su rebelión, los guardas de Analupe estaban dispuestos a hacer algunas concesiones. Además, al clarear el día se desvanecieron sus principales temores, que eran los de ser sorprendidos por el asesino y terminar en una de las fosas que acababan de ser rellenadas de tierra, como las anteriores.
- Sobran carros -dijo Analupe-. Trasladad el cargamento de cuatro galeras a las dieciséis restantes. Repartid entre ellas los caballos sobrantes, tanto de los carros como los que pertenecían a los muertos. Iremos con más rapidez.
Jerónimo, observando lo que hacía la Reina del Valle, comentó:
- Hay gente que tiene prisa por caer en el cepo.
- Me estás aburriendo con tus charlas, Jerónimo -replicó Lorenzo, sin mirarle-. No te emborraches de importancia y te creas insustituible.
- Nadie debe creerse insustituible, patrón. Y nadie ha de creer, tampoco, que no necesita de otro.
- Óyeme, Jerónimo. Ya sabes que te aprecio, porque me has sido útil y puedes seguírmelo siendo. Pero no te pongas pesado. Podrías tropezar con uno de mis momentos de mal humor y ya sabes que me pongo muy desagradable… y peligroso. Pero ahora no se trata de eso.
Lorenzo seguía hablando sin mirar al indio. Este adivinó que su jefe no le miraba no porque quisiera demostrar su desprecio, sino porque temía que él leyera su pensamiento.
- A ti no te repugna la idea de quitarle las penas a una mujer, ¿verdad? Quiero decir quitárselas definitivamente.
- No -replicó cautelosamente Jerónimo, pues ignoraba aún el camino que seguía su jefe-. Claro que no. Ya sabe lo que opino de ellas…
- Sí, sí. No te molestes en repetírmelo. Una mujer me empieza a estorbar y voy a necesitar tus servicios.
El indio acentuó su cautela.
- Cuando quiera, jefe.
- No te precipites. Aguarda a que te dé la orden.
Los dos permanecieron en silencio. Lorenzo, con la vista fija en el campamento de Analupe. Jerónimo, alternando su atención entre su jefe y Analupe, a quien se veía ir de un lado a otro dando órdenes.
- Podrías equivocarte -dijo al fin, muy bajo, Lorenzo.
- Sí, puede que me equivocase, patrón.
Lorenzo montó a caballo con lentos movimientos. Algo le preocupaba. Se arregló el bigote, humedeciéndolo con saliva.
- Hoy llegamos al rancho -recordó Jerónimo-. ¿No hubiera sido preferible aumentar los claros en las filas enemigas?
- No. Ya todos están conmigo.
Jerónimo se encogió de hombros. Entendía muchas cosas; pero también se daba cuenta de que era más prudente no demostrar su inteligencia. Lorenzo pasaba una mala crisis. Jerónimo conocía los peligros. Saldría de ella furioso, matando a diestro y siniestro, o suave y risueño, según el resultado de la batalla que en su cerebro estaban riñendo sus pensamientos.
Lorenzo cabalgó hasta el campamento de Analupe. Esta señaló los cuatro carros que dejaba atrás.
- De momento pensé en quemarlos; pero creo que sería imprudente, ¿no?
- Sí. El humo atraería a los curiosos. Volaré el manantial. Si los soldados llegan hasta aquí, tendrán que retroceder por falta de agua.
- Bueno. Me parece un crimen; pero ya no viene de uno, ¿verdad, Lorenzo?
- No -replicó éste, sin darse por enterado de la indirecta-. En toda lucha sólo sobrevive el más capacitado. La piedad sólo la sienten aquellos que esperan beneficiarse, alguna vez, de la piedad de los otros. ¿Quiere que algunos de mis hombres conduzcan los carros?
- De momento no es necesario. Con los guardas que me quedan puedo seguir como hasta ahora, sobre todo después de haber traspasado el oro de las cuatro galeras.
- Como prefiera. Eche a andar. Nosotros la seguiremos. El camino es recto hasta aquellas lomas. Hay que rodearlas y seguir hacia el Sur. Haremos noche en un rancho. No creo que su enemigo pueda hacerle ningún daño. El destruir la fuente va, también, contra él. Si no hizo reserva de agua tendrá que poner compás de espera.
- Usted piensa en todo, Lorenzo -sonrió Lupe-. Creo que es su fama la que a veces me hace desconfiar de su amistad. -Respiró hondamente-. El día en que esté segura de mí misma y no dude de mis amigos, me sentiré feliz.
- Pronto le daré pruebas de que no debe dudar de mí.
- Ya me las está dando. Hasta ahora, Lorenzo.
La joven espoleó su caballo y, al pasar junto a Muskrat, que iba en el pescante de uno de los carros, volvió la cabeza para no tropezar con la despectiva sonrisa del comandante. Este, no conformándose con que Analupe pudiera fingir que no se daba cuenta de su desprecio, comentó en voz alta:
- Si llega a realizarse el milagro de que yo salga con vida de ésta, pondré una academia para jóvenes ingenuos y románticos. No quiero que la próxima generación tropieze con ciertas… señoritas, y se deje cazar.
Analupe volvió un momento hacia él un rostro alterado por la angustia. De nuevo se arrepintió Muskrat de haber hablado tan duramente y, en seguida, se arrepintió de seguir siendo un ingenuo.
- Me estará haciendo ahorcar y aún creeré que me aprecia… -dijo para sí.
Oyóse una sorda explosión y, al volver Muskrat la cabeza, vio una nube de humo que se elevaba al cielo del lugar en que había estado la fuente. El agua de ésta, levantada por la carga de dinamita, caía en fina lluvia sobre los toldos de los abandonados carros.
- Si el «Coyote» quiere ayudarme, se verá muy apurado -pensó Muskrat-. Sin agua… Y peor estarán los soldados, si logra ponerlos sobre mi pista.
El oficio de prisionero le fastidiaba tanto como le enfurecía. Era aburrido pasar el día sin hacer nada, atado de pies y manos en el pescante de un carro o sobre un caballo, al lado de un hombre que no hablaba y a quien era inútil pretender sobornar, ya que sabía quien era la dueña del oro y, por tanto, a quien le convenía más servir fielmente.
Sin embargo, aquella mañana, su carcelero daba señales de buena disposición a la charla.
- Se prepara un buen día, comandante.
- Eso parece -admitió Muskrat-. Aunque en esta tierra se llama buen día al que viene acompañado de mucha lluvia. El sol es cosa tan corriente, que ya resulta monótono. Claro que a vosotros no se os debe de haber hecho monótono el viaje.
Las manos que sostenían las riendas de los caballos temblaron.
- ¿Cree que el asesino es el «Coyote»? -preguntó el conductor.
- Le creo capaz de hacer cosas más difíciles. Pero más bien sospecho de Lorenzo.
- Eso no -replicó el otro-. ¿Qué fin perseguiría?
Muskrat volvió la cabeza hacia el interior del carro.
- Eso -dijo.
- Es amigo nuestro… -replicó el guarda-. Ha volado el manantial para que no puedan perseguirnos.
- O para que no podáis escapar vosotros.
- ¿Qué pretende conseguir con sus acusaciones? ¿Cree que le dejaré huir?
- Aunque tú me dejases escapar, los demás no me dejarían. No pretendo imposibles. Pero me está gustando mucho el giro que toma la partida. Vuestra dueña está a punto de abandonar; pero, al mismo tiempo, veo que Lorenzo está perdiendo la fe en su poker de ases. El Gobierno, que parecía descartado, aún puede dar guerra. Y el «Coyote» está ocultando su escalera real. El fin de la partida va a ser de los más sonados.
- Quisiera que nunca hubiésemos salido del Valle. Allí estábamos seguros.
Muskrat dirigió su atención hacia el paisaje. Sentíase extrañamente tranquilo. Era como el jugador de poker que, después de haber pujado hasta el límite de sus posibilidades, tenía que abandonar el juego por haberle fallado su intento de asustar a los otros con un juego insignificante. Ya no podía ganar ni perder más de lo perdido. Su última moneda se la había llevado el diablo. Ahora veía jugar a los demás, disputándose el montón de oro, tratando de engañarse unos a otros, pujando desesperadamente, con la ilusión de que el otro vacilase. Este, vacilando ya a pesar de su buena mano. El tercero, aceptando las pujas de sus compañeros sin despegar los labios, sin demostrar su juego, destrozando los nervios de sus contrarios. Y el último jugador, el más rico de todos, aceptando aburrido las pujas, bostezando tras sus cinco naipes, que lo mismo podían ser buenos que malos. Sólo él, porque ya estaba irremisiblemente perdido, se conservaba dueño de sí. Ni aburrido, ni falsamente sereno, ni tembloroso. ¿Para qué, si ya no podía perder nada? Ni siquiera la vida, porque ésta era una de las cosas perdidas en la partida.
Lorenzo pasó junto al carro.
- Hola, general. ¿Le tratan bien?
- Ningún condenado a muerte ha recibido antes de subir al cadalso más atenciones que yo.
- No desespere, hombre, no desespere -dijo el bandido-. ¿Quién sabe si a lo mejor la suerte le vuelve a sonreír?
- La suerte se entretiene en hacerme muecas, nada más. ¿Cómo van sus planes de enamoramiento? ¿La conquista? Cuidado. Es peligrosa. Claro que usted también lo es; pero yo, que me he enamorado muchas veces, conozco los síntomas de su enfermedad, Lorenzo.
- Diagnostique, doctor.
- Usted se ha enamorado de muchas mujeres antes de ahora. De sus bonitas caras, nada más.
- De las caras sólo, no -rió Lorenzo.
- Del físico, que es la cara y todo lo demás. Así es fácil enamorarse; pero esta vez cometió la tremenda equivocación de enamorarse también del alma. Ya no se conforma con ser usted el que quiere. Ya no le tiene sin cuidado que la mujer elegida se enamore de usted. Quiere ser correspondido. Quiere que Analupe de Monreal sienta por usted lo que usted siente por ella. En un juego así, yo apostaría por ella. Será capaz de llevarle al altar y obligarle a tomarla por esposa.
Lorenzo miró con odio a Muskrat. Este sintió un escalofrío, esperando de un momento a otro el pistoletazo que pondría punto final a su papel de espectador de la partida.
- No tenga miedo, general -dijo Lorenzo-. No le voy a matar, aunque no me faltan ganas de hacerlo; pero sería imprudente. Ella no me lo perdonaría nunca. Al fin y al cabo, es usted su prisionero. Y no piense en el «Coyote,» pues le tengo preparada una sorpresa de la cual no se repondrá. Cuatro carros son cuatro buenos escondites. En ellos caben cuatro hombres y cuatro caballos. Cuando vea cuatro columnas de humo elevarse hacia el cielo, será la señal de que su amigo el «Coyote» ha caído en la trampa.
- Cuando me enseñe su piel creeré que lo ha cazado.
- Cuatro hombres armados con cuatro rifles «mata-búfalos» cargados de metralla hasta la boca. Cuatro piezas de artillería que barrerán al «Coyote» y a sus amigos, si los tiene. Y, además, unos cartuchos de dinamita, por si se acerca demasiado. Y los revólveres. Todo ello manejado por mis mejores hombres.
- A pesar de todo, yo apuesto a favor del «Coyote».
- Los hay que tienen especialidad en abrazar causas perdidas, general. Adiós.
Muskrat volvió a quedar solo con sus pensamientos y con su compañero de viaje, que estaba muy impresionado por la manera de hablar de Lorenzo y por sus planes.
- Es listo ese -dijo.
- Sí. Mucho.
- Irá lejos.
- No más allá de lo que permita la cuerda con que le ahorquen.
- Usted no quiere reconocer la verdad, comandante. La trampa que ha tendido al «Coyote» me parece buena. El «Coyote» se acercará al manantial creyendo que no hay nadie y recibirá una descarga cerrada. Pero, como a usted le molesta creer eso, por eso no quiere reconocer lo que vale Lorenzo.
- Puede que tengas razón -admitió Muskrat-. Quizás todo se reduce a que estoy despechado. Pero también pudiera ser que tú te hicieras ilusiones de que el «Coyote» será cazado, sólo porque tienes miedo a pasar otra noche esperando que, de un momento a otro, te claven un cuchillo entre las paletillas. Por eso te agarras a un clavo ardiendo y quieres creer que, al fin, podrás dormir tranquilo.
El conductor se encerró en un brusco y huraño silencio. Muskrat le observaba de reojo y, sobre todo, fijábase en el revólver que tan cerca tenía y al cual no podía llegar por impedírselo la cuerda que ataba sus manos.
Doblaron la loma y Lorenzo, que iba ya al lado de Analupe, indicó el camino que debían seguir, por el cauce de lo que en la temporada de lluvias debía de ser un caudaloso torrente.
En aquella hondonada el calor se hacía sofocante. Muskrat sudaba a chorros y de cuando en cuando suplicaba a su compañero:
- Sé bueno y sécame el sudor. Me está irritando los ojos:
El conductor le hizo caso tres o cuatro veces, pero al fin gruñó:
- Séqueselo usted. Tome.
Le metió un pañuelo entre las manos, agregando:
- Incline la cabeza y séquese la frente.
- Alarga un poco la cuerda que me sujeta las manos al pescante… -pidió Muskrat-. No soy ningún flexible junco.
Inclinándose demostró que no podía acercar la cabeza a las manos.
- Está bien. Como hay cuerda le alargaré la ligadura.
Se inclinó, desatando la cuerda sujeta a una anilla del piso del pescante, a la cual también tenía sujetos los pies del prisionero, y se disponía a soltarla unos veinte centímetros, cuando su cuello chocó a la vez con una rodilla de Muskrat y con el más científico golpe que el comandante había aprendido en la guerra para ataques nocturnos. En realidad el daño principal fue causado con la rodilla, limitándose las esposadas manos de Muskrat a impedir que el hombre se colocase fuera del trayecto de aquélla, que alcanzándole en la nuez de Adán, dejó sin aliento al guarda, que hubiera caído bajo las ruedas del carro de no sujetarle a tiempo Muskrat.
El benemérito acto del comandante no obedecía a ningún género de compasión por su carcelero. La caravana iba marchando por el fondo de un pequeño barranco de suaves laderas, que dejaba en su centro el espacio justo para que pasara, un carro. Los dieciséis de Analupe habían tenido que colocarse uno detrás de otro y cada conductor tenía limitado su campo de visión a la trasera del vehículo que le precedía. Ni jinetes ni guardas, cabalgaban a los lados, pues las dos laderas, de resbaladiza lava petrificada, sólo toleraban el paso de las lagartijas y lagartos.
Muskrat puso en práctica con metódica rapidez todo el plan que había madurado antes de iniciarlo. Lo primero que hizo fue quitar a su carcelero el largo cuchillo de caza, especie de machete, que el otro llevaba enfundado y pendiente del cinturón. Con él cortó las ligaduras de sus pies y, con más trabajo y a costa de algunos arañazos, se libró de las cuerdas que le sujetaban las muñecas.
Frotóse éstas enérgicamente para restablecer la circulación de la sangre y examinó luego, a su carcelero. Vio que respiraba trabajosamente y se dijo que una mordaza no le haría respirar peor. Lo amordazó con un pañuelo y, con las mismas cuerdas que le habían atado a él, amarró al guarda de Analupe, al cual, después de despojar de sus armas, metió dentro del carro.
Hubo un momento en que pensó cambiar de ropas con él y hacerle ocupar su puesto de prisionero mientras él, disfrazado, ocupaba el de conductor; pero le faltaba tiempo si su memoria no le era infiel. Además no hacía falta.
Cogió las riendas y paulatinamente fue conteniendo a los caballos, dejando que el carro que iba ante él se distanciara. Primero la ventaja del otro fueron cinco o seis metros; pero a los cinco minutos ya le llevaba veinte metros.
Muskrat miraba hacia la derecha. Estaba seguro de que otro torrente desembocaba en aquel; pero el detalle lo recordaba con vaguedad. Había pasado mucho tiempo desde que un día se adentrara en el desierto, con cinco de sus hombres, hasta aquel barranco u otro idéntico. Habían cabalgado un rato por él, hasta hallar la bifurcación, por la cual regresaron al desierto, por entre una de las lomas que se levantaban a la derecha. El temor de Muskrat era que la bifurcación le hubiera pasado inadvertida mientras proyectaba su fuga. En este caso tendría que seguir adelante y dejarse cazar cuando salieran del barranco.
Fueron pasando los minutos y la separación entre el carro que le precedía y el suyo se elevó a cien metros. El comandante estaba ya casi seguro de haber pasado de largo ante la bifurcación que debía facilitarle la fuga.
- Claro que yendo a caballo se camina más deprisa que en un trasto como éste -se dijo-. Si entonces anduvimos media hora, ahora tendríamos que emplear una; pero… casi debe de haber transcurrido ya una hora o más…
En aquel momento, como si hubiese estado esperando a que la decepción del comandante llegara a su punto culminante, el seco lecho del afluente surgió a la derecha.
Muskrat dirigió hacia allí a los caballos y dejando el camino que hasta entonces siguiera y que era el mismo que empleaban los otros carros, tomó por el nuevo seguro de que el conductor que le seguía continuaría tras él, y lo mismo harían los demás carros, hasta que llegaran los hombres de Lorenzo, únicos que conocían el verdadero camino, ya que todos los carruajes iban guiados por los servidores de Analupe, a quienes aquella ruta les era desconocida.
Como esperaba, y comprobó asomando un momento la cabeza; el carro que iba detrás del suyo le siguió, sin que su conductor se preocupara de si en el suelo se veían otras huellas que continuaban hacia el Sur.
Muskrat observó a su antiguo carcelero. Estaba inmóvil. Demasiado para quien debía hallarse en trance de recuperación del sentido. El comandante levantó el revólver y lo dejó caer enérgicamente contra la cabeza de su prisionero.» Si éste fingía hallarse sin sentido, el golpe transformaría en realidad el fingimiento. Y si su quietud se debía a fallecimiento por asfixia, un golpe no le perjudicaría más.
La convulsión que estremeció el cuerpo del otro indicó a Muskrat que la inanimación había sido fingida. Guardó el revólver en la funda y del interior del carro sacó un rifle de repetición. Estaba cargado, aunque no halló cartuchos de repuesto. Los de la canana del revólver eran de mayor calibre.
- Si uso bien las cinco balas que lleva el rifle, creo que les desanimaré a seguirme.
Las dos paredes del cañón eran más lisas que las del otro, y sólo las hormigas eran capaces de encaramarse por ellas. Por tanto, y contando con la estrechez del camino, si conseguía embarrancar aquella galera, no le podrían seguir como no fuese dando un rodeo enorme.
Muskrat había elegido ya su caballo. Era uno de los dos que iban en cabeza. Lo tendría que montar a pelo; pero en trances más difíciles se había visto durante la guerra.
Unos minutos de reflexión en busca de hallar la forma de destrozar alguna rueda del carro, a fin de dejarlo en medio del camino, sin posibilidad de ser empujado hacia delante o arrastrado hacia atrás, no le aclararon nada. Era un vehículo demasiado sólido para que un hombre, sin herramientas, pudiese acabar con él. Era mejor dejarlo, llevándose los caballos. Ya se verían bastante apurados sin necesidad de mayor daño.
Como el sendero empezaba a subir, el comandante casi saltó de alegría por la idea que esto le había sugerido. Siguió un minuto más por aquella inesperada cuesta. Los caballos luchaban por vencerla, arrastrando el pesadísimo carro. Muskrat colocó una cuerda sujeta al freno, aplicó éste, para detener el carro a mitad de la cuesta, y llevando en la mano la cuerda con la cual, de un tirón, soltaría el freno, descendió del pescante.
Con el cuchillo de su carcelero, Muskrat cortó los tirantes de los caballos, mientras corría por encima de la larga lanza y pasando de un caballo a otro llegaba al elegido. En cuanto estuvo encima del caballo y vio que los otros ya no estaban unidos al vehículo, tiró de la cuerda, soltó los frenos, y el carro, impelido por su carga de oro, se precipitó sobre los que le seguían.
El cañón llenóse de gritos, relinchos, alaridos, imprecaciones, chasquidos de maderas rotas, chirridos de hierros unos contra otros y todo ello en medio de una nube de polvo que no dejaba ver nada.
Muskrat tenía suficiente con lo que oía. A cuchilladas fue cortando las correas que unían su caballo a los otros, y cuando lo notó libre lo dejó correr a su gusto, huyendo de aquel caos.
Sonaron algunos disparos; pero no silbó ninguna bala, y Muskrat supuso que se trataba de simples llamadas de auxilio, pues lo más probable era que nadie se hubiera dado cuenta de su fuga.
Pensando en la confusión que debía de reinar en el fondo del torrente, Muskrat lanzó una violenta carcajada. Estaba libre, tenía un fusil y un revólver, y no le volverían a coger vivo.
Libró al caballo de la engorrosa collera y del restó de los arneses, conservando sólo dos trozos de riendas para guiarle, aunque de momento bastaba con dejarle galopar en busca de la llanura.
Cuando la vio ante él, amplia y libre de peligros, lanzó un grito de triunfo que le hubiera envidiado un comanche. Azuzó el caballo y pasando por entre las dos lomas que se levantaban a derecha e izquierda del principio del cauce del torrente, se lanzó hacia adelante, por el desierto sembrado de pequeños y secos matorrales.
La brusca y molesta sensación que ya había experimentado en otras ocasiones, cuando alguien le miró por encima de un rifle o de un revólver, le asaltó en aquel momento en que la libertad ya era suya. Volvió la cabeza hacia la izquierda y a unos setecientos metros, en lo alto de la última loma que bordeaba el camino seguido por la expedición, vio varias siluetas. Una de ellas era la de Analupe. A su izquierda estaba Lorenzo, con su inconfundible traje. El era quien le estaba apuntando con un Sharps de largo alcance. Muskrat había hecho blancos a mil quinientos metros disparando con un Sharps Special. Y aunque aquel no lo fuese, cualquier rifle de aquel tipo era capaz de dar en un blanco situado a mil metros. Claro que el acierto dependía de la habilidad del tirador; pero en el caso de Lorenzo no había lugar a hacerse grandes esperanzas de que fallase un tiro que para él debía de tener mucha importancia.
Mientras miraba, los acontecimientos se precipitaron. Analupe hizo un movimiento y casi al instante brilló un fogonazo en lo alto del cerro. La mano de la joven había desviado el arma, y la bala se perdió en las nubes.
Muskrat aprovechó los segundos de respiro que le daba la tarea de recargar el Sharps. Otros de los que estaban en lo alto de la amesetada loma disparaban sus revólveres y rifles; pero ni una sola bala llegó a peligrosa distancia del fugitivo. Este obligaba a su caballo a trazar irregulares eses, convencido de que a novecientos metros no existía en el mundo tirador capaz de alcanzar un blanco movible.
No obstante, cuando Lorenzo, después de hacer sujetar a Analupe, disparó por segunda vez, el proyectil de su rifle lanzó un surtidor de tierra y guijarros contra las botas de Muskrat y el vientre de su caballo.
- ¡Caray! -gritó el comandante, dándose cuenta de que sólo con que hubiera tardado tres décimas de segundo en torcer a la izquierda, la bala le hubiera derribado a él o a su caballo.
Lorenzo recargó por segunda vez el Sharps y de nuevo el proyectil pasó tan cerca de Muskrat, que desde lo alto de la loma se le vio encogerse instintivamente sobre el caballo.
- ¡Maldito! -gritó Lorenzo-. ¡Quisiera tener alas para bajar al llano!
De nuevo buscó con la mirada algún sendero, por difícil y peligroso que fuera, para descender de aquella atalaya a la que habían subido alarmados por los disparos que llegaban al lugar donde suponían estaba la cola de la caravana. Pero era inútil. En su frente oeste, el atorreonado cerro tenía sus laderas cortadas como acantilados. Hasta ciento cincuenta metros más abajo no se iniciaba la ladera, y sólo un pájaro hubiera podido saltar aquella altura sin destrozarse entre los peñascos que sembraban la falda del cerro.
- Se nos escapará antes de que salgamos de este nido de águilas o del embudo en que está metida la caravana.
Lorenzo se volvió después hacia Analupe y la miró como si quisiera matarla:
- ¿Por qué lo hizo? -gritó-. Del primer tiro lo hubiera matado.
- ¿De veras? -dijo, burlona, la joven-. Alguien me dijo que usted le prometió dejarle huir si le descubría la identidad del que le hizo huir de mi campamento. Al fin y al cabo sólo ha querido conservar su prestigio de buen tirador. Lástima que luego, fallando por muy poco otros dos tiros, haya anulado mi buen deseo.
Lorenzo no esperaba esto. ¿Habría, realmente, creído Analupe que él había facilitado la fuga del comandante? En la duda le resultaba más grato creer que ésta y no otra había sido la causa de que la joven desviara su rifle haciéndole fallar un tiro seguro.
- Veamos qué ha ocurrido -decidió, por fin, Lorenzo.
Se disponía a emprender la bajada desde lo alto del torreón, cuando, del lugar donde habían establecido la noche antes el campamento, comenzó a elevarse una columna de humo, luego otra, otra y, por fin, la cuarta.
- ¡Dios mío! -jadeó Lorenzo, que se tuvo que apoyar en Jerónimo, porque las piernas no querían sostenerle-. Esto significa que han cazado al «Coyote».
Sacó su catalejo y trató de ver lo que ocurría en el lugar donde ardían envueltos en llamas y humo los cuatro carros. Los árboles y algunas lomitas no le permitieron ver otra cosa que los penachos de llamas y la corona de humo. La señal era evidente. No podía significar otra cosa que el triunfo de sus desesperados contra el «Coyote».
Al recordar lo que había dicho a Muskrat antes de que la caravana se metiera en la hondonada, enfocó el catalejo hacia el fugitivo, y le vio como si le tuviera al alcance de la mano. Aún no debía de haberse dado cuenta del incendio, y seguía camino del manantial. En aquel instante escalaba una arenosa colina y al llegar a la cumbre tiró de las riendas del caballo, sorprendido por la visión del incendio de los carros y la comprensión de su significado.
Ya iba a retroceder cuando de pronto levantó las manos. Lorenzo no le veía, porque el comandante le daba la espalda; pero al ver que, sin bajar las manos, seguía adelante descendiendo por el otro lado de la colina, una ancha sonrisa dejó al descubierto su magnífica dentadura.
- El pájaro no voló muy lejos, señorita Monreal -dijo-. Mi gente lo ha vuelto a cazar. Ahora vayamos a ver qué ocurre en el camino.
Desde lo alto ordenó a los que esperaban abajo:
- Seguid adelante hasta salir del cañón. Ahí veréis, a lo lejos, un edificio. Dirigíos a él y esperadnos allí si antes no os hemos alcanzado.
Reanudaron la marcha los carros. Lorenzo contó nueve, luego ya no apareció ninguno más.
Picando espuelas obligó a su caballo a zambullirse por la abrupta pendiente. El caballo obedeció lanzando relinchos de miedo. Bajo sus cascos la tierra se abría en rojos surcos. En algunos momentos el noble animal sólo tenía una pata en tierra, buscando con las otras, en el vacío, un punto de apoyo. La destreza del jinete le hizo llegar al fin al fondo del cañón, donde hubiera caído si no le hubiese levantado en vilo un oportuno tirón de las riendas.
Analupe, que le seguía más prudentemente por el mismo camino que utilizaron para subir, no pudo por menos que reconocer en aquel hombre un valor que le absolvía de muchos de sus defectos.
Lorenzo no la esperó. Apenas hubo enderezado su caballo lo lanzó por el camino que habían seguido antes. El animal, espantado y tembloroso aún a consecuencia de su aventurado descenso, obedecía cualquier orden de su amo. Su galope era una maravilla de pujanza y ritmo, completando el hermoso cuadro la erguida figura del jinete, que parecía gobernar al caballo más con su cerebro que con sus recias manos.
Al llegar al punto en que el otro cauce se unía al principal, Lorenzo se encontró en medio del desorden más absoluto que había presenciado en su vida. Para poder comparar con algo la confusión que allí reinaba tuvo que recordar el día en que llevando un cargamento de armas para los confederados, metidas en cuarenta galeras, fue localizado por el fuego de dos baterías pesadas unionistas cuando empezaba a cruzar un puente sobre el Rahanock. Pero aquello fue una nimiedad si se comparaba con lo que estaba pasando, todavía, en el torrente. Los tres últimos carros no estaban en muy mala situación, ya que por tener la retirada más fácil habían logrado retroceder ante el alud que de pronto se les vino encima. A pesar de todo, uno de los carros tenía torcido un eje, otro había roto varios radios de una rueda, y sólo el último estaba intacto.
Los cuatro restantes se podían dar por perdidos. La mayoría de los caballos que tiraban de ellos estaban heridos, algunos con necesidad de ser rematados, ya que para nada podían servir ya. La gente de Lorenzo, con sus lazos, procuraba arrastrar a los destrozados vehículos para liberar a los caballos, que relinchaban horriblemente, enredados entre los arneses y correas, peleando entre sí por librarse y no logrando otra cosa que aumentar el desorden y el enredo.
Algunos bandidos pretendían desatar las correas y dejar salir a los caballos; pero éstos, enloquecidos, los rechazaban a coces, alcanzando a otros caballos que, a su vez, coceaban y mordían.
- ¡Matadlos, pero hacedlos estar quietos! -gritó Lorenzo, encaramándose en las ruinas del cuarto carro, cuyo fondo, destrozado, era como un cráter por el que se precipitaban, con sordos golpes, los lingotes de oro.
En el Sudoeste es más fácil encontrar diez hombres capaces de matar a otros hombres, que uno que, salvo gravísimas circunstancias, se avenga a matar a un caballo. Por eso la orden de Lorenzo no fue obedecida por nadie.
Los que pretendían ordenar a los desordenados caballos, dejaron de hacerlo por las buenas y se dedicaron a cortar, a navajazos, las correas que aún los retenían contra los carros. El miedo a que huyeran les había impedido tomar antes aquella medida; pero, entre que muriesen o escaparan, era preferible lo último. Y en cuanto a los arneses, de nada servirían aunque no los hubieran cortado, ya que nadie habría podido reparar el destrozo sufrido por los vehículos.
Analupe, que llegó entonces, lo contempló sin poder creer en sus propios ojos,
- ¿Cómo ha podido ocurrir? -preguntó a Duganne.
- Ha ocurrido por haber insistido usted en conservar la vida de ese hombre. Clapp, que le vigilaba, está muerto o sin sentido. El conductor del carro que le seguía ha muerto. Uno de los caballos casi le arrancó la cabeza de cuajo de un par de coces. El que iba con él tiene un brazo roto. Los dos que guiaban la tercera galera, también han muerto. El costado izquierdo del vehículo se partió en dos y las astillas, agudas como puñales, les atravesaron de parte a parte. Vaya a verlos. Aún están clavados en un gigantesco tenedor. El conductor del cuarto tiene la mandíbula partida y está pidiendo que le matemos para no sufrir más. Su compañero tiene rotas dos costillas, o tres. O no sé cuántas.
- ¿Pero qué ocurrió? -quiso saber Analupe.
- Todavía no se sabe con seguridad -replicó Duganne-. Por lo visto, el prisionero sorprendió a Clapp, lo dejó sin sentido, lo ató y amordazó y se hizo dueño del carro. Como éste iba por el camino, sin llevar a nadie a derecha ni a izquierda, sin que se le pudiese ver desde atrás ni tampoco desde delante, se fue retrasando para que la galera que precedía se alejase. Debía de conocer la existencia de esta desviación y cuando llegó aquí torció a la derecha. El que iba detrás de él supuso que Clapp se limitaba a seguir el carro que iba delante del suyo y, a su vez, siguió al de Clapp, sin fijarse en las huellas que había en el camino. Además, al meterse en el cañón, no pudo ver al noveno carro, pues éste ya debía llevar mucha ventaja. Los demás hicieron lo mismo, o sea, que se limitaron a obedecer las instrucciones que don Lorenzo les había dado. Los que íbamos a caballo hicimos lo mismo; pero los hombres de don Lorenzo, que conocen el camino, empezaron a gritar, previniéndonos del error; pero ya era demasiado tarde. Los carros se habían parado. Creímos que lo hacían obedeciendo a los gritos; pero no debía de ser por eso. El comandante desenganchó los caballos del carro de Clapp y soltando los frenos lo dejó que por su peso se precipitara encima del que iba tras él. Tuvo que ser horrible.
Observando las bajas producidas por la magistral jugada de Muskrat, Lorenzo comenzó a recobrar su buen humor. Después de aquello, Analupe quedaba sin guardas. Entre muertos y heridos había allí unos ocho hombres. Los heridos no se recobrarían en muchos días o semanas. Los muertos estaban definitivamente fuera de combate.
- A ciertos hombres no se les debe conservar prisioneros -dijo a Analupe, señalando los destrozos-. Hubiera sido mejor matarle o dejarle en libertad.
Oyóse una detonación y luego unos gritos.
- ¿Qué ha pasado? -preguntó Analupe, en tanto que los demás desenfundaban sus armas, por si la situación se complicaba con algún ataque.
- Es López, el conductor -explicó una voz-. Recobró el revólver y se acabó de volar la cabeza.
López era el conductor del cuarto carro destrozado. Su mandíbula rota le había dolido demasiado. El suicidio fue un alivio.
- Este oro está maldito -murmuró Analupe, alejándose de aquella confusión.
- Puede que lo esté; pero no podemos dejarlo aquí -dijo Lorenzo-. Lo cargaremos en los tres carros que aún sobreviven. Mis hombres tendrán que ayudar a los suyos, señorita. Como ve el Destino nos une.
- Nadie puede nada contra su destino -asintió Analupe-. Ya no quiero seguir luchando contra la corriente.
- Lorenzo te sacará de este apuro, amor -susurró el bandido, acariciando el brazo derecho de la joven-. Hasta ahora sólo has tratado con niños. Ahora verás lo que es capaz de realizar un hombre.
Sus órdenes fueron exactas y precisas. Cambiar el eje torcido por el de uno de los carros destrozados. Cambiar la rueda rota, trasladar el oro de los carros, estableciéndose una cadena de manos para que pasaran de unas a otras los amarillos lingotes. Y entretanto…
- Ve a echar una mano a aquellos -ordenó Lorenzo a uno de sus hombres-. Quiero saber qué ha ocurrido y quiero ver el cadáver del «Coyote».
En voz baja agregó:
- Al comandante pegadle cuatro tiros en la cabeza.
Se marchó el hombre, desandando el camino recorrido, y Lorenzo regresó junto a Analupe.
- No tardaremos mucho en salir de aquí, pequeña -le dijo-. Y en el peor de los casos, aunque tuviéramos que renunciar a esta parte del oro, nos quedaría lo suficiente para vivir felices.
Analupe le volvía la espalda, fingiendo interesarse por la tarea a que estaban entregados los que pretendían cambiar el eje torcido por otro en mejor estado. A pesar de que trabajaban con destreza y buena voluntad, la falta de herramientas adecuadas les impedía progresar como lo hubieran hecho en las debidas condiciones.
- Mientras ellos siguen trabajando, tú y yo podemos ir al rancho.
- No quiero separarme de mis hombres -replicó Analupe.
- Pueden acompañarnos, mientras los míos se quedan a hacer el trabajo. Además, desde el rancho enviaré acemileros para que trasladen el oro que no quepa en los tres carros.
- Está bien-respondió la joven-. Vamos,