CAPITULO IV AUTORIDAD MINADA
Lorenzo acercóse a Analupe de Monreal cuando el sol empezaba a ocultarse.
- Tendremos que acampar pronto. Hasta mañana no llegaremos a la ruta que debe seguir para entrar en Méjico sin que nadie la moleste.
La joven asintió con la cabeza. Luego, como sin dar importancia a su pregunta, inquirió:
- ¿Por qué hizo la comedia de que usted no sabía nada de la intervención del «Coyote» en la fuga de Muskrat?
- Pensé que tal vez él supiera algo más y que lo ocultaba -respondió en seguida Lorenzo-. Nunca se toman demasiadas precauciones. Además, no creí molestarla ni ofenderla.
- ¿Me cree tonta?
- No. Por el contrario, tengo un alto concepto de su inteligencia. Pero complace mucho comprobar que ando con buenos amigos. Supongo que no tendrá inconveniente en que establezcamos un solo campamento con su gente y la mía.
Siempre sin mirarle, Analupe respondió:
- Supone mal, Lorenzo. Y no lo tome como cuestión personal. Siempre he preferido estar sola, entre los míos. Me siento más segura.
- En este caso su seguridad y la mía aumentarían estando juntos.
- Puede que sí; pero es un viejo criterio.
- En usted nada es viejo, señorita -dijo, galantemente Lorenzo-. A pesar de que me han dicho que usted tiene miles de años. ¿Debo creerlo?
- Es libre de creer lo que quiera.
- ¿Ofendida conmigo?
- Cansada. Pero ya que hemos empezado a hablar de su ayuda, quisiera aclarar nuestra situación. Creo que nunca podré devolverle el favor que me hace y, por lo tanto, que sería mucho mejor que pusiera usted un precio a sus servicios.
- ¡Por Dios! ¡Me ofende usted, señorita!
- Lo sé y le suplico me perdone. No lo hago por mi gusto. ¿Le parece bien un millón en oro al cruzar la frontera?
Lorenzo quedó pensativo. Por experiencia sabía que nadie resulta tan sospechoso de interesado como aquel que se demuestra excesivamente desinteresado.
- Podría usted multiplicar por cuatro su oferta y aún sería un buen negocio.
- Lo prefiero así. Cuatro millones al cruzar la frontera. Se queda usted con dos carros. Pero de ahora en adelante le agradeceré que se comporte como un simple guía.
- ¿Me desprecia porque no pertenezco a una familia tan distinguida como la suya? -preguntó Lorenzo.
- No se ofenda. Le considero un buen amigo. Bueno y útil. Pero conozco algo de su vida y su afición a enamorarse. No quisiera tenerle que recordar cuál es su sitio y cuál es el mío.
- Lo conozco. Usted en su campamento, con su guardia especial, y yo en el mío con mi gente.
- Eso es. Adiós Lorenzo. Creo que entre aquellos árboles podemos acampar. Debe de haber agua.
- Sí. Adiós, señorita.
Lorenzo volvió grupas, y al pasar junto a los carros indicó a Duganne:
- Su jefe no quiere que acampemos juntos. Quédense ustedes junto al manantial. Nosotros iremos a hacer provisión de agua; pero no descuiden la vigilancia. Estas tierras no son seguras. Hubiera sido preferible acampar reunidos. Llevan ustedes un prisionero a quien alguien tiene interés en dejar libre.
Duganne iba a decir algo; pero al fin se contuvo, encogióse de hombros y siguió adelante. Lorenzo reunió a los suyos y cuando la caravana se detuvo, acampó a bastante distancia de Analupe y sus guardas.
- ¿No sería un buen sistema echar un poco de veneno en el agua del manantial y acabar con todos ellos? -preguntó Jerónimo, acercándose.
- Hay medios más inteligentes -replicó Lorenzo-. Además, yo no deseo acabar con todos.
- ¿Quiere conservarla a ella? -preguntó el indio.
- Quiero tenerla a mis pies, ofreciéndome su amor.
- Es demasiado orgullosa. Y no olvide, patrón, que si usted se ha enamorado de ella y ella no se ha enamorado de usted, las ventajas no estarán de parte de usted, sino de ella.
- Habla cuando te pregunten, Jerónimo. No eres tú quien puede darme lecciones acerca de cómo se debe tratar a las mujeres.
- Esa no es como todas.
- Ya lo veremos. Algunas mujeres se pueden conquistar con caricias; pero en cambio todas pueden ser conquistadas a latigazos. Son como los caballos. Acarícialos, dales azúcar y zanahorias, y quizá logres que te quieran; pero desde que el mundo existe se ha preferido domar a los caballos demostrándoles que el domador es más fuerte que ellos.
- No confunda los purasangres con los mustangos.
- Te estás jugando la cabeza, Jerónimo. ¡Cállate ya! A esa yegua rebelde la domaré yo a fustazos, si no acepta que la dome a caricias.
- Recuerde al comandante. Ella le quiere.
- No quiere a nadie, y referente a ese oficialillo, ya tengo pensado lo que haré con él. En cuanto a ti haz lo que tantas veces has hecho.
Con el filo de la mano, Lorenzo hizo un significativo ademán a la altura del cuello.
- ¿Cuántos?
- Seis más. Con eso no tendrá ni para conducir los carros y se verá obligada a recurrir a nosotros. Además, quiero que su gente se le subleve un poco y se pase a nuestro bando. Será una sorpresa para ella. Procura no hacerle nada a su capataz, ese Duganne. Me parece un pícaro capaz de vender su alma al demonio. Tú cobrarás mil pesos por cada muerto. En total, te deberé veintiún mil dólares. Y para hacer cuenta redonda lo dejaremos en veinticinco mil. Vas a ser rico, Jerónimo.
Los ojos del indio se encendieron de codicia.
- Sabré ser rico, patrón.
- No creas que es fácil.
- ¿Por qué no se decide y al ir a buscar el agua para nosotros echamos el veneno y mañana por la mañana sólo tendremos que enterrar sus cadáveres y quedarnos con el oro?
- Haz lo que te he dicho.
Jerónimo y los demás encargados de almacenar agua, aguardaron a que fuese de noche antes de ir a llenar las cantimploras y los cubos de lona. El campamento de Analupe estaba ya formado y montadas las guardias. Los elegidos para ellas no podían disimular su nerviosismo. No se encendieron hogueras, para no atraer a los merodeadores del desierto, y la cena, escasa y fría, no contribuyó a elevar el ánimo de los hombres de Analupe.
Esta se encerró en su tienda, después de asegurarse de que Muskrat se hallaba bien vigilado. Aunque no quería reconocerlo, estaba inquieta. La forzosa lentitud del viaje la enervaba; pero no se podía obligar a los caballos a ir más de prisa, teniendo que arrastrar un peso tan grande. También le preocupaba el problema que se le presentaría al entrar en Méjico. Su escolta ya no era tan numerosa como al empezar la marcha y, además, advertía en la gente síntomas de disgusto. Hacía mucho que habían salido del Valle, y la convivencia con ella les dejó ver algunos de sus puntos débiles. Aún no creía en una sublevación; pero reconocíase sin fuerzas materiales para dominarla, en el caso de que llegara a producirse.
La rebelión se estaba incubando en el abonado terreno de las inquietudes de los guardas. Los hombres de Lorenzo, debidamente instruidos por su jefe y por Jerónimo, echaban a manos llenas la simiente en los surcos que abrieran el temor y la desconfianza.
- Vuestra dueña parece inteligente; pero las mujeres nunca fueron buenos generales -decía uno de los enviados de Lorenzo a buscar agua.
Los de Analupe fingieron no hacer caso a esta observación ni a otras similares; pero cuando los aguadores regresaron al campamento de Lorenzo, los guardas de Analupe estaban tan preocupados que no advirtieron que al llegar los de Lorenzo eran ocho y, en cambio, sólo se marchaban siete.
Jerónimo había quedado bajo uno de los carros, aguardando el momento oportuno. No fue por azar por lo que se quedó cerca de la tienda de Analupe. Entre sus dedos tenía una bolsita llena de un polvo blanquecino. Hubiera deseado echarlo en el agua que llenaba el hoyo del manantial. Pero Lorenzo no quería, demostrando con ello que era un estúpido, cosa habitual en los hombres blancos cuando andaba de por medio una mujer hermosa.
Los indios, se dijo Jerónimo, eran más inteligentes. A la mujer le concedían muy poco valor. Servían para trabajar, para tener hijos y para ser esclavas de sus maridos. En cambio, todos los blancos insistían en ver en ellas a unas reinas en potencia, y desde que empezaban a echar bigote hacían lo posible por convertirse en sus humildes esclavos.
Uno de los guardas de Analupe se había detenido a unos pasos del escondite de Jerónimo. Traía un saco y tres platos de estaño. Los dejó en el suelo y extrajo unos pescados secos del interior del saco. Los partió por la mitad y fue distribuyéndolos por los platos, que colocó muy separados, para evitar peleas. Luego dirigióse a la tienda de Analupe.
Jerónimo salió de debajo del carro y sin hacer ruido fue hasta los platos con la comida de los animales. En cada plato y encima de cada pescado, echó una cantidad de veneno. Después se alejó de su anterior escondite para evitar ser descubierto por los mastines.
Estos, siempre hambrientos, en cuanto fueron soltados por su ama se lanzaron vorazmente sobre los platos de comida, que devoraron a grandes bocados para terminar cuanto antes y ver si podían quitarle algo a algún compañero. Durante unos minutos en el Campamento reinó una salvaje algarabía de ladridos, aullidos, mordiscos y resonar de platos metálicos, despedidos como pelotas por los salvajes animales.
Por fin, calmada en parte su hambre y, sobre todo, porque se daban cuenta de que ya no podían robar nada a los otros, los tres perros se dejaron conducir a la tienda que estaban encargados de vigilar.
- Que se queden fuera -ordenó Analupe desde el interior.
Jerónimo sonrió y sus dientes lucieron a la luz de las estrellas, única de que disponía el campamento. Luego se fue acercando al manantial.
Pasó más de una hora. Jerónimo permanecía en su puesto, semejante, en su inmovilidad, a las rocas de lava petrificada que le rodeaban. Por fin ocurrió lo que esperaba desde que fue hacia allí. Uno tras otro llegaron los perros a calmar la sed que les estaba produciendo el arsénico. Bebieron a grandes lengüetadas, ignorando que la virulencia del veneno aumentaría al mezclarse éste con el agua.
Cuando terminaron permanecieron inmóviles junto al manantial, con las patas abiertas, jadeando, agitados por un convulsivo temblor. Pronto empezarían a aullar, anunciando su propia muerte.
Jerónimo, perteneciente a una raza que en los perros sólo veía un alimento, no experimentó ninguna de las emociones que suelen asaltar al hombre civilizado, pará quien el perro es un fiel amigo. Incorporándose, desenfundó su cuchillo y fue hacia los tres perros. Tenía que matarlos antes de que aullasen, y no convenía que se supiera que habían muerto envenenados. Era mejor fingir que el misterioso enemigo de Analupe había sido el autor de su muerte.
Tres rápidos y certeros golpes fueron suficientes. Los indefensos mastines se desplomaron a pocos pasos del manantial. Jerónimo, a puntapiés, los alejó un poco, y en seguida dirigióse hacia la línea de centinelas, cuyo emplazamiento conocía desde que entró en busca del agua. Su tarea fue facilitada por el hecho de que los centinelas no esperaban ningún ataque del interior. Su atención estaba fija en el desierto, de donde tenía que llegar el enemigo que en anteriores noches los había atacado.
- Fue tan fácil como matar hormigas -explicó Jerónimo a Lorenzo cuando se reunió con él y los suyos-. Los perros muertos. Seis hombres apuñalados… Si la señorita y los demás no se mueren de miedo, será un milagro.
- No se morirán de miedo; pero ocurrirá algo mejor -aseguró Lorenzo-. Ahora, si quiere seguir su viaje tendrá que utilizar a mi gente. Eres inapreciable, querido Jerónimo. Si yo fuese rey, te nombraría mi verdugo de cámara. Te gusta matar.
El indio asintió con la cabeza.
- Me gustaría quitarles las cabelleras. Pero creo que se reconocerán mis méritos cuando me marche de este mundo y entre en el de las cacerías eternas.
- No seas bobo. Si vas a algún sitio, será al infierno. Pero tú no te encontrarás mal allí. Vamos a dormir, si nos dejan.
- No fue posible dormir, pues antes de que hubiese transcurrido otra hora, el campamento de Analupe era una babel de gritos y maldiciones. En contra de lo convenido, se encendieron faroles y hogueras que se divisaron desde todos los puntos del desierto.
- ¿Qué ocurre? -gritó Lorenzo desde su propio campamento.
- ¡Venga en seguida!, -le respondió Duganne-. Ha ocurrido algo.
En voz baja Lorenzo contestó:
- Pero no iré solo, amiguito. Estáis demasiado nerviosos.
Seguido por diez hombres cruzó el páramo que le separaba del pequeño oasis. Como la noche anterior, encontróse con el espectáculo de unos cuerpos sin vida, cubiertos de sangre y tendidos en el suelo. Analupe, vestida, estaba junto a ellos.
- ¿Otra vez el «Coyote»? -preguntó Lorenzo.
- El no es capaz de hacer una cosa así -protestó Analupe-. Es otra persona…
- Perdone que hable, señora -le interrumpió Duganne-. Yo no sé quién ha matado a mis compañeros; pero, desde luego, es alguien a quien los perros conocían. De lo contrario, hubiesen ladrado.
- Si le hubiesen conocido, no habría tenido que asesinarlos… -casi gimió la joven-. ¡Pobres animales!
No se dio cuenta a tiempo de que sus palabras despertaban la animosidad de sus guardas. Uno, sin poderse contener, comentó en voz alta:
- Le duelen más sus falderos que nosotros.
- ¡No es verdad! -gritó Analupe, volviéndose hacia el lugar de donde llegaba el comentario-. Daría una fortuna por salvar a mis amigos. A vuestros compañeros. Bien lo sabéis. Tampoco defiendo al «Coyote». Le odio tanto o más de lo que podáis odiarle vosotros, pero sé que él no es capaz de matar a sangre fría, sin dar a su enemigo la oportunidad de defenderse. Lo que deseo es descubrir al traidor que logra matar impunemente, valiéndose de que sus víctimas le creen su compañero.
- Señora, nos está acusando a todos sin prueba alguna -advirtió Duganne.
- Ya sé que mis perros no atacaban al «Coyote». Le conocían y, además, él poseía una extraña influencia sobre ellos; pero, ¿cómo justificar que los asesinara por el único placer de matarlos?
- Tal vez no eran tan amigos suyos como él creía -dijo Lorenzo-. Los perros se dejan ganar, a veces, por un poco de comida, por alguna golosina. Quizá el «Coyote» les daba siempre algo que hoy no pudo ofrecerles. Los perros debían de pedírselo y, temiendo que la decepción les hiciera ladrar y descubrirle, los mató. Y como no se ha oído ningún tiro, es de creer que los mató a cuchilladas.
- Sí -dijo Duganne-. Los mató como a los centinelas. Todos murieron como perros.
- Hubiera sido mejor establecer un campamento unido -dijo Lorenzo-. Habríamos vigilado mejor. Mis hombres están acostumbrados a estas tierras y saben lo que se puede esperar de ellas. Conocen los ruidos normales y los anormales. A nosotros no nos ha ocurrido nada.
- Sí; hubiese sido preferible formar un solo campamento -declaró Duganne-. Si los asesinatos continúan a este ritmo, dentro de cinco días no quedará nadie. Hay que hacer algo, señora.
Analupe se daba cuenta de su impotencia para dominar el temporal desencadenado. Sus sospechas empezaban a cobrar solidez; pero no se le ocultaba que el expresarlas hubiera sido contraproducente. Su gente no hubiera creído en la culpabilidad de Lorenzo. Entre otras causas, porque éste contaba ahora con cuarenta hombres, y los de ella no alcanzaban a treinta. Además, estaban desmoralizados por el miedo hacia aquel invisible asesino que parecía cumplir una trágica promesa, matando noche tras noche a seis de sus compañeros. En una pelea, las ventajas estaban casi todas al lado de Lorenzo.
- Lo único que podemos hacer es salir cuanto antes de Nuevo Méjico -replicó Analupe-. Viajaremos más de prisa.
- Si una línea de buenos centinelas no le detiene, tampoco le detendrá una línea fronteriza -observó Duganne-. Si se ha propuesto acabar con todos nosotros, lo conseguirá, a menos que aceptemos la ayuda de esos hombres, que están más habituados que nosotros al desierto. Unámonos sin reservas y salgamos de aquí de una vez.
- Yo propondría tender algunas trampas -dijo Lorenzo-. Así, mañana por la noche, si el asesino quiere repetir la suerte, lo cazaremos y al día siguiente nos desayunaremos con carne de coyote. Claro que si la señorita prefiere seguir desconfiando de mí y de los míos, no hay nada de lo dicho. Seguiremos como hasta ahora.
Un tumultuoso griterío de protestas respondió a las palabras de Lorenzo. Los guardas de Analupe se colocaban en abierta rebelión, y la joven decidió que era más prudente no insistir en plantar cara al huracán. Le quedaban recursos y sabría emplearlos a su debido tiempo.
- Como queráis -respondió-. Uniremos nuestras suertes. Lorenzo, el tesoro se repartirá equitativamente. Una parte para usted y otra parte para mí.
Acercándose a Analupe, Lorenzo replicó en voz baja:
- No es necesario que se sacrifique, hermosa. Si algún tesoro ambiciono yo, no es el que va en sus carros, sino el que conduce su caballo.
Analupe sonrió.
- Es usted tenaz, Lorenzo. Acabará haciéndome creer en sus atractivos.
- ¿Se sigue burlando de mí?
- No. Y le agradezco lo que ha hecho en mi favor esta noche. Hubo un momento en que tuve miedo… Mi gente estaba asustada y era capaz de todo.
- Ahora ya no volverá a ocurrir. Los míos la protegerán.
- Gracias, Lorenzo -Analupe le tendió la mano-. A pesar de todo, sólo soy una mujer.
- La más bella entre las bellas.
- ¡Bah! Debo de estar horrible después de tanto sol, polvo y noches en blanco.
- Su belleza me recuerda a la de la tigresa perseguida y acorralada por los cazadores, cuando se vuelve hacia ellos dispuesta a no huir más, a pelear por su vida y hacerla pagar cara, si la pierde.
- Gracias por su comparación;, pero… aún no estoy acorralada.
- Sólo he dicho que está hermosa. Y no deseo que llegue a sentirse acorralada. Para que usted se viera en tal situación, habrían tenido que matar a Lorenzo.
Fingiendo una prudente emoción, pues no convenía exagerar las tintas, Analupe replicó, estrechando la mano del bandido:
- Gracias. Es tranquilizador tener amigos.
Fue hasta su tienda y al pasar ante la de Muskrat, éste, que había salido a enterarse de lo ocurrido, comentó:
- Muy bien en su papel, majestad.
Sus guardianes quisieron hacerle entrar de nuevo en la tienda.
- Dejadle -ordenó Analupe, yendo a él-. Marchaos. No puede huir.
- Ni quiero. Me gustará ver cómo termina tu aventura. Aunque ya me lo imagino. En brazos de ese bandido, comprando tu dinero como…
La mano de Analupe restalló secamente contra la cara del comandante.
- ¡Te haré matar! -gritó.
Muskrat soltó una carcajada.
- Me alegro de que mis palabras te duelan más que a mí tus golpes. Será bonito verte convertida en una de las amantes de Lorenzo. La bella y la bestia, dirán.
Analupe cerró los puños. Durante varios segundos permaneció, temblorosa, frente a Muskrat, mordiéndose los labios para no gritar o, a juzgar por el brillo de sus ojos, para no llorar. Por fin consiguió decir:
- Algún día lamentarás haber pronunciado esas palabras.
Se fue, sin tiempo para advertir que su prisionero ya las estaba lamentando.