CAPITULO PRIMERO EL PRISIONERO

El comandante Muskrat, maniatado sobre el caballo que le había proporcionado el "Coyote" para que huyera y que de tan poco le había servido, ya no pensaba en escapar otra vez. Sus guardas habían tomado todas las precauciones necesarias, sin dejar resquicio alguno por el cual pudiera escurrirse un hombre. No sólo le quitaron las espuelas, sino que, además, las riendas de su montura iban atadas a la cola del caballo que le precedía, a la vez que las riendas del que iba tras él estaban atadas a la cola del suyo. Habría sido una locura imaginar que podría huir empujando ante él a un caballo y arrastrando a otro.

Por un momento había pensado poder redimirse ante sus jefes y lograr que le perdonasen su estupidez; pero sus esperanzas duraron muy poco y de nuevo se encontró prisionero y, además, obligado a reconocer que Lorenzo no era el estúpido e inofensivo mejicano que él imaginara después de sus charlas y entrevistas con el bandido.

Aun a riesgo de valorar exageradamente la capacidad de aquel hombre, Muskrat estaba seguro de que Lorenzo no pensaba, como había dicho, ayudar a Analupe a salvar su botín. Su intención era quedarse con todo y deshacerse de aquella mujer.

Esta parte de los posibles proyectos de Lorenzo era la que menos disgustaba al prisionero. Que el bandido degollase o envenenara a Analupe le alegraba, haciéndole pensar en que Dios sigue caminos muy tortuosos, pero eficaces siempre, para castigar a los que obran mal. Analupe merecía un castigo y lo iba a tener. ¿Cuál sería el castigo de Lorenzo?

Este se acercó en aquel momento a Muskrat.

- ¿No quiere decirme quién le ayudó a escapar? -preguntó.

- Nadie me ayudó a escapar, puesto que sigo cautivo.

- Muy ingeniosa respuesta, querido general -sonrió Lorenzo-. Pero no es éste el mejor momento para bromear. Yo quiero ser su amigo, general…

- Para que yo crea en su amistad, tendrá usted que esperar a que yo sea realmente general -interrumpió Muskrat-. Por ahora sólo soy comandante.

- Yo digo que un manzano es un manzano desde que empieza a salir de la tierra. El que llegue a dar manzanas es sólo cuestión de tiempo. Usted, pues, es un general, porque lo lleva en las venas. Y vestirá ese uniforme, si es prudente. De usted depende que mis deseos se realicen. Podemos llegar a un acuerdo ventajoso para los dos. Hay tanto oro que uno se siente impulsado a repartirlo. Vivimos en la edad del oro. Todo se compra con él.

- Tal vez yo le demuestre que existe algo que no se puede comprar.

Lorenzo se echó a reír.

- No, mi general, no. Usted sólo podrá demostrarme que es un tonto al rechazar mis ofertas; pero lo de que no hay nada que no tenga su precio en oro, es una verdad como una pirámide azteca. ¿Quiere escuchar mi proposición?

- No.

- ¿Por qué?

- No me interesa.

- Aún no la ha oído. ¿Cómo puede saber que no le interesa?

Esto era evidente y Muskrat quedó desconcertado por la lógica del bandido, quien, advirtiendo su estado de ánimo acentuó el ataque.

- Ya conoce mi política, general. Amigo de todos. Más vale un amigo que tres enemigos. Yo le hago un favor y usted me hace otro.

- De usted sólo aceptaría un favor. Que me dejase escapar.

- Eso es lo que yo quiero ofrecerle. -Lorenzo hablaba en voz baja-. Yo le dejo huir y usted regresa, como pueda, al Fuerte Craig. Allí reúne a sus soldados y nos persigue. Si da con nosotros nos hace todo el daño que desee; pero yo sé que no podrá alcanzarnos y por eso le propongo la huida. No crea que es un desinterés que no tengo.

- Déjeme huir.

- Un momento, general. Favor con favor se paga. Usted, la verdad, es ahora un estorbo para mí. Puede que no lo sea para la señorita Monreal, que me parece un poco enamorada de usted; pero ella cuenta poco en estos momentos. Yo tengo los triunfos de la baraja, y llevo el juego a mi gusto. No me interrumpa, no me interrumpa.

- Tengo que interrumpirle -insistió Muskrat-. ¿Por qué me ofrece ventajas, si usted tiene todas las cartas altas?

- Por una razón muy sencilla, querido general. Yo conozco a los principales jugadores de este poker. Yo tengo en mis manos tres ases y el comodín. Un magnífico poker de ases que se puede reír de todos sus contrarios, porque, además, mi quinta carta es un rey, o sea, que el juego de la señorita Monreal sólo puede ser, en el mejor de los casos, un poker de reinas. Es decir, casi juraría que es un poker de reinas, porque las cartas están marcadas y al servirle el juego le di dos reinas. Ella las ha juntado con otras dos cartas cuyo valor me es conocido; pero el simple hecho de tener dos reinas quiere decir que no puede tener una escalera real. Tampoco puede tener un repóker, porque soy el dueño del comodín. El juego de usted me es conocido. Una pareja de sotas. Un juego ridículo, con el cual sólo podría ganar quien supiese farolear escandalosamente. Y usted no sabe echarse un farol, mi general.

- Me aburre esa erudición naipesca, Lorenzo.

- Aguarde un poco. Esta partida la jugamos tres personas visibles. La señorita, usted y yo. Pero la juega alguien más. Se trata de un jugador colocado de espaldas a la luz. Esta me da en los ojos y no puedo verle. Sólo adivino su presencia. Es un jugador peligroso y afortunado. A la hora del descarte se declaró servido y no pidió ni una carta. ¿Cuál es su juego? ¿Una escalera real? ¿Un farol, o, si lo prefiere en su idioma, un bluff?

- No le entiendo. Hable claro.

- Está bien. Detrás de ese oro vamos: El Gobierno, representado por usted. Yo, representado por mí mismo. La señorita Monreal, y… ¿quién más?

- Nadie más.

- No, no… -reprendió Lorenzo, amenazando con un dedo a Muskrat-. Hay alguien más. Alguien que se entretiene degollando centinelas y poniendo en libertad a generales detenidos.

- ¿Degollando centinelas? -preguntó Muskrat, cuyo pensamiento fue la mancha de sangre que había visto en el guante del «Coyote».

- Sí, Una distracción salvaje; pero que revela un gran valor en quien la practica. Cualquiera es capaz de pegarle un tiro a un individuo que está a veinte pasos de él. Pero se necesitan nervios de acero y un valor a toda prueba para rajar de una cuchillada la garganta de un hombre. Un adversario así es digno de tenerse en cuenta. Y más cuando demuestra su listeza avisando…

Lorenzo fingió vacilar; pero, al final, hizo como si se decidiera:

- Creo que es mejor hablar claro, general. Yo no estaba esperándole por casualidad. Si cayó usted en mis manos fue porque un hombre nos dijo lo que iba a ocurrir: Que usted huía del campamento de la señorita Monreal para avisar a la guarnición del fuerte dónde estaba el oro. Se nos indicó la hora en que se verificaría la huida y yo tomé mis precauciones para que usted no lograse llegar al fuerte. Aposté a mi gente en varios lugares, por si usted lograba escapar de la primera trampa, de la segunda o de la tercera. Conozco a mis hombres y sé que usted no habría podido soslayar las cuatro celadas que le tendí. ¿Comprende?

- No sé…

- Es sencillísimo. Usted estorbaba. Era necesario eliminarle. Pero no de una puñalada, sino de otra manera más astuta. Usted huía del campamento de la Monreal. Yo le detenía y se lo devolvía a ella. Así se iniciaba una amistad entre la señorita y yo. Nos uníamos y formábamos un solo grupo, al que el cuarto jugador podía eliminar más fácilmente que si hubiéramos estado separados.

- Me parece demasiada complicación.

- No, no, general. Es sencillo y claro. A esa persona no le convenía que usted llegara al fuerte y trajese los soldados. Una vez en poder del ejército, el oro estaba definitivamente a salvo. Eso no le conviene a nadie, como no sea al Ejército. Era preciso, pues, facilitar la amistad de la señorita Monreal y Lorenzo. Ya está conseguido eso. Ahora no tendrá que luchar dividiendo sus fuerzas. Dígame quién mató a los centinelas y le puso en libertad. Tiene que ser el mismo que preparó la trampa en que debía usted morir.

- El «Coyote» es incapaz…

Muskrat se interrumpió demasiado tarde. Miró a Lorenzo, quien no demostró dar gran importancia a lo que había oído.

- ¿De veras fue el «Coyote»? -preguntó, como decepcionado o incrédulo-. Me extraña.

Muskrat creyó que aun podía remediar su imprudencia. Si Lorenzo no creía en la presencia allí del «Coyote», quizá aumentara su incredulidad si él insistía en su aparente mentira:

- Si no me cree, no sé qué decirle para convencerle.

- No, no. Le creo, general.

Pero no parecía muy convencido.

Sin embargo, sus agudos ojos captaron el leve suspiro de alivio que lanzó el prisionero.

- Es raro que el «Coyote» ande metido en este asunto -dijo.

- Ya sabe que siempre se mete en lo que no le importa. Y como el oro viene de California…

- Sí… ya recuerdo. -Lorenzo se encogió de hombros-. Si no quiere decirme la verdad…

- ¿No me cree?

- Lamento no poder dar entero crédito a lo que me ha dicho. Sin embargo, si compruebo que no me ha engañado… Entonces cumpliré mi compromiso.

- Le doy mi palabra de que le he dicho la verdad -aseguró Muskrat, quien, de pronto, y en la duda de que realmente el «Coyote» le hubiera traicionado, pensó que necesitaba escapar de allí para salvar lo que se pudiese de su maltrecho prestigio.

Lorenzo le miró pensativamente.

- Está bien, general -dijo-. Le creeré. Pronto estará en libertad.

Se apartó del prisionero y no volvió a acercarse a él durante el resto de la jornada.

A mediodía, cuando la caravana se detuvo y los cocineros prepararon la comida, Analupe fue al sitio donde estaba su cautivo. Detúvose junto a él, viéndole comer la carne asada. Como el comandante no demostrara haber advertido su presencia, a pesar de que la sombra de la joven proyectábase, ligeramente, junto a él, Analupe preguntó:

- ¿Tienes apetito?

- Sí -respondió, secamente, Muskrat.

- ¿Estás furioso contra mi?

- No. Contra mí.

- Si continúas prisionero no es por tu culpa.

Muskrat no contestó. Analupe sentóse junto a él, sobre una silla de montar colocada en el suelo.

- Debiera odiarte y… no puedo -dijo.

- Yo sí puedo odiarte.

- Siempre he admirado a quienes no se dan por vencidos y siguen luchando cuando ya no existe ninguna esperanza. Por eso siento casi veneración por el mariscal Solano López, del Paraguay.

- Conocí a un hombre que luchó con él hasta el último momento -replicó Muskrat-. Se llamaba «Calavera» López. Si alguna vez lo encuentras, pregúntale acerca de tu ídolo.

- Vi a ese hombre en California. No sabía que hubiese luchado por López. ¿De qué hablabais tú y Lorenzo?

- El te lo dirá. Sois buenos amigos; pero ten en cuenta que su jugada es un poker de ases con el comodín.

- ¿Qué quieres decir?

- Sólo eso. No te fíes demasiado de tus reinas.

Analupe sonrió, comprensiva.

- Quieres sembrar la discordia entre nosotros, esperando sacar partido de ella. Es un viejo sistema de pelea.

- Lo viejo es bueno. La batalla de Cannas, ganada por Aníbal, sigue estudiándose en las academias militares a pesar de los dos mil años que han transcurrido desde que se riñó.

- Quisiera que fuésemos amigos.

- Todo el mundo quiere ser amigo mío… -Muskrat soltó una amarga sonrisa-; pero todos hacen lo posible por fastidiarme.

- ¡Si supieses cuánto me odio por sentir lo que siento hacia un oficial yanqui!

- Deja de sentirlo. Si consigo escapar y puedo detenerte, haré que te ahorquen.

Analupe cogió un puñado de polvo y lo dejó caer lentamente por entre sus dedos.

- ¿Qué deseaba saber Lorenzo?

- Sólo quería conocer la identidad del que me había salvado.

- Eso ya lo sabía. Yo se lo dije. Fue el «Coyote». -Como para sí, Analupe siguió, en voz alta: -Tal vez no creyó en mi palabra.

Volvió a coger otro puñado de polvo y de nuevo lo dejó filtrarse por entre sus dedos.

Lorenzo y Jerónimo la observaban desde lejos. El primero comentó, divertido:

- Ahora, querido, la señorita siente muchas dudas. Su prisionero le ha repetido mis preguntas. Ella, que no es tonta, sospechaba que alguno de nosotros tenía algo que ver con la degollación de los inocentes centinelas; pero ahora ya no lo cree. Piensa que estoy un poco asustado. Sospecha que el «Coyote» es el autor de la matanza… y esto la acercará más a mí.

- ¿Y el «Coyote», patrón? -preguntó Jerónimo-. También juega su papel en esta partida.

- Ya lo sé; pero tiene que jugarlo con mi baraja, Jerónimo. Una baraja con los triunfos marcados.

- Pero si el comandante le dice que usted le propuso la fuga, ella desconfiará de usted.

- Ni lo sueñes. Creerá que lo hice para saber la verdad. Esa dama tiene demasiada confianza en su hermosura y en su inteligencia.

- Posee las dos cosas.

- Igual me ocurre a mí. Esta noche quiero que trabaje tu cuchillo, Jerónimo. Si creen que el «Coyote» anda cerca se pondrán nerviosos. Y mucho más cuando el general consiga huir.

- ¿Le va a dejar? -preguntó, incrédulamente, Jerónimo.

- Sí. Quiero que se vaya muy lejos.

- ¿Teme su rivalidad?

- A veces haces demasiadas preguntas, Jerónimo. No sigas por ese camino. Te podrías perder.

- Pues insisto en que enamorarse de esa mujer no trae suerte a nadie. Ella puede utilizar contra usted el arma de su belleza.

- Quién sabe si a mí me gustará que la emplee. Prepara la marcha. Yo voy a disponer lo de esta noche. Le propondré a la señorita que nuestras gentes acampen juntas y bien mezcladas.

- Si se lo propone no lo aceptará.

- Si lo aceptase me tiraría de los pelos -respondió Lorenzo-. Soy muy listo, Jerónimo. Sólo así he podido sobrevivir tantos años a tantos enemigos.

Media hora después, la caravana reanudaba la marcha por el desierto.