CAPITULO II UN CONSEJO DEL «COYOTE»
Bowman y Pfalzer habían esperado, atentamente, el regreso de Mort. No quisieron dormirse antes de verle volver; pero las horas de la noche pasaron sin que se oyese nada y al amanecer les venció el sueño. Es muy difícil mantenerse despierto tendido en el suelo y abrigado. Los centinelas vigilan mejor derechos; pero ellos no podían mantenerse en aquella postura, so pena de descubrir a los compañeros de Mort que no estaban dormidos, como fingían.
El «Coyote» llegó a la vista del campamento, de regreso de su expedición al de Analupe de Monreal, y, extrañado por la calma que en él se advertía, siguió adelante sin desmontar hasta llegar a menos de cien metros de donde estaban sus amigos y su hijo.
Este, preocupado por la tardanza, fue a su encuentro.
- ¿Pasó algo malo?
- Creo que no -replicó el enmascarado. Señalando hacia donde estaban los dos tenientes preguntó:
- ¿Se fueron ya?
- ¿Quienes? ¿Pfalzer y el otro? No.
El enmascarado miró a su hijo. Sabía que el muchacho estaba seguro de lo que decía y hubiera sido ingenuo insistir sobre ello.
- De manera que no llegó el comandante Muskrat, ¿eh?
- No. Y nadie pasó por aquí.
- Está bien. No perdamos tiempo. Sin duda lo volvieron a cazar; pero no pude entretenerme más tiempo cerca del campamento de la Reina del Valle, Ya es hora de dejar de lado las comedias. Yo me presentaré tal como soy ahora. Tú y Pedro conservad vuestros disfraces. Despierta a los tenientes.
No costó mucho hacerlo; pero cuando el optimista Bowman y el pesimista Pfalzer se vieron ante el «Coyote», los dos tuvieron la impresión de que su sueño no había sido interrumpido.
- No se molesten en decirme que no sé lo que digo -previno el «Coyote»-. Sé que el presidente Grant los eligió para un servicio de espionaje cerca de Ana Guadalupe de Monreal. Ustedes debían aprovechar su extraño aspecto para acercarse lo más posible a ella y localizarla. Mientras uno seguía sus huellas, el otro iría a comunicar al fuerte más próximo su descubrí miento y, al frente de una buena cantidad de soldados, atacarían el campamento. De ser preciso, pasaría a cuchillo a toda la gente de esa mujer, si no deponían a tiempo las armas. Una vez recuperado el tesoro, lo conducirían a marchas forzadas, relevando caballos en los fuertes y en las postas.
- ¿Usted es el «Viejo Mort»? -preguntó Bowman.
- Sí. Les conocía y traté de ayudarles. Pero algo ha salido mal. Un compañero suyo, el comandante Muskrat, está en una situación apurada. Aunque no lo merezca, debe ser salvado. Me acompañarán ustedes hasta que encontremos las huellas de la caravana, que, forzosamente, ha tenido que salir de la Jornada del Muerto para atravesar el desierto hacia el Este, ya que hacia el Oeste no puede hacerlo porque no hay paso alguno para cruzar el Río Grande. Una vez localizado el sitio, mis amigos y yo seguiremos adelante, y ustedes regresarán al Fuerte Craig para presentar sus documentos y organizar la persecución.
- Nosotros no somos oficiales -dijo Pfalzer, tratando de mantenerse fiel a lo prometido al presidente Grant. Bowman no le dejó seguir.
- No seas tonto -dijo-. ¿No ves que está demasiado enterado de todo para que podamos engañarle? No es que trate de sonsacarnos, sino que sabe más que nosotros mismos.
Volviéndose hacia el «Coyote», siguió.
- Es un honor y un placer conocerle, caballero. Se habla mucho de usted y nunca creí que pudiéramos estar frente a frente, como ahora. ¿Puedo ofrecerle mi mano?
Bowman tendió la mano derecha al enmascarado. Pedro se acercó a su amo y le dijo unas palabras en voz baja. -Puedes hacerlo -replicó el «Coyote». Y a Bowman:
- Encantado de estrechar la mano de un hombre tan loco.
El teniente no prestó atención a las palabras del enmascarado. El tenía su atrevido proyecto y sólo pensaba en realizarlo de acuerdo con las enseñanzas que había recibido en la Marina de un marinero, antiguo miembro de la expedición de Perry al Japón, que aprendió en aquellas islas una curiosa habilidad que le permitía vencer a un hombre armado utilizando sólo las manos. Eran notabilísimas las llaves y trampas que se podían hacer. Bowman había practicado mucho y, por ello, se consideraba un maestro. Interiormente sonrió ante la sorpresa que se iba a llevar el «Coyote».
Su mano se cerró sobre la que le tendía el enmascarado y, en el acto, inició la llave que debía hacer lanzar un alarido de dolor a aquel enemigo de sus compatriotas. La cosa no terminaría en sólo un grito, sino que el pobre «Coyote» se vería lanzado por el aire, más por su propio impulso que por el de Bowman, que se limitaría a no soltarle el brazo para que éste, por el peso del cuerpo, se partiese con un chasquido al cual seguiría, fulminantemente, el desvanecimiento de la víctima. Era una llave magnífica, contra la cual Bowman no conocía contrallave alguna.
Pero el «Coyote» también había visitado el Japón y tuvo, en él, tiempo de aprender lo que su contrario ignoraba. Así, girando velozmente para seguir la torsión de su brazo, el «Coyote» quedó en cuclillas de espalda a Bowman, quien, cuando menos lo esperaba, vióse lanzado por encima de la cabeza del californiano. Dando dos vueltas de campana, quedó de bruces en medio de la carretera, sin saber si estaba mirando al cielo o ya de cabeza en el infierno.
Mientras Pedro, pistola en mano, desarmaba al cada vez más sorprendido y furioso Pfalzer, el «Coyote» se inclinó sobre su adversario y le quitó el revólver que llevaba en la funda y el que había sido de Muskrat.
- Levántese -ordenó luego.
Bowman obedeció, sacudiendo las telarañas que se habían amontonado ante sus ojos. Cuando consiguió recobrar la visión de las cosas vio frente a él al «Coyote» en jarras, y más atrás al desmoralizado Pfalzer. Observó, también, que el «Coyote» mantenía la mano derecha cerca de la culata de sus dos revólveres, mientras que a sus pies estaban los que habían sido propiedad de Jeru.
- Nunca le hubiera creído capaz de hacerlo, señor «Coyote» -dijo-. Me lo tengo bien ganado, por idiota, aunque… No me explico cómo previó mi broma.
El «Coyote» no replicó en seguida. El sol naciente ponía reflejos rosados en sus blancos dientes, descubiertos en una sonrisa que no era muy tranquilizadora.
- ¿Piensa matarme? -preguntó Bowman-. Tenga en cuenta que soy un oficial del Ejército…
- ¿Con ese traje? -preguntó, a su vez, el «Coyote»-. Ningún jurado podría condenarme por haberle matado. Los militares se distinguen de los paisanos por el uniforme. Usted no lleva ninguno. Por lo tanto, le mataré. Como hay poca luz aún, le ruego se esté quieto mientras le apunto. Le mataré de un balazo en el corazón y le aseguro que no le dolerá nada. No se dará cuenta de que ya está muerto.
- ¡Usted no puede hacer eso! -gritó Pfalzer-. ¡Es un asesinato! ¡Se lo diré a cuantos quieran oírme!
Bowman movió negativamente la cabeza.
- Cállate, Fritz. Te estás exponiendo a que nadie pueda oírte. El caballero tiene cierta razón. Yo no me proponía hacerle ninguna caricia. Pensaba en la recompensa que ofrecen por su cabeza. Cuando usted quiera, señor «Coyote»
- Cree que no le matará -susurró Pedro.
Sonriendo, el enmascarado desenfundó el revólver y apuntó al cuerpo de Bowman. Este dejó de estar seguro de su suerte y su reacción la captó Pedro, traspasándola a su jefe.
Este apretó el gatillo de su revólver y Bowman, que había cerrado los ojos, sintió un seco zumbido junto a su oreja e, incluso, el impacto, contra ella, del aire desplazado por el proyectil. Maquinalmente llevóse la mano a la oreja izquierda y, después de palparla, se miró los dedos en busca de alguna huella de sangre.
- ¿Falló el tiro o… el deseo? -preguntó el teniente.
- No tengo la costumbre de matar a seres indefensos. Recoja sus revólveres, señor Bowman, y déme su palabra de no intentar nada contra mí ni contra mis amigos. Pero tenga en cuenta que si su palabra fallase, mi pulso no volvería a fallar.
- Va mi palabra, señor «Coyote». Firmemos un armisticio hasta terminar con esa dama pirata. Luego, si puedo, le daré otro susto.
- De acuerdo. ¿Promete usted, también, ser mi amigo y no tratar de cobrar mi cabeza, teniente Pfalzer?
- Sí -replicó el alemán.
- Devuélvele su revólver, Pedro. Y en marcha. Hay mucho que hacer y faltará tiempo.
Cuando fueron ensillados los caballos y el grupo se puso en marcha, Bowman se colocó al lado del «Coyote».
- ¿Por qué no lucha con la cara descubierta? -preguntó.
- Porque así resulta más emocionante, y, además, puedo tener dos personalidades.
- Una mala y otra buena -sugirió Bowman.
- O dos regulares. La perfección se encuentra siempre en el término medio.
- ¿Por qué odia a los yanquis?
- No los odio. La prueba está en que los ayudo.
- ¿De veras nos ayuda?
- Creo que el presidente no fue muy franco con ustedes. Ese oro que tratamos de recuperar tiene un valor material de cuarenta millones; pero en realidad su valor exacto suma cuarenta mil millones.
- ¿Broma?
- Ustedes, los norteamericanos, todo lo miran a través de un alegre cristal. Son optimistas. No le tienen respeto a nada ni a nadie. Ni siquiera respetan a su presidente, porque, al fin y al cabo, lo han elegido ustedes y… conociéndose, no pueden tener mucha confianza en su propia elección.
- ¿Cree que es mejor ser gobernados por un rey que heredó la corona sin ningún mérito?
- Perdone. No quería hablar de política.
- Es usted más hábil con el revólver que con la lengua.
- Las ranas hacen más ruido que las águilas. Esto lo dice un refrán chino. Pero, volviendo a lo de antes, lo de los millones es cierto. Reconquistar ese oro representa, para su patria, tanto como ganar la Guerra Civil. Y lamento que el presidente no tuviese más franqueza. Cuando un hombre se tiene que jugar la vida, lo hace más a gusto sabiendo que la empresa por la cual se sacrifica es digna de morir por ella.
- ¿Tanto? -preguntó Bowman.
- Sí. A veces el dinero, con todo y ser una cosa muy despreciable, adquiere valor moral y se dignifica hasta el punto de que sea grato luchar por él.
- No me parece muy honroso pelear por unos millones de dólares, señor «Coyote». Puede que en esto tengamos puntos de vista distintos. Quizá hemos confundido lo honroso con lo provechoso.
- No, no, teniente. No he confundido nada. He conocido a muchos oficiales, incluso a generales, que se sienten orgullosos de haber intervenido en la guerra de Méjico, porque la consideran muy honrosa para su patria.
- Defender la patria es siempre un honor del que los verdaderos patriotas deben sentirse…
El «Coyote» le atajó con un ademán.
- No siga recitando los discursos del general Sheri-, dan antes de entrar en combate. Ustedes quizá defendieron a su patria cuando en mil ochocientos doce peleaban contra los ingleses; pero cuando treinta y siete años más tarde se metieron en Méjico, no buscaron otra cosa que su provecho, conquistando unas tierras que eran tan grandes como las que formaban, entonces, los Estados Unidos.
- Me voy a tener que enfadar con usted, señor «Coyote».
- Nadie lo lamentaría más que usted.
- Creo que tiene razón. La verdad es que yo no entiendo gran cosa de política ni de economía. Creo que el presidente nos eligió a Fritz y a mí porque entre los dos no reunimos ni medio gramo de sentido común. En la guerra advertí que a los tontos los enviaban al frente y los listos a la retaguardia, a los ministerios, a los puestos cómodos. Yo creí, entonces, que lo hacían para conseguir que los supervivientes de la guerra fueran los mejores y evitar que los Estados Unidos se convirtiera en una nación de tontos; pero vi luego que en un ataque nos portábamos mejor los que no teníamos una idea bastante clara de los peligros, que aquellos que, por ser más listos, veían que se nos estaba utilizando como carne de cañón. Claro que también me di cuenta de que si el general hubiera tenido un Estado Mayor hecho de idiotas, las cosas habrían ido mal para todos.
El «Coyote» no contestó. Su mirada estaba fija en el lugar donde se instalara el último campamento de Analupe. Nuevas tumbas lo señalaban.
- Si seguimos así, este camino va a parecer el paseo de un cementerio -observó Bowman.
El «Coyote» señaló hacia el desierto que se extendía hacia el Este.
- Por ahí se fueron. Recuerde que el sitio coincide con el emplazamiento de las últimas tumbas. Regresen al fuerte y vean si pueden traer gente aquí. Nosotros iremos marcando con estacas clavadas en el suelo el camino que seguiremos. Adiós y no pierdan tiempo.
- Yo prefiero ir con usted -dijo Bowman-. Aunque no tengo mucha confianza en sus bromas, creo que me divertiré.
- Tenga la seguridad de que habrá diversión de sobra para todos.
- Nuestras órdenes fueron que uno de nosotros se quedara cerca de la mujer -observó Pfalzer-. Yo quiero cumplir las órdenes. No he visto a esa señora. No quiero llevar a unos soldados a caer en una emboscada.
- No seas testarudo, Fritz -le reprendió Bowman-. Estando sobre su pista es como si ya la hubiéramos alcanzado.
- No. Yo no sé si seguimos la pista de una señora con cuarenta millones, o si estamos siguiendo la falsa pista de unos emigrantes que nada tienen que ver con nuestras órdenes.
Volviéndose al «Coyote», Bowman preguntó, señalando con melodramático ademán a su compañero:
- ¿Qué le parece mi tragedia al lado de un hombre tan terco?
- Sin embargo, razona bien. -contestó el «Coyote»-. Y como no le puedo convencer con razones, usted, señor Bowman, diríjase al fuerte y traiga a los soldados. Nosotros seguiremos la pista y, entretanto, el señor Pfalzer puede hacer lo que más le guste: seguirle a usted, seguirnos a nosotros o quedarse aquí. Adiós.
Bowman quedó boquiabierto por aquella solución.
- Nunca lo hubiera creído -dijo-. Yo imaginaba a los de esta tierra como gente amiga de discutir, sin llegar nunca a una decisión práctica. Me ha asombrado usted, señor «Coyote».
Miró a Pfalzer y movió la cabeza.
- Te han puesto en un apuro, Fritz. Tú verás cómo sales de él. Adiós.
El «Coyote» y sus compañeros se alejaron por un lado, adentrándose en el desierto. Pfalzer les siguió con la mirada, sin saber qué hacer. ¿Debía seguirles? ¿Debía acompañar a Bowman, que iba hacia el Norte? Por fin decidió quedarse donde estaba, aceptando como más conveniente el odioso término medio.